La cruzada de la última DunBroch.

Capítulo IIII.


Un bloque de hielo se alza en forma de púa hasta la copa de un inmenso árbol, otras dos formas heladas se extienden alrededor de ella creando un congelado muro puntiagudo y mortífero, bloquean el camino, los pasos se escuchan detenerse por unos segundos, pero no muchos. Los bloques son rápidamente destruidos a machetazos, los gritos de adultos cada vez se escuchan más cerca, los aullidos de los lobos acompañan a la serenata de ruido estridente, los gruñidos del dragón parecen querer destrozar todos los sistemas auditivos del reino entero. El hielo no para de crecer y crecer, pero los adultos han aprendido rápidamente a combatir en contra de él.

Hiccup y Anna se están congelando, están temblando del asesino frío, pero ninguno se queja porque necesitan ese terrible frío para sobrevivir, para tener más tiempo de vida. Elsa, agarrada a una de las manos de Hiccup para no quedarse atrás, sigue creando y creando bloques de hielo en el camino de esos soldados de un reino desconocido que, sabría cualquiera de los dioses en los que esos niños creían, los habían señalado como enemigos y una amenaza. En otra circunstancia se habrían montado a los lomos de Chimuelo y hubieran salido volando de allí, dejando a los adultos maldiciendo en el suelo, pero los tres niños estaban negados por completo a abandonar a la manada –que en dos semanas había aumentado inmensamente, al parecer la fama de Anna con esos caninos se extendía sin freno– a su suerte; por lo que no les quedaba más que correr y usar la magia de Elsa para frenar el avance de los soldados.

Chimuelo gruñe hacia Hiccup, este le ignora. No, no piensa tomar esa opción, no quiere hacer nada… pero tampoco tienen una buena alternativa, les estaban pisando los talones, el frío se estaba haciendo insoportable y Elsa sencillamente no podía seguir, se estaba agotando su fuerza y resistencia, el vikingo sufría al verla respirando con tanta dificultad, sudando terriblemente y jadeando bruscamente en busca de algo de oxígeno. Pero, aun así, esa urgencia de no dejarse llevar por la violencia intrínseca de su cultura hace que dude si debería usar las llamas de su amigo o no.

La decisión, al final, la tomó Anna, cuando un balazo impacta contra la oreja de un cachorro, no matándolo por milagro, pero sí obligando a toda la camada a detenerse de inmediato, Anna, obviamente, incluida.

–¡Chimuelo! –llama la niña roja de la ira y deteniéndose para tomar a la llorosa cría entre sus brazos–, ¡dispara! –aúlla, apuntando con un dedo al grupo de hombres que parecen mearse en los pantalones al observar la imagen del inmenso dragón de negras escamas.

Los gritos furiosos de los hombres se vuelven agonizantes cuando se produce una explosión por el plasma morado de la Furia Nocturna, árboles quemados y el fuego los envuelven a la par que las huesudas manos de la justa Muerte. La persecución se detiene. A Elsa le encantaría detenerse por dos malditos segundos y analizar el hecho que su hermana es nuevamente la responsable de un asesinato, bueno, varios en esta ocasión, pero la pequeña Anna le está rogando entre lagrimones que la ayude a sanar al pobre cachorro de lobo al que han disparado. El problema es que Elsa no sabe nada de primeros auxilios, así que mientras ella consuela al cochorro y a su hermana menor, Hiccup atiende con el mayor de los cuidados al pequeño lobo quien es rápidamente rodeado por toda su camada. Ninguno decide darle más importancia de la debida al olor a carne quemada que se extiende a tan solo unos metros.

Esperando a que el fuego se apague –lo cual es sencillo con tanta nieve– para no fomentar ningún incendio forestal, los niños deciden acampar hasta la noche ahí mismo, más cerca de aquellos cadáveres de lo que le gustaría a ninguno. Y por un momento parece soportable toda esa bizarra escena de dragón, niños, lobos y muertos, pero Elsa no puede evitar vomitar por tres minutos enteros cuando ve a los lobos comerse los cuerpos incinerados e intentar traer la carne hacia ellos, porque hasta ahora no habían comido nada y necesitaban alimentarse. Hiccup sujeta el pelo de Elsa mientras ella suelta toda su bilis en la tierra húmeda, la sostiene con fuerza y la mueve rápidamente para evitar que ella cayera sobre la mugre.

Anna se quedó regañando a los lobos –quienes se comportaban como perritos inofensivos cuando les convenía– mientras Hiccup acariciaba dulcemente la espalda de una temblorosa Elsa que se aferraba a él y a sus ropas como si se fuera a caer al infierno si no lo hiciera. A pesar de ser tan delgaducho, el cuerpo de Elsa cabía perfectamente entre sus brazos. El cuerpo de Elsa era tan delicado que el vikingo constantemente tenía que recordarse que albergaba un poder que nadie podía igualar ni comprender. Lo que no se tenía que recordar él mismo constantemente, porque Elsa ya se encargaba de ello, es que había un imparable dolor, temor y culpa creciendo en el corazón de la pequeña princesa, había algo de sí misma que la lastimaba e Hiccup, al igual que Anna, se desesperaba porque no tenía ni idea de cómo arreglarlo.

Así que se limita a abrazarla hasta que se queda dormida, hasta que Anna termina de regañar a los lobos y decide acercarse –al lado al resto de animales salvajes– a esos dos para dormir todos juntos. Hiccup se queda despierto gran parte de la noche, con las cabezas de ambas hermanas reposadas en su regazo, se queda a hacer guardia –porque no hacerlo les costó esa persecución–, observando fijamente al cumulo de cadáveres calcinados, como si temiera que se levantaran de la muerte, como una versión chamuscada y devorada de Lázaro.

Se queda despierto toda la noche, a pesar de los quejidos tristones de su dragón, porque sabe que debe hacerlo, porque si no lo hiciera ¿cómo conseguiría mantener a sus únicas amigas a su lado?

