Disclaimer: los personajes y el Universo Panem son propiedad de Suzanne Collins.

Esta historia participa en el reto "Pidiendo Teselas" del foro "El diente de león".


Capítulo 26

Katniss POV

Hay algo sin duda surrealista en esto de estar sentada en el interior del cuarto de baño de Haymitch Abernathy mientras Peeta me explica su teoría: que tal vez el Trece ya no sea inhabitable. Que los videos que vemos cuando hablan sobre la radioactividad, muy de vez en cuando, tal vez sean propaganda. Que ha estado intentando modificar la radio que sacó de nuestro refugio para ver si consigue transmitir en lugar de solo recibir. Que necesita piezas nuevas y que por eso se le ocurrió venir a la asquerosa guarida en que Haymitch pasa los días en que no tiene que ir como mentor a los Juegos del Hambre.

—¿Qué es lo que planeas? — le pregunto, porque, aún y cuando consiguiera hacer funcionar aquella cosa ¿qué podemos ganar?

—No lo sé— admite y cuando inclina la cabeza y un mechón rubio le cae sobre la frente, no puedo resistir el impulso de estirar la mano y echarlo hacia atrás. Él parece genuinamente sorprendido por mi gesto cariñoso y, cuando estoy por apartar la mano, él me sujeta por la muñeca y me da un beso en la palma de la mano que envía escalofríos por todas mis terminaciones nerviosas—. Tienes que entender— me dice—, que no contártelo en cuánto he empezado ha sido… terrible— dice en voz baja—. Pero es que estabas tan triste y preocupada, Katniss, que no quería poner más peso sobre tus hombros hasta no saber si algo de lo que estoy haciendo puede llegar a funcionar.

Curiosamente, el enojo que había venido masticando desde que eché a correr desde mi casa en la Veta hasta llegar aquí, se ha enfriado con solo ver a Peeta y lo preocupado que parece por no haberme confiado su secreto desde el principio. Observo la llave que le cuelga en el cuello desde hace meses. La cadena perdiéndose en el cuello de su camisa.

—Bueno, si es algo que podría ayudarle a Prim, tienes que dejarme participar.

Me ve con tanta sorpresa y con tanta esperanza pintada en la cara que me encojo un poco. ¿De verdad soy tan irracional como para que él esperara no mi apoyo sino mi enojo?

Decido que los secretos se acaban hoy y él parece aún mas sorprendido cuando me separo de los azulejos y le rodeo la cintura con los brazos, hasta que meto mi cabeza bajo su barbilla y apoyo el oído sobre su pecho, permitiéndome escuchar el sonido más reconfortante del mundo: el sonido de su corazón, que se dispara cuando lo abrazo, haciéndome sonreír.

—¿No estás… no estás enojada?

—Creo que no he servido de mucho en estos primeros días ¿no?

—Es Prim— dice él por toda respuesta y esas dos palabras hacen que lo quiera todavía más, si es que es posible, porque de alguna manera sé que si alguien entiende de verdad lo que siento porque mi Patito esté ahora en ese lugar endemoniado, es él.

—Quiero ayudar— le digo—. No tengo ni idea de como hacer lo que quieres hacer, pero por favor, déjame ayudar— susurro pegando la nariz a su camiseta. Entonces el aroma a bosque me asalta—. Lo cual me recuerda ¿Qué haz estado haciendo en el bosque? — el "sin mí" cuelga, silencioso, al final de la frase.

—Se me ocurrió que el intentar arreglar esa cosa aquí, en plena Aldea, podía resultar más peligroso. Además, asumo que la proximidad influye en el funcionamiento de la torre. Primero, necesitaba probar si recibía señal desde ahí.

—¿Y lo hace?

—Un montón de estática, y eso cuando logro que el cacharro capte algo. Si estamos más cerca del pueblo, escucho esas canciones que el viejo Cray tiene a veces en la estación. En el bosque, la señal es tan débil que solo se oyen pedazos, pero mientras más me interno, algunas de las estaciones dejan de sonar del todo y empieza a intentar captar… algo más. No he llegado hasta el lago— me dice—, porque es una caminata demasiado larga y trato, siempre que puedo, de pasar tanto tiempo contigo como sea posible pero…

Lo abrazo con más fuerza.

