La cruzada de la última DunBroch.

Capítulo II.


Por mucho que se esforzara en fingir que no era así en lo absoluto, Elsa estaba hastiada de comer todos los días manzanas o uvas, estaba cansada de someterse a la ruletita de adivinar si la manzana tenía un gusano dentro o no, si estaba acida o dulce, si estaba dura como una roca o suave como pan remojado en sopa. Estaba también cansada de mordisquear uvas y escupir las semillas –cuando se acordaba de escupirlas–, cansada por completo del sabor de ambas frutas, cansada de tener que arrancarlas de los cultivos naturales o de otras gentes. Daría absolutamente cualquier cosa por comer otra cosa que no fuera una fruta, haría lo que fuera necesario por meterse un pan en la boca o tomar alguna sopa, incluso sería capaz de matar por comer algo de carne, pescado o pollo, o cualquier otra cosa mientras no fuese una maldita manzana o una condenada uva, de verdad que podía comer lo que sea.

Pero no podía tan si quiera mostrar que esas desesperadas ideas se le pasaba por la cabeza, no, sería una tragedia, una gran decepción, ¡una terrible calamidad! Se tenía que mantener fuerte, tenía que mantenerse digna y firme, por Anna, por su hermanita menor que ya había hecho bastante por ambas al haberle abierto una herida en el cráneo a su abuelo. Anna seguía afectada por lo que hizo hace dos semanas, lo menos que necesita era a su cobardica y llorona hermana mayor quejándose por querer comer algo diferente. Al menos tenían algo para comer, Elsa sabía perfectamente que en su propio reino había gente que no podía ni permitirse ese lujo.

Y ese era otro tema que la tenía agotada, su reino. Seguramente alguien había escuchado los gritos de su abuelo y había corrido por socorrerlo –por mucho que, mientras huían, Elsa no vio ni escuchó a ni un solo guardia dirigirse hacia la sala donde su abuelo se desangraba–, seguramente su abuelo estaba más enojado que nunca, botando humo por la orejas, con una nueva jarra de agua hirviendo preparada para purificar su impura y monstruosa piel gélida. Esa idea aterraba a la pequeña Elsa, hacia que dormir por las noches fuera una tarea extremadamente complicada, pensar que su abuelo la esperaba en la misma sala de siempre, sentado en el mismo sillón de siempre, con el mismo asco impregnado en su mirada de siempre. Su abuelo seguro seguía esperando por ella, esperando por el día que ella volviera como un perro con el rabo entre las piernas, o esperando al día que los guardas que había mandado –porque definitivamente ese hombre mandaría guardas a buscarlas– la trajeran a rastras.

Llora en silencio todas las noches que piensa en eso –que son la mayoría–, tan angustiada por el estrés postraumático que ni siquiera se daba cuenta que sus violentos sollozos despertaban levemente a su hermana menor, a quien abrazaba por las noches para dormir, permitiéndole, involuntariamente, saber lo aterrorizaba que seguía por todo lo ocurrido.

Y cuando no sollozaba por el miedo a volver a ver a su abuelo, Elsa sollozaba por el asco que se tenía a sí misma, sollozaba y se autolesionaba mediante insistentes arañazos en la palma de sus manos por el terror que tenía de herir a Anna, que ya estaba pasando por demasiado como para que ahora ella, en su infinito y patético egoísmo, la lastimara con sus poderes de hielo, esos que aún no controlaba, esos que, según las mentiras de su abuelo que Elsa no sabía que eran mentiras, había ocasionado la muerte de sus padres, esos mismos que le impedían darle un poco de calor por las noches a su hermana menor.

Elsa se odiaba tanto a sí misma por todo el daño que le había causado a su querida Anna, que la única razón por la que no se ahogaba en los ríos que encontraban por el camino era la necesidad de recompensar a Anna por todo lo que estaba pasando por su culpa. La única razón por la que seguía adelante era que su hermana no se merecía quedarse sola después de haber perdido a sus padres y a su abuelo. Elsa quería romper de una buena vez esa horrible costumbre suya de quitárselo todo a Anna, porque Anna no se merecía ni una sola de esas miserias, porque Anna era una persona fantástica y Elsa toda su vida se había encargado de que el mundo no le pudiera recompensar por eso.

Anna, sin embargo, mientras pasan los días, se limita a observar como su hermana se va perdiendo más y más en la locura de su cabeza y su autodesprecio. No sabe muy bien como actuar, no sabe muy bien cómo debería hablarle, no sabe cómo escucharle, no tiene ni la más mínima idea de cómo podría ayudarla a sanarse de las heridas emocionales que no dejan de abrirse y derramar sangre.

Sangre, Anna no ha dejado de ver sangre en todas sus pesadillas desde que salieron huyendo de su hogar, del palacio de Arendelle, no ha dejado de pensar en todo aquel mal que se atrevió a realizar, todavía no podía dejar de rememorar cada noche antes de caer dormida por el cansancio la manera en la que tomó una silla robusta, con una fuerza que no reconocía como suya, y apaleó con fiereza la cabeza de su abuelo, del hombre que le había otorgado tanto amor, del hombre que casi había logrado convencerla de que era su hermana mayor quien tenía la culpa de la muerte de sus padres.

A los pocos días de escapar, a pesar de que la imagen de la sangre jamás la abandonaría, la culpa por herir a ese hombre la había dejado jurando jamás volver. Anna no había hecho nada malo, a Anna no se le podía culpar ni señalar por un acto inmoral o malvado, ella había hecho lo correcto, ella había obedecido las leyes de lo correcto y lo bueno, había defendido a su hermana cuando ella lo necesitaba, la había protegido de una persona que tan solo quería lastimarla sin ningún verdadero motivo valido. Anna había hecho lo correcto, lo que tenía que hacer, no había nada que lamentar con respecto a eso.

La abraza todos los días por ese motivo, la toma de las manos con delicadeza por ese mismo motivo, porque está orgullosa de haber hecho lo correcto, porque lo volvería a hacer si fuera necesario, porque se mantendría ahí, a su lado, procurando que nada malo le suceda, procurando su integridad, su honor y su seguridad.