Le han enseñado toda la vida a Hiccup Haddock, el Inútil, que no sirve para nada más que carnada de dragones o de alguna bestia peor, que solo sirve para empeorar las cosas de las maneras más originales, que no tiene talento alguno y que solo podría funcionar como palillo de dientes de dragones. Le han dicho que aquella cicatriz de su mentón es una marca de su debilidad, la marca de un dragón que algún día volvería a devorárselo tal y como se devoró a su madre, los moratones de su cuerpo eran la marca de su debilidad contra otros humanos, el eterno hematoma de su cabeza era la prueba de que no servía ni como hijo. Hiccup Haddock, el Inútil, no tenía otra forma de sobresalir o ayudar si no era mediante un constante sacrificio, si no era exponiéndose al peligro que miembros más importantes no se podían permitir. Él era el sacrificio, el muñeco de prácticas, el juguetito, el prisionero de guerra.

Y está bien con eso, ya tenía asumido que perderlo a él tampoco era la gran cosa, sobre todo ahora que acompañaba a una preciosa chica mágica y una maravillosa niña encantadora de manadas y manadas de lobos, ¿qué era o qué había hecho él en comparación? Él había encantado a un dragón y era un simple humano, si alguien se tenía que matar de sueño, era él, pero tampoco se podía permitir morir, porque eso dejaría a las hermanas con esa innecesaria carga. Hiccup se mantiene en constante esfuerzo, sin morir, porque él tiene que hacerse cargo de otros, solo por eso.

Hiccup y Elsa no se dejan llevar por el poder de la terrible muerte solo por su preocupación por la pequeña Anna, solamente porque se ven atados a ella por la función de cuidadores. Por muy lindo que suene eso de "vivir por alguien" realmente aquel pensamiento basado en la salud y estabilidad de solo uno de los indicados, en especial cuando se hablaba de niños, era una evidente señal de peligro, una obvia prueba de que había algo que estaba mal, algo no iba cómo debería.

Pero Elsa e Hiccup eran solo niños, ¿qué iban a saber ellos, tan traumatizados como estaban por la gente a su alrededor, sobre cómo debería de funcionar su mente?

Ni siquiera Anna, quien por su crianza y el insano amor de su abuelo estaba en mejor estado mental, sabía cómo lidiar con todas las dificultades referentes a la autoestima, el correcto funcionamiento del razonamiento y los sentimientos, o las relaciones intrapersonales e interpersonales, si ni siquiera tenía la más mínima idea de cómo un ser humano debería funcionar físicamente, mucho menos psicológicamente.

Por lo que se limitaban a seguir adelante, tres niños con las vidas destrozadas por culpa de los adultos que llegaron a formar parte de sus vidas –una parte importante, además–. Al vikingo le había arruinado la vida la terrible muerte de su madre, ocurrida cuando él acababa de nacer, a las niñas se les había arruinado la vida al morir sus padres.

A Hiccup le había rechazado su pueblo entero y su propio padre, Elsa había aprendido a rechazarse y odiarse a sí misma, mientras que Anna por poco aprende a rechazar a su propia familia.

Niños destrozados, al fin y al cabo, destrozados por terribles y malvados errores, errores que no pueden ser señalados de accidentales, porque Estoico era el maldito líder de toda esa gente que dañó a su niño, él pudo haberlo detenido en cualquier momento, pero no quiso o no lo pensó, por lo que Estoico el Vasto o era muy idiota como para tener a un niño bajo su supervisión o era demasiado cruel y apático para la misma tarea. Y Runeard… Runeard era un bastardo muy sádico que se había obsesionado con todo el tema de la magia desde lo ocurrido con los Northuldra y cuando vio a su primera nieta nacer con esa maldita anomalía bailando por todo su ser… sencillamente no pudo evitar perder la cabeza y dejarse llevar por el horrible deseo de destruir a su nieta de todas las manera posibles, que no la hubiera vendido hace mucho como una esclava al primer barco de piratas que se hubiese presentado era, sin duda alguna, un milagro inexplicable.

Ahora solo eran un trío de críos lastimados, sin más refugio que animales peligrosos y ellos mismos, obligados a buscar un nuevo hogar, donde sea, cualquier lugar estaría bien mientras aceptarán a un dragón y a su vikingo, a una niña con control sobre el invierno y su nieve, y a una pequeña humana adoptada por una manada de lobos que a cada día crecía más y más. Y para buscar un sitio así, necesitaban traspasar el mar.


Rapunzel desenvuelve la mano de Mérida, revelando entonces la falta de la herida que hace solo unos segundos estaba ahí. La princesa exiliada abre la boca inmensamente mientras observa perpleja el rostro de su aliada, quien se limita a apretar los labios y a sonrojarse. Mientras la princesa lucha por mantener en calma sus emociones, Jack Frost está enloqueciendo en su solitario mundo donde él lo ve todo y nada lo ve a él.

–¿¡Cómo puede hacer eso!? –aúlla arrodillado entre ambas niñas.

–Vaya… –es todo lo que puede murmurar Mérida.

–¿¡Qué es ella!? –chilla alzándose demasiado en el cielo, unos cuantos centímetros sobre las cabezas de las chicas. Desciende bruscamente entonces.

–Es impresionante lo que haces, Rapunzel –elogia Mérida sinceramente, sonriéndole de forma tierna a la niña rubia, quien, encantada, le devuelve la sonrisa.

–¿¡Qué eres!? –cuestiona Jack colocándose a dos centímetros del rostro de Rapunzel. Luego alza la cabeza a la luna a penas visible de la tarde–. ¿¡Qué diantres es!?

–Gracias, Mérida, me aseguraré de usar esto en tu causa, después de todo, para ello nos mantenemos juntas en esta aventura.

La princesa entonces parece recordar su misión. –Cristo me perdone por ser tan egoísta –murmura observando su, ahora, ilesa mano–. Rapunzel, una habilidad como esta… usarla solo para mi beneficio… no, Dios jamás me perdonaría sacar beneficio de tu poder para mí misma, por muy buenas que mis intenciones sean, por muy encomendada esté al Señor… este poder, esta salvación, como los milagros de Jesucristo, y que se me perdone por pronunciar su sagrado nombre tan a la ligera, se ha de compartir con todo el mundo, Rapunzel.

