Líneas grises
–Han elegido ser aurores –dijo el Ministro de Magia.
Era la ceremonia oficial de "Bienvenido al Departamento de Aurores", y los novatos eran casi los únicos presentes: la mayoría de los expertos tenían cosas más importantes que hacer. Así que esto parecía más bien de escuela. Ron odiaba las lecciones. Impartirlas, como recibirlas. Pero se mantuvo firme en el discurso que Hermione le había ayudado a escribir.
–Son la primera generación de reclutas que nunca ha estado en guerra. Eso es bueno, porque tan aterrador como es luchar contra Voldemort o Grindewald, siempre es el tipo de reto que la mayoría de los jóvenes aurores esperan. La paz es hermosa y, para la mayoría, aburrida, llena de patrullas diarias. No se decepcionen. No pierdan su disciplina. No olviden su entrenamiento.
Los miró a la cara, a cada uno, como Hermione le había sugerido. Llevaban expresiones solemnes y ligeramente asustadas. Y muy, muy jóvenes. Todo lo que quería decirles era: "joder, ¿tienen tantas ganas de morirse?", pero no necesitaba a Hermione poniendo los ojos en blanco para saber que no podía ser tan informal. Tragó ácido y continuó.
"Y esperamos que todos sepan lo que están haciendo... porque aquí, dejarán de ver todo en blanco y negro. Pondrán en custodia a magos que realmente no son tan diferentes de ustedes mismos. Gente que usó maldiciones imperdonables sobre niños, por proteger a los suyos. Gente que defiende grandes valores a precio de sangre, suya como de otros. Ya les digo sin dudas: estarán tentados a dejarlos ir, incluso a seguirlos. Si no creen que puedan resistirlo, mejor abandonar desde ya."
Al aparecerse, lo segundo que Hermione registra es un intenso olor a humedad y a algo orgánico echándose a perder. El aire frío le pone la piel de gallina, más que la semioscuridad. De acuerdo al protocolo, mantiene en alto la varita y se da vuelta, escaneando el entorno: puertas cerradas, vidrieras polvorientas y sombrías que exhiben huesos de aspecto sospechosamente humano, un gato de color sucio aterrizando de su salto en posición de defensa. Sin embargo, sabe que está a salvo; lo primero que percibió fue la presencia de Harry, y que no está asustado.
Sin embargo, al verlo, jadea y da un paso atrás, más estremecida que si hubiera visto una horda de vampiros esperando en la sombra. Sus ojos vacilan entre las dos figuras. Ni siquiera está del todo sorprendida: ya ha perdido la cuenta de las veces que los ha hallado así: solos, lado a lado, una sonrisa en sus rostros, obvio remanente de su anterior conversación. Otra vez, se siente la quinta rueda. Fuera de sitio. Dolida. Arrinconada. Le tiene miedo a esa bestia en el interior de su caja torácica; quisiera creerse por encima de guardar rencor a su propia hermana.
–Hermione –saluda su compañero.
Su mirada se queda sobre él. El último rayo de sol se refleja en la vidriera a su espalda, creando alrededor del niño-que-sobrevivió un halo muy a tono con la leyenda. La deslumbra, la hace fruncir el entrecejo. El brujo ha levantado la varita, imitando la posición en la que ella permanece. Él sonríe. Al percibirlo, a su amiga se le hace un poco más fácil respirar. Todo esto incluso parece valer la pena.
–Harry –responde el saludo.
Echa una ojeada a Duham, que a su vez, varita levantada pero no alerta, observa no a la diana, sino a su mentor, con estrellas en los ojos. "Este es mi sitio", se recuerda Hermione, casi con rabia, forzando a retroceder una mezcla de sentimientos que la desconciertan. Celos. Temor. "Es mi sitio". Harry es su sitio… en el trabajo, al menos: de eso se trata ser compañeros. Las patrullas son su deber. Es Duham quien está fuera de lugar. Le cuesta. No retroceder, le cuesta. No sentirse mal por ello. Pasó demasiado tiempo dándole espacio a Ginny. Demasiados años. Pero Ginny no era tal amenaza. Tenía su sitio. Respetaba el de ella. En el fondo, Hermione siempre supo que su intimidad con Harry era, a pesar de todo, la mayor. Intacta, intocable. Lo que compartían. Lo que habían compartido desde siempre. Duham es una amenaza.
Mayor, ahora.
