Nota del autor: Está visto que no me funcionan los capítulos cortos. Tuve que incorporar otro fragmento al capítulo anterior, quizás deban leerlo antes de empezar con este, que además es más largo de lo que suelo escribir. Escucho sus opiniones, como siempre. De todos modos visto que he publicado de modo irregular, quizás se los debía. La razón es que cada vez que escribo un capítulo, decido que antes falta algo por contar. Aún tengo dos capítulos casi completos que serán publicados a final de semana.

Este comentario se autodestruirá en 3 segundos... 2... 1... Nah, solo bromeando.

Igual, solo lo voy a dejar dos semanas, hasta que esté claro que todos los que han leído hasta el capítulo anterior ya han completado su lectura

Sobre la materia de las pesadillas

–Compañeros– enumeró el fantasma.

Sentado en el aire e inclinado hacia delante, codos apoyados en las rodillas, las cicatrices plateadas de su rostro eran aún más evidentes para los aterrados reclutas frente a él. Alguno no podía apartar la vista de la barbilla quemada, la oreja perdida. Alguno apenas entendía lo que estaba diciendo. Había un gran trecho entre un fantasma relativamente sano (salvando las distancias), y uno en pedazos. La mayoría sin embargo se esforzaba con mayor o menos éxito en tomar nota (probablemente más que si estuvieran ante un profesor menos impactante).

–El quinto uso de la poción empática. Compañeros. Vincular a un auror con otro tan íntimamente, que perciba la presencia del otro a través de una pared, que sepa si está sangrando a kilómetros de distancia. Su utilidad en misiones puede ser incalculable. La profundidad del vínculo interpersonal determina variaciones en el vínculo mágico; se ha descrito casos que comparten fuente de magia. Es posible compartir fuerza vital por breves períodos de tiempo.

Una pareja cruzó miradas. Una bruja sonrió tiernamente. La expresión del auror se endureció.

–Y déjenme abrir un pequeño paréntesis. No hay nada peor para un auror que asociarse a otro.

La sonrisa de la hechicera se congeló bajo la mirada dura del fantasma. El joven a su lado se encogió tanto en su asiento que podría haber habido algo de magia involucrada.

–¿Matrimonio? –continuó el fantasma– No importa lo que piensen al respecto, los aurores no tienen tiempo para ello. ¿Ser padres? Los animales lo hacen también. ¿Y quién trae niños a este mundo sabiendo exactamente cuán oscura es la maga ahí fuera? Pero ser compañeros…

Su mirada pareció hundirse en sus cráneos y sin embargo aquellos acostumbrados a tratar con fantasmas habrían distinguido cómo se nublaban sus ojos.

–Vas a la academia con ese auror. Pronuncias el hechizo, bebes la poción, te pones el brazalete. Juegas con la empatía por un tiempo, pensando estúpidamente que es genial, mágico.

Su voz se había agudizado, despectiva, y la mano transparente y quemada había hecho un floreo ridículo hacia el final de la frase. La mitad de la clase evitaba su mirada para entonces, alguno se removía incómodo en el asiento, un mago ansioso ojeó la puerta. El tono del fantasma se volvió nostálgico al continuar:

–Luego pasas años luchando con esa persona a tu lado. Y tu compañero es tu mejor amigo, tu confidente, tu brazo derecho. A veces, tu amante; y sí, sé que saben que sucede a pesar de las reglas. Entonces, si siguen siendo aurores el tiempo suficiente (y así será, porque cuando uno está listo para retirarse, el otro está tan motivado que no se atreve a decírselo), alguno se lastima de modo irreversible. O muere héroe. No sabrán lo insoportable que es hasta que lo experimenten.

Un mago dejó caer la mano; había estado sosteniendo la de la aprendiz más próxima, que lo miró sin rencor.

–Pero usted volvió –dijo un recluta.

El fantasma miró fijamente al joven, cuyos ojos se desviaron inmediatamente. Hubo un silencio, hasta que el fantasma decidió contestar.

–Sí, regresé –murmuró, su tono preñado de tristeza–. Le había dejado en una situación peligrosa. Como fantasma, mi magia no tenía efecto físico, pero mi presencia podía distraer y advertir y ofrecer consejos. Estaba listo para seguir adelante. No pude. Entonces, estuvimos juntos, pero no nos podíamos tocar. No tenía calor para ofrecerle. ¿Crees que hemos vivido felices para siempre?

La tensión sobre la sala se hizo irrespirable.