La niña aprieta un poco los labios. –No puedo sanar a todo el mundo, Mérida, siempre me faltará alguien –repite sin pensarlo mucho el discurso que aprendió con sus padres–… me obligaría a vivir eternamente, sin pensar jamás en mí misma… yo también importó Mérida.

La princesa parpadea ante ello, comprende, por mucho que no comparta, la necesidad de individualidad de su aliada. Por lo que asiente.

–¿Y si lo cortaras y regalaras?

Rapunzel se pone de lado y muestra un mechón marrón escondido tras su oreja.

–Cuando lo cortas pierde su magia.

–Se mantiene vivo por ti, el milagro depende de ti… Tú eres el milagro.

Rapunzel le da un empujón a Mérida, de esos que la princesa solo aceptaba porque, después de todo, la niña rubia era la primera seguidora y guerrera de la princesa de DunBroch.

–Para, harás que me sonroje, no digas más tonterías.

–¡Pero no son tonterías!

–¿Cómo voy a ser yo un milagro? Que ridiculez.

–Un poco ridículo sí que es –asiente Jack aún entre ellas.

Mérida la apunta con los brazos. –¡Puedes sanar cualquier herida con tu pelo y una canción! ¿Cómo no es eso un milagro?

Jack vuelve a asentir, esta vez con una mano bajo el mentón.

–Ahí tiene un buen punto.

La chica de DunBroch parece calmarse un poco, volviendo a analizar su mano sanada. Realmente cuando se cortó afilando una flecha no se esperó en lo absoluto que Rapunzel, luego de pedir que no entrará en pánico, le vendará la sangrante herida con su cabello dorado y que este brillase mientras ella cantaba una canción que Mérida jamás había escuchado antes.

–Ojalá se pudiese compartir esto con todo el mundo –suelta unas lágrimas al pensar en su madre y en sus fallecidos hermanos que no tuvieron tan si quiera la oportunidad de nacer–, cuantas vidas se hubieran salvado.

Rapunzel, atravesando el cuerpo de Jack, extiende sus manos hasta las mejillas de Mérida, limpia entonces las lágrimas que la princesa no sabía que había estado derramando con una delicadeza que hace que la joven DunBroch se rompa entre las caricias. Nadie le había tocado con esa delicadeza y cariño desde la muerte de su madre hace tantos años. Rapunzel la abraza apresuradamente con fuerza mientras Jack llora por la frustración de no poder hacer nada para ayudar a ninguna de las dos. Decide, al igual que la primera vez que Mérida le habló del trágico destino de toda su familia, no dejarse llevar por el nerviosismo, Rapunzel decide tomar, por un momento, el puesto de la protectora.

–¿Puedes –Mérida apenas puede hablar entre sus violentos sollozos–… puedes sanar un corazón nostálgico?

Rapunzel la aprieta con más fuerza y se permite derramar unas lagrimillas compasivas.

–No… yo no puedo, lo siento tanto –murmura mientras la guía para sentarse en el suelo, Jack rápidamente las imita–. ¿Quieres hablar de esto? –pregunta con delicadeza, sabiendo a la perfección lo orgullosa que es su aliada.

–Yo… yo… lo lamento tanto –se disculpa ocultando su rostro–, no debería mostrarme de esta manera, ¿qué confianza tendrás en mí ahora?

–Confío en ti plenamente, Mérida –responde solemnemente.

–No debería de permitir que mis sentimientos me vezan.

–Solo eres una niña Mérida –Jack asiente mientras Rapunzel acaricia, como puede, los cabellos alocados de la princesa–, solo somos niñas, liderando una guerra contra adultos, adultos crueles y traidores.

Mérida, quien se había buscado un lugar en el regazo de Rapunzel, alza la mirada hacia ella. La pequeña rubia se retuerce al ver los ojos aún llorosos y enrojecidos de su aliada, aquel llanto que había presenciado era el llanto de alguien que se había guardado sus sentimientos por demasiado tiempo. La muchacha de indomables cabellos ha notado cierto desprecio en las últimas palabras de la dulce y tierna Rapunzel y, al igual que Jack, quiere indagar un poco, un poco más de lo que se permitió la primera vez que las niñas se confesaron un poco sobre sus pasados.

Mientras Mérida pregunta, Jack no puede evitar quedarse pensando en las miles de cosas de las que nunca se enteró –y seguramente jamás se llegué a enterar– porque otro no se había quedado con la duda, porque otro no había tenido las agallas las preguntar… básicamente porque él no podía preguntar, porque él no podía hablar, ni expresar sus dudas, ni exigir ningún tipo de respuestas a todas las dudas que constantemente le atormentaban. La única entidad que parecía poder relacionarse con él era la Luna, quien, día tras día, noche tras noche, horas tras horas, ignoraba cruelmente sus llamadas de ayuda.

Jack se alza nuevamente en el cielo, mira fijamente a la Luna y comienza a hablarle, rogando porque esta vez le hable.

–Hay algo que estoy haciendo mal –murmura posando sus pies en la copa de un gran árbol–, o algo que he hecho mal… ¿puedes…? ¿puedes al menos decirme qué es? He estado intentando –su pecho se infla por la angustia y la rabia, el muchacho no encuentra más opción que extender los brazos y suspirar pesadamente–, todo… absolutamente todo… pero no logró conseguir que me vean… que me escuchen… que sepan que estoy ahí… Ni siquiera un escalofrío ¡Nada! Tú… tú me diste la vida… tú nunca me preguntaste si quería salir de ese lago, si quería ser consciente de lo que me pierdo –las lágrimas empiezan a derramarse por sus pálidas mejillas, congelándose allí, en esa piel sin vida–. Lo mínimo que puedes hacer es decirme… es decirme por qué… o, al menos, decirme si tomé la opción incorrecta –Jack aprieta sus labios y lucha para no bajar la cabeza–, ¿debí de haber emprendido mi camino solo? ¿a mí manera? ¿así me habría visto? –el corazón quieto y sin latir de Jack se rompe a cada pregunta, a cada pensamiento–. Me he condenado a mí mismo, ¿no es así? –cuestiona tambaleándose por los sollozos–. Siquiera… ¿siquiera puedo cambiar de opción?

