La cruzada de la última DunBroch.
Capítulo VII.
Jackson estaba muy amargado, quería detener todo lo que Jack hacía, sin embargo, a causa de la poca influencia que tenía sobre el cuerpo fantasmal, no podía hacer más que gruñir, ofenderse con todo el universo y cruzarse de brazos. Jack tenía cosas que hacer y parecía que el único que parecía acordarse de esas cosas importantísimas era Jackson. Jack tenía que entrenar para librar las guerras de su reina, tenía que vigilar incansablemente que la felicidad de Rapunzel siguiera al máximo, tenía que, en pocas palabras, facilitar todo lo posible las vidas de sus chicas, no podía perder el tiempo con charlas y juegos tontos con esa niña de hielo rarísima que no suplantaba ni a su hermana menor ni a su madre ni a nadie. Jackson reconocía que Elsa era alguien completamente nuevo a la que no le podía ceder ni un solo pedazo de su corazón ni tiempo porque, sencillamente, ya estaba todo lleno ¡Pero es que Jack no le escuchaba! Él seguía haciendo el tonto con la otra chica con magia de hielo –como si no hiciera ya bastante frío y no hubiese bastante con una persona que congelara todo a su paso, pensaba enfurruñado Jackson–, seguía ahí, como un vago, recostado en la hierba fresca, arrancando las plantas o jugueteando con copos de nieve que uno creaba y el otro decoraba, hablando de cualquier cosa con esa chica ¡Que irresponsable! Debería estar todo el día pendiente de su amiga y de su reina, comprobando que todo estuviera bien para ellas, no preguntándole cuál es su color favorito a esa rarita que creaba copos de nieve con sus dedos. Que más daba que esa chiquilla estuviese desarrollando autoestima y amor propio por primera vez en tantísimos años, ¡había cosas más importantes! Deberes que tenía que cumplir como fiel seguidor y sirviente de aquella futura soberana.
Por ejemplo, el molesto vikingo estaba allí, a unos pocos metros, tocándole las narices a su reina, pero, obviamente, Jack no tenía ni idea porque se divertía mucho con las charlas amenas y los jugueteos tontos con nieve que llevaba a cabo con la otra chica de hielo. Jackson no lo sabía, pero a Hiccup también le molestaba de sobremanera que Jack pasara mucho tiempo con Elsa, la diferencia eran los motivos: Jackson creía que Jack tenías muchas cosas que hacer, Hiccup no quería a ningún idiota demasiado cerca de su princesa cristiana, ya lo sentía por el solitario fantasma, esa princesa era suya, que él se buscara otra –aunque, bueno, él ya tenía otra. Hiccup se preguntaba por qué ese niño de cabello blanco no podía conformarse simplemente con la niñata inglesa–. Otra cosa que Jackson no sabía es que molestar a la reina de Jack era la manera de Hiccup para intentar que el fantasma se hiciera a un lado y le dejara al vikingo recuperar su perfecto sitio junto a Elsa, ese sitio que, según el vikingo, sencillamente se lo merece como el derecho más básico para vivir.
Había sido sumamente sencillo comenzar a molestar a la niña inglesa, a Hiccup le bastaba con su presencia para que Mérida estuviera de morros, aferrada a Rapunzel o a los padres de esta –Hiccup había llegado a escuchar de niños con dos padres y una madre, o de dos madre y un padre. ¿Pero más de cincuenta padres para una sola cría? Eso había sido raro–, y con ganas de clavarle una flecha entre ceja y ceja. Pero el vikingo quería explotar mucho más la paciencia y calma de la futura reina. Por lo que, en el momento en el que se sentó bajo un árbol a seguir decorando su arco, Hiccup caminó sonriente, se sentó a su lado y, simplemente, la miro.
Ella le respondió de inmediato con una mirada asesina, sabiendo perfectamente que no pretendía decir ni preguntar nada, sabiendo perfectamente que solo estaba tocándole las narices. En otras circunstancias, le había clavado una flecha en el corazón y hubiera terminado con la molestia, pero ese maldito vikingo era el muchacho predilecto de la norteña mágica, su protegido y su gran amor –ninguno de los dos disimulaba en lo absoluto– no podía tocarlo… y él lo sabía perfectamente.
–Déjame tranquila, Haddock –gruñó mientras él estiraba un dedo hacia ella–. No me toques.
–No te estoy tocando –respondió con una sonrisa burlona que le viajaba de oreja a oreja.
Ella bufó molesta y se movió varios centímetros lejos del estúpido vikingo, él se limitó a alargar más el brazo. –¡Deja de tocarme!
El muchacho se carcajeó en su cara. –¡No te estoy tocando! –dijo, estirando más su brazo, haciendo que Mérida se retorciera sobre sí misma.
–¡Estás tocándome!
–El aire es libre.
La princesa bufó molesta y, cruzándose de brazos y haciendo morros, espetó la siguiente duda:
–Oye, si estás tan desesperado por ser el centro del mundo de la chica mágica, ¿por qué no vas allá y le pides que te preste algo de atención? Porque a mí ya me estás tocando las narices de sobre manera, y no tengo por qué aguantarte ni he elegido aguantarte, ella, por otro lado y por un motivo que no entiendo ni entenderé jamás, sí.
Hiccup retiró rápidamente el brazo, apretó los labios y se sonrojó hasta parecer un tomate sonrojado, hasta ese punto.
–¡No estoy desesperado! –aulló apretando los puños con rabia.
Mérida alzó una ceja. –Eres la exacta definición de "desesperación", mi querido y molesto vikingo.
Con sorna, olvidando su vergüenza casi por arte de magia, Hiccup alzó una ceja mientras se mostraba sonriente. –¿Querido? –repitió degustando cada letra. Mérida le pegó en la cabeza con su arco. Él se mordió el labio inferior para no soltar chillidos ni gritos. Esa madera sí que era dura, o, si no era así, Mérida, para ser solo una estúpida princesa inglesa, tenía mucha fuerza, demasiada fuerza, si se lo preguntaban al pobre vikingo adolorido.
–Retiro lo de "querido", ha sido una mera costumbre de la que pronto, por causa tuya, me desharé en cuanto pueda.
–Vaya –ronroneó con una sonrisa muy, muy molesta–, cuanta importancia me das, niñita inglesa, tanto como para dejar de usar cierto vocabulario solo por mí. Incluso me sentiría alagado si no fuera porque se tratase de ti.
