Nota del autor: Algunos me escribieron tras la publicación del capítulo 7, llamándome la atención sobre lo extraño de este; pero no fue hasta que Lord Renxx (gracias!) me insistió al respecto citándome frases exactas que me di cuenta de que el archivo se corrompió al publicarse (quizás algo que ver con la apk de fanfiction, si van a publicar con ella chequeen a continuación lo publicado). Ya está republicado, sin errores. Quizás quieran volver a mirarlo.

Este capítulo es intenso. Originalmente era uno con el siguiente, pero se volvió demasiado largo; así que ahora tengo algo completo adelantado y toda la seguridad de publicar bien rápido, aunque solo sea por lo mucho que los he hecho esperar.

Esa escena con la que comienza la redada es un homenaje a lorien829. Mis respetos. Otra que ha demostrado –de sobra– que hay talento en el fandom, hasta más, a veces, que en la escritura original.

Sobre el color de la magia

–En su línea de trabajo –comenzó Hermione, caminando entre las mesas donde se sentaban los reclutas, con la vista fija en el libro que llevaba en su mano izquierda, y la derecha, sosteniendo la varita– a menudo se expondrán a lo que buscan destruir, es decir, a la magia oscura.

Duham se sentaba en la fila de enfrente, una mancha de tinta en la nariz; su pluma era un borrón, apuntando cada palabra de la lección. Dos aprendices en las mesas de atrás seguían hablando y riéndose entre ellos. Hermione lanzó un "Silencio" no verbal a ambos. No podía molestarse con ellos: le recordaban demasiado a sus propios amigos; pero dudaba seriamente que pudieran completar el entrenamiento con tan poca disciplina. No hizo comentario alguno.

–Toma muchas formas diferentes –continuó–. Unas cuantas son fáciles de reconocer: muerte, dolor, pérdida de autonomía –el hechizo para las tres maldiciones imperdonales, se escribió en niebla verde frente a ella– pero la magia realmente oscura, es esa que toma lo que más deseas y lo vuelve contra ti… esa contra la que no puedes o no quieres batirte… sin importarte lo que pierdas…

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Harry desvía la mirada de la estela que Percy parece haber dejado en su salida, hacia la puerta abierta. Da un paso hacia ella, con precaución. A su través, ve la espalda de Ron, hombros hundidos, la cabeza tan baja –hundida en sus manos, a juzgar por la posición de sus brazos- que parece no tenerla ahora mismo. Su propio hermano, en todos los sentidos que cuentan. Con la práctica de años, se encuentra de pronto detrás de él, pero su mano se detiene sobre su hombro sin tocarlo, a una distancia equivalente al espesor de la piel de Hermione. Al final, es el hombro de Ron el que hace contacto, cuando el pelirrojo se endereza. Los ojos azules buscan y encuentran a los verdes. Irónicamente, no es la calidez amistosa lo que le dice a Harry que lo ha reconocido, sino la amargura de fondo, como el lejano resplandor de un colmillo.

La mano de Ron se estremece, pero al final viene a cubrir la suya, presionándola contra el hombro.

–¿Estás bien, colega? –pregunta el auror al fin.

–Asuntos del ministerio –responde el político, evasivo, y se pone en pie con la lentitud de los ancianos.

Harry mira hacia atrás, de nuevo, recordando la expresión cautelosa, enmascarada del otro Weasley; apenas tiene tiempo de preguntarse cuándo ha acabado por extrañar la pomposidad del pelirrojo. No lo ha engañado en lo más mínimo el encogimiento de hombros de su colega, lo conoce mejor que eso; pero no presiona, porque demasiadas veces han tropezado con temas que no deben discutirse, temas que toda la discusión del mundo no va a resolver. Son hombres, ahora. Ron desvía el tema:

–Redada, esta noche, ¿eh?

–Dos noches de trabajo, una tras otro. A veces parece como si no tuviéramos tiempo de dormir –bromea–. Ya no tenemos doce años –una pausa, y luego–. Me gustaría que estuvieses allí conmigo –añade, con toda honestidad.

–A veces, a mí también –responde su colega, el alma en las palabras.

