La cruzada de la última DunBroch.
Capítulo V.
El temita de regalar sus ropas a las princesas de ese reino norteño fue algo que Hans no se había pensado muy bien del todo. Lo había hecho por completo desinterés, sencillamente porque era lo correcto, porque ningún caballero de su calibre y honor permitiría que damas de ese estatus se pasearán por más tiempo con vestidos en ese estado; incluso, encantado consigo mismo, se aplaudió muda y privadamente el ser tan generoso y amable con realeza extranjera y con un simple muchacho barbárico y pagano. No había llegado a pensar en ningún momento que las ropas que él usaba, pantalones y camisas, por mucho que valieran perfectamente para los delgados cuerpos de esas princesas, no eran ropajes dignos de ellas. Sí, eran buenas y caras telas, sí, las costuras y las decoraciones eran dignas de ser encuadradas y presentadas como grandes obras de arte, pero ¿era acaso correcto que unas princesas vistieran prendas que delinearan casi a la perfección las curvas de sus cuerpos? No, por supuesto que no, sin embargo, por culpa suya, aquello estaba sucediendo.
Lo que más le afectaba de ello no eran las vistas que obtenía de aquel garrafal error, porque él era un príncipe, la epítome de un perfecto caballero, y ellas eran damas que habían confiado sus honras y sus vidas en él, verlas con ojos lujuriosos sería no solo era un insulto a su orgullo sino también a la confianza de ellas. Lo que en verdad le ponía de los nervios eran las formas de aquel vikingo que los acompañaba. Él las abrazaba, les acariciaba las cabelleras, les tomaba de las manos y las observaba caminar con esos ropajes ajustados, sin tan siquiera alterarse. Hans no era capaz de tomarse esas libertades, la sola idea de mirar por demasiado tiempo a las muchachas era una completa locura ¡ni hablar de atreverse a tocarlas! Era sencillamente inamisible, no podía hacerlo, no era lo adecuado, ¿pero ese vikingo? Se la pasaba todo el tiempo embobado observando fijamente a la mayor de las hermanas, tal vez sus tratos con la menor fueron puramente cariñosos, casi fraternales, pero el amor romántico y los deseos carnales que sentía por la mayor de las princesas se notaba en cada mirada y en cada sonrisa que le dedicaba, eran señales tan descaradas que incluso llegó a preguntarse si acaso esos dos en verdad ya tenían una extraña relación no oficial, pero por los sonrojos y las sonrisillas nerviosas que se dedicaban cada vez que se encontraban mirándose el uno al otro dejaban ver que una pareja como tal no eran.
Acostumbrarse a las maneras de esos tres era sencillamente complicadísimo, porque el vikingo y las princesas habían ideado una forma de combinar sus costumbres y creencias de tal forma que parecían vivir en una nueva cultura completamente antagónica pero increíblemente similar a todas las demás existentes, no es que ellas siguieran sus formas y él siguiera las suyas propias, no, las habían combinado, habían eliminado lo que no les gustaba y se habían aferrado con uñas y dientes a lo que les agradaba. Era algo completamente nuevo, daba miedo por ser tan desconocido, pero, como el llamado melodioso de una sirena atraía con dulzura. Hans no quería formar parte de ello, no quería arriesgarse a lo innovador, no quería dejar atrás aquello en lo que creía, pero quería aprender, por curiosidad y porque era consciente de que el conocimiento era poder, lo mejor era saberlo todo acerca de esos tres para mantenerse con vida en un barco que es suyo, ocupado por bestias que son suyas.
Porque Hans seguía aterrorizado por esos animales, seguía reacio a creer que realmente alguien estaría dispuesto a ayudarle sin miramientos ni limites, y los tres norteños notaban aquel constante temor de Hans, veían su desconfianza. La manera en la que, cada dos por tres, revisaba todas sus posesiones, la manera en la que siempre guardaba un bolsa de cuero bajo el vientre de un feroz caballo, la manera en la que se negaba a dormir o alejarse demasiado de sus compañeros equinos, la insistencia que tenía por revisar él mismo toda la comida que consumían, incluso si se trataba de aquella que él había traído. Hans desconfiaba de manera exagerada de Hiccup, Elsa y Anna –de Anna tal vez un poco menos, pero no mucho–, desconfiaba de la unión que ellos ya habían formado muchos meses atrás, desconfiaba de las habilidades que esos tres mostraban. ¿Cómo podía ser abierto e inofensivo frente a un vikingo rebelde que entrenó a un dragón? ¿o frente a una muchacha con magia de hielo por nacimiento? ¿o frente a una niña que, sabría Dios cómo, lograba hechizar sin problema alguno a todo tipo de canino que se le acercaba? Hans no tenía mucho más que un una cantidad considerable de caballos que lo seguían fielmente allá dónde él fuera, pero aquellos potros no eran depredadores, ni animales salvajes, eran nobles corceles entrenados mucho antes de que él supiera valerse por sí mismo, corceles que estaban de su lado solo porque se habían encariñado con el niño, Hans no era un ser mágico, no era un gran domador ni entrenador, Hans solo era un humano, un niño pequeño, un niño que había aprendido a lo largo de toda su vida que todo el mundo, sin importar que tan amable se viera, te podría meter una puñalada en la espalda para su beneficio o por puro divertimento.
Por mucho que los jóvenes norteños lo intentaran, no lograban tranquilizar la constante desconfianza de Hans, bueno, ellos realmente no sabían ni cómo lidiar con sus propios dilemas, tratar los de otro niño, que además eran completamente diferentes, era todo un mundo mucho más complejo y confuso que el mundo complejo y confuso que ya conocían.