Ya tomaste tu decisión, Jack Frost. Le dice la única voz que se ha dirigido a él en toda su vida. El niño empieza a llorar con más fuerza, con más ira.

–¡Por supuesto que solo responderías a eso! –grita contra la luna, arrojando un ráfaga de hielo en su dirección–. ¡Estoy harto de esto! ¡Estoy harto de que me ignores! –rasguña su cabeza y rostro por la frustración, por el dolor–. ¡Solo déjame morir! ¡Maldita sea! ¡Yo no quería esto! ¡Yo no quería!

Los rebuznos de Angus le espantan inmensamente, solo porque no se los esperaba. Jack baja la mirada hacia el suelo, abochornado por haber sido encontrado de esa manera, el caballo gigante se limita a seguir llamándolo preocupado, completamente consciente de su dolor. Angus alza las patas delanteras, para verse más insistentes, lo que llama la atención de las dos niñas.

Mérida se levanta seguida por Rapunzel.

–¿Angus? –lo llama la princesa, el caballo decide ignorarla–, ¿qué pasa, amigo?

El animal relincha mirando a su dueña para luego señalar con su hocico a Jack, quien, aún avergonzado, no se atreve a bajar.

–¿Está bien? –cuestiona Rapunzel acercándose a la princesa y al caballo, quien empieza a descender su mirada a la par del cuerpo del fantasma.

–No pueden verme ni oírme –dice Jack al notar que Angus luchaba para que Mérida y Rapunzel notarán y consolarán al muchacho–, ¿recuerdas? –pregunta pasando su mano por las cabezas de las dos, mostrándole al potro que su piel traspasaba la de las muchachas–. No hay nada que se pueda hacer –suspira mientras se tira en contra el tronco del árbol detrás de él. Angus, entristecido, también se acuesta en el suelo, reposando su hocico en el regazo de Jack, a lo que el fantasma responde acariciándolo.

Las dos niñas se quedan observando, perplejas, como la cabeza del caballo se mantiene levemente alzada del resto de su cuerpo, como si se apoyará en algo que ellas no veían. Mérida se arrodilla al lado de Jack, sin saberlo, y pasa su mano por debajo de la cabeza de su caballo, no llega a sentir nada.

Un poco de esperanza crece en el corazón de Jack.

–Eso es un espíritu –dice Pequeñín, más borracho que una cuba–, seguro que lleva tiempo a tu lado, princesa –dice, soltando un hipo por cada palabra–, por algo su caballo lo nota y confía tanto en él.

El hombrecito anciano cae rendido por el alcohol en cuanto deja de hablar, bajo la atenta vista de Rapunzel y Mérida.

–¿Un espíritu? –cuestiona la princesa mirando a Rapunzel.

–¡Sí! –exclama Jack emocionado.

Rapunzel se hunde en brazos. –Pequeñín normalmente dice tonterías, pero de vez en cuando suelta alguna cosa útil.

–¡Sí! –vuelve a celebrar con lágrimas de alegría.

–Entonces, ¿tenemos un espíritu siguiéndonos a todas partes?

–Eso parece.

Mérida observa a su caballo. –¿Es bueno? –pregunta hacia el potro, quien asiente con entusiasmo y solemnidad–. De acuerdo, confío en tu juicio Angus, el espíritu puede quedarse.

–¡Sí! –exclama encantado Jack saltando y bailando tontamente.

–¿Qué nombre le ponemos? –cuestiona Rapunzel emocionada, llamando la atención de la princesa y del fantasma.

–¿Cómo…?

–¿Qué nombre es digno de un espíritu? –cuestiona observando el vacío entre el árbol y su caballo, justo donde Jack ya no se encontraba.

–¿Qué te parece Pascal?

–¿Tengo cara de Pascal? Pero ¿qué digo? ¡Si no sabéis que cara tengo!

–¿Por qué Pascal?

–No lo sé, suena correcto y ya está. Además, es un nombre muy lindo, ¿no lo crees?

–¡No soy una mascota! –exclama sacudiendo su cuerpo en un infantil berrinche.

Mérida mira a Angus. –¿Le gusta el nombre de Pascal? –cuestiona con delicadeza, acercándose para acariciar a su corcel. Angus, que era perfectamente consciente de que Jack ya se encontraba de mejor humor, decide permitirse bromear y molestar un poco al pobre fantasma, por lo que asiente con seriedad. Jack grita y lloriquea contra la mentira del caballo mientras que las niñas empiezan a hacerle preguntas acerca del espíritu invisible Pascal.

Jack odiaba ese estúpido nombre, pero, hombre, ahora al menos mantenían un tipo de conversación. Ellas preguntaban cosas sencillas, cosas que se respondían con síes y noes, Jack le decía a Angus su respuesta y el potro la compartía con las muchachitas, quienes, con el paso de los días, le tomaron cariño al espíritu y le presentaron, como pudieron, a los rufianes que las acompañaban.

En un abrir y cerrar de ojos, Jack estaba rodeado de gente que no lo veía, no lo escuchaba y no podía tocarlo, pero que sabía de su existencia, estaba rodeado de gente que intentaba saber todo el tiempo dónde estaba, qué tenía que contar y cómo se sentía. Mérida y Rapunzel sobre todo, las niñas siempre corrían hacia Angus cuando Vladimir quería contarles un cuento, y así compartían esos momentos con Jack, por mucho que nadie lo viera o estuviera seguro del todo que se lo estuviera pasando bien, la cosa es que intentaban mantenerlo en sus actividades, intentaban relacionarse lo mejor posible con él, intentaban integrarlo como fuera a sus vidas y eso, al pequeño niño fantasma que nunca pidió ser resucitado, le llenaba el quieto corazón de una calidez hogareña hermosa, una calidez que nunca había experimentado antes, una calidez a la que, poco a poco, día tras día, detalle tras detalle, se volvió tremendamente adicto. Finalmente, después de casi cinco meses desde que despertó solo, en medio de la oscuridad y el frio, en aquel lago congelado, Jack Frost estaba experimentando las maravillas de una vida social, las maravillas de saber que existen personas que se preocupan por ti, personas que están interesadas en mantenerte a salvo, de mantenerte a su lado…

Mira tú por donde, como una familia.