Se miran uno al otro, y es casi un alivio que a veces la muerte esté tan cerca, porque nunca como en estos momentos está todo tan claro. Su amistad, tan incondicional. No hay lugar para peleas estúpidas cuando la posibilidad de perder parte del dúo original es así de patente. Los ojos verdes se encuentran con los azules, como hicieron en el Expreso de Hogwarts, incluso antes de que Harry supiera de la existencia de Gryffindor. Ron alcanza la mano de Harry y pone algo en ella: un par de collares, extraídos de su bolsillo hace tan poco que parte de la cadena sigue en este.

–Si las cosas se ponen feas… –comenta– Trasladores…

–No podemos tener un plan de escape si nadie más lo tiene –protesta Harry.

–No puedo hacer más trasladores sin más explicación. Toma tantos contigo como puedas. Salva tantos como puedas, si las cosas se ponen feas –y hay una pausa hasta que Ron añade, de todo corazón–. Cuídala.

Se pondría furiosa si supiera de este acuerdo masculino, protector, que parecen haber hecho tiempo atrás y sin tantas palabras. O puede que no se pusiera así. Podría comprenderlo. Podría entender, conociéndolos como los conoce, que esto es probablemente lo único en lo que Ron acepta sin reservas que sean compañeros.

–Cuídate –añade al final, sin un ápice menos de sinceridad.

Y se abrazan, golpeando el hombro del otro en un gesto masculino que alivia la incomodidad. Se quieren de veras, y a veces lo olvidan. Harry se pregunta confusamente cuándo se volvió así de torcido, qué han hecho para merecer esto –la amistad, o la distancia–.

No piensa en la parte que Hermione podría haber tenido en ello, porque si lo hiciera, si pensara: "No la he tocado, de ninguna manera remotamente inapropiada" estaría reconociendo lo tentador que ha sido.

Y entonces, de pronto, la expresión de años atrás está de vuelta en las cejas prematuramente entrecanas del Weasley.

–Y si te mueres, más vale que me hayas dejado tu colección de cromos.

–Nah, que me entierren con ella.

–Tu escoba, entonces –negocia el pelirrojo.

Entonces sienten el resoplo en la puerta.

–Honestamente… –protesta Hermione, rodando los ojos, con los brazos cruzados.

En alguna parte del pecho de Harry, le alegra que puedan ser todos amigos, aunque sea una última vez. Aunque la visión de Hermione le quite el aliento, todavía.

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John es tan grande que el mapamundi, colgado en la pared a su lado, luce diminuto. Con las piernas separadas, abarca todo un lado de la mesa sobre la que se extiende el diagrama; del otro lado se aprieta el resto de los aurores (todos los disponibles esta noche), siguiendo las instrucciones del enorme jefe de operación. Triángulos representan los enemigos, y grandes cruces, los objetos a confiscar. Hay muchos triángulos y muchas cruces: el contrabando de magia oscura en forma portátil siempre ha sido una buena fuente de ingresos.

–Las mercancías están aquí, aquí y aquí –señala tres cuadrados que se continúan en rectángulos, obviamente pasillos–. El grueso del grupo queda como distracción. Los grupos que voy a señalar, recuperan la mercancía. Evaden, no pelean. Nos dividimos aquí. Más allá están solos; si los atrapan están por su cuenta. Peleen con todo. Imperdonables, si hace falta. Merlín sabe que les van a hacer falta. Minotauro –el más joven de la misión, Thad, hincha el pecho, quizás sin notarlo, mientras el hombre a su lado lo observa, inquieto–, está a cargo del salón A, con Cortauñas…

Se oye una risa, y John levanta la vista solo por un momento; Edgard luce desconcertado pero no se atreve a preguntar. Evidentemente, la reacción que los miembros de este dúo pretendían. Antes de ir a una misión suicida, un poco de risa no viene mal.

Hermione los ignora. Levanta la vista a su compañero, que sigue mirando al mapa, incluso mientras se lleva la mano a la frente, distraído, y la rasca antes de continuar hacia su pelo. La bruja mira alrededor, verificando que nadie más lo haya notado.

