Wolas! este fic esta basado en una historia de DIANA PALMER, una excelente escritora...com la historia me gustó mucho decidí hacer este fic, pero repito...la idea es de Hielo y Fuego, de Diana Palmer.

Los personajes le pertenecen a la genial Rumiko Takashi!

Por cierto, Sesshomaru tiene los ojos grises, lo dijo porque en alguna parte dice que son negros, pero son grises jejeje

Cuatro

El restaurante estaba bastante lleno, pero Sesshomaru atrajo inmediatamente la atención del maître que los acomodó en la mesa reservada a su nombre, junto a una cascada artificial rodeada de plantas.

—Dios mío, la selva —murmuró Inuyasha después de que Sesshomaru pidiera el vino al sumiller. Kagome sonrió.

—¿Te has acordado de traer el mosquite­ro? —bromeó.

—Quizá podamos conseguir una de esas tiras adhesivas donde se quedan pegados los bichos...

—Niños¿os importaría comportaros bien en público? —terció Sesshomaru mirando primero a Inuyasha y luego a Kagome.

—Sí, papá —respondió ésta última con afectada modestia mientras entornaba los párpados.

Sesshomaru hervía de indignación. Enton­ces llegó el camarero con el vino y le sir­vió un poco. Dio un sorbo y asintió. Espe­ró a que todos tuvieran sus copas llenas y les hubieran entregado la carta antes de hablar.

—Puede que a vosotros dos no os entu­siasme la naturaleza —comentó con brus­quedad, y Kagome casi se echó a reír ante aquella deducción tan errónea—, pero po­dríais por lo menos apreciar la maquinaria que ha logrado crear esta cascada.

Kagome no se atrevía a mirar a Inuyasha; el efecto habría sido desastroso. En lugar de hacer tal cosa, enterró la nariz en la carta.

—Es muy bonito —concedió con cara se­ria—. Si se olvidan de traer el agua siem­pre puede uno beber un poco.

—Kagome... —gimió Kikyo al tiempo que ocultaba el rostro entre la manos.

Inuyasha emitió un sonido estrangulado antes de que pudiera llevarse la servilleta a la boca y fingir una tos. Las manos grandes de Sesshomaru estruja­ron los bordes de la carta.

—Si a alguno de vosotros dos se os ocu­rre pedir alcohol, me marcho y os dejo aquí plantados —dijo a Inuyasha y a Kagome—. Dios santo¿es que ya se os ha subido el vino a la cabeza?

Kagome levantó su semblante tranquilo y lo miró airadamente.

—Kagome —dijo Kikyo con voz aguda—, me prometiste...

Ella asintió y empujó su copa hacia Sesshomaru.

—Tienes razón, te lo prometí. Por esta vez, no me meteré en la fuente —añadió. Sesshomaru la miró con el entrecejo fruncido.

—¿Cuántos años decías que tenías, doce?

Ella alzó las cejas.

—No estás siendo justo —respondió—. Se supone que esta cena es para que aprenda­mos a llevarnos bien.

—Se necesitará más que una cena para lograr tal cosa —afirmó con rotundidad él.

—Eso es verdad —reconoció Kagome—. Tengo hambre y te rogaría que no me arruinaras la cena. Me he saltado el desa­yuno y la comida.

—Escribir te va a matar —murmuró Kikyo y se interrumpió justo a tiempo. Había ro­gado a Kagome que no mencionara todavía cuál era su profesión, a qué se dedicaba. El hermano de Inuyasha tenía ya bastantes cosas en contra de ella, no quería darle aún más armas.

—¿Escribir? —Sesshomaru había captado la palabra al vuelo y miraba fijamente a Kagome. Ésta puso a funcionar su mente a toda velocidad.

—Escribo una columna de opinión para un periódico semanal de la ciudad —acla­ró.

—¿Y te lleva tanto tiempo como para te­ner que saltarte las comidas? —preguntó él con suspicacia.

—La columna es semanal —replicó—, pero escribo con dos semanas de adelanto, así me siento libre para irme de vacacio­nes cuando quiera o para marcharme unos días a Bermudas con el novio de turno.

—Dios ayude a tu pobre marido —dijo él refunfuñando.

—Mi marido murió en un accidente aé­reo hace cinco años —dijo con calma; de pronto parecía muy seria—. Si no te impor­ta, preferiría no volver a hablar del tema. Me resulta muy doloroso.

