Nota de autor: Los comentarios se han inclinado por escandalizarse ante la posibilidad de incesto. No saben el alivio que me da, en una época en que universidades del mundo empiezan a promocionarlo. Igual, no falta mucho para que se nos considere prejuiciosos por eso.

El fénix y el dragón

–¡Mire hacia acá! –solicitaban; y tan pronto como Harry obedecía, el flash le quemaba los ojos.

–¡Un autógrafo! –y medio cegado, miraba con desconfianza el pedazo de material (pergamino, papel higiénico, lo que fuera) que le extendían, sin tomarlo.

Un fan se lanzaba hacia él y Hermione se interponía, las manos en las caderas, aterrando al infractor con su personificación de la señora Weasley, lo que lo hacía soltar una risita.

Pasadas las puertas del hospital, hasta los habituales parroquianos olvidaban sus zapatos come-pies para mirarlo boquiabiertos.

Por fin estaban tan dentro de San Mungo, que ya era el mismo director quien venía a sacar a patadas a los periodistas.

–¡Este es un lugar de curación! ¡¿Qué creen que están haciendo?!

Y Harry suspiraba.

Venir a entretener a los niños era idea de Hermione, pero no por la publicidad.

Largos pasillos muy iluminados acababan por dejarse ver. A primera vista eran vistosos, hasta bonitos, con murales móviles incluyendo desde hadas hasta unicornios; pero la impresión acababa desapareciendo tras unas cuantas visitas, dejando un vacío, una tristeza. En la sala de los niños mordidos por vampiros, ninguno iba a ver nunca más el sol de verdad. Cada vez que pensaba en eso, a Harry le daba mucha rabia, de pensar que no se había llegado a ellos a tiempo. Más rabia con quienes no habían querido luchar, que con Voldemort mismo.

Pasando la última puerta, venía el grito agudo de emoción. Saltando de la cama o arrastrándose penosamente, algunos enfermitos se le acercaban entre gritos del personal mágico de salud. No es que su admiración lo hiciera sentir más cómodo que la de los paparazzis ahí fuera, pero se aguantaba y hasta trataba de sonreírles. Hermione le había hecho entender que estos chicos ya tenían una vida mucho más dura que la suya, mordidos por hombres lobos o por vampiros y a veces abandonados por padres que no sabían cómo lidiar con ellos.

Y empezaba el largo relato de sus aventuras. Hermione también le había ayudado a poner a punto una versión editada PG-13.

Uno de los niños se sabía casi todas las historias, habiendo leído las noticias, y las completaba por él. Trataba de sonreírle, aunque el crío en particular era mayor que los demás y su transformación estaba casi completa, con lo que su presencia aquí, con el resto de los niños, era temporal, condicionada por su propia visita, y todos los adultos tenían que mantener un ojo sobre él. En resumen, que era inocente y a la vez peligroso.

–¿Estaba muy fría el agua?

–Uff, congelada. Pero necesitábamos la espada de Gryffindor, así que no me quedó de otra que entrar. No fue nada agradable, y no pude salir solo. Gracias a Ron que me sacó… Él fue quien destruyó el medallón, después.

–Hermano –intervino Ron desde su izquierda, con una mano en su hombro al tiempo que se reía–, yo no fui quien te sacó.

–Ronald –lo llamó Hermione, sentada más allá del pelirrojo–, claro que sí, ¿quién más?

Y la risa se le petrificó al pelirrojo, que miró de uno a otro, incapaz de comprender que hubiera disenso en un tema así.

Luego de la sesión de historias, Hermione, amable hasta lo imprudente, se acercó al libro que el niño sostenía. Harry se le acercó, también. Si el chico la atacaba, ninguna ayuda iba a sobrar. Leyendo por encima de su hombro, vio la imagen de dos adolescentes empapados sosteniendo una espada. Uno de ellos era evidentemente mujer.

–Dice aquí que aquel –y el niño apuntó hacia Ron– no llegó hasta pasado año nuevo.

Se veía confundido, y Harry también se preguntó cómo podían publicar tales errores en un libro para niños, pero pronto lo olvidó.

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La mirada de Hermione pasa de una a otra cama, donde las víctimas del ataque terrorista han tenido que ser amarradas y silenciadas, pero se debaten constantemente contra sus ataduras. Cama tras cama, ocupadas por un combate enloquecido y silencioso. Siendo muggles en un hospital mágico, no hay acompañantes, y quizás sería peor.

Es surreal.

Caminando de un lado de Ron, como su escolta, a pesar de su aparente tranquilidad y eficiencia, Hermione también se debate.

