3. Disculpas
Este último viaje ha sido duro. Aún no sé nada del crío...
No es nuestra obligación ni responsabilidad estar informados de cómo evolucionan las personas que desembarcamos a las puertas de urgencias, pero hay casos en los que uno querría saber...
Mis compañeros deben haber regresado a nuestra sala de descanso, pero yo no puedo meterme dentro otra vez. Estoy sentado en el murito que delimita la zona de aparcamiento para las visitas del hospital y desde aquí observo el decadente panorama que siempre hay a los alrededores de sitios como éste.
Una lata de Coca-Cola intenta hacerme dejar de pensar en las jodidas ganas que tengo de volver a fumar, pero no lo consigue.
El uno de Enero de 2020 me afiancé a la estúpida promesa que llevaba tiempo haciendo a mi hermano gemelo: "En año nuevo lo dejo".
Y lo hice.
Y cómo me arrepiento de haberlo hecho...
Alguien debería haberme avisado que en tres meses se nos iba el mundo a la mierda, yo no dejaba de fumarme mi tabaco de liar y la hecatombe me hubiera pillado al menos con los nervios calmados.
Pero no. Nadie me avisó...Pasé los jodidos cinco días de mono de nicotina más las incontables semanas de mono psicológico, y cuando al fin estaba pasando los días sin casi ni acordarme, aterriza el confinamiento.
¿Qué puedo decir que no se sepa ya?
Me bebo los últimos tragos de la lata y la estrujo entre mi mano mientras me permito el lujo de estar sin las dos mascarillas que usamos nosotros. Noy hay nadie a mi alrededor y ni lo va a haber, razón por la que me gusta estar aquí, sentado en medio del desolador paisaje de un párquing casi deshabitado. Creo que el lugar que hay bajo la morera que me da sombra ya lleva mi nombre. Lo tengo en reserva diaria.
Veo que llega un coche a toda prisa y se aparca justo delante de la entrada a urgencias. Bajan dos personas de mediana edad y entran sin pensárselo. Deben ser los padres del niño de la moto. Les habrán avisado los compañeros de ingresos después de chequear la documentación que pudiera llevar encima el chaval.
No podrán entrar. O no más que uno de ellos dos.
Todo ha cambiado desde hace año y medio, y andar de acompañante o de visita en un hospital, ahora mismo es más complicado que sacar la lotería.
La lotería...Me río para mí mismo con triste ironía al darme cuenta que mis pensamientos acaban de hacer una de esas conexiones extrañas, porque me fijo en ese pobre que vende cupones, que está en un puesto que nadie ve. Si a lo largo de su joranda hace cuatro o cinco ventas ya debe ser mucho. No sé qué cojones hace aquí, podría pedirse otro lugar de la ciudad: una estación de tren o metro, una plaza, un cruce de calles importantes, pero ¿aquí? ¿a las puertas de un hospital? ¿no podía dar con una ubicación más deprimente?
Siempre me parece que está aburrido y ahora seré cínico...pero es que ni un libro puede leer para que le pasen las horas más deprisa. Bueno, vale...que sí, que hay libros en braile, que ya lo sé...pero es que tampoco le he visto nunca ninguno.
Me encuentro negando con la cabeza ante la sarta de estupideces que no paro de pensar. A mí me importa una mierda si el ciego de los cupones se aburre o no. En realidad me doy cuenta que me importa tan poco que lleva en ese puesto meses y jamás le he dicho ni buenos días. Paso por su lado como si no existiera y ahora mismo me veo como un puto gilipollas que ni la educación más básica ha sabido conservar.
¿Será que estoy siendo demasiado duro conmigo mismo? No...no lo creo. Educación mis padres me la enseñaron, pero en algún momento de mi evolución hacia lo que se denomina "persona adulta", la perdí.
O la olvidé.
O me cansé de utilizarla sin saberla correspondida, qué se yo.
Le miro desde lejos, achicando los ojos por los destellos de sol que rebotan en los cristales de las grandes ventanas y se disparan directos contra mí. Está a la sombra que esparce la amplia marquesina de la entrada y creo descubrirle con los ojos cerrados y dos cables descendiendo de sus oídos. Parece que se disfraza las horas con música y este pequeño detalle consigue que lo perciba un poquito más humano.
Más real.
Esta mañana le he arrollado, he tirado por los suelos algo que llevaba consigo para beber y en vez de disculparme no he hecho otra cosa que despachar insultos al aire y maldecir que su pachorra se haya cruzado con mis maleducadas prisas.
¿Cuándo me volví así de imbécil? ¿En qué punto del camino decidí tomar el atajo de la estupidez que nos contagia a todos?
Me alzo y trato de encestar la lata estrujada en una papelera cercana, pero la jodida da contra el borde y cae al suelo. Me dan ganas de dejarla ahí, pero no lo hago. Me acerco, la recojo y la meto dentro, dejando de intentar emular a Kobe Bryant.
Comienza a ser hora que vaya dentro para refrescarme con la temperatura que ofrece el aire acondicionado y tal vez charlar de algo con mis compañeros de urgencias.
Tal vez, aunque no me apetece mucho, la verdad.
Voy avanzando hacia la entrada con paso lento y desganado, colocándome las dos mascarillas de rigor que estamos obligados a utilizar nosotros y paso por delante del joven ciego. Me detengo y le observo con fijeza; sigue con los ojos cerrados, las manos descansando sobre sus muslos y la espalda en una posición perfectamente recta, como si en realidad estuviese muy lejos de allí y lo que yo veo sea sólo una carcasa vacía...
Recuerdo otra vez el incidente que hemos protagonizado los dos esta mañana y avisto las máquinas expendedoras de bebidas en el vestíbulo interior.
Ni sé por qué lo hago ni me importa, la verdad, pero me hallo insertando una moneda y demandando un café solo con azúcar, como hago siempre que me lo cojo para mí.
Pero este no es para mí, sino para él.
Se lo acerco y lo dejo en una esquina de su mesa llena de cupones sin vender.
- Toma. Mis disculpas por lo de esta mañana.
Ignoro si me ha escuchado y tampoco me quedo para saberlo. Doy media vuelta y emprendo el camino hacia nuestra sala de descanso sin esperar nada a cambio, aunque un sincero y escueto "Gracias" detiene mis pasos y logra que gire mi rostro y le mire, encontrándole con sus ojos entreabiertos y ausentes en un intento de dirigirlos hacia mí.
- No hay de qué.- Le respondo sintiéndome pequeño.
Apocado.
Tonto...
Raro...
...y bien.
Extrañamente bien.