Sesshomaru parecía incómodo y estudió el rostro de Kagome todavía un rato antes de volver a clavar la mirada en la carta. Ella hizo lo propio. Aun cuando podía darse el lujo de acudir a restaurantes in­cluso mejores que aquél, los precios le pa­recían exorbitantes. No había nada que costara menos de veinte dólares y el plato más económico era una simple pechuga de pollo rellena de jamón y queso. No le gustaba demasiado el pollo, pero no tenía la menor intención de sentirse en deuda con Sesshomaru Youkai; ni siquiera por una cena.

—¿Quieres que te lo traduzca? —se ofre­ció Sesshomaru con forzada educación cuando el camarero regresó para tomar nota. Kagome sonrió con dulzura estudiada.

—Eres muy amable —murmuró con gaz­moñería—, pero creo que puedo arreglár­melas yo sola —levantó la vista hacia el ca­marero—. Je prends la poule cordon bleu, si'il vous plait —dijo en un francés intacha­ble—, avec des pommes de terre Louis et des choux de Bruxelles.

El camarero sonrió y apuntó lo que le pedía.

Avec plaisir, madame. Monsieur? —se dirigió a Sesshomaru. Este lanzó a Kagome una mirada airada mientras pedía para él un filete con pata­tas al horno y un ensalada verde. Lo dijo en japonés comiéndose casi las palabras y volvió a mirarla cuando el camarero se acercó a Inuyasha.

—No está mal —dijo fríamente mientras la estudiaba—. Tu francés es bastante bue­no. ¿Hablas otros idiomas?

—Español —confirmó ella—, italiano, inglés, un poco de árabe y algo de hebreo. Me en­cantan los idiomas. Era lo que más me gustaba cuando iba la universidad.

—¿Qué estudiaste?

—Periodismo —respondió—. Pero sólo hice dos años.

Él frunció el entrecejo.

—¿Por qué lo dejaste?

El rostro de Kagome se oscureció.

—Me casé.

—Kagome es una cocinera de primera —informó Kikyo a Sesshomaru cuando el camare­ro se hubo marchado y el silencio se pro­longó demasiado—. Se le da muy bien.

—¿Ah, sí? —respondió Sesshomaru y miró a Kagome—. ¿Cuál es tu especialidad?

—El ganso asado —contestó y sus ojos brillaron un instante. Un resplandor iluminó brevemente los ojos de Sesshomaru.

—¿Acaso estás pensando en mí? —mur­muró él—. Olvídalo, encanto, ya lo han in­tentado manos más expertas.

Los ojos verdes de Kagome centellea­ron.

—También me sale bastante bien con se­tas venenosas y belladona —añadió—, claro que probablemente a ti te sentaría de ma­ravilla semejante alimentación.

—¡Kagome! —gimió Kikyo.

—No te preocupes —Sesshomaru tranquilizó a la hermana menor—. Kagome puede arre­glárselas muy bien sola y yo también —se apoyó en el respaldo de la silla. Los ojos le brillaban y una de sus manos sujetaba con desenfado la copa de vino—. No me molestan las conversaciones animadas a la hora de cenar. Resulta estimulante.

—¿Por qué? —se interesó Kagome con dulzura—. ¿Es que normalmente la gente se esconde debajo de la mesa cuando no está de acuerdo contigo?

Él movió la cabeza arriba y abajo.

—Es más seguro —murmuró.

—Por cierto —intervino Inuyasha entrando en materia—, he llamado a mamá hace un rato para decirle que Kikyo va a venir con nosotros a Shisuoka.

Sesshomaru arqueó una ceja. inuyasha había dicho aquello sin vacilar en ningún instan­te.

—Eso me ha contado. Yo también la he llamado, y creo que no será mala idea que Kikyo venga con nosotros, después de todo. En realidad, he sugerido que tal vez la se­ñora Takagashi quiera acompañar a su herma­na.

Los tres se quedaron mirándolo sor­prendidos. Kikyo y Inuyasha estaban encanta­dos; Kagome, horrorizada.

—No viajo mucho, señor Youkai —dijo por fin en voz baja—. Tengo cier­tas... obligaciones.

—Puedes llevarte allí el ordenador —se apresuró a proponer Kikyo con ojos implo­rantes. Esperaba que Kagome no desbarata­ra sus planes. Sesshomaru alzó las cejas.

—¿Es un nuevo tipo de fetichismo?