–Primer año –comienza él–, cuando nos enfrentamos a la prueba de las siete botellas de Snape, mencionaste varias cosas más importantes que los libros y la inteligencia… ¿Cuáles eran?
Hermione solo lo observa: las preguntas de verificación de identidad, no son estándar en patrulla; el mago apunta con la cabeza a la chica. "Enseñémosla bien", parece decir.
–Amistad y valentía –recuerda, la voz firme, la varita inmóvil.
Está muy al tanto de que su amigo últimamente solo parece cómodo con ella en presencia de Duham. Al principio, se sintió extrañada y dolida, trató de hablarle, incluso se atrevió a sondear sus sentimientos a través de la conexión que comparten –sintiéndose una intrusa. Todo lo que fue capaz de percibir, tras portones cuidadosamente cerrados en la mente de su compañero, fue confusión, en él también, tal vez mayor que en ella misma, y una tormenta de sentimientos que rugía cuando estaban solos y se calmaba en compañía. Le dio curiosidad, al principio. Ya le da lo mismo. Decir que extraña esta familiaridad, esta intimidad, de la que se ha acostumbrado a depender, sería llamarle gota al mar. Todo en ella tiembla y se estremece buscando su calidez, como un drogadicto súbitamente deprivado de heroína.
–Pregunta –sugiere el mago al fin.
Es la bestia en su pecho, la que habla.
–¿Con qué música bailamos en el bosque de Dean?
El auror da un respingo, y su compañera no está menos sorprendida. Miedo y un temblor que no es solo de miedo, rebotan de uno a otro, ante la mirada inocente de la chica a la que de pronto ninguno de los dos presta atención. Que es lo que Hermione quería –una parte de ella, en todo caso–. El bosque. Ninguno de los dos lo recuerda tan bien, más como un sueño recurrente, y de todos los recuerdos que comparten es el que nunca ninguno de los dos evoca, como un acuerdo tácito que en realidad nunca tomaron, como un instinto. Hay algo incómodo en ello. "Demasiado cerca".
–Nunca me he sabido el nombre.
–Tararéala –viene la respuesta, inmediata.
Harry hace una pausa, respira, echa una ojeada a la chica cuya presencia ahora también él siente intrusa. Un segundo de silencio. La voz le tiembla un poco al alzarse, solitaria, en un entorno más desolado, y sin embargo más seguro que el de entonces. Su voz vacila, un poco baja, un poco desafinada, un poco demasiado llena de cosas que no se pueden decir. La varita de Hermione desciende un poco. Le gustaría cerrar los ojos y dejarse llevar, pero no quiere perderse la expresión de Harry, de nuevo íntima, de nuevo brillante sobre ella.
Su droga personal.
Ninguno de los dos percibe la mirada astuta de la más joven.
La voz de Harry suena grave y desnuda. Hermione sigue las notas, un tarareo tan bajo que solo hace vibrar su garganta, sin hacerse oír, hasta que paran, simultáneamente, donde pararon de bailar la vez anterior. Están solos, pero no lo están, y los dos se muestran agudamente conscientes de la presencia de la chica a su lado.
Hermione se fuerza a dirigirle la palabra.
–Nombre de tu peluche blanco –pregunta, sin prestar atención.
–Hedwig –responde Duham y lanza inmediatamente la suya– ¿Qué edad yo tenía cuando me dijiste quiénes eran mis padres?
–No te lo he dicho.
Bajan las armas, primero Duham. Ahora, solo la más joven sonríe.
Y de nuevo la tensión está de vuelta en los ojos de Harry, y Hermione se querría estrellar la cabeza contra la pared más cercana al mejor estilo Dobby. ¿Qué si ahora ni siquiera en presencia de Duham se siente cómodo con ella? Un temor irracional e infundado, y por lo mismo tan poderoso como el miedo a la oscuridad.
El mago, al fin, da un paso atrás, sacudiéndose mentalmente, ensordecido por una señal de alarma inaudible. El olor a almíbar y calabaza lo rodea, más fuerte que nunca. No respira hasta pasar junto a ellas tomando la delantera.
Sin una palabra, Hermione pasa junto a él y se pone en vanguardia, la varita alzada.
Siente a Harry justo detrás, vigilando los flancos, listo para actuar ante cualquier señal de peligro. Bajo sus zapatos, algo húmedo y pastoso como tripas. La delgadez de un hombre lobo de mirada salvaje desaparece en un callejón. Se pregunta cómo van a luchar espalda contra espalda, como acostumbran, con un tercero a acomodar.
