Nos abalanzamos el uno contra el otro. Nuestros cuerpos chocaron con ansia y nuestros labios se devoraron mientras las lágrimas de ambos inundaban la habitación.

—Y, a partir de ahora, ¿qué? —preguntó con determinación en la mirada.
—Fugarnos no es una opción. Me ha encontrado perdiéndome en el mar, imagínate por tierra.
—Entonces… ¿el plan es que venga a ti cada día hasta que te cases con otro hombre y tenga que desaparecer del mapa?
—¡No! No sé cómo lo voy a hacer, pero encontraré la forma de evitarlo. Si no es contigo, no me casaré con nadie. Lo prometo.
—Ambos deberíamos dejar de prometer cosas que no podemos cumplir.
—¿Que no lo puedo cumplir? Ahora que te he recuperado, no hay consejo en el mundo que me pueda separar de ti.
—Sólo el alba, entonces.
—En ese caso, a partir de ahora, voy a ser una princesa con mucho sueño.

Desde aquella noche, Kristoff comenzó a entrar por mi ventana cada día religiosamente en el momento en el que yo apagaba las velas de mi cámara y nuestra existencia volvió a tener luz. Los días se hacían largos y aburridos y las noches cortas y apasionadas. Pese a que nos autoprohibimos el sexo con penetración para evitar mayores complicaciones, fuimos descubriendo juntos montones de nuevas formas de disfrute. Tras aquellos infernales días de soledad, cada caricia tenía un valor indescriptible y cada minuto juntos era un tesoro, el tesoro que encontramos en nuestra isla desierta.

Pero, sin duda, el sexo no era lo mejor. Lo que más nos llenaba era cuchichear risas juntos, mientras nuestros cuerpos desnudos se enredaban como una tierna madeja de hilo que no podía ser separada en dos. Cada noche nos contábamos cómo había ido el día, y, cada día, fingíamos que no éramos más que princesa y cochero, procurando cruzar la menor cantidad de palabras y miradas posibles para no dar pistas de nuestra relación.

Algunas noches, simplemente nos abrazábamos y dormíamos juntos hasta que él salía poco antes del amanecer con la promesa de volver al siguiente día. Otras, sin embargo, era el dolor de lo imposible el que nos ganaba la batalla y él se refugiaba en mi pelo o en mi pecho mientras imaginábamos lo que podría haber sido y no fue. A veces llorábamos, otras planeábamos huidas que ambos sabíamos que nunca llevaríamos a cabo, y otras, dejábamos que nuestros cuerpos hablasen por nosotros.

En contadas ocasiones, un fugaz encontronazo en los pasillos del castillo, se convertía en susurros y besos furtivos escondidos detrás de alguna cortina, pero eran las menos, pues, por muy excitante que fuese aquello, lo que nos jugábamos no era poco.

Así pasaron un par de semanas que nuestro invitado invirtió en degustar las delicias que Arendelle tenía para ofrecerle, en pasear a orillas del fiordo, e incluso en adentrarse acompañado de Kristoff en nuestras montañas para disfrutar de las vistas de la cima. Por lo que pudimos ver, se trataba de un hombre bastante cercano y campechano (nada que ver con el estirado de Hans) y que disfrutaba inmensamente de los pequeños placeres de la vida, lo que hizo que su compañía se volviese del agrado de todos los presentes. Sin embargo, ningún gobernador puede ausentarse demasiado tiempo de su reino, por lo que no tardó mucho más en anunciar su partida.

Dos noches antes de que zarpase de vuelta a Portugal, celebramos una cena de gala en su honor a la que, a petición suya, fueron invitados también los miembros del servicio, con lo que Kristoff también estaba allí.

Brindis tras brindis, mis mejillas se fueron tornando más y más rosadas, mis risas más fáciles y escandalosas y mis piernas más inestables.

—Anna, parece que el alcohol está privándote de tus facultades, puede que sea buena idea que te retires a tu alcoba y descanses, ¿no crees? —opinó Elsa intentando ocultar una sonrisa burlona.

Buena idea. Cuanto antes me retirase yo, antes llegaría él.

—Tienes razón, creo que necesito dormir.

Me puse en pie para disculparme ante todos y salir de allí, pero mis piernas dijeron que no estaban dispuestas a andar y me tambaleé hasta casi caer sobre el bueno de Kai.

—¡Anna! No puedes ir sola en ese estado, vas a acabar rodando por las escaleras —exclamó Elsa levantándose a ayudarme—. Venga, yo te acompaño.
—Su Majestad —intervino Kristoff sobresaltándome levemente mientras se acercaba a nosotras desde la otra punta de la mesa desde la que habíamos estado evitando cruzar miradas durante toda la velada—, yo estaba por retirarme también. Si lo desea, yo acompañaré a la princesa Anna. Su Alteza puede seguir disfrutando de la celebración.
—Hm… buena idea. No sería de buena educación dejar las dos a nuestro invitado —observó ella pensativa—. Está bien, has cuidado de ella en peores condiciones, supongo que puedes conseguir que suba unas escaleras sin que se abra la crisma. Gracias, Kristoff.

Kristoff negó con la cabeza, reverenció a la reina y tomó con cuidado y suma castidad mi brazo para pasarlo por encima de su hombro.

—Buenas noches —balbuceé justo antes de salir volcando casi todo mi peso en el hombre al que le confiaría mi vida siempre y sin dudarlo.
—Así que no llevas bien el alcohol, ¿eh? —comentó divertido Kristoff de camino a mi habitación.
—Sólo estoy un poco asshispada.
—Seguro que sí…

Cuando llegamos a las escaleras miré hacia arriba. Nunca me habían parecido tan altas. Estaba segura de que iba a tardar más en subirlas de lo que tardamos en subir aquella montaña el primer día en la isla. Pero no tuve tiempo de quejarme si quiera, para cuando me quise dar cuenta, Kristoff me estaba elevando del suelo y acomodándome entre sus brazos dispuesto a subirlas por mí.

—¿Te he dicho que te quiero? —susurré a su oído.
—Podría escucharlo alguna vez más —contestó sonriente sin retirar la mirada del frente.

No tardamos mucho en encontrarnos perfectamente acomodados en mi cama, contando chistes malos producto del alcohol y bebiendo de los labios del otro con dulzura y cubiertos del suave envoltorio del letargo.

—Buenos díaaas. ¿Más despejada ya? Anoche estabas un poco más contenta de la cuen… ¡Anna!

La voz de Elsa me sacó de mi dulce dulcísimo sueño matutino y su escandalizada y colorada expresión me hizo reparar en que Kristoff aún seguía cómodamente abrazado a mi cuerpo.

—Oh, no.