La cruzada de la última DunBroch.

Capítulo XV.


Mérida comienza su explicación sonriente una vez todos entran en completo silencio. –El ujier, técnicamente, de un palacio o castillo es un sencillo portero, quien abre los portones y deja que los invitados o extranjeros pasen, saluda amablemente y espera a que salgan o entren nuevos personajes para abrirles la puerta. Pero en mi reino, en DunBroch, quiero cambiar eso. El ujier sería la primera línea de defensa por decirlo de algún modo, es por eso por lo que creo que sus terrenos deberían ser las fronteras norteñas, los límites que chocan con el mar y los pueblos nórdicos paganos. El ujier tendrá que ser aquel que tenga el conocimiento y prudencia exactos para decidir quién tiene derecho a entrar y quien no. Considero que Hiccup, no solo por conocer el resto de las tribus y grupos vikingos, si no por sus instintos protectores, es el indicado para este cargo. Confío las puertas más delicadas de mi reino a Hiccup, confío en que él sabrá elegir quien es digno de nuestras tierras y quien no, confío en que Hiccup, al igual que todos ustedes, sabrá decidir qué es lo mejor para DunBroch, su gente y su seguridad. Y como señor de las tierras del norte, como lord de la zona más cercana a los vikingos, y por razones más que evidentes, aparte de ser el ujier real de DunBroch, serías el señor de los dragones.

Uno que otro suelta una risilla al ver cómo Hiccup se infla el pecho ante sus títulos y futuras responsabilidades con una inmensa sonrisa orgullosa recorriéndole todo el rostro.

–Señor de los dragones, ujier real… me encanta como suena –afirma sonriente, asintiendo mientras mira fijamente a Mérida a los ojos–. No te defraudaré, Mérida, eso lo puedes tener seguro.

La muchacha solo soltó una risilla. –Ya estoy segura, Hiccup. Ahora, los siguientes terrenos son los que serán ocupados por nuestro abanderado, el encargado de mostrarle al resto del mundo nuestros principios y derechos más básicos, aquel que llevará con honra y orgullo los colores del reino. Nuestro abanderado tendría que ser aquel que se encargue de las tierras suroestes, aquel que tiene el mar de norte y a las tierras de Inglaterra como fronteras. Quiero que Alberto sea mi abanderado, porque quiero el resto de los reinos e imperios sepan que dentro de mis fronteras se tienen que esperar absolutamente de todo, que sus normas de lo común y lógico no aplican y jamás aplicarán en DunBroch.

Aunque estaba sonriendo como un tonto, Alberto no puede evitar preguntar lo siguiente con una sonrisa ladina y una de sus cejas oscuras alzadas. –Así que, como soy un monstruo marino estoy a cargo de una costa ¿acaso mi apodo es el señor de los mares?

Mérida ríe sarcásticamente con algo de molestia.

–Pues no ibas a serlo, pero ahora por listillo te quedas con ese apodo.

Tadashi pone los ojos en blanco. –¿Realmente tenías otro apodo para él?

Cruzada de brazos, la futura reina responde. –Pues teniendo en cuenta lo que me propusisteis de un reino donde todo tipo de criaturas pudiesen convivir, había pensado en el Señor de la Nueva Era, porque, innegablemente, hacer algo como esto sería un gran cambio para todo el continente, una nueva era sobre todo para aquellos pueblos y reinos que sigan cazando a los que son como tú, además de que también supondría un gran cambio para tu raza al tener un lugar donde resguardarse y estar eternamente protegidos.

Mientras Tadashi y Alberto se removían un poco incómodos por la falta de confianza que había depositado en la originalidad y creatividad de su futura reina, Mérida se limitó a sonreír con suficiencia y proseguir con su presentación de los puestos y los apodos que había pensado para el resto de sus seguidores/amigos.

–Antes de que os quejéis de por qué tendréis terrenos tan alejados –comienza con las manos extendidas como para tranquilizarlos mientras miraba fijamente a Elsa y a Hiccup–, quiero que comprendáis que, en nuestros primeros años, todos viviremos juntos en mi castillo de la capital de DunBroch, y, asumiendo que os casareis y tendréis varios hijos, estos terrenos serían más que nada herencias que vuestros verdaderos hogares al llegar, así que, hasta que no tengáis herederos repartiré vuestras tierras con los padres de Rapunzel. ¿De acuerdo? –algo avergonzados por la mención de su inevitable futuro compromiso con el que tan cómodos estaban, Hiccup y Elsa asienten levemente llevando su mirada a sus dedos al notar lo increíblemente interesantes que eran–. Bien, a Elsa quiero darle el puesto de capellana, quiero que sea ella, quien comprende la naturaleza mejor que nadie, quien se encargue de mantener en orden a aquellos que al pueblo lideran con sus promesas acerca del paraíso cristiano. Quiero otorgarte el control de aquellos que dicen compartir la palabra de Dios, quiero otorgarte la pluma que escriba las misas que mi gente escuchará confiando en que la naturaleza y el buen juicio te guiarán. Confío igualmente en tu magia, en ese poder inigualable que estoy segura de que podrá hacernos ganar una infinita cantidad guerras y batallas, te confío a ti la tierra que directamente fronteriza con Inglaterra. No sé si te hace falta más apodo que el que ya tienes, pero, si así me lo permites, creo que el título de Señora de los Vínculos de la Naturaleza te quedaría muy bien.

La mayoría de los niños no pueden evitar soltar risillas y bromas cuando ven a Elsa sonriendo tontamente, con la mirada desviada de cualquier punto que no fuera Mérida y con las mejillas tan rojas como la cabellera de su futura reina.

–Llevaré el nombre con orgullo, te lo aseguro –asegura todavía sin atreverse a mirar a Mérida, aun sonriendo pero ahora siendo abrazada por Hiccup.

–Seguimos nosotros –asegura algo impaciente Jack a lo que Rapunzel, sentada a su lado, asiente fervientemente sin parar, haciendo reír a Anna por el tintineo de sus cuencas de hielo–. Dime que seguimos nosotros.

