–No puedes decir eso en un discurso oficial, Ron –la voz de Hermione sonó del otro lado de la puerta.
–¿Por qué? –Su voz sonaba molesta y perdida en partes iguales.
–Porque se supone que eres respetuoso...
–Pero ellos son…
–Lo sé –replicó ella–. Tienes que ser mejor...
–¿Y si no lo soy?
Harry la imaginó rodando los ojos y sonrió.
–Entonces no te habrían elegido.
–Ya –Ron no sonaba convencido–. ¿Me lo repites?
Un suspiro un poco teatral.
–Honestamente, Ron. ¿No tienes a Ethel para que te explique estas cosas?
–No puedo entenderla.
–Bueno, eso es... en realidad, tierno. Pero tu esposa tiene un trabajo, ¿sabes?
Harry casi podía imaginar que una vez que cruzara esa puerta, encontraría a sus amigos adolescentes sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y las rodillas desnudas y escuálidas, la misma tarea de la que estaban hablando, olvidada en una mesa cercana. Al entrar, por una fracción de segundo, incluso vio a la sabelotodo de Hogwarts sonreírle alegremente, mientras su mejor amigo, adolescente y desarreglado, agitaba la mano en bienvenida. como si estuviera a punto de invitarlo a jugar ajedrez mágico. La imagen evolucionó a la de sus amigos, tal como eran ahora: Ron, un poco más redondo; y Hermione, madura y como florecida; el entrenamiento, evidente en lo tonificado de su cuerpo. Sus expresiones apenas cambiaron en el proceso. Sonrió y fue a sentarse con ellos, aliviado de que no todo en este mundo debiera cambiar.
–¿Entendiste la diferencia entre nulo y anulable? –continuó Hermione.
La expresión de Ron lo dijo todo. Hermione musitó algo sobre los políticos que no estudian derecho.
–Es nulo cuando el defecto es invalidante –explicó Hermione–. No hay manera de arreglarlo. A efectos jurídicos, nunca existió. Por ejemplo: si no había intención, o sea si el acto fue simulado, o no había capacidad real de quienes lo realizaron, o fueron intimidados. Por el contrario, es anulable cuando queda a discreción de las partes interesadas…
–Explícalo en inglés –sugirió Harry.
La bruja lo fulminó con la mirada, al tiempo que Harry y Ron chocaban palmas.
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Ron protesta cuando su capa se enreda en torno a él. Duham, que ha terminado de sacudir la suya y justo la ha colgado, reprime una sacudida de cabeza y levanta la varita para ayudar. Harry levanta la vista del trago que está sirviendo a cada uno.
Ha sido un día largo, tanto más largo cuanto que ha habido tanto que ponderar. Ya con permiso para reconocer el elefante blanco en la habitación –el flirteo, la posibilidad de algo más–, todo en su rutina se ha modificado, o al menos lo ha hecho su visión de ello. Se ha vuelto más consciente, más cuidadoso, mientras su mente se prepara para tomar una decisión de esas que cambian la vida.
Duham.
La posibilidad le parece extraña. La misma idea de alguien en su vida fuera de Ginny y Hermione, parece fuera de órbita, y peligroso como un asteroide fugitivo. Explosivo. Las implicaciones en todas sus relaciones personales y laborales son casi inabarcables, al punto que hay que poner cimientos hasta para deliberar al respecto. Su relación con Hermione… Francamente, no hay nada que tema más que destruirla. Es ya algo demasiado precioso y progresivamente más frágil. Sin embargo, esto podría ser justo lo que los salve… aunque bien le gustaría que fuera alguien más, alguien no tan comprometido en su círculo.
Con todo, quizás no podría ser nadie más. Nadie más diferente de ella.
Todo está ahí: el afán protector, la admiración mutua. Y se hace notar. Los extranjeros, menos familiarizados con las especulaciones en torno al Trío de Oro, se han fabricado las propias, y Harry no ha pasado por alto las miradas que les dirigen cuando van juntos: sonrisas tiernas de la secretaria, o cómplices de los aurores de su edad, gestos de despecho o envidia a uno u otro. Por lo visto, la conclusión es que son pareja y hacen un bonito par, sea cual sea la reacción del sujeto en particular ante ello.
