Recomendación: Poneros de fondo Kingdom Dance de Enredados como fondo en cierto momento, se notará bastante cuando tenéis que ponerlo, la verdad.


La cruzada de la última DunBroch.

Capítulo VIIII.


10 horas después del beso entre Hiccup y Elsa.


Los rufianes, cuando se levantaron a las primeras horas de la mañana quedaron sumamente conmovidos por la manera tan tierna en la que disfrutaban los pobres niño de volver a dormir en suaves colchones –aunque estos no fueran de tan buena calidad como los que había llegado a disfrutar antes, en sus vidas antes de huir de sus hogares–, así que suspiraron encantados, sobre todo al ver a esos cuatro niños norteños dormir todos abrazaditos y apretujados con cariño, y decidieron que lo mejor sería permitirles que durmieran y descansaran todo lo que quisieran, de manera que los niños no se levantaron de verdad hasta el mediodía, con alguna que otra visita a los baños comunes para calmar los insistentes llamados de la naturaleza, la cosa es que llegaron a descansar y se aferraron a las camas todo lo que quisieron y un poco más. Se lo merecían, por supuesto que se lo merecían, después de meses caminando sin parar, con las piernas molidas y la espalda hecha un Cristo por dormir en terreno de bosque.

Una vez estuvieron llenos con la comida deliciosa francesa que fue pagada con una de las pequeñas joyas de Hans –las cuales Mérida, Jack y Rapunzel siempre veían pero no tenían ni la más remota idea de dónde las sacaba–, los niños y los adultos se alistaron para seguir su camino. Cogieron todas sus cosas y se encaminaron hacia la salida de la posada, con el ánimo suficiente para retomar sus rutas de caminata sin parar por zonas no pobladas.

Hasta que una amable señora de caderas anchas y sonrosadas mejillas regordetas llamó la atención de Anna y Rapunzel con dulces llamados.

–¿Iréis a las danzas de la calle principal, cielitos? –preguntó con una voz melosa y una sonrisa maternal que quedaba perfectamente con el bebé que dulcemente sostenía en sus brazos. Rapunzel tiembla al ver a la mujer y al notar que le estaba hablando a ella, Anna no puede evitar ver la sonrisa de su madre en el gesto de la señora desconocida.

–¿Qué danzas? –pregunta Narizotas, acercándose a su hija adoptiva de manera que logra tranquilizarla, incomodando levemente a Anna, todavía en su cabeza siguen todas las recomendaciones de Hiccup de no confiar en los rufianes.

–Oh, unas fiestas que se están llevando a cabo por el regreso del príncipe Adam, hace años que no se sabía nada de él ¡y ahora ha vuelto! Todos estamos muy emocionados, celebrando y danzando por su regreso.

Una fiesta… una fiesta en nombre de alguien de la realeza. Hace casi un año que Anna no asiste a ninguna de esas festividades ¡y siempre quiso hacerlo desde el punto de vista del pueblo! La gente de Arendelle siempre estaba contenta, siempre bailaban y celebraban por cualquier cosa, y su manera de hacerlo parecía muchísimo más divertida que la manera de las altas clases, que se tenían que contener las emociones para no verse demasiado mal, para no ser comparados con la gente feliz de abajo.

Se aguanta las ganas de saltar de la emoción, corre hacia su hermana mayor lo más rápido posible y la toma bruscamente del brazo para empezar y tironear de ella frenéticamente, sacudiéndola de forma exagerada, sacándole algunas risillas a Hiccup y a Hans.

–Unas fiestas, unas fiestas de pueblo, Elsa, aquí mismo, en la calle principal, siempre he querido ir a unas fiestas de pueblo y lo sabes perfectamente, venga, Elsa, venga, por favor. Siempre hemos querido asistir a una de esas. Venga Elsa, por favor, di que sí, di que sí te lo pido por favor, hermana, por favor no pediré nada más en la vida. Venga, di que sí –la voz de Anna viaja demasiado rápido, tanto que los demás niños, y todos los adultos cerca de ella, se quedaron completamente confundidos, incapaces de entender lo que Anna acababa de decir, intentando recopilar por lo menos las pocas silabas que llegaron a captar.

Solo Elsa, con demasiados años de experiencia, parece comprender lo que dice.

–Y tú quieres ir, ¿no es así?

Anna asiente efusivamente, todos alzan las cejas.

–Pero ¿qué ha dicho? –cuestiona confundida Mérida con los ojos abierto a más no poder y la confusión apoderándose de su cabeza.

–Algo de una fiesta del pueblo, en la calle principal –le responde Elsa con calma y paciencia, completamente consciente de que su hermana era muy complicada de entender cuando se emocionaba demasiado por cualquier cosa–¿Os apetece ir? Realmente no hay prisas. Quedarnos unas horas más no nos vendría mal, la verdad.

Los tonos de verde esperanza junto con unos azules nostálgicos se posan sobre Mérida; unos ojos oscurecidos de un verde algo tóxico se posan sobre Hiccup al mismo tiempo que lo hacen dos azules misteriosos, uno con unos tonos más verdosos que otro. Sabiendo que sus grupos les están concediendo la obligación y el puesto de liderazgo, azul y verde se cruzan por unos momentos, sin saber que así marcaban un punto de no retorno en sus vidas, sin saber que ahí comenzaba una unión muy importante para el futuro de Europa:

La reina justa y el fiel ujier se miran por primera vez, encendiendo la chispa de su futura amistad, sin conocer sus destinos, pero conociendo la respuesta de aquel momento. Ambos suspiran, rendidos ante la poca importancia que le dan en ese momento a una decisión que los dañará de por vida, miran a sus amigos y asiente, acepten a ir a una fiesta que tanta miseria les traerá.

Se encaminan con calma hacia la calle principal, logran escuchar rápidamente los canticos, la música y los gritos alegres. Se encaminan apenas intercambiando conversación, se encaminan con cuidado de no chocar con alguien indeseable. Se encaminan hacia la calle principal, hacia la fiesta en honor del príncipe recién regresado, la fiesta en nombre del príncipe Adam de Francia, el niño que, ellos no sabían, había sido transformado en bestia por una majadería. Se encaminan, sin tener ni idea, de la misma forma en la que, en el futuro, los soberanos de ese mismo país se encaminarán hacia la guillotina, hacia el arma que acabará rápidamente con sus privilegiadas vidas.