Mérida suelta una risilla mientras niega con la cabeza por la emoción y la energía de sus primeros soldados. –Sí, sí seguís vosotros. Imagino, Rapunzel, que vas a querer quedarte con lo de Hija de más de cincuenta Rufianes, aunque también me parece correcto el apodo de La Segunda Señora.

Rapunzel ladea la cabeza. –¿La Segunda Señora?

–Pues fuiste la primera mujer en unirte a mi cruzada, quien en el futuro será mi mano derecha. Cuando no pueda ser yo quien cuide de mi reino, estoy completamente segura de que podré dejarte ese cargo con total confianza de que tomarás las mejores decisiones. Confiaré que tengas los mejores consejos, confiaré en que estés ahí para mí cuando lo necesite. Tu terreno, al igual que Jack, será una de las tierras que limita directamente con la capital, una de las tierras que está completamente conectada en toda forma con mis tierras. Fuisteis los primeros en unirse, es por eso por lo que os quiero lo más cerca posible.

Para cuando Mérida voltea para ver a Jack, este sonríe de oreja a oreja.

–¿Puedo ser llamado el Señor de los Conejos? –pregunta mientras alza a Nix con orgullo, la coneja, confundida, mueve con algo de brusquedad sus patitas diminutas y negras. Notando su incomodidad, Jack vuelve a recolocarla en su cuello y le da unas cuentas caricias para tranquilizarla. El resto del grupo suelta risas mientras Hiccup y Tadashi insisten con que no podría intimidar a nadie con un apodo como ese.

–Había pensado en nombrarte el Señor del Invierno y del Viento, pero si te hace ilusión –responde con gracia mientras se hunde en hombros, aceptando el título que Jack quería como completamente válido–. En verdad, por vuestros poderes, había pensado en daros nombres similares a los dos –dice mirando directamente a Elsa y a Jack, quienes asienten ante la lógica idea–, pero me pareció que la gente podría comprender que estabais casados o algo así, por lo que vi mejor pensar en otra cosa.

Jack y Elsa se miraron por unos momentos intentando comprender esa posibilidad. Ambos tenían magia de hielo, eso era cierto, además de la relación directa con el mundo espiritual, Elsa había sido la primera en ver a Jack, y ambos solían comprenderse debido a que ninguno de los dos sabían realmente como lidiar con el poder sin límites que tenían. Pero Elsa era la mayor de las chicas mientras que Jack era el menor de los chicos, ambos habían establecido casi inmediatamente una relación de hermana mayor y hermano menor, incluso si se quitara de por medio a Hiccup –y tal vez a Rapunzel–, ninguno de los podía siquiera visualizar alguna remota posibilidad en la que acabaran casados. Así que ambos hicieron unas muecas algo incomodas y luego asintieron hacia Mérida. La mirada algo ofendida de Hiccup fue gloriosamente ignorada porque Mérida, que por algo iba a ser la reina, quería seguir hablando y eso significa que los demás tenían que escucharla.

–Creo que Anna y Hans deberían hacerse cargo de los terrenos en el medio de DunBroch, os encargo las tierras que más centradas, las tierras por las que podréis hacer llegar vuestros mensajes y vuestras voces al resto de zonas. A vuestro encargo, confiando en que siempre pensaréis fríamente, buscareis ayuda si la necesitáis y tomaréis las mejores decisiones, dejaré los puestos de condestable y mariscal, en vuestras manos está el honor de administrar los ejércitos y recitar las mejores tácticas de guerra cuando yo no pueda encargarme o necesite ayuda. Seriáis la Señora de las Bestias y el Mayor de los Caballeros, porque creo que estamos de acuerdo con que Señor de los Caballos no suena bien ni intimidante.

Anna alza la mano como para hacer una pregunta, Mérida, un poco molesta por la poca emoción que la menor de las princesas de Arendelle muestra, asiente para darle la palabra.

–¿Me estás encargando el tema bélico porque he sido la primera en matar del grupo? –cuestiona alzando una ceja.

–Puede –responde con algo de gracia que le saca una risa a Anna. Es entonces que Hans alza la mano.

Mientras Anna se piensa mejor los encargos dados y se da cuenta de que en verdad le gustan bastante, Hans pregunta lo siguiente. –¿Y por qué yo también estoy encargado del tema bélico?

Mérida rueda los ojos por la falta de confianza. –¿Quién de aquí te parece que ha recibido instrucción bélica? –Hans apunta a Hiccup–, vale, ¿te parece que Hiccup prestaba atención a esas cosas?

–Ya te lo respondo yo –dice Hiccup sonriente antes de que el menor responda–. No, no prestaba atención, me gustaba más buscar trolls.

–¿Trolls? –repite Rapunzel, interesadísima e inclinándose hacia el vikingo, quien asiente completamente convencido de todo el conocimiento inculcado en él gracias a Bocón–. ¿Y cómo son?

–Pues todavía no he visto ninguno, solo sé que roban calcetines –explica con el mismo tono alegre que su antiguo mentor de forja. Elsa lo mira con un poco de gracia mientras le pregunta si realmente está seguro si los trolls hacían eso, totalmente firme en la confianza que tenía en las enseñanzas de Bocón, Hiccup insiste–. Sí, calcetines, los derechos sobre todo.

–Los trolls no roban calcetines, Hiccup –corrige entre risillas Elsa–, ellos curan heridas mágicas.

Hiccup alza una ceja. –¿Y tú cómo…? Ah, claro, solo lo sabes.

–No, en verdad mi padre tenía un libro que hablaba de ello, tenía mapas y todo acerca de cómo encontrarlos –al finalizar su respuesta, Elsa sonríe encantada al ver los rostros confundidos de Anna e Hiccup, la de su hermana tenía unos tonos de indignación por la idea de que su padre hubiera compartido algo tan asombroso con su hermana mayor y no con ella.

Frunciendo el ceño, Anna preguntó. –¿Cómo es que nunca me contaron a mí de eso?

–A mí tampoco, solo me encontré el libro –le responde hundiéndose en hombros con una sonrisa aún más grande, Anna pareció relajarse un poco–, la verdad no tengo ni idea si lo que ponía en ese libro era cierto o no, pero sería genial poder contar con los trolls para recuperar DunBroch.