Y la atracción sexual es innegable. En su mente flashea su último sueño: el cuerpo adolescente retorciéndose en sus brazos, ojos cerrados y labios abiertos de placer; sus propias manos enredadas en bucles castaños… Como una descarga eléctrica, la instantánea baja por su columna vertebral, y el mago se voltea, ocultando su reacción. ¿Química? Eso ni se le acerca.
Pero él sí que no es ya un adolescente, y a prudencia se impone. Aunque Harry no es de aventuras de una noche, esto simplemente no puede fallar. Sobre todo, del lado de Duham; tiene que asegurar su bienestar, incluso por Hermione. Tiene que analizar a profundidad sus propias motivaciones.
Casi no escuchan la llamada.
–Harry, Ron.
El pelirrojo se inclina frente a la chimenea y Duham, detrás, levanta la mano en saludo. Al auror le toma ese tiempo controlar sus pensamientos y devolverlos al rincón de su mente al que pertenecen hasta que sea el momento de revelarlos… si alguna vez llega; cuando se arrodilla junto al otro pilar, en el lugar instintivamente reservado para él, sus ojos son claros y su expresión, neutra.
–No puedo estar allí a medianoche –dice la leona, sucinta–, envío a Sparkie con Hunter para el relevo. Ya tengo a los de Relaciones Mágicas Internacionales trabajando en ello…
–Podemos lidiar con un día más.
–No seas ridículo, Harry –protesta Hermione–, cómo van a estar alerta 36 horas seguidas.
–Tú sabes la clase de pesadilla diplomática que va a ser enviar a otra persona –interviene Duham–, déjanos lidiar con eso, no va a ser la primera vez.
–Para ti, sí –regaña la auror.
–¡Ey, que yo puedo protegerme solo! –todas las miradas se fijan en él, haciéndolo tomar un color parecido al de su pelo–. Lo menos, el tiempo para que lleguen estos dos.
Hermione presiona los labios en una línea, su mirada pasando de uno a otro, dudosa.
–¿Qué pasó?
–Hagrid –resume, los ojos en blanco–. Recogió otro animalito perdido –y tras una pausa en la que las palabras le faltan, añade, simplemente–. No se lo van a creer.
Se echa atrás. Los otros cruzan una mirada y, tomando una pinta de polvos, los lanzan a la chimenea. Harry y Ron se lanzan simultáneamente hacia el fuego mágico. A la náusea se añaden los tortazos, y Ron llega al otro lado protestando. A Harry también le gustaría poder frotarse la frente.
Hermione, que se ha hecho a un lado para dejarlos ver, mira también a su espalda. Por debajo de su falda se ven rodillas huesudas. Harry la observa así, de perfil, y de pronto le parece estar de vuelta en Hogwarts.
La cabeza de Duham ha emergido debajo de las otras dos a tiempo para chillar a coro con Ron:
–¡Una quimera doméstica!
Volviendo la mirada hacia el foco de todas las demás, Harry ve un felino de cola extraña, echado sobre la alfombra como un miembro de la realeza con bigotes. Se las ha arreglado para lucir infantil y elegante. De vez en cuando, como sin querer, levanta una pata y lanza a un lado una bola de estambre. No le ve nada de particular hasta que su cola echa fuego.
–Díganme que no es familia de los escregutos –suplica Harry.
–No, estos son listos –explica Ron, excitado–. Solían ser mascota de reyes. Valían una fortuna, incluso cuando no estaban en extinción.
–Las domésticas son increíbles –interrumpe Duham–, e increíblemente raras; nunca he visto una. ¿Podemos quedárnosla, Mia?
–Igual, está clasificada como cuatro cruces –continúa la hermana mayor, con una mirada reprobatoria–. No podía dejarla en Hogwarts, con los chicos –enfatiza la última palabra, mirando a su esposo de tal manera que igual podría abrirle un agujero en la frente.
–Por favor –suplica Ron– ¡si son muy listas! Perfectas para proteger a la familia…
Harry se echa atrás, esperando hacer al menos el viaje de vuelta sin nuevos chichones. Un segundo más tarde, el cuello de Ron recupera a su dueño. Entre uno y otro sale Duham, a ras del suelo.
