La cruzada de la última DunBroch.
Capítulo III.
Acercarse a una manada de lobos en un bosque de unos terrenos que jamás has visitado, en medio de la noche, completamente desprotegido, es definitivamente una pésima idea para llevar a cabo cuando tan solo tienes diez años de edad. No había que ser ningún genio para llegar a esa conclusión, es sencillo: los lobos son peligrosos, ningún infante de tan corta edad tiene la capacidad para salir vivo de un encuentro con toda una manada, de trata de matemática simple, ¿verdad? Pues a Hiccup y a Elsa les estaba costando horrores explicarle a Anna por qué no se podía quedar con toda esa jauría de lobos que se había encariñado con ella de un momento a otro. Luego de que estuvieran correteando por un largo trecho lejos de esos animales, al final Anna, sabrá Dios cómo, terminó logrando que esa manada le tomará gran cariño, y ahora los mayores tenían que buscar una manera de convencerla de no quedarse con ellos.
El argumento de "son peligrosos" se descartó de inmediato y con algo tan simple como un señalamiento de dedo hacia Chimuelo, quien había aceptado a los nuevos acompañantes con gran facilidad. Si el vikingo podía tener a un dragón, ¿por qué ella no podía tener unos inofensivos lobos? Hiccup ignoró por veinte segundos enteros a la mirada acusatoria de Elsa.
Si no volteó no está ocurriendo. Se decía mientras sentía la asesina mirada de la muchacha se clavaba en él con una ira imbatible.
Elsa intentó explicar que no tendrían manera de mantener alimentados a tantos animales, los lobos mostraron de inmediato que serían ellos quienes alimentarían al resto de los presentes. Fue con eso que Hiccup se quedó solo en aquella contienda en contra de la jauría, porque después de unas cuantas semanas comiendo frutas y pescado, algo de carne de conejo –y de venado, aunque no estaban del todo seguros de poder soportar el comerse la carne de ese animal– no vendría mal en lo absoluto.
Al final Hiccup se tuvo que rendir, por lo que Anna se quedó definitivamente con todos esos lobos que la habían aceptado como otra cachorrilla más. Y todo lo que tuvo que hacer Anna fue regalarle un pescado entero a uno de los lobos, el cual se había separado mucho de la manada que los había estado siguiendo, que se había quedado aterrorizado ante la terrible imagen de Chimuelo. A los pocos minutos aquel lobo había regresado, la había tomado del cuello de su vestido y la había presentado como su cachorra a los lobos alfas. Mira tú que sencillo es convertirse en una miembro respetada de una enorme jauría de depredadores, ni Hiccup lo tuvo tan sencillo.
Por lo que a Elsa no le quedó más opción que sentarse en el pasto y contemplar al niño vikingo que las acompañaba, rascando la mandíbula de un terrorífico dragón enorme de negras escamas y que escupía plasma por pura diversión, y a su hermanita menor, quien hace unos meses había, posiblemente, asesinado a su abuelo, siendo acicalada por una pareja de lobos que, por el simple hecho de haberlos alimentado, la habían mirado y habían decidido que lo más lógico era adoptarla. Sí, es que todo a su alrededor tenía muchísima lógica, lo de todos los días, vamos, que toda la gente a tu alrededor trate a feroces animales salvajes como mascotas inofensivas es algo sencillísimo de entender y digerir.
Y mientras observaba, se dio cuenta que hacía muchos años que no había sido así de feliz. Rodeada de lobos, acompañada por un dragón, con su hermana menor como posible asesina y al lado de un vikingo –de esos que supuestamente eran peligrosísimos–, Elsa era feliz. Y por ese sentimiento de calidez, se le ocurrió una locura. Se levantó, se sacudió la tierra del vestido y avanzó firme hasta Hiccup bajo la atenta mirada de su hermana menor. Anna pronto se hizo una idea de qué tenía Elsa en mente, sobre todo por esa enorme pista que suponía verla quitándose los guantes. No supo muy bien cómo reaccionar mientras los veía sentándose juntos, con Elsa dibujando una tierna sonrisa en su rostro –esa que nunca se le veía cuando hablaba de su magia– y con Hiccup frunciendo el ceño confundido, decidió también dar su voto de confianza, permitirse confiar en aquel muchacho que no había hecho nada más que confiar en todo ese tiempo. Así que se relaja y desvía la mirada, centrándose en los lobos que la acompañan.