Hans hace una leve mueca torcida. –¿Si quiera podrías volver a Arendelle? Incluso si Runeard realmente está –Hans pasa uno de sus pulgares en el cuello y lo paso de izquierda a derecha mientras hacia un ruido incómodo y rasposo para omitirse la palabra "muerto"– eso realmente no significa que podáis pasear libremente por Arendelle.

La falta de respuesta de ambas muchachas deja muy en claro que ni tan siquiera ellas sabían si algún día serían capaces de volver al reino donde un trono las aguardaba. En verdad el tema de la tierra olvidada por Anna y Elsa era un tema de conversación recurrente entre las dos hermanas, el menor de los príncipes de las Islas del Sur y la futura reina de DunBroch.

A los más sureños siempre les había confundido la falta de ambición de las herederas del trono escandinavo, al inicio no habían llegado a entender por qué ninguna de ellas parecían tener la más mínima intención o interés en recuperar la corona por la que ni siquiera tenían batalla. En Arendelle no había ley alguna que obligara a las herederas a casarse para obtener el puesto de reina –era cierto que el matrimonio era altamente recomendado y necesario, pero no era un requisito para ser coronada–, tampoco habían muchas familias nobles que pudieran reclamar el puesto debido a que aquel reino escandinavo realmente era muy pequeño y algo alejado del resto de territorios, el Bosque Encantado los alejaba del norte y luego solo les quedaban kilómetros de mar, había poca población por lo que las riquezas se podrían repartir a la perfección entra la poca gente que había. El pueblo de Arendelle también era reconocido por querer de manera exagerada a sus princesas, aunque la mayor siempre se había preguntado si seguirían queriéndola tanto a pesar de su magia, pues en Arendelle realmente nadie sabía de los poderes de Elsa aparte de los soldados y la servidumbre del palacio, quienes vivían con sus familias ahí y realmente no tenían mucho motivos para salir y contarle a todo el mundo acerca de la magia de Elsa; era cierto, también, que las dos princesas eran el mayor orgullo del reino, pues, al igual que sus padres, siempre se habían interesado por conocer lo mejor posible a su gente, quienes entraron en confusión y en una leve depresión cuando, tras la pérdida de sus reyes, las princesas no volvieron a salir del palacio por órdenes del rey emérito, quien alegó que las niñas sencillamente estaban pasando por un luto demasiado extenso y que así lo harían hasta superar la muerte de sus padres.

La duda de las hermanas de la familia real de Arendelle venía al preguntarse qué pensaría el pueblo, toda esa gente que tanto adoraba a sus soberanos, después de enterarse que la menor de ellas había estado dispuesta a matar a su propio abuelo ¿sería el pueblo capaz de creerles si ellas justifican sus acciones por defensa propia?

La tos falsa de Tadashi detiene el pensamiento de las hermanas.

–¿Y yo qué? –pregunta luego de esperar por un buen rato su parte.

Mérida alza una ceja. –¿Cómo que tú qué? –pregunta con sorna para luego, antes de que Tadashi pudiera replicar indignado que él también se merecía un título intimidante, Mérida le rodea el brazo izquierdo para abrazárselo–. ¿Tú que otra cosa quieres aparte de ser el futuro rey de DunBroch? –pregunta para luego dejarle un beso en la mejilla al mayor de todos, quien se enrojece y sonríe tontamente en cuanto siente los suaves labios de su reina contra su piel.

Hans rueda los ojos mientras Anna bufa. –¿Podéis hacer el tonto en otro lado?

–No me da la gana –responde juguetona Mérida, aferrándose y acercándose más a Tadashi. Los más jóvenes del grupo junto a la otra pareja se van entre quejas y algunas risillas de parte de Hiccup y Elsa para dejar a sus futuros soberanos solos. Jack sigue cuestionándose por qué muestras de amor tan sencillas y poco sexuales pueden ocasionar quejas y bromas sobre arcadas, Rapunzel le insiste que es un tema personalidad y a veces de edad, Jack presenta el hecho de que él, básicamente, pronto cumplirá los dos años pero Anna, que tenía diez años más que él, no le agradaba en lo absoluto presenciar ningún tipo de muestra romántica. Hiccup, para molestia de Rapunzel, le presenta a Jack la opción de la envidia, y eso abre un nuevo mundo de posibilidades al niño fantasma que el resto del grupo quiere que ignore.

Tadashi ríe al verlos irse en medio de una discusión en la que Elsa e Hiccup están tomando algo de ventaja por ser ellos los mayores de los que quedan, Mérida aprovecha que está distraído para buscarse un lugar entre las piernas de su pareja para dejar reposada su espalda en el delgado pecho del mayor. La futura reina ronronea contenta cuando siente un brazo de Tadashi rodeándole la cintura y una mano jugueteando con sus, ahora, cortos mechones.

–Como extraño tu melena –murmura con algo de infantilismo mientras se mueve para darle un beso detrás de la oreja.

Mérida se hunde en hombros. –Yo también, pero hace demasiado calor –lloriquea a pesar de que se estaba apretujando más contra el cuerpo de Tadashi, quien se ahorra todos sus comentarios con respecto a que podría respetar un poco su espacio personal si tanto calor tenía–. ¿Sabes qué me gustaría lograr?

–¿Además de recuperar tu reino? –Mérida asiente–, tengo entendido que quieres tirar abajo cualquier red como la que había en París –el mayor se arrepiente haber mencionado aquello al sentir como Mérida temblaba entre sus brazos, él la abraza con más fuerza y le reparte besos en la cabeza para calmarla, lo que logra rápidamente pues hace ya varias semanas Mérida había aprendido que tomar profundas respiraciones le ayudaban a calmar el temor que todos esos recuerdos le ocasionaba, antes de seguir hablando, Tadashi le da un largo beso en el hombro derecho–. Perdona, no pretendía haceros recordar todo ese horrible infierno.

–No pasa nada –asegura pasando sus dedos por uno de los brazos de Tadashi–. Hay otra cosa que quiero lograr.