—Gracias— le digo.

—No debí haberlo mantenido en secreto— se lamenta apretándome más fuerte contra su cuerpo.

—Bueno, no he servido para nada últimamente— le reitero—. Sin duda, tú eres mucho más extraordinario que yo.

—No— dice él, rodeándome las mejillas con sus manos grandes con tanta delicadeza que los ojos se me llenan de lágrimas—. Es lo que somos tú y yo ¿no? Más fuertes cuando estamos juntos.

Asiento, porque es cierto ¿no ha sido así desde el principio? Cuando los dos lográbamos conjurar algunas horas de sueño, espantando mutuamente nuestras pesadillas sobre la pérdida.

No es un tema tan recurrente entre nosotros como el fantasma de Gale. Pero Peeta, de vez en cuando, habla de Phy, de que no era, ni por asomo, tan alegre como es Tax. Me cuenta que siendo el más grande de los tres, había reclamado para sí los tipos de tortura tonta de un hermano mayor que a mí nunca, ni por asomo, se me habrían ocurrido para Prim. Pero como, también, solía pasarle pedazos de su propio pan rancio por debajo de la mesa cuando Peeta era más pequeño y lloraba porque tenía hambre o de cómo era quien le ayudaba en los deberes de matemáticas, que se le daban tan bien por ser quien se encargaba, cuando no estaba en la escuela, de manejar la caja registradora de la panadería. De cómo fue su hermano el que le enseñó a hacerse cargo de las pequeñas quemaduras que se hacían a veces cuando horneaban. De la forma en que le metía las manos bajo el chorro de agua fría cuando usaba los dedos para equilibrar las bandejas en el horno.

Su pérdida, aunque diferente a la mía, no ha hecho que él se vuelva amargado, ni que le resulte terrible hablar de su hermano. Lo hace con un cariño genuino. Aunque nunca lo conocí, más que de vista, Phy tiene una personalidad tan real como la de Tax.

—¿Tax sabe lo que estás haciendo?

Peeta niega con la cabeza y besa mi coronilla. Por un momento, siento vergüenza porque la última vez que me di un baño en toda forma, fue el día de la Cosecha de Prim, pero a él no parece impresionarle mi pelo apelmazado por la suciedad. Me doy cuenta de que, lo más probable, es que apeste casi tanto como la casa de Haymitch en este momento. Me remuevo un poco, inquieta entre sus brazos y me aparto, haciendo que él enarque una ceja, hasta que yo me estiro y le dejo un beso en el mentón. Lo deja estar.

—No le he dicho lo que estoy intentando hacer, solo sabe que, cuando desaparezco, es porque estoy aquí. Creo que no se entera de que a veces me meto en le bosque.

—¿Y lo enviaste a hacerme de niñera?

—¿Qué? —se ríe—. Pues no, supongo que se le ocurrió a él solito. Tax te quiere— me dice con simplicidad—. Y adora a Prim. Así que seguro le sienta bien el poder preocuparse por ella junto a ti. Por cierto ¿sabías que los televisores de aquí se encienden solos cuando la transmisión de los Juegos es de nuestro distrito? Supongo que es una medida estándar para cuando los distritos tienen varios Vencedores. Haymitch, siendo el único aquí, tiene que ir todos los años al Capitolio, pero supongo que si tuviéramos tres, al Capitolio le interesaría que quien se quede, esté siempre al corriente de cómo andan nuestros tributos. Me dejaba más tranquilo el saber que, si acaso algo ocurría, me enteraría de inmediato y podía ir corriendo a tu casa.

—¿En serio?

—Sí… En la madrugada estaba aquí dentro cuando Rory y Prim… hablaron— parece arrependido, casi de inmediato, por haber sacado el tema.