Mérida se preparó para volver a atizarle con el arco, Hiccup se preparó para aguantarse otra serenata de quejidos –porque primero muerto que dejarle a esa maldita inglesa notar su poca resistencia al dolor–. Sin embargo, en el momento perfecto como siempre, Pequeñín, tropezando con sus propios pies y con una sonrisa tonta de oreja a oreja producida por las cantidades desorbitantes de alcohol que había consumido, eructó para luego mirarlos fijamente y decir lo siguiente, ignorando por completo que los niños le veían asqueados por su falta de camisa que cubriera su pálido y fofo pecho lleno de canas y vello rizado.
–¡Qué lindos que sois! –habló con la voz en un tono tan elevado que todo el mundo se giró para verlos, encontrando en su campo de visión a Mérida con el brazo elevado para brindarle un buen golpe en la cabeza a Hiccup y a este con las manos en la cabeza hechas puños para no lastimarse ningún dedo ni la cabeza–. ¡Me recordáis a mi señora y a mí cuando recién comenzábamos nuestro amor! –canturreó muy contento y melancólico entre eructos–. ¡Ay, Gregoria! ¡Que ostias me dabas con cualquier cosa de madera que se te cruzara por el camino cuando te tocaba demasiado los ovarios!
Y dejando a los niños con unas caras de espanto dignas de los escultores griegos más dramáticos, provocando las carcajadas estridentes en el resto de rufianes, y siendo levemente deprimido por la repentina melancolía que le provocaba el recuerdo de su difunta mujer, Pequeñín caminó perezosamente sin tener muy claro hacia donde iba, mientras Rapunzel se tapaba la boca con las manos para detener sus risitas, Hans alzaba una ceja confundido, Anna preguntaba que había acababa de pasar –porque en algún momento su manada había llamado su atención y solo se enteró de los lamentos del viudo–, Jack rascaba su cabeza y preguntaba quién era Gregoria, qué eran ovarios y por qué estaba mal tocarlos, mientras todo eso pasaba, con la cara enrojecida por la indignación y los celos, Elsa se levantó bruscamente, dejando aún más confundido al pobre niño fantasma y con la pregunta en la boca, se acercó a base de zancadas hasta los contrincantes de una larga historia de guerras y batallas, tomó a Hiccup de una mano y caminó en silencio hacia otro lado llevándose al vikingo casi a rastras.
Mérida seguía cuestionándose qué carajos había llegado a ocurrir hace unos segundos, Rapunzel se acercaba para lanzarle un par de pullitas, Hans le contaba qué había ocurrido a Anna, quien hacia todo lo posible para contenerse las carcajadas, mientras que Jack, rufián por rufián, preguntaba quién era Gregoria, qué eran los ovarios y por qué no había que tocarlos mucho a menos que quisieras una paliza a base de hostias con algún objeto hecho de madera.
El vikingo solo sonreía encantado mientras entrelazaba las manos con Elsa y se daba palmaditas en la espalda por haber llegado a la finalidad de su plan. Vale que lo de Pequeñín había sido inesperado, embarazoso, desconcertante y asqueroso –¿él? ¿interesado en una inglesa? ¡Que asco!–, pero había servido a la perfección para que Elsa, por cuenta propia, dejara de prestar atención a Jack y fuera directamente hacia él, quien aceptaba el afecto y los celos de la princesa con una sonrisa de bobo enamorado que le surcaba de oreja a oreja.
Caminaron lejos de todos hasta que Hiccup, decidiendo que lo mejor era calma ya las cosas. Se detuvo lentamente, dando un apretón en la mano que sostenía, moviéndola un poco para que esos ojos azules como el precioso cielo despejado lo miraran fijamente. El vikingo acomodó sus manos entrelazadas, tomó la muñeca desocupada de la princesa, quien ahora miraba el suelo, como si el pasto y la tierra fueran terriblemente interesantes, mientras el sonrojo se le extendía hasta las orejas. El muchachos se inclinó lentamente y declaró su amor con un dulce beso en la mejilla. Elsa respondió apretando las manos de Hiccup mientras se acercaba para reposar su cabeza en uno de los hombros del muchacho. El vikingo se limitó a suspirar encantado y a rodear la cintura de Elsa con sus brazos, para apretarla contra su cuerpo todo lo posible.
–Sí… definitivamente lo más maravilloso que los dioses pudieron haber creado –sentenció mientras le daba un beso detrás de la oreja y acariciaba con delicadeza su espalda, haciéndola temblar gustosamente.
Y Elsa solo sonríe contra la piel pecosa del vikingo, porque, después de haber escuchado ese mismo alago salir de los labios del vikingo cuatro veces, había comprendido que esa era la forma que Hiccup utilizaba para decirle que la quería, para decirle que la amaba, de decirle que ese chispazo tan hermoso que había sentido cuando le vio también lo había sentido él.
Así que Elsa, como la damita enamorada hasta la medula que era, se limitó a alejarse un poco, tomar las manos de Hiccup y dejar ahí otra figurilla de hielo, esta vez de un nuevo tipo de dragón, uno de esos que hacía unos días Hiccup le había dibujado. Aquella era su forma de decirle que sí, que ella también le quería y que, evidentemente, siempre le escuchaba y recordaba lo que le contaba.
Con los otros muchachos, Rapunzel ya había dejado de reírse de Mérida, solo porque eran Anna y Hans quien ahora soltaban bromas pesadas con respecto al comentario del sujeto enano, a pesar de que los príncipes defendía a capa, espada y colmillos de lobo la relación que esos dos mantenían y se frustraban como locos cuando alguien insinuaba la más mínima contradicción contra esa pareja, sabían perfectamente que no tenían nada que preocuparse con respecto a la idea de la princesa inglesa robándole Hiccup a Elsa, ambos se odiaban demasiado como para siquiera desarrollar cualquier tipo de relación además del soportarse. Mientras tanto, Jack escuchaba la vigésimo tercera historia acerca de quién era Gregoria, pero todavía nadie le decía qué eran los ovarios, y eso era frustrante, porque quería saberlo para evitar tocarlos y así ahorrarse todas las palizas posibles de alguna mujer furiosa con algo de madera que tuviera en el camino.
Atizar con un libro bien gordo que habían sacado de la inmensa biblioteca del castillo encantado a una, objetivamente pero no subjetivamente, bellísima hechicera que se dejaba llevar mucho por su superioridad moral era, sin duda alguna, lo último que Tadashi pensó que llegaría a pasar cuando, luego de escuchar hablar a varias gentes y leer los letreros de madera, confirmó que él y su querido amigo Alberto había llegado a los terrenos francos.