–Vale –interviene Harry, una vez Hermione ha regresado a la chimenea–. ¿Le has preguntado a Charlie las opciones?
–No parece haber un refugio para esta clase de criaturas.
–¿Y tú cómo sabías que existía un animal que Hermione no? –interrumpe Ron, mirando de una a otra.
–Como dijiste, las quimeras domésticas están en extinción –se justifica la auror–, no salen precisamente en libros de texto. Estos se ocupan de avisarte de las peores y más comunes. De que si ves una, corras.
Todos enfocan a la más joven, que se encoje de hombros.
–Me gusta estudiar criaturas mágicas.
–¿Preguntaste en el Ministerio? –Harry devuelve la discusión a su cauce.
–Estuve ahí hasta la hora de cierre, llenando papeleo –explica, mosqueada.
Burocracia, disponible en todos los mundos.
–¿Y si la dejas con tus padres?
Todos miran a Ron como si le hubieran salido dos cabezas extra.
–No tienen magia, Ron –explica la auror, paciente–, ¿cómo van a lidiar con una criatura mágica tan peligrosa?
–Papá y mamá son duros –se une Duham–. Seguro que les va a encantar.
–Hermione –insiste Ron al mismo tiempo–, son domésticas. No le hacen daño a su familia.
La auror luce como si estuviera por echarle una bronca, pero se contiene.
–Tu opinión queda apuntada, Ron –comenta–, volvamos al asunto en cuestión.
–Alista aquello y ven –concluye Harry–. Nosotros podemos con esto.
Y sin embargo, minutos después, se hace evidente que no pueden.
–Absolutamente no.
–No estoy pidiendo tu opinión –responde el pelirrojo.
–Yo no estoy pidiendo la tuya. Tú sabes muy bien que si Hermione estuviera aquí, ni te atreverías a plantearlo.
–Tú no eres el jefe aquí, Harry. Ya, no.
El Ministro se ha inclinado en una posición defensiva, casi animal; respuesta no tanto a la insistencia–comprensible– de quien es no solo su escolta, sino su amigo, como al antiguo resentimiento dirigido hacia la fama de este. Harry tiene suficiente experiencia como para darse cuenta de que no hay manera de arreglar esto, y desear que Hermione no estuviera al otro lado del mundo; pero no tiene tanta sangre fría.
–Pero ¡¿te quieres morir o qué?!
–¡Soy perfectamente capaz…!
–¡¿… medio totalmente hostil?!
–¡… razones de peso…!
–¡... qué razón puede…!
–¡Ya está bien!
Tal vez si la voz fuera ligeramente más diferente de la de Hermione, no se hubieran callado; pero ambos están condicionados para responder a esa voz. Así que se vuelven, inclinando ligeramente la cabeza, hacia la casi adolescente que a pesar de todo no se amedrenta ante los dos hombres que le duplican la edad.
–Ministro –dice, la cabeza alta–, no tengo idea de qué se le está pasando por la cabeza. Somos perfectamente capaces de mantener la atención par de días, no necesitamos descansar, y menos, con usted fuera de la residencia. Pero tiene toda la razón: usted es el jefe. Confiamos en que se comporte como tal…
–¡Duham! ¡No hay manera de que lo deje ir solo…!
–Auror –se dirige a este, la voz suavizándose–, tenemos que confiar en que el Ministro sabe lo que hace.
Si algo faltaba para consolidar la decisión de Ron, era precisamente el desacuerdo en la expresión de Harry. Conforme este se ladea hacia su aprendiz, el Ministro sale de la habitación dando un portazo. Duham se lanza en el camino para impedir que Harry lo siga.
–Ya está bien –le dice.
–¡¿Qué estás haciendo?! ¡No podemos dejarlo ir solo!
–No podemos secuestrarlo ni seguirlo. Se supone que confiemos en él.
–¿No ves que va a estar muerto…?
–Él también es un veterano de guerra.
–Eso es ridículo. Hace veinte años de eso. Nunca ha entrenado.
–Tenemos que confiar en él.
–Estoy llamando a Hermione.
–Tiene suficiente con lo que lidiar.