Su mirada vacila sobre Thad y Vince; hace tres años estaban aquí, ella y Harry, Vince y Melissa, y horas después Vince se había quedado sin compañera ni ganas de luchar, y con la carga de Thad uniéndose a la Fuerza, como sus padres. No sabe cómo tuvo coraje para beber de nuevo esa poción, con su hijo nada menos. El calor de Harry irradia hacia ella, y Hermione se enfoca en esto, en la evidencia física de que está vivo, con ese agujero en su estómago de no saber cuánto tiempo más será así. Thad lleva el brazalete de su madre.

–… Buckbeack –vuelve a atender justo a tiempo–, salón C. Van solos. ¿Será un problema?

Hermione niega con la cabeza. Harry levanta la vista hacia John, se vuelve hacia ella, la mirada, brillante. A la auror le falta el aire. Toda la frialdad de los últimos días se ha ido, una tregua temporal. De pronto, sabe que él también está recordando a Melissa. Se fuerza a mirar adelante, a escuchar el resto de las asignaciones –información vital si quiere ser capaz de protegerlo– y sin embargo, no cree haber grabado un solo detalle.

Luz azul salta de uno a otro dispositivo electrónico, sincronizándolos automáticamente. Quedan seis minutos y veinte, diecinueve, dieciocho…

–Hermione… –vibra su voz, que gime y se extiende como dedos sobre la espalda de la mujer.

Ella deja caer el antebrazo que porta el reloj al tiempo que se gira. El auror tiene esa expresión desnuda de los últimos momentos –cabello hecho un lío, ojos entrecerrados, la boca entreabierta, aún decidiendo qué emitir–; el reloj de cadena dorado resalta contra su capa negra, colgando de su bolsillo.

El resto de los aurores se adelanta, una marea que casi los arrastra en la estrecha habitación. Los empuja aparte. Los empuja hacia el otro. Sus manos se encuentran, dedos se rozan, los labios de él son empujados un poco demasiado cerca de su oreja. Casi –y paradójicamente– anónimos en la multitud. Es increíble el ruido que hacen tan pocos aurores justo antes de una misión en la que todos son virtualmente inaudibles.

–Hermione… –respira, de nuevo, esta vez en su oído.

La bruja se estremece, se convence de que ha sido un reflejo –el aliento cálido sobre su cuello helado–, lo mira. Espera. Harry mismo no parece saber qué decir. Sabe, demasiado, qué no puede decir. Con cada empujón vigoroso respiran en el aliento del otro. Sin contacto. Dos amigos, solo dos amigos, ¿solo? compañeros, diciéndose adiós, por si acaso. "Prométeme…" le llega la voz de Vince, desesperada, retazo de lo que son quizás sus últimas palabras para su hijo. La mitad de los aurores ya tienen las varitas fuera.

Al fin, Harry aprieta los labios en una línea, luciendo como un mendigo mirando un festín a través de la vidriera.

–Ha sido un privilegio… que fueras mi compañera.

Y Hermione se ríe, con un filo de hambre y de resignación apenas patente en su voz. Y él sonríe de vuelta. "¿Quién dice tales cosas? En serio…" le había dicho él, tomando una carta –juegos muggle a los que Ron no veía gracia, y que disfrutaban a solas como un placer culpable–, mientras vigilaban al sospechoso de turno; Hermione había apretado los labios y se había preguntado por qué de vez en cuando a Harry le daba por actuar como idiota, qué clase de atención creía ganar con ello, sobre todo sabiendo la de veces que lo fúnebre y altisonante había sido parte de su día a día; y al final, de algún modo, había acabado dormida sobre su hombro mientras él tomaba la primera guardia. "Un privilegio".

Los labios de Harry rozan la mejilla de su compañera, contacto intrascendente que ambos podrían atribuir al último empujón, pero la mujer se estremece, vuelve la mirada hacia él, ojos velados. Los dedos del mago se crispan sobre su varita, y la otra mano –izquierda– se eleva hasta tocar el brazalete, apenas rozando piel. Hermione lo imita. Sus brazos izquierdos se vuelven vínculo y barrera, mientras la magia de los brazaletes se recarga en un torbellino de colores. La mano de Harry se queda un segundo más.