Cualquier diría que lo correcto sería que, en una situación tan peliaguda como aquella, debería ser la mayor de las hermanas, Elsa, quien tomará las riendas de la salud mental de ambas, de la seguridad y salud de ambas, no su hermana menor que hacia poco había cumplido los diez años. Pero cuando colocas a una niña de trece años a la que le han ensañado a odiarse y a culparse por todos los problemas del universo junto a una niña de diez años que no ha recibido más que amor, confianza y paciencia… pues es evidente quien está más capacitada para controlar los problemas sentimentales y mentales de ambas.

Porque Anna había aprendido rápido a tranquilizar los ataques nerviosos de su hermana mayor, mientras que Elsa había aprendido a como alejar a su hermana de todo tipo de amenaza física. Anna cada vez rechazaba más las nefastas ideas que su abuelo intentó implantar en su pensamiento, mientras que Elsa las aceptaba más y más con el paso de los segundos.

Anna no podía evitar frustrase cada vez que Elsa dejaba salir de sus titubeantes labios alguno de sus deprimentes comentarios acerca de su propia persona, cada vez que se disculpaba por cosas que evidentemente no eran su culpa –¿por qué iba a ser su culpa que, por accidente, pillara una manzana con un gusano o que, por accidente, resbalará por el lodo del bosque? No le encontraba la lógica tan absoluta que su hermana veía con tanta seguridad–. Anna solo quería que su hermana mayor se sintiera bien, que dejara de sufrir, pero, realmente, no tenía ni idea de cómo hacer algo como eso. La pobre niña no lo sabía, pero para lograr que una niña tan traumatizada como Elsa superara todos sus demonios internos, hacían falta años de intensa terapia.

Frustrada, a los dos meses de haber escapado, Anna tuvo que admitir que no tenía ni una sola idea creativa –de esas que siempre tenía ella– de cómo ayudar a su hermana mayor.

Hasta que, un día, ambas notaron el delicioso olor de aquello que sus estómagos tanto extrañaban y ansiaban: carne siendo cocinada. No era nada vacuno, no se trataba de cerdo o pollo, era pescado, delicioso pescado que, por la perdida de costumbre, no podían identificar del todo la especie. Aún así, ¿qué demonios? Morían de hambre y necesitaban comer algo que no fueran esas puñeteras manzanas que encontraban por el camino.

Avanzaron lentamente, por precaución de Anna y temor de Elsa, por la ruta que dictaba el delicioso aroma de comida. Procurando no pisar ramas caídas, procurando no tropezar patéticamente con raíces que se atrevían a dejar los suelos, evitando espantarse por la repentina caída de gélidas gotas de lluvia que se habían quedado por mucho tiempo en las verdes hojas de algún árbol.

Avanzaron hasta encontrar un nuevo río, este en cuestión se encontraba a las faldas de una inmensa montaña, la cual, por motivos desconocidos –los cuales, en un futuro cercano, al igual que muchas preguntas, se responderían con un simple: Hiccup y su dragón–, tenía una notoria falta de nieve en el costado izquierdo, en el mismo lado en el que, cuando observabas abajo, encontrabas una pila de nieve derritiéndose poco a poco y acumulada caóticamente. Allá en el río, jugueteaba una criatura negra como la peor de las noches y un muchacho se encontraba a las orillas, sentado frente a una fogata, esperando a que el pescado se terminara de cocinar.

Se habían preparado para observar a una familia, a algún par de viajeros, a aprendices de marineros… a adultos en sí, a gente que supiera que estaban haciendo. No pensaron en lo absoluto en un joven escuálido, seguramente de una edad similar, lleno de cicatrices en la mano y con la mirada perdida en algún punto del frío horizonte. Se había preparado para tantas cosas, menos para un niño vikingo con una criatura espantosa comportándose como un cachorrillo alegre y jovial.

Elsa, sin ningún motivo aparente, olvidó por un segundo su constante temor y habló.

–¿Hola? –llamó titubeante, espantando a su hermana y al desconocido, ambos voltean de inmediato a observarla. La criatura salió del río con un solo salto, agitó su cuerpo rápidamente para quitarse el exceso de agua y les dedicó una furiosa mirada a las dos hermanas, quienes retroceden atemorizadas por la visión de aquellos inmensos colmillos en las fauces del oscuro ser. El muchacho reacciona levantándose con torpeza y colocándose en medio de la bestia y las hermanas. Elsa no quita los ojos en ningún momento de la figura vikinga, no tiene ni idea de por qué, pero lo contempla casi sin parpadear. Mientras que su hermana mayor intenta descifrar qué es aquello tan llamativo del desconocido, Anna se queda congelada analizando la mortal dentadura del ser, las duras escamas que conforma su piel, las inmensas alas puntiagudas que se extienden por metros, el cuerpo de la bestia era aterrador y enorme, lo que lo hacía enormemente aterrador, pero lo peor eran los ojos… eso ojos inmensos y verdes que brillaban con destellos rojos, esos ojos, definitivamente, se aparecerían en sus pesadillas.

Hiccup estaba mudo ante la imagen de él. Mudo ante las dos muchachas, una más pequeña que la otra, una más pálida que la otra, ambas con los vestidos –de apariencia costosa– destrozados por jirones y barro. La más pequeña no dejaba de observar a Chimuelo, que seguía batallando por verse lo más amenazante posible a través del débil muro que Hiccup había hecho con su cuerpo; mientras que la mayor se había quedado mirándolo a él, por algún motivo seguramente tan misterioso como ella. Se permitió el lujo de devolverle la mirada y vaya que no se arrepintió de ello. Aquella muchacha era hermosa, preciosa, una maravilla inhumana, la criatura más perfecta que los dioses, en su gran perfección, pudieron haber creado. Todo ella robaba el aliento con una fiereza mortal, todo ella era como un canto de sirena: era tan precioso que solo podía ser peligroso.

Ella se veía tan poderosa, tan peligrosa, como un dragón, como el alfa del nido de los reptiles alados. Imponente, capaz de acabar con cualquiera que le defraude o le moleste.

Vale, Hiccup tenía que admitirlo, tenía un pequeño problemilla con enamorarse de chicas capaces de darle la paliza de su vida.

–Hola –responde él, aún conteniendo a su dragón, sonriéndole como un idiota a la pálida muchacha–, ¿nos conocemos? –pregunta, como un completo subnormal.

La menor niega enérgicamente, la mayor a penas mueve la cabeza de lado a lado.