Al termina su dibujo de la versión marina de su compañero, Tadashi se decide por preguntar una nueva duda que le cruzó por la cabeza.

–¿Duele? –dice señalando a Alberto mientras este se sacude para quitarse el agua de encima, se remueve como un perro mojado, lo que provoca que algunas gotas le caían encima a Tadashi.

–¿El qué? –pregunta sacudiendo ahora su cabello con las manos.

–La transformación, la metamorfosis que haces –Alberto se repite varias veces las palabras complicadas que Tadashi pronuncia, es su manera de aprender más vocabulario del que aprendió con su padre–, ¿no es dolorosa en ninguna forma?

Alberto niega algo confundido. –¿Por qué habría de ser dolorosa?

–Bueno, Alberto, lo tuyo es un cambio completo no solo exterior, sino también interno, es una transformación completa que involucra parte esenciales de tu anatomía. Mientras vamos creciendo y cambiando, los humanos sufrimos algo de dolor, lo más común es en las rodillas, por lo que, un cambio mucho más colosal que la pubertad, supongo, tendrá que implicar aún más dolor.

Alberto se limita a hundirse en hombros.

–Tal vez es que sois unos debiluchos, ustedes los humanos.

Tadashi suelta una risotada mientras Alberto termina de secarse por completo. –Piénsalo bien –insiste, ahora con unos tonos más serios, por lo que Tadashi decide detener sus risas y escucharlo debidamente, tal y como un niño con una buena idea debe ser escuchado–, nosotros podemos adaptarnos mejor a cualquier ambiente, nuestra mandíbula se conforma por colmillos y es superior en cuanto a fuerza. Y, lo más importante, nosotros tenemos la misma capacidad cognitiva que ustedes, cosa que se demuestra por el simple hecho de que tú y yo nos podamos comunicar y filosofar juntos. Cuando tienes en cuenta toda esta información, todos estos datos.

–Te preguntas por qué nosotros, los humanos, somos la raza superior –concluye Tadashi al ver que epifanía de su amigo no le permitía seguir hablando–. Es una gran pregunta, como siempre, Alberto.

Pero el muchacho de piel morena se queda en silencio, observando a otro lado, completamente absorto por su increíble descubrimiento. Tadashi se acomodó en la tierra, dispuesto a esperar lo que hiciera falta para que su amigo pudiera reaccionar y volver a la normalidad. Felizmente, no hizo falta esperar mucho, porque Alberto, luego de un buen rato de observar las gotas que caían de un inmenso árbol, se giró lentamente hacia el mayor y dijo lo siguiente:

–Creo que ya sé cuál es mi obra prima, Tadashi –anuncia solemnemente. El asiático se levanta rápidamente, dispuesto a escucharlo.

–Dime, Alberto, ¿cuál es?

Los ojos verdes del joven brillan con una emoción encantadora. –He de encontrar un lugar, o formarlo yo mismo, un lugar perfecto para monstruos marinos y humanos. Un lugar donde no nos peleemos por quién debería estar en la cima de la cadena alimenticia, sino dónde aceptemos que compartimos puestos semejantes, igual de honrados y dignos –el niño se levanta con los brazos extendidos hacia el cielo–. ¡Un lugar lleno de paz! Un lugar donde se nos renombre a nosotros, los monstruos marinos, porque monstruos no somos, somos seres que necesitan ser reconocidos como semejantes, que para algo somos tan parecidos. Somos seres magníficos, incluso mágicos, que podrían aflorar en civilizaciones humanas, podríamos contribuir de maneras inimaginables… si tan solo nos dieran la oportunidad, demostraríamos que un mundo entre monstruos marinos y humanos puede ser superior a cualquier otro.

Tadashi también se levanta emocionado, completamente dispuesto de apoyar en todo lo que sea necesario a su buen amigo.

–¿Cómo encuentro un lugar así? –pregunta emocionado, Tadashi sonríe con algo de pena.

–Vas a tener que crearlo por ti mismo, Alberto, o ganarte la amistad de algún soberano –dice, pasándole un brazo por los hombros, acercándolo para un medio abrazo–. Gánate el aprecio de algún rey o emperador, el dirigente de cualquier reino. Los que lideran siempre son caprichosos, crean reglas estúpidas que mayormente solo les convienen a ellos, excentricidades que solo ellos comprenden. Si te amistas con algún líder de alguna nación poderosa podrás convencerle de utilizar su poder en algo realmente bueno, podrás convencerle de crear una nación donde monstruos marinos y humanos puedan convivir sin problemas. Si te consigues a alguien considerablemente poderoso, alguien con influencia en otros reinos…

–Otros reinos también aceptarían sus políticas –completa Alberto saltando de emoción.

–¡Y así crear un mundo entero de unión! ¡Un mundo completamente pacifico!

–¡Exacto!

–¡Esa será mi obra prima! ¡No solo mi obra prima! ¡Mi gran legado para mi gente y para todos los reinos existentes! ¿¡Por dónde debería empezar!?

–¡No tengo ni idea! ¡Esa es la aventura!

Alberto y Tadashi se detienen en ese momento, se miran preocupados por unos segundos y luego rompen en sonoras y felices risas.

Menudo desastre tenían esos dos entre manos, pero, eh, era un emocionante desastre que prometía un futuro tranquilo y maravilloso, un futuro de unión entre dos razas que podían favorecerse tanto entre ellas. Y estaba empezando allí mismo, con ellos como pioneros, como los primeros que lo intentaban –seguramente–, empezaba con ellos, con dos chicos que se alejaban de sus hogares por motivos completamente opuestos, con dos chicos que se habían conocido por pura casualidad, dos chicos que, con el paso del tiempo, eligieron formar una amistad firme que parecía ser la prueba absoluta de que humanos y monstruos marinos podían –y tal vez debían– cooperar por un mundo mejor, por un mundo más brillante y avanzado en cualquier ámbito imaginable.

Finalmente habían establecido cual iba a ser su aventura, finalmente sabía qué era lo que tenían que buscar en aquel mundo donde solo se tenían a sí mismos. Finalmente sentían que tenían un propósito en aquel mundo que les había dado la espalda.