–Aquellos que son compañeros de un familiar, ya están suficientemente jodidos, supongo. Asociarse no va a aportar mucho más vínculo a su relación. Es en esos casos que el ser compañeros adquiere la dimensión que el departamento pretendía: un medio para preservar la seguridad de dos aurores. Pero si van a unirse de por vida a alguien sobre quien no tienen que velar, más vale que no sea con ninguna idea romántica. Créanme, no vale la pena. Sin contar la posibilidad de que el vínculo comience a enloquecerlos a los dos, y haya que poner a alguno a dormir.

La voz extrañamente aérea de Luna se abrió paso en la habitación.

–Lo siento, profesor. ¿Puedo interrumpir?

–Tiendes a interrumpir –ladró el aludido, con menos saña de la esperada.

–Los wismartles me advirtieron que les estabas asustando –comentó la rubia–. De nuevo.

–Llámalo experiencia y estaré de acuerdo.

Los aprendices miraban de uno a otro como si estuvieran viendo un partido de tenis. Uno de los magos, boquiabierto, se inclinó, como para verificar que los pies de Luna tocaban el suelo, mientras esta avanzaba hacia el centro de la habitación; todos lo ignoraron.

–Necesitan aprender algunas verdades antes de ir ahí fuera –advirtió el auror plateado.

Luna no pareció escucharlo. Cuando se volvió hacia los reclutas, siguió mirando un punto ligeramente por encima de sus cabezas, quizás buscando wrackspurts.

–Es lindo tener quien vele por ti, pero es aterrador velar por alguien –le dijo al techo, su voz cayendo sobre ellos como polvo de hadas–. Ya casi nadie se atreve a tomar la ÉmPathós, aunque en la práctica siempre trabaje con el mismo auror. En último término, siempre tendrán que velar por su equipo. Ser compañeros lo hace más fácil… y a veces más difícil –agregó, pensativa–. El compañero comparte contigo una relación más cálida que el matrimonio, vital y visceral; algo más espeso que la sangre. Si sales vivo de detrás del velo, es porque tu compañero estaba ahí…

–Con todo –señaló el fantasma– no tomaste un compañero.

–Como dije, es de lo más aterrador…


Harry casi colisiona con la puerta.

–¿Estás bien? –pregunta desde fuera, terror en su voz.

La de Hermione llega apagada desde dentro de la habitación.

–Estoy bien.

Su puño, aún levantado, araña la madera entre ellos al deslizarse hacia abajo; su mirada se esfuerza en traspasarla.

–Solo fue una pesadilla, de veras.

Respira y apoya la frente contra la madera, ojos cerrados, esforzándose en controlar su propio miedo (un eco del de la bruja, multiplicado). Una rodilla choca con la puerta haciéndola vibrar. Mira fijamente su propio pijama de rayas mientras se concentra en lo que aún percibe en su compañera a través del sólido muro que ella ha levantado al despertar.

Hacía tiempo que experimentaba las pesadillas de Hermione. No se puede sacudir la imagen de un batallón silencioso, sin varitas y no por ello menos amenazador, como un escuadrón de dementores. La voz de Voldemort. Son imágenes no de esta pesadilla, sino de otro que compartieron mucho, mucho tiempo atrás; una que la aterró menos que esta. Lo que sea que estuviera Hermione hoy, el miedo y la desesperación emponzoñan el aire incluso ahora.

Respira hondo. El impulso de abrir la puerta y abrazar a su compañera, dejar que el contacto haga desaparecer las imágenes de la mente de ambos, persiste.

Gira bruscamente y da un paso, otro, apresurándose tanto como su instinto le dice que se quede. No sabe a dónde va, hasta que entra al baño, abre la ducha y se mete dentro, vestido. El calor no es un sucedáneo, pero es todo lo que tiene, ahora. Se deja resbalar por la pared y hunde su cabeza en sus brazos, sobre sus rodillas. El agua resbala por sus mejillas como lágrimas.

El tiempo se deforma, mientras recuerda los viejos tiempos, al principio, poco después de la graduación, cuando las pesadillas, de uno y de otro, hicieron su vínculo poco menos que tóxico hasta que aprendieron a levantar los muros. Se les había advertido. La parte más vieja y sabia del departamento estaba radicalmente en contra de dos héroes de guerra volviéndose compañeros. Vivirlo había sido mucho, mucho peor.

Aunque ninguno de los dos se arrepiente.