–¿Qué es eso? –cuestiona la menor, apretando el brazo de la mayor.

Hiccup finalmente logra que Chimuelo se relaje un poco. –Oh, es solo mi amigo Chimuelo, es un dragón.

La mayor vuelve a hablar, Hiccup siente que va a derretirse en ese preciso momento. –¿Chimuelo? Yo diría que tiene una buena dentadura.

Las muchachas observan con recelo las fauces del dragón, que aún muestran inmensos dientes perfectos para desgarrar cualquier tipo de carne. Se fijan también en lo exagerada que fue la naturaleza con su terrorífica apariencia ¿para qué diantres necesitaría una criatura púas sobre púas? ¡Aquello era demasiado!

–No le tengáis miedo –les dice tranquilamente el vikingo–, él no le haría daño ni a una mosca, en verdad es tan solo un cachorrillo amistoso –la baba que caía desde los interiores de la boca del dragón no ayudaba en lo absoluto… aunque, en verdad, verlo con las gotas de baba chorreando de su hocico hacia que recordaran a los perros mastines que habían llegado a ver a lo largo de su vida, esos enormes caninos eran solo hermosos peluches vivos dispuestos a ayudar… pero esos perros tenían un pelaje suavecísimo y cómodo, esa cosa tenía escamas y garras destroza–humanos–. Se llama Chimuelo porque tiene una mandíbula retráctil –explica con emoción, sacándole unas sonrisillas a las hermanas–, cuando lo conocí tenía los dientes en el interior –mientras el vikingo apunta al dragón, este parece comprender lo que dice y oculta los dientes bajo su piel, asombrando inmensamente a las hermanas–, por eso le llamé así.

Elsa hace un amago de querer acercarse más a los dos desconocidos, pero el dragón saca nuevamente los colmillos y gruñe en su dirección. Vuelve a retroceder para luego observar dubitativa al vikingo.

–Perdónalo, está asustado. No lleváis ningún tipo de arma con vosotras, ¿verdad?

Elsa, por instinto, se aprieta las manos con culpabilidad. La idea de que el dragón la reconozca como una amenaza por aquella maldición que la persigue desde que nació la aterroriza, hace que todos esos horribles pensamientos y recuerdos le atormenten la conciencia, hace que se vuelva a culpar de todo lo malo que pasa a su alrededor. Su pobre hermana, luego de meses caminando por bosques y campos sin comer nada más que malditas manzanas y uvas, ahora no podría probar de un buen pescado fresco por su culpa, por culpa de esa asquerosa magia que ella jamás pidió tener.

Dios, ¿no sería más sencillo para todos que se muriera espontáneamente? O tal vez podría ser eliminada de los recuerdos de su hermana, para que así no sufriera por su patética muerte.

–No llevamos nada con nosotras –es Anna quien responde, dando unos cortos pasos, haciendo que la criatura gruña más–, además de unas cuantas piezas de fruta.

Los ojos de Hiccup se abren y brillan como si la desconocida le hubiera dicho que podía quedarse con todo el dinero del mundo y, de paso, casarse con la mayor de las presentes. Los ojos de Hiccup brillan con una emoción que no es normal y que confunde a las dos hermanas.

–¿Fruta? ¿Tenéis fruta? –pregunta dando unos pasos hacia ellas, confundiendo a su compañero, con un tono de voz que hace parecer que se está aguantando las ganas de saltar y bailar de la alegría. Ellas asienten levemente e Hiccup ríe extasiado–. ¿Podríamos compartir comida? Estoy tan cansado de comer pescado todos los días.

Ellas parpadean pasmadas por las palabras del vikingo. Ellas, que darían lo que sea por tener al menos una pizca de pescado en su boca, no comprendían por qué alguien que tenía todos los pescados que quisiera rogaba por unas miseras frutas.

Elsa asiente confundida, intentando volver a avanzar, esta vez el dragón no hace mucho más que quedarse de morros, sentado al lado del vikingo. Las hermanas finalmente se acercan por completo, para asó sentarse en un tronco tumbado por el vikingo, aceptan gustosas el pescado y entregan unas tres manzanas ya limpias.

Los tres niños lloran de felicidad al saborear algo nuevo después de meses de comer exactamente lo mismo.

–Mi nombre es Hiccup –dice antes de darle un tercer bocado gigantesco a la fruta que le dieron–. ¿Y el vuestro?

Quitándose los restos de comida de los labios, Elsa responde mirándolo. –Ella es mi hermana menor, Anna –dice, señalándola–, yo soy Elsa, somos de Arendelle. Supongo que tú eres vikingo.

Él frunce el ceño.

–¿Cómo lo sabes?

Elsa lo señala de arriba abajo, el frunce más el ceño. –Por la ropa –le responde con simpleza–, es bastante evidente, sería incluso más sutil que fueras por ahí con un cartel que pusiera "soy un vikingo".

Anna e Hiccup sueltan una risilla por el último comentario de Elsa, quien, al no estar acostumbrada a oír la risa de la gente a causa de sus comentarios –porque, ya de por sí, no está muy acostumbrada a hablar con gente–, no sabe reaccionar de otra manera que no fuera una orgullosa sonrisilla tímida. Aquello se sentía bien, hacer reír a la gente… recién se daba cuenta de lo mucho que extrañaba las conversaciones divertidas que, desde la muerte de sus padres hace unos cinco años, se le habían negado por completo.

–Y, bueno, ¿qué tan lejos estáis de vuestro hogar? –pregunta Hiccup, mirando de hito a hito los vestidos de las hermanas, quienes se quedan pensando en la respuesta a esa pregunta por unos silenciosos y largos segundos.

–Pues… a dos meses de distancia –responde insegura Anna, metiéndose otro pedazo de pescado a la boca–, supongo.

Esperaban algún tipo de pregunta o comentario incrédulo, pero de parte de Hiccup no obtuvieron nada más que un asentimiento y un simple.

–Oh, yo estoy a tres meses de distancia de mi isla.

Se quedan en silencio, terminando de comer.

–¿Por qué has huido tú? –se atreve a preguntar Elsa, mientras sacude sus manos.