Vale, cuando lo pones así suena rarísimo, pero tiene su explicación completamente lógica y razonable.
Podría decir que todo comenzó cuando conoció a esa chica de lisa melena castaña y enormes y perfilados ojos marrones, apenas un mes antes de atizar por cinco minutos seguidos –sin tomarse tiempo ni para respirar como Dios manda– a una mujer con vestido lleno de purpurina y con una varita ridícula en mano. Pero, en verdad, todo había ocurrido y comenzado exactamente cuatro años y once meses atrás, en un precioso castillo del ostentoso reino francés, cuando un joven príncipe cristiano, ahora completamente olvidado y transformado en contra de su voluntad, tenía tan solo diez años de edad, dejado atrás por un padre ausente y huérfano y destrozado por la pérdida de su amada madre.
El príncipe Adam de Francia, el monarca olvidado por la magia de una cruel hechicera. Un precioso niño de hermosos ojos azules y una suave melena castaña cobriza que apenas había visto con sus ojos diez primaveras, un niño asustado, enseñado a esperar lo peor de aquellos que le rodean, un simple niño al que se le ofreció solo una rosa y se le castigó injustamente.
Hay que ser muy cabrón en esta vida para ofenderte tanto porque un crío de diez años, futuro rey y olvidado por sus padres no quisiera darte refugio a cambio de una jodida rosa. Hay que ser muy, pero que muy cabrón.
Y eso Tadashi lo tenía clarísimo, sobre todo cuando Adam, el, ahora, pobre niño de catorce años con una autoestima de mierda, un pánico social de la hostia y unas ganas de vivir que cegaban por su ausencia, se escondía entre las sombras y juraba que se había merecido ese desproporcionado castigo por haberse dejado llevar por las apariencias y no haber tenido la suficiente empatía. Alberto y Tadashi pensaban, sin embargo, que ese pensamiento era una soberana porquería. Adam no había abierto la puerta no porque fuera un desgraciado sin perdón de Dios –que vale, que los niños a veces podían ser muy crueles, pero no es como si Adam hubiese matado a alguien por puro divertimento–, sino porque, simple y llanamente, era el maldito crio más importante de toda la aristocracia francesa –ya sabéis, de ese reino que se pega de hostias constantemente con España e Inglaterra para ver quien controla todo el mundo conocido– y, la lógica, las enseñanzas dignas de su estatus y el sentido de supervivencia le habían dicho que ni caridad ni leches, ese mujer podría matarlo, secuestrarlo, o, peor aún, abusar de él de las maneras más asquerosas y brutales. No porque fuese fea de narices, que lo era y hay que admitir que la belleza nos inclina a un lado u otro de la balanza, sino porque era una desconocida que había salido de la nada en plena noche y con una cara de pocos amigos que echaba para atrás hasta al más valiente soldado.
Adam se había burlado de ella, es cierto, pero, por Dios, que era un crío, los críos tienen este detallito de ser muy honestos y muy toca narices cuando están asustados o escandalizados. Si decides trasmutar el cuerpo de un niño porque te ha dicho dos o tres cosas sobre una apariencia falsa que tú has decidido tener… nena, revísate el autoestima.
Hechizarlo para transformarlo de forma dolorosa –porque esa metamorfosis le dolió a Adam como si le estuvieran torturando, lo que pasa cuando haces que a un crío le salgan cuernos, colmillos, garras, deformas todo su estructura ósea y un montón de hostias más– en contra de su voluntad y en medio del shock, transformar en objetos a sus sirvientes que nada tenían que ver con su comportamiento, alterar todo su castillo para que diese miedo –porque no te bastaba con el aspecto físico de las personas, claro que no, tenías que convertir aquello en un parámetro imposible de habitar– y borrarle de la memoria de todos los que sabían de él… habían sido decisiones que sencillamente eran extremistas y nunca llegarían al punto que se tenía planeado, sobre todo si le pones una condición más que anormal para librarse de todo ello: conseguir que alguien se enamore de él.
Porque, obviamente, la mejor manera de enseñarle algo de humildad y body-positivity a un monarca de la Edad Media era joderle la autoestima, convertirlo en un maldito monstruo sin precedentes, cambio por completo el cuerpo con el que se sentía a gusto y a salvo –ríete tú de la disforia de género–, darle "regalitos" para que pueda ver el mundo y las experiencias que se está perdiendo, arruinarle por completo las capacidades empáticas y sociales –que, sobra mencionar, son fundamentales para un príncipe– e insinuarle que, por su apariencia, nadie jamás sería capaz de amarlo, a pesar de que le estás diciendo que su manera de volver a la normalidad era, que sorpresa, haciendo que lo amarán… Adam ya había sufrido demasiada violencia intrafamiliar para creer que nunca lo amarían, transformarlo en la "Bestia" solo empeoraba el problema.
Aquello no era una enseñanza de humildad, no era un castigo que se convertiría en una simple y magnífica moraleja, no… eso era cruel tortura, maltrato infantil, una reprimenda desmedida que solo traía falsas esperanzas de volver a la normalidad, falsas esperanzas de volver al cuerpo que le pertenecía, falsas esperanzas de poder volver a tener contacto humano.
Pero bueno, volvamos un poco atrás, que nos estamos dejando llevar por el análisis de los comportamientos de esta desgraciada hechicera maltrata príncipes-pequeños.
Es cierto que Tadashi había aporreado a un ser mágico con el libro más contundente que había llegado a pillar de la inmensa biblioteca del príncipe Adam por cinco minutos luego de que ella se negara a quitarle la maldición que había puesto sobre él, es cierto que, una vez Tadashi llegó a satisfacer sus ansias de reprimenda y venganza, Alberto tomó delicadamente el libro de las manos de su amigo y le dio un solo golpe contundente en uno de los hombros de la hechicera para, con sumo cuidado y calma, luego cederle el mismo a libro –ahora aboyado por ser la posible futura arma homicida de ese crimen contra la hechicera– a Bella, quien, apretando los labios y roja de la ira, le dio de hostias con el tomo a la hechicera por el doble de tiempo que Tadashi, a pesar de que la mujer había roto a llorar suplicando ser perdonada, a pesar de que Adam ya había vuelto a ser el muchacho guapísimo que era antes y ahora observaba espantando y conmovido como esos chicos rarísimos que había conocido apenas hace una semana le daban soberana paliza a la mujer que le arruinó la vida.
Todo eso había ocurrido, es cierto.
Pero, oigan, había una muy buena razón para todo aquello, razón que ahora os contaré.