Una vez, el auror despertó de pronto escuchando los gritos de Hermione en su mente, y se desapareció sin siquiera levantarse de su cama. Tras aterrizar dolorosamente sobre el suelo, trepó al sofá donde la auror llevaba una semana durmiendo –le ayudaba con las pesadillas– y la sostuvo por lo que parecieron horas, secándole las lágrimas y murmurando palabras sin demasiado sentido, solo por el efecto de su voz. Muy gradualmente, y solo después de que Hermione se hubiera dormido con la cabeza enterrada en su hombro, él se dio cuenta de que estaba desnudo. Para entonces, llevaría como media hora observándola dormir (sus pestañas aleteando como las de un niño, el subir y bajar de su pecho bajo la camiseta de seda beige, muslos suaves enredados con los suyos). Quizás ni siquiera lo habría percibido, quizás otras veces también había aparecido aquí en similares circunstancias; esta vez fue su propia reacción la que lo acabó de alertar, y solo se tomó el tiempo de separarse suavemente de su compañera (reteniendo el aliento cuando ella se movió y frunció el ceño), antes de desaparecer de vuelta en su casa. Era de madrugada, pero despertó a Ginny de todos modos y le hizo el amor casi con rabia hasta que su mujer tembló por tercera vez en sus brazos; sosteniéndola y escuchándola reír suavemente con la levedad del placer compartido, casi pudo creerse que era a ella a quien había querido poseer esta noche. En retrospectiva, podría haber sido esa vez cuando habían concebido a James. Nunca más pensó en ello. Parte de él decidió que era insoportable, a la luz de las circunstancias.

Hermione, en cambio, no podía venir a consolarlo en las suyas. Ginny estaba aquí. Ambos sabían sin hablarlo que había una línea que no se podía cruzar. Así que si Ginny no notaba sus pesadillas, él desaparecía quedamente, y Hermione lo estaba esperando, labios pálidos y brazos listos para acunar su cabeza contra su pecho. Desafortunadamente, las más de las veces despertaba gritando, y Ginny lo sostenía, murmurando palabras de consuelo, mientras él temblaba, ojos fijos en la pared, sintiendo a Hermione temblar del otro lado de la línea que los conectaba para siempre. Ella estaba aterrada también, y no tenía a nadie. Por eso fue casi un alivio cuando empezó a ir con Ron cuando él no llegaba. La idea se concretó en la mente de los dos sin que tuvieran que hablarlo. Ron también había soportado la persecución de los mortífagos y el poder de los horcruxes, si alguien podía entenderla remotamente, que no fuera Harry, ese era Ron. Tras la primera vez, regularmente ella se aparecía en su casa en mitad de la noche y él la sostenía, los ojos velados de sueño, dándole palmaditas incómodas en la espalda.

Quizás incluso fue esto lo que los acercó, poniendo al fin esa vaga relación supuestamente romántica pero que por tanto tiempo no había pasado de lo nominal, en el camino al matrimonio.

Harry cierra los ojos, sintiendo el peso familiar sobre el pecho al que no le quiere poner nombre. No se quiere acordar de esa vez, pero su misma voluntad de no recordar, se la recuerda.

Para entonces, la misma certeza de que el compañero estaría ahí, había aquietado las pesadillas de ambos por meses, al tiempo que habían aprendido a levantar los muros entre los sentimientos de ambos. Su entrenamiento como compañeros parecía haber sido un éxito después de todo.

Por eso (o quizás por la copiosa cantidad de alcohol que había bebido), esa vez el súbito terror lo tomó desprevenido, lo hizo desaparecer antes incluso de recordar que eran las tres de la mañana de su noche de bodas. Esa vez, ella no estaba sola. La desnudez de su compañera le echó en cara violentamente lo que había pasado la noche tratando de ahogar en alcohol, sin admitirlo; la de Ron lo hizo mostrar los dientes. Y lo peor: no tenía nada que hacer aquí. Se echó atrás en las sombras y murmuró un encantamiento desilusionador, sin resolverse a desaparecer aún. Su mirada podría haber quemado la mano de Ron sobre el costado desnudo de su mujer. Por un instante le pareció cruzar miradas con el pelirrojo por encima de la cabeza de la bruja. Una ilusión, probablemente. Ni siquiera era visible para entonces. Hermione habría notado su presencia, pero en su confusa y aterrorizada duermevela, no fue consciente de ello, si bien sus niveles de ansiedad cayeron en picada, respondiendo de modo visceral y primario a su cercanía. El que Ron no pudiera provocar una respuesta remotamente similar en Hermione, fue un pobre consuelo, mientras Harry miraba de lejos, hambriento, a la mujer que nunca podría ni soñar en tener. Finalmente, Ron había hecho que Hermione se tendiera de vuelta en la cama, los ojos de esta aún abiertos y fijos a la distancia. Harry desapareció antes de verlo cubrirla con su cuerpo. No lo habría soportado.