Pero lograban interactuar sin problema, no había peleas a pesar de que existían desacuerdos por las costumbres y formas de ver la vida y actuar, convivían felizmente, podrían charlar amenamente, hacer bromas, compartir un poco de sus problemas, pero había una gigantesca barrera entre ellos, barrera de diferentes tipos que Hans había colocado entre él y los tres. La diferencia de culturas se notaba entre Hiccup y el príncipe, entre Elsa y Hans existía la diferencia de "especies", el príncipe sabía que Elsa no era tan humana como parecía a simple vista, no creía que fuera un monstruo, como la había escuchado murmurar mientras sufría de pesadillas, era algo mucho más digno, elegante y poderoso que eso, pero humana no era, era imposible que fuera humana; la diferencia de personalidades se llevó a cabo entre el muchacho y Anna, ella, como la manada que la había adoptado, era una muchacha algo salvaje y bastante violenta, no le daba pena asesinar a quienes se lo merecían, no le costaba lastimar a aquellos que lastimaban a sus seres queridos, no tenía misericordia, atacaba por delante, era una depredadora; Hans, al igual que su familia y los animales que le acompañaban, era un animal domesticado y bien entrenado para la realeza, Hans estaba amaestrado no solo para cumplir su papel, sino también para defenderlo, él era un noble corcel que, por las necesidades de su ambiente, había desarrollado colmillos venenosos para defenderse.
Y esto último no se había notado mucho hasta aquel día que desembarcaron en un puerto abandonado de Dinamarca con la intención de comprar todas las carnes que llegarán a necesitar –recurso que ya se estaba agotando en el barco de hielo, por lo que buscaron, con los animales ocultos lo mejor posible, algún puerto que no se viera muy concurrido, encontrar uno en particular con ni una sola persona paseando por allí fue todo un milagro que aprovecharon rápidamente.
–Desembarquemos a todos los animales –propuso Hiccup mientras Elsa creaba una soga y una escalera de hielo para descender–, para que puedan estirarse y pisar otra cosa que no sea hielo.
Hans en ese momento observó a Anna. –¿Sabrás reconocer a tu manada cuando volvamos? –preguntó con algo de preocupación, a lo que Anna solo sonrío con seguridad.
–¿Sabrás tú reconocer a tus corceles?
–Pues claro –respondió apresurado.
–Pues eso mismo –dijo tomándole de la muñeca para empezar a arrastrarle–, venga vamos, hay que buscar un buen lugar para ocultar a Chimuelo.
–¿No deberíamos esconderlos a todos? ¿No se preguntaría la gente porque hay tantos caballos y lobos en un mismo lugar?
Mientras Hans se resguarda rápidamente las joyas que robó a su familia, responde con simpleza a la pregunta de Elsa. –La gente no tiene motivo para extrañarse ni espantarse demasiado por lobos o caballos, pero creo que uno que otro sufrirá de un infarto si ven a un dragón enorme y peligroso.
–¡Chimuelo no es peligroso! –espetó con falsa indignación Hiccup mientras, lloriqueando como un cochorro regañado, la Furia Nocturna se colocaba detrás de su jinete–, es grande y terrorífico, pero no lastimaría ni a una mosca.
Es cierto que una dulce mariposa se colocó tranquilamente en el hocico de la bestia en ese momento, pero es igual de cierto el hecho de que sus filosos colmillos brillaban como la guadaña pulida de la muerte, que sus ojos verdes eran como dos puntos del gas más venenoso y tóxico de todo la tierra, y que sus duras escamas negras te arrastraban hasta las imaginaciones de las negras fauces de la mayor de las bestias. Chimuelo era inofensivo, pero solo porque así lo quería, porque cuando a ese gigante se le ocurriera usar esas enormes garras para otra cosa que pillar peces el mundo entero vería su final.
Hans tragó pesadamente saliva mientras observaba a la grandiosa criatura.
–Sí, por supuesto, lo que tú digas Hiccup.
El vikingo, completamente satisfecho, acomodó la cola protética de su dragón –esa que fabricó cuando Elsa señaló que, algún día, Chimuelo necesitaría volar por su cuenta– para facilitar el vuelo independiente y le recordó que, en cuanto escuchara los aullidos de los lobos y los relinchos de los caballos tenía que volver a el punto donde estaban en ese momento. Hans le tendió unas tres manzanas a cada caballo y los invitó a pasear tanto como quisieran, evitando, eso sí, zonas habitadas por humanos; les recordó como debían de avisar al dragón para que volviera y repitió el llamado que él tenía para poder encontrarlos. Anna, por otro lado, se limitó a pedirle a uno de los lobos beta que se mantuviera al tanto que todos los caballos de Hans estuvieran sanos y salvos en todo momento.
Y fue así, luego de colocar algunas telas en las caderas de las muchachas para que nadie saltará escandalizado al verlas, que los cuatro jóvenes escandinavos partieron haciendo la zona mercantil del norte de Dinamarca.
–¿Tenemos suficiente dinero? –cuestionó Anna mientras iba agarrada a la mano derecha de Elsa. Hans entonces sacó un pequeño pendiente de oro puro con una incrustación de una esmeralda.
–Más que suficiente –aseguró con una sonrisilla presumida para luego ponerse a jugar con el pendiente, tirándolo al aire y atrapándolo rápidamente–, con este podríamos comprarnos todo un puesto de carnes si quisiéramos.
–¿No es muy poco? –cuestionó Hiccup antes de que volviera a lanzarlo.
–¡Bah! Esto es mucho más de lo que ninguno de estos hombres podrá recopilar en toda su vida. Utilice algo mucho más pequeño que esto para convencer a esos marineros y conseguir que me dieran su barco.
–Estuvieron a punto de matarte –sentenció Anna.
–Porque sabían que guardaba a un más joyas, un simple robo violento debido a que creían que se merecían un mejor pago. Muy salvaje, si me lo preguntáis.
–A ti todo te parece "muy salvaje" –sentenció Hiccup cruzándose y alzando una ceja.
–Eso no es… –el príncipe se frenó ante la firme mirada del vikingo–, de acuerdo, puede que sea un poco cierto. Pero en esta situación tengo razón, y eso, ustedes, no me lo podéis negar.
Elsa suspira rendida para luego dedicarle una sonrisilla al príncipe sureño. –Tienes razón, esos hombres eran realmente salvajes y violentos, ¿cómo es que si quiera llegaste a contratarlos a ellos?
–No tenía demasiadas opciones, en realidad, fueron lo que aceptaron un menor pago, quienes prometieron estar preparados, aceptar a mi caballería y no contarle nada a mi familia.