La aparición los desorienta a ambos. Árboles se alzan alrededor. Las sombras de los aurores desilusionados se mueven formando ondas apenas visibles en el aire. El paso de Hermione es casi inaudible, pero Harry lo reconoce entre los demás, y lo sigue. Manos invisibles se rozan. "Estoy aquí", parecen decir, sin palabras.

De lejos escuchan las explosiones. Harry mira al lugar en que espera que ella esté, y casi puede verla: ojos amplios, labios en una línea de angustia, manos torciéndose una a la otra; o es que su mente dibuja la expresión que tantas veces ha visto, en estas circunstancias.

Pese a todos los cuidados –informar a última hora, aparecerse relativamente lejos del objetivo, enviar primero a la patrulla de reconocimiento– alguien ha dado el soplo. Nada extraño, en estos casos, habiendo tantos galeones en juego.

Entran a la batalla agachados bajo rayos multicolores que traen inmovilidad y muerte. Hermione chilla un aviso. La luz verde casi lo ha tocado. Ya no se pregunta cómo ella sabía exactamente su lugar, pese a su invisibilidad. De pronto la siente pegada a su espalda, y sabe que el escudo habitual se alza alrededor de ellos. Se fuerza a mantenerse callado, a no atacar. El hechizo desilusionador no sirve de mucho si vas emitiendo sonidos y luces como un árbol de navidad. Los contrabandistas lanzan hechizos, pero al azar, y Harry y Hermione no tienen problemas en dejarlos atrás.

El objetivo está allí: una grieta en el suelo avisa del refugio. Con todo, será casi infranqueable, ahora que los contrabandistas están sobre aviso. No es de ignorar la magia que el agujero emite cada pocos segundos: los defensores lanzan hechizos al azar, en el estrecho espacio es casi imposible evitarlos aunque sea invisible. Casi puede escuchar la maquinaria bien engrasada del cerebro de su compañera, comprobando la estrategia que se ha planeado para estos casos –estrategia basada enteramente en una de esas ideas imposibles que Luna concibe por decenas, desde antes de desayunar–. Están casi en la escalera, cuando Hermione saca el antiguo aeroplano de juguete de algún bolsillo de su capa, y los encoge a los dos –un hechizo que le ha llevado una ridícula cantidad de tiempo perfeccionar– hasta que pueden montar en el aparato. Hermione observa el dispositivo con aprensión, y a Harry tampoco no le hace ninguna gracia que no sea una escoba, pero no hay mucho tiempo para dudar. Sosteniéndose del ala, el mago se deja caer en el segundo asiento.

–Cinturón y casco –le recuerda la nacida de muggles, mirando a su cadera izquierda, mientras se fija al aparato.

El ruido, alrededor, los ensordece. La tierra misma tiembla con los pasos de tantos aurores de tamaño natural. El ronroneo del aparato mecánico tampoco los tranquiliza. Maldiciendo la interacción entre magias, que no permite encoger una simple escoba, Harry se abrocha el casco mientras Hermione empieza a manipular el control.

El elevarse le crea un vacío en el estómago. Con sorpresa, Harry se siente sudar frío. Esto es muy diferente de volar en escobas o animales sensibles. El mago no tiene aquí ningún control. La oscuridad bajo la superficie los engulle antes de que tenga tiempo de acostumbrarse. Volando muy bajo, casi a nivel de los escalones, no les resulta duro evitar las maldiciones por un buen tramo. Nadie busca un avión de juguete. Apenas es posible, se desvían de la escalera, refugiados en las sombras. El plan es mantenerse así tanto como sea posible. Hermione se sacude telarañas sin cesar, pero mantiene el avión en la convergencia entre pared y techo, siguiendo un larguísimo relieve zigzagueante que parece una serpiente extraña. Harry se presiona la cicatriz, que quema un poco, pero ahora mismo no tiene cabeza para pensar en ello. Se está empezando a sentir, además, inútil.

–¿Bajamos? –dice, al fin– No me gustaría estar aquí cuando se le acabe la batería… o lo que sea que mueve esto.

Están ya en el corredor. La bruja frunce el ceño, indecisa.