Tadashi asiente. –Dime, quiero saber cómo puedo ayudarte.

–Quiero hacer justicia por ellos –dice mirando fijamente la ruta por la que el resto del grupo se había ido, el vacío absoluto de esa zona es perfecta prueba de que todos ellos ya deberían de estar en la habitación conjunta que les habían dado en el Inevitable–, quiero viajar hasta Berk, hasta Arendelle, hasta la torre en Corona, hasta las Islas del Sur y hasta el pueblo de Alberto, quiero ir hasta todos esos lugares y hacer pagar a toda la gente que les lastimó… no voy a poder estar en paz conmigo misma hasta que no lo haga, hasta que no les devuelva todo el daño.

Tadashi hace una mueca ante las palabras de su pareja.

–Mi reina, me veo en la obligación moral de advertiros acerca de la venganza…

–No es venganza, es justicia.

–Podéis llamarlo justicia, pero vuestros sentimientos lo convierten en venganza –entonces el mayor toma de los hombros a la futura reina para darle vuelta y acomodarla de manera que pudiera tenerla cara a cara, una de sus manos acunó un lado del rostro pecoso de Mérida, quien a pesar de la molestia por falta de obediencia se deja acariciar por Tadashi–. La venganza infiere dolor físico a uno, y dolor psicológico a otros. La venganza es un derramamiento de sangre lleno de ira que se paga con más sangre, un ciclo de violencia que nunca acabará y cuando acaba nunca te sientes satisfecho, nunca tienes suficiente. Comprendo que quieras hacer que toda esa gente pague por sus pecados, pero os ruego, mi reina que tengáis solamente en cuenta los deseos de los otros cuando lo hagáis, tened en cuenta cómo querrán ellos ser vengados. Aunque insisto que, por muy buenas intenciones que tengáis, no os sumerjáis en el océano de la sed de venganza y justicia sentimental.

Mérida vuelve a recostarse sobre el pecho de Tadashi, aún no del todo convencida de dejar la idea de vengar los malos tratos de su amigo. La princesa insiste por un tiempo de que debería de vengarse correctamente y a su manera pues cualquiera que lastimara a un infante no se merecía ni piedad ni segunda oportunidad alguna. Tadashi le recuerda que no puede tener en cuenta solo sus sentimientos, le dice que tiene que ser consciente de que algunas víctimas, sobre todo jóvenes, mantienen sentimientos positivos por sus agresores, había ocasiones en las que no podían odiarlos ni aceptar del todo que lo que les hicieron había sido horrible.

El mayor insistió que la venganza era capaz de arrastrarla a abismos de los que le costaría muchísimo salir, le pidió ser cuidadosa puesto a que, en cuanto venganza se trataba, nunca nada era suficiente.

La gente de Arendelle sabían eso a la perfección, cuando se trata de justicia sentimental, acciones de llena de ira y rencor, cuando se trataba de venganza, nada era suficiente… ellos nunca tendrían suficiente, llevaban casi dos años sin tener suficiente.


El arzobispo de Arendelle, ya sentado en su glorioso asiento central, alzó la mano para comenzar el debate, el primero en alzarse, con el permiso de sus superiores, fue el sacerdote Larsen, antiguo amigo del difunto rey Agnarr, el hombre que tuvo el privilegio de bautizar a las pequeñas princesas en los días de sus nacimientos. Con la cabeza agachada, el sacerdote Larsen muestra sus respetos al arzobispo antes de comenzar a hablar.

–Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para dictaminar, como cada año, si el traidor a su propia sangre, el reye emérito y repudiado, Runeard de Arendelle, merece conocer finalmente su muerte para así ser castigado eternamente por las brasas satánicas o debería de vivir un año más, recibiendo la justicia de este pueblo destrozado. Estamos aquí, hermanos –continúa, con una voz mucho más alta y firme–, para decidir si es el diablo mismo o este digno pueblo con el corazón roto quién torture a esta aberración de la noble sangre real de Arendelle –el hombre de rojos cabellos y oscuros ojos observa con firmeza al arzobispo Lund–. Gran arzobispo, hermano más cercano a nuestro Todopoderoso Señor, en mi humilde opinión, el pueblo, la noble gente de Arendelle, aún tiene derecho de vengar a sus princesas, muertas en nieve o por fauces bestiales por la culpa de un esperpento de hombre, por culpa de su propia sangre.

Nadie nunca lo había comentado, pero al sacerdote Larsen, dentro de los hombres de la Iglesia, era el más entristecido por la muerte de las princesas. El hombre se había condenado a sí mismo todo este tiempo, creyendo que el destino terrible de su futura reina y su princesa había sido culpa suya al no haberlas bendecido el día de su bautizo correctamente, por no haber orado lo suficiente por ellas. Tal vez, solo tal vez, si se lo hubiera rogado aún más de lo que hizo a su Dios, tal vez las niñas seguirían vivas, tal vez si las hubiese alejado completa y correctamente del pecado original, si hubiera hecho mejor su trabajo, tal vez seguirían vivas, tal vez seguirían entre ellos. Aquel dolor se escuchaba en sus llantos de medianoche, en sus oraciones silenciosas llena de solitarias lágrimas, en cada silencio abrumador que llevaba a cabo en cada confesión de algún pueblerino que solo quería llorarle a un hombre de Dios la pérdida de las princesas, aquel dolor, hoy día, se escuchaba en su rabia y tono de voz.

El señor Lund, a pesar de los asentimientos y murmullos positivos del resto de los hombres presentes, hace una leve mueca de decepción y niega levemente su cabeza.