"No, no puede ser. Que no lo vea más… Es ridículo. ¿No es ridículo separarse por esto? Ni que se pudiera deshacer el efecto de la poción empática." Negación.

"Si podemos seguir como compañeros, prometo mantener la distancia. Lo hemos mantenido a raya por décadas, ¿por qué no va a seguir funcionando?" Negociación.

Se siente como si hubiera pasado toda la vida en el mismo proceso de duelo en etapas cíclicas y siempre subconscientes, reprimidas como el sentimiento que le daba origen a todo esto. Cuando por fin, con la admisión del problema, llegó a la fase de ira, Hermione halló una deprimente carencia de sitios para gritar y de momentos para desaparecer hacia la profundidad de una cueva donde pudiera sentir los efectos catárticos de aullar hasta perder la voz.

Supone que está más o menos funcional, que es más de lo que esperaba. Después de todo, pasó la noche de rodillas en una esquina del enorme vestidor nunca usado, los codos sobre el diván de calzarse, la cabeza hundida en los antebrazos y las lágrimas atravesando la espesa y rica cubierta del mueble, y un solo mantra: "Merlín, por favor, por favor, dame fuerzas."

Tal vez solo está en shock.

Todo se ve como diapositivas. El hombre amarrado sobre una cama, toda la espalda arqueada como un puente, como si tuviera tétanos, y el rostro contraído en una mueca de odio. El medicomago con la mano en los bolsillos del uniforme, la cabeza inclinada hacia un paciente, tan calmado aquel como histérico este último. El rostro de una enfermera dirigida hacia ellos, con una expresión sorprendida y ¿compasiva? Deja vu.

Un sujeto los observa desde la esquina, en uniforme. Ha vuelto la espalda a la muggle de la que supuestamente se encargaba, y no es meramente inexperiencia o el estar deslumbrado por las celebridades. A pesar de su estado, Hermione encuentra suficiente voluntad para devolverle la mirada. Le repugna la manera en la que todos los países mágicos tratan a sus ciudadanos no mágicos. Lo sigue con la vista hasta que el sujeto sale de la habitación. Cómo le gustaría hacer algo, pero como figuras públicas, no puede simplemente dejar a Ron bajo la guarda de un aprendiz e ir a investigar un supuesto caso de mala praxis. Ya no tiene diecisiete.

Con todo, mientras Ron da la mano al médico de guardia bajo los flashes de las cámaras, Hermione da un paso hasta la enfermera. Hay algo en ella que le inspira confianza.

–Disculpe… ¿me puede decir el nombre del medicomago que salió?

La señora se endereza, liberando la mano del paciente al tiempo que con la otra se coloca un mechón de pelo en su lugar al voltearse. No parece tan impresionada. Su sonrisa es benevolente, le recuerda un poco a la señora Pomfrey.

–Oh, parece ser nuevo –responde con marcado acento australiano–, no lo conocía.

–Si averigua más, ¿podría comunicarse conmigo?

Le cuesta un rato encontrar la tarjeta, entre una bolsa de golosinas para lechuzas y una caja encogida que igual podría ser la que le dio su madre.

–Claro –las manos que toman el cartón están gastadas y huelen a desinfectante–. Ha crecido usted bien, me alegro.

Hermione le hubiera preguntado si se conocían, pero ya la enfermera está pasando al siguiente usuario, bandeja con termómetro en mano, y el ministro está terminando su charla, y la auror tiene trabajo que hacer.

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–¡Llegaron los disfraces!

Hermione levanta la mirada hacia Duham, cuya emoción es palpable. Le cuesta un momento recordar de qué habla.

Despedida.

Baile.

Disfraces.

En tanto personal diplomático sus disfraces han sido confeccionados a medida –el Ministerio tiene sus medidas– por magos más experimentados que Madam Malkins. Se trata de impresionar al país vecino que una vez fue su colonia. Una elaborada mezcla de telas y hechizos de elaborado glamour ocultarán sus identidades, con pocas personas además de ellos conociendo sus disfraces. Aunque probablemente haya un momento del baile para desvelarse.

Inmediatamente después, el regreso a casa. Lo que Hermione siente respecto a esto, es conflictivo e intraducible a lenguaje.

Duham, en cambio, está deslumbrada por el evento y los disfraces, aunque en general se interese tan poco como la misma Hermione en el aspecto físico. Y he aquí que la niña está virtualmente saltando bajo la mirada benevolente de su mentor.

Mejor no centrarse en este.