Dejados claros tanto los acontecimientos finales de esta particular aventura como el inicio de toda esta situación extrañísima, contemos, entonces, lo ocurrido hace un mes: el encuentro entre Bella, Tadashi y Alberto.
Había sido una mañana extremadamente normal en el pequeño pueblo de Bella, una mañana normal, tranquila, común, hogareña y extremadamente aburrida en todos los sentidos posibles. Todo era siempre igual en aquel pequeño pueblo en el que Bella había nacido y crecido, siempre igual, sin cambio alguno. Con tan solo doce años, Bella ya necesitaba desesperadamente de un cambio abrupto y emocionante que mejorase para siempre su pueblerina y común vida. Ella estaba ansiosa por vivir todas esas increíbles aventuras que leía en los poquísimos libros que llegaban desde la capital hasta su pueblo.
Ese cambio llegó en forma de un chico asiático y un monstruo marino con apariencia humana que acababan de llegar al pueblo y, sintiéndose abrumados por la cantidad de adultos molestos con miles de preguntas aún más molestas del tipo "¿dónde están vuestros padres? ¿estáis perdidos? ¿necesitáis que contactemos a alguien?", ambos decidieron acercarse a la única joven del pueblo que parecía tener dos dedos de frente.
Se acercaron a ella mientras releía su libro favorito de la biblioteca, sentada bajo un árbol a unos pasos de un pequeño lago. Habían saludado amablemente y con sonrisas tímidas en el rostro, se presentaron cortésmente y ella, encantada por finalmente conocer a nueva gente –que además era educada y diplomática–, incluso dejó su libro de lado para poder atenderles y ayudarles lo mejor posible en lo que fuera que le pidieran.
–El camino más rápido a la ciudad más cercana –le había pedido el mayor de ellos luego de hablar por un corto momento y haberse sentado a cada lado de la muchachita.
–¡Pues que suerte tenéis! –había exclamado ella contentísima de lo que había sido hasta ese momento una interacción erudita y sumamente disfrutable–. Mi padre viajará dentro dos días a la ciudad, a un concurso de ciencias. Con gusto os llevará, os lo aseguro.
Tadashi, sorprendido por su repentina buena suerte, le tomó de las manos y se inclinó levemente hacia ella en una reverencia de agradecimiento. –No tienes ni idea de lo agradecimos que estamos, Bella –le dice con una preciosa sonrisa cálida que genera un sonrojo delicada en las suaves mejillas de la muchacha.
–No hace falta que me agradezcas, Tadashi, es un gran placer para mí ayudaros. Es más, venid conmigo, le comentaré vuestra petición a mi padre y veré si le puedo convencer de que os quedéis aquí hasta el día de viaje.
Los dos muchachos siguieron emocionados a Bella luego de sacudirse las ropas y acomodarse lo mejor posible la apariencia. Tenían que dar una muy buena impresión si querían tanta ayuda para continuar con su marcha hacia sus destinos y obras primas. A pesar de que el mayor quería proseguir con su amena conversación con la jovencita francesa, Alberto lo cogió fuertemente del brazo e hizo que disminuyeran un poco el paso. Tadashi volteó a ver a Alberto confundido, él se limitó a pensar si Bella seguiría escuchándolos, llegando a la conclusión de que sería muy posible se puso a susurrar.
–Oye, ¿es ella?
–¿Ella?
–Sí, ella, tu obra prima, ¿es Bella?
Tadashi observa a la muchacha, luego a su amigo y termina aguantándose una carcajada.
–¿De qué color son los ojos de Bella, Alberto? –pregunta con delicadeza, Alberto ladea la cabeza.
–Creo que marrones, no me he fijado muy bien, la cosa es que eran oscuros.
–Exacto, querido Alberto, marrones –asiente Tadashi palmeando su cabeza–, ahora, dime, de acuerdo con todo lo que te conté con respecto a los ojos de mi obra prima, ¿qué color he de buscar?
–Azul.
–Entonces, querido Alberto, ¿cómo podría ser Bella mi obra prima?
Alberto se queda pensando por unos largos minutos, mientras Tadashi aprovecha para hacerlo acelerar un poco el ritmo. Alberto piensa y piensa por largos minutos, hasta que pregunta.
–¿Existe alguna manera de cambiar el color de los ojos?
–No lo creo, mi querido Alberto, y creo menos en la idea de que, si existiera la manera, Bella conociera susodicho método.
–¿Por qué no lo conocería? Se le nota que es muy lista.
–Existen grandes diferencias entre erudito, listo e inteligente. La gente erudita ha leído mucho y de varios temas posee conocimiento, la gente lista es pilla, sabe cómo salirse con la suya en cada circunstancia, y la gente inteligente es aquella que sigue la lógica, que entrelaza conocimientos y sabe cómo encontrar en sentido entre todo aquello que ha aprendido. Un erudito no tiene por qué ser pillo o inteligente, ningún pillo tiene la necesidad de ser erudito o inteligente, y ni un solo inteligente tiene necesidad de ser pillo o erudito. Bella es muy inteligente, no te lo niego, también bastante erudita, pero jamás la consideraría pilla. Es por eso, mi querido Alberto, que creo que, si hubiera la manera en la que uno puede cambiar el color de sus ojos, Bella o no la conocería o no la usaría,
Los muchachos siguen caminando con normalidad hasta la casa de Bella, finalmente atendiendo a la muchacha francesa, iniciando una nueva platica. Confundidos, los viajeros filósofos escucharon en varias ocasiones como todos los adultos del pueblo, sin excepción alguna, soltaba en voz alta su opinión con respecto a Bella, hablaban de su belleza, de su "anormalidad", de su pasión por los libros entre otros temas referentes a ella. Tadashi y Alberto dedicaban furiosas miradas indignadas a todos esos imbéciles mayores que comentaban tan malamente de la muchacha, pero quedaron inquietos, preocupados y asombrados por la manera en que Bella sencillamente ignoraba aquellas voces crueles.
–Ya estoy acostumbrada –les explicó mientras cambiaba la forma en la que sujetaba su libro, ahora lo abrazó apretándolo contra su pecho–, hablan así de que soy una niña, desde que me pasee por primera vez con un libro por el pueblo. Es lo de siempre, han dejado de significar nada, no son más que murmullo perdido en el viento.
El orgullo de Bella era evidente, pero igualmente aterrador para esos muchachos.