—Más bien no —respondió Kagome ten­sa—. Sencilla­mente, me tomo en serio mis responsabilidades. El periódico necesita mi columna...

—Entonces puedes llevarte el ordenador —contestó él.

—Así podrás enseñarla a hacer surf —bromeó Inuyasha una sonrisa. Kagome sonrió también.

—Todavía estoy tratando de enseñarle el alfabeto —replicó mientras guiñaba un ojo a Kikyo.

—Por lo menos, prométeme que lo pen­sarás —rogó ésta, y Kagome asintió con la cabeza.

Sesshomaru no decía nada pero la miraba. Aquel escrutinio minucioso la ponía ner­viosa. Contra su voluntad, Kagome levantó la vista y los ojos de ambos se encontra­ron. Una sensación vaga empezó a flore­cer en su interior, como un cosquilleo, un temblor, una emoción que nunca antes ha­bía sentido. Era como si entre sus miradas fluyera una energía invisible y tuvo que apartar la vista antes de que aquello ex­plotara. Levantó el cuchillo y casi se le cayó de la mano. Sesshomaru la perturbaba más de lo que creía, se dijo a sí misma.

Después de cenar, cruzaron la calle y entraron en una discoteca. Cuando Kikyo y Inuyasha se alejaron para bailar al son de una música vibrante y ensordecedora, Kagome se encontró a solas con Sesshomaru.

Él encendió un cigarrillo con pulso fir­me y dio un sorbo al café que había pedi­do. Ambos parecían fuera de lugar en un sito como ése. Ella habría regresado con gusto a sentarse junto a la cascada; en rea­lidad, sólo se había burlado de la decora­ción del restaurante para hacerlo rabiar.

—¿Te estás divirtiendo, encanto? —pre­guntó él en tono burlón. Ella le dirigió una sonrisa dulce.

—Tanto como usted, señor Youkai —replicó levantando la voz para que él la oyera—. ¿No es divino este garito?

Él la miró y dio otro sorbo de café. Al parecer le gustaba solo, no había tocado la jarrita de la leche. No resultaba sorpren­dente, correspondía muy bien a su ima­gen.

—¡Dios mío, voy a quedarme sordo! —dijo Sesshomaru al cabo de un minuto apar­tando la taza. Tenía voz de actor, atercio­pelada, profunda, incluso cuando hablaba más alto—. Termínate el café y vámonos de aquí.

Lo obedeció sólo porque el ruido la es­taba dejando sorda a ella también. Él fue a decir algo a Inuyasha y luego regresó y la es­coltó hasta la puerta. Los envolvió el aire cálido de la noche. Kagome se apartó para rehuir los dedos firmes de Sesshomaru. No le agradaban las sensaciones que provoca­ban en la piel desnuda de su brazo.

—¿Adónde vamos? —preguntó levantan­do la vista hacia él. Ella era más alta que la media pero aun así había una diferen­cia notable de estatura entre los dos. Sesshomaru era corpulento, lo bastante como para espantar a cualquier ladrón, y eso hacía que Kagome se sintiera a salvo a su lado. Era una sensación extraña.

Él alzó una ceja y la miró con una son­risa vaga en los labios.

—Ni lo pienses —murmuró pensando equivocadamente que ella intentaba flirte­ar y que su pregunta era una insinuación—. No eres mi tipo. Demasiado delgada.

Los ojos de Kagome casi se salieron de sus órbitas.

—Caballero, no sólo resulta usted insul­tante sino que, además, es insufrible.

—¿Qué ha ocurrido con la dulce belleza que he recogido esta noche en tu casa? —inquirió él.

—Acaba de disparar el cañón del puerto de Osaka. Y, al contrario que hace dos siglos, esta vez el Sur ganará al Norte. Yo nunca pierdo.

Los ojos de Sesshomaru centelleaban mien­tras la miraba.

—Yo tampoco.

—Siempre hay una primera vez.

Él se rió entre dientes mientras la acompañaba al coche, un Lincoln enorme. Abrió la puerta del acompañante para que Kagome entrara y él se sentó al volante.

—¿Adonde vamos? —volvió a preguntar.

—A ninguna parte. Le he dicho a Inuyasha que fueran terminado y que nos encontrá­ramos aquí —extendió con naturalidad el brazo derecho sobre el respaldo del asien­to y se quedó mirándola fijamente hasta que un leve rubor cubrió las mejillas de Kagome.