La aprendiz ha extraído algo blanco y escamoso. Se ve que es magnífico, por ratos se desdobla lo suficiente para que se vean partes del glamour incorporado: una garra, un ala, un ojo amarillo.

–¿De qué pediste el tuyo? –insiste la chica, espiando en la maleta con el nombre de la auror.

–De muggle –contestó Hermione, antes de desvanecerse a través de la puerta.

–¿Eso se puede?

–Seguro –es la voz de Ron–, lo que no se puede es lo que quería Harry.

–¿De qué quería ir?

–De cualquiera que no sea yo.

–O sea, cubrirse la cicatriz con glamour –explica Ron–. Y nada más.

–¿Qué? –protesta el auror, rascándose la susodicha cicatriz– Ya Hunter va de vampiro.

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–Sigo sin entender, ¿por qué no aprovechar el baile de hoy?

–Demasiada seguridad –explica el comandante, tirado despreocupadamente en su diván, una rodilla alzada, la muñeca sobre esta, al tiempo que se apoya con el otro codo.

–Pero ahí va a estar todo el que importa…

Las luces se apagan una vez más, desconcertando a casi toda la habitación.

–Lo siento –emite como si no lo sintiera, y con otro click hace regresar las luces, sin mover más que la mano en que sostiene el extraño dispositivo–, ¿de qué dijiste que irías?

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Desde el helicóptero el palacio no se ve menos impresionante. Parece haber sido tallado en una sola pieza de roca gris, enorme. Altas torres se alzan casi hasta los pasajeros, y hay terroríficas gárgolas de piedra en cada cornisa. Está brillantemente iluminado. Recuerda un poco a Hogwarts.

El primero que baja es un astronauta, levitando a centímetros de la roca ancestral. Lo recibe su homólogo americano, exhibiendo un elaborado peinado de serpientes. Tras Ron se han bajado un fénix exquisito de tamaño humano, el glamour extiende enormes alas rojo-doradas a la luz brillante de todas las velas de la torre, y alza el cuello como para cantar y Harry, dentro, pone los ojos en blanco.

–¿Y los demás?

–Salimos en el primer helicóptero, sin llegar a verlas. Mujeres –bromea Ron, estrechándole la mano.

Hay algo falso en su voz, le parece a Harry. Ojalá pudiera simplemente preguntar. Pero ¿qué si es sobre Hermione?

Hablando de lo cual… El segundo helicóptero aterriza, habiéndolos alcanzado. Se abre la puerta. Se ve una garra, y luego, la enorme cabeza de lagarto de un delicioso dragón blanco, sinuoso, serpentino, extendiendo escamas relucientes a la luz de la luna.

A continuación, se desliza a través de la puertecita la figura más normal de la fiesta: largo vestido de añil vaporoso, azul como la melancolía en la expresión de quien lo porta; máscara renacentista en torno a los ojos, de color a juego; cabello liso en un moño elegante del que se extravían algunas hebras; maquillaje ligero. Nada extravagante. Un mapa de cicatrices sobre su cuerpo, la única medalla; el de su antebrazo brilla en rojo, magia negra. Las manos de los políticos se congelan en su sitio. Silencio. Un momento después se escucha un crack, y los demás hombres de la habitación cierran la boca por fin para observar a Harry levantarse, glamour momentáneamente desvanecido, ojos todavía fijos en la visión.

–Vamos –los urge Duham, entregando su varita como es reglamento, con los labios en una línea tras la máscara reptiliana. "Tenemos una pesadilla diplomática a la que asistir."

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Tras la dama y el astronauta, descienden de la torre el dragón blanco de la mano del fénix, rojo y pálido, hipnóticos. Cada auror automáticamente observa uno a uno a los posibles enemigos del primer salón de baile. No cabe la menor duda de que la mayor parte de las personas en esta sala no tiene necesidad de varita para causar mucho daño con magia. Dejar fuera las armas es una formalidad.

Abajo es un pandemónium, creaturas de todas las mitologías y países y colores se mueven de un lugar a otro. La pista de baile es levitatoria, tridimensional, con magos y brujas flotando como fantasmas a diferentes niveles –algunos, vestidos de fantasmas-. Los disfraces tienen el encanto del anonimato. Quién conoce a quién, qué alianza se forma, es información privilegiada, disponible para los contados que conocen los disfraces. Como el ministro anfitrión, por supuesto. La ilusión vuelve descuidados hasta a los políticos.

Ya Hermione los previno, hace tiempo.