Pero ese es un futuro demasiado alejado y que se verá alterado si todos los niños ahí presentes y unos cuantos más por el mundo distribuidos siguen los pasos puestos por el destino que la misma naturaleza habría dictado.

Así que, sin saber absolutamente nada de este futuro lleno de sangre y terror* –porque las referencias históricas y los chistes malísimos no pueden faltar–, los niños se encaminan hasta las fiestas de la calle principal de la capital francesa.

Una vez allí, Anna ve aquello que siempre quiso ver.

A un pueblo feliz a tan solo unos pasos de ella.

Arendelle era un reino seguro, un reino en el que los pueblerinos amaban a sus princesas y extrañaban y lloraban cada noche la muerte de sus amados reyes, un reino en el que su actual rey era sumamente respetado y su palabra no era otra cosa que la sagradísima palabra del mismísimo Señor de los Cielos. Arendelle era infinitamente más seguro que ningún otro reino europeo, por esos detallitos de tener tierras fértiles, un buen clima, pocas sequías y muy poco terreno que abarcar. Eran poca gente y algo debilucha, indefensa ante grandes ataques, pero eran felices y estaban satisfechos con la monarquía. Y a pesar de toda la seguridad, ni Anna ni Elsa jamás pudieron visitar las danzas que el pueblo les dedicaba, solo miraban por las gruesas ventanas de hierro y vidrio, viendo como otros se divertían mientras que parecía que imitarlos era el peor pecado que pudieran llegar a cometer.

Anna tomó con firmeza y una sonrisa emocionada de oreja a oreja, tomó la mano derecha de Elsa y la mano izquierda de Hans y los arrastró con gran emoción hacia el centro de aquel gran baile. Mientras Elsa reía encantada, Hans pregunta a gritos que qué pretendía Anna.

Los demás vieron desaparecer al trío entre la inmensa marea de hombre, mujeres, adolescentes y niños. Jack, igual de emocionado y ansioso por la idea de divertirse –después de todo, había aún algo en él de guardián de la diversión a pesar de que jamás lo sería–, tomó las manos de Rapunzel y dio vueltas con ella hasta el centro, entre risas y gritillos llenos de emoción infantil.

Los rufianes miran, Mérida e Hiccup simplemente observan con calma a sus amigos divertirse.

Le dan codazos, indignado a ambos de sobre manera.

–¿Qué? –dicen casi al unísono al tener las divertidas miradas adultas sobre sus cuerpos.

–Id a bailar, niños –les invita Gunter con una sonrisa ladina. Ambos niños hacen muecas.

–Yo no quiero.

–Yo no sé.

Los rufianes parpadean algo confundidos ante las maneras de ambos niños. Quién lo diría, inglesa y vikingo se parecían incluso más de lo que ellos quisieran admitir en esta vida o en la siguiente. Gunter el cuello mientras lo mira con el ceño fruncido de tanto pensar.

–Será divertido –intenta Narizotas. Hiccup, entonces, muestra con ironía algo cruel –algo propio de vikingos, sin duda alguna– con sus brazos el cúmulo de gente bailando y zapateando.

–Divertiros, entonces –se burla con una sonrisa desbordante de sorna, con un tonito tan irrespetuoso que, por no ser dirigido hacia ella, incluso hace sonreír con suficiencia a Mérida.

–¿Queréis que os acompañemos de la manita? –pregunta entonces Mérida, inclinando el cuerpo y entonando sus palabras con una dulzura indiscutiblemente burlona y malintencionada–. Digo, no vaya a ser que os perdáis de camino.

Ambos niños, hijos de pueblos rivales, se apretaron los labios e intentaron con toda su fuerza no soltar carcajadas por las expresiones aburridas y levemente mosqueadas de los rufianes que hacían el papel de padres adoptivos para la pequeña Rapunzel. Los hombres si limitaron a suspirar, rendidos por la idea de que esos dos no querían irse a bailar con los demás porque estaban completamente bien desde una esquinita, sumidos en sus pensamientos, vigilando que sus amigos siguieran en su campo visual, vamos, siendo los niños aburridos y llenos de responsabilidades que ellos habían decidido ser, aunque cierto era que sus circunstancias y ambientes anteriores les habían arrastrado hasta el punto de creer que ellos siempre tenían más responsabilidades que la mayoría.

Porque Mérida iba a ser la primera reina de toda la extensa historia de DunBroch, no era la primera heredera mujer, no era la primera primogénita mujer, pero sí quera la primera a la que le concedían el papel de futura reina, con ella habían rotado por completo la ley de que las mujeres no podían coronarse reinas sin un marido a su lado, esto debido a que Eleonor siempre despreció esa ley y porque la valiente Mérida era el gran tesoro del rey y le había demostrado que podía llegar a ser una soberana a respetar –y temer, si las cosas iban a la perfección–.

Y porque Hiccup era el jodido hijo de nadie más ni nadie menos que Estoico el Vasto, único superviviente del ataque de Drago Manodura –aunque eso Hiccup no lo sabía y, tal vez, jamás llegaría a saberlo–, el hombre que siendo tan solo un bebé le partió el cráneo a un dragón –irónico cuando piensas que Hiccup, siendo solo un bebé, encandiló a un dragón–, el gran jefe de Berk, el hombre que seguía buscando a su mujer secuestrada por dragones, el hombre que protegía y cuidaba a todos en su aldea, contra cualquier tipo de mal… a todos, claro, a excepción de su propio hijo, el pobre bebé prematuro que, desde que su madre fue llevada hasta los Dioses sabrán dónde, tuvo que aprender a convivir y soportar el odio de todo un pueblo que lo acusaba de no ser lo suficiente. Hiccup algún día, para disgusto suyo y de todo Berk, sería el absoluto líder y jefe de su pueblo, es cierto que muchas veces le habían insinuado que, cuando llegará el momento, tendría que hacerse a un lado dignamente y dejar pasar a alguien mejor preparado que él, alguien más fuerte, más capaz… alguien mucho mejor que él. Todo eso era cierto, pero eso jamás impidió que Estoico le diera la carga de todo un futuro y de todo un pueblo sobre los hombros mientras le daba el hacha más pequeña de todo el mundo y le decía, cuando apenas tenía dos años, que ya era hora de cazar dragones, por su bien, por el orgullo de su nombre, por la seguridad de su pueblo y, por supuesto, por la pérdida de su maravillosa madre.