Su compañero no ha pensado en eso.
El olor es sutil, pero sin tregua, y lo arrastra a pensamientos que ahoga sin que lleguen a aflorar. Ante él, la espalda rígida de Hermione. Al volverse enfrenta a su hermanita, que le ofrece una sonrisa de gacela. Ambas se mueven como luchadoras entrenadas, pero la más joven deja que su sexo y edad afloren en su paso. Él no es tonto, ni inexperto. Lo sepa o no, Duham está flirteando, y lo ha estado haciendo por un tiempo: en lecciones, cuando él ajusta el ángulo de su varita, o cuando entrenan cuerpo a cuerpo; fuera de clases, cuando se sienta a su lado en las reuniones, siempre un poco demasiado cerca. Es encantadora y hermosa. ¿Por qué diablos no está funcionando?
La oscuridad los ha envuelto sin que se den cuenta. El canturreo simultáneo de dos voces femeninas: "Lumos"; enseguida, dos patéticos rayos de luz. Sus propios dedos están crispados sobre la varita, cuya luz se une a las otras. Entre los rayos, la oscuridad es aún más profunda. Ojos amarillos los siguen a donde vayan, de vez en cuando la luz mágica se refleja en ellos. Hermione ha lanzado un "Protego" sobre los tres. Una rata se desliza entre los pies de la más joven, que protesta entre dientes, molesta de su propia cobardía incluso mientras se aparta del animal. Harry está tenso como una cuerda. No se pregunta cuánto de ello tiene que ver con estar de noche en el callejón, y cuánto con su propia compañera.
Tal vez por ello, ese crujido los pone en formación, Duham reaccionando un poco fuera de tiempo, para enseguida apoyar su espalda contra los hombros de sus mayores. Harry y Hermione, ambos, dudan. Él es quien se mueve para hacerle espacio, formando un triángulo, incluso mientras mentalmente se castiga por haberla traído. Esto debía ser fácil. Patrullar es rutina. Pero es él quien asumió la responsabilidad de traer a la aprendiza, y va a tener que confiar en sus habilidades. Y primera de su clase o no, él no se siente cómodo con eso. Piensa en Hermione, cuyo temor destila dentro de él; Duham lleva su sangre, y está claro que es la más vulnerable, una maldición desde el ángulo apropiado y estará muerta incluso antes de terminar el entrenamiento. Se maldice a sí mismo, se promete protegerlas a las dos, y se sabe casi tan impotente para ello como cuando tenía 11 años y vio a Voldemort aparecer tras el turbante.
Un maullido, y un rayo de luz se refleja sobre un gato negro, mientras los demás terminan de escanear el área. Hermione ha lanzado par de hechizos entre dientes. Finalmente, suspira, aliviada.
–Sigamos –sugiere él, tomando la vanguardia esta vez.
Hermione mira la capa ondear a la espalda de su compañero, ve a Duham dar un paso hacia él, y sin pensar se lanza hacia él, lo alcanza primero.
–Harry…
Él camina más rápido, dejándola atrás.
La auror hace silencio y lo sigue, tan rápido como puede. Aún la distancia entre ellos es peligrosa. Su corazón da un vuelco cuando una puerta se abre dejando pasar dos figuras encapuchadas, que se vuelven hacia los aurores en silencio. Hermione alcanza a Harry, casi sin aliento, la varita apretada. Cree reconocer a uno de las figuras –un hombre, casi de su edad–. En cuanto a la otra, la capa oscurece sus facciones. "¿No te suena ese paso?" se pregunta el auror, observando la figura encapuchada, poco más alta que él.
Están a punto de pedirles identificación, cuando los sospechosos desaparecen.
Hermione suspira y se vuelve hacia Duham, que luce francamente molesta. Ninguno de los dos mayores se ha dado cuenta de que, a pesar de su competencia silenciosa por quién está delante, en la línea de fuego, ambos se han movido simultáneamente para proteger a la aprendiz, efectivamente sacándola del combate. Que esté viva y bien, es todo lo que a Hermione le importa. Por aquello de la autoestima, le permite ahora adelantarse, no sin escanear lo que los rodea, como Harry hace también a su costado, verificando que están, al menos, tan fuera de peligro como se puede esperar.
–Mia –llama la chica–, ¿esto te suena?