—Los dientes son todos de verdad, nada de fundas —dijo ella—. Y a pesar de lo que puedas pensar, no estoy operada de nada. Todo lo que ves es auténtico.

—No pareces la misma de anoche —seña­ló él, y observó cómo brillaban los ojos de Kagome mientras lo miraba—. ¿Qué has he­cho con la otra?

—La he vuelto a guardar en el baúl de los disfraces —murmuró y se encogió de hombros—. Anoche Kikyo me dijo que me pusiera algo convencional y que fuera co­rriendo al restaurante. Yo estaba en medio de... de algo y no me apetecía que me sa­caran de casa de ese modo.

—¿Y te pusiste ese vestido para hacerla rabiar? —quiso saber él.

—Tenía la corazonada de que Inuyasha y tú también iríais —admitió Kagome con una sonrisa pícara—. En alguna ocasión me ha­bía comentado que tú eras muy conserva­dor y que, cuando nos presentara, debía portarme bien.

—Conservador —parecía que rumiara el término que Kikyo le había aplicado. Una leve sonrisa suavizó momentáneamente la líneas duras de su rostro—. Me han llama­do muchas cosas, pero me parece que lo de «conservador» es nuevo.

—Te vistes de modo muy tradicional y tienes un coche elegante —señaló ella.

—Así mis rivales se sienten cómodos y bajan la guardia —murmuró él. Kagome estaba empezando a darse cuen­ta de algo: Sesshomaru era un rompecabezas preocupante. Ninguna de las piezas que ella había pensado que lo componían en­cajaba con las demás.

—Es usted un retorcido, señor Youkai —dijo.

—Soy prudente, señora Takagashi —replicó él—. Si cometo un fallo, mucha gente perderá su puesto de trabajo. Doy la imagen que la empresa necesita que dé... en público.

Kagome estudió las líneas inflexibles de su cuerpo.

—¿Y en privado? —preguntó ausente. Él se giró hacia ella en el asiento y la miró directamente a los ojos.

—¿Siempre flirteas con desconocidos? —preguntó sin responder a la pregunta.

—La verdad es que no —respondió ella con sinceridad—. Desde el primer momen­to te mostraste hostil conmigo, me desa­probaste. Y eso me sacó de mis casillas.

—No estás acostumbrada a que la gente te muestre su desaprobación.

—Únicamente la señora Kaede.

Él parpadeó.

—¿Cómo dices?

—Es la vecina de al lado —explicó con una sonrisa traviesa—. Muy mojigata, como mi abuela McPherson, la que nos crió a Kikyo y a mí. Le ofende mucho la es­tatua de Venus desnuda que tengo en el jardín.

Él alzó las cejas.

—Una Venus desnuda... No me extraña —se rió entre dientes—, cuadra perfecta­mente con la imagen que me estoy hacien­do de ti.

Que era completamente equivocada, se dijo Kagome, pero no tenía intención de admitirlo. Que pensara que era sensual, atrevida y extravagante. Eso lo manten­dría a distancia.

—¿Vendes mucha... ropa interior?

Él volvió a sentarse mirando el volante. Intimidaba, era frío y calculador... y pa­recía levemente divertido.

—Será mejor que dejes ese tema, encan­to. Se puede volver contra ti. Soy catorce años mayor que tú y apostaría a que he vi­vido muchas más cosas.

—No me asustas —replicó ella.

—Te creo. En realidad, eso te hace más interesante de lo que había pensado en un principio. La liberación sexual estará muy de moda, pero a mí me espanta que me persigan y se me insinúen.

Kagome se quedó estudiando un rato la cara de Sesshomaru.

—Las mujeres te persiguen¿verdad? —preguntó muy seria—. Porque tienes dine­ro e influencia y algunas harían lo que fuera con tal de formar parte de tu mundo.

Parecía como si lo hubiera sorprendido y no era un hombre habituado a las sor­presas.

—Sí —se limitó a contestar.

—¿Por eso se casó contigo tu mujer? —preguntó con voz tranquila. Los ojos de Sesshomaru llameaban peligro­samente.

—No hablo de ese tema.

—Lo siento, no tenía intención de entro­meterme. Yo también soy una persona bastante reservada —admitió. Le resultaba sorprendentemente fácil hablar con él.

Sesshomaru se quedó mirándola, escrután­dola, durante un buen rato. La hacía sen­tirse incómoda, la desconcertaba. Nunca un hombre la había alterado de aquel modo.