Los más normales parecen ser los elfos domésticos, esta vez, en sus trajecitos, moviéndose de un lado a otro; dos de ellos esperan a la entrada a ambos lados de la escalinata para inclinarse ante quien llegue, y con estos, todos los elfos cercanos les hacen reverencia.

–Oh, por favor, no es necesario –protesta Hermione con un asomo de fastidio.

Los elfos regresan a sus ocupaciones, indiferentes a la mirada compasiva de la antigua fundadora de P.E.D.D.O. Son como hormigas alrededor, trasladando, de un lado a otro, bandejas que lucen más pesadas que ellos mismos.

–¿Ya trataste de liberar a estos? –susurra Ron; la expresión de Hermione, incluso a través de la máscara, es elocuente– Como empujar el continente, ¿eh?

Duham se inclina sobre una bandeja y agarra un canapé que estudia de cerca, hasta que el pelirrojo, volteándose, le pregunta si no se lo va a comer.

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Hay pocas cosas más divertidas que un banquete en disfraces mágicos, decide Duham. Sentarse a la mesa entre un fénix y un astronauta, y ver a ambos tratando de comer a lo humano, se pasa de gracioso.

–Apuesto a que aquella es la embajadora de Japón –señala no tan discretamente a un Yōkai.

Ron se echa a reír y apunta a la esfinge identificándola con el ministro egipcio.

El juego dura un rato. Claro que a Duham le gustaría tener más libertad para los asuntos a tratar, ahora que hay tanta gente importante alrededor. Pero comer con esos dos no está mal, como premio de consolación. Aunque Harry esté tan callado. Y siempre hay tiempo para los negocios después del banquete.

Como de costumbre, Harry escoge bistec y tomates, que aplasta hasta casi convertirlos en una sopa medio repulsiva.

–Ey, hay cosas mejores –señala Duham, asqueada.

El auror se encoge de hombros.

–Nah, no hay nada que me ponga de mejor humor –dice mientras le sirven, a su pedido, jugo de calabaza (habiendo tantos vinos de primera)–, salvo la tarta de melaza, que va de postre…

–Comida es comida –evidencia Ron, del otro lado, con la boca llena.

Duham pone los ojos en blanco.

El ministro de magia americano hace sonar la copa antes de comenzar su discurso.

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Harry descubre su figura a través de la cortina. A través de salones y salones de baile lo ha guiado su enlace –poco abierto como está-, pero ya no le hace falta: la reconocería donde fuera. En el palacio, la seguridad es de alto nivel, de modo que tampoco tienen que seguir a Ron, ninguno de ellos. Pero que ni siquiera esté aprovechando la fiesta para abogar por los derechos de los elfos domésticos, eso sí que es una novedad. De todos modos, le conviene: aunque ella se haya pasado la noche evitando su mirada, el auror sí que tiene algo que decirle. Así que hace uso del disfraz para deslizarse, anónimo, hasta detrás de la cortina.

–¿Huyendo de otro admirador?

La ve estremecerse, aunque Hermione no deja de mirar su vaso de vino. Así que él se enfoca en el suyo al tiempo que se apoya en la ventana. A la luz de las velas, la bebida, a veces toma la tonalidad de la sangre.

–Me acuerdo de la primera vez que te vi así –divaga–. En el Baile de Navidad. No te reconocí.

–Esto no está ayudando, Harry.

–No tienes que renunciar –suelta a bocajarro.

–Lo sé –responde la leona tras un momento–, sería demasiado llamativo. En cambio, el puesto en Naciones Mágicas Unidas…

–No –responde él, vehemente, antes de susurrar–. Tú sabes que no me refiero a eso –y aclara–. No tenemos que escindirnos.

Escisión. Dado el carácter irrevocable de la ceremonia de nexo, y la unión que esta representa, que los convierte en uno, los compañeros no se separan, no se divorcian, sino que se escinden, y aún esa palabra no basta para describir lo traumático del evento. Todo lo que saben al respecto es teoría. Serán el primer caso en el departamento, y tratándose de Harry Potter, el impacto mediático va a ser incalculable, aunque no tiene comparación con lo que le va a hacer a sus personas.

–Nuestra… relación laboral… no tiene que cambiar. No es como si hubiéramos hecho algo mal. Una vez rehaga mi vida…

–Duham no es un clavo para sacar a otro. No es un sujeto de prueba…

Hay un brillo curioso y escalofriante en los ojos de Hermione.

–Pero ¿con quién estás hablando? ¿Cuándo he jugado yo con nadie?

–Tú sabes que te respeto, Harry. Pero de la manera en que lo estás sugiriendo, cualquier relación que establezcas será un medio para un fin. La estarás usando.