Las pesadillas, desde entonces y por un tiempo, fueron peores. Nunca más se atrevió a ir a ella en mitad de la noche.

–¿Harry? –escucha a la distancia del presente.

–Aquí.

Su voz suena ronca, incluso para él.

Cierra la ducha y busca su varita; maldiciendo entre dientes, recuerda que la dejó en la habitación. Tendrá que gotear hasta ella, y secar el suelo después. O desvestirse y acabar de bañarse y secarse con la toalla, como todo el mundo.

–¿Harry?

Abre la puerta con ademanes cansados. Inmediatamente su campo visual se llena de cabello castaño.

–Estoy mojado.

Lo ignora, y Harry cierra los ojos y la rodea lentamente con los brazos, empapándola aún más.

–Lo siento –dice ella, como un mantra–. Lo siento.

No dice: "Ron despertó conmigo", pero él se tensa de todos modos, y ahora hay espacio entre ellos, donde antes no había. Hermione no entiende sino a medias. Por un momento lucha por mantener el abrazo con una desesperación que no se molesta en ocultar; y de pronto recuerda el sueño, se congela, sus hombros caen, se deja apartar, pasiva.

–¿Estás bien? –pregunta el mago; hay calidez en su voz, pero la distancia persiste.

–Solo fue una pesadilla –desvía ella la pregunta.

No lo era. No del todo, en cualquier caso. Lo ha visto en la cama, una sábana sobre su cadera, el pecho desnudo, y sus cicatrices, trazadas dulcemente por un dedo que no era de él, ni de ella. Ha escuchado su voz profunda contando con ligereza una u otra historia de tantos años de auror, y ha escuchado una risa que conoce bien. Tan, pero tan joven. Sin cicatrices, ni de misiones, ni de años. Hermione ama esa risa. Esta vez, en este sueño, no pudo soportarla. La bruja no cree en la adivinación, pero sabe que sería posible. Algo está terriblemente mal en ello. Dos capas de mal. Hermione no sabe de una, y no quiere reconocer la otra. Es aterrador no conocerse a sí mismo. La piel de Duham contrasta hermosamente con la de su mentor.

El terror en él hace eco al de ella. Por primera vez escucha lo que por tercera vez él ha preguntado, sacudiéndola por los hombros:

–¡¿Hermione, qué pasa?!

–Estaré bien –responde, ausente.

Es más un deseo que una certeza, pero se aplica a cerrar el portal entre sus magias, y a sondear el espíritu de su compañero. El ocuparse de él desvía su atención de sí misma. "Mientras él esté bien…" Harry también la examina. Lo escucha suspirar, aliviado. Esta vez el mago se aparta de veras. Hermione no se atreve a decir: "abrázame", pero sus ojos se llenan de lágrimas. Desviando la mirada para que él no vea saca su varita para secarlo.

–Vas a atrapar un resfriado…

–Me daré una ducha –la corta él, empujando a un lado la varita–. Estaré bien.

Sin embargo, la puerta no se ha cerrado, y ya la extraña. La sabe fuera de la habitación, la espalda a la puerta. Cree que está llorando. Hermione nuevamente ha escondido lo que siente tras muros de concreto. Harry tiene ganas de gritar. En su lugar, da un paso al interior de la ducha.


Secándose el cabello -la toalla frotando la cicatriz un poco más de lo acostumbrado-, entra al comedor y halla una mata de cabello castaño sobre un cuerpo firme, sentado en un banquillo ante la meseta. Frente a la figura, un libro apoyado en una taza. La televisión encendida, probable fuente de la voz que lo atrajo, sigue, ignorada, en un rincón.

–Hermione, yo…

Pero son verdes los ojos que se vuelven en bienvenida.

–Hola, Harry.

Parpadea. Se pregunta cuándo ir a casa del mentor se ha vuelto tan frecuente entre los novatos. Especialmente a estas horas.

–Hola. Es fin de semana, ¿no deberías estar durmiendo?

Pero claro, Hermione siempre ha sido más madrugadora que él. ¿Por qué no Duham?