Elsa se limita a asentir comprensiva, recordándose que, por más que Hiccup hubiese estado preparado para abrirse a las pocas semanas de haberse conocido, Hans seguía cerrado dentro de su guarida de secretos y que lo más sano es dejarlo ahí hasta que quisiera abrir las puertas para los demás.
Los cuatro jóvenes escandinavos siguen caminando casi en completo silencio, ninguno se detiene a charlar, ninguno se detiene a compartir pensamientos ni a señalar en voz alta aquellas partes del escenario que le llaman la atención. No, no se escucha palabra alguna, pero el ruidillo melodioso que Anna produce con su tarareo lleva calma y comodidad a sus acompañantes. Se trata de la canción de cuna de su madre, reconoce Elsa con una sonrisa melancólica que le ayuda a disimular sus violentas ganas de llorar. A Hiccup la melodía le parece extremadamente tranquila y lenta, como casi todo lo relacionado a las mujeres cristianas, se imagina que, seguramente, aquella canción que se está tarareando va de algo así como flores, abrazos y el correcto comportamiento de señoritas de alta cuna; no puede evitar pensar que, definitivamente, en Berk jamás se escucharía algo remotamente similar. No, en Berk las canciones eran sobre qué tan vikingo eras, sobre la fuerte y poderosa mujer que te esperaba en casa, sobre las geniales peleas que ganabas, sobre cómo pensabas conquistar a la chica de tu sueños, sobre que tanto habías matado y que tan raro lo habías hecho. Hans, por otro lado, reconoce de inmediato que aquella canción no es otra cosa que una canción de cuna, de esas que ni sirvientas de su palacio ni su madre le cataban cuando tenía miedo de niño por culpa de las crueles bromas de sus hermanos mayores, esas de las que solo se enteró el año pasado, cuando, ocupada por sus deberes en el hogar, su abuela mandó a una mucama a arroparlo y cantarle un poco, y al noche siguiente acudió ella misma disculpándose por haber mandado a una mujer que no fuera de la familia, Hans, en aquella noche, solo fingió que estaba indignado para que su abuela se quedará más tiempo con él, para que le mostrará un poco más de atención y cariño.
Se detienen solo al divisar la entrada este del puerto mercader al que han llegado. Cada uno deja salir un poco de su nerviosismo de diferentes formas. Anna se pasa constantemente la lengua por los dientes y los labios, Hiccup tamborilea sus dedos en sus piernas, Elsa cruje sus dedos y muñecas y Hans rasca varias partes de su rostro cada pocos segundos. Los niños se adentran al bullicio de aquel paramo de ventas y productos exóticos… y de olor a pescado, un fuerte olor a pescado que llegó a sus fosas nasales como un puñetazo en la cara, incluso Anna llegó a lagrimear un poco. Rápidamente, todos ellos se acercaron al primer puesto que vendía tanto carne de pescado como de vaca y cerdo. Acordaron rápidamente con veloces miradas que sería Hans quien hablara, porque Hiccup tenía un acento muy nórdico que, a pesar de sus nuevas ropas, gritaba "vikingo", Anna era muy joven para si quiera distinguir la carne de pescado a la de una vaca y Elsa tenía tal expresión de "niña de la alta monarquía que no sabe ni vestirse sola" que seguramente nadie estaría dispuesto a escucharla.
Así que Hans, con ese porte de príncipe que provocó que algunas niñas que acompañaban a sus padres voltearan a verlo fijamente, se acercó a un hombre enorme y gran barba, pero nula cabellera.
–Saludos, amable señor, ¿sería usted tan amable de mostrarme sus mejores cortes de todas las carnes que tenga? –adornó esa pregunta con una sonrisilla que hizo que más de una pequeña suspirará encantada. El hombretón, burlándose con la mirada de aquellos vendedores que rabiaban por el comportamiento de sus hijas, empezó a acercar sus mejores carnes al jovencito.
–Son estas, muchacho, espero que entiendas que son terriblemente caras –dijo añadiéndole algo de rudeza a sus últimas palabras, el muchacho podría vestir con finas telas, pero la apariencia de sus acompañantes y la falta de algún adulto le hizo dudar si el niño tenía forma de pagarle.
El muchacho analizó por unos largos segundos la carne que le fue mostrada, hizo rápidas señas y prontamente sus jóvenes acompañantes comenzaron a imitarle. Una muchachita encantadora de ojitos azules y cabello blanco como la nieve, tan delicadita y preciosa que atrajo can facilidad a todos los hijos de mercaderes, le alzó una ceja y lo miró por unos silenciosos segundos solo para después susurrar algo en el oído del muchacho que parecía liderar aquella marcha de jóvenes sin adultos.
–Mi compañera pregunta si estas son en verdad vuestras mejores carnes, pide que no se reserve nada porque crea que no podremos pagarlo.
El hombre abre los ojos, ofendido. –¿Cómo dices? –gruñe mirando a la niña albina, el otro joven, ese que parece mayor y tiene una expresión más salvaje, rápidamente toma a la chica y la oculta detrás de sí mientras reta al hombre con la mirada–. Son mis mejores cortes, si no os gustan os deseo buena suerte encontrando otro puesto de carne vacuna a varios kilómetros de aquí.
El muchachito educado le alza una ceja y lo mira como si fuera estúpido.
–Solo era un pregunta, señor, no hace falta que perdáis tan ridículamente los estribos.
El hombre gruñe asqueado, apoya una mano en la madera del estante y alza la otra en dirección al mocoso. –Largaros, niñatos, antes de que os enseñé educación a base de buenas ostias –las niñas, para disfrute del hombretón, se ocultan tras el mayor de los muchachos, el otro le dedica una asquerosa sonrisa burlesca.
–Vaya, que lamentable espectáculo, realmente patético. ¿Tanto le lastima admitir que no tiene la inteligencia suficiente como para cortar correctamente a un animal muerto? –el joven habla mientras aprieta dos dedos contra uno de los trozos de carne de cerde que él les había mostrado, la sangre chorrea de manera asquerosa hasta la tierra bajo sus pies. El hombre gruñe como una bestia amenazante, pero Hans es muy bueno disimulando la incertidumbre además de haber aprendido hace mucho a no tenerle miedo a los hombres violentos, por eso sigue sonriendo.