Buscar algún importante monarca, ganarse su aprecio, establecer la paz entre las razas. Sí… pan comido para dos jóvenes aventureros y filósofos como ellos.


El plan de escape comenzaba esa noche. Los preparativos estaban hechos, las horas que le quedaban a la señora Andersen en el palacio de la capital de las Islas del Sur eran escasas, la vida de Hans pronto llegaría a su final si no tomaba medidas en contra de la cruel muerte que a las puertas de su cuarto llamaba. Las sonrisas malvadas de sus familiares ya se comenzaban a dibujar, los dedos se tronaban por los nervios de la emoción, las ganas de vengarse pronto serían saciadas. Sed de sangre, instinto natural de víboras… su familia estaría muy feliz torturándolo luego de un mes entero de verlo siendo consentido por su abuela. Tenía que hacer algo, porque para mantenerse con vida en un nido de serpientes tienes que sacar los putos colmillos y el jodido veneno antes de que nadie quiera hacer de ti su almuerzo.

Hans estaba listo para hacerle la mayor peineta de la historia a su horrible familia. Cuando el carruaje de su abuela se perdiera en el horizonte, cuando volteen a verlo, él ya se habría ido a cumplir con la amenaza de siempre: Encontrar un lugar donde lo valoren como se merecía, encontrar un digno lugar que haga que toda su asquerosa familia se pudra de la mortífera envidia. Quería verlos humillados, arrastrándose, rogando por clemencia, y lo conseguiría, porque, definitivamente, allá donde lo valorasen y quisieran no se tomarían muy bien que su propia familia hubieran sido unos completos desgraciados con él.

Venganza, oh, la exquisita venganza, que bien dada la entregaría. La jugarreta de sus amigos equinos había sido solo eso, una jugarreta, no un acto cruel perfectamente elaborado como él tenía en mente. Cualquiera podría decir que un niño de su edad no debería saber cómo planear ese tipo de cosas, pero cuando crías a un pobre muchacho de manera que lo único que tiene claro es que tiene que dudar de todos sus familiares, pues lo único que ganas es que aprenda, rápidamente, a superarlos a todos en todos los ámbitos posibles. Hans sabe que no lo pueden superar, sabe que no se puede dejar pisotear, que se tiene que imponer por encima de aquellos que lo quieran ver hundido en el fango.

Aprenderán, vaya que aprenderán, a jamás volver a tratar a nadie así.

Ya lo sentía por quien terminase siendo el chivo expiatorio una vez se fuera, pero bueno, si él pudo sobrevivir a las maldades de su familia, su sucesor también podría.

Que comience la llegada del karma, la venganza del príncipe Hans de las Islas del Sur.

Mientras se encamina para despedir a su abuela, evitando de cualquier manera posible cruzarse con ningún otro familiar, Hans revisa que todo lo robado esta en su sitio: Las joyas más importantes de su madre están distribuidas en todos sus bolsillos, debajo de algunas piedras bonitas que estuvo recolectando todo el mes con su abuela para que nadie se preguntará por qué demonios sus bolsillos estaban llenos. La carta hacia su abuela estaba en un pequeño bolsillo de su chaleco, junto a una bolsa de cuero donde luego pondría todas las joyas. Mientras sale del palacio mira la entrada de los establos, donde le aguardan dos bolsas, una repleta de comida y fruta, y otra con varios conjuntos de ropas y algunas telas costosas que podría vender muy bien si alguna vez gastaba todas las joyas –lo cual dudaba–. Avanza hacia el carruaje de su abuela mientras acaricia el anillo de su pulgar, un ancho anillo de oro puro con el emblema de su familia, se suponía que debería de ir en la mano de su padre, pero el hombre era tan idiota que robárselo fue extremadamente sencillo, Hans incluso apostaría su título de príncipe a que el pobre desgraciado no había notado que le faltaba.

A la vez que se acerca antes que nadie a besar la arrugada mano de su abuela, tantea con la mano izquierda la espada que le cuelga de una cuerda, no una funda de verdad, porque de esas sí se notarían si faltaran.

Cuando se yergue nota las crueles miradas de sus hermanos mayores inyectándose sobre su cuerpo como los peores venenos de todo el mundo. Espera hasta que el tercero después de él se incline a despedirse, revisa nuevamente la carta que ha dejado en uno de los bolsillos de su abuela y se esfuma sin hacer ruido alguno.

Esa es una de las ventajas de ser el decimo tercero de una larga lista de herederos, cuando te vas, sencillamente el mundo no te nota. Los mayores iban a por él por simple sadismo, no porque él representara realmente algún problema para sus codicias. Por otro lado, sus padres no lo notaban porque sencillamente él no importaba en la línea sucesoria, ¿qué más daba si Hans morían? Quedaban aún doce príncipes completamente útiles para ocupar el puesto de sucesor.

Escaquearse y llegar al establo fue tremendamente fácil, tanto que incluso Hans se sintió algo insultado. Tomó las dos bolsas, abrió todas las puertas de los caballos y se subió a los lomos de Citrón con el corazón bombeando enloquecido. Apuntó al sur, donde lo esperaba un barco lleno de marineros pagados con una de las más pequeñas joyas que de la familia real. Citrón relinchó con emoción y Hans respondió desenvainando la espada.

–¡Corred! –bramó a lo que los caballos respondieron alzando sus patas delanteras–. ¡Hacia la libertad!

La estampida de caballos comenzó, saltando las vallas que separan al palacio del resto del mundo, llevándose por delante plantas y algunos trozos de madera, espantando a todos los transeúntes con los que se topaban, llamando la atención de todo el reino.

La familia real tan solo se entera de lo ocurrido cuando el carruaje de la señora Andersen vuelve a toda velocidad, cuando la madre de la reina señala con obviedad la falta del menor de los príncipes. La familia real solo se da cuentas de que Hans ha escapado para nunca volver cuando lo ven a él y a todos los caballos de la familia real subidos en un barco enorme que se aleja con calma hacia el sur.

Los hermanos maldicen, el padre piden que algo de té –para calmar los humores y eso–, la madre se aguanta la vergüenza y la rabia mientras una abuela furiosa le regaña entre lagrimones.