Harry intenta pasarle por al lado, y ella se interpone una vez más, poniéndole una mano sobre el pecho que lo detiene en seco.
–Ya está bien, Harry –le dice.
Hay algo en su expresión, que cambia la línea de pensamiento de su mentor. Una última mirada hacia la puerta, la versión irreligiosa de una oración.
–Sé que le preocupa –añade Duham–. Pero estará bien. De verdad.
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Sentada en el suelo, con los brazos alrededor de la rodilla, Hermione estudia a la quimera, mientras esta se persigue la cola. El deporte animal toma un nuevo sentido con un dragón como apéndice. Tirándose sobre su espalda, la creatura levanta las patas delanteras hacia el dragón, que se pone cerca de su alcance y saca la lengua en una especie de risa animal. Nota cómo el animal cambia de color gradualmente, del carmelita claro de sus orejas, al verde escamoso de la cola, un verde vago parecido al de un dragón de mar foliáceo. A la erudita le pican los dedos por agarrar un blog y apuntar el comportamiento de la criatura. Ha estado estudiando; toda información al respecto parece ser del reino de lo mitológico: el animal no ha dado signos de hablar, y seguro que todo un hipogrifo no le cabe en el estómago.
–¿Y qué comen las quimeras? –pregunta en voz alta, sin que el animal se inmute, lo que no hace sino confirmar su teoría sobre el lenguaje.
Suspirando ruidosamente, y lamentando no haber pensado en esto en Hogwarts, se levanta a ver qué hay en la nevera. El jamón se está echando a perder, y no hay tiempo para poner la carne a descongelar, así que abre una lata de albóndigas –y se corta- y rebusca en la alacena por un pozuelo plástico para el animal. Cuando está sola, nunca se esmera en cocinar; es un lujo disponer de ese tiempo extra, no recuerda la última vez que sucedió. Lo vierte todo en el plato que halló, separando una parte para ella. Solo entonces agarra la varita en la mano izquierda para lanzar el hechizo de curación, dibujando el movimiento con torpeza. El ardor de la herida la ancla. Regresa con un plato en cada mano y…
–¡No! ¡No, no, no!
La quimera se está comiendo algo que se mueve. Si un ratón o un insecto, Hermione no quiere saber. Lo que sea, está sobre el sofá, delicadamente inmovilizado entre sus zarpas.
–¡Bastet! –grita, angustiada, sin saber qué orden dar a continuación.
La quimera y la observa, en pose de esfinge, los ojos de arena enfocados en ella. Serena. La mirada de Hermione es atraída a sus patas, a su pesar; sigue sin distinguir lo que come; la posición de las zarpas es tal que Hermione imagina una dama tomando una taza de té con el meñique alzado. El contraste con lo que está comiendo es absoluto.
–¡No se comen bichos! –grita, frustrada, y de golpe se baja dejando el pozuelo en el suelo.
El animal se detiene a tragarse lo que queda de lo que sea, antes de acercarse a la comida que le ofrecen, olerla con dignidad, y voltear la cola hacia ella.
Hermione gritaría de frustración, pero se supone que es la adulta.
–¿Demasiado buena para ti, princesa? –no evita exclamar.
La quimera se está lamiendo (¿limpiando?) las patas.
La auror limpia mágicamente el sofá varias veces antes de sentarse de golpe. Abre el libro en la mesa de café, una selección de historias mitológicas; estaba en un capítulo interesante sobre elementales del caos, sobre los que no había leído. Sin despegar los ojos del libro, ataca su plato.
Trata de ignorar al animal, lo que explica que al regresar a la cocina, casi le extrañe encontrar un animal inclinado bajo la meseta. Se pregunta si quiere saber qué está lamiendo del suelo, antes de recordarlo de todos modos: su propia sangre.
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Han pasado horas lado a lado en el sofá, mirando al frente, una taza de té entre las manos. Horas de inactividad forzada en las que no podían irse a la cama como Harry habría hecho, adolescente, habiendo peleado con su mejor amigo y con tantas horas de sueño atrasadas. En su lugar, se sientan en silencio mientras el salón se oscurece gradualmente, todo el cuerpo tenso y la cabeza, en otra parte. Puede que en el cansancio, hayan caído en ese sueño inquieto a ojos abiertos del centinela; Harry no sabría decir, porque se parece demasiado a la pesadilla. No le guarda rencor a Duham, no realmente. Siempre pudo haber seguido a Ron. Desearía haberlo hecho.