–Hermanos míos, en las anteriores veces que nos reunimos cometí un terrible error –habla el arzobispo con esa voz potente e inmensa que resuena por toda la estancia–. Mea culpa, hermanos míos, mea culpa. En anteriores reuniones acepté el prolongado castigo de este más que terrible pecador pues, como todos los aquí presentes, sé a la perfección que nuestra posición de humanos es el limitante que tenemos para elegir entre la vida y la muerte ¡No somos digno de alterar los designios de nuestro Gran Señor! –el hombre incluso llega a levantarse, el resto de eclesiásticos se miran entre ellos, confundidos por las palabras de su arzobispo, se limitan a enmudecer para que su líder concluyera con su propuesta–. Pero hermanos, he permitido que las sangrientas y diabólicas garras de la venganza llenen los puros corazones no solo nuestros si no de la gente que ahora protegemos por la falta de líder político. Hemos permitido que el odio nos desborde el corazón, que la ira nos nuble la vista, hemos partido que el rencor guíe nuestros actuares. No somos justos, hermanos míos, no estamos siguiendo los designios de Dios… estamos usando a nuestro Señor como excusa para castigar a un hombre que nosotros no hemos de castigar, eso es designio de otro ser, hermanos míos.

Los hombres de la Iglesia agachan las miradas y ocultan partes de sus rostros tras sus envejecidas manos, se cuestionan las palabras de su arzobispo, se preguntan si realmente se han dejado llevar demasiado por todos esos sentimientos terribles de su corazón, se preguntan si realmente Runeard merece el final de su vida. El sacerdote Larsen, sin embargo, se mantiene con la mirada fija en el arzobispo Lund, no lo está retando, no le juzga ni se enfurece, le cuestiona, le pregunta verdaderamente si ha hecho mal todos esos años. El arzobispo le otorga una mirada cansada y llena de empatía, todos se han equivocado, cada uno de ellos estaba completamente convencido de que el rey emérito Runeard se había merecido cada herida, pero, ahora que replanteaban que había significado en verdad toda esa violencia, dudaban incluso si Dios llegaría a perdonarlos.

–Hoy Runeard, rey emérito de Arendelle, traidor de su sangre, asesino de las herederas de la corona de nuestro glorioso reino será humillado, torturado y asesinado públicamente –expone firmemente el arzobispo Lund–. Que el pueblo sepa, que el pueblo escuche, que el pueblo vea… hoy acabamos con la vida del monstruo que ha manchado con su inmundicia la historia de esta nuestra noble patria.

Los primeros que pudieron enterarse de la decisión de la Iglesia, quien había tomado el poder político hasta lidiar con el problema de Runeard y luego comenzar la búsqueda de un nuevo portador de la corona, fueron los trabajadores del castillo de Arendelle. A los soldados que vigilaban el palacio se les pidió reunir a toda la servidumbre para otorgarles la noticia correspondiente al juicio del año contra el traidor de la familia real. Intentaron no hacerlo, pero muchos creyeron que tal vez, y solo tal vez, el rey emérito había confesado nueva información que les diera nuevas pistas para encontrar a las niñas del palacio, pero obviamente aquel no fue el caso.

Gerda se apoyó en Kai cuando el arzobispo Lund anunció que aquel día Runeard sería humillado y torturado por última vez, Gerda soltó unas lágrimas cuando les anunciaron que aquel día sería ejecutado el monstruo de los monstruos.

Tomando sus manos con delicadeza, Kai preguntó. –¿Qué es lo que está causando vuestras lágrimas, Gerda querida?

La mujer soltó unos lastimeros y desgarradores sollozos antes de lograr articular palabra alguna. Uno de los brazos del hombre rodearon los finos y envejecidos hombros de la mujer que se aferraba a su compañero con la esperanza de caer rendida por el dolor en el suelo.

–Este es final, Kai, es el final –sollozó contra la ropa del mayordomo–, el último capítulo de esta angustiosa y barbárica historia, Kai. Runeard moriría hoy día… pero, nuestras niñas, Kai, nuestras niñas jamás volverán –un atroz llanto sale desde la garganta de la pobre mujer–. No volveremos a ver el palacio lleno de flores de hielo, Kai, no volveremos a escuchar las risas de Anna por los pasillos –la mujer terminó aferrándose con todas sus fuerzas al abrazo de Kai–. ¡No volverán, Kai, nunca volverán!

La servidumbre se derrumba allá dónde está, sollozando, rompiéndose por completo. Cuanto pudieron hacer y no actuaron por creer ciegamente en las mentiras de aquel monstruo con piel humana. Sollozaron y echaron el grito al cielo al darse cuenta de todo el sufrimiento por el que sus pobres niñas tuvieron que pasar a causa de que ninguno de ellos se tomó dos segundos a confirmar que las promesas y aseguraciones de Runeard eran ciertas o no. Todos esos gritos nocturnos que el rey emérito había jurado que eran solo pesadillas que la princesa Elsa no dejaba de tener por culpa de la muerte de sus padres, las heridas en su cuerpo que Runeard había asegurado miles de veces que durante esos terrores nocturnos Elsa se caía de la cama o se lastimaba a sí misma con su propio hielo… toda la tristeza en esos ojos azules y angelicales, ¿cómo pudieron haber pasado todo eso por alto? ¿cómo es que nunca se les ocurrió que ese monstruos podía estar haciéndoles daño?

Y ahora ni siquiera sabían dónde podrían encontrar los cadáveres de sus niñas, no sabían cómo habían encontrado su final, no tuvieron la oportunidad de sostener sus manitas y darles fueras cuando más lo necesitaban… no estuvieron allí, faltaron a la gran promesa que le había hecho hace tantos años a sus querido reyes. Las niñas ya no estaban, sus niñas ya no estaban, Elsa y Anna ya no estaban.

Los soldados los acompañaron a la terrible unión de enormes lamentos. Ellos vieron correr a las niñas y se quedaron congelados por la confusa y preocupante imagen, algunos desde las torres de vigilancia las vieron adentrándose en el bosque nevado, algunos las vieron de reojo como almas que se las lleva el diablo… no pudieron alcanzarlas, no pudieron salvarlas… no pudieron encontrarlas.

El pueblo de Arendelle entró en llanto mientras preparaban los últimos utensilios de la tortura de Runeard, el pueblo entero llegó a la misma conclusión que Gerda. Aquel terrible libro estaba llegando a su fin y nadie estaba contento… nadie podía perdonarse.

Nadie podía perdonarlo, jamás le perdonarían.