–Ven, dame tus manos –le susurra mientras él intenta analizar lo más rápido posible por qué Elsa se había quitado los guantes–. Confío en ti, Hiccup –le murmura y él siente como su corazón comienza una violenta fiesta fusión entre las culturas romanas y vikingas dentro de su pecho–, espero que tú también puedas confiar en mí –sus ojos se encuentran e Hiccup no tiene ni idea de dónde está sacando la fuerza para desmayarse de la emoción. Elsa coloca una de sus manos sobre las de Hiccup, las de ella son suaves y pequeñas, muy delicadas, las de él son más ásperas y están llenas de cicatrices. Hiccup nota esa diferencia y no puede evitar quedar maravillado por el aura angelical de Elsa, un instinto protector le invade con violencia y a Hiccup no se le ocurre mejor idea que aferrarse con firmeza a él. Sabe que, como vikingo, debería buscar una mujer fuerte y poderosa, alguien que no tenga miedo a lastimarse para mantener a los suyos protegidos, alguien independiente que jamás demuestre debilidad –por algo se había fijado en Astrid, a pesar de que ella le trataba del asco y realmente nunca habían dialogado–; sabe a la perfección que Elsa no entra del todo en esa definición –porque poderosa es, pero ella necesita mucha protección y cuidado–, sin embargo, y lo acepta con orgullo, realmente no le importa qué es lo que debería de hacer según las normas vikingas.
La mano de Elsa da leves vueltas sobre las palmas de Hiccup mientras él la observa. El frío se empieza a expandir rápidamente e Hiccup reacciona finalmente. Abre los ojos y la boca mientras admira aquellos copos de nieve que flotan mágicamente hasta caer en su palma. Elsa, sonriente, decide dar más pasos y mover con otro ritmo su muñeca, uno con pasos precisos, uno que busca crear, forma entonces con su magia una figurilla de hielo de Chimuelo que, una vez es terminada, es dejada cuidadosamente en las manos del asombrado Hiccup, quien intenta procesar todo lo ocurrido.
La observa a los fijamente por unos segundos, asombrado y con una leve sonrisa que le dice a Elsa que, por el momento, Hiccup confía ciegamente en ella. El vikingo, entonces, se acerca un poco más a la muchacha mágica y le susurra con un tonito de enamorado idiota lo siguiente:
–Eres lo más maravilloso que los dioses pudieron haber creado –y con eso dicho, le dio un rápido beso en la mejilla.
Y es ese el día en el que Elsa conoce el calor en el que conoce las altas temperaturas, por causa de sus mejillas y orejas enrojecidas, por causa de su corazón acelerado que finalmente se dignaba a explicar a su joven cerebro a qué se había debido el interés inexplicable que sintió por Hiccup la vez que lo conoció.
La respuesta era amor, un amor verdadero y profundo, esos amores que solo pueden ser así de inmediatos cuando se trata de un ser mágico y los trazos de un amigable destino que, después de miles de putadas, decidía ser un poco piadoso.
Anna alza ambas manos con los pulgares levantados hacia Hiccup, quien responde con una muda sonrisilla orgullosa.
Mientras Mérida se presenta dignamente ante los guardas del magnífico reino de Corona junto a su leal corcel, Jack no deja de juguetear por toda la habitación, toqueteando absolutamente todo lo que se encuentra y parece mínimamente interesante. Para un niño de once años que ha muerto y olvidado todos sus recuerdos cada pequeño detalle es emocionante y digno de admiración. Jack era una especie de bebé preadolescente, a penas comprendía lo que ocurría a su alrededor, no distinguía las expresiones ni le encontraba la lógica al sentido común, era como un recién nacido al que le habían otorgado la capacidad de caminar, hablar y vivir sin la necesidad de ninguna función básica. Y cuando a alguien de esa mentalidad lo dejas completamente aislado pero rodeado de gente… pues el caos es inevitable. Por eso Jack, en ese momento, mientras Mérida pregunta dónde encontrar dignos guerreros que estuvieran dispuestos a ayudarla, está congelando cada pluma dentro de frascos de tinta. Ojalá pudiera quedarse para ver la cara en los soldados cuando notaran la jugarreta, pero sabe que tiene que continuar por el camino que Mérida marca, o eso le murmuraron esas lucecitas azules y los colibrís que siempre lo acompañaban a una prudente distancia, tenía que seguir a Mérida, porque ese era el camino que había escogido nada más renacer.
Por eso revoloteaba a su alrededor todo el tiempo, intentando cada cinco segundos si finalmente era capaz de tocarla, logrando nada más que traspasar su cabeza o sus hombros en cada intento, jugueteando con lo que encontraba por el camino, tumbándose encima de Angus –porque era el único que le escuchaba y le veía– y suspirando deprimido porque no tener verdadero contacto humano por tres meses era sencillamente angustiante. Había ocasiones en las que lloraba encima de la melena de Angus, por la frustración de no obtener resultados, otras veces volaba tan alto como podía para preguntarle a la estúpida luna cuál era su maldito problema, otras veces solo se acercaba a los animales más próximos de su camino, para asegurarse de que lo veían, para asegurarse si seguía existiendo fuera la vista de aquel robusto caballo.
