(Nota de autor: No, no me equivoqué de historia. Sigan, ya tendrá sentido.)

Se despierta de golpe, jadeando, y se sienta mientras se desarregla con la mano el cabello negro. Su mirada va directo al sitio habitual de Hermione en el lecho, a su lado; las sábanas están crispadas, pero ella no está. Agarra el celular de la mesita de noche; nada. Con agitación, se levanta, descalzo. Atraviesa la puerta. El pasillo está iluminado, se veía a través de la hendidura de la puerta.

Al final del corredor, antes de girar, ve su espalda, recortada contra el rectángulo oscuro de la habitación de las niñas. Un escalofrío lo recorre, y suspira de alivio, finalmente guardándose el celular en el bolsillo mientras se acerca con más calma. La mujer vuelve el rostro discretamente, escuchando sus pisadas; ve su media sonrisa por encima del hombro. La rodea con los brazos. Sus rizos castaños le hacen cosquillas. Huele a calabaza y cuero.

–Detective –suspira la mujer, con pretendida formalidad.

–Doctora –responde él, siguiéndole el juego mientras hunde la nariz en su cabello.

–¿Despierto a esta hora?

–Un sueño –la siente tensar y agrega rápidamente–. No de esos –y la mujer parece hundirse en él. Solo… un sueño raro.

–Raro, ¿cómo?

–Varitas mágicas. Escobas voladoras. No sé… La historia para dormir de Angélica, supongo.

Se quedan mirando a la oscuridad del cuarto. El librero de Rose está recortado en sombras al final del cuarto; acá, más cerca, sobre la cama de Lily, destaca su único peluche restante. Sobre la última cama, que una vez perteneció a Joy –la mayor, ya adulta-, sigue durmiendo la más pequeña.

–Se extrañan, ¿eh? – susurra el detective, para no despertar a la niña.

Su mujer cierra los ojos por largo tiempo. La casa resuena con la ausencia de cinco risas infantiles.

–Hubiera sido mejor no internarlos…

–No –El susurro de la mujer suena firme–. Yo no hubiera querido que me privaran de Hogwarts.

Harry mira las camas vacías, y le cuesta, pero no puede sino estar de acuerdo.

–Todavía me despierto a las 4 –protesta la mujer, medio en juego.

La risa grave de su marido le hace cosquillas en la oreja. James nunca durmió todas las noches. Casi desde el principio entendió que era la mejor hora para planificar e instalar sus bromas. Un día de cada dos, se despertaban sobre esa hora al estallido de cualquier recipiente y la cara medio avergonzada, medio retadora, del mayor de sus varones, que esperaba hacerles creer que "solo se había levantado a tomar un vaso de leche". De nuevo. Ya están condicionados.

–Estarán bien –se persuade el detective en voz alta–. Se tienen unos a otros.

–Sí. Quién sabe si Rose ya habrá conocido a su futuro marido.

La mujer se voltea a tiempo para ver la mueca y se echa a reír.

Harry escruta su rostro, tan diferente y tan similar al que conociera tantísimos años atrás. Más de la mitad de su vida. En un tren, viajando lejos de todo lo conocido, y hambriento de gente que lo quisiera. ¿Sabía entonces todo el caos y todo el orden que traerían a la vida de otro? ¿En aquella primera mirada? Imposible intuirlo.

¿Dónde empezó todo? ¿En aquel Baile de Navidad, con una Hermione desconocida al brazo de la celebridad de turno? ¿En los meses subsiguientes, en las miradas robadas por sobre los libros de texto? ¿En las excursiones nocturnas? ¿En aquel beso incómodo so pretexto del muérdago sobre sus cabezas? Siempre hubo una seriedad desacostumbrada y al mismo tiempo, una poderosa y apasionada voluntad de hacer valer lo poco que tuvieran –en materia como en tiempo-; ambos tenían que ver con la nostalgia por la familia que ella acababa de perder y él nunca había tenido.

Y así, su familia empezó muy pronto, antes que su carrera. En aquel campamento de invierno, aunque no fue sino meses después, casi al graduarse, que se enteró. Cuando Hermione entró precipitadamente a la habitación y cerró la puerta a su espalda, y se volteó, las manos contra la puerta, Harry lo supo. De todos modos la noticia lo descarriló como a un tren. Él siempre había querido ser detective. Hermione tenía un pie en la Facultad de Medicina, de Oxford nada menos. Huérfanos los dos, sin más ayuda que una cuenta bancaria, insuficiente para mantener a la familia en lo adelante.