Hay un confort extraño en el silencio compartido.
–¿Por qué no jugamos? –sugiere Duham al fin.
En sus manos, un celular de una modernidad alarmante. Harry se encoje de hombros. Mira el aparato que le han puesto en las manos con indiferencia. La chica trabaja en otro, en silencio. Luego le explica el juego. El auror no comprende los detalles, pero el tiempo pasa veloz, que es lo que hace falta. El pasatiempo es intuitivo. Y violento. Muy violento. Catártico, en cierto modo.
Cinco niveles y muchos zombies muertos más tarde. Ron llega sin ruido, y no les dirige una palabra antes de encerrarse en su habitación.
El auror lo sigue con la mirada, poniéndose en pie con tanto alivio como rabia al tiempo que hace a un lado el juguete. Duham le echa una ojeada y se encarga de los hechizos protectores.
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Al abrir los ojos, lo primero que ve es un abrigo de pieles. Pestañea, y todo regresa de golpe, haciéndola levantarse tan rápido que se enreda en la sábana y acaba en el suelo. La quimera se rueda en la cama, las patas al aire, y se queda quieta un segundo, pero entonces completa el giro y, las patas sobre la cama de nuevo, se estira bostezando antes de abrir los ojos.
A Hermione no se le quita de la cabeza la imagen del animal lamiendo sangre. Mundo mágico o no, le gusta al menos un tejido humano. Mientras espera a adquirir un libro sobre quimeras domésticas, puso todos los hechizos protectores que conoce y algunos que investigó, pero era de suponer que no sirvieran contra las quimeras.
Al menos no la atacó. Supone que es un buen precedente.
Echada sobre la cama, los ojos de la quimera quedan a la altura de los de la humana. De nuevo se miran –los ojos de la bestia, adormecidos- sin saber bien qué esperar de la otra. Al menos, Hermione, no sabe.
El dragón parece sonreír al tiempo que el gato bosteza aparatosamente, estirando las patas delanteras, antes de bajar de la cama y trotar hacia Hermione.
Hasta simpática, se ve.
La auror se obliga a quedarse quieta –la varita, ahora firmemente en su mano- mientras la quimera se frota contra ella. No la ataca. Hermione suspira y se relaja con lentitud. Entonces el animal se le acerca desde el frente, la cabeza baja. A la auror le parece como si se estuviera esforzando por parecer inocua. No se le ocurre una buena razón para que simule, después de todo ya la tuvo a su merced mientras dormía.
Qué lista, Bastet.
–Oh, no. No. No se supone que nos encariñemos.
Pero alarga una mano –lenta, prudentemente- y la acaricia tras una oreja.
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Harry sale más temprano que nunca a patrullar. Sus pasos retumban como en una habitación vacía. Huele a rocío, y el fresco le recuerda un poco a Inglaterra.
No es desagradable, pero se pasaría de ello hoy. Le da la impresión de que hace más falta en la residencia. Sin embargo, están solos, y cómo va a verificar la situación en el exterior y las amenazas a la seguridad, si están todos encerrados. Tampoco se atreve a enviar a Duham; no tiene la experiencia de campo.
Se detiene a observar el entorno. La residencia es uno de esos lugares que cambia de sitio cada día, pareciendo siempre, desde fuera, una casa igual a las otras. La cantidad de magia necesaria para hechizar un lugar así es en sí misma un alarde de riqueza y poder, no se le escapa. También ofrece seguridad extra, lo que lo tranquiliza.
Hoy están en un barrio muggle pequeño, decente y tranquilo, nada fastuoso, de esos en que los negocios son familiares, abren y cierran temprano. Una panadería abre a su paso, desde el interior una muchacha le sonríe secándose las manos en el delantal.
Duda antes de ampliar el círculo de sus pesquisas. Las manos en los bolsillos del pantalón muggle, se queda observando la choza que es en realidad de los lugares más fastuosos del país.