Hiccup observa a su amigo reptil. –El jefe de la tribu me expulsó por haber amistado con Chimuelo –confiesa, negándose a referirse a Estoico como algo más que el jefe de su antigua tribu, si él ya no era su hijo, entonces él ya no era su padre, así que no lo presentaría como tal–. Mi pueblo mata dragones, que yo me haya relacionado con Chimuelo fue tomado como alta traición.

Las hermanas lo miran con los corazones encogidos, sin saber muy bien si deberían esperar a que siguiera hablando o deberían contestar a la misma pregunta. Es Elsa quien se inclina por la segunda opción.

–Nosotras huimos de nuestro abuelo –murmura llamando la atención de Hiccup, quien, con sus ojos, dejaba bastante en claro que le encantaría oír más acerca de esa afirmación, pero que estaba temeroso de arruinar la comodidad de la situación con una pregunta indebida–, digamos que… nuestro abuelo no era la mejor persona a la que le podrías encargar dos niñas huérfanas.

Hiccup se limita a asentir lentamente. –Comprendo –dice honestamente. Las chicas le sonríen gustosas, olvidándose por completo de todas las advertencias con respecto a los vikingos que han oído a lo largo de toda su vida. Aquel muchacho no era un peligro andante, no era una amenaza a su salud ni a su honra, no era un bárbaro armado hasta los dientes dispuesto a cometer los peores crímenes para obtener todo lo que quisiera. Él era solo un muchacho que, al igual que ellas, había tenido que dejar toda su vida atrás para conseguir una vida segura y pacífica, manteniéndose leal a sus ideales y a sus deseos, sin hacerle daño alguno a nadie.

Hiccup las observa con ternura mientras el sol se oculta en el horizonte, preguntándose cuáles eran los males que las habían arrastrado hasta dejar atrás su, seguramente, vida de lujos y cero necesidades –porque Hiccup podría ser un inepto en cuanto moda cristiana, pero esas ropas, a pesar de su actual suciedad, debían ser caras de narices y solo dignas de las clases más altas–. Se da cuenta de que Chimuelo también muestra gran interés en ellas, como si ya se hubiera olvidado del temor inicial que había sentido por ellas. Incluso se acerca dubitativo a Elsa olisqueándola y analizándola de arriba abajo, dejando a Elsa embelesada por el gran porte de la magnifica criatura. Ella había extendido sus manos hacia los costados de la cabeza del dragón, había repasado cada contorno, había presionado débilmente las puntas de sus dedos contra las negras púas del dragón, había acariciado con sus manos enguantadas toda la cabeza de la criatura mientras se mantenía en un profundo silencio que parecía hasta mágico.

Anna e Hiccup observaron confundidos la escena, observaron lo que parecía la reunión de dos seres sobrehumanos, observaron una comunicación que traspasaba los límites del sonido, observaron una muestra de respeto de parte de un puente entre espíritus –aunque aún ninguno de ellos sabía qué era eso– hacia un futuro alfa de dragones. Aquel encuentro concluyó con un largo lengüetazo baboso de parte de Chimuelo a Elsa que dejó a la niña bañada de saliva de dragón desde el vientre hasta la punta de la cabeza.

Su hermana se rompe a reír mientras que Hiccup se disculpa y regaña a su dragón, quien, confundido y ofendido, ladea a un lado la cabeza, ¿por qué Hiccup estaba enojado? ¡él había mostrado aprecio y respeto! El humano debería estar agradecido por el acto tan desinteresado que había llevado a cabo hacia la humana que, claramente, le interesaba a su humano.

–Está bien –balbuceaba una y otra vez Elsa, quieta y recta, sin moverse ni un centímetro, con una extraña sonrisa de oreja a oreja. Mira entonces a Chimuelo y, como buena humana que era, según Chimuelo, le pregunta lo siguiente–. ¿Me puedo limpiar?

Inflando el pecho, Chimuelo responde con un asentimiento. Le caía muy bien esa humana, no tenía ni idea de cómo lo hacía, pero parecía entender perfectamente el significado de cada acto de aprecio de los dragones, eso le fascinaba y mucho. Y para demostrarle ese aprecio, toma delicadamente el cuello del vestido de la humana y la lleva él mismo hasta el río. Se adentra nuevamente a las aguas con ella sujetada como si fuera una cachorrita de su especie, dejando claro así de que esa era su nueva posición dentro de su camada. No la suelta en ningún momento, no vaya a ser que la niña se caiga dentro del agua y luego no pueda subir, solo deja que ella tome agua fría entre sus pálidas manos para limpiarse la saliva de la cara. La pequeña humana sigue riéndose mientras que Hiccup sigue cuestionándose qué era exactamente lo que estaba permitiendo que pasara entre esa preciosa chica cristiana y su amigo dragón.

Al poco tiempo salen del mismo modo que salieron, con Elsa siendo sujetada por los enormes colmillos del dragón, la única diferencia es que ahora ambos están empapados de pieza a cabeza.

Anna deja de reírse y niega con la cabeza. –Te vas a enfermar.

–¿Eso es lo que te preocupa de toda la escena? –pregunta con sorna Hiccup, aun intentando entender lo ocurrido.

–Estoy bien –repite Elsa con una sonrisa, un poco más normal que la anterior, mientras Chimuelo finalmente la suelta, dejando en su vestido las marcas de sus colmillos–. Aunque Anna tiene razón, tengo que secarme, la noche está por caer y el frío aumentará por la montaña, la nieve que, supongo yo, habéis tirado al aterrizar y por el agua helada.

Hiccup asiente con firmeza, ocultando la vergüenza por la mención de la nieve. –¿Tenéis ropa de repuesto?

Ellas niegan en silencio, con la cabeza. Hiccup hace una mueca. Le preguntan ellas lo mismo e Hiccup responde que lo único que tiene consigo es una daga que utiliza para limpiar el pescado.

–¿Y qué haces cuando limpias tu ropa?

–Duermo desnudo –contesta con simpleza, pero avergonzando a las hermanas–. ¿Qué hacíais ustedes? –pregunta, confundido por la cara de susto de ellas.

–Nos quedábamos en el río que encontrábamos hasta que la ropa secase.

Hiccup ahora niega. –Te enfermarás si te quedas a estas horas en el río.