Incluso cuando el hombre mueve su brazo para abofetearlo, sonríe porque ya no le teme a la violencia del humano, porque sabe lo ridículo que es un adulto que permite que un crío lo enloquezca de esa manera, porque, conoce la forma perfecta para hacer que ese tipo de patéticos cobardes lamenten todas sus decisiones. Hans toma el brazo del hombre para clavar con toda su fuerza las uñas en la velluda piel del hombre, saca rápidamente el pendiente que tenía para pagar y lo apunta directamente a una vena sobresaliente en la muñeca del hombre, quien ha perdido el equilibrio y ahora está desparramado sobre su producto, con toda la ropa llenándose de sangre de animal muerto y sangre fresca saliendo de su cuerpo, allí donde el niño apretaba sus uñas.
–Que terrible comportamiento, inexcusable –murmura Hans mientras niega lastimosamente con la cabeza–, ¿veis esto, idiota? –la crueldad de su tono hace que sus acompañantes tiemblen y que el hombre gruña–, este hermoso pendiente pudo haber sido tu pago, pero has sido lo suficientemente estúpido como para enojarte por una simple e inofensiva pregunta.
El hombre observa la joya y se dedica a maldecir su explosivo comportamiento. Aquello era puro, era evidente, no solo era oro puro, sino que tenía una preciosa gema reluciente incrustada bellamente en ella. La cantidad de palabrotas en las que pensó hubiera espantado a miles de pequeñas damitas. Lo peor es que los críos había tenido razón, eso era pago más que suficiente.
–Danos tus mejores cortes, los verdaderamente mejores y tal vez, solo tal vez, te entregué este precioso pendiente, ¿de acuerdo?
Aguantándose las ganas de darle una buena paliza a ese niñato, el enorme hombre asiente, Hans se limita a soltarlo de inmediato y dar unos pasos hacia atrás, todavía con una sonrisa, ahora va de oreja a oreja, ahora muestra los dientes.
El carnicero que todos en el norte del reino de Dinamarca conocían, Alf Olsen, juraría por su esposa y sus hijos que, en aquel momento, vio colmillos en la dentadura de ese maldito niño aristócrata y unos brillos oscuros y rojizos en los ojos verdosos de aquel muchachito.
Así que, aterrado, el señor Olsen rápidamente mostró sus mejores carnes, recibió emocionado la magnífica joya y observó cómo, contentísimo el muchacho tenebroso tomaba las carnes y caminaba animado por donde había llegado mientras sus acompañantes lo observaban fascinados, aterrados y gravemente confundidos, pero en ninguno momento dejaron de seguirlo.
Cuando ya estuvieron bastante alejados del puerto, Hans finalmente se giró a verlos, con una ceja alza y una mirada divertida. –¿Qué os pasa?
–No, no es nada… solo que aquello fue un poco –Hiccup rascó su nuca intenta buscar la palabra correcta–, intenso –concluyó, solo levemente satisfecho.
Hans parpadeó confundido para luego observar a las hermanas, quienes confirmaban su acuerdo con el vikingo a través de sus incómodas y desviadas miradas. –Entonces, asesinar y devorar hombres al lado de un crío es completamente normal y era lo que se tenía que hacer, pero clavarle las uñas a un idiota e insultarle un poco es pasarse de la raya.
–Bueno, cuando lo pones así… –empieza a murmurar Anna sonrojándose por la vergüenza.
–Es solo que… por un momento dejaste de parecer un niño –Elsa parece ser la única que tiene claro qué era aquello que les había aterrado del comportamiento de Hans–. No me malentiendas, Anna también asusta cuando no titubea al mandar a su manada, pero, aun así, queda algo de infantilidad en ella.
–¡Oye!
Elsa la ignora. –Hiccup y Chimuelo dan mucho miedo cuando se disponen a atacar de verdad, pero hay algo en ellos que te recuerda que son solo un niño y un joven dragón –la princesa toma un poco de aire antes de continuar–. Tú luces como un adulto, parece que sabes completamente qué estás haciendo, parece que conoces todas las consecuencias y ninguna de ellas te afecta… eso es lo que da miedo.
Hans se queda pensando en lo que Elsa le dice y, con la cabeza baja y muerto de miedo, se da cuenta de que, muy seguramente, la princesa tiene razón. Después de todo, solo está imitando las acciones de sus hermanos mayores y de su madre, en eso se basa su método de supervivencia, en imitar sus crímenes y pecados, mejorarlos, convertirlos en una versión aún más cruel y sádica, así sobrevivía él, así había aprendido, no conocía ninguna otra forma de mantenerse sano y salvo.
En otro contexto, en otra vida, en un entorno más sano y correcto, cualquier otro niño no hubiera tenido tamaña epifanía por notar que se parecía a los adultos que conocía, no hubiera significado absolutamente nada malo, es más, llenaría de orgullo al niño en cuestión. Pero este no era otro contexto, esto no era un entorno sano y correcto y estos no eran cualquier otros niños, eran niños que habían aprendido a sus tutores legales, eran niños que habían aprendido que la maldad se encontraba en aquellos que tenían más edad, eran niños que habían aprendido que la altura, la fuerza y la experiencia te volvían en un idiota cruel y descorazonado, eran niños que habían aprendido a temer a los adultos, niños que sabían que aquellos de mayor edad eran los verdaderos enemigos.
Hans no puede hacer más que apretar los labios hasta dejarlos blancos, no puedo hacer más que apretar los puños con fuerza, no puede hacer mucho más que sentirse tremendamente avergonzado de sí mismo. Él odiaba a su familia, odiaba sus formas y sus tratos, siempre se decía a sí mismo que solo los imitaba porque no había ninguna otra forma de sobrevivir en el palacio de las Islas del Sur, pero, ahora, tan lejos de todos ellos, ¿qué excusa tenía entonces para seguir llevando a cabo ese repulsivo comportamiento?
–Lo… lo siento –es lo único que logra decir luego de unos segundos de completo e incómodo silencio–, de verdad lo siento… es solo la costumbre de cómo solían ser las cosas en mi casa.