Mérida era muy pequeña cuando comprendió que todo el norte de las islas británicas dependía de ella y de lo bien que se criara, Hiccup era demasiado pequeño cuando comprendió que la vida de docenas y docenas de personas dependían de que tan alto podría alzar el hacha que le habían puesto en las manos.

Mérida era tan solo una preadolescente –aunque en sus tiempos a la gente de su edad no se les llamaba así– cuando decidió que aquellos que juraron por su nombre, aquel niño muerto de poderes de hielo y esa hija de rufianes con poderes curativos, aquellos niños que, como ella, necesitaban un hogar, serían sus protegidos por lo que le quedase de vida. Mérida era a penas una preadolescente cuando se quitó, momentáneamente, el peso de DunBroch, para ponerse el peso de las vidas de Jack y Rapunzel.

Y lo mismo Hiccup, tan solo un preadolescente larguirucho –a comparación de los cristianos– y más delgado que una espina de pescado cuando decidió que aquella parte débil e indefensa de la monarquía cristiana escandinava, Elsa, su preciosa princesa que controlaba al hielo y la nieve a su antojo, Anna, la pequeña hermanita que aceptó y prometió proteger con su vida, y Hans, el príncipe maltratado con el que se permitía abandonar las normas masculinas por su sociedad impuestas, todos ellos estaban bajo su absoluto cuidado, si algo malo les pasaba a ellos, significaría que él había fallado.

Si ellos, Mérida o Hiccup, fallaban, significaba inmediatamente que algo malo ocurriría con todos aquellos que bajo su ala protectora descansaban seguramente. Aquello no podía suceder.

Por ello esos cinco niños bailaban alegres en medio de la seguridad de una gran multitud de padres, madres, hermanos y hermanas, gente mayor consciente de que los niños tenían que ser protegidos y no dejados a su suerte en un mundo que se aprovechara de su debilidad. Porque esa plaza, esa calle principal con una fuente de la época romana se corona, está llena de niñas preciosas, llenas de niños fuertes, llenos de futura mercancía… mercancía amoral, mercancía que tan solo era vista como mercancía por cierto tipo de gente, un tipo asqueroso y degenerado, un tipo violento y mortal… un tipo de la peor calaña.

Anna, Hans, Jack, Rapunzel y Elsa se divertían bailando alegremente de la mano de desconocidos y desconocidas, mientras esos cinco niños daban vueltas y vueltas sobre sí mismos al magnífico ritmo del canto del pueblo, palmeando, zapateando según la gente del día a día lo marcaba. Por primera vez, tres miembros de la realeza atendían a los acordes dibujados e ideados por simples súbditos, por primera vez seguían algo fuera de la norma monárquico y el protocolo de los altos cargos, otros dos niños, que nunca había conocido tanta diversión en toda su vida, se limitan a disfrutar de aquel goce musical que nadie nunca les había brindado. Los cinco cierran los ojos, dejándose llevar por las notas musicales más comunes y sencillas, por aquellas que solo el pueblo de una gran nación alejada de sus soberanos puede disfrutar.

Y es entonces que solo basta cinco segundos, cinco malditos segundos en que los rufianes, los más de cincuenta de ellos, se dejan llevar por la alegría de los más jóvenes, pues aceptaron, poco a poco, las peticiones de su pequeña niña adoptiva para introducirse al baile. Les encantan mostrarle apresuradamente los pasos más comunes de la población masculina a Hans y a Jack, se asombran al ver que las niñas de Arendelle, las que siempre los veían con desconfianza y temor a causa del trauma que los hombres de sus vidas supusieron en ellas, también pedían bailar con su compañía, siguieron contentos el baile inventado que la joven Rapunzel marcaba para que ellos sigan. Son solo cinco segundos, cinco segundos en los que, por azar del destino, todos y cada uno de ellos, a pesar de la gran cantidad de hombres que son, pierden de vista a los otros dos niños que no bailan, dan por hecho que otros los vigila, dan por hecho que están bien, que están a salvo.

Dan por hecho que son los adultos que ellos tanto insisten en forzarse a ser.

Y son adultos quienes golpean sus cabezas y se los llevan a rastras.

Es Rapunzel, pues quiere bailar con su futura reina, quien se detiene de golpe al mismo tiempo que varios de los rufianes y se da cuenta del horror.

Ni la inglesa ni el vikingo están.

Se queda quieta, muerta de miedo, en medio de la danza.

Mira a Attila, que es el que más cerca está y él de inmediato lo nota.

Indica a los otros para que tomen al resto de los niños y salen apresurados del círculo de baile.

No están.

–¡Hiccup! –chilla Elsa con el corazón en la boca cuando nota el problema. La voz desesperada de Hans repite el mismo nombre que ella grita. Anna se limita a hiperventilar mientras que corretea por todos lados, con un rufián acompañándola en todo momento, en busca de su amigo–. ¡HICCUP!

–¡Mérida! ¡Mérida! –solloza Rapunzel llevando a cada padre que tiene cerca para que le ayude a buscar, Jack, aprovechando que nadie de aquella fiesta si quiera ha notado la desaparición de ninguno de los niños, se alza varios centímetros por encima de la cabeza de todos para buscar a sus amigos. Desesperado, incluso llega de un salto al tejado más cercano.

Nada.

Los rufianes empiezan a temblar y a aguantarse las lágrimas. Ninguno de ellos, ni uno solo se puede perdonar haber sido tan estúpidos, tan irresponsables, tan confiados como para permitirse bailar, para haber permitido que dos de sus niños se perdieran.

Porque, joder, esos siete eran sus niños.

Una adolescente de cabello ondulado, piel oscura y ojos brillantes verdes, acompañada por una cabra y vestida con unas telas rojas y sugerentes, con collares de oro y pulseras de la misma calidad, se acerca lentamente hacia Elsa, atraída por la mágica aura de la niña y por la preocupación de todo el grupo.