–Por favor –repite Harry–. Aquí no hay nadie, y esto me está sacando de quicio.

Se dan cuenta un segundo demasiado tarde: ya están recuperando su tamaño natural; algún mueble explota y Hermione reprime un chillido. Harry da una vuelta. Queda a su espalda, cubriéndola. Su mirada vuela rápido sobre sus varios oponentes; no puede ver cuántos hay del lado de su compañera.

–¡Avancen! –ordena John, su voz tan potente como su figura, por encima del estruendo, y se interpone ante Harry.

Hermione lo agarra del brazo y lo arrastra lejos del peligro. Ve un destello de luz verde por la comisura de su ojo.

–John está bien –lo consuela Hermione.

Harry calcula que cuando se voltea hacia él así, la batalla está también en su línea de visión, pero no sabe si creerle. El contacto visual fue demasiado breve. Hace demasiado tiempo que otros no tienen que morir por él. Le falta el aire, y no es de correr.

Doblan la esquina.

Para cuando encuentran el siguiente grupo de enemigos –en otro corredor que debía estar vacío, de no ser por el soplo– la mente de Harry se ha refugiado en Azkaban. En el reflejo de la tenue luz grisácea sobre el cabello de miel de su compañera. En la variedad de tonos de su voz, cuando habla de los libros, de los elfos, de los magos oscuros a los que han atrapado juntos, o cuando pelea con Ron. En su sonrisa, cuando le dijo que era hermosa. En lo que le contó Ron en su oficina.

–¡Harry, concéntrate! –escucha en vivo el susurro de Hermione, a sus espaldas.

La mujer acaba de invocar otro escudo mágico frente a él, girando su varita por debajo del brazo en un momento robado a su propia protección. Harry siente los hombros delicados pero firmes contra su espalda mientras lucha contra el mago disfrazado frente a él, cuyo acento lo hace recordar el de Krum.

Hermione hace caer una planta sobre la cabeza de uno de sus propios oponentes; tentáculos verdes lo agarran del cuello y le hacen soltar la varita mientras ella termina con el otro atacante y se gira para ayudar a Harry.

En comparación, es casi demasiado fácil.

–¿Estás bien? –jadea ella en su dirección.

–La luz verde…

Hermione se acerca, sostiene su cabeza entre sus manos, lo hace mirarla a los ojos.

–La última vez que lo vi, estaba luchando contra el último.

Y esta vez, Harry respira.

–Sabes que es de los buenos –completa ella, y repite–. Tú, ¿estás bien?

Él asiente a su ceño fruncido, sintiéndose ligero. Si no calcula mal, los objetos están justo del otro lado de la puerta, que ni siquiera está cerrada. Murmura hechizos de identificación estándar y desmonta rápidamente los protectores en torno a la puerta. Hay alguno que le cuesta más trabajo; Hermione se da cuenta al instante, y dando un paso al frente murmura algo en latín que él no identifica; la protección brilla y desaparece. "Brillante" piensa él, y al mirarla, la halla sonriendo, como si lo hubiera escuchado. La hechicera se coloca primero a un lado de la puerta, y Harry se mueve hacia el otro, escrutando a través de la rendija sin dejar de lado su propia protección. Asiente hacia Hermione y se adelanta.

–¡Vuelve, Harry! –susurra su compañera, frenética, cerca de su oído.

Harry se encoge, pero ninguna luz viaja hacia él, ningún objeto lo ataca. Tras un segundo de espera, se vuelve y le sonríe, haciéndole saber que todo está bien.

Es entonces que comienza.

Se siente empujado contra la pared y alzado. Intenta luchar, desesperadamente, pero sus puños también han sido empujados a su lado, la varita, perdida, y no puede levantar las rodillas. "Es una trampa", dice el latido de su corazón, demasiado tarde. Le grita a Hermione que se vaya, pero cuando la mira, sabe que ella no lo escucha; su expresión es totalmente serena, los ojos entornados; flota a su nivel, sin estar atada, como él, por cuerdas invisibles. Está tan cerca que el hombre comienza a reaccionar como lo hizo en la recepción de los reclutas, durante el entrenamiento. No, no está lejos, pero es de hecho inalcanzable.