Runeard fue colocado en el barril de la vergüenza. Un barril de madera que funcionaba con una prisión con cinco agujeros en total. Dos debajo de todo para las piernas, dos delante para las manos, uno arriba de todo para cabeza. Una asfixiante prisión de heces e insectos que servía para humillar y agobiar lo máximo posible a su víctima, en el caso de Runeard para enfermarlo aún más, al hombre le habían marcado al rojo vivo como al asqueroso animal que era, le habían abierto finas heridas para que todo su cuerpo estuviera infectado de la misma manera que su alma lo estaba, lo habían apedreado y lanzado comida podrida a cada vergonzoso paseo al que lo sacaban. Runeard era tan los restos patéticos, furiosos y enfermizos del rey digno que alguna vez fue, caminando torpemente con la mirada fijada en el suelo por todo Arendelle. Escuchaba los insultos de los adolescentes, las maldiciones de los ancianos, la furia incomprensible de los padres y los sollozos de las madres.

Veía a los más jóvenes asqueados por su presencia y sus pecados, pronunciando con sus crueles bocas rumores falsos que tan solo servían para aumentar la furia del pueblo.

–He oído que las forzaba, a sus propias nietas –murmuraban algunos para luego escupir en dirección de la desgracia que habían tenido como rey–, ¿qué clase de hombre puede hacer eso?

–Se dice que fue él quien mató a su propio hijo –también se escuchaba–. Ni siquiera pudo ser buen padre.

–Intentó mandar a mercenarios y piratas para que secuestraran a nuestra querida reina –pronunciaban otros.

Los ancianos le bramaban los peores males de ojo.

–¡Enfermo demoniaco! –le aullaba un señor enorme de largas canas–. ¡Siervo maldito del Infierno!

–¡Los demonios temblarán al verte llegar al averno al que perteneces! –vociferaba una mujer encorvada sostenida por su hija y un palo mal tallado.

–¡Que te reciban en los infiernos con más torturas! ¡Asqueroso asesino! ¡Traidor de tu propia sangre!

Los padres no podían tan siquiera terminar de articular sus gritos.

–¡Tus propias nietas…! ¡Eran tus nietas! –chillaba un padre abrazando a su propio bebé, como si tuviera miedo de que Runeard también le hiciera algo a su cría, o como si la presencia del infante fuera un gran reforzamiento de las palabras inacabadas de su padre.

–¡Eran lo único que quedaba de tu único hijo! –señalaba iracundo que tenía que ser contenido por sus hijos para que no saltara a moler a golpes al rey emérito.

–¡Solo eran niñas! ¿¡Cómo pudiste hacerle tanto daño a unas pobres niñas!?

Las madres se encontraban de rodillas o agarradas a sus hijos o esposos, sollozando sin vergüenza o contención alguna. Algunas mujeres, las que eran madres de niñas, no decían nada, se limitaban a abrazar con fuerza a sus criaturas, con el verdadero temor de que aquel terrible monstruos también acabara con las vidas de sus hijas.

–¡No volverán, las princesas jamás volverán! –se lamentaba una arrodillada acompañada por su hija adolescente.

–¡El brillante futuro de Arendelle! ¡Destruido por completo! –lloraba otra, abrazada por su marido.

–¡Jesús, María y José! ¡No nos dejó ni enterrarlas como Dios manda! –aclamaba contra el cielo otra, como esperando que Dios señalara dónde estaban los cadáveres.

Colocado sobre el escenario de la ejecución, completamente desnudo pero cubierto de tanta porquería que no se le podía distinguir la forma del cuerpo, arrodillado frente a su furiosos y destrozado pueblo, rabioso por todo el horror por el que tuvo que pasar para tenerlos complacidos, Runeard bramó lo siguiente.

–¡Os libré de una bruja, malditos desagradecidos! –aulló acallando a todo el pueblo con su furia–. ¡Os libré de ese monstruo! ¿Cómo os atrevéis a pagarme de esta manera? ¡Todo acción que acometí a lo largo de mi vida fue por y para el pueblo de Arendelle!

Un tomate podrido caído en su boca lo hizo callar para luego vomitar. La gente aplaudió al rubio muchacho de ojos marrones y gruesas ropas grises.

–¡Asesino! ¡Monstruo! –le insultó el mismo muchacho, el resto de la población lo secundó de inmediato, pero los gritos de la muchedumbre se acallaron cuando el verdugo enmascarado, con una enorme olla hirviendo, llegó con pasos pesados detrás del arzobispo Lund.

–Este mundo, hermanos míos –comienza mientras se coloca a la izquierda del condenado y el verdugo se pone a su izquierda, la cadena que lo aferra al suelo le impide ver a Runeard qué es lo que le deparada el cruel destino–, jamás conocerá seres tan angelicales y puros como nuestras princesas, jamás se verán princesas más interesadas en su pueblo, princesas más amables y llenas de amor que las nuestras –el hombre se persigna y la gente lo imita entre lágrimas y cabezas agachadas–. Dios ha perdonado miles de mis pecados, hermanos míos, Dios ha perdonado miles de vuestros pecados –dice señalándose primero a sí mismo y luego a la gente presente–. He aceptado el perdón y el amor del Señor en gran cantidad de ocasiones, hermanos míos… pero incluso si nuestro Señor Todopoderoso algún día me lo concediera, jamás me perdonaré a mí mismo por lo que permití que pasara… jamás seré capaz de aceptar que no fue culpa mía lo que en los pasillos de ese castillo ocurría –algunas lagrimillas se deslizaban por la arrugada piel, pero aquel firme voz resonaba por todo el reino–. Os invito a preguntaros para que vuestro corazón pueda llegar algo de calma, hermanos, ¿Cómo? ¿Cómo pudo nadie, en su sano juicio, alguna vez siquiera imaginar que lo que alguna vez fue un rey respetado se había convertido un monstruo que no hacía nada más que lastimar a las niñas de su propia sangre que habían quedado en su completa tutela? ¿Cómo pudo ninguno de nosotros imaginarse que un monstruo de ese calibre podría tan siquiera llegar a existir? –con delicadeza, el arzobispo se limpió las lágrimas del rostro–. No lloremos más, os lo ruego hermanos, no lloremos porque esta abominación sería incluso capaz de creer que lloramos por él y su muerte, podría creer que alguno de nosotros le comprende. No lloremos, pues este macabro libro al final termina. No lloremos, hermanos, no lloremos, porque puedo aseguraros de que ahora mismo, que en la más bella parte del paraíso –dice mientras alza los brazos y el rostro hacia el cielo–, nuestras princesas reposaban y descansan en completa seguridad en el regazo de Jesucristo nuestro Señor y Salvador, os juro, os prometo, os aseguro que ahora están en paz, en calma, rodeadas de amor, comprensión y seguridad… Os juro que son felices ahora, hermanos míos, os juro que no sufrirán nunca más... Amén.