Las mejillas se me calientan en cuestión de segundos.

Me había hecho la dormida cuando Peeta había llegado después del desayuno, pero de todas formas me había aferrado a él cuando se tendió conmigo en la cama, solo para dormir. La vida se pone en una dolorosa pausa para todos en el distrito, menos para los mineros, cuando estamos en los días de los Juegos. Incluso los comerciantes parecen relajar su ritmo de trabajo. Al menos mientras nuestros tributos están vivos. Pero me hacía sentir incómoda la posibilidad de que Peeta hubiera visto aquello y, por eso, había hecho como si no lo hubiera visto. Pasado un rato, fingí despertarme y él me saludó, cariñoso como siempre, antes de decir que tenía que ir a ayudar en la panadería, cosa que, al parecer, no era cierta.

Ni siquiera puedo enojarme con Prim por haber sacado a colación mi vida amorosa en los Juegos. Pero lo cierto es que no deja de resultar incómodo, como mínimo, que ahora todo Panem sepa que la hermana, no tan anónima del Zafiro, tuvo lo que, al parecer, fue un triángulo amoroso. Vi la fotografía de mi registro del último censo cuando a algún genio del Capitolio se le ocurrió mostrarla mientras Prim y Rory discutían sobre nosotros hoy en la madrugada. También la de Peeta y la de Gale aparecieron en la tele. La de Gale con una pequeña marca en la esquina inferior, indicando que se encontraba fallecido.

Me trago mi pena y le digo.

—Y tú… ¿qué piensas de eso?

—¿De que si Gale no hubiera muerto yo no hubiera tenido una oportunidad? —Peeta es tan sincero que ni siquiera siento su declaración como un ataque.

Pero de todas formas, tengo la sensación no de que tengo que defenderme, sino sacarlo de su error.

—Prim tiene razón, ¿sabes? Nunca vi a Gale de esa manera, ya te lo había dicho—digo sin atreverme a levantar la mirada, demasiado avergonzada.

—Pero él si que te veía a ti de esa manera. Me daba cuenta. Y yo tuve trece años para hablar contigo, pero nunca lo hice. Fui un cobarde. Me di cuenta del momento en que ustedes dos empezaron a hacerse amigos casi de inmediato. Al principio, no hablaban mucho, pero poco a poco se fueron acercando y, a veces, me sentía muy celoso de la familiaridad. Del hecho de que él podía tocarte, de como ponía una mano en tu hombro o… —le tapo la boca con una mano.

—Nunca me tocó como lo haces tú. Nunca nadie… Yo no… Gale y yo nunca…

—Lo sé— dice él apartando mi mano—. Pero, eso no evita que me diera por pensar que Rory tiene razón. Si Gale…

—No pienses en eso— le digo—. Piensa en lo que le dijo Prim. Piensa que, de alguna manera, habríamos encontrado la forma. Todos los caminos me llevaban a ti, aunque no lo parezca.

—Estás hecha toda una poetisa— dice con una sonrisa en la voz, esa que hace que le salgan delicadas arruguitas alrededor de los ojos.

—No te burles— le regaño, por fin alzando los ojos, solo para verlo sonreír.

—No lo hago— dice él, con los ojos azules muy abiertos—. Es que, a veces, me da la impresión de estar soñando.

Alzo una mano y le pellizco la mejilla.

—Estas despierto— le prometo—. Nunca me alegraré por el hecho de que Gale se haya ido, pero esto, nosotros, nunca será algo de lo que me arrepienta. Ahora ¿no se supone que estamos en esta asquerosa casa con una misión?

Peeta se ríe ante mi intento, nada sutil, de cambiar de tema.

—Te quiero, Katniss— me dice, volviendo a besarme en la frente. Intento pensar en la última vez que me besó de verdad y no consigo recordarla, lo cual me hace decidir que ha pasado demasiado tiempo. Me estiro y estampo mis labios contra los suyos. El baño de Haymitch tiene que estar muy, muy arriba en la lista de los lugares con el peor ambiente para besarse, pero me olvido de ello en cuanto Peeta me devuelve, con su entusiasmo característico, el beso.