–Bella, eso es terrible –dijo Alberto angustiado, confundiendo a la francesa–, esa gente no tiene derecho a meterse contigo de esa manera, eso es maltrato, una forma de ataque, y puede que ya seas adolescente, pero sigues siendo una niña que no merece ser tratada de una manera tan horrible y apática. Deberían de tratarme mucho mejor Bella, deberían de hacerlo.
–Alberto tiene toda la razón, ¿quiénes son ellos para negarse a mostrarte un mínimo de respeto o decencia humana? No te mereces nada eso, no mereces que te traten de una manera tan terrible, Bella. Eres una persona brillante y bellísima, además de muy caritativa y amable, ¿quiénes son, entonces, ellos para señalarte algo malo?
Y la muchacha se quedó pasmada. Porque las voces se callaban en la presencia de su padre, y este nunca le había dicho que se hiciera a respetar porque daba por hecho que ya la respetaban. Ninguno de sus pretendientes jamás la trató como otra cosa que no fuera una carita bonita y un buen par de tetas. Ninguna mujer le había dicho que era lo que tenía derecho a exigir en una relación ni en el día a día, y a amigos nunca había tenido. Por primera vez en toda su vida, Bella, la carita bonita de un pueblito de Francia había escuchado como dos personas le decían que valía mucho y que la gente debería tratarla mejor, sin ninguna intención por detrás, sin sorna ni ironía, con completa sinceridad y preocupación.
Y, estando a las entradas de su casa, Bella rompió a llorar por todas esas veces que se aguantó el dolor y las lágrimas al escuchar todas cuchillas clavadas en su persona, rompió a llorar, expulsando el tonto rencor que contra el campo y el pueblo tenía a causa de lo insoportable que era vivir con esa gente. Rompió a llorar, haciendo a su padre salir alarmado de su casa, haciendo que Alberto y Tadashi la apretaran en el más dulce de todos los abrazos de la historia de los abrazos.
Maurice salió como un cohete disparado desde su asiento hasta la entrada de su casa, con manchas de hollín en todo el cuerpo, con el corazón alocado y con ganas de asesinar a quien fuera que había hecho llorar de manera tan desgarradora a su princesita –porque Maurice era un hombre listo y con buena memoria y oído, que había reconocido de inmediato la voz de su preciosa niña rompiéndose en sollozos–. Verla entre los brazos de dos completos desconocidos extranjeros fue raro, verlos alejarse para que ella fuera abrazarle fue preocupante, y escucharla contarle todo lo que ocurría en el pueblo había sido terrible.
Rompió un poco el abrazo para acunarle el rostro y observarla fijamente a sus bellísimos ojos marrones, ahora, para su desgracia, llorosos. Ella se disculpó por nunca contarle nada y él negó y dijo que no se tenía que disculpar por nada.
Confiando en la comodidad que su hija parecía tener con esos dos desconocidos, decidió dejarla a su cuidado por unos segundos, arrancó, sacando la fuerza de Dios sabría dónde, una rama del primer árbol con el que se topó, y, por primera vez en su vida, Maurice actuó sin pensar, lleno de rabia y con un par de cojones que no le cabía en los pantalones.
Dio de ostias a un pedazo de metal que, con su estridente ruido, llamó la atención de absolutamente todo el pueblo. Alzó su garrote arrancado varios centímetros sobre su cabeza, el pueblo entero lo observó expectativo y asustado, su cara se puso roja como un tomate muy maduro, abrió la boca y empezó a despotricar.
–¡AL PRÓXIMO GRANDÍSIMO HIJO DE SU SOBERANA JODIDA MADRE QUE LE DIRIJA OTRA COSA QUE BUENOS DÍAS A MI NIÑA LE REVIENTO EL CRÁNEO Y LAS PIERNAS CON ESTE MISMO PALO! ¡HOMBRE YA CON TANTA TONTERÍA! ¿QUIÉN PUTAS SOIS USTEDES PARA DECIRLE COSAS TAN HORRIBLES A UNA POBRE NIÑA? ¿SOIS SUBNORMALES O QUÉ OS PASA? ¡OS VOY A REVENTAR LA CRISMA, CABRONES DE MIERDA! ¿ME HABÉIS OÍDO BIEN? ¡OS VOY A MATAR COMO LE VOLVÁIS A FALTAR EL RESPETO A MI PRINCESITA! ¡HOMBRES Y MUJERES! ¡NIÑOS Y NIÑAS! ¡QUIEN SEA! ¡ME DA IGUAL! ¡LE DARÉ DE OSTIAS HASTA QUEDARME A GUSTO!
Todo el mundo tembló boquiabierto ante la escena espantosa que se alzaba con brutalidad en ese momento. Maurice Bonnet, el loco del pueblo, el bonachón del pueblo, el inocente del pueblo estaba azotando la tierra con una rama gruesa arracada de algún árbol, estaba con las venas marcadas hasta lo insano y el cuerpo entero temblándole de pura rabia, además de que le había salido una voz más gruesa y terrorífica de lo que jamás habían esperado escuchar de él. Estaba amenazando al pueblo entero con su furia desmedida y con ganas de que alguien le retara para desquitarse a base de ostiones con una rama.
El pueblo entero asintió espantado, Maurice se tomó unos minutos para controlar la respiración hasta finalmente irse dando pisotones.
Cuando llegó a su casa vio que los niños habían entrado hacía tiempo y que los dos muchachos atendían cariñosamente a su hijita, quien había dejado de llorar y ahora tenía una taza de humeante té en las manos. Se calmó de inmediato, dejó la rama a la puerta de su casa y se acercó a darle un beso en la cabeza a su hija, quien le sonrío de una manera maravillosa.
–Bueno, ya está todo arreglado mi niña –le dijo con dulzura mientras le acariciaba su cabecita–. Ahora, ¿quiénes sois ustedes?
Alberto sonrío mostrando todos los dientes, Tadashi sintió algo de nervios recorriéndole, pero decidió que lo más inteligente sería ser completamente honesto.
Los chicos le platicaron gran parte de sus aventuras, le explicaron como habían llegado hasta aquel punto, le hablaron de sus intenciones e ilusiones, omitieron el detalle de la naturaleza de Alberto, omitieron la profecía de Bruno Madrigal, los sueños de Tadashi y la chica que buscaba y dejaron solamente a exposición sus ganas de seguir viajando y su necesidad de encontrar un buen lugar donde ser felices. Le dijeron que no se podían quedar, que aún tenían mucho que ver en el norte, pero prometieron que, si jamás encontraban lo que buscaban, con gusto volverían al pequeño pueblito de Francia, a apoyar en lo que fuera necesario a Maurice y a Bella.