Harry reformula, con prudencia.

–Mientras Ginny vivió, había un balance…

–Le fuiste fiel –contesta Hermione, categórica–, físicamente, y hasta en tu pensamiento lo intentaste. Nadie lo sabe como yo. Pero no basta. Y en este caso, otro afecto estaría ahí desde el principio, identificado y todo.

–Dame tiempo, al menos.

–Pero ¿que no ves cómo esto nos está desgarrando?

Le salió del alma, como un sollozo, y Harry la observa, mudo, con el corazón latiendo a galope.

–Hermione, yo…

–Sobreviviremos.

–Sí, estoy seguro de que podré respirar sin ti –reclama Harry, perdiendo la paciencia–, pero ¿por qué querría hacerlo?

Hay algo vulnerable en los ojos de café, cuando lo miran, que le da esperanzas. Quizás ella tiene incluso más miedo que él.

Pero el silencio es interrumpido por un elfo que, apartando las cortinas, les pregunta gentilmente con voz aguda si quieren algo impronunciable que expone en una bandeja, y a lo lejos, por encima de la criatura mágica, Harry ve que Ron no se ha tomado el verlos allí, solos, demasiado bien.

Entonces es Duham quien se coloca tras el elfo y por delante de Ron. Alegre, sin saber la batalla campal en que se ha entrometido:

–¿Bailamos?

Hermione ya no está allí.

Y sí, a pesar de todo, tiene su encanto y su bálsamo el aceptar. A Harry no le gusta bailar, no, pero le gusta Duham, le gusta su risa (cuando los pies se le despegan de la pista) y su olor (a calabaza y tarta) y su cabello que está casi vivo. El fénix envuelve sus alas alrededor de ella, y cuando Harry vuelve a poner los ojos en blanco, Duham –que, estando dentro del glamour, lo ha visto- le señala, riendo, que el gesto es igualito al de su hermana.

Finalmente lo abandona a favor de la esfinge, que la observa con ojos carniceros al tomarla en brazos. Sonriendo ingenuamente, la chica dibuja una garra sobre su corazón.

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–Contamos con usted, entonces –concluye Duham mucho después, inclinándose ante el Yōkai, que le devuelve la cortesía.

No es sino hasta entonces que escucha el ruido. Es leve, pero ella tiene el oído agudo.

–La Hija del Cielo confía en las promesas de los hijos de Merlín –ha respondido la japonesa.

Obviamente, no ha escuchado nada. La breve entrevista está terminada, igual, y aunque han sido discretas, no conviene que las vean juntas por un segundo más de lo necesario.

Sale de esa habitación la primera, y bajo la capa de su mentor. La habitación vecina está cerrada, y en la del frente hay una pareja –no son muy discretos-, así que se dirige al lugar siguiente.

Al asomarse, se queda petrificada. Y es que hay algo amenazador en ver llorando a un astronauta. En primer lugar, porque en el espacio no se puede llorar, por la ausencia de gravedad. En segundo lugar, porque los ruidos proceden de un traje de metal. Tercero, porque no sabes de quién se trata.

La mirada de Duham va directo a la caja volcada en el otro lado de la habitación, y de ahí, al pensadero barato cerca de la ventana.

Y de ahí, a Sorv. Hay algo que no le gusta en su expresión. Toda una vida conociéndolo, implica que ella lee a través de todo. Hay una sonrisa por ahí, en alguna parte. Las sonrisas de Sorv nunca son buen heraldo.

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Hermione siente el daño una fracción de segundo antes de ver el movimiento de la multitud. Es como una luz roja parpadeante, y sin más consideración se echa a correr, maldiciendo la túnica que no le permite hacerlo más rápido. Lo que ve primero es la muchedumbre –alejándose del punto como ondas, para reunirse de nuevo, tan estúpidamente curiosa a pesar de sus años y posiciones políticas–. Su corazón late dolorosamente con la fuerza de dos veces la adrenalina que puede producir, mientras la auror se apresura al punto, lanzándose a través de la multitud o empujando sin ceremonias a los que se encuentra en su camino. Apenas vacila al ver el traje metálico flotando sobre su compañero.

–Petrificus totalus –susurra.

Se dirige a ambos hombres, aunque ni por un solo segundo sospecha que sea Harry quien ha comenzado la pelea. Nunca ha sido de causar escenas. Ron, por el contrario…

Incluso antes de que estén inmóviles, los esconde mágicamente a los tres y confunde a los testigos en las primeras filas. (Entre esto, y los elaborados disfraces, tal vez –solo tal vez- mantengan el anonimato.) No se queda para ver a la partida de políticos intercambiar miradas desconcertadas. Haciendo levitar los cuerpos petrificados que ya no puede ver, se desliza entre la muchedumbre.