–¿Buscas a un vikingo y una inglesa? ¿Me equivocó? –pregunta mediante ronroneo coquetos. Elsa lo reconoce en cuanto lo ve. Una gitana, le han dicho mucho de ese tipo de gente, jamás he llegado a conocer a ninguno, no había ninguno en Arendelle, había demasiado pocos en las tierras escandinavas, casi ninguno en ningún reino cercano al suyo. Y hasta ahora, caminando por los bosques, apenas siquiera si habían topado con gente.

–¿Dónde están? –gruñe, con el frío y el hielo saliendo de cada poro de su delicada piel.

–Los de allá me parecen que saben algo –dice señalando con su cabeza a una calle en particular.

Hay una carreta que en ese preciso momento se cierra, no sin antes dejar ver una cabellera roja y esas botas de piel, Mérida e Hiccup, por supuesto que sí, hay también una señora sonriente contando monedas con una asquerosa expresión de satisfacción a un lado del vehículo. La ira engulle a Elsa, quien intenta caminar para avisar a los demás, para intentar alcanzar a la carreta que ya comienza a irse. Pero la gitana la detiene con un brazo que le rodea coquetamente la fina cintura

–Todo cuesta algo, niñita –cada palabra es un nuevo ronroneo. Elsa tiene ganas de escupirle en la cara–. Todo tiene un…

Elsa detiene a la muchacha en ese momento, los ojos verdes esmeralda de la gitana son rodeados por el más absoluto miedo. La púa de hielo que ha creado Elsa se clava con crueldad en su cuello.

–Sí, un trueque, tu vida por esa información –gruñe mientras araña uno de los brazos de la gitana para que no saliera corriendo, sacándole sangre y lágrimas a la gitana, que ahora mismo se está arrepintiendo enormemente por todas las decisiones de su vida–. Aquí tienes tu vida, pedazo asqueroso de imbécil.

Elsa suelta con brusquedad y asco a la pobre y temblorosa desconocida, quien se queda mirándola aterrada por unos largos segundos antes de salir corriendo hacia cualquier otro lado que no fuera aquella bruja de hielo. La princesa de Arendelle llama rápidamente la atención de todos y apunta con prisas a la mujer que sigue saboreando el dinero de sus manos y a la carreta que ya se pierde en el horizonte.

No llegarán a tiempo, la mujer es la respuesta evidente.

Dos de los rufianes la toman de los brazos y le tapan la boca. La arrastran con rapidez hacia el primer callejón asqueroso que encuentran, antes de que nadie viera nada, mientras los niños vigilaban que todos los demás pueblerinos siguieran con lo suyo. Cuando la tiran contra el suelo, tirando todas sus monedas, las cuales recoge apresurada del mugroso suelo lleno de orinas y heces, la mujer alza la cabeza con una sonrisa nerviosa, comenzando a desvestirse una vez guarda toda su ganancia.

–Señores, señores, por favor –empieza a rogar cuando ve a más y a más hombres enormes llegar. Traga saliva con dificultad, temerosa por verse por primera vez en una situación como esa. No es que no la hubieran tirado antes contra un callejón oscuro, pero nunca había sido a plena luz del día, nunca había sido lejos de una cantina, nunca habían sido tantos, nunca habían sido tan grandes–, no hace falta ser brutos ni violentos, haré lo que sea –decía mientras asentía y se preparaba para lo peor–, por muy pocas monedas incluso, pero no seáis crueles conmigo, os lo ruego. Haré lo que sea, de verdad que sí, solo… solo sed amables con esta pobre mujer.

Los rufianes en ese callejón presentes gruñeron con asco. Es Fang quien avanza con su arma en manos y se la pone en el cuello a la mujer luego de escupirle la orden que dejara de ser asquerosa y se recolocara la ropa que se había empezado a quitar.

–¿Qué tal algo de información, guapa? –pregunta con crueldad y sorna. La mujer solo tiembla mientras los demás rufianes impiden que los niños vean la escena, es demasiado para ellos, luego explicaran, luego volverán a su papelito de señores inofensivos que jamás lastimarían ni a una mosca.

La mujer asiente con lágrimas ardientes en los ojos.

–¿A dónde lleva esa carreta con niños? –gruñe Fang con ojos rojos por la furia.

–A los molinos, todas las carretas con niños van hasta los molinos. Mientras más abandonado más niños habrá.

–¿Hay varios? –pregunta lo evidente Narizotas, espantado por la idea. La mujer asiente con fuerza nuevamente.

Al ver lo enfurecidos y horrorizados que estaban esos desconocidos enormes y peligrosos, la temblorosa señora se adelanta a quitarse peso de encima.

–No, no trabajo con esa gente… solo… solo me pagaron por mantener la boca cerrada, lo juro, lo juro, solo soy una mujer desesperada por sobrevivir.

Esa parte, esa es la parte que, con horror, los niños llegan a oír.

–Ya sabréis ustedes lo complicado que es sobrevivir ¡sobre todo siendo mujer! O te vas a la Iglesia o a la calle, siempre acabas de la misma forma elijas lo que elijas. Llena del desahogo de un hombre que no te ve como algo más que un objeto desechable –la palabra "desahogo" tiene un significado que enferma a Hans cuando se da cuenta de que es el único que ha comprendido del resto de los niños. Demasiados altos cargos de supuesta gran hombría, demasiados soldados de lenguas largas, ha escuchado lo mismo miles de veces, la misma hazaña, la misma diversión. Ahora veía la otra versión de aquella oda a la masculinidad, ahora se sentía asqueado por aquella necesidad varonil que algún día, según todos esos malditos hombres, terminaría saciando de una forma u otra.

Anna quiere vomitar por las cosas horripilantes que la mujer empieza a narrar. Comienza a llorar cuando Tor se sienta a su lado, la envuelve en un abrazo y le tapa los oídos para que deje de escuchar. Lo mismo, a los pocos segundos, hace con Rapunzel y Elsa.

Cuando la señora acaba, Hans sencillamente se acerca con una gran gema en apretada contra el puño, se la deja en la mano y le pide, o tal vez le exige… o quizá le ruega, que jamás vuelva a aceptar los pagos de ese tipo de gente que se lleva a los niños y que, si puede, nunca más vuelva a los pagos de ese tipo de gente que con ella se quiere "desahogar". La mujer jura así hacerlo y se queda de rodillas por largos segundos, intentando besar los pies de ese niño bendito que le acaba de arreglar la vida, viéndolos partir rápidamente hacia los molinos, observando maravillada y lloros la gran gema que entre sus manos prometía un destino mucho mejor.