Recuerda como si fuera hoy el sonido de la pluma sobre el libro de texto. Nadie te enseña a lidiar con un bebé en la adolescencia. Toda clase de miedos y dudas e ideas le pasaron por la cabeza. Pero sobre todo eso, una certeza permanecía intocable: Hermione. Habían estado juntos demasiado tiempo como para dudar que pertenecían juntos. Esto solo adelantaba las cosas. En el mismo escritorio sobre el que estaba estudiando en el momento, en la gaveta, estaba el anillo de su madre.

Los siguientes años no fueron remotamente tan románticos como su boda. Tuvieron que alternarse. Hermione retrasó su entrada a la universidad, alimentando a Joy. Harry empezó a trabajar de medio tiempo con un artesano amigo de la familia, Olivander de apellido. Le gustaba el oficio, pero no como la carrera que ya ni aspiraba a seguir. Desde el principio le había confesado al anciano que sería solo temporal, que el puesto de Hermione en la facultad no la esperaría para siempre y en par de meses él tendría que quedarse con la niña. Que lo aceptaran bajo esas condiciones fue ya un milagro en sí mismo.

Entonces, alguien se lo mencionó a Ginny, que trabajaba desde casa. La chica no tenía ideas románticas sobre los niños, pero no veía por qué no podría ayudar. Estaba acostumbrada a colaborar con su familia, y en lo que a ella respectaba, ellos eran familia. Se ofreció a cuidar a Joy durante la jornada. Cómo se las arreglaba para calmar a la nena, Harry siempre se lo preguntó. Supuso que crecer en una gran familia supone un entrenamiento en sí mismo.

Hermione fue la primera en labrarse una carrera, devorando materias curriculares. No tenía tanto tiempo para estudiar, pero ella había estudiado siempre de más, de todos modos. Se graduó de Medicina con honores. Le llovieron puestos prestigiosos, y Harry se tragó su orgullo y su amargura y le dijo que las aceptara. El gesto tuvo su premio. Oh, sí. Pero la mujer ya había decidido que tal vez su vocación no era la atención al paciente, no directamente. Era demasiado empática. Tal vez le fuera mejor como detective.

Justo cuando pensaban estar comenzando a tomar pie, llegó James… para inmenso deleite de Joy, que estaba en la edad de querer un hermanito. Pero de todos modos era el turno de Harry de volver a salir al mundo. Hermione, con un bebé y una niña de seis, se quedó en casa por unos meses, mientras el padre se mataba en el entrenamiento. Casi no lo veían, salvo en el desayuno: Hermione insistió, y tras un tiempo el padre vio la sabiduría en su terquedad. Los dibujos de Joy todavía los incluían a los dos, y James era perfectamente capaz de reconocer su voz.

Solo una juiciosa economía (Hermione) aseguró que no carecieran de lo esencial, estirando la herencia hasta que el salario comenzó a equilibrar las pérdidas.

Una vez Harry comenzó a trabajar en serio, Hermione le dio tres sorpresas casi de una vez: uno, su incorporación al cuerpo, como detective y con el plus de su entrenamiento médico, que la hacía perfectamente capaz de llevar a cabo una necropsia perfecta; dos, el embarazo de Al. La tercera no fue tan pronto, ni tan evidente como bendición. En este puesto como en el anterior, Hermione era demasiado empática, demasiado sensible. No hubo duda al respecto cuando, más vientre que mujer, vino a casa con esa mirada llena de duda y decisión que su esposo había aprendido a temerse. "Quiero que Rose tenga un hogar. Con nosotros". Hablaba de la huérfana de su último caso.

Huérfana como él.

¿Cómo negarse?

Y sin embargo, cada niño era un salto de fe. ¿Cómo mantener sus trabajos, con horarios así, con niños? Ya su jefe se arrepentía de haberlos contratado. Blaise era un buen hombre, un detective capaz, pero entendía que sus hijos eran una distracción inadmisible, y subconscientemente los veía como débiles por no haberse limitado a uno o dos. La decepción de Blaise, como amigo y como figura de autoridad, era una herida abierta en el costado de Hermione. Sin embargo, se había negado a avergonzarse de ser madre y le había plantado cara a su amigo, acusándolo de discriminación y amenazando con demandar si ponía en peligro sus trabajos. No hubiera funcionado si no se hubieran mostrado tan capaces, sobre todo gracias a Hermione y su cerebro prodigioso. Se quedaron.