Hiccup, conmovido por ver primera vez a Hans dejar salir algo de su pasado y sus dolores, avanza hasta el príncipe y le rodea suavemente los hombros con un brazo y lo aprieta contra su cuerpo, Hans se retuerce intentando apagar su miedo, ese miedo que tiene alguien al recibir afecto físico luego de años de solo recibir maltrato. Hans se guarda el temblor del cuerpo solo porque sabe que Hiccup no tiene intención alguna de lastimarle. Porque Hiccup no ha hecho más que cuidarle desde que llegó a ese barco, porque Hiccup, a pesar de ser más salvaje, no ha hecho otra cosa que ser cuidadoso con él y sus inseguridades, porque Hiccup no ha hecho otra cosa que respetarle y escucharle con atención, no ha hecho otra cosa que tenerle en cuenta para las decisiones importantes, no ha hecho otra cosa que valorarle, no ha hecho otra cosa que diferenciarse por completo de los hermanos de Hans, sin embargo, a pesar de haber mostrado con acciones que jamás lo lastimaría de forma voluntaria ni intencionada, el pobre príncipe traumatizado no puede evitar temblar por el contacto físico, no puede evitar rememorar los malos tratos, no puede evitar poner todo su cuerpo a la defensiva. Sencillamente no puede.
El vikingo lo nota y decide suavizar su agarre mientras comienzan a caminar de regreso a dónde se quedaron sus animales de compañía, quiere darle a entender a Hans que, para lo que sea que necesite, tiene todo el apoyo de los tres. Pero también quería darle su espacio, quería dejarlo estar entre sus muros de seguridad todo el tiempo que necesitara, hasta que pudiera salir por sí mismo hasta que dejara ver un poco de todo lo que allí escondía.
Esa madrugada, cuando ya estaban de regreso a la comodidad de su barco de hielo, rodeados de sus caballos, lobos y su imponente dragón, cuando Anna y Elsa dormían profundamente, aferradas la una a la otra, arropadas por el calor de los pelajes lobunos, ignorantes de lo que sucedía, Hans se sentó entre sus caballos y observó a Hiccup, quien seguía despierto, creando más ojeras bajo sus verdes ojos.
–No quiero ser como ellos –le murmura Hans, con las manos temblándole y los caballos observándole con gran pena–, no quiero ser como aquellos que me lastimaron –por primera vez, y gracias a esas lágrimas que le empaparon la cara, Hans parecía el niño de doce años que era, y eso destrozó el corazón de Hiccup–, no quiero ser como mi familia.
Hiccup se levantó con cuidado y avanzó en silencio hacia el pobre príncipe. Una vez a su lado, se recostó a su lado y le jalo cuidadosamente para que hiciera lo mismo y le abrazó como nunca nadie había abrazado a ninguno de los dos niños. Porque eran niños y algún día serían hombres, porque los hombres no necesitaban abrazos.
–Sé cómo se siente –le dice mientras le aprieta con cariño–, yo tampoco quiero ser como aquellos que me hicieron daño, pero no puedo evitar que lo que aprendí de ellos. Solo tienes que ser paciente –murmuró el concejo acariciando los rojizos mechones del niño–, tomar nuevas costumbres, quedarte con lo que consideres bueno, olvidar lo malo, recordar siempre qué es lo que estás evitando… sé que cualquiera te diría que no guardes rencor, que es malo para ti… pero tienes derecho a estar enojado y frustrado con quienes te hicieron daño todo el tiempo que quieras, sobre todo si nunca llegaron a mostrarte arrepentimiento alguno. El odio es un sentimiento negativo, la ira y el rencor también, pero son naturales y no hay nada de malo en convivir con ellos el tiempo que necesites, lo mismo con la soledad y el recelo. Guárdate las cosas que necesites guardarte, Hans, pero jamás pienses, ni por un segundo, que no tienes aquí a tres personas más que dispuestas a escuchar todo lo que tengas que decir, tres personas que te comprenden, tres personas que han pasado por cosas muy similares, tres personas que, aunque sean un desastre con patas y muchos animales salvajes siguiéndoles, solo quieren ayudarte, solo porque es lo correcto, solo porque no queremos que nadie más sufra lo que nosotros hemos sufrido.
El niño se limitó a aferrarse al abrazo del vikingo, pensando en las palabras dulces que pronunciaba, pensando en la ironía que suponía el hecho de que sus hermanos, nobles y cristianos príncipes, jamás le habían enseñado una misericordia ni aprecio que tan siquiera pudiese rozar la comprensión y amabilidad que un vikingo –un bárbaro pagano, a fin de cuentas– que tan solo lo conocía por unas cuantas semanas le había ofrecido en el preciso momento que él las necesitaba.
Hans se limitó a callar todas esas voces en su cabeza que le recordaban de ningún hombre debería permitirse aquel tipo de intimidad con otro hombre, las ignoró porque reconocía el cariño simplemente fraternal y la empatía que aquella caricia desprendía… y porque, qué demonios, nunca le habían abrazado de esa manera y quería disfrutar al máximo aquella nueva y maravillosa experiencia.
Pagano y cristiano conocieron aquella noche las maravillas de salir del estandarte masculino que sus culturas les habían inculcado nada más la matrona que los ayudó a nacer anunció su género. Conocieron la maravilla que significa olvidar la masculinidad y afrontar el hecho de que, oh, sorpresa, como seres humanos que eran necesitaban atención y buenos tratos.
Tadashi se convirtió en un criminal un jueves de finales de año, cuando tomó el hacha que le ofrecían y, en lugar de asesinar al demonio espantoso –como lo habían llamado toda esa sarta de adultos espantados y crueles– dejó ciegos, o sencillamente sin ojos, a todos los hombres que le rodeaban, partió las cuerdas que ataban a la criatura, le tomó de la muñeca y salió corriendo.
–¡Nota mental, Alberto! –gritó mientras corrían y apartaba a la gente con movimientos bruscos del hacha que estaba robando–. ¡Desde ahora buscaremos lugares más seguros para dormir! ¡No más dormir en la intemperie porque puede llover!