La señora Andersen lloraba de la impotencia, de la vergüenza y de la rabia. ¿Cómo es que alguien de su porte, alguien de su importancia había criado a una madre tan inútil? ¿Cómo es que no había escuchado con más seriedad las suplicas de su nieto de ir a vivir con ella? ¿Cómo había permitido que el pobrecito partiera por su cuenta a lares desconocidos?

La señora Andersen advirtió con una furia jamás antes contemplada que si no volvía a ver al menor de sus nietos antes de su muerte mandaría a matar a toda la familia real por traición a la patria e impondría a la familia de su hijo mayor como nuevos soberanos. Espantados, todos los miembros de la familia Westergaard mandaron a todos sus marineros y soldados tras el barco en el que partió el menor de ellos.

Hans vitoreaba dentro del barco, celebraba con emoción el poder finalmente haber escapado de su horrible familia. Abrazó a su leal Citrón y se tomó una larga hora para alimentar y acomodar lo mejor posible a todos los potros que lo habían acompañado en su búsqueda de un mejor hogar. Se ocupó de los corceles mientras se analizaba lo mejor posible a toda su tripulación. Esos hombres jamás le serían leales, solo útiles mientras pudiese pagarles con joyas y algo de comida, mucho menos devotos que los animales que le acompañaban. Debería aprender a navegar por su cuenta lo más pronto posible, para poder deshacerse de ellos antes de que se les ocurra llevar a cabo un motín o regresarlo a las Islas del Sur.

Sí, tenía mucho que hacer, pero, mientras tanto, descansaría y gozaría cada minuto de su libertad.

Cierra los ojos luego de ocultar la bolsa de joyas bajo el vientre del caballo más salvaje y fiero que tenía, ese que se tiraría por la borda a cualquiera que se atreviera a buscar por las riquezas del príncipe. Un buen sueño no le vendría nada mal, en solo absoluto.


Hacía frío, demasiado frío. Hans se levanta temblando y con la nariz congelada, los dedos entumecidos y levemente morados, no puede sentir los pies y eso le espantan. Algo toma el cuello de su camisa y tira de él hacia atrás. Por el olor reconoce de inmediato que se trata de uno de sus caballos, por lo que no grita ni pelea. Termina nuevamente recostado, abrazado por la calidez del cuerpo de sus compañeros equinos. Se talla los ojos rápidamente y observa espantado la masacre delante de él.

Lobos, lobos por todas partes, con los hocicos llenos de sangre, masacrando a toda su tripulación. Los gritos y la sangre llenan todo el barco, las ganas de vomitar atacan la garganta del pobre niño, quien llora cuestionándose qué demonios estaba ocurriendo y por qué le estaba ocurriendo. ¿Ere acaso este un mensaje de Dios para decirle que había hecho mal al abandonar su reino?

Las bestias no se detienen hasta que el último de los marineros acaba muerto, es entonces que se fijan en Hans, quien chilla al ver al más grande ellos avanzando hasta él lentamente.

Arión, el más salvaje de los caballos, relincha en contra del lobo, poniéndose entre la bestia y su pequeño príncipe. El lobo de inmediato se detiene, retrocede un poco, con el cuerpo levemente inclinado, y aúlla a la luna menguante.

Es entonces que Hans nota el barco de hielo inmenso que se ha congelado al suyo. Tres cabezas se asoman por uno de los costados, una resbaladera de hielo se crea y las tres figuras bajan rápidamente. Hans retrocede espantado mientras observa a los desconocidos. Arión vuelve a relinchar enfurecido, aún dispuesto a pelear por su príncipe.

–¿¡Quiénes…!?

–¿Estás bien? –lo interrumpe angustiada una de las niñas, una de cabello rojizo atado en dos trenzas–, esos hombres parecían querer hacerte daño, por eso les pedí a ellos –apunta entonces a los lobos de hocicos ensangrentados–, que atacarán, lamento mucho haberte asustado.

Hans observa a la masacre delante de él con la boca abierta y el cuerpo temblando. Tiene mido, tanto que podría ponerse a llorar y a vomitar en ese mismo instante, pero decide no hacerlo. Se recompone lo más rápido posible, porque esa gente es peligrosa y no deberían de ver la debilidad de Hans.

Se pasa una mano desde el mentó hasta el cabello, tirando sus mechones hacia atrás, aguantándose lo mejor posible el miedo.

–No sé navegar –masculla mirando la masacre–, esos hombres eran mi tripulación, mi única forma de no quedar varado para siempre en el mar –les dedica a los tres desconocidos la mejor mirada fría que tiene, esa que se parece demasiado a la de su madre. Ellos reaccionan tal y como Hans quiere, se ven algo asustados y preocupados–. Me debéis una nueva tripulación, estáis en deuda conmigo hasta entonces.

El único varón parpadea confundido. –Eso… ¿eso es lo que te importa de todo esto? –cuestiona incrédulo señalando los cuerpos descuartizados que se encontraban a tan solo unos metros de él, Hans se niega a observarlos, porque sabe que perderá la fuerza en cuanto lo haga.

–¿Qué? ¿Acaso podéis devolverles la vida? Porque si no es así no veo la necesidad de lamentarme sobre lo ocurrido. Estos hombres son solo marineros que contraté, si ellos querían traicionarme y vosotros decidisteis atacarlos por ello no considero necesario lamentarme su muerte. Diferente hubiera sido si hubieseis lastimado a uno de ellos –dice, palmeando el cuello de Arión con una mano y señalando el resto de los caballos con la otra–, no lo habéis hecho, ¿verdad?

La más pequeña niega con la cabeza. –¡Por supuesto que no! Ninguno de tus caballos ha resultado lastimado. Solo atacamos a tu tripulación porque querían hacerte daño.

Hans asiente. –Perfecto, os lo agradezco, pero eso no quita que ahora no tengo manera de seguir mi camino.

Los tres desconocidos se miran entre ellos. La otra muchacha, la que tiene solo una trenza y el cabello blanco, entonces propone.

–¿Quieres venir con nosotros? Podemos llevarte a tu destino.

Hans alza una ceja. –¿Mis corceles pueden acompañarme?