Una vuelta más.
Repasa en su mente la agenda del día, preguntándose de nuevo cómo es que la mañana está libre, pero deseando con todas sus fuerzas que Ron duerma hasta bien entrada la mañana. Al menos así sabe exactamente dónde está. A pesar de las mudanzas mágicas.
–¿Un talismán?
La voz, cascada, procede de un tenderete precariamente dispuesto. Ya lo ha visto. Lo que lo sorprende es que la voz parezca dirigirse a él. Se voltea, pestañeando, para encontrar, sentada en la tienda, las piernas cruzadas, a una anciana exageradamente arrugada, de ojos saltones, con una pipa enorme entre los labios plegados. Casi puede ver las volutas de humo haciendo espirales, como en los animados.
–Hay talismanes muy bonitos. Sí, sí. Las chicas aman las joyas, ¿sí?
Va a declinar, pero al volverse, la luz se refleja en uno. Una joya. Ámbar. Se agacha al lado de la anciana y clava los ojos en el collar. La forma es tan abstracta que igual podría representar una vid que cualquier otra cosa. Los reflejos de la luz sobre la joya podrían formar parte del efecto.
Ya tiene un regalo para Hermione. Un libro, claro; uno muy, muy mágico, que costó mucha suerte y una cantidad de galeones inconfesable; el auror lleva meses soñando con su reacción cuando lo reciba. Sin embargo, qué bien se le verá esto a una mujer de cabello castaño, sobre todo a una de ojos cálidos como su compañera. Su índice se acerca al collar.
–La reliquia de Saba. Sí, sí –responde la vieja, astuta.
Harry sabe que debería preguntar por su efecto mágico, pero recuerda de golpe que es un vecindario muggle, y se vería extraño.
Sin embargo, regresa con el talismán en el bolsillo, en una humilde bolsa de cuero, sin tener idea de si se atreverá a ofrecerlo.
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–¡Que no lo quiero conservar!
La mujer levanta la vista, con expresión aburrida.
–Señorita…
–¡Señora Granger-Weasley! –repite la auror con impaciencia; esta debe ser la única hechicera que desconoce todo sobre el Trío de Oro.
–Como sea –la mano aparta la corrección como a una abeja–. Como le decía, las quimeras domésticas establecen un lazo con la familia…
–¡Que no lleva conmigo 24hs!
La oficinista mira a la criatura, que se ha instalado sobre sus hombros como un –extrañamente cómodo– abrigo de pieles, y al que ni los gritos espantan.
–Bastet, bájate –musita Hermione, con rabia controlada.
Con estudiada calma, el gato se deja caer sobre el buró, pero se echa frente a la auror, mirándola a los ojos; el dragón, por su parte, le sisea a la funcionaria y se lanza a morder. Esta, con expresión aburrida, se aparta del buró. Pero si está acostumbrada a lidiar con animales mágicos, no parecen ser de los que lanzan fuego: la llamarada la hace entrar en una furia de apagar fuego y levitar papeles con expresión alarmada, y Hermione esconde una sonrisa que bien pronto desaparece del todo.
–De todos modos, con los datos que nos dio ayer, el procedimiento de adopción está casi completo, solo tiene que firmar aquí…
Estampando los pies contra el suelo, Hermione sale de la oficina y da un portazo; la mano todavía en el picaporte, un segundo después abre de nuevo para ladrar la pregunta:
–Lo de beber sangre…
–Es para forjar el vínculo –responde la funcionaria con voz automática–. No es un vampiro.
Hermione da otro portazo, más fuerte, con una oleada de culpa: magia de sangre, claro que sí; fue estúpido permitirlo.
Por tercera vez abre la puerta, un tono resignado en su voz.
–¿Convive con muggles?
Un encogimiento de hombros.
–Seguro.
–¿Solos?
–Salvo que ataquen al ama… Escuche, ¿va a firmar antes o después de romper la puerta?
El tercer portazo quiebra el cristal, que se arregla al instante con un Reparo resignado proveniente del otro lado, mientras el bólido de cabello castaño atraviesa los pasillos de ministerio, virtualmente haciendo volar los papeles y memos a su paso. Todos esto podría haberse acabado ayer si los funcionarios hicieran su trabajo, ¿y van a decirle que hoy es demasiado tarde? Ha estado esperando desde la madrugada, para que llegaran los del Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, subdivisión de Familiares, solo para que la atendiera una hechicera inepta…
–¡Hermione!