–¡Tadashi! –lloriqueaba Alberto–, ¡pensaba que me iban a matar!
–¿Cómo te van a matar, hombre, si yo estoy contigo?
–¡Me asustaste cuando cogiste el hacha! –seguía llorando el niño, sintiéndose ahogar en el ataque de pánico que comenzaba a sufrir.
Cuando ya estaban saliendo del pueblo, Tadashi tiró el arma a un lado y tironeó del brazo de Alberto para que se acercara más.
–No digas tonterías, Alberto –le regaña firme y algo dolido, mirándolo fijamente a los llorosos ojos–, yo jamás te lastimaría, eres mi mejor amigo, todo lo que tengo ahora mismo y todo lo que tendré en un largo tiempo. Que me parta un rayo y que arda en todos los infiernos posibles si alguna vez te lastimo.
Alberto entonces se abalanzó contra el cuerpo de Tadashi para apretarlo en un lloroso y necesitado abrazo. Ambos cayeron lamentablemente al suelo, la espalda del asiático golpeó el suelo pastoso y las manos de Alberto se rasparon contra la tierra y las pequeñas piedritas que ahí había. El menor lloró con todas sus fuerzas mientras el mayor intentaba recobrar el aliento que había perdido por el golpe. A los pocos segundos, Tadashi parece poder calmar el susto que pasó por la persecución y el leve dolor punzante que atormentaba su nuca, por lo que decide responder al abrazo de la pobre criatura marina, decide acariciarle el cabello y la espalda, da unas cuantas palmaditas y tararea con los labios cerrados una canción tranquila, con la esperanza de que eso logre calmar a su pobre amigo traumatizado que, a pesar de que él le había prometido que no sería así, acababa de volver a pasar por el trauma de huir de un pueblo entero para salvar el pellejo.
Tadashi suspira plácidamente mientras siente como Alberto se relaja entre sus brazos, para luego aguantarse un gruñido al escuchar el primer trueno resuena en todo el cielo, el cual rompe en una lluvia lastimera que los empapa rápidamente.
–¿Es muy tarde para buscar un lugar para resguardarse en ese pueblo? –pregunta con algo de vergüenza mientras Tadashi cierra los ojos para impedir que gotas de lluvia le cayeran en los ojos.
–Es muy tarde, mi querido Alberto.
–¿Tendremos que volver a dormir en una cueva? –el asiático nota cierta vergüenza en las palabras del monstruo marino.
–Sí, tendremos que volver a hacerlo, mi querido Alberto –asiente Tadashi formando una sonrisa ladina en su rostro.
–¿Podemos quedarnos un ratito más así?
–Me puede dar una pulmonía –bromea dejando escapar unas risillas–, mi querido Alberto, así que solo un poco más, apenas unos segundos, ¿de acuerdo?
Alberto asiente lentamente, aun arrollado por la vergüenza que sentía. –De acuerdo, Tadashi.
Alberto sonríe contra el pecho de Tadashi, encantado por la seguridad y el cariño que este le entregaba, aferrándose a la calidez que la lluvia poco a poco estaba eliminando, añorando la idea de qué hubiera ocurrido si Tadashi fuera un monstruo marino, si lo hubiese tenido al lado como un verdadero hermano mayor, si hubiese estado siempre en su vida, protegiéndolo, guiándolo, aconsejándolo. Todo hubiera sido muchísimo mejor, sin duda alguna, pero lo actual también era bueno, por lo que, realmente, no se lamentaba nada.
Durmieron en una cueva, porque volver a despertar en medio de lluvia convertido en un monstruo marino no era opción y porque el próximo pueblo estaba sencillamente muy lejos. Tadashi maldecía el hecho de seguir subiendo y subiendo hacia el norte, eso solo provocaba que cada día se enfrentarán al problema de la lluvia, pero, y no tenía ni la más reverenda idea de por qué, había algo en su científica cabeza que le aseguraba como total seguridad de que en el norte estaban todas las respuestas a sus dudas.
Aquella noche, mientras Alberto soñaba con su obra prima hecha realidad en un inmenso reino que ocupaba cada día más y más terreno europeo –también soñaba con un precioso muchacho pecoso de cabello castaño y de ojos marrones, pero esas dudas con respecto a su sexualidad se las respondería otro día–, Tadashi soñó con osos, con flechas y arcos, con unas cataratas teñidas de rojo por el atardecer y con unos ojos azules que brillaban con la seguridad digna de una reina. Y, a la par que soñaba, Tadashi se sintió como nunca antes se había sentido en toda su vida: completo.
Y se sintió tan vacío al despertar que casi estuvo a punto de romperse a llorar por la falta de esos preciosos ojos azules. Le faltaban esos ojos en su vida, necesitaba esos ojos en su vida. Encontrar esos ojos, esa mirada y ese brillo sería su obra prima, lo tenía claro. Su cabeza volvió a decirle que en el norte la encontraría, así que le hizo caso –que para algo era listo, porque su cabeza tenía buenas ideas– y calmó sus ansias de sollozar con la idea de que, si seguía caminando la encontraría.
Tenía que encontrarla, debía encontrarla, se volvería loco sino llegaba a encontrarla algún día, verdaderamente loco y esa idea, por mucho que toda la vida había oído hablar de científicos locos, realmente no le parecía que quedase muy bien con él y la responsabilidad que se había autoimpuesto como cuidador del pobre, desamparado y joven Alberto.
Angus le dio un golpe en la cara a Jack con su cola, dado a que estaba inclinado hacia adelante, con las piernas flexionadas y apoyándose en sus propias rodillas, el espíritu perdió rápidamente el equilibrio, cayendo de cara contra el suelo, comiéndose una que otra hierbita. Se levantó de un salto tan brusco que terminó elevándose varios centímetros sobre el suelo, escupiendo fuertemente el tierra y hierbajos que se le habían metido en la boca.
Angus relincha acusatoriamente, Jack solo se cruza de brazos.
–¿Qué te pasa, caballo loco?
Angus vuelve a relinchar enojado.
Las mejillas de Jack, a pesar de la falta de pulso y, por lo tanto, de sangre en circulación, se tiñeron de rojo en ese momento.