Los tres jóvenes ladean la cabeza, cada uno a un lado al azar, pensando en alguna buena forma en la que Elsa pudiera cambiarse de ropa y no morir de hipotermia por el camino. Cualquiera diría que tal enfermedad no era un problema para una niña con magia de hielo, pero las jóvenes hermanas ya habían comprobado en una ocasión que el único frío extremo que Elsa podía soportar era el suyo propio, es decir: las fiebres, catarros y las hipotermias eran problemas por los que podía pasar sin duda alguna. Es más, al igual que la gente que no siente el dolor, los poderes de Elsa le suponen una gran desventaja a la hora de enfermedades o algún otro fallo en su cuerpo, Elsa jamás notaría si alguien tiene la temperatura corporal aumentada por la fiebre o si alguien está demasiado frío, porque todo para ella se sentiría como una temperatura ambiente.

–La única opción que se me ocurre es que duermas en paños menores –murmura Hiccup hundiéndose en hombros. Elsa no puede evitar enrojecerse por completo ante tales palabras, mientras que Anna observaba acusatoriamente a Hiccup.

–Aún así pasaría frío –masculla Anna, aunque todos notan de inmediato que ese no es el peor de los problemas de aquella situación.

Hiccup aclara su garganta mientras niega. –No necesariamente, podéis dormir con Chimuelo –responde señalando a su amigo, que asiente con emoción–, su temperatura corporal, por obvias razones, es muy alta, os mantendrá perfectamente abrigadas, él siempre me rodea con sus alas cuando dormimos, por esta noche me mantendré yo fuera, apegado a su espalda –Hiccup sonríe con confianza y orgullo por su increíble solución–. Así todos dormimos abrigados y cómodos, no hay ningún problema.

Anna infla las mejillas al darse cuenta de que tiene razón, realmente no hay ningún problema en aquel plan. Asiente desganada, con la mirada fijada en un avergonzado Hiccup que rápidamente se dirige a tomar la posición que él mismo se asignó. Las hermanas se miran la una a la otra, luego observan al dragón recostándose en el frío césped, de espaldas al vikingo, abriendo las inmensas alas para invitarlas a dormir abrigadas por su candor natural. Elsa, con el corazón bombeándole a mil por hora, se quita el vestido rápidamente, aprovecha para limpiar algunas manchas recientes y lo deja extendido sobre una roca particularmente grande. Le hace una muda seña a su hermana para recostarse de una vez y Anna se limita a asentir, intentando fingir que seguía sin fijarse en todas las cicatrices y hematomas en el cuerpo de su hermana, heridas que, sin duda alguna, había sido causadas por el abuelo de ambas.

El calor que desprende Chimuelo es casi asfixiante, tanto que Anna agradece inmensamente el frescor mágico del cuerpo de su hermana, al que se aferra como un recién nacido a su madre. Hasta ahora, el frío de Elsa había sido un impedimento para dormir como Dios manda, pero, abrazadas por aquel gran calor, ahora mismo era lo que facilitaba caer en los brazos de Morfeo. Elsa, notando esto, no puede evitar llorar de la alegría mientras intenta dormirse. Finalmente, y como nunca, Elsa podía ser de utilidad para su querida hermanita.


Vladimir le da un puñetazo a Pequeñín, noqueándolo y lanzándolo hasta la otra esquina de la taberna, tirándolo al suelo la jarra que el pequeño hombre había dejado en la mesa de madera. Los hombres de la taberna estallan en ruidosas carcajadas que contagian a la pequeña e indefensa Rapunzel. El único que no ríe es Mano de Garfio, que se toma muy en serio la tarea que a sí mismo se asignó tres semanas antes. El hombretón toma el cuerpecito de la jovencita rubia entre sus brazos y la abraza con firmeza, dedicando una seria y furiosa mirada a todos en el bar, haciendo que las carcajadas concluyeran bruscamente.

–¡No sé que es tan gracioso! –vocifera con inmensa firmeza mientras Pequeñín se levanta confundido–. ¡La peque casi toma un jarrón de cerveza! ¡No podemos dejar que eso pase!

El resto de los rufianes asienten con la cabeza agachada y con morros en las caras. Rapunzel suelta una risilla que tapa con ambas manos de manera infantil. Mano de Garfio le dedica una mirada divertida que, Rapunzel asume, intenta ser seria y acusatoria. La niña intenta frenar sus risillas, pero no consigue mucho, las carcajadas inocentes siguen saliendo desde su boquita.

Mano de Garfio quiere regañarla, quiere darle una nueva lección de vida –no beber alcohol hasta que estés muy, muy vieja, porque si no se te atrofiará el cerebro, y nadie quiere eso–, pero es que la niña ponía esos asesinos ojitos de borreguito y llamarle la atención se volvía una misión de dificultades bíblicas. Intenta buscar con la mirada alguien con las agallas suficientes como para retar al poder de encanto de la pequeña Rapunzel, el único que parece ser capaz de algo es Ulf quien, con su cara pintada de blanco, le hace señas firmes y serias a la niña de once años, logrando solo que ella haga un puchero y esconda su carita en el robusto cuello de Mano de Garfio, enterneciendo tanto a los dos adultos que ninguno puede evitar olvidar por qué se le estaba regañando.

–Es que tenía mucha sed, y Pequeñín me acercó lo primero que encontró –el viejo barbudo asiente a la vez que la niña habla–. Perdón, no sabía que estaba mal.

–No te preocupes, linda –habla Gunter, acercándose para apretar una de las mejillas de la niña–, ¿aún tienes sed? –la niña asiente con un puchero muy pronunciado. Gunter, que se había inclinado para dirigirse a la pequeña, se endereza, da dos aplausos y se dirige a todos los rufianes presentes–. ¡Señores! La niña tiene sed, ¡buscad algo que pueda beber!

–¡Agua! –grita uno levantando una jarra.

–¿No tenemos nada dulce para ella?

–¡Tenemos Bananenweizen! –responde uno, alzando otra jarra. Alguien rápidamente le contesta que eso lleva alcohol, por lo que el hombre baja rápidamente la jarra.

Rapunzel suelta una risilla que embelesa a todos los rufianes. –Un poco de chocolate con leche estaría bien.

Los hombres se espantan en ese momento.

–¡No tenemos chocolate! –exclama lloriqueando Narizotas–. ¿Cómo es que nunca se nos ocurrió comprar algo de chocolate para ella?