Decido que, cuando Haymitch vuelva con Prim sana y salva, seré más amable con él. Y trato de no pensar en que, cuando mi hermanita vuelva a casa, será porque Rory estará muerto. El pensamiento intrusivo es tan doloroso que lo combato con la única magia que tengo a la mano, como la llama Prim:

—Yo también te quiero, ¿te lo he dicho antes?

—Nunca las veces suficientes— masculla él y cuando me abraza, me siento segura. Desearía poder extender esa protección a mi hermana. Encontrar la manera de que el capullo que se crea cuando estoy con Peeta, pudiera llegar hasta ella también pero, como por ahora es imposible, me aferro al mismo intento desesperado de Peeta.

—Me parece que no se nada sobre radios— admito.

—Bueno, yo tampoco. Tengo un folleto que te puedo dejar, tal vez lo entiendas mejor que yo.

—Lo dudo, entre nosotros dos, tú eres el más listo— no es una mentira. ¿No solía sorprenderme yo por la cantidad de libros que había leído Peeta? Su palabra es un don increíble, sí, pero él se ha encargado de cultivarlo a través de los años. Una vez, cuando le pregunté que cuál era su motivación para leer tanto, me había contado que lo hacía por las mañanas, cuando había suficiente luz natural, pues no le permitían usar las velas ni, mucho menos, la linterna con las carísimas baterías; justo antes de ir a la escuela. El motivo detrás de su interés era armarse con suficientes palabras para poder hablar conmigo.

—Que va— dice dándome un último abrazo antes de abrir la puerta del baño—. Lo que pasa es que nunca te ves a ti misma con claridad.

—No es como que tu seas muy imparcial cuando me ves— le digo mientras lo dejo conducirme a través de las escaleras, pegada a él. Es entonces cuando, al apoyarnos ambos en el mismo peldaño, escuchamos un crujido y la tabla se tuerce y se levanta un poco.

Peeta se detiene en seco, aunque no estoy muy segura de por qué.

—¿Pasa algo?

—Esa tabla, está suelta.

—Sí, ya me di cuenta— le digo rodando los ojos—. Otra cosa que Haymitch echa a perder.

Peeta me ignora y se arrodilla en medio de las escaleras. Se saca algo del bolsillo trasero de los pantalones y, cuando enciende la luz, me doy cuenta de que trae encima no la vieja linterna de su casa, sino una, pequeña, moderna y potente, que debe haber encontrado aquí mismo.

Lo veo intentar sacar la tabla torcida de su sitio mientras sujeta la linterna con la otra mano. Cuando resulta evidente que no puede hacerlo con los dedos, deja la linterna con cuidado sobre el escalón en que estoy parada y me dice que lo espere un segundo.

Lo veo moverse con familiaridad, aunque ruidosamente, por la casa parcialmente destrozada, me siento en uno de los escalones a esperarlo, porque la casa está tan sucia que no estoy segura de que Peeta se ha encargado de cubrir todos los charcos de vómito. Cuando vuelve, trae un cuchillo en la mano. Sujeto la linterna e ilumino la tablilla del piso que está salida. Peeta primero empuja la esquina que está colocada en un ángulo extraño, devolviéndola a su lugar con el mango del cuchillo, para luego meter la punta en la juntura entre los tablones y hacer palanca. En esa posición, la tablilla sale. Él la recoge con cuidado y la apoya contra la pared, revelando un fondo hueco en donde se encuentra un paquete irregular, bien envuelto en tela negra.

Nos miramos mutuamente antes de que él estire las manos para sacarlo y noto el corazón latiéndome en la garganta al pensar ¿qué puede haber ahí que sea tan importante como para que Haymitch Abernathy decidiera ocultarlo?

Rory POV

Intento quedarme dormido, pero estoy tan agitado que lo único que consigo es dar una vuelta y luego otra y luego otra, mientras busco una posición que me resulte cómoda.