–Claro, mientras toleren a los otros animales –Hans observa a los lobos con recelo–. Ellos no atacarán a menos que así se lo ordenemos… bueno, a menos que Anna lo ordene.

La menor, la que él supone que se llama Anna, asiente efusiva y orgullosamente.

–Mientras ellos no se espanten, todo estará bien.

El "creo" de la mayor no se pronuncia, pero queda muy claro para todos los presentes.

Hans vuelve observar el navío de hielo, completamente carente de cualquier tipo de decoración, sencillo, pero gigantesco, seguramente construido con la idea de viajar lo más pronto posible. Un barco hecho de hielo, ¿o tal vez rodeado con hielo? No podía definirlo, si había madera por debajo como estructura, estaba bajo una capa demasiado gruesa.

–¿Cómo habéis hecho algo como esto? –cuestiona, acercando una de sus manos al barco.

–Es… complicado de explicar –la voz del único muchacho balbucea–. Soy Hiccup, por cierto –Hans vuelve a mirarlo en ese momento–. Estas son Elsa –la mayor se inclina con elegancia, eso confunde un poco a Hans, esas ropas y ese estado le dicen que una muchacha como ella no debería tener buenos modales–, y Anna –la menor se inclina también, con la misma elegancia.

Hans lleva a cabo la reverencia común de la corte de las Islas del Sur y se presenta.

–Mi nombre es Hans, de las Islas del Sur, décimo tercer príncipe de mi reino.

–Ah, otro príncipe, ¿tú también te has escapado? –comenta Hiccup como si fuese lo más común del mundo. Hans entonces frunce el ceño por confusión y observa a las dos muchachas. Analiza mejor sus ropas y nota que, en efecto, son ropajes dignos de la realeza, simplemente que han sido percudidos por el tiempo y lavados no del todo eficientes.

–¿Cuánto tiempo lleváis con esa ropa? –cuestiona, también observando las ropas de Hiccup. Los tres se sonrojan por la pregunta.

–Las limpiamos constantemente, que quede claro –masculla Hiccup mientras desvía la mirada.

–No os critico la higiene, en lo absoluto. Solamente estoy… sorprendido, por vuestra falta de variedad.

Elsa intercede. –No tuvimos tiempo para hacer las maletas, por decirlo de alguna manera.

Ah, conque ellos lo han tenido más complicado.

Hans asiente con solemnidad. –Traigo conmigo solo ropas masculinas, ¿os incomodaría eso, sus majestades? –pregunta, inclinándose frente a las princesas.

–Por favor no nos llames así –escucha murmurar a la mayor.

–No, nos importa en lo absoluto –responde casi al mismo tiempo la mayor.

El príncipe entonces se fija en el otro muchacho, notando que, en altura, lo supera un poco. –Mis ropajes también os servirían, permitidme ofreceros también un conjunto.

Hiccup, a diferencia de las hermanas, parece pensárselo un poco más, hasta que se hunde en hombros y agradece el ofrecimiento del príncipe.

–¿Por qué has huido tú, Hans? –pregunta Anna mientras ayuda a subir a los caballos al barco de hielo, el cual, sorprendentemente, no es tan frío una vez estás en él.

–Mi familia no valoraba en lo absoluto mi persona, sus tratos eran imperdonables, por eso decidí buscar un buen hogar por mi cuenta –responde elegantemente, mientras acaricia a una de las yeguas que tenía problemas para subir–. Busco un buen lugar para mis corceles y para mí.

–Les tienes mucho cariño, por lo que veo.

–Son mis únicos amigos. Más leales que ninguno otro humano que haya conocido antes. Más leales que esos incompetentes –gruñe lo último señalando con la cabeza a los cadáveres de los traidores marineros–. ¿Cómo podéis estar tan tranquila? Quiero decir, acabáis de mandar a vuestros lobos a asesinar a toda una tripulación.

–Ellos querían hacerte daño, te protegí. Hice lo correcto, lo que había que hacer.

La firmeza de Anna lo deja impactado, lo deja también un poco nervioso y entristecido, porque nadie jamás había mostrado tanto interés en su salud o bienestar. Mientras ambos ayudan al último de los caballos a subir, Hans hace algo a lo que no estaba acostumbrado: sonreír con honestidad, sin ninguna malicia, sin ninguna segunda intención.

–Gracias, Anna, por salvarme la vida de forma tan desinteresada.

Ella le sonríe mientras le extiende una mano para ayudarle a subir. –No te preocupes, allí estaré cuando lo necesites. Como una unión entre herederos que se escapaban de sus reinos, ¿qué te parece?

–Me encantaría –responde tomando su mano y comenzando a avanzar con su ayuda.

Una vez ambos se encuentran dentro del barco, Hans observa a todos sus corceles apiñados en una esquina del barco, a los otros muchachos intentando tranquilizarlos y a una nueva criatura que con solo su presencia espanta de muerte a Hans.

–Anna…

–¿Sí?

–¿Tanto os costaba mencionar a la bestia esa? –cuestiona señalando al monstruo de negras escamas.

–¡Eh! Tiene nombre y es Chimuelo. Además, es inofensivo, como mi manada.

–Los lobos son depredadores, Anna, se les llama así por un motivo. Y tiene pinta de que ese bicho también sería denominado depredador.

–Inofensivos dije.

–Pero…

–¡Inofensivos!


.

.

.

¿Sabíais que en verdad si se puede escribir el 4 en número romanos como IIII? Lo aprendí hace poco en mi clase de Latín?

Ya hay tres grupos formados, seguramente haya un par de capítulos más hasta que todo el grupo se forme, veremos las relaciones de los niños, sobre todo el trato entre las niñas y los rufianes –es que me gusta mucho poner a los rufianes como padres, no puedo evitarlo–. Todavía estoy dudando si debería de mantener a Kristoff y Anna juntos o ponerla con Hans... es difícil de decidir.

Tengo pensando en hacer que Hans se encariñe mucho con las hermanas, no al punto romántico –al menos no con Elsa–, pero sí que lo tomen como un nuevo hermano. Tendremos también algunos choques entre la mentalidad aristocrática y cristiana de Hans con la de Hiccup, pero no será nada grave... creo.