Pues ¿cómo mantener a los niños, sin trabajo?

Pero ¿cómo ocuparse de todos ellos? Cuatro niños… Seguramente la familia tan grande, en esta época, no era bueno ni para estos. "Mejor que morir" diría Hermione con vehemencia, aunque ella misma no tuviera idea de cómo iban a hacer. "Mejor que crecer sin familia". Harry vio en sus ojos la duda y el dolor, supo que estaba dispuesta a dejar lo que fuera antes que fallarle a una sola personita en apuros. Recordando el tercer año, la manera en que Hermione había tomado absolutamente todas las materias opcionales disponibles, Harry decidió que debió haberse esperado esto: que mordiera más de lo que podía masticar.

Al final, accedió a la adopción.

Y de alguna manera, funcionó. Joy, de siete, ayudaba con el biberón de Al, le cantaba a James, les hacía compañía. Rose la seguía como una sombra, abriéndose lentamente a su nueva familia. Los niños encontraban amor unos en otros, y así, el amor de sus padres era tan importante como siempre, pero sus horarios no eran insoportables. No eran la única fuente de calor humano. Los niños eran en sí solos una tribu.

De todos modos, fue un shock esa noche en que la mujer lo esperó sentada a la mesa, a media luz, luego de que los chicos se hubieran dormido. Empujó el panfleto hacia él (todavía lo tienen por algún lado), ojos brillantes, aunque bajos, ocultos bajo su cabello. "Esto no es un niño, Hermione. Es un grupo de células en una placa de Petri." "Todos somos un grupo de células, Harry. Esto un ser vivo, humano, con su ADN único y un programa de desarrollo propio." "Son restos de material biológico para fertilización in vitro." "No, Harry. Es un embrión igual al que fue implantado en el procedimiento exitoso. Es un ser humano en su propia etapa de desarrollo, más allá de cómo luzca. Y si alguien no lo adopta, van a experimentar con él. Y/O a destruirlo." Y Harry recordó todos los "experimentos" del primo Dudley con su pobre cuerpo malnutrido, y el estómago se le hizo un nudo.

Aún protestó: "No es como si lo fuera a sentir." "Y eso hace que esté bien" argumentó Hermione, la voz tomando ese tono particular de quien defiende a quien no tiene otra defensa, ese tono de quien no puede fallar. "Sabes, Harry, hay gente que no puede sentir dolor por falta de receptores, ¿está bien pincharla y cortarla y administrarle cosas? Hay gente que ni sabe qué le está pasando, gente en coma, ¿está bien practicar con estos?"

En el fondo, lo que Harry quería decir es "no es nuestro problema". Pero se quedó en silencio, ojos fijos en los iris castaños, cálidos como el verano que echaba tanto de menos. Por un momento estuvo fuera de su cuerpo, de su sorpresa y de sus dudas, de su alarma, de su propio y fuerte criterio. Nunca la ha admirado tanto. Aún sin comprender del todo su punto de vista, decidió que, si Hermione podía pasar por todas las inyecciones hormonales y todas las invasiones a su cuerpo, él podía apoyarla.

¿Qué más da tener un quinto bebé? Si ya tenían cuatro…

Y vino Lily, con los ojos tan verdes como si fuera de su propia sangre.

Casi al mismo tiempo que Hugo, con la piel tan negra como la tierra fértil.

De alguna manera, Harry, que nunca había tenido familia, se encontró con una grande. Fue demasiada faena, estar todo el tiempo disponible. Con su trabajo y los niños, a veces no tenía un momento de respiro. Hubo que hacer malabares con su profesión. Pero tuvo ayuda.

De alguna manera, fue mejor que esta casa semivacía, esta comodidad un poco excesiva.

–¿Dónde estás? –pregunta su mujer, las manos ahuecadas sobre sus mejillas.

Le sonríe y la besa levemente. Le hace cosquillas. Una onda semieléctrica se extiende de ese punto a todo su cuerpo, como si picara. Tiene algo que ver con la suavidad de la piel sensible, con su calor. Con su sabor a tarta de melaza.

"Prohibido" suena la alarma. Hermione no lo nota, ya se está separando con una ligera sonrisa. Pero ¿de dónde vino esa señal? Extraña. El detective mira alrededor, buscando, rastreando hasta su origen.

El sueño.

Oh.