–¡Hermione, despierta!

Piensa haber visto en ella una respuesta, pero no son las manos de la mujer las que ha visto moverse. Grandes manos masculinas procedentes de los lados del cuerpo femenino, se reúnen al frente, y aparece una cabeza tras el hombro de la hechicera, con la boca apoyada en su cuello. Todo lo que el auror puede ver, es cabello, de color indefinible, quizás la imagen de Ron en blanco y negro. No importa. La ira, los celos, el deseo de destruir, son todos iguales cuando las manos fantasmas se apoyan posesivamente en uno de los pechos y entre los apetitosos muslos de la mujer, y el suave gemido que emite su compañera en respuesta, lo apuñala como la peor de las traiciones. Posesivo. Eso es exactamente lo que él siente. Ella es suya. Se supone que ella fuera suya. Está dolorosamente excitado, deseando, ansiando, anhelando tocarla de esa manera. El suave sonido metálico de su cinturón lo hace mirar hacia abajo, a otro espíritu que se arrodilla ante él, con cálido cabello y piel de seda y la suavidad de movimientos de Hermione, y no sabe qué sentir cuando su masculinidad es engullida por algo cálido y mojado.

Luego palpa el suelo y jadea, y sabe que la ilusión se ha roto cuando ve a Hermione, muy despierta, alcanzar su objetivo y levantarlo. Casi sonríe, pletórico de orgullo. Su compañera. Suya. Pero entonces es ella la que cae, y todo alrededor parece colapsar. No literalmente, esta vez. El mago se arrastra frenéticamente a su lado, sin saber ni importarle el no llevar su varita, que se le rueden las gafas, que la magia de un color que ya no importa se apriete a su alrededor.

Hermione yace sobre algo suave, bajo el aire frío, pero está más caliente que nunca. Una mano de Harry acaricia un pezón, y su boca succiona el otro, mientras su otra mano se arrastra hacia el lugar donde más lo desea. El toque es electrizante, la tensión crece rápido en su vientre. Una tensión, un deseo, un anhelo por esa parte de él ahora presionada contra el exterior de su muslo. Una parte de ella sabe que es una ilusión, ya que sabe que es una adolescente y, al mismo tiempo, que tiene cuarenta años. Esto parece salido del manual de aurores más básico. No le importa. Es el punto débil del entrenamiento de Auror. ¿Qué pasa si no quieres despertar?

La bruja tantea por los muslos de su compañero y hacia arriba, acariciándolo, y lo escucha, lo siente, gruñir contra la piel sensible. Calidez de derrama entre sus propios muslos –la vibración excitándola al instante–, ronronea. El gruñido masculino es más fuerte esta vez, más ronco, casi dividido en dos. Su brazalete quema y Hermione empieza a sentir también su confusión, su deseo. Brazos temblorosos se alzan acariciando las anchas espaldas, la nuca, y se sienta a medias hasta alcanzar el cuello del varón con sus labios, en un beso casi casto que se desliza hacia su boca, donde se detiene brevemente. Ojos color chocolate se abren y se encuentran con los verdes.

–Te amo –susurra con voz grave, casi animal–. Y te deseo tanto…

Harry, aturdido, permite que su compañera lo guíe hacia sus labios; permite que reclame los de él –una ridícula parte, en realidad, de todo lo que es él, de todo lo que ella y solo ella posee en él–, respira su aroma a melaza, calabaza, cuero y algo único en ella. En algún momento la siente temblar, pero ella no se aparta, y solo cuando lo hace y sus ojos no muestran la sorpresa que él esperaba, Harry intuye que la ilusión terminó con el temblor, si acaso es que ella se dejó engañar en absoluto.

La bruja se pone en pie y lo urge a levantarse, sus ojos, tristes y tratando de enmascararlo, sin efecto.

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Avance:

Hermione está bajando las escaleras. Una túnica vieja protege su cuerpo del frío cortante, pero no de sus ojos. Todavía oculto en las sombras, observa su descenso, el suave balanceo de sus caderas, los movimientos de sus piernas gráciles y la tela que dibuja el espacio entre sus muslos. De pronto no puede respirar de pura rabia.

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