Mientras aún se siguen culpando por lo ocurrido y piensan desesperados en cómo llegar hasta allá lo más rápido posible, mientras Anna y Rapunzel tratan de tranquilizarse por el asco que aún sentían por las narraciones de aquella pobre mujer, mientras Hans intentaba calmar los odios hacia su propia persona que ahora mismo sentía con algo de ayuda de Jack –pues él apenas se siente enfermo por lo de aquella mujer, las ventajas de la inocencia–, Elsa ve de lejos a la misma gitana que antes y, para espanto de todos los demás, va hacia ella usando el hielo para atraerla al mismo tiempo.

Vigilando que no haya nadie cerca, impidiendo el paso de su cabra con un grueso muro de hielo, tira a la muchacha el suelo, se sienta en su regazo bruscamente y vuelve a poner hielo filoso y ardiente contra su cuello.

–¿Cómo llego a los molinos rápidamente? –la muchacha solo respira con dificultad y terror–. Mismo trueque que antes, estúpida, responde ahora.

–Por favor… por favor no me hagas…

–¡He dicho que me respondas!

–Elsa, detente, me estás asustando –solloza Rapunzel, pero a Anna y a Hans la mirada se les oscurece por la rabia. Antes de Jack pueda intentar calmarlos, ellos ya están amenazando a la desconocida junto a Elsa–. Por favor, chicos.

–Habla –insiste Hans con los puños temblándole de la pura ira–. ¡Habla ya, maldita sea!

–No… no lo sé, lo juro.

Anna hace una mueca –No te creo –escupe moviendo el brazo de Elsa para que el hielo apriete más su cuello.

La gitana solloza con fuerza. –¡No sé! ¡No sé!

–Niños… –intenta Vladimir esta vez, tomando los hombros de Hans y Anna.

–¡Ella conoce mejor está ciudad que nosotros! –ruge Hans, desesperado, volteándose hacia el resto de sus acompañantes–. Debe conocerse alguna ruta, algún medio rápido. Para empezar –dice volviendo a ver a la adolescente–, ¿cuántos molinos son usados para encerrar o lo que sea que se haga con los secuestrados?

–Siete, son siete. Ese carrete creo que va al que está cerca del bosque que limita con Riquewihr un pueblo cercano. No sé más, juró que no sé más –insiste entre lagrimones. Elsa no deja de verla con furia. Si esa idiota hubiese hecho algo, si les hubiese avisado con tiempo, si no hubiera intentado conseguir algo a cambio, si hubiera sido una puta persona decente ya hubieran detenido la carreta y su Hiccup estaría a salvo. Era todo culpa de esa idiota, de esa maldita francesa, no de la gente que se había llevado a Hiccup y a Mérida, no de la mujer que había sido pagada para mantener la boquita bien cerrada. No, en lo absoluto. Toda era culpa de esa imbécil de ojos verdes, su Hiccup estaba en peligro por su maldita culpa y Elsa vaya que se lo haría pagar, para que comprendiera que tenía que ser mejor persona la próxima vez.

Los rufianes se cansan de todo, Narizotas toma a Elsa de la cintura, la alza como si fuera una pluma y gruñe algo de dejar en paz a la muchacha que ya les había dicho todo lo que sabía. La princesa de Arendelle patalea y lloriquea mientras que el mundo a su alrededor seguí avanzando hacia las indicaciones que esa maldita francesa les había dado. No era justo, no era justo en lo absoluto y se lo dejaba muy claro a Narizotas con los golpes –débiles aunque ella creían que eran contundentes– que dejaba en su espalda.

Lloraba de la rabia y la ansiedad, ¿por qué no le dejaban hacer la justicia debida? Su Hiccup, su precioso y amado Hiccup estaba en peligro de muerte y era todo culpa de esa maldita idiota, todo era culpa suya y debía de pagarlo, merecía un castigo por lo que había hecho, y era ella, Elsa, quien tenía que brindárselo. Su Hiccup, el muchacho que ahora estaba dispuesta a llamarle el amor de su vida estaba en peligro y tenía a la culpable donde la quería hasta que uno de los padres de Rapunzel decidió que no, que ella no vengaría el nombre de su amado vikingo.

No era justo, maldita sea, no era nada justo.

Pero en algún momento, por el agotamiento que comenzó a sentir, por las fuerzas que quería guardar para proteger a su Hiccup –y bueno, va, a Mérida también–, sencillamente se dejó tendida sobre el hombro de Narizotas, llorando desesperadas y rogando –no sabía si lo hacía en su cabeza o en voz alta– que se dieran la suficiente prisa para llegar hasta su vikingo.


41 horas después del beso entre Hiccup y Elsa.


Jack y Elsa, junto a los rufianes que acababan de volver de los demás molinos, acompañados por una legión de niños secuestrados que duplicaba, tal vez incluso triplicaba, la cantidad de rufianes, llegaron llenos de sangre y con miradas pérdidas en el vacío. Cuando los niños se fueron, por invitación de Alberto, hacia el castillo de Adam, acompañados por la jauría de lobos de Anna para que nada malo les ocurriera, los niños de hielo parpadearon ante la imagen que tenían de Tadashi y Mérida, dormidos en el suelo, abrazados, con sonrisas en el rostro, con algo de sangre en el vestido de la princesa inglesa. Entonces, señalaron a uno de los dos chicos nuevos con sus pálidos dedos.

–¿Quién ese es? –cuestionó Jack, refiriéndose al chico que dormía con Mérida abrazada a su cuerpo.

–Creemos que se llama Tadashi –contesta Hiccup, aun intentando comprender por qué Mérida se había comportado así con el desconocido, concentrándose de golpe en el cuerpo lleno de sangre ajena de Elsa, yendo rápidamente a ver cómo estaba.

–Creéis –repite Jack acusatoriamente, intimidando bastante por su mirada neutra y su cuerpo lleno de sangre.