Fallo.

¿De dónde demonios ha salido ese enojo? Ese deseo de simplemente discutir por discutir. Peeta me agrada, de verdad que sí. Inclusive, le agradecía la confianza que me había insuflado cuando me había dado todas aquellas barras de pan, bueno y sustancioso, que había llevado a casa y que había hecho que mamá, siempre tan fuerte y estoica, temblara ligeramente cuando había empujado contra su pecho el precioso alimento para que, como yo, pudiera sentir a través del papel crujiente, que aún se hallaba caliente.

Más tarde, me había dado cuenta de que ya fuera el panadero o el mismo Peeta, había sido excesivamente generoso conmigo y que mi ardilla, sin cola, no valía ni siquiera una de aquellas barras. Pero, ¿no había sido un momento precioso el ver a Posy comiendo aquello con deleite? ¿No había sido increíble poder decirle a Vick, cuando había preguntado tímidamente que si podía comer más pan, que en efecto, teníamos suficiente para repetir?

Habíamos dado cuenta de la mitad de mi botín aquella noche, a pesar de que seguramente mamá sabía que, probablemente, tuviéramos que volver a nuestra frugalidad habitual al día siguiente pero, por esa noche, todos habíamos podido comer hasta sentir la tripa hinchada.

Y la verdad era que, al margen de eso, Peeta le hacía bien a Katniss. No era un compañero de caza para ella, como lo había sido Gale, pero tampoco había intentado serlo. No era como si hubiera, realmente, aprovechado para tomar el espacio vacío que había dejado mi hermano. Se había construido un lugar para él solito, uno que hacía que el rostro de Katniss se iluminara de una manera que nunca había visto. El ceño fruncido, o simplemente la cara relajada que mostraba cuando se pasaba por nuestra casa, había sido reemplazado o por una sonrisa casi insinuada en la comisura de sus labios o, inclusive, cuando pasábamos por la panadería, a veces con excusas de canjes y otras, simplemente porque nos hallábamos lo suficientemente cerca como para que ella pudiera resistirse; en risas musicales que a mí me tomaban por sorpresa.

Así que, ¿realmente podía culpar a Prim porque le agradara el novio de su hermana?

Me giro, de manera que pueda ver a Prim y la encuentro dándome la espalda. El cabello rubio le cae en una cascada en la espalda mientras ella se quita uno y otro y otro pasador y se pasa los dedos por el pelo. Trago, con cierta dificultad, el nudo que se me ha hecho en la garganta. Una de las luces artificiales que abundan en este lugar, le da de costado, dibujando, fantasmal, el contorno de su rostro. Tiene el ceño relajado y está deshaciendo un enredo que se le ha formado, con dedos ágiles y metódicos. La veo dividir su cabello en secciones, que luego empieza a trenzar, desde la parte media de su cabeza y hacia abajo, hasta que consigue un complicado estilo que luego dobla sobre sí mismo para formar un moño que asegura con los pasadores que tiene sobre el regazo.

Espero, casi anhelo, que cuando acabe con su cabello, voltee hacia el lugar en que estoy yo.

No lo hace.

En su lugar, suelta un suspiro y alcanza su mochila. La veo sacar la caja que conseguí para ella y abrirla. Las botellitas de medicamento tintinean en su interior y ella las saca todas y las empieza a reacomodar siguiendo un sistema que no consigo entender bien. Pero su rostro cambia, madurando de golpe, mientras se concentra en ello.

Recuerdo la primera vez que Prim se puso en plan sanadora conmigo. Me había caído en el patio de la escuela y me había roto, aunque en ese momento no lo sabía, el brazo izquierdo. Había sido una mala caída. Teníamos once años y yo había apostado contra Wallace Staystripe que podía llegar más alto que él en el pino que había en el patio, del que colgaba un columpio que se había roto generaciones atrás y que nadie se había molestado en reparar.