Como en cámara lenta, sus ojos pasan de una arpía –tal vez real- a un unicornio, al espacio aparentemente vacío frente a ella, a través del cual las paredes del salón de pronto parecen lejanas, las puertas, trancadas, y quienes las guardan, demasiado perspicaces. Tiene una idea de dónde está su varita y el hechizo de protección le permitirá tomarla sin alarma, puesto que es su dueña, mientras no regrese con ella al baile. Pero todo es demasiado extenso y lleno de gente que sortear sin ser vistos. Demasiado imposible. No es que tenga otra alternativa, así que avanza hasta hallar una puerta entreabierta cuyo guardia presta demasiada atención al tumulto.

Luego recordará confusamente, como de un sueño, pasillos y escaleras muy ornamentados, puertas que no abrían de ninguna manera con mucho más que un simple alohomora, subir y bajar, el sonido de una cabeza contra madera. No sabrá cómo finalmente cruza las guardas llegando a una parte pública del edificio que ni sabía que existía. Aquí tienen suficiente nivel para desaparecer los tres, si es preciso. Con su varita finalmente en el bolsillo, la sensación de libertad es física como un escalofrío, como si hubiera entrado en una habitación caldeada tras horas en la nieve.

Las oficinas son toscas, espartanas, pero pocas veces se ha sentido tan aliviada como al entrar en una de ellas. Claridad difusa pero suficiente se filtra por las ventanas encantadas. Cierra la puerta y la aísla de oídos extranjeros antes de hacer visibles a los dos hombres paralizados y retirarles el pesado glamour. Con ambos levitando a la altura de su pecho, inspecciona el daño. Los ojos de Ron se mueven frenética, sospechosamente, pero su rostro apenas muestra secuelas de lucha. Harry, en cambio, está sangrando. Su nariz está en un ángulo extraño, y su cara está compuesta esencialmente de moretones. Afortunadamente, no había estado usando sus lentes. La mano de la auror se acerca hasta casi tocar el anillo violeta que mantiene cerrado el ojo izquierdo de su compañero. Parte de ella sigue embotada y confusa. La otra parte…

–Ronald Weasley –susurra, con la voz estrangulada pero vehemente, sin apartar la mirada del rostro de su compañero–, estás muy pero que muy cerca de aparecer sin disfraz en medio del baile para que el resto de los hipócritas te tome fotos. Lo único que te mantiene a salvo ahora mismo, es que no tienes varita. ¿Qué parte de "eres una figura pública" no entendiste cuando te hiciste ministro?

Al hacer descender a ambos hombres al suelo; reprime con dificultad el impulso de dejar que Ron se golpee la cabeza contra el escritorio. La rabia no la deja tragar, pero es una cuestión de justicia, tiene que escuchar ambas versiones. Antes de matar a Ron con sus propias manos.

–Estoy siguiendo las pautas del ministerio al permitir que el mago más lesionado sea el primero en dar su testimonio, con el objetivo de recibir atención médica rápidamente –informa a la habitación casi vacía y dirigiendo la varita hacia Harry, susurra –"Emancipare".

El cuerpo del auror se relaja y enseguida trata de sentarse, sin dejar de observar a Ron, desconfiado. Con un murmullo ininteligible, su compañera coloca el brazo tras su espalda, ayudándolo a incorporarse. El hombre sisea de dolor al tratar de levantar el brazo hacia su cabello, con lo que Hermione sin más ceremonia rasga la manga de su capa. Tiene un feo corte, la capa espesa y roja disimulaba el color de la sangre.

–¿Qué ocurrió? –pregunta la leona, lanzando a su esposo una mirada feroz.

–Eso es… –un hilillo de sangre se desliza hacia su labio y el auror lo limpia con brusquedad, para entonces sisear; el dolor, aguzado– Eso es lo que me gustaría saber. Lo escuché acercarse, pero no esperaba un ataque, especialmente en público. ¿Por qué, Ron?

Hermione observa su expresión cambiar levemente, como si tuviera su respuesta, y con una ojeada muy breve a ella misma, el hombre se enfoca en la puerta como si contuviera una versión del mapa del merodeador. No emite una palabra más.

–¿Harry? –la mujer pregunta finalmente, tratando de valorar el daño cerebral. "Oh, estoy taaan lista para la viudez".

–Libéralo.