–¡Somos los peores padres de todo el mundo! –llora terriblemente Tor, tumbándose bruscamente encima de una de las mesas, tirando cinco jarras de cerveza por el camino.

–¡No claro que no! –exclama Rapunzel angustiada, extendiendo sus bracitos hacia el enorme hombre. Se baja de los brazos de Mano de Garfio de un salto y va corriendo hacia Tor para abrazarle un brazo–. Sois los mejores padres de todo el mundo.

Tor, junto a todos los rufianes del bar, observan asombrados a Rapunzel y su insistencia en felicitar su paternidad. Quisieran creerse tales palabras, pero sencillamente no eran ciertas. Mantener a una niña de once años junto a ratas, armas, metales oxidados, alcohol y, en resumen, peligro constante sencillamente no era algo correcto, por muy buena que sus intenciones fueran, los rufianes tenían que buscarle una familia de verdad a Rapunzel y tenía que hacerlo ya. Y tenían que hacerlo ellos mismo porque sabían a la perfección que su linda niña aceptaría a cualquiera, porque cuando pasas once años en una relación abusiva, encerrada y con tan solo un animal de compañía, pues tu definición de lo bueno y lo malo se distorsiona por completo, sobre todo si tu segundo hogar –aquel al que te aferras cuando el primero termina de dañarte– era un hogar conformado por criminales cuyo único acto bondadoso había sido decidir hacerse cargo ilegalmente de ti. Bueno, no era de todo ilegal aquella adopción, habían ido hasta el capitán de la guarda de Corona para que Rapunzel le dejara claro que se quería quedar a vivir en el bar con todos esos rufianes, el guarda solo aceptó con la condición de que Conli, un soldado recién graduado, se pasara a inspeccionar el estado de la niña todos los días.

Fue por esto último que en ese instante entró el joven Conli, sin llamar ni anunciar su llegada, tal y como habían quedado que sería. El veinteañero abre la puerta y alza una ceja al encontrarse a todo el bar en completo silencio, observando maravillado a la linda y pequeña Rapunzel.

–¡Hola Conli! –saluda agitando una de sus pequeñas manos. La muchacha rubia era un gran enigma para el recién graduado soldado, era extremadamente pequeñita y delgada para su edad –este último atributo se iba disimulando luego de meses siendo cuidada por los rufianes–, pero su melena era larguísima, tanto que llegaba al suelo cuando deshacía su trenza. ¿Por qué, durante once años, la pobre Rapunzel había sido mal cuidada pero su cabellera no?

–Buenos días, Rapunzel, ¿cómo estás el día de hoy? –pregunta inclinándose con elegancia

–Un poco sedienta la verdad –el muchacho asiente–, Pequeñín casi me da una jarra de cerveza.

Ni uno solo de los rufianes pareció angustiado o enojado porque Rapunzel confesará eso, podrá estar exponiéndola a borrachos y al alcohol constantemente, pero, al menos, le estaban enseñando a ser honesta y no ocultar las cosas malas que pasaban a su alrededor… Conli no le da más vueltas muchas vueltas a ese tema, quiere quedarse con la idea positiva de esos rufianes, porque se lo estaban ganando. Habían rebajado a cero todas sus fechorías desde su no-del-todo-legal adopción de Rapunzel.

–¿Por qué no le dan un poco de agua a la niña, caballeros? –pregunta mirando a todos los presentes.

–Quiere chocolate con leche –responde Narizotas con obviedad, Rapunzel asiente efusivamente. Conli, entonces, avanza entre malhechores y raritos hasta estar a dos pasos de la muchachita.

–¿Fría o caliente? –pregunta suavemente.

–Fría –responde sonriente Rapunzel, a lo que Conli asiente con una cálida sonrisa.

–Te lo traeré enseguida, pequeña –dice, acariciándole la cabeza, desordenando un poco su cabello. Rapunzel ríe encantada y, de pronto, Attila habla para proponer algo con sus firme voz.

–Llévala contigo, Conli, para que se pasee un poco –a pesar de su tono firme y mandón, todos saben identificar que le está pidiendo un favor al soldado. Por los múltiples crímenes de todos los enormes sujetos presentes en aquel bar de mala muerte, sus visitas al reino de Corona, la ciudad después del bello puente, siempre significan problemas, guardias intentando arrestarlos por crímenes por los cuales ya pagaron su condena, peleas por problemas absurdos o, lo peor, niños y mujeres huyendo de ellos por su terrible apariencia, impidiendo a Rapunzel poder conocer a nadie de su edad, impidiéndole mejorar su imagen de las mujeres –la cual fue estropeada por la carencia de mujeres en el bar y el trato de Gothel hacia ella–. Que Conli la llevará significaría que Rapunzel no solo obtendría la bebida que tanto deseaba, sino también que podría tener algo de tiempo y posibilidad de establecer contacto con niños y niñas con los que podría jugar, divertirse y, en sí, comportarse según su edad.

Conli asiente mientras Rapunzel salta emocionada y aplaudiendo. En estos últimos meses solo ha visitado los bosques de fuera de Corona, la parte oscura y olvidada al otro lado del puente, había sido una sola vez la que había visto aquel maravilloso reino en todo su esplendor y había quedado tan fascinada que todos los días, deseando tener algo de suerte, preguntaba con su mejor vocecita de niña consentida si podía ir a visitar el reino. Todos los días recibía un dolido no, pero esta ocasión era diferente, esta vez habían sido ellos quienes habían presentado la idea, quienes pedían el favor.

Demoraron media hora en salir, porque Rapunzel tenía que despedirse con un beso en la mejilla de todos sus padres, a excepción de Attila a quien le dio dos besos y fuerte abrazo acompañado de infinitos "gracias". En otras circunstancias Conli se hubiera hastiado de tanta espera, pero, dado a que se trataba de Rapunzel, en verdad no hizo nada más que observar el tierno momento con una sonrisa ladina, esperando hasta que la pequeña terminara y corriera a tomar su mano.