Harry la siente moverse y la deja ir. Sus movimientos la hacen visible a través de la habitación. Agachándose al lado de Angélica, alcanza su elefante de peluche. La niña se gira, dormida. Un rayo de luz cae sobre sus rasgos mongoloides. La última de los Potter está enferma. Lo que no le resta un ápice a su dulzura. Harry da largas y silenciosas zancadas, amortiguadas por la alfombra, hacia lo que queda de su familia. Su figura dibuja una larga sombra sobre la cama. La madre cubre a la niña y entonces su mano, vacía, se desliza a lo largo del pantalón pajama y se encuentra con la de él.

"Esto no existe". El detective jadea, asustado por la súbita certeza. De pronto mira a un lado y a otro, buscando la fuente, como si se lo hubieran susurrado, aunque la convicción vino de sí, de su interior. Se aferra a la mano de su mujer en la suya –la piel suave alternando con los callos del trabajo, que le hacen cosquillas- y mira de nuevo a la niña durmiendo pasiblemente en su cama.

Puede acordarse de toda su historia, desde que Hermione le puso la mano en su vientre, con una mirada levemente temerosa –ya tenían seis niños, aunque alguno ya estuviera lejos–. Del ultrasonido en que le dijeron que había algo mal, y de las subsiguientes visitas. "Síndrome de Down", vino la sentencia. Hermione, llorando. "Nuestra nena está enferma". Y el firme patear contra la piel tirante del vientre de la mujer. Se acuerda de la primera vez que la vio, perfecta en su imperfección. Todavía no se sabía si su mujer iba a sobrevivir. La hemorragia había sido violenta, le habían hecho una histerectomía. La voz de Hermione en su cabeza: "ella no tiene la culpa" es lo único que lo ayudó a no odiarla –y apenas. Hermione acabó por recuperarse, pero entonces vino la operación del corazón de la niña, tan frágil.

Lo que más se temía, era que los niños la rechazaran. La nueva hermanita les estaba quitando tanto del escaso, precioso tiempo que tenían con sus padres.

Se acuerda del miedo terrible, del corazón en su garganta, cuando se dio cuenta de que se había dormido de pie preparando el biberón, y mientras, el llanto casi constante había cesado de golpe. Cómo corrió las escaleras, registrando la ausencia de los niños y temiendo que estos, inocentemente pragmáticos, hubieran tomado cartas en el asunto con resultados fatales. Si Hermione, ya en la puerta, no lo hubiera detenido, quién sabe qué daño habría causado su alarma. Era Al quien estaba sentando en la mecedora, la bebé en brazos. Al no cantaba bien. Pero entonces, Rose dio un paso adelante y se le unió; y entonces, Lily, que la imitaba siempre. Hugo fue el último. Hermione estaba llorando quedamente, y Harry sintió como si el mundo finalmente pudiera deslizarse de sus hombros.

–Es demasiado perfecta, ¿verdad? –suspira la madre, el sonido comunicándose de mano a mano más que por el aire quieto.

Harry mira a la niña, y siente de nuevo esa pesada certeza. Hermione se levanta y sale de la habitación, su mano guiándolo. El detective mira atrás solo una vez.

Fue solo un sueño.

–En ese sueño tuyo –menciona Hermione, causándole un violento escalofrío; a veces pareciera que le lee la mente–, ¿estaba yo?

Harry asiente.

–¿Qué era?

El hombre se encoje de hombros, sonriendo.

–Mi compañera.

–Como aquí, entonces –se ríe la doctora.

En ese momento sienten la vibración. La mujer palpa su vestido de noche al tiempo que su propia mano se dirige al bolsillo del pijama. El flash de ambos celulares es visible al mismo tiempo. La luz del de Hermione le ilumina el ceño fruncido, y Harry observa el mensaje en el suyo. Idéntico.

–Espero que Ginny esté libre.

Se visten en silencio. A Hermione todavía se le retuerce el estómago con cada caso. Harry lo soporta mejor, pero la respeta. La deja ir a preparar la leche y alimentar al perro mientras él mismo apresta a la niña dormida, envolviéndola en sábanas. Afortunadamente, tiene el sueño pesado. Hermione abre la puerta para que ambos entren al asiento de pasajeros, y toma ella el timón.

–¿Llamaste?

La mujer chequea el celular. Harry escucha la voz de la pelirroja al otro lado de la línea mientras la puerta del garaje deja ver el rosado del amanecer. Lo que significa que ya es una hora razonable, en lo que a Ginny respecta. Desde los chicos, nunca ha dormido más allá de las seis.