–Se llama Tadashi –dice Elsa, luego de aclararle a Hiccup que no, que evidentemente esa no es su sangre, mirando fijamente al fantasma.

–Ah. –dice Jack con simpleza, comprendiendo de inmediato todo aquel conocimiento que Elsa le había confiado con tan solo tres palabras.

–¿Y tú cómo lo sabes? –cuestiona Anna.

–De la misma forma que tengo poderes de hielo y de la misma forma que vi y os ayude a ver a Jack –responde con un tono obvio.

–¿Qué? –suelta Rapunzel alzando una ceja.

–Exacto.

Se quedan en silencio, hasta que Jack apunta a Alberto.

–¿Y ese?

–Me llamo Alberto Scorfano.

–Hola Alberto, mucho gusto en conocerte. Yo soy Jack Frost.

–Hola Jack, también es un gusto conocerte –asiente el muchacho moreno, aún mirando a su amigo, empezando a suponer por qué seguía abrazado y sonriente a esa desconocida–. Supongo, entonces, que ella es tu obra prima –susurra más para sí mismo y para su dormido amigo que para los demás presentes, pero ellos logran escucharle, y logran confundirse por las palabras tan extrañas que pronuncia.

Todos se plantean en verdad no preguntar nada, todos a excepción de Hiccup que, sin saber muy bien por qué, llega a ofenderse de gran manera.

–¿Obra prima? –repite rabioso contra el desconocido, llamando la atención de todos–. Mérida no es ninguna artesanía ni posesión de nadie, pedazo de idiota.

Alberto gruñe de la indignación, los amigos de Hiccup abren los ojos, sorprendidos de como ese día que ha pasado atrapado en las bases subterráneas de unos molinos junto con Mérida han hecho que ahora el vikingo salte tan rápido a defenderla. Elsa lo observa también algo sorprendida, más que nada por el hecho de que haya pronunciado el nombre de la princesa inglesa el lugar de algún apodo o gentilicio ofensivo.

–Hiccup, me parece que no se refería a eso –intenta calmarlo Hans, pero el vikingo ya se está acercando con rabia al desconocido, tomándole del cuello de la camisa retándole con gruñidos y ojos verdes brillando con la toxicidad de la violencia vikinga.

Alberto, quien ha visto mandíbulas más aterradoras, ojos más amenazantes y personas más violentas a lo largo de su vida, no se altera ni se espanta. Solo frunce el ceño contra el iracundo chico cuerpo tembloroso, le gustaría pensar que temblaba porque en verdad le había dejado sin palabras la falta de reacción, pero sabía que era la ira y la indignación lo que hacía retumbar su cuerpo entero.

–¿Crees que soy lo suficientemente idiota para no reconocer a los de tu tipo, idiota? –le pregunta entonces, sorprendiendo a Alberto.

¿Él sabe qué…? No, eso es imposible, sin agua de por medio no tendría manera de saberlo.

–¿Scorfano? –repite con sorna y crueldad, apretando más la ropa de Alberto–. Ese nombre es de los romanos, no nos tomes por tontos.

Los norteños y los rufianes tiemblan ante la mención de la gente que hace pocos siglos reinaban con puño de acero sobre casi todo el territorio de la inmensa Europa. Si a los franceses se les tenía manía en todo el continente, a los romanos se les tenía un asco que la gente no podía con ello. Niños norteños y adultos rufianes tiemblan ante la idea de que ese completo desconocido, ese que ha venido acompañado del chico de rasgos extraños que ahora mismo abraza a Mérida, ese muchacho de piel bronceada y oscuro cabello rizado, ese muchacho era descendiente de los romanos, de esos malditos tiranos que cayeron por no poder pagar el gran precio del gran poder.

Alberto solo parpadeó, honestamente confundido.

–¿Ro qué? –preguntó ladeando la cabeza, haciendo que el agarre de Hiccup se suavizara por su confusión–. No sé mucho de geografía, la verdad, ¡espérame un segundo! Que Tadashi sabe más de esas cosas.

Todos parpadearon confusos al ver como el chico se le escapaba como aire entre las manos de Hiccup y se encaminaba determinado y sonriente hasta Tadashi, el chico que, para molestia de todos, seguía durmiendo y cubriendo con su cuerpo a Mérida.

Le dio unos toquecitos en la mejilla derecha, el muchacho parpadeó pesadamente hasta finalmente medio despertarse y mirar a su amigo. Cuando intentó levantarse un poco, Mérida renegó contra su pecho y lo apretujó cerca suyo con firmeza. Tadashi casi se retuerce y suelta risas por la ternura de su obra prima.

–¿Qué pasa, Alberto? –pregunta pasando sus largos dedos por el cabello de Mérida para tranquilizarla.

–¿Quiénes eran los romanos?

Tadashi alza una ceja, algo burlona, algo indignada. –Admiro tus ansias de aprendizaje, Alberto, pero ¿realmente este te parecía el momento correcto? ¿realmente tu curiosidad no podía aguantar un poco más?

–¿Un poco más? –masculló Hans contra Anna, con los brazos cruzados–. Llevan así casi una hora.

–Y que lo digas –asiente la menor de las princesas de Arendelle.

Alberto se limita a apuntar a Hiccup, que sigue intentando comprender como aquel desconocido se le había escurrido con tanta facilidad de las manos.

–Me está diciendo que soy romano, pero yo no sé ni que es un romano.

Algo perezoso y sin moverse demasiado, Tadashi dirigió su mirada rasgada y marrón –ese tipo de mirada que ninguno de ellos había visto en toda su vida– a Hiccup. Alzó una ceja, algo ofendido de que a su amigo se le señalara como la mala calaña de la sociedad romana –que sí, que tenían muy mala fama, pero siempre quedaba un poco de respeto y admiración por aquellos que sus antepasados fueron respetables romanos–. Y hecho eso, se puso a pensar.

Cierto era que Alberto, según sus propias narraciones y el fuerte acento que había utilizado por casi todo un año con él, definitivamente era parte de los pocos pueblos ostrogodos que aún mantenían respeto por sus tradiciones perdidas romanas, cierto era que, por lo que había narrado del pueblo en el que había nacido y sido criado, se podría decir que Alberto, siendo el monstruo marino que era, era originario del Mare Nostrum, lo que en un futuro sería el mar mediterráneo con sus cuatro divisiones. Aquello era cierto, pero ¿acaso estaría diciendo la verdad al negar o afirmar la relación de Alberto con aquella nación caída y que cada día se derrumbaba más?