La caminata fue muy amena, las pláticas con Rapunzel eran sorprendentemente agradables e interesantes. La pequeña preguntaba sobre cualquier pequeño detalle, cualquier cosa que le impresionara en lo más mínimo, tal vez era por el instinto de protección que ella infundía en casi todo el mundo, o porque de verdad tenía un encanto innegable, pero sus charlas infantiles eran fascinantes, llenas de calma, llenas de confort; había algo en ella, algo que ningún rufián ni ningún soldado podía explicar, algo casi mágico en ella… nadie sabía que era, pero Rapunzel tenía algo que te obligaba a quererla como a una hija, había algo que te recordaba al hogar, que te llenaba de una dulce nostalgia. Conli, a diferencia de muchos, realmente no tenía intención de ponerse a investigar qué era aquello, solo lo observaba, comprendía que era extraño y lo aceptaba en su vida sin problema alguno.

Cuando llegan al puente Conli accede a sostener a Rapunzel en sus brazos para que ella pueda ver mucho más allá de lo que su pequeño cuerpo le permitía.

Es en ese momento que ambos ven, en la lejanía, asomándose presumido por sobre el horizonte, un barco de extraños símbolos en su blanca vela. Y detrás de él, sin que nadie lo pudiese notar, revoloteaba confundido un muchacho pálido como la nieve.


Luego de horas trabajando forzosamente en el establo de su propio palacio apaleando pilas y pilas de excremento de caballos, luego de sudar su cara ropa y manchar sus piernas hasta las rodillas con heces, Hans no puede hacer más cosa que dejar caer su pala, correr hacia un lado y vomitar lo poco que había comido ese día, se aferra al vallado para no caer sobre su propia bilis, siente ardientes lágrimas bañando toda su sudada cara y sus piernas temblar con sus violentos espasmos. Una vez lo tira todo no puede evitar chillar y patalear de la rabia, del asco, de la furia que guarda en su interior.

Apalear excremento de caballos, aquel era su constante castigo, lo que se ganaba cada vez que enojaba a alguno de sus hermanos mayores, lo que se ganaba cuando intentaba quejarse o dejar en claro su opinión contraria a la del resto de su familia. Era lo que se merecía, le repetían siempre los gemelos, era solo su culpa, le decía el mayor.

Golpea la corroída madera, lleva años sin ser reparada, aún así, no está en peor estado que la integridad de su maldita familia.

Llora más mientras que recuerda lo que pasó hace tan solo unas horas.

¡No es justo en lo absoluto! –le había dicho a su madre cuando el tercero de los príncipes lo había llevado ante ella para comunicar su castigo–. ¡No he hecho nada malo! ¡Realmente nada!

Como siempre, mi querida madre –había hablado tranquilamente su hermano–, esta pequeña desgracia solo miente.

¡Madre no estoy…!

Su madre había dado un golpe en su reposabrazos, mandando a callar a ambos hijos, dejando a su hijo menor con los labios apretados por la rabia y la impotencia. –Suficiente, Hans, harás lo que tu hermano diga y punto. Estoy cansada de tus faltas de respeto.

Hans quiso llorar en ese preciso momento, en ese preciso lugar. Siendo regañado por su madre por la mayor injusticia de todos los tiempos, en la sala del trono de los reyes de las Islas del Sur, con su estúpido hermano mayor aguantándose carcajadas crueles. No era justo, no lo era en lo absoluto y luego iba ella por ahí diciendo que era una soberana justa y comprensiva, que horribles mentiras.

¿Tienes algo que decir, Hans? –le cuestiona su madre, con un tono que mostraba lo deseosa de ver a su propio hijo humillarse a sí mismo. El pequeño príncipe no le concedió ese gusto, se limitó a mirar al suelo y pronunciar las siguientes palabras.

Algún día seré un soberano apreciado y respetado de un fuerte imperio –habiendo dicho eso, observó con rabia a su madre–, y tú, sobre todos, lamentarás como me trataste.

Su madre se rio en ese momento con una crueldad que le espanta por al menos unos cuantos minutos. El mayor se permite dejar ver su cruel sonrisa mientras Hans contiene con fuerza las lágrimas.

Hans, querido, ¿realmente crees que hay alguien ahí afuera que sea capaz de quererte?

Hans golpea la madera una vez más, ¿cómo se atrevía ella a preguntarle algo como eso? ¡Claro que había gente capaz de quererlo! ¡él era encantador! ¡el mejor de todos sus hermanos! Ya quisieran ellos tener su carisma, su elocuencia, su buena apariencia y su talento para los caballos. Su madre era una idiota que no sabría decidir cual de sus hijos era el mejor incluso si todo el reino se lo dijera sin duda alguna. Pero no, ella prefería a los idiotas de los mayores, prefería creer estúpidas mentiras pensadas solo para torturarlo. Él era un príncipe, maldita sea, merecía mucho más respeto por el simple hecho de estar vivo, ese era su derecho de nacimiento.

Se limpia la boca con la manga de blanca camisa, manchándola de los restos de su vomito, ¿qué más daba? Nadie en su familia notaria aquello, porque sencillamente nunca se fijaban en él, y Hans no tendría que limpiarlo, que para algo estaban sus sirvientas, algo tendrían que hacer después de que él limpiara los establos casi todos los días.

Respira pesadamente mientras retrocede, después de algunos pasos, siente un húmedo hocico colocándose bajo su brazo derecho. Citrón lo observa tremendamente preocupado, prestándose a sí mismo y a la suavidad de su cuerpo para ser el confort que el pequeño niño necesitaba. Hans suspira rendido y se recuesta sobre el cuerpo de su amigo equino, llora un poco más sobre él antes de tomar mucho aire y encaminarse hasta las puertas de su castillo. Citrón, sin embargo, camina hacia él y lo sujeta de la camisa.

–¿Qué pasa? –el caballo relincha–, no puedo quedarme, Citrón, tengo que cambiarme, y si me vuelvo a quedar aquí a dormir será madre quien me de un castigo –Citrón vuelve a relinchar, terminando su sonido con un extraño puchero que había aprendido de tanto ver a su humano favorito. Hans suspira rendido para luego sonreírle–, está bien, está bien. Me quedaré, pero deja que me cambie de ropa –dice, estirando su ropa con asco sus pantalones.

Y mientras el muchacho se deshace de la ropa ensuciada por heces equinas, Citrón se acerca a los caballos para repasar los últimos pasos de su plan. ¿Quién diría que los caballos podrían ser tan maquiavélicos?