–Gin…

–¡Gracias a Dios! –se explaya la pelirroja, sonando aliviada– Me van a traer a Angélica, ¿a que sí?

Harry sonríe, al tiempo que Hermione contesta:

–Eres como que la única niñera que adora que le den trabajo.

–Vamos, no seas ridícula. Angélica es un amor y mis chicos necesitan una compañera de juegos. Son unos demonios cuando no está aquí. Que el pobre diablo a quien mataron me perdone, pero siempre es bueno tenerla de visita.

Resulta ser toda una familia, y una extraña sensación de deja vu lo asalta, pero no puede rastrearla. Hermione está demasiado callada mientras, dejando a los técnicos en la escena, conducen hacia la propiedad más cercana. Los vecinos, por así decir. Harry despega los ojos del volante tan a menudo como puede, mirando el rostro de su mujer recortado contra la ventana. El traje discreto y elegante, debajo del sobretodo, la envuelve como otra carta de identidad: Departamento de Homicidios.

–Buenos días –dice a la puerta entreabierta, alzando su identificación–. Soy el detective Potter y esta es la doctora Granger, mi compañera. Estamos con Scotland Yard. ¿Podemos?

Ojos enormes y asustados lo contemplan desde el otro lado… y abajo. Alguien muy bajo con nariz muy larga y orejas extraordinariamente grandes.

–Espere aquí, señor.

Hermione estudia al criado con ojos piadosos, y lo sigue con la vista tan lejos como la delgada rendija permite. El detective, a su vez, explora lo que puede ver de la extensa propiedad. Todo es lujoso, elegante, arreglado. Un jardín perfecto. Acercándose al jardinero que poda con indiferencia los rosales, el detective se presenta de nuevo.

–Tendrá que preguntarle al amo –responde el sirviente con sequedad, tomándolo por sorpresa.

Harry resiste las ganas de hacerle notar que aún no le ha preguntado nada.

–Es sobre la propiedad vecina…

–¿Los Lefaye? –se sorprende el jardinero, antes de enmendarse– No sé nada de ellos.

Pero de alguna manera tuvo que conocerlos. Así que Harry estrecha los ojos levemente, mientras pregunta:

–¿Venían a menudo?

–Yo no sé nada, señor. Pregúntele al amo.

–Harry –llama su compañera desde la barandilla.

Frunciendo el ceño, Harry sigue a Hermione y el mayordomo a lo largo de la mansión cuidada y fría, pasillos interminables de mármol con frisos y grandes murales, retratos familiares. Uno en particular atrae su mirada: un sujeto alto y esbelto, de cabello largo y plateado y la mirada más fría, con un bastón con cabeza plateada. "Lucius Malfoy", reza la inscripción. El nombre se le queda grabado. Tiene la impresión de que le debía recordar algo, pero no sabe qué.

No pueden haber recorrido un porcentaje significativo del lugar, cuando llegan a una sala pequeña, quizás la más pobre e incómoda del lugar.

–El amo se reunirá con ustedes en breve.

"Breve" es la manera elegante en la que algunos ricos que además son pretenciosos te hacen comprender que no mereces su tiempo. Le gustaría poder hablar con Hermione sobre el caso, ella se las arregla para sacar patrones de su aparente ausencia de pistas y todavía hacerle creer que aportó algo; pero no hay cómo saber que no hay cámaras en la habitación. Quince minutos de silencio, y Harry se pone en pie y, apartando las cortinas, mira hacia fuera. Puede ver en dirección de la propiedad de las víctimas, desafortunadamente es también la dirección de la puerta principal y la vista no aporta a lo que sabe: un jardinero hosco, podando los rosales.

El movimiento –presentido- a su espalda lo hace voltearse, y la mirada fría de unos ojos grises en la oscuridad es la primera impresión. Lo sigue una cara afilada y pálida, un cabello plateado, la mano que avanza sosteniendo un bastón con empuñadura de plata. El señor no hace un movimiento de bienvenida, ni siquiera a la doctora-detective, que se ha puesto en pie al tiempo que su compañero ha dado un paso en su dirección, efectivamente reuniéndose con ella. A Harry le da una voltereta el estómago al reconocer la postura, la mueca desafiante. Sin saber de dónde.

Un impasse.

–Buenos días –repite la doctora, fríamente–. Soy la doctora Granger, y este es el detective Potter, mi compañero. Estamos con Scotland Yard.

–Eso informan –responde el aristócrata, ojeando con indiferencia la identificación que han sacado otra vez.