Un segundo de pausa, pero no hay más opción que hacerlo. No hay manera de saber de cuánto tiempo disponen. Por si acaso, lanza un 'Protego' antes de liberar a su esposo.

Tan pronto como Ron mira a su antiguo amigo, la mujer se interpone entre ellos. Cualquiera podría leer esa mirada. No le va a permitir acercarse a su compañero, así. El pelirrojo entiende muy bien. Su risa amarga llena la pequeña habitación.

–Debería haber imaginado esto... Espera, ¡sí que lo hice!

De repente, están de vuelta en el bosque, en medio de la guerra: Harry y Hermione, en un lado del escudo mágico; Ron, en el otro. Sólo falta la lluvia.

–Lo elegiste a él después de todo... –y ella se estremece con la frialdad del odio en su voz–. No puedo creer que ambos lo hayan escondido durante tanto tiempo... No puedo creer que confié en ti, en lugar de en mi instinto... Tú, Hermione... –Se vuelve hacia ella– Mi esposa... La madre de mis hijos... ¿Cómo pudiste?

Detrás de toda la frialdad, en sus ojos hay algo acorralado y solo, justo antes de que las barreras se levanten definitivamente.

–Y tú... –escupe, mirando al hombre– Mi supuesto amigo... La tomaste... Sabías que ella era mía y la tomaste...

–¿De qué estás hablando, hermano?

–¡Cállate! –ordena, magia natural derramándose en sus palabras con la fuerza de la emoción. Harry, mágicamente silenciado, mira a su compañera. No tiene su varita, y su habilidad sin ella, complicada como es en hechizos de ataque y defensa, no se extiende a esto.

Un pequeño frasco golpea el escudo y cae, dando tumbos con un ruido sordo, abriéndose y derramando parte de su contenido azul plateado antes de rodar por el suelo.

–Esta vez... esta vez me vas a seguir, Hermione. Si alguna vez te importé lo más mínimo, lo harás...

Y con esas palabras, el ministro desaparece.

Hermione espera todo un minuto antes de retirar el escudo. Al arrodillarse, le tiemblan las manos que extiende hacia el matraz. No hay que ser un genio para saber de qué se trata. Recupera tantos recuerdos derramados como puede, lo cierra de nuevo, escrupulosamente, y lo coloca en su bolsillo.

Su compañero sigue inmóvil, las manos en puños, la mirada en el lugar vacío donde Ron estuvo un momento antes. La auror se le acerca, escrutando los moretones y cortes en su rostro, suavizando la expresión al acercar la mano a la herida más grande sin que él se de cuenta.

–Estás en tu derecho de reportar…

–No, no voy a ir con el cuento. Ni que fuera la primera vez que nos liamos a los puños.

–Ya pasó la despedida. Regresemos. Te llevo a San Mungo...

–No... –repite firmemente el auror.

–Todavía soy tu compañera, Harry. Déjame al menos comprobar...

–No –repite Harry, por tercera vez–. Ve con él, Hermione. No estoy seguro de lo que está sucediendo, pero debes averiguarlo. Él es tu cónyuge, después de todo.

Suena terriblemente exhausto. Hermione lo observa clínicamente mientras él toma su varita del suelo cerca de la puerta, donde debe haber caído mientras él levitaba, y se va.

Duham lo espera del otro lado, con la espalda contra la pared al lado de la puerta.

–Te ves como mierda –comenta honestamente, descruzando los brazos al acercarse.

–No soy tu amiguito, aprendiz –ladra el auror–. Vete a entrenar.

Realmente necesita estar solo. Para lamer sus heridas. Físicas, como emocionales.

En el momento en que su estómago deja de protestar por la desaparición, hay un ruido a la puerta. Lo ignora. Hermione no golpea: habría entrado directamente en la casa, y por grande que sea el lugar, él lo sabría. Y este lugar... es tan frío… Había olvidado lo fría y solitaria que se sentía su propia casa, sin esa calidez en la parte posterior de su conciencia. Sin ella.

Camina lentamente sobre madera que cruje, dejando pisadas en el polvo. Es mecánico, va a agarrar una bolsa de primeros auxilios. Pero una vez en el baño, simplemente apoya la espalda contra la pared y se desliza al suelo.

Sus pensamientos apenas flotan sobre el comportamiento de Ron. Aunque no se porta así a diario, sus celos nunca están lejos de la superficie. Verlos tras la cortina, en el baile, tras ese tiempo perdidos -mientras buscaban al pelirrojo mismo, qué ironía- es chispa suficiente. Harry comprende. Ron, de todos los hombres, nunca debió haber tomado una esposa que fuera compañera de otro. Harry incluido. Harry, ante todo.