Maurice había aceptado con total alegría la petición de los muchachos, le dolía que los únicos amigos que su hija había conseguido se tuvieran que marchar tan pronto, pero comprendía la necesidad viajera de almas como la de aquellos niños. Para compensar a ambas partes, que rápidamente se habían encariñado unas con otras, Maurice decidió que lo mejor sería que Bella también acompañara en el viaje y se quedaran con los muchachos en la ciudad todo el tiempo que ellos estuvieran ahí.
El trío aceptó encantado y se encaminó junto Maurice en el carruaje llevado por un caballo, siguiendo la ruta hacia la ciudad.
Siguiendo la ruta hasta Adam, a quien conocieron luego de una violentísima persecución de lobos.
Maurice se había ganado un zarpazo en el brazo al intentar proteger a Bella, quien se sentía terriblemente culpable, de uno de los lobos que había estado persiguiéndolos desde que se adentraron un poco en el bosque. No era nada grave ni profundo, la hemorragia se le había pasado casi de inmediato cuando Tadashi le desinfectó la herida –a todos les hubiera encantado saber de dónde narices había sacado eso el muchacho asiático– y rodeó la zona sangrante con un paño limpio, apretándola y manteniéndola alejada de las bacterias del exterior.
Aquel palacio era terriblemente aterrador y enorme, pero era el único lugar en el que pudieran resguardarse de la lluvia que comenzaba y de los hambrientos lobos que había tomado la decisión de que, definitivamente, ellos eran la mejor opción para cenar. Había esculturas demoniacas por todas partes, todas las paredes estaban carcomidas, llenas de nieve y hielo, pintadas de un sucio negro que te hacía preguntar si era mejor el palacio o los lobos.
–Anda, parece el lugar perfecto para una secta –bromeó Alberto, quien le había dado un mini infarto cuando notó la primera gota de agua cayendo en su cuerpo, sacándole escamas. Eso no era bueno, no, al palacio sería–. Venga, todos para dentro, que no quiero pulmonías.
Abrió las puertas rápidamente secándose apresuradamente las pocas gotas de lluvia que le habían caído encima. Los demás entraron rápidamente, confundidos y nada seguros, pero rápidos.
Voces bajísimas empezaron a cuchichear en cuanto los inmensos portones se cerraron tras sus espaldas. Bella se aferró al brazo bueno de su padre y este la acercó a su cuerpo de manera protectora, Alberto se cuestionó todas las decisiones en su vida que lo llevaron a ese instante, y Tadashi buscó con la mirada por todas partes esas voces, hasta que los vio.
Un candelabro y un reloj parlantes. Se abalanzó velozmente contra ellos, sin darles tiempo siquiera a procesar, los tomó con firmeza y los alzó sobre la altura de su cabeza, mostrándolos ante el resto de los invitados no tan invitados que se encontraban a la entrada.
–¡Tienen vida! –anunció agitando a los objetos con rudeza, dejando mudos a sus acompañantes. Antes de que nadie pudiera decir nada, Tadashi bajó el candelabro para encararlo y empezó con su sarta de preguntas–. ¿Qué sois? ¿Quiénes sois? ¿Por qué estáis vivos? ¿Ese mueble también tiene vida? ¿Tenéis sentimientos? ¿Sois una creación? ¿Sois máquinas? ¿Tenéis necesidades humanas? ¿Quién os ha creado?
El candelabro empezó a hablar con un fuerte acento parisino, o al menos eso fue lo que notaron los únicos franceses ahí presentes. –¡Muchacho, muchacho! ¡Tranquilo! ¡Déjame respirar! ¡Te lo ruego!
De pronto, Tadashi siente su mejilla derecha siendo golpeada por un frío cacho de oro pulido y por un trozo de cera para vela empolvado y cálido. Se le gira la cara hacia a un lado, quedándose para mirar una esquina mugrosa, polvorienta y oscura por unos segundos hasta que parpadea confundido y gira a ver nuevamente al candelabro, que se veía asombrado por sus propias acciones.
–Vaya, lo lamento, me he puesto un poco nervioso –murmura observando fijamente al objeto que tiene en una de las manos–. ¿Cuál es tu nombre?
La parte de cera de aquel candelabro sonrío con una picardía encantadora. –Querido muchachito, mi nombre es Lumière, uno de los fieles sirvientes de este maravilloso palacio.
Tadashi observó entonces el tenebroso interior de aquella enorme construcción, aquel palacio de gárgolas diabólicas, destrozadas columnas, tejados infestados de telarañas, cristales rotos y paredes arañadas. Luego alzó una ceja contra el candelabro llamado Lumière.
–Este no es uno de los mejores momentos del palacio –se apresuró a explicar–. ¡Este palacio era el más envidiado de toda Francia! ¡De toda Europa! Pero… bueno, eso fue hace muchísimo tiempo… cuando todavía éramos… cuando todavía éramos normales.
–¿Normales? –repitió Alberto, acercándose, invitando así a Bella y a su padre a imitarle.
El candelabro intentó responder ante aquella pregunta, pero el precioso reloj con manecillas como bigote tiró del brazo que lo sostenía de Tadashi y con sus manos de oro tapó la boca de Lumière apresurada y furiosamente.
–¡Calla, Lumière! ¡No deberían de estar aquí! ¡El amo entrará en terrible cólera! –advirtió nervioso el reloj. Bella entonces se acercó unos pasos más.
–¿El amo? ¿Quién es el amo? –cuestionó cuidadosamente, intentando no alarmar mucho más al nervioso reloj–. Por cierto, señor… reloj, ¿cuál es su nombre?
El reloj, de alguna manera, pareció sonrojarse y apretar los labios. –Din Don, mi nombre es Din Don.
Que conveniente. Pensó Alberto observando fijamente como las manecillas parecían querer moverse, pero el sujeto lo impedía.
–¡No podéis saber eso! –renegó el sujeto agitando los brazos de oro hacia todas partes–. ¡No debéis preguntar eso! ¡Retiraros, retiraos de inmediato! ¡Salid rápidamente! ¡Antes de que el amo se entere de que estáis aquí! ¡Salid! ¡Os lo ruego!
–¡Din Don! ¡Amigo mío, tranquilo! Nada malo pasará, el amo no tiene por qué enterarse de nada de esto, solo se quedarán unas pocas horas, para resguardarse de la lluvia, para calentarse un poco con el fuego cálido de la chimenea, comer algo, seguro que están muertos de hambre, también están esos lobos que aúllan allá afuera, ¿ves la herida de ese pobre hombre? Seguro que huyeron despavoridos de esas bestias, pobres viajeros, atendámoslos, Din Don, por favor, amigo mío, ¿qué somos nosotros, simples sirvientes, sin nadie a quién servir?