Yo había ganado, por supuesto. Pero Prim estaba abajo y yo había decidido fardar un poco más de la cuenta. Había querido llegar prácticamente a la cima a pesar de que Wallace estaba ya metro y medio por debajo de mí, congelado en su lugar, demasiado asustado como para seguir subiendo.

Prim, mi Prim, estaba sentada en los escalones mientras Kassy le decía algo que la hacía apartar la mirada del librito, viejo, arrugado y oscurecido por el polvo del carbón que cubría casi todo en la Veta, y miraba a su amiga con atención. Deseé que volteara a verme, que viera que yo era más rápido y ágil que Wallace. Y, como si la hubiera llamado en voz alta, ella había volteado a verme.

Entonces yo había estirado un brazo y me había sujetado de una rama demasiado débil, que se había quebrado bajo mi peso y me había hecho caer.

La caída me había dejado sin aliento, a pesar de que no había caído sobre mi espalda sino que me había girado en el aire, aterrizando limpiamente sobre mi brazo. Me había prometido a mí mismo que no lloraría pero, cuando había abierto los ojos, por supuesto que ahí estaba ella, encima mío.

"¿Rory? ¿Rory? ¿Estás bien?"

Prim resultaba desconcertante, tan tranquila ahí en medio de aquellos rostros infantiles aterrorizados. Esa debió haber sido una pista de cómo sería cuando creciera. Esa calma con que me había ayudado a sentarme y luego como, con cuidado, sus dedos cálidos habían revisado primero mi cabeza, para luego recorrer mi brazo hasta que yo había gritado de dolor. Ella había fruncido el ceño y luego, con más cuidado, había vuelto a repasar el punto que me había hecho quejarme. Entonces se había girado y había dado instrucciones con calma y autoridad. Resultaba increíble. Como si otra persona, mayor y madura, se hubiera apoderado de ella.

Alguien había vuelto con una rama, delgada pero fuerte y había visto a Prim quitarse uno de los preciosos listones de colores que solía ponerse en el cabello y que, más tarde me había enterado, era parte de una colección que Katniss, desesperada porque su hermana pequeña tuviera cosas bonitas a las cuáles aferrarse, había ido construyendo para ella.

Me había hecho estirar el brazo y había partido la rama en dos mitades antes de colocarlas sobre mi antebrazo. Le había susurrado a Kassy que la ayudara y yo podía notar, a pesar de que me negaba a ver, cuáles eran las manos de Prim y cuáles las de su amiga. Notaba la piel ardiendo ahí donde Prim me tocaba.

El dolor no había desaparecido por completo, pero si la incomodidad. Luego, más tarde, cuando Prim había pedido permiso a nuestra maestra para llevarme a dónde su madre, lo más cercano que teníamos a un doctor, había descubierto que Prim me había estabilizado el brazo antes de que su madre pudiera entablillarlo con propiedad.

Sin la posibilidad de usar una de aquellas máquinas sofisticadas del hospital, manejado con fondos del Gobierno que no podíamos pagar, era imposible que me tomaran una de esas fotos de adentro del cuerpo, pero la señora Everdeen había dicho que me había roto el cúbito y que las instrucciones eran no mojar el entablillado, de manera que mamá tenía que ayudarme a envolver el antebrazo con una bolsa de plástico que luego sujetaba firmemente con un cordel antes de bañarme, lo cuál no podía hacer, por fortuna, todos los días, porque nuestra casa muchas veces no podía permitirse el agua corriente. Aunque siempre teníamos agua en casa, que recogíamos del arroyo antes de ir a la escuela, para beber, para nuestras necesidades básicas pero, en su mayoría, estaba destinada a que mamá pudiera lavar toda aquella ropa ajena que ayudaba, junto con Gale, a que todos tuviéramos algo que comer en cada tiempo de comida.

Las hierbas que me había dado la señora Everdeen me habían inducido a un sueño placentero en el cual, podía ver fijamente los ojos de Prim mientras que ella, en lugar de arreglarme el brazo, me tomaba de la mano.

Sin darme cuenta, me quedo dormido.

―Rory, ¡Rory!