Vale, tenía que admitirlo, quedarse toda la noche observando fijamente como las muchachitas dormían casi abrazas era… raro y perturbador, sobre todo porque no hacía absolutamente nada en todo ese tiempo, solo las veía dormir, respirar con tranquilidad, removerse levemente, reacomodarse cada tanto, babear un poco cuando llegaban a separar los labios. No era justo que se le juzgara, él era un espíritu, no necesitaba dormir, además, solo estaba mirándolas dormir, solo estaba velando su tranquilidad nocturna, solo era eso.
Porque necesitaba verlas, para asegurarse que ellas y la extraña relación que habían formado era completamente verdadera y no se esfumaría de la noche a la mañana. Tenía que mantenerse a su lado toda la noche, solo para confirmar que, en cuanto despertaran, ellas le preguntarían el caballo dónde estaba ese amigable espíritu mal llamado Pascal y cómo estaba.
Pero, finalmente, Jack no hace mucho más que suspirar rendido y sentarse bruscamente en el suelo para luego dejar caer su tronco y tumbarse mirando el vasto cielo nublado.
–Hoy no se ven las estrellas, Angus –murmura mientras el caballo se recuesta a su lado, con un tono que vacila por la melancolía eterna de su alma eterna–, ni la luna, la dichosa luna.
El animal solo relincha con simpleza.
Unas lagrimillas sin sentimiento ni motivo, de esas que parecían producidas por un mundano bostezo, conocen su nacimiento en los ojos azules de Jack y concluyen su vida en el interior de las orejas del niño fantasma. Jack se ha pasado tanto tiempo llorando que parece ser que su cuerpo muerto tan solo se ha acostumbrado a la acción y la lleva a cabo cuando ni siquiera hay un verdadero motivo. Jack Frost está cansado de llorar, no lo sabe, pero se debe en gran parte porque la poca esencia que quedaba de Jackson Overland siempre había odiado aquella acción, porque desde que su padre había fallecido había asumido el puesto de hombre del hogar y se había prohibido fervientemente mostrarse débil frente a su querida madre o su adorada hermana menor. Jackson Overland y Jack Frost eran personas completamente diferentes, Jack solo quería jugar y que le vieran, Jackson solo entretenía a los niños de su pueblo por un momento para luego volver a su verdadera labor, la labor de traer comida a la mesa. Jack era risueño, pero cuando se rompía a llorar se rompía de verdad, tanto que le dolía todo el cuerpo, a pesar de estar muerto, se rompía tanto y tantas veces que su cuerpo ya se había acostumbrado, Jackson se guardaba el dolor dentro porque ¿quién coño necesita el dolor y el desahogo cuando tienes que trabajar quince horas diarias? Jackson no lloraba, por lo que Jack, siendo el fantasma de ese niño que murió con el dolor de saber que dejaba solas a las únicas mujeres que había tenido el tiempo y las fuerzas para querer, tenía que llorar todo lo que Jackson no había llorado.
Jack no lo sabía, pero Jackson sí. Mérida tenía la personalidad de su madre, tan elegante y firme en sus decisiones, con ese dolor en su mirada brillante que, una vez que lo contemplabas, no podías dejar de verlo, su madre y Mérida sufrían, y Jack no lo sabía, pero Jackson sí, pero ahora era turno del fantasma de dejar de lloriquear, ser un hombre y quitarle todo el peso posible de los hombros de la princesa. Rapunzel, por otro lado –nuevamente esto solo lo notaba Jackson–, se parecía muchísimo a la pobre Emma, la niña encantadora y llena de vida que, segundos después de creer haber llegado al final de su vida, tuvo que ver como su hermano se zambullía para siempre en las garras de la terrorífica muerte, tal y como su padre lo había hecho a penas tres años atrás. Rapunzel, al igual que Mérida, Emma y la madre de Jackson, se guardaba un gran dolor en su interior, un dolor que, de vez en cuando, dejaba que se escapara entre las risillas y los bellos momentos de calma y alegría, de vez en cuando soltaba la tristeza, cuando sentía que estaba cerca del cansancio y la asfixia, y hasta que ese momento llegaba, ella solo disfrutaba de la felicidad de estar viva.
Mérida y Rapunzel sufrían y se parecían a las mujeres que Jackson había perdido, fue por ello por lo que, en la poca influencia que aún tenía en su amnésica y fantasmal versión, le seguía recordando día y noche a Jack que tenía que cuidarlas a como dé lugar.
Por eso, aún con el poco que control que le quedaba como esencia de ese fantasmal y muerto cuerpo, Jackson hizo que Jack pegará un salto cuando el crujir de unas ramas a tan solo unos metros de donde dormían las muchachas. Jack levanta su cayado de manera amenazante, por mucho que Jackson quiera buscar algo punzante o usar directamente los puños.
Lo baja de inmediato con una tonta risa cuando se da cuenta de que solo se trata de un conejito que seguramente se ha desviado demasiado –porque Jack ha investigado y no hay cerca ninguna madriguera de conejos–. El conejo avanza dando saltitos hasta quedar a unos cortos metros de las bellas durmientes, a una distancia incluso menor de Jack. El fantasma se enternece al sentirse abrumado por la tristeza que emana del pobre conejillo perdido.
Perdido, sin familia, sin ninguna buena idea de cómo volver a su normalidad.
Como él, justo como él.
Lo toma con extrema delicadeza y, colocándose a la derecha de Mérida, se recuesta abrazando al animal que, sabrá Dios por qué, decide que a su lado está seguro.
Menudo susto que se pegaron las chicas cuando, al despertar, vieron a un conejito dormido flotando.
Angus tuvo grandes dificultades para explicar que aquel conejo acababa de ser adoptado hace unas horas, en medio de la madrugada, por el espíritu que se mantenía todo el tiempo al lado de las jovencitas. Pero al final, tanto como la princesa, la niña de cabellos mágico y las varias decenas de rufianes se terminaron enterando de por qué diantres había siempre un conejito flotante cerca de ellos. Luego de unos días después de la adopción, Rapunzel, mientras trenzaba una corona de flores para Mérida y está decoraba su arco con runas y los símbolos de su casa real, decidió hacerle unas preguntas al caballo.