–Comprendo que los guardas de Corona no puedan ayudarme en mi cruzada –asiente Mérida con elegancia–, pondría en una posición peliaguda e incómoda a vuestros señores y a sus tierras, comprendo y respeto las distancias que deseáis mantener, sin embargo, permitidme preguntar, ¿habría alguien en este noble reino que pueda asistirme?
Los guardas se miran entre ellos, todos están pensando en lo mismo, ninguno realmente quiere ofrecer tal idea, ¿cómo quedaría la reputación del reino si ellos mostraran una posibilidad tan indebida? No quedarían en lo absoluto bien frente a esa noble heredera, podrían arruinar futuras alianzas, podrían mandar a todo el reino a una guerra ridícula. No, no le darían esa opción.
–Existen unos guerreros muy temidos después del puente, su majestad –empieza a explicar Conli, haciendo que todas las quijadas adultas se cayeran hasta el suelo–, he de admitir que son rufianes, pero desde hace unos meses han mejorado su aptitud enormemente, son de confianza, sé lo juró por mi honor.
Jack se acerca hasta el lado de Mérida, quien parece interesada en esos delincuentes temidos. Jack asiente efusivamente, aunque sabe que Mérida no es capaz de verlo, pero no puede evitar sentir un poco de esperanza cuando la princesa termina por asentir con una sonrisa.
–¿Seríais tan amable de guiarme hasta ellos, honorable guarda? –pregunta con una sonrisa de oreja a oreja que conmueve a Conli.
–Por supuesto su majestad, sígame, si es usted tan amable.
Jack nunca había visto a Mérida tan contenta, era magnifico, era nuevo, era encantador. Mientras más se acercaban a su destino, ambos jóvenes se emocionaban más, ansiosos por conocer a esos guerreros que podrían acompañar a la princesa a recuperar su trono. El muchacho fallecido incluso se le olvida por unos momentos que es invisible, que la princesa no es consciente de su presencia, que no pueden conversar ni compartir sentimientos, que él es solo un solitario y deprimido espectador con ninguna otra compañía que no fuera la de animales.
Observa como el soldado abre la puerta de aquel extraño bar, revolotea rápidamente hacia algún asiento, dispuesto a limitarse a observar el espectáculo que, por experiencia, sabe que Mérida hará. La princesa es rápidamente recibida por las confundidas miradas de enormes e imponentes sujetos armados hasta los dientes, luego de analizarlos un poco a cada uno, Jack voltea a su lado y nota, aterrado, que se ha sentado al lado de un desconocido cubierto de ratas que lo miran amenazadoramente –aunque algo confusos, también–. Con un chillido, cae de la silla y se vuela rápidamente hasta otra esquina, sentándose esta vez encima de un piano, ¿por qué un montón de rufianes necesitarían un piano? Jack se hunde en hombros mientras, elegantemente, Mérida camina hacia una mesa del centro.
–Caballeros –dice una vez se sube y todos los presentes quedan en silencio–, mi nombre es Mérida, princesa de DunBroch, un reino al otro lado del mar –algunos murmullos empiezan a resonar por lo bajo, Jack entonces divisa una cabellera dorada que parecía una cascada de oro entre la tierra y suciedad de toda esa gente–. Hace unos tres meses, caballeros, mi reino fue tomado por desleales lores quienes, aprovechándose de la repentina muerte de mi pobre padre, me obligaron a abandonar mi hogar, mi reino y mi derecho al trono.
Jack abuchea a la mención de esos lores de los que nada sabía, nada además de lo que Mérida contaba de ellos. Para su inmensa sorpresa, algunos hombres también imitan su acción, interrumpiendo a la princesa, haciéndola sonreír y permitiendo que a Jack le invada el orgullo.
–Me encuentro en una cruzada, caballeros –la voz de Mérida parece temblar un poco, pero Jack sabe que solo es teatrillo, un poco de falsedad para enternecer a su audiencia, Mérida es muy buena oradora, ha mejorado muchísimo desde la primera vez que la vio practicando–, necesito recuperar el trono que por nacimiento me pertenece, necesito poder volver con seguridad a mi reino, a mi gente, hacer pagar a esos desleales señores que a mis padres le juraron sumisión. He de reestablecer mi clan, el legado de todos mis predecesores, y necesito ayuda para eso, necesito ayuda para completar mi cruzada.