Hermione se le acerca y se agacha, verificando las huellas de los sospechosos, antes de ponerse en pie a su lado. Harry las ve apuntar los míseros rayos de luz sobre el marco de la puerta. La varita del auror, en su lugar, apunta a la oscuridad que los rodea. Palabras sueltas lo alcanzan: Gales… runas… ¿Merlín? Hermione sigue el marco de la puerta, a la derecha y hacia abajo, agachándose mientras Duham se inclina a su lado. Hablan tan rápido y con términos tan… Hermione… que le cuesta seguir el diálogo.
–¿Qué es? –pregunta, acercándose.
Las dos se giran a un tiempo. Harry pestañea. Por un momento, ha captado la imagen de las hechiceras mirándose a los ojos, como una de esas pinturas extrañas donde alguien se ve a sí mismo de otra edad, y el movimiento sincronizado no ha hecho sino reforzar el efecto. Mientras, se ha perdido la mitad de la explicación. El tosco grabado en piedra a duras penas iluminado, no le dice nada. ¿Es eso un dragón, o una serpiente? Hermione hace rodar los ojos, notando su distracción. Duham ha limpiado parte de la ventana con la manga de su capa, trata de ver a través, no lo logra.
–No tenemos excusa para entrar –protesta Hermione en un susurro.
–Sigamos –dice Duham, e intenta tomar la delantera, hasta que Harry, con gentil firmeza, la deja atrás.
–¡Ronald, tienes que saber algo…!
Su voz es la de un animal acorralado. Ron calcula rápidamente cuántos días faltan para la luna llena.
–No está dentro de mi jurisdicción, Bill. Lo siento.
–¡Pero se trata de Gabrielle…!
–El gobierno de allá…
–¡No puede ser que no sepas qué clase de desastre es aquel! Mira –opta por la persuasión–, Fleur estuvo con nosotros en la guerra, los albergó y alimentó, se jugó la vida aunque no fuera su país. ¡No podemos dejar Francia en esa locura!
–Y les estamos agradecidos, de todo corazón, pero tenemos que mantener Britania a salvo –replica Ron con voz mecánica–. Lo siento, Bill. No tienes idea de las consecuencias de la guerra, de lo que nos afectan todavía.
Siente el gancho del Juramento, y espera que el corte abrupto de su respuesta no sea evidente.
–Mira, buscaré a Gabrielle y te prometo que te la devolveré a salvo, si es posible. Es más, déjame ponerme en ello de inmediato.
Ve el conflicto en la expresión de su hermano, pero finalmente este asiente. Ron no se engaña. La discusión va a continuar una vez la primera demanda sea cumplida.
–Me lo prometiste, Ronald. Recuérdalo.
La última palabra suena extraña a medida que su hermano se retira de la chimenea. Ron se mueve de inmediato al teléfono, lo levanta, lo deja sonar una vez.
–Gabrielle Delacour.
–¿Qué con ella? –dice la voz, amenazadora.
–Es familia. Devuélvanla.
–Es francesa –responde la voz, exigiendo explicación.
–Es familia.
El silencio se hace pesado. "Familia". Una palabra sagrada.
–Si está entre los nuestros, se salvará.
El tono parece resonar en toda la habitación, y a Ron le cuesta un momento percibir que es la chimenea, emitiendo su aviso. Ron activa la comunicación y una cabeza al principio irreconocible, aparece mirando hacia atrás.
–¿Cómo era esto, querido?
Gira sin control por un momento, haciendo sonidos extraños, hasta que permanece de medio lado.
–¿Ronald?
–Mrs Granger –llama él, paciente.
–¿Duham está por ahí?
–El Ministerio de Magia es muy grande, Mrs Granger –responde él.
El ser ministro le ha enseñado mucho de diplomacia.
–Oh –suena decepcionada–. Hace casi un mes que no contacta con nosotros, Ronald. Disculpa que te interrumpamos en tu trabajo –y aunque no usa un tono despectivo, a Ron se le hace cada vez más evidente cuán inferior les parece a los Granger el mundo de la magia, con toda su política; ¿quién llama al ministro para que le sirva de intermediario con su hija?–, pero ¿podrías por favor decirnos cómo está?
–Su mentor me dice que es una chica fuerte.
A pesar del ángulo extraño en el que la muggle permanece, seguramente para no seguir rotando sin control, a Ron le parece que ha fruncido el ceño.