–Oh, lo siento, ¿te desperté? –pregunta la chica mirando a su reloj de pulsera y de vuelta al mentor–. Tenía un libro que devolverle a Hermione. No me deja hacerlo en el ministerio. Por no mezclar familia con trabajo. Ya sabes cómo es –le sonríe, es un chiste privado después de todo.

Ninguno de los dos ha notado la chimenea chisporrotear, ni la cabeza dando vueltas en ella, y no lo hacen hasta que se escucha la voz.

–Esa tiene que ser la mejor poción rejuvenecedora del mundo –dice con vehemencia.

Los dos se vuelven a un tiempo, encontrando en la chimenea una cabeza pelirroja no tan familiar como otras. Es Hermione quien, entrando de pronto en la habitación, lo identifica:

–¡Charlie!

Harry la sigue con la vista mientras la mujer se acerca a la chimenea, sin mirarlos. Los ojos en el fuego giran de una a otra bruja.

–Es mi hermana –aclara Hermione.

–Vaya, pues tú y Harry deben compartir sangre después de todo –dice Charlie, sin segundas intenciones–. ¿Esos no son los ojos de los Evans?

Trabajar con dragones no tiende a desarrollar habilidades sociales, por otra parte casi inexistentes en ciertos Weasleys. Los demás no tienen nada que responder, y finalmente es Hermione quien toma la palabra:

–Escuché que estás en Hogwarts, enseñando "Cuidado de criaturas mágicas", ¿no?

–Solo de suplente –Charlie se encoge de hombros–. Ha habido reportes de una especie de dragón que se creía extinta, y vine a estudiar qué hay de verdad en ello. Eso me deja mucho, pero mucho tiempo libre. Escuchen, chicos –su mirada se desvía hacia Harry casi con vergüenza–, sé que esto no les tocaba, pero… la charla vocacional del personal de San Mungo fue cancelada a última hora, y tenemos el salón de clase lleno de estudiantes de séptimo, esperando por un profesional que les hable de su carrera…

–No –dice Harry con vehemencia.

Todos se vuelven hacia él.

En realidad, ha dado la respuesta sin pensar. Recuerda muy bien los primeros años como auror, cómo manipularon libremente su figura, mandándolo aquí y allá más como símbolo que como soldado. Recuerda esas charlas motivacionales en Hogwarts, todos esos chicos de mirada brillante que tres años más tarde estaban en pre-auror y seis años después, muertos. Fue al funeral de cada uno de ellos, se sentó con sus madres, escuchó su agradecimiento, y se le hizo cada vez más difícil reprimir el comentario autodestructivo: "¿Sabía que fui yo quien les hablé de ser aurores, en séptimo?" Aún se pregunta si, de haber ido alguien más, hubiesen elegido otra carrera. Si aún estarían vivos.

No ve a Duham mirar al espacio vacío a su otro lado y asentir antes de ofrecerse:

–¿Puedo ir en su lugar? Extraño Hogwarts.

Hermione sigue mirando a su compañero, que evita su mirada, cuando responde:

–Yo y Duham bastaremos. Representamos dos generaciones diferentes. Creo que es mejor así.

Harry le echa una ojeada, pero no protesta.

–Genial, voy a informarle a McGonagall. Pueden usar esta chimenea.

Cuando Charlie desaparece, Hermione está ya alargando la mano hacia sus propios polvos flu. No se vuelve de nuevo hacia sus acompañantes, ni siquiera para comprobar que Duham la sigue.

Un giro en la chimenea, un paso fuera de esta y por fin puede respirar. Huele a Hogwarts –una mezcla de pergamino y fuego y humedad, un gusto adquirido–, le regresa automáticamente la impresión de pertenecer a algún sitio. No es que haya estado mucho en esta habitación, pero son los mismos muros grises y envejecidos, el mismo patrón extraño y familiar, la misma magia latiendo en las grietas de las paredes.

Duham toma la delantera.

–Cuántos recuerdos, ¿a que sí? –pregunta la chica.

Hermione se esfuerza en tragarse el remanente de sus pesadillas. Se siente como fiendfyre: maligno y devorador. La atmósfera ayuda. Suficientes recuerdos de todos riendo frente al fuego de la sala común, planeando en los baños abandonados de la chicas, de tardes en la biblioteca, de noches caminando estos mismos pasillos, con el aliento de Harry en el cuello y el codo de Ron clavándose en sus costillas bajo la capa cada vez más estrecha. De Harry yendo a arriesgar su vida pero también regresando. Regresando.