Una cabecita rubia entonces brinca al lado de la mesa donde Mérida se alza, llamando la atención de todos. Jack queda sorprendido por lo linda que es, Mérida se pregunta qué demonios hace una niña en un lugar como ese –aunque ella también era una niña en un lugar como ese–.
–¿Qué es una cruzada exactamente? –pregunta la chica mirando fascinada a Mérida, quien tarda unos segundos en contestar.
La princesa parpadea un poco, confundida, antes de responder. –Es una campaña militar, normalmente religiosas, pero esta no lo es del todo. Me he permitido llamarla así porque tengo a favor la Iglesia de mi reino, a diferencia de los lores.
La muchacha asiente con firmeza, intentando dejar muy en claro que había comprendido la explicación.
–Me llamo Rapunzel, por cierto –dice entonces, estirando su mano derecha hacia la princesa quien, aun procesando el hecho de que esa chica estuviese en un bar de rufianes, acepta disimulando lo mejor posible todas las preguntas dentro de su cabeza–. Vais a ayudarla, ¿verdad? –pregunta luego de soltar la mano de Mérida, hacia los hombres ahí presentes. Todos quedan asombrados ante la pregunta, sobre todo la princesa extranjera–. Ha pasado por eventos tan terribles ¡necesita ayuda!
–Espera –dice Mérida, bajándose de la mesa–, ¿eres acaso la señora de estos hombres?
Eso explicaría su presencia en ese lugar, ¿por qué estaría rodeada de hombres peligrosos si no fuera porque esos hombres peligrosos en cuestión estaban encargados de protegerla? Definitivamente esa era la respuesta lógica, por mucho que los hombres se demoraran unos segundos largos en reaccionar, por mucho que la niña pareciera ni tan si quiera saber a qué se refería.
Mano de Garfio entonces avanza, asintiendo y afirmando ante la pregunta de la princesa, quien no se molesta en observar la confusión en los ojos de la pequeña niña de rubia e increíblemente extensa cabellera.
–Entonces, ¿me ayudaréis? –pregunta tomando las manos de Rapunzel, quien, con una expresión muy divertida dibujada en el rostro, ruega por algo de ayuda a Mano de Garfio, quien asiente efusivamente con su único pulgar levantado.
–Por supuesto –responde volviendo a mirar a los emocionados ojos azules de la princesa desterrada–, partimos cuando quieras.
Mientras solamente Jack celebra en su eterna soledad, Mérida deja soltar una risilla.
–No, no, hemos de reclutar a un más hombres.
–¿Más? –repite Rapunzel observando rápidamente al mínimo de cincuenta adultos que las rodeaban.
–Por supuesto, los ejércitos de los lores son inmensos, y necesitamos un ejército lo suficientemente intimidante y extenso que los lleve a rendición antes de que nadie desenfunde su espada. Aquellos hombres podrán ser unos traidores, pero no quiero derramar su sangre sobre los honorables suelos de los terrenos de mis ancestros, mucho menos me gustaría tener que sacrificar a vuestros soldados. Un ejército enorme y poderoso nos dará una victoria absoluta e inmediata, confiad en mí.
–Sí, ella es de confiar –dice Jack, sentándose en la mesa en la que antes Mérida hablaba, fingiendo que él también podía aportar su granito de arena en la conversación, aunque en verdad no fuera así. Angus rebuzna fuera del bar de mala muerte, solamente para él, Jack le ofrece una tierna sonrisa de agradecimiento, es lindo tener a un imponente caballo recordándote constantemente que, para sorpresa del resto del mundo, sí que existes.
El fantasma revolotea hacia el caballo, se recuesta en su costado derecho y observa con orgullo como las dos muchachas se estrechan la mano para firmar –de alguna manera– su nueva alianza. Es una pena que nadie supiera que la princesa de DunBroch acababa de formalizar una alianza con la princesa de Corona, eso hubiera facilitado una cantidad asombrosa de cosas, pero bueno, así no era como el destino lo había decidido.
Tadashi Hamada era la absoluta definición de un hermano mayor muy genial, de esos que te ilusionan con respecto a la adolescencia, que te juran las maravillas del ser mayor y que les rodea un aura de protección del que te haces adicto. Tadashi Hamada también funcionaba –y funcionaría– a la perfección como ese modelo paterno que muchos jóvenes pudieran necesitar, era tan comprensivo, paciente y reconfortante que no era complicado quererlo como un padre, a pesar de que solo te alejaras de su edad por dos años. Sencillamente, Tadashi Hamada era un amor de persona que había aprendido a ser un perfecto modelo que seguir para cualquiera que lo necesitara, el lugar seguro de todos aquellos niños en necesidad, el hogar que se extraña luego de un largo viaje, Tadashi Hamada era, simplemente, un hogar personificado y apto para todo público.