Tadashi, agarrando con dulzura y firmeza el cuerpo de su obra prima para acomodarla para que siguiera durmiendo entre sus brazos, logró sentarse para observar bien a su amigo moreno, aún con Mérida disfrutando de una buena siesta en sus brazos. Puso su mentón por momento en una de sus palmas y siguió pensando con calma, frente de los desconocidos que rebuznaban contra la idea de que la chica de mirada segura y melena incontrolable descansara abrazada a él. El filósofo aventurero intentó ignorar la molestia que esa indignación le causaba, ¿Quiénes eran ellos para no permitirle abrazar y dejar que su obra prima reposara con seguridad en su abrazo? Había pasado meses buscándola… no ¡la había buscado toda la vida! Estaban muy mal de la cabeza si en verdad creían con todas sus fuerzas que él volvería a permitir que alejaran a esa muchacha de su lado. Catorce año, pronto quince, sin ella, un error que no volvería a repetirse en la historia.

La única que no parecía molesta era una chica de cabello y piel blancos como la nieve, con ojos azules como el cielo y bañada en sangre ajena. El otro muchacho de color pálido tampoco parecía indignarle las acciones de Tadashi, pero parecía más indiferente que aprobatorio, como si aquello fuese algo normal, algo que ya era tan común que poco o nada significaba.

Tadashi explica en voz baja y con calma porque Alberto, a pesar de ser de una zona poblada por orgullosos descendientes romanos y a pesar de que, siguiendo las lógicas de la geografía, él pertenecía a ese pueblo, no era ni jamás podría llegar a ser romano. Porque sencillamente no le habían criado así –no le habían criado en lo absoluto, en verdad– y él realmente no tenía interés en formar parte de esa gente. Y no es que Alberto lo hubiera decidido o dicho en voz alta, pero Tadashi conocía perfectamente a su mejor amigo, conocía sus principios, sus normas con respecto a la moral, sus definiciones de bien y mal, Alberto no era ni sería jamás un romano.

–Vale, guay, interesante –asintió Hans–. ¿Puedes soltar ya a la inglesa?

–Ni muerto.

–¡Deja ya a Mérida! –chilló ahora Rapunzel, Jack le palmeó un hombro.

–Déjalos, según Elsa y el viento está bien que estén así.

Todos parpadearon confundidos, Tadashi, sin saber por qué, se aguantó unas buenas carcajadas. Aquello era sencillamente ridículo, demasiado divertido.

–¿El viento? –repitió Anna.

–El viento –asintió Elsa–. Que, al igual que el agua, nunca olvida.

Alberto abrió la boca, completamente confundido, Tadashi quería advertirle que cerrara la boca antes de que se tragara algún bicho, pero la criatura marina fue mucho más rápida al comenzar a hablar.

–Suelta a la chica, nos volvemos con Adam, esta gente está loca –exigió señalando uno a uno los personajes que mencionaba. Tadashi, ofendidísimo y sintiéndose traicionado, apretó con fuerza el cuerpo de Mérida.

–¿Qué? ¡Claro que no! Yo voy a donde vaya Mérida. Y hasta que despierte me quedo aquí con ella.

–Pero ni siquiera la conoces.

–Es mi obra prima de felicidad, Alberto, ¡la he buscado toda la vida!

–Ya, ya, ya, muy bonito… ¡pero no la conoces! Ya a esta gente le faltan todos los tornillos.

–Eso no ha sido muy amable que digamos –masculló Jack lo bajo–. ¿Por qué te parece tan malo que escuchemos el viento? Tú te has asustado cuando Hiccup dijo que conocía a "los de tu tipo", pero luego no sabías a qué se refería con romanos –Tadashi y Alberto empezaron a temblar por la voz indiferente y carente de sentimientos que Jack usaba, también por esos ojos que se clavaban en el cuerpo de Alberto, pero, sobre todo, por toda la sangre que seguía cubriéndolo–, ¿quiénes son los de tu tipo, Alberto Scorfano?

El monstruo marino empezó a temblar con intensidad, las manos comenzaron a sudarle y las ganas de salir corriendo lejos de allí le abrazaron con la misma crueldad y asco que solía hacerlo su padre. Tragó con saliva con dureza, observando aquella muerte azul descorazonada, aquel alma errante vinculado con fuerza a la reina que seguía durmiendo.

Alberto retrocedió un paso que Jack intentó recuperar, con la misma expresión que antes, pero Elsa le puso la mano sobre el cayado, apretando con fuerza la madera congelada.

–Nos lo explicará cuando se sentía preparado, Jack. Hay gentes que necesitan tiempo para confiar, gente viva, que tiene cosas que perder.

–¿Gente viva? –repite temeroso Alberto, Elsa le mira con una sonrisa casi burlona, casi maternal.

–Tú estás vivo, ¿verdad que sí? –preguntó Elsa tan dulcemente que recordaba a una maestra preguntándole pacientemente a un alumno cuánto era 2 + 2. Alberto, todavía asustado, se limita a asentir–. Pues hay gente que sigue caminando y viviendo, pero que no está viva.

–¿Qué?

–Eso mismo que te estoy explicando.

–No estás explicando nada –acusó Alberto.

–Es cierto, nunca explicas nada –corroboró Hans, cruzando los brazos a modo de reproche. Elsa se hundió de brazos, Jack apretó los labios para no reírse–. Tú tampoco, Frost, no te rías.

–No me rio porque le echéis cosas en cara, me rio puesto a que no entendéis nada.

–¡Nunca explicáis nada! –vociferó Hiccup alzando los brazos–. ¿Cómo se supone, entonces que entendamos algo?

Jack y Elsa se miran entre ellos, con esa complicidad que nadie más logra comprender que bien o de qué trata, se dan cuenta de lo sorprendente que era esa unión que se había formado entre espíritu y puente, una unión que sencillamente aumentaba más y más a cada segundo, como si ahora el entendimiento de las rarezas de sus vidas y las vidas ajenas tuvieran más sentido por estar juntos. Entonces miran a sus amigos con esos ojos desenfocados y brillantes que inspiran confusión, y se hunden en hombros con esas sonrisillas que jamás dejan nada claro.