No sabe cómo Duham pasó tantos años en esta escuela sin amigos. Claro que Hermione misma habría enfrentado ese destino, de no ser por el bendito troll.

–Ma! –grita una voz familiar.

Hermione apenas se ha dado media vuelta cuando Rose colisiona con ella. Tan fan de los abrazos como su misma madre.

–Rose! Ça va?

–McGonagall m'a dit d'être son aidante! –anuncia la chica, sin más saludo.

Ahora ambas están rojas de emoción y sonriendo ampliamente, y Duham sabe enseguida que durante los próximos 10 minutos no notarán su ausencia, muy ocupadas que Rose cuente en chapurreado francés lo que en inglés llevaría mucho menos tiempo. Así que se desliza discretamente a la esquina, sacudiendo la cabeza pero sonriendo igual.

–Me gustaría que me hubieran ofrecido algo así –le comenta al chico calvo a su lado–. Ni a Mia se lo ofrecieron.

–No importa –responde él, mirando a madre e hija con frialdad–. McGonagall no tiene utilidad alguna.

Entonces, otra figura colisiona con su espalda: un muchacho tan parecido a su propio mentor que Duham se queda sin palabras.

–Hola –dice, jadeando–. ¿Quién es usted?

Ojos verdes se encuentran con otros del mismo color, y justo entonces otro chico, de cabello rubio desgreñado, llega corriendo para detenerse abruptamente frente a ellos, las manos en las rodillas, jadeando:

–Odio… que me… dejes atrás…

–Duham –esta alarga la mano hacia el primer recién llegado–. Tú eres hijo de Harry, ¿no?

–Al –se presenta, sin preguntar cómo es que ella conoce a su padre, y haciendo una mueca en su lugar.

–Scorpius –se presenta el otro sin mirarla– Malfoy.

–¿Qué hace usted aquí sola? Creí que quien había venido era… ¡Hermione!

La mirada de Al ha recorrido la habitación hasta encontrarla, y ahora el chico se catapulta hacia la auror, casi haciéndola caer al suelo, aunque Hermione se ríe mientras lo saluda en alemán. La respuesta del chico es más titubeante que esas de Rose en francés. Igual comienzan a charlar, cada quien en un idioma diferente. Duham, habiendo recibido lecciones de su hermana, puede seguirlo bastante de cerca hasta que aparece algo más urgente.

–Draco dormiens… –viene el susurro de su lado.

Duham se estremece y se vuelve a tiempo para ver al joven Malfoy dibujar furtivamente una garra sobre su corazón. Es un niño, su pretendida impasibilidad tiene mucho de orgullo y cualquiera podría ver a través de sus secretos.

–…nunquam titillandus –completa ella, de todos modos–. ¿Cómo me reconociste?

–El nombre de pila de mi padre no fue elegido al azar –dice el chico.

A Duham le cae bien. Es el otro chico el que apunta sus ojos de un castaño rojizo hacia el recién llegado, con un rictus en los labios.

–Es una debilidad –menciona.

La aprendiz se estremece. Oyó perfectamente la orden: "Mátalo". No puede sino estar de acuerdo en que secretos así no se le cuentan a chicos de once años, pero si Scorpius fuera a delatarlos, Albus sabría algo, es su mejor amigo. No parece ser el caso. En todo caso no es motivo para hacerlo desaparecer. Le gusta Scorpius, con su cabello perfectamente peinado y su libro bajo el brazo.

También le gusta Albus. Sabe que, como ella, tiene montón de problemas a causa de sus padres.

–Ser el enlace es mi misión –dice Scorpius.

Eso aclara las cosas. Si bien no entiende por qué un estudiante tan joven, casi sin influencia, ha sido elegido para esto.

–¿Cómo va?

–La directora ha descubierto la existencia del club. Al saber que los estudiantes de otros países no son admitidos, lo ha prohibido al instante. La intervención del ministerio la ha hecho tolerar, pero a duras penas. Quizás se queje con la madre de Rose –previene el chico, mirando fijamente a Hermione–. Mi padre teme la reacción del Ministro.

–El Weasley es débil –juzga el chico mayor.

–Aguantará –resuelve Duham al fin–. Sabe lo que se juega en ello.

Su interlocutor fija ojos rojizos en la chica. Él fue su primer mentor. La bruja sabe lo que está pensando: "demasiados cabos sueltos". Además: "tú también eres débil". Por un segundo, tiene miedo, pero ya a estas alturas sabe que si no ha dispuesto de ella, es porque no puede.