–¿Gente libre? –inquirió Alberto con una ceja alzada y con una sonrisa picarona.
Ahora el bofetón se lo llevó Alberto. –¡No digas tonterías, niño! Con la forma que tenemos ahora, con las limitaciones a las que nos atenemos, ¿qué otra cosa podrías hacer si no es servir a aquellos que necesitan la mano de un buen samaritano?
–¿La forma de ahora? –repitió Tadashi–. ¿Sois humanos?
–¡Pues claro, muchacho! ¿Qué otra cosa si no humanos?
–¿Un candelabro y un reloj, tal vez? –respondió Alberto con la misma sorna de antes.
–¿Te comunicas solo mediante ironía y sarcasmo, pequeño muchacho? –cuestionó Din Don alzándole una ceja, sonrojando al muchacho moreno, quien desvío la mirada, incómodo y bastante avergonzado.
–Pero ¿qué os ha pasado? –finalmente, Maurice intervino en la conversación entre preadolescentes y adornos de casa. Era cierto que ver a aquellos niños interactuar con un candelabro parlante y un reloj con vida era sumamente impresionante, aterrador y, en una manera infantil y enternecedora, encantador–. Si eráis humanos, ¿cómo habéis terminado de esta manera?
Los dos objetos se observan, se lamentan de su terrible destino, suspiran y observan a los humanos de verdad que tenían delante de ellos.
–Es una larga historia, amigos míos –masculla con dolor Lumière, negando con la cabeza–, una larguísima historia. Una historia que no solo nos afectó a nosotros, sino a muchos más pobres inocentes, terribles victimas del juicio moral de una sola persona misteriosa y peligrosa –el candelabro suspira pesadamente–. Oh, amigos míos, una historia trágica como ninguna otra, un gran dolor sobre nuestras almas… una maldición de una hechicera maquiavélica.
–¿Una maldición? –repitió Bella angustiada, mientras daba toques en el hombro de Tadashi para que este finalmente dejara en el mismo mueble de antes a las dos personas atrapadas en las limitaciones de dos objetos diferentes–. ¿Una hechicera? ¿Cómo sucedió todo aquello? ¿Qué fue lo que os hicieron?
Es entonces que, luego de mirar a todos lados, el reloj suspiró desganado e intentó comenzar a contar su lamentable historia. Pero, en ese preciso instante, cuando todas las miradas se centraron en el humano transformado en reloj de mesa, sonó un atroz rugido al cual instantáneamente acompañó un desgarrador trueno que hizo retumbar todo el oscuro cielo. Los cuatro cuerpos temblaron bruscamente, muertos del terror, muertos del horror. Lumière se encendió abruptamente por el pánico, Din Don dejó que sus campanas interiores resonaran a causa del espanto. Las luces del trueno que destrozó el suelo alumbran una inmensa figura al inicio de la escalera. Aquella negra y tenebrosa figura se extiende alargadamente sobre una terrible sombra sobre el maravilloso cuadro de gigantescas proporciones que mostraba la imagen rasgada de un familia real de caras ropas y dorados adornos.
Tadashi, con el corazón en mano, vislumbró la criatura que tenía delante de él, a tan solo unos escalones de su él, su mejor y único amigo, de la amable francesa y del padre de esta. Tenía colmillos que podían arrancarle la piel sin siquiera intentarlo demasiado, garras que parecían de acero, unos cuernos que se podían perforar cualquier piel y un grotesco cuerpo encorvado cubierto de pelaje de un marrón oscuro.
La criatura flexiona sobre su cuerpo para pegar un salto gigantesco que lo deja a tan solo dos zancadas de su cuerpo. Haciendo retumbar el suelo y todas las paredes, aquella bestia aterrizó mientras gruñía con el horror de mil infiernos. Avanzó a grandes zancadas, dejando destrozado, astillado y arañado el firme suelo de mármol.
–¿Qué… hacéis… AQUÍ?
La voz de aquel ser es profunda, rabiosa y revienta tímpanos, aterradora… sin embargo, sin embargo… era infantil, algo chillona, algo asustada más que otra cosa. Era la voz de una criatura que había aprendido a usar su horrible aspecto para causar temor en aquellos extraños que le infundían temor a él. Había rabia pura en esas pequeñas pupilas… pero también había duda, dolor, temor…
Aquello era un niño, un niño peligroso que había aprendido a fingir que no tenía miedo.
Y Alberto, el monstruo marino, el niño que tuvo que ver como su padre se armaba con antorchas y trincheras para perseguirlo junto a todo un pueblo para darle muerte, llegó a la conclusión de que no era el único niño que se sentía como el monstruo que los humanos debían matar para poder vivir con normalidad. Por lo que, embelesado por lo que tenía delante de él, avanzó pesadamente, con algo de tristeza, con algo de rabia, con mucha indignación e impotencia y con la empatía asfixiándole con rabia asesina.
–Hola, soy Alberto, el monstruo marino filosofo –se presentó extendiendo un brazo con la mano abierta hacia la, ahora, confundida bestia–, ¿tú quién eres?
El monstruo retrocede, espantado por la idea de que alguien más en ese palacio se llamase monstruo y que encima no le temiese. Se reconforta un poco ver como los otros tres tiemblan del más absoluto pavor, pero la sonrisa comprensiva y los ojos llenos de pena de aquel muchacho moreno supuestamente llamado Alberto sencillamente lo dejan sin escudo ni defensa algunos.
–¿Monstruo marino? –repite la única mujer presente… bueno, en verdad era solo una chica, pero a Adam lo primero que se le vino fue "mujer"–, ¿a qué te refieres con eso, Alberto?
–Mi cuerpo cambia cuando me secó –explica Alberto, sin mirar a Bella en ningún momento–, soy una criatura marina, mi vida está en el mar, pero, cuando salgó por completo del agua, mis escamas se convierten en piel, mi aleta desaparece y me salen pulmones y se me quitan las branquias. Dime, ¿tú cambias cuando te aterras? ¿o tal vez cuando anochece? Dime, ¿cómo funciona para ti?
–¡MIENTES! ¡TÚ NO TIENES IDEA DE CÓMO ES ESTO!–aúlla Adam, retrocediendo más, aterrado por la calma. Quiere verse más aterrador, pero ese desconocido solo sonríe más y más, le da la espalda en algún momento y empieza a caminar hacia los portones, los cuales abre sin dificultad para luego caminar mansamente hacia la lluvia.