—Enigma —murmuró él ausente—. No eres del tipo habitual.

—¿El tipo de mujer que suplica que la lleves a la cama? —aventuró—. ¿O estás pensando en otro tipo?

—Si pretendes escandalizarme hablando de ese modo, lamento decirte que no lo has conseguido —respondió él con calma—. Estás muy a la defensiva conmigo¿por qué?

A ella no le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.

—En todo caso, una dama no habla de esas cosas —dijo arrastrando las palabras.

—Baja la guardia, Kagome —gruñó él—. Estoy cansado de esa pose. Ese acento del sur ya está durando mucho.

Los ojos de Kagome centellearon.

—Yo también me estoy cansando de us­ted, Don Ricachón. No me gusta que me acorralen y empiecen a analizarme. ¡Y, por cierto, a mí tu acento del norte también me parece de lo más irritante.

—¿Te tranquilizaría saber que una de mis abuelas era de Osaka?

—No mucho, no —respondió Kagome. Es­taba perdiendo aquel duelo verbal y no le gustaba. No era eso lo que había esperado.

—¿Qué es lo que pasa, encanto¿Ya no quieres hechizarme?

Ella lo miró fijamente.

—Sería más fácil intentar hechizar a una batata —comentó. Él soltó una carcajada.

—Puedes apostar lo que quieras —de pronto se echó hacia delante, la agarró por el hombro y la atrajo hacia sí mientras in­clinaba la cabeza hacia delante y apuntaba a la cara de Kagome con la nariz.

—Aunque no lo sepas aún, vas a venir a Shisuoka. Y si tratas de nuevo de sedu­cirme, harías mejor en recordar que he es­tado casado y que en mi cama no faltan mujeres. No soy un amante tierno, Kagome.

—Como si a mí me importara —consi­guió responder.

—He conocido a otras mujeres como tú —dijo él sin dejar de mirarla—. Flirtean y provocan con descaro, pero a la primera señal de pasión se dan media vuelta y sa­len corriendo. Me ha costado un poco dar­me cuenta pero ahora que te conozco, harías mejor en tener cuidado. Una insinua­ción más en Shisuoka y te haré el amor en esa dichosa playa.

La amenaza la traspasó hasta llegar a los dedos de los pies. Él la dejó libre, se retiró a su asiento y encendió otro cigarri­llo, tan tranquilo como si hubiera salido a dar un paseo.

—Y para tu información, todo esto no va a ayudar a tu hermana. No va a casarse con Inuyasha. De ninguna manera —enfatizó y sus ojos plateados echaban chispas—, daré mi aprobación a ese matrimonio.

—Entonces ¿por qué nos invitas a Shisuoka¿Para practicar el tiro al blanco?

—Tengo mis razones —contestó enigmá­ticamente.

—No vas a darle ni siquiera una oportu­nidad¿verdad? —lo acusó.

—No me atrevo —replicó con severi­dad—. Yo sé cuáles son las dificultades; tú, no. Tu modo de vida y el mío son tan dife­rentes como pueden serlo Tokio y un pantano.

—¡Maldito ricachón sanguinario! —le espetó ella. La furia la embellecía. Sus ojos refulgían, tenía las mejillas arrebatadas... El moño se le había deshecho y el pelo le caía por los hombros.

—¿Se acabaron los miramientos, Takagashi? —la provocó y aspiró una calada.

—Como si yo quisiera que mi hermana entrara a formar parte de una familia a la que pertenece alguien como tú —gritó—. ¡Preferiría que muriera soltera!

Parecía como si él se fuera a ahogar de tanto aguantar la risa. «Es una sabandija», pensó ella furiosa.

—Cálmate, encanto.

Kagome tenía ganas de estrangularlo, de ponerle las manos encima y darle una pa­liza. Era la primera vez en su vida que sentía una rabia tan física. Él también se había dado cuenta. Sus ojos brillaban con regocijo.

—Quiero irme a casa —gruñó ella. Apar­tó los ojos de Sesshomaru y contempló el aparcamiento desierto. Notó que las lágri­mas le humedecían las pestañas y lo odió por ser capaz de hacerla llorar.

—¿Te rindes? —volvió a provocarla. Ella dejó escapar un suspiro largo y es­tremecido.