–Amén –repitió todo el pueblo mientras Runeard rodaba los ojos molesto, el hombre no podía tan siquiera comprender de dónde venía todo ese maldito amor, no comprendía cómo nadie más veía que Elsa era un monstruo y él había hecho lo correcto.

Si Dios le concedió ese magnífico poder entonces debiste de haberla venerado como el milagro que era. Le había dicho el arzobispo cuando él intentó explicar por qué había hecho lo que había hecho, aquello había sido terriblemente insultante, aquello le había hecho rabiar como loco, y aquello lo había aprovechado la Iglesia para agregar más terribles acusaciones en su contra. Según ellos, Runeard estaba tan loco que tan solo su encarcelamiento y constante tortura serían las únicas maneras, además de la muerte, de salvar al reino de la destrucción absoluta.

La voz y la aptitud del arzobispo cambian de golpe en cuanto se dirige al antiguo rey. –Creíste que el agua hirviendo en lógico castigo para nuestra futura reina –masculla mientras dirigía sus cansados ojos hacia el rey emérito–. La corona te enloqueció hace mucho, monstruo, volver a tenerla solo empeoró las cosas… Ya que tanto disfrutaste el oro –Lund hizo una seña para que el verdugo comenzará–. He aquí tu oro hirviendo, maldito rey monstruo.


Con ayuda de Sven, Kristoff llega hasta el Puesto Comercial de Oaken veinte minutos después de que la ejecución concluyera. El muchacho de quince años se baja de un brinco de los lomos de su leal reno, le pasa una zanahoria y le indica que lo espere tan solo unos segundos, le asegura que no se demorara demasiado. Cuando el calor de la tienda le da una grata bienvenida, el montañés solo se sacude un poco de la nieve pegada a su abrigo de piel y avanza con fuertes pisadas hasta el mostrador, quitándose la corta bufanda de la boca al sentir que ya no la necesitaba más.

Oaken y su esposo lo esperan allí, con una niña rubia muy pequeña sentada en el mostrador siendo alimentada por Oaken a base de papillas que realmente no se veían tan mal teniendo en cuenta la horrible sazón que tenían ambos hombres y todas la locuras culinarias que llegaba a cometer el dueño de la tienda. La pareja alza la vista hasta el repartidor de hielo e inmediatamente le cuestionan con la mirada.

–Lo han ejecutado hoy día –anuncia leyendo la mente de los esposos. Enok se lleva la mano al corazón al oír la escalofriante noticia, por compasión al horrible hombre, si no porque la violencia en sí nunca le ha gustado–. Le han echado oro hirviendo sobre la cabeza, ni tan siquiera tuvo tiempo para gritar.

–¿Qué clase de ejecución es esa? –cuestiona Oaken algo confundido, Kristoff se hunde en hombros.

–Supongo que la que se merece alguien que quemó la espalda de su nieta con agua hirviendo –Enok tiembla un poco al oír la falta de empatía en la voz del muchacho.

Enok suspira pesadamente. –Ya ha acabado todo, entonces... ya no queda ningún miembro de la familia real.. ¿qué será de este reino ahora?

–He escuchado de otros repartidores de hielo que la Iglesia piensa nombrar a un teniente como regente, ¿es eso cierto? –pregunta Oaken mientras limpia con la misma cuchara las sobras de papilla se escapan de entre los pequeños labios de una de sus hijas adoptivas, quien no deja de reír tonta e infantilmente como si la gente a su alrededor no estuviera tocando temas tan horribles.

El joven rubio rasca su cabeza y vuelve a hundirse en hombros. –Se dice, sí, pero se dicen un montón de cosas por las calles últimamente. Todo lo que sé es que piensan alzar varios monumentos y realizar miles de murales en honor a las princesas, muchos artistas incluso ya han comenzado con sus primeros bocetos y primeras ideas, también hay poetas que le insisten a la Iglesia para cambiar el himno de Arendelle para mencionar al menos en algunos versos a las princesas... creo que todo esto se está yendo de las manos.

–La gente está muy dolida, Kristoff –le dice Enok con una delicadeza que parece que la usa más por sí mismo que por el joven–, este reino... Dios bendito no creo que este jamás se recomponga de lo que ha ocurrido. Jamás seremos capaces de perdonarnos por lo que permitimos que ocurriera en ese terrible palacio.

Oaken asiente. –¿Cómo perdonarnos? ¿Cómo pasar página? Nuestras princesas murieron de la manera más terrible y no pudimos hacer nada por ellas. No creo que haya nada malo en que queramos mantener un recuerdo de ellas por todo el reino, se lo merecen, merecen que recordemos eternamente todo lo que ocurrió dentro del palacio de nuestra nación

–Pero, ¿por qué no podemos intentar pasar página, Oaken? ¿Qué hemos hecho exactamente como para no merecer el perdón de Dios? Solo pensadlo por un momento, ¿qué hubiéramos podido hacer alguno de nosotros? –cuestiona Kristoff mientras observa como la pequeña rubia es cargada por Enok para mecerla un poco y hacer que duerma–, ¿sabes? El arzobispo Lund dijo algo muy cierto antes de la ejecución, ¿cómo siquiera pudimos haber imaginado que un hombre al que habías admirado y apreciado tanto como al rey emérito Runeard era en verdad el monstruo que atormentaba a sus nietas? ¿cómo alguien en su sano juicio podía siquiera imaginarse toda esa aberración? E incluso si alguien como tú o yo lo hubiéramos descubierto, ¿qué hubiéramos sido capaces de hacer por ellas?