–Venimos a hacerle unas preguntas en relación a sus vecinos.

–Notará –corta el rubio– que dado el tamaño de mi propiedad, difícilmente pueda considerarse que mi residencia esté en cercana vecindad con otra.

–Señor Malfoy –interviene el detective, notando que las considerables reservas de paciencia de su compañera comienzan a agotarse–, ¿cuándo fue la última vez que vio a sus vecinos?

–La verdad es que no recuerdo –comenta el propietario, retándolos a probar lo contrario.

–Pero los conocía usted…

–Se podría decir.

–¿Había alguna enemistad entre ustedes? ¿Tierras? ¿Alguna otra razón?

–Difícilmente requiera entrar en pleito por unos metros de tierra –corta el señor–. Eso es más de los Weasley.

Los compañeros intercambian miradas, hastiados. No van a obtener mucho más de este, que además acaba de ofender a su familia, sin que puedan devolvérsela.

Una hora de respuestas vagas más tarde, la impresión no hace sino confirmarse, al punto que no es sino un alivio el que el aristócrata se levante, dando por terminada la entrevista so pretexto de un compromiso previo. La retirada, tan quieta e imperiosa como la llegada, se sigue casi inmediatamente de la asistencia del mayordomo asustadizo que lo recibió poco antes, y otro recorrido rápido en silencio. Mientras Hermione almacena toda la información a su vista en su cerebro enciclopédico, él no tiene ojos sino para el criado de corta estatura y manos nerviosas, que le recuerda a alguien. Hermione sale primero, al tiempo que el detective se vuelve, abre la boca y, sin resolverse a preguntar, precipitadamente busca en su traje una tarjeta de visita.

–Caso que recuerden algo más.

Ojos largos, nudosos, se cierran en torno al pliego mientras los ojos enormes se mueven como en cámara lenta para leer:

–Harry Potter, señor.

La breve oración le da escalofríos.

–¿Dobby?

Y los ojos miran a uno u otro lado, de pronto aterrorizados, antes de fijarse en el detective con dificultad, como si la curiosidad estuviera a punto de perder terreno al lado del miedo.

–¿Harry Potter conoce a Dobby?

A pesar de sus años y experiencia, Harry se encuentra incapaz de hablar, un nudo en la garganta de origen impreciso haciendo imposible toda comunicación hasta que los ojos del mayordomo se estrechan. Lo empuja toscamente hacia la puerta, y antes de cerrarla, susurra, voz de pronto febril:

–No venga más, Harry Potter. Si viene, le harán daño. Si viene…

–Dobby, tienes que ayudar. Hay una familia muerta, quién sabe cuántas más.

–Nadie sale de la Orden de Walpurgis, Harry Potter.

–¿Orden…?

Pero ya la puerta está cerrada a su espalda.

Hermione lo espera, la espalda contra el auto. Lo interroga con la mirada de esa forma tan suya. Harry no sabe qué decir. Están a medio camino –Hermione conduce hoy- cuando se las arregla para decirle:

–Conozco al mayordomo.

–¿El que nos abrió? –pregunta la doctora, desviando la mirada del camino– ¿El inmigrante?

–¿Inmigrante?

–Tiene rasgos muy característicos –y menciona un pueblo del que Harry nunca ha oído hablar y al que su cerebro no se aferra–. ¿De dónde?

–No lo sé.

Una vez más Hermione desvía hacia él la mirada –una señal de extremo distrés, ya que ella es maníaca de la seguridad vial. Pasan segundos antes de que agregue:

–¿Fue él quien te reconoció?

–No, la manera en que dijo mi nombre me hizo recordar el suyo.

–¿Qué más te dijo?

Harry le cuenta la entrevista –si es que puede llamarse así-, y enseguida la doctora parquea al lado del camino para que él pueda tomar el timón. La maniobra le es familiar. Significa que tiene demasiado en qué pensar. La doctora pasa el resto del camino enumerando pistas y relaciones, el patrón sanguíneo y lo que ha podido extraer como médico de las lesiones en los cadáveres a partir de la exploración visual externa y la temperatura. La mente del hombre levita sobre la mayoría de los detalles, ya tiene la mente ocupada buscando la relación entre él y el extraño hombrecillo. Un pozo amargo en su estómago le dice que ya sabe la respuesta. "No seas estúpido, los elfos domésticos no existen". Pero una parte de él insiste en lo contrario.

Se pregunta si tendrá que buscarse un psiquiatra.