–Sí, bueno. Recuérdales el almuerzo mensual. Gracias.
La señora extrae violentamente su cabeza de la chimenea y por un momento le cuesta controlar las náuseas. Cuando levanta la vista, su esposo está en la puerta.
–Esta vez fui con Ronald –El señor Granger se acerca y le alarga la mano que no sostiene el vaso de agua, la ayuda a levantarse e ignora el sonido que hacen sus rodillas (ya no son jóvenes), mientras su mujer añade–. Parece que ella está bien.
–Te preocupas demasiado. Los niños tienen que dejar el nido.
–Pero ¿tanto silencio? Y ¿viste cómo estaba cuando nos dejó?
–No me gusta más que a ti. Sobre todo con esa magia –tuerce el gesto y se pasa los dedos entre el cabello cano y casi inexistente–. Hermione no tenía que luchar por ese mundo, y ciertamente, Duham, menos. Creo que Hermione, cuando pequeña, quería ser dentista.
La mujer lo ojea, buscando en sus recuerdos nublados por la magia alguna pista de ese en particular. Suspira. De la menor, todo es más fácil.
–El otro día encontré la lechuza de Duham. Acabó perdiendo todo el peluche y volviéndose gris, pero no dormía sin ella ¿te acuerdas? Era una niña tan dulce.
–Y su amigo imaginario. ¿Cómo se llamaba? –recuerda el padre, caminando hacia la puerta.
La mujer se encoge de hombros. Para cuando Duham era lo bastante mayor como para pronunciar claramente un nombre, no hablaba de eso. La señora Granger ya para entonces tenía la impresión de que los amigos imaginarios, aunque fueran normales en la infancia, no persistían tanto tiempo. No sabía qué antecedentes familiares tenía la niña, si sus padres estaban en un psiquiátrico, Hermione misma no recordaba quiénes eran y con la historia de los Granger no fue difícil imaginar que esa información hubiese sido borrada con magia. A la señora Granger le era más fácil imaginarlo como una suerte de "accouchement sur X". Con todo, en este caso en particular, visto cómo se pensó en medicar a la niña como a una enferma mental, la señora Granger aún guarda mucho rencor contra quien fuera que quiso mantener su identidad en secreto a tal costa. Suspira, volando sobre los recuerdos y fragmentos de un puzzle que todavía (y probablemente nunca) está armado. Afortunadamente, ya queda en el pasado.
–Al final, tendré que considerarme suertuda si la veo una vez al mes –refunfuña la señora Granger.
A continuación se va a la cocina, y en adelante solo piensa en las sobras de la cena y en la novela que ha dejado a medio leer.
Ministro.
Ron se sobresalta y se gira hacia Luna, llevando la izquierda a su espalda; el pergamino en su puño protesta ante su agarre. La jefa no retira la vista del mapa digital sobre el que estaba inclinado, su expresión, tan extraña y graciosa como siempre, y sin que parezca venir a cuento añade:
–Al también me escribe a mí.
–¿Cómo…?
La rubia ignora su pregunta y continúa levitando hacia la mesa.
–Los wismartles saben cuándo te gustan. Vienen para ti, te dejan sostener sus tentáculos. Así se volvió tan listo, ¿sabes? –pregunta, volviéndose hacia Ron con una sonrisa brillante como si dijera algo con sentido– A Myrddin le gustaban los wismartles, ni más ni menos que todas las demás creaturas mágicas. Le daba lo mismo de dónde fueran. Todos vivimos en la misma Tierra, después de todo. No es lindo que importe el lugar donde naces.
Ron se tensa mientras Luna, el índice sobre el mentón, se inclina formando un arco casi perfecto sobre la imagen del Reino Unido, sobre el cual brillan banderitas rojas.
–Al entiende. No le gusta que lo juzguen por su origen. También le gustan los wismartles; lástima que no los vea, todavía. Sabes de la redada, ¿verdad? -agrega, cambiando de tema sin mínimo cambio en su voz–, estaremos a las cinco, si quieres…
Ron se le queda mirando, preguntándose cuánto de su sabiduría, o de su imprudencia, había de temer.
Problemas personales me han impedido publicar más a menudo, pero estoy siempre pensando en ustedes. Quiero actualizar de nuevo este fin de semana. Capítulos más cortos, que aparentemente resultan más atractivos.
Sus consejos y comentarios significan muchísimo para mí. Por favor, díganme qué piensan sobre esto.