Hans vuelve a la hora, vestido con ropa cómoda, bañado y perfumado y con una almohada y varias mantas que colocará allá donde se recueste. Citrón se desploma contento en el cielo, de costado, dándole el lugar perfecto para dormir a su querido príncipe, Hans sonríe encantado y emocionado mientras acomoda sus cosas y se recuesta al lado de su mejor amigo. El suelo podría ser duro como rocas, el ambiente podría ser concentrado y lleno de moscas, el relinchar de los caballos podría ser terriblemente ruidoso, pero que bien dormía Hans en el establo, al lado de los únicos seres que lo apreciaban, por el momento, porque en el futuro tendría miles y miles de súbditos que lo adorasen.

Mientras el niño se queda dormido, Citrón le da la indicación a sus camaradas mayores para que el plan se lleve acabó. Con esta deliciosa –aunque apestosa– venganza, seguramente la familia real de las Islas del Sur aprendería a tratar mejor al pequeño Hans, y si no se lograba eso, siempre podían adelantar los planes de escape.


Alberto se siente perdido cuando nota que ha nadado demasiado, cuando se da cuenta de que está mucho más lejos de lo que había pensado viajar, se da cuenta de que no hay ninguna vuelta atrás que hacer, se da cuenta de que sería imposible volver a la vida que dejaba atrás. Solo entonces se da cuenta de la gran locura que ha cometido. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo se mantendría a salvo? ¿cómo se mantendría con una buena alimentación? Hasta entonces lo había hecho todo su padre, a escondidas, obligado y encerrándolo lejos del pueblo de humanos, pero lo había hecho. Alberto no tenía ni la más mínima idea de cómo hacer todo eso por su cuenta, y se había dado cuenta de eso recién en ese preciso instante.

Nada de un lado a otro por días, sin tener ni idea de que hacer, comiendo solamente las primeras algas comestibles que se encontraba por el camino, apenas durmiendo correctamente, preguntándose una y otra vez en dónde estaba, sin atreverse a buscar más monstruos marinos, sin atreverse a salir de la zona segura que para él suponía la profundidad del mar. Se quedó día tras día en ese mismo lugar, apenas moviéndose unos metros, volviendo siempre desesperadamente al punto de inicio, abrumado por la terrible decisión que había tomado.

Y la voz de su cabeza –el estúpido Bruno, que se escuchaba muy similar a su padre– le repetía lo idiota que era, las terribles elecciones que no paraba de tomar, lo pronto que acabaría él mismo con su propia vida de la manera más patética posible.

Lo escuchaba y lo escuchaba, cada maldito día, cada vez que intentaba atreverse a hacer algo que lo sacara de esa situación, cada vez que intentaba seguir adelante, progresar, aventurarse a nuevas cosas… siempre esta esa voz que le repetía que no podía, que era muy peligroso, que se moriría.

Harto de esas horribles voces dentro de su cabeza, un día nadó sin miedo hasta la primera orilla que se le presentó, tomó con firmeza los bordes de tierra y, mientras escuchaba la estridente y molesta voz de Bruno, se alzó y gritó.

–¡Silenzio, Bruno! –exclama con firmeza y desesperación mientras el aire humano le acaricia con dulzura las escamas. Sacude el agua de su cuerpo mientras sale, convirtiendo sus escamas en piel humana, desdibujando sus branquias y formando pulmones, ocultando su cola y creando cabello.

Mientras se alza con seguridad en la tierra de los humanos, sus ojos se posan en una figura que no se esperaba.

Un joven, unos cuantos años mayor que él seguramente, de cabello negro y ojos extrañamente pequeños, que lo mira fascinado, como si él fuera una pila de oro. Se quedan los dos enmudecidos, mirándose sin saber cómo reaccionar, hasta que el humano habla.

–Hola –pronuncia con un extraño acento–, soy Tadashi, ¿quién y qué eres tú?

Alberto se queda quieto, temblando, apretando los labios. Bruno le dice que regrese al mar y que huya del muchacho, pero Alberto, por su necesidad de rebeldía, decide hablar con el desconocido llamado Tadashi.

–Mi nombre es Alberto –dice tomando una de sus manos–, Alberto Scorfano, soy un monstruo marino.

–Sorprendente –le escucha murmurar con una sonrisa de oreja a oreja–. ¿A dónde vas, Alberto?

Él aprieta los labios, se limita a hundirse en hombros avergonzado.

–Sin destino, ¿eh? –pregunta con una sonrisa cálida y reconfortante, aquel sujeto tenía mucho carisma, transmitía confianza–. Pues yo tampoco, voy de aventuras, ¿te me unes?

Alberto frunce el ceño, confundido. –¿No me tienes miedo? –cuestiona anonadado.

–Me das curiosidad –confiesa desviando la mirada, sin embargo, rápidamente la regresa–, pero ¿miedo? Que va.

Ambos se sonríen. Alberto vuelve a sentirse seguro después de tanto tiempo, mucho más que nunca.

–Por cierto –dice luego de que Alberto asintiera y comenzaran a caminar juntos–, ¿quién es Bruno?

–Eso no importa.

–Yo creo que sí.

–Solo no le escuches.

–¿Por qué no?

–Porque es idiota.

Tadashi suelta una risilla. –De acuerdo, pues no le escucho.

–Perfecto, haces bien en seguir mis consejos.


.

.

.

¡Hey! ¿Qué tal?

Breves aclaraciones que quiero hacer. Dado a que no quería mostrar problemas con respecto a los idiomas, a pesar de que todos los demás de su franquicia mantienen sus nombres originales, preferí darle a Toothless el nombre que le dieron en el doblaje latino –porque reniego de Desdentado–, la explicación no hubiera tenido sentido si Hiccup explicara que Toothless significaba "sin dientes" en inglés porque ¿por que un niño vikingo usaría un palabra en inglés?

Hablando de Chimuelo, la apariencia que tiene en este fanfic no es como la original, es algo inspirado en el arte de jaedfly en Instagram. Me gustaba más la idea de un Chimuelo innegablemente terroríficamente y no en un gatito negro con alas.

Otras cosas. Rapunzel siendo adoptada por los rufianes de la película, mi mejor decisión sin duda alguna, me encanta. La idea de que Hans sea constantemente obligado a limpiar los establos de los caballos me gusta porque podría explicar lo mostrado en Frozen Fever. El inicio de "Silenzio, Bruno" también ha sido alto muy disfrutable.

Eso sería todo, hasta luego.