–¿Pascal está aquí? –preguntó mientras veía al conejito dormido en el suelo
–Jack, me llamo Jack, diles que me llamo Jack –masculló mientras seguía acariciando a su peludo amigo de negro pelaje. Pero, con un relincho burlesco, el caballo se limitó a asentir.
–Ah, genial –dice la niña de rubios cabellos mientras añade una nueva flor a la corona–, Oye Pascal –le llama mirando en dirección del conejo, unos centímetros más arriba, la niña no lo nota, pero ha atinado justo donde estaban los ojos del espíritu. Jack nunca se había llegado a sentir más unido a nadie–, ¿le has puesto un nombre ya a tu amiguito?
Frunciendo el ceño por la confusión, Jack observó entonces a Angus. –¿Tengo que ponerle un nombre? ¿Por qué tengo que ponerle un nombre?
El caballo resopla y se limita a negar mientras observa a Rapunzel.
–¿No le has puesto un nombre? Pues tienes que hacerlo, ¿quieres que te ayudemos?
Jack asiente emocionado, pero la felicidad se le va de inmediato mientras Angus asiente en dirección de la niña, quien da pequeños saltitos en su sentado. El espíritu toma con delicadeza al animalito y lo aprieta contra su pequeño cuando se da cuenta de que, en verdad, tiene muchas ideas de cómo le gustaría llamar a su nuevo amigo, y podría comunicarlas a través del hielo que, hace pocas semanas, había aprendido a darle forma, pero había un enorme problema, un enorme obstáculo en su única oportunidad para comunicarse correctamente con las chicas que tanto quería. Jack no sabía escribir porque Jackson jamás había aprendido.
El fantasma solo aprieta con más fuerza a su conejito mientras alza los ojos para observar a la luna mañanera. Le vuelve a rogar que le diga cómo librarse de la maldición que significa la soledad eterna, pero la luna, cruel y despiadada como solo ella puede serlo, se mantiene en su absoluto silencio, haciéndole dudar al pobre niño muerto, nuevamente, si todas esas veces tan solo se había imaginado las respuestas de la luna. Y a la par que Jack Frost volvía a sentir ganas de llorar, Jackson Overland tomaba todo el aire posible y le recordaba al fantasma que tenía que dejarse de lloriqueos de una buena vez.
Las dos niñas propusieron y propusieron nombres para el pequeño conejito sin parar, se anotaban los nombres que parecían los mejores en un cuadernillo que habían pedido a uno de los rufianes hace unos minutos, los repasaban constantemente para saber si la opinión había cambiado. Sin darse cuenta, porque se referían al animal como "conejito", los tres niños llegaron a un punto en el que los nombres femeninos estuvieron por completo descartados, se centraron en traducciones de adjetivos en diferentes idiomas, algunos nuevos, otros muy antiguos y algunos que conocían más que por la palabra que proponían, propusieron nombres de dioses paganos y de antiguos reyes y soberanos, hasta que, cayendo en cuenta de su graso error, Mérida, con permiso de Jack, tomó al conejo en brazos y lo alzó al nivel de su rostro.
–¡Ah! –expresó aguantándose las risas–, pero si eres hembra –anunció jugueteando con la coneja–. Y nosotros aquí proponiendo nombres masculinos, espero puedas perdonar nuestra estupidez, pequeña conejita.
–¡Nix! –exclamó con palmaditas Rapunzel mientras Mérida tendía a la conejita a dónde, suponía la princesa, seguía sentado el espíritu Pascal.
–¿Cómo la diosa griega de la noche? ¿Por qué?
–Bueno es un nombre corto, sencillo y por su pelaje –explica a la par que deja la tiara de rosas amarillas ya terminada sobre la cabeza de Mérida, quien se queda encantada toqueteando levemente cada detalle del regalo. Rapunzel avanza hasta dónde se encuentra Jack sosteniendo a su dulce mascotita, extiende la mano para colocarla entre las orejitas del animal, quien recibe encantada las nuevas caricias–. ¿Te gusta el nombre, Pascal?
Nervioso por la manera en la que los dedos de Rapunzel rozaban con cierto chispazo sus pálidos dígitos, como si estuvieran a punto de tocarse de verdad, pero con una barrera que los separaba, el fantasma se limitó a asentir con una sonrisa encantadora y con una lentitud considerable. El caballo imitó su acción con mucho menos significado y emoción, pero eso no impidió que el lazo empático que los tres niños estaban comenzando a construir les indicará a las dos muchachitas que era lo que sentía el niño muerto.
Así que, luego de encontrar una florecilla blanca y dejársela apoyada sobre la oreja izquierda, los tres niños aceptaron a la adorable Nix como la nueva miembro de su equipo para la cruzada de la última DunBroch.
Quien diría que ese nuevo fichaje, pocos días después de su tierno nombramiento, los llevaría a inmediatos problemas y enfrentamientos inesperados que, tarde o temprano, los conducirían hasta nuevas alianzas, alianzas inesperadas, alianzas que jamás se comprenderían del todo fuera de los parámetros de sus terrenos.
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Madre mía, me ha costado volver a publicar, ¿eh?
Me encantaría tener una excelente excusa, como las típicas que te encuentras en vídeos de TikTok o recopilaciones de Twitter de notas de AO3 dónde las autoras en verdad la pasan canutas para volver a escribir sobre su fanfic... yo me fui de crucero por el Mediterráneo. Muy random lo sé, pero esa es mi excusa.
Me ha gustado mucho remarcar en este capítulo como los chicos también necesitan llorar, abrazarse y dejar salir todo su dolor. Tadashi lo tiene aprendido mientras que los demás tienen que ir aceptando esa parte de ellos mismos poco a poco. La dualidad entre Jack y Jackson será algo que se seguirá tocando a lo largo de toda la historia, o eso creo, porque no sé si llegará un punto en el que –al igual que en la película– Jack recupere la memoria. Os advierto, de antemano, que si eso llegara a pasar esta historia ya no trataría con Jack, sino con Jackson.