Y era justamente eso lo que Alberto, luego de ver como su padre motivaba a todo un pueblo a asesinarlo con fuego y hierro, necesitaba: una figura paterna, un buen hermano mayor, un amigo experimentado dispuesto a ayudarte y escucharte sin juzgar ni una sola cosa.
Y fue así como el muchacho se permitió abrirse ante el joven oriental. Le enseñaba y compartía todo el conocimiento que había obtenido de las profundidades del océano: le habló de cómo eran las viviendas, de la jerarquía entre seres marinos, le aconsejó de las zonas en las que pescar y las algas que podía usar para sus comidas.
–¿No es raro que te comas otros peces? –le preguntó una vez mientras ambos guardaban en sal pescados frescos. Alberto alzó una ceja y sonrío con sorna.
–¿Acaso es raro que un tiburón coma peces? –Tadashi niega, Alberto infla el pecho–, ¿acaso es raro que tú comas otros mamíferos? –Tadashi vuelve a negar–, entonces, ¿por qué yo no puedo comer peces?
El joven oriental entonces se detiene un momento, apoya una mano en su mentón y piensa por unos instantes, instantes suficientes para que Alberto se apunte mentalmente que esa es la cara y las cosas que tiene que hacer cada vez que se ponga que pensar, porque así luciría como Tadashi, y lo que más quería Alberto en el mundo era parecerse a Tadashi.
–Pues tienes razón, Alberto –el niño moreno sonríe encantado–, tienes toda la razón.
Y Alberto no borró su sonrisa en dos semanas enteras, incluso no podía evitar soltar risillas emocionadas cada vez que recordaba las amables palabras del joven. Incluso hubo días en los que, cuando paseaban al lado de un extenso río, se tiraba al agua para avanzar con felices saltos en contra de la corriente, haciendo acrobacias que maravillan a Tadashi, incitando a Alberto a hacer más tonterías, hasta que llegaba la noche y, luego de asegurarse que el otro estuviese completamente cómodo, ambos quedaban dormidos al lado de una fogata. Era así como todo marchaba de maravilla para ambos jóvenes ansiosos por un hogar y por grandes aventuras, Tadashi aprendía maravillado datos sobre las fascinantes criaturas del mar que podían imitar la apariencia humanas mientras que Alberto, gracias a las indicaciones de su hermano mayor adoptivo, aprendía a que eso de aferrarte como una sanguijuela a la primera amistad que se te presenta en la vida no es en lo absoluto nada sano, Tadashi comprendía las dificultades que, como monstruo marino, Alberto tenía para vivir con normalidad en un mundo dominado por humanos, mientras que Alberto aprendía a que no había absolutamente nada malo en tener opiniones o destinos diferentes, que la lejanía no significa destrozar para siempre una amistad.
Funcionar así era sencillamente un hermoso deleite que los dos se toman el tiempo de saborear. Como aquel tranquilo momento en el que Tadashi le explicaba uno de bocetos a Alberto, el mayor remojaba sus piernas en el río que había estado siguiendo, Alberto estaba flotando dentro del agua, con la parte de sus brazos y su cabeza comenzando a secarse, dejando así que su naturaleza acuática y su imitación humana se combinara de forma encantadora y asombrosa.
–Mira –le dice Tadashi mientras marca una equis en su boceto de mapa–, este es el punto del que yo partí –explica señalando la equis sobre el garabato de un trozo de tierra diferenciado del resto–, avancé por dos meses en diferentes transportes, los más rápidos de cada zona, hasta llegar hasta Europa –traza líneas mientras habla, partiendo casi a la mitad la parte de tierra más extensa–, hasta que llegué aquí –rodea lo que actualmente es Grecia–, quedé medio mes conociendo todo lo que podía, porque todo el mundo me repetía que esos lares estaban llenos de cultura, conocimiento y filosofía. Luego tome un barco hasta aquí –señala repetidas veces el actual sur de Italia–, a las pocas semanas nos encontramos, así que debimos habernos conocido en algún punto del reino Ostrogodo.
Alberto se inclina hacia el mapa, con cuidado de no mojar nada, y pregunta. –¿Dónde estamos ahora?
Tadashi vuelve a poner la misma posición de hace unos días, y Alberto rápidamente lo imita.
–Supongo que estamos en algún punto del Sacro Imperio Romano Germánico. Hemos estado avanzando hacia el norte sin parar, así que debemos estar ahí o en el reino de Francia.