Se volvió de golpe y tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar "¡¿Qué?!"
–Dennis.
Frotándose imaginariamente las sienes, se obliga a prestar atención. El nacido de muggles le cae realmente bien, sobre todo desde que la ayudó a montar al departamento de aurores esa subdivisión de forense muggle. No es que los aurores lo usen mucho, lo que explica por una parte su limitado espacio físico e incómoda ubicación, y por otro los excepcionales resultados del equipo Buckbeack y otros equipos con miembros parcialmente muggles (que son pocos) en la resolución de casos complejos. La mayoría de los magos no se preocupan por no dejar ADN.
–Creí que estabas en América –menciona el hechicero, cerrando tras él la puerta de su departamento climatizado.
–Fue necesario reportarnos.
–Problemas.
"¿Por dónde empezar?" No responde.
–Es bueno verte, de todos modos –agrega Dennis al fin–. Obtuve esos resultados que pediste, pero no sé si le han prestado atención. Me alarmó que no los recogieras tú misma. ¿Cómo que ya no estás a cargo?
La antigua fiebre del caso amenaza con sumergirla. No le puede explicar las razones por las que tuvo que dejarlo, ni las veces que, a pesar de lo agitado de su vida, se despierta de noche angustiada, sintiendo todavía su varita partida en la garganta, o llorando por el bebé –a veces Hugo, a veces Al–, al que ha visto muerto sobre su mantita.
–Lo siento, Dennis; es clasificado.
El chico la mira a los ojos y, tras un segundo, asiente.
–¿Y qué es eso? –pregunta.
–Una quimera doméstica –la voz de la auror suena hueca–. Me están forzando a adoptarla.
–Vaya –inserta el científico, sin idea de qué comentar–. Tenía un amigo en la Subdivisión de Familiares, pero lo mandaron, ya sabes, a la Oficina de Centauros. Me temo que le gustaba demasiado el whiskey de fuego.
Una sacudida de cabeza triste de ambos magos, un tanto distraída por parte de la auror.
–Hermione…
El tono es suficientemente serio, como para hacerla levantar la cabeza. El silencio que lo sigue, más serio aún. Tras vacilar, Dennis pregunta:
–¿Podrás pasar un momento?
–Me temo que se supone que no tenga nada que ver con la investigación –corta la auror; mejor evitar tentaciones.
–Es que… es personal…
Intrigada, la auror lo sigue al interior del laboratorio, escrupulosamente limpio, más metálico que el resto del Ministerio. Lo primero que la golpea es el aire controlado. A continuación, el conjunto de instrumentos que asocia con su infancia: con la ciencia muggle, que ahora, a la distancia, parece casi juego de niños.
–El instrumento que ajustamos… el de código rúnico… –dice, dándole la espalda a medida que busca entre papeles.
Hermione recuerda. Fue quizás su mayor aporte a la magia forense: la adaptación de un instrumento para identificar la huella genética, al hallazgo y comparación de la huella rúnica. La idea fue de Hermione. Dado su horario, la concepción de la idea y cómo llevarla a cabo fue casi toda durante una u otra vigilancia y seguimiento de uno u otro mago oscuro, y el peso del trabajo recayó sobre Dennis.
–¿Recuerdas cómo lo probamos con tu secuencia rúnica y la mía?
Hermione asiente, deseando preguntar a dónde va todo ello.
–Pues, como tengo memoria eidética, al hallar esto, pues se me ocurrió comparar…
Venía con dos pergaminos, sobre los cuales la impresión con una máquina láser muggle se veía decididamente anacrónica. Antes incluso de que le llegaran a las manos, Dennis estaba agregando:
–Te lo doy y me olvido por completo de todo esto. Es más, puedes usar Obliviate, si quieres…
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Avance:
Estás en mi interior, en mi vida, en todo lo que hago. Mi primer amor, mis primeros sueños vinieron contigo. Es nuestra historia, nuestra…