Y él, de imbécil… Se gira de pronto y la madera de la pared se quiebra ante su puñetazo. Una vez más, la envió con Ron. Se ha pasado la puñetera vida haciéndolo: enviándola a casa, o de vacaciones. Habituarse no significa que le guste.

Es él quien no debió haber permitido esa boda. Pero ¿quién era él para meterse en medio?

El sonido se repite.

Lo ignora.

Tal vez es solo la perspectiva de no verla más, ni siquiera en la patrulla o en la reunión de la mañana. De volverse virtuales extraños, encontrándose de pasada en los pasillos de la Madriguera –para beneficio de quienes no lo sepan- mientras la sigue sintiendo tan dentro. Desearía que ella se hubiera quedado… que le hubiera dicho a Ron que se quedaría, una vez más. Lo que es estúpido de su parte, ya que quien se fue, esta vez, fue él mismo.

Al otro lado de la puerta del baño se escucha un suave plop, y los instintos de auror toman la delantera, haciéndolo ponerse en pie, instantáneamente en guardia.

Allí está ella.

Duham.

Por un instante, casi esperó que fuera Hermione, a pesar de lo que su brújula interna sigue apuntando a lo lejos. Pero al ver su voluntarioso cabello, al oler tarta de melaza, casi habría querido que funcionara el engaño.

Pasa junto a la chica, a la sala de estar, señalando:

–Se supone que estás al otro lado del mar. No voy a mencionar la invasión de mi territorio, si regresas ahora mismo.

–No te voy a dejar solo así, Harry.

Con las manos en las caderas, se ve casi como Hermione.

–Te vas ahora mismo, Duham –repite, aunque la amenaza sigue disuelta en una suerte de cansancio.

Ella solo camina hacia él, explorando el daño con una mirada profesional.

–No sé si lo sabes, pero antes de ser auror estuve a un tris de completar el entrenamiento de medicomago. Todavía me recibirían para el último semestre, y con tremendo gusto.

–Y tan modesta.

–El asunto es que puedo dejarte como nuevo en un instante. Déjame ver: Episkey.

Tomado por sorpresa, hay un segundo entre el crujido y el que susurre: "Aw" casi como una ocurrencia tardía. Sabe que ha sido mejor sin preparación. La chica ya se está ocupando del resto de su rostro, atrayendo mágicamente la esencia de Dittany al tiempo que limpia los cortes. Es verdaderamente hábil. Como su hermana lo es en todo lo que intenta. Ser no solo luchador sino también un verdadero sanador es más bien raro, cualquiera buscaría tenerla por compañera.

La chica inspecciona el corte en su brazo, ahora sano, y asiente con aprobación.

–¿Cómo te sientes?

El pelinegro mueve la mandíbula a uno y otro lado y frunce el ceño. Su rostro está un poco rígido, pero...

–Mucho mejor que antes –responde con sinceridad.

Mientras sus labios forman las palabras, la chica dirige a ellos la atención. La sonrisa de suficiencia, vacila, y los hombros suben y bajan en un suspiro mudo. Harry de repente se da cuenta de que está un poco demasiado cerca. Cuando las miradas se encuentran de nuevo, Harry ve sus pupilas dilatarse, y sus mejillas sonrosadas. Sabe, en ese momento, que ella es suya si la desea. Y no hay cómo no hacerlo. Su esencia es embriagadora. Distraídamente levanta la mano para acariciarle el cabello, vuelve la mirada hacia el arcoíris de tonos marrones, y examina su rostro de líneas firmes. En el ojo de su mente, la mujer admirable, voluntariosa, valiente hasta la temeridad; más de una, en realidad, pero se niega a notar la diferencia.

Se le acerca lentamente, los dedos de la otra mano buscando caderas por instinto al tiempo que la chica da un paso adelante, sonrojada, ojos enormes como lo de un ciervo paralizado por las luces del tráfico. Algo falta allí. Harry se detiene, mirándola fijamente a los ojos (verde, no marrón), cálidos e inocentes, rodeados por piel inmaculada; ojos sin la más leve arruga, sin cicatrices. Da un paso atrás, y, como siempre que está confundido, busca a su compañera. No está aquí. Con un susurrado "Lo siento" desaparece de nuevo, hacia Ella.


El próximo capítulo se llama Revelio, por obvias razones. Espérenlo con impaciencia.

Ya sé que el capítulo fue enorme, espero comentarios en proporción.