–Que nombre más largo –ríe tontamente Alberto refiriéndose al primer reino mencionado, Tadashi le continúa.
–E imposible de pronunciar, que crueles son con los orientales.
Ambos jóvenes se ríen levemente en ese momento, con calma, a su ritmo, como lo hacen absolutamente todo. Porque ninguno de ellos tiene una misión exacta, tan solo muchas ganas de vivir con calma y buscar aventuras no muy peligrosas. Se recuestan un momento sobre el césped hasta que Alberto vuelve a soltar una nueva pregunta.
–¿Y hasta dónde iremos?
Tadashi se hunde en hombros y luego le dedica una cálida sonrisa a Alberto. –Esa es la aventura, Alberto, continuar hasta que encontremos algo por lo que quedarnos, algo que en verdad valga la pena. ¿Sabes algo? Muchos filósofos dicen que… perdona, ¿recuerdas lo que es un filósofo?
El monstruo marino hace un puchero mientras intenta recordar. –Creo que era alguien que se preguntaba muchas cosas y que quiere aprender constantemente acerca de absolutamente todo –Tadashi entonces asiente complacido.
–Exacto, eso es un filósofo –Alberto sonríe orgulloso para gusto de Tadashi–, buenos, muchos dicen que la felicidad no se consigue luego de una búsqueda, no se trata de subir infinitas escaleras por toda tu vida hasta conseguir la felicidad, es un proceso –dice esto último extendiendo sus manos en el cielo, centrando en ellas la atención del muchacho–, tienes que ser feliz en el camino, en la travesía, no en la recompensa de la aventura. ¿Quieres saber que pienso yo de eso?
El niño asiente emocionado, aun mirando las manos de Tadashi.
–Yo creo que hay que disfrutar el camino, tienes que disfrutar cada día de tu vida, pero tienes buscar algo superior a todo lo bueno que has sentido hasta el momento –las manos de Tadashi parecen querer alcanzar algo invisible en el cielo, algo que no puede llegar a tomar del todo–. Tu obra prima de la felicidad, el máximo exponente de lo que para ti sea la satisfacción y el placer.
–¿Cuál crees que sea tu obra prima, Tadashi?
El muchacho entonces deja caer sus brazos. –No tengo ni la más remota idea, Alberto, solo sé que la reconoceré cuando la vea porque me ha estado llamando toda la vida.
Alberto alza las cejas, asombrado.
–¿Te ha estado llamando?
–De cierta forma, sí. No digo que sea una voz en mi cabeza que me guía –aclara riendo–, eso sería rarísimo, y posiblemente no muy sano.
Alberto asiente muy seguro. –Como el estúpido Bruno.
–Algo así, sí –concuerda Tadashi, ya acostumbrado a no preguntarse por qué narices la conciencia del muchacho había tomado el nombre de Bruno–, es más bien como una intuición, un vacío del que soy consciente, algo que he de rellenar lo más pronto posible por el bien de mi salud mental, física y emocional.
El monstruo marino, entonces, pica una mejilla de Tadashi para llamar su atención, los ojos rasgados y oscuros del oriental se fijan en el moreno rostro de Alberto. –¿Crees que sea algo romántico? –pregunta con esa emoción hormonal de un adolescente.
–No tiene por qué ser así.
–Pero ¿y si lo fuera? ¿no tendrías entonces que descubrir que parte de ese amor es tu obra prima? Y si lo eliges, ¿no estarías desperdiciando así todos los otros momentos? ¿no sería más inteligente ir directamente a la obra prima de la obra prima? Y si un amor solo te entrega una obra prima de felicidad, ¿no significaría eso que necesitas otra obra prima para el resto de tu vida porque, después de todo, solo has tenido una experiencia con ese amor?
–Esas son excelentes preguntas, Alberto, pero te estás dejando unas cuantas. Primero que nada, si se trata de una amor mi obra prima, ¿no debería ser todo el tiempo a su lado la obra prima de la obra prima? E incluso si fuera así, ¿por qué se debería de seguir la lógica en un tema del corazón? Es cierto que muchos filósofos han señalado la verdadera felicidad dentro del absoluto conocimiento, pero si mi felicidad se encuentra en algo sentimental y subjuntivo, ¿por qué entonces me basaría bajo las leyes de la lógica y de otros pensadores?
Alberto entonces sale del agua, avanza un poco a rastras y se tira bocarriba a un lado de Tadashi.
–Son muy buenas preguntas.
–¿Quieres pensar en ellas hasta la hora de comer?
–Me quedaré dormido, seguramente.
–¿Crees que pensarás en ellas mientras duermes?