Por un momento, pienso que estoy soñando con aquel día, Prim dice "Rory" de la misma forma en que lo hacía aquella vez, mientras yacía desmadejado en el suelo, aún sin aire después de la caída. Pero entonces, agrega:

―¡Levántate! ¡Tenemos que irnos!

La urgencia en su voz me hace levantarme de un salto. Ella, claramente más despejada, se agacha, recoge mi mochila del suelo y la empuja contra mi pecho. Me sonrojo al darme cuenta de que me he dormido sin armas en la mano y dirijo mi mano a mi cinturón, pero ella niega vehementemente y me toma de la malo.

Entonces noto el calor. Y el exceso de luz.

Los árboles metálicos a nuestro alrededor arden, rojos, pero no es un incendio normal. En lugar de tener llamas, destellan. Mi mente intenta hacer la comparación y me parece encontrar cierto parecido con la forma en que, en un video, nos habían mostrado como los ranchos del Diez, marcaban a su ganado con piezas metálicas que metían entre las llamas hasta que se calentaban tanto que luego, cuando las empujaban contra la piel de las reses, dejaban una marca que llegaba hasta el pellejo del animal.

―Rory― insiste Prim―, tenemos que correr, ¡ya!

Tira de mi mano, justo un instante antes de que el árbol en que ella se había apoyado suelte, ahora sí, una llamarada que me sorprende.

A nuestro alrededor, todos los árboles hacen lo mismo y empiezo a sudor copiosamente cuando la temperatura aumenta.

Zigzagueamos entre los árboles y, cuando llegamos al camino de engranajes, nos damos cuenta de que éstos también están rojos.

―En paralelo― me ladra ella―. No tan cerca como para ir a caer encima de uno de ellos si tropezamos.

Prim no es tan ágil ni tan rápida como Katniss y, por lo tanto, tengo que ajustar mi paso para no ir a dejarla atrás. La tomo con fuerza de la mano y corremos juntos, mientras empiezo a sentir la boca seca, producto de la deshidratación que me ha provocado la sudoración.

El infierno se desata un poco más adelante, donde los árboles metálicos crecen más cerca del camino de engranajes, obligándonos a soltarnos y a empezar a esquivar las llamaradas que surgen del suelo.

Prim corre sin aliento, poco acostumbrada a estos esfuerzos físicos y siento que cada vez vamos más lento, pero no le permito pararse. Si nos detenemos, se que las llamas que, de momento, solo nos obligan a movernos, van a acabar carbonizándonos.

Cuando llegamos a una intersección entre caminos es que noto a las otras tres figuras en uniforme que vienen desde la otra dirección, y entonces me doy cuenta de que esto, el fuego, nos ha estado conduciendo como ganado. Y que, peor aún, estamos en desventaja numérica.

Los Vigilantes se han cansado de nuestra pasividad y han decidido obligarnos a pelear.


Nunca pensé que le dedicaría tanto a la historia de Rory y Prim en los Juegos. Admito que mi plan original era que ambos se murieran y se convirtieran en mártires, pero, de alguna manera, consiguieron hacerse con sus personalidades propias.

También debo admitir que me he tomado mis libertades con Prim, pero, como ya es una versión mayor y no ha vivido las bondades del salario de Vencedora de Katniss, pues me pareció que había cierta lógica en que fuera una versión un poco menos suave de sí misma.

Igual, mis POVs favoritos de escribir son los que incluyen a Peeta XD

Gracias por tanto amor. Les cuento que, mientras escribo esta nota, ya tengo a medias el capítulo 33 y estoy feliz porque llevo ya casi tres semanas escribiendo y la cosa simplemente consigue fluir.

Gracias a la gente bella que me ha dejado review desde la última actualización: isavd, MellarkStJames, MissCaroline, JaniceHutcherson, Ale MellarkH, Maricarmen y Crisalida. Sus palabras me motivan a seguir adelante.

Si eres uno de mis lectores fantasma ¡gracias a ti también!

Un abrazo, E