Era para matarlos.

Tadashi solo se aguanta las risas mientras aprieta con cariño el cuerpecito de Mérida.

Se veía algo más joven que él, aquello también le había sorprendido –no tanto como la sangre o el gran cansancio de su cuerpo, pero sí que lo había dejado asombrado–. Tal vez fuese dos años o tres mayor que su obra prima, pero, bueno, ¿aquello realmente importaba? Se veía más cansada de lo que esperaba, aquello lo había notado en su mirada adormilada, diferenciándose muchísimo de los ojos seguros y algo amenazantes que en sus sueños veía. La Mérida de sus brazos no se parecía mucho a la de sus sueños, pero que viniera alguien a decirle eso objetivamente, a decirle que, posiblemente, esa no era su chica de los sueños, la paliza con libro que Tadashi le había dado a esa hechicera se quedaría muy corta con respecto a lo que estaría dispuesto a hacer en esa situación.

Mérida era su chica de los sueños, su chica de la profecía, su obra prima… Y quien quisiera decirle lo contrario se enfrentaría a toda su furia.

Y pensar que hace tan solo unas horas no podía tan siquiera imaginarse llegar a conocer a la chica de sus sueños –literalmente– tan pronto.

Tadashi miró a Mérida con una sonrisa que le viajaba de oreja a oreja, mientras a su alrededor una discusión colérica y acusatoria se llevaba a cabo sin afectar en lo más mínimo a una parte de susodicho enfrentamiento. Quitó algunos mechones alocados y naranjas del rostro pecoso de su obra prima, solo para verla mejor, para contemplarla con la adoración que ella y solo ella se merecía. Tadashi todavía no lo sabía, pero aquel puesto de reina que algún día tendría Mérida tan solo ayudaría a aumentar la adoración que sentía por ella.

Suspira como un bobo enamorado, porque eso es lo que es. Aunque sea cierto que no la conozca, aunque sea cierto que no era cómo él esperaba conocerla, a pesar de que no había compartido casi ninguna palabra. A pesar de todo eso, Tadashi sabía que la amaba y que a dónde ella fuera, él iría, sabiendo que todo lo que ella pidiera, él se lo daría. Sabiendo que ahora era un vasallo del amor que sentía por ella. Amor cortés, lo llamaban algunos, Tadashi prefería llamarlo amor puro y correcto.

Sí, su hermosa obra prima de felicidad. Jamás conocería nada mejor.

Elsa le sonrío cuando él finalmente reaccionó a la inamovible mirada que sentía sobre él. Esa mirada de púas de hielo que se clavaba en el cuerpo.

–Me alegro mucho de que ya os hayáis reencontrado, os ha costado mucho esta vez –felicita con una voz melosa–, también es cierto que vuestros lugares de nacimiento lo han dificultado bastante, que pudisteis no hallaros, pero, bueno, la cosa es que lo habéis hecho.

–¿Cómo dices? –esa pregunta es todo lo que el muchacho asiático logra decir antes de que una nueva sarta de preguntas y molestias mal echadas a cara comience. La chica albina, aún cubierta por mucha más sangre de lo que a nadie le parecería cómodo, se limitó a reír encantadoramente, como un lindo angelito –uno homicida–, como un tierno querubín. Tadashi solo parpadeó confundido mientras la pelea se detenía y todo el mundo se preguntaba qué narices estaba haciendo ahora Elsa.

Y cuando Jack, aquel niño muerto que seguía caminando entre vivos por algún motivo que ni Tadashi ni Alberto entendían– decidió acompañarle en las risillas, sencillamente el resto de los seres humanos normales y que sí explican lo que piensan, dicen o hacen decidieron que no tenían ni la energía ni las ganas suficientes para intentar comprenderlos por completo ese día. Así que Anna se dejo mimar por su manada que acababa de volver, Hans se sentó a bufar molesto apoyado en los lomos de Citrón, Rapunzel murmullo algo de su cabello enorme manchado con sangre, Hiccup insistió en buscar un río en el que bañarse, Alberto sudó nervioso por la idea de tocar agua frente a todos esos desconocidos, Tadashi siguió acariciando de forma automática los rulos de Mérida siguiendo un patrón que, no lo sabía él, traía consigo años y años de práctica, Jack y Elsa asentían ante la idea de quitarse la sangre de encima y, entre comentarios, bufidos, reproches y lametazos de lobos, Mérida finalmente se estiró entre los brazos de Tadashi y abrió los ojos para anunciarle al mundo que ya había tenido suficiente siesta.

Miró al mundo, a algunos amigos cubiertos de sangre al igual que a todos los padres de Rapunzel, a Anna y Hans con sus inmensos grupos de animales, a un chico moreno que no conocía en lo absoluto y al muchacho de preciosos ojos marrones abrazándola tiernamente. Cuando el azul y el marrón se cruzaron, cual cielo y tierra se conocieron, la tierra hizo florecer los frutos de un amor milenario.

Con los ojos llenos de amor, Tadashi dijo. –Buenos días, Mérida.

–Buenos días, Tadashi –le respondió ella con una sonrisilla.


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Estoy disfrutando inmensamente escribir sobre Tadashi y Mérida, es que son tan maravillosos juntos, no puedo evitarlo.

Introducir a Esmeralda en verdad era algo que iba a tener más importancia, pero que ahora mismo no estoy segura si querer hablar más de ella –tenía planeado que ella fuera una niña secuestrada, no una oportunista–. Quería, más que nada, añadirla por el contexto histórico que los gitanos tienen en Europa, para cambiar y alterar un poco, más que nada, la vista de los que serían miembros de la realeza –y lo saben, por lo que Rapunzel no cuenta–. Pero al final decidí no venirme muy arriba, cortando la parte de que pasaba dentro de los molinos y sencillamente me parecía más adecuado tener a Elsa perdiendo por nervios para salvar a Hiccup.

Sé que comenté que en esta historia se podría llevar a cabo el trope de "almas gemelas" pero es que se me ha ocurrido algo mucho mejor que ya se deja entrever con el comentario de Elsa.