–Lo dudo bastante, honestamente –confiesa Alberto, sintiendo el tentador toque de los rayos del sol incitándolo a dormir–, pero podría intentarlo.
–Con eso basta –ríe Tadashi–. Piensa mucho, Alberto, o descansa bien, cualquiera que sea tu elección.
Cuando Hans se despierta se da cuenta de un pequeño detallito que la noche anterior, esa noche en la cual, sin saberlo él, los caballos de la familia real habían orquestado un maquiavélico plan de venganza, no había tenido en cuenta. Hacía unas semanas había llegado una perfumada carta, una carta sellada por la familia de la reina de las Islas del Sur, una carta que había puesto los pelos de punta a los cinco mayores de sus hermanos y a sus padres, una carta escrita por una de las sirvientas de su querida abuela, la condesa Andersen, una carta que avisaba que pronto llegaría de visita, para ver cómo estaban llevando el temita de dirigir un país y de criar a trece varones para que fueran seres humanos decentes y posibles líderes mínimamente útiles para su reino.
La condesa Andersen no era ninguna santa, tampoco mostraba ningún tipo de aprecio hacia ni uno solo de sus nietos –desde que tienen memoria, los trece príncipes recuerdan el favoritismo de su abuela hacia sus primos, los tres hijos del primogénito de la familia Andersen–, pero algo que se le tenía que admitir, y que beneficiaba enormemente a Hans, era su amor por la justicia. Los castigos de la abuela eran atroces, peores que las molestias del resto de su familia, pero cuando la abuela se ponía de tu lado ¡oh! Cuando la abuela se ponía de su lado Hans era el niño más feliz de todo el mundo.
Por lo que olvidarse de algo tan importante como su visita era sencillamente la mayor tontería que Hans pudo haber cometido en toda su vida. Sobre todo, porque ni siquiera tuvo tiempo para disimular y preparar una mentira, no. Su abuela estaba ahí, parada asqueada a unos metros de él, observando disgustada la escena de su nieto durmiendo entre paja, caballos y montones de moscas.
–¿Has dormido aquí, Hans? –el niño asiente, mentir a su abuela sería un crimen imperdonable–, ¿desde qué hora?
–Me acosté a las nueve, querida abuela.
–¿Y te has quedado aquí? –él asiente–, ¿toda la noche, hasta ahora? –Hans vuelve a asentir, su abuela voltea hacia afuera del establo en ese momento, mientras él se levanta para saber en qué problema se iba a meter, que gran sorpresa se llevó cuando vio a toda su familia presente, en ropas de dormir, sin arreglar en lo absoluto, descalzos y con los pies embarrados de algo que parecía barro muy oscuro, pero que olía como algo aún peor–. Bueno, queda claro, Hans no ha sido el culpable de este atroz ataque a nuestra familia.
Hans parpadea confundido, el resto de sus hermanos gruñen mientras lo observan furiosos.
–¡Os ha mentido! –brama uno de los gemelos mientras apunta amenazante a Hans con un dedo, por proximidad, Hans se aferra rápidamente a las faldas de su abuela, por muy bien que sabe que no obtendrá refugio alguno.
–¿Me estáis diciendo que soy lo bastante estúpida como para caer en la mentira de un crío? –acusa mascullando la abuela, dejando pálido a su hermano, quien recompone su postura y se disculpa de inmediato–. Si el niño dice que él se ha quedado aquí toda la noche, pues así ha sido, al menos, claro –la fría mirada de la abuela pasea por todos los rostros–, que alguno de ustedes tenga alguna prueba de lo absoluto contrario, amada familia.
Todos aprietan con rabia los labios y los puños, nadie dice nada.
Hans tocé falsamente. –Queridísima abuela, ¿se me permite preguntar qué es lo que ha pasado y de que se me estaba acusando?
Su abuela niega. –Puedes preguntar, querido, pero no puedo ser yo quien te responda. Tal relato no es digno de salir de los labios de una señora. ¡Caleb! –el mayor de sus hermanos da unos pasos hacia adelante ante la llamada de su abuela–, explícale a tu querido hermano vuestra injusta acusación, después de todo, fuiste el primero en llevarla a cabo.
Los ojos fríos de Caleb se clavan con fiereza e ira sobre el cuerpo de Hans, quien se queda inmutable ante ellos, tiene de su lado a la abuela, nada malo puede ocurrirle, no pueden hacer en su contra, además ¡él es inocente! No ha hecho nada malo, no tiene nada que lamentarse.