Alguien escucha murmurar a Tadashi algo de que aquel no era precisamente el mejor momento para hacer lo que Alberto estaba haciendo, pero todo el mundo se concentró en las escamas que se le formaban a Alberto en la piel, en el hecho de que incluso sus ojos cambiaban, la cola que le salía, las branquias que se formaban y en el cambio completo de sus extremidades.
–No miento –fue lo único que dijo mientras sonreía comprensivamente, alargando una mano hacia la bestia–, ¿cómo te llamas, amigo?
Temblando y aguantándose los sollozos, la bestia responde inseguro.
–Adam –lo pronuncia con un hilillo de voz, con lágrimas enmarcando sus ojos–. Mi nombre es Adam, príncipe de Francia… y yo no me transformo, a mí me transformaron muchos años atrás.
Y luego de que Alberto volviera entrar y de que Adam accediera a que sus sirvientes, todos y cada uno de ellos convertido en algún mueble, utensilio o decoración, atendieran a los viajeros hambrientos, el príncipe olvidado de la gran nación de Francia comenzó su relato de cómo terminó en aquella terrible situación, atrapado en un cuerpo que tanto desprecia y repudia. Los cuatro viajeros quedaron terriblemente asqueados y furiosos cuando el nostálgico concluyó con su historia. Ninguno de los presentes pudo comprender cómo es que nadie podía ser capaz de atacar de esa manera a un pobre muchacho aterrorizado y abandonado por los adultos que deberían de procurar de su salud, solamente acompañado por su servidumbre, aquellas personas que, aunque le quieren, siempre tendrán esa separación, ese muro que crea el dinero, una relación pagada que progresó a un aprecio irrompible, pero que jamás perderá la etiqueta de "pagada".
–Lo único que me dejó para contactarme con el mundo –dijo en algún momento, estirando perezosamente su ancho brazo hacia un grueso tomo anticuado que reposaba en mueble que, con vida propia, se acercó apresuradamente a entregar el objeto hacia su amo–, fue este libro, que me permite viajar hasta donde sea –sacó, entonces, un precioso espejo de mano plateado que no reflejaba nada de lo que se postraba delante de él–, y un espejo que me permite observar lo que sea… no tengo… no tengo absolutamente nada más.
–Que hija de…
Tadashi le tapa la boca rápidamente a Alberto. –Concuerdo, pero no utilices ese lenguaje, querido Alberto.
–Que grandísima hija de puta –dice Maurice, asustando a los niños.
–¡Papá!
–¿Qué? Soy un adulto, yo puedo decir esas cosas.
Lumière asiente. –Eso, además, que sí que es una grandísima hija de puta.
Adam muestra una sonrisa triste mientras se acomoda mejor en el gran sillón que antes correspondía a su padre, es el único lugar en el que se puede desparramar con comodidad en su nueva forma, el único lugar que parece correcto para su inmenso tamaño actual… Adam cree que es perfectamente irónico: solo el mueble de un monstruo sirve para una bestia.
–Espera un momento –dice de pronto Bella, levantándose de su asiento y acercándose cuidadosamente a Adam, quien intenta retroceder por su repentina acción–, dices que ese libro te lleva a dónde sea, entonces, ¿no podría llevarte hasta la hechicera?
Adam se vio terriblemente aterrado en ese preciso momento.
–¿Por qué iría con ella?
–¡Para obligarla a que te quite la maldición! –exclama exaltado Alberto, levantándose rápidamente.
–No puedo hacer eso –dice retorciéndose, temblando por la idea de volver a ver a aquella mujer–, tengo que amar a alguien y que ese alguien me ame para recuperar mi forma de verdad.
–O, tal vez –dice entonces Tadashi con una sonrisa–, podrías decirle a esa bruja por qué no puede hechizar y arruinar la vida de un niño de diez años, ¿qué te parece? –Adam negó furiosamente, sintiéndose a punto de llorar, muerto de miedo–. O, si quieres, podemos hacerlo nosotros.
El príncipe abrió los ojos para mirarlos asombrados. –¿Vosotros?
–Sí, nosotros.
–¿Haríais eso… por mí?
–Pues claro –dice Bella con una sonrisa, con su padre asintiendo firmemente detrás–. Deberíamos de hablar con ella civilizadamente, convencerla de lo que hizo estaba mal.
–O, podríamos darle de hostias, ya sabéis, a lo loco –interviene Alberto con una sonrisa demasiado inocentona como para que en verdad estuviese proponiendo golpear "a lo bestia" a un ser mágico.
Adam en aquel momento murmuró algo de no estar seguro, pero terminó accediendo, Tadashi dijo algo de necesitar algún tipo de arma, y, una vez descartaron los palos y las espadas, decidieron conformarse con un libro muy grueso que como título tenía "Obras y Vida de Dante", una recopilación de todas las obras de Dante Alighieri y una minuciosamente cuidada biografía del autor. Una vez preparados, usando el espejo y el libro, empezaron su corta búsqueda de la hechicera.
Lo demás ya lo conocéis, intentaron ser civilizados, decidieron aporrear a la señora con el inmenso libro que Tadashi y Bella se habían comprometido leer en algún momento, Adam y todo su palacio recuperaron su forma real –y Bella tenía que admitir, por lo menos para sí misma, que aquel príncipe era indudablemente encantador y atractivo–, y los cinco volvieron con completa tranquilidad hacia al palacio de Adam, no sin antes disculparse, por orden del príncipe, por haberse sobrepasado tantísimo con la señora.
Durmieron en cuanto tocaron las camas que Adam les había ofrecido, estaban agotados, pero satisfechos. Tenían que reponer fuerzas, sobre todo Tadashi y Alberto, que tenían aún mucho por hacer.
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Madre mía, hasta que al fin escribo algo extenso de Alberto y Tadashi.
Sé que la introducción de la Bella y La Bestia se puede ver algo random... pero es que hace poco vi las dos películas –animada y live action– y quede muy irritada con las acciones de la hechicera, es que... ¿cómo le haces eso a un crío de diez años? He soltado un poco de la rabia que tenía yo misma, me he quedado satisfecha. Por cierto, he usado una extraña combinación del cannon de las dos versiones de la película, por eso tenemos a un Adam tan joven y al libro que solo aparece en la versión live action.
No tengo mucho más que contar, creo yo. Muchas gracias por leer