Al hombre le cuesta encontrar una buena respuesta entre su tristeza e impotencia. Termina suspirando pesadamente para luego reposar la cabeza en el hombro izquierdo de su marido, quien comparte con él la misma mirada atormentada rebosante de un dolor terrible.

–No lo sé, muchacho, no sé qué hubiéramos haber podido hacer nosotros.


Kristoff y Sven hubieran perdido sus quijadas si no fuera porque las tenían pegadas al rostro. El joven balbucea varias veces sin lograr siquiera juntar dos fonemas correctamente hasta que finalmente consigue soltar la pregunta que se estuvo atorando por un largo tiempo en su garganta.

–¿A qué te refieres con que están vivas? –cuestiona con algo de ira enrojeciendo sus mejillas mientras daba duros pasos hacia el troll.

Gran Pabbie no se inmuta en lo absoluto por el enojo que muestra el niño humano adoptado hace tantos años por su pequeña y oculta tribu. El anciano asiente con delicadeza, respetando la confusión y el enojo que empezaba a florecer y recorrer todo el interior del joven Kristoff. El troll suspira mientras el resto de su especie sigue cuestionándose si deberían de intervenir de alguna forma o simplemente dejarle todo el trabajo, tal y como lo pidió él mismo, a Gran Pabbie.

–Sus majestades las princesas tienen una larga aventura que recorrer, sus majestades han estado dando los primeros pasos en susodicha aventura...

–¿Y por qué no dijisteis nada? –brama Kristoff–. ¡El reino está destrozado! ¡La gente no para de sufrir! ¿Cómo es posible que supieras que estaban vivas todo este tiempo y no se ocurriera quitarnos este terrible dolor?

Gran Pabbie niega con la cabeza. –No... así no puede hacerse. Si la gente de Arendelle supiera que las princesas Anna y Elsa sigue con vida seguramente intentarían buscarlas, seguramente terminarían encontrándolas.

–¡Pero es algo bueno!

–Tienen un destino que cumplir, Kristoff –asegura con una firmeza algo ruda, el muchacho aprieta los dientes y los labios–. Ellas volverán, te lo aseguro, volverán a Arendelle y os permitirán saber que fue de ellas durante todo el tiempo que estuvieron fuera, se harán cargo de su preciado reino y, con vuestra ayuda, sanarán las heridas que Runeard dejo en su corazón. Arreglarán tantas cosas, Kristoff, harán de este un reino mucho mejor, más fuerte y prestigioso, más pacífico y más feliz... pero todavía tienen mucho que aprender, mucho que vivir, alianzas y uniones que establecer, miedos y prohibiciones que dejar para siempre en el olvido... tienen demasiadas cosas que superar y solo pueden hacerlo lejos de aquí, Kristoff.

El muchacho no puede evitar verse tan rendido que se deja caer sentado en la tierra. Lentamente, Gran Pabbie se acerca hasta el muchacho para colocar su rocosa y pesada mano sobre una de las rodillas flexionadas del joven montañés. Kristoff, aún con los labios apretados con furia y el ceño fruncido, mira fijamente a quien ha actuado como un padre para él desde que lo encontraron vagando solo con Sven en el bosque.

–¿Están bien? Dime que están bien –le ruega con un hilillo de voz, que es lo único que ha logrado salir del nudo asfixiante de su garganta. Una sonrisa triste surca el rostro de piedra del troll.

Asiente con delicadeza una vez más. –Sí, mi niño, las princesas están bien. Y el reino estará bien cuando vuelvan.

–¿Y cuándo lo harán? ¿Puedes decírmelo?

Gran Pabbie suspira con un poco de pesadez y cansancio. –No, muchacho, no puedo, pero créeme cuando te digo que serás el primero que las encuentre. Te enviaré a buscarlas cuando sepa que nuevamente están en territorio arendeliano. Tendrás que ser un buen guía para ellas, hijo, el cómo avance su historia en este reino dependerá que tan bien puedas guiarlas por los senderos que ellas necesiten recorrer. No te adelantes, no apresures las cosas. Dale tiempo al tiempo, mi muchacho, porque solo así este hermoso reino podrá volver a sonreír como lo hacía antes.


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Aprovechare para comentaros que, a parte de la gracia que me hace el hecho de que todos tengan sus funciones y apodos intimidantes excepto Tadashi que será sencillamente "el esposo de la reina" o sencillamente el rey, finalmente, después de mucho pensármelo, he decidido qué hacer con el problemilla de cómo terminaran Hans, Anna y Kristoff.

¿Voy a decirlo ahora? Dioses, claro que no, por supuesto que no, absolutamente negativo. Os aguantáis hasta que nuestras niñas de Arendelle vuelvan a su reino... y para eso falta mucho *risa maniaca*.

¿He disfrutado torturando y humillando a Runeard? Por supuesto que lo he hecho, sobre todo porque ambas niñas quedaron muy tocadas por ser ellas quienes estuvieron a punto de matarlo en un inicio, creo que no serían capaces de tomar la venganza o la justicia por su cuenta.

Mayormente soy partidaria que el proceso de curación de un personaje sea más calmado y pacífico, lo típico de ser "superior moralmente" al villano o sencillamente no desquitarse con él. Sin embargo, desde que me metí al fandom de The Owl House y mucha gente hablaba de cómo debería de reaccionar el personaje de Hunter teniendo en cuenta todo el daño que el villano le había causado, muchos decían de que eso de que todo proceso de sanación tenía que ser calmado funcionaba para alguna gente y otra gente no, algunos sencillamente necesitan llevar a cabo todo el daño posible para estar a gusto.

Creo que, por ejemplo, Anna, Elsa y Rapunzel querrían una forma más tranquila, mientras Alberto y Hans recurrirían a algo más grotesco y violento... todavía no estoy segura de que conclusión darle a Hiccup, supongo que lo iré descubriendo mientras escriba.