Suspirando pesadamente, Caleb comienza. –Esta mañana, en cada una de nuestras habitaciones, exceptuando la tuya –Caleb remarca estas últimas palabras, dando a entender que aún creía firmemente que todo lo ocurrido era culpa de su inútil y estúpido hermano menor–, hemos tenido que amanecer con… un desagradable olor y… un terrible regalo equino… en… en nuestros zapatos.
Hans frunce el ceño confundido, parpadea un par de veces y, creyendo que había llegado a la solución para tal acertijo, bajo la cabeza para observar nuevamente los pies de sus familiares.
Respira con fuerza para contenerse las carcajadas, oprime tanto como puede la enorme sonrisa que se quiere formar en su rostro, todo mientras se permite abrir los ojos inmensamente por la sorpresa.
Mierda de caballo, todos ellos habían despertado con mierda de caballo en sus zapatos. Todos, mientras intentaban despertarse por completo, confundidos seguramente por el potente y desagradable aroma, habían pisado sin fijarse el estiércol, habían hundido por completo sus pies en la porquería. ¡Oh! Que maravilloso, que gran regalo de los cielos ¿era esto un milagro de un Dios maravilloso y benevolente que finalmente impartía justicia en honor de Hans?
¿Cuánto tiempo les tardaría quitar el olor de sus pies? ¿Cuántas bromas crueles surgirían por este magnifico momento? ¿Cómo sería el trauma de su familia por tal calamidad?
Toma ahí, pedazo de karma les estaba dando Dios.
El niño respira profundamente, aún observando las piernas de su familia, cierra los ojos, bota disimuladamente aire y se prepara para su espectáculo.
–¡Bendita gloria de Cristo! ¿Cómo ha podido ocurrir algo como esto? –Madre mía, que gran actor que era, ya le hubiera gustado a Shakespeare tener a alguien como él en su teatro. Hans mira a sus padres, con unos ojitos preocupados falsos que le hacen hervir la sangre de la rabia a su madre–, ¿creéis que pueda haber sido un ataque de algún grupo en contra de nuestra dinastía?
Los ojos de sus familiares dejan un claro mensaje: "Has sido tú, pequeño cabronazo".
Aunque bueno, los ojos de los gemelos dicen algo más parecido a: "La paliza que te vas a llevar en cuanto se vaya la abuela no va a ser normal, pequeño desgraciado".
Hans se comunicó al igual que su familia y, detrás de las faldas de su abuela materna, dijo: "No tenéis nada en contra de mí, patéticos psicópatas".
El pequeño decide arriesgarse un poco y soltar el último ataque.
–Oh querida abuela –la mujer lo mira con esa ojos apáticos tan intimidantes–, a pesar de no ser atacado en esta ocasión, no puedo evitar sentir algo de miedo, ¿sería demasiado rogaros por una temporada en vuestro hogar? Solamente hasta que sea seguro para mi persona.
La traducción de eso era: Me van a zurrar en cuanto te vayas, ¿al menos puedes darme un tiempo a que se les pase un poco?
–No has de preocuparte por nada, querido nieto mío, me aseguraré de que la vigilancia y seguridad de este palacio incremente de manera importante durante mi estadía, que planeó extender visto lo ocurrido esta mañana. Nadie te hará daño alguno.
Su arrugada e indiferente mano acaricia los cabellos naranjas de su nieto, quien sonríe con crueldad a sus hermanos mayores.
–Retiremos, mi querido nieto, no te quiero volver a ver cerca del establo de caballos a menos que estés practicando tu equitación, es incorrecto como príncipe que eres que te comportes como criado.
Oh, eso último era perfecto, Hans se aprovecharía todo lo posible.
–¿Incorrecto? Pensaba que era una más de mis responsabilidades, después de todo, madre y mis hermanos siempre me mandan aquí, incluso me han ordenado en varias ocasiones limpiar los desechos de los caballos.
La furia e indignación en los ojos de su abuela era digna un retrato, sobre todo porque era en contra de su familia, que había palidecido en cuanto Hans comenzó a hablar con ese tonito inocentón que era más falso que las coronas de los bufones.
–Limpiaros de inmediato –ordena su abuela, centrándose en su madre–, cuando os hayáis limpiado hablaremos largo y tendido de lo qué es y no es apropiado para un joven príncipe. Ahora vamos, querido Hans, tú y yo desayunaremos hoy día juntos.
A Hans, en ese momento, solo le faltaba la corona de su padre para terminar de parecer un digno rey.
Disfrutaría todo el apoyo de su abuela mientras pudiera, porque sabía que en cuanto se fuera estaría muerto.
.
.
.
.
Solo quiero comentar que estoy sorprendida por la importancia que le estoy dando a Hans y a sus traumas... vivan los redemption arcs supongo)?