Lo raro fue que en ese instante Sesshomaru arrojó el cigarrillo al cenicero y la tomó entre sus brazos. Kagome se puso rígida, estaba alucinada, pero él la atrajo hacia sí y empezó a acariciarla con suavidad. Ella dejó que sus músculos se fueran relajando poco a poco hasta que notó que el pecho cálido de Sesshomaru presionaba la suave cur­va de sus senos.

—No voy a ir a Shisuoka —susurró. Sabía que Kikyo necesitaba su apoyo pero él la asustaba demasiado como para arries­garse.

—Claro que vas a venir —replicó con suavidad, hablándole al oído para que ella notara el aliento cálido de su respiración en la piel—. Vas a venir porque yo quiero que vengas... y en el fondo, tú también —murmuró en tono misterioso.

Ella le puso las manos en el pecho y lo empujó. Le entró un miedo cerval cuando se dio cuenta de que no podía librarse de él.

—¡No, no! —suplicó inmediatamente y lo empujo con más fuerza. Tenía los ojos muy abiertos—. Por favor, no se te ocurra hacer eso...

Él la dejo libre al instante y observó cómo Kagome trataba de recuperar la com­postura.

—¿Es sólo conmigo o te comportas así con todos los hombres? —preguntó con voz pausada.

—No soporto que me agarren o me re­tengan contra mi voluntad —admitió ella—. Me aterroriza.

Él echó un vistazo a la calle a través del parabrisas y distinguió las figuras de Kikyo y Inuyasha que se dirigían hacia ellos tomados de la mano. Soltó una palabrota para sus adentros.

—Algún día —la amenazó con dulzura—, me vas a contar por qué.

—Yo que tú, no contaría con ello —advir­tió Kagome, que había recuperado su ca­rácter habitual al mismo tiempo que la calma—. Si voy a Shisuoka, espero po­der verte lo menos posible.

Él esbozó una sonrisa peligrosa.

—Así que vas a venir... Estupendo. Si hace falta te llevaré a rastras.

—Eso se llama secuestro —lo informó ella—. Es un delito.

—Yo decido lo que es legal e ilegal, ten­go mis propias leyes¿no lo sabías? —ma­nifestó con arrogancia—. Si me empeño en algo, lo consigo.

—Esta vez no.

—Especialmente esta vez —replicó.

Su mirada buscó la de Kagome y, duran­te un instante, ésta sintió como si el mun­do desapareciera en la profundidad de los ojos grises de Sesshomaru. Era como si unos dedos estuvieran recorriendo su piel desnuda, eso era lo que sentía al mirarlo. El tiempo pareció detenerse mientras ella luchaba contra una atracción que no había sentido nunca antes. Sesshomaru no era como se lo había imaginado. Era un rebelde, un proscrito, un pirata al que sólo le faltaba el parche en el ojo. Era la mayor amenaza que había afrontado en toda su vida y una parte de ella quería salir del coche y echar a correr. Pero otra, la más testaruda, esta­ba intrigada por la curiosidad creciente que sentía por él.

Sesshomaru acercó un dedo a la boca de Kagome y tocó delicadamente sus labios; la caricia fue como un suspiro, increíble­mente sensual. El dedo se deslizó apenas entre los labios y tocó la blancura de perla de sus dientes. Ella se echó hacia atrás y dejó escapar un extraño jadeo. La boca ancha y sensual de Sesshomaru se curvó en una sonrisa burlona.

—Dime que vendrás a Shisuoka, Kagome —murmuró mientras la pareja for­mada por Kikyo y Inuyasha se aproximaba al co­che—. O prohibiré a Inuyasha que traiga a tu hermana.

—¿Serías capaz! —lo acusó.

—Muy capaz. ¿Vienes o no¡Ya!

—Sí, iré, iré —gimió Kagome y apartó la vista. Inuyasha abrió la puerta y Kikyo y él subieron al asiento trasero. Ambos sonreían y pare­cían sentirse en la gloria.

—¿Y ahora adónde vamos, hermanito? —dijo Inuyasha entre risas.

—A casa —respondió éste y puso el co­che en marcha.

Al cabo de un rato, el Lincoln se detuvo delante de la casa de Kagome y Kikyo y Sesshomaru apagó el motor. Cuando el grupo lle­gó a la puerta de entrada, Sesshomaru se vol­vió hacia Kagome mientras Inuyasha y Kikyo se despedían cariñosamente a unos cuantos pasos.

—Pasaré a recogeros a las dos el viernes por la mañana a las seis —dijo con voz pausada.

—Si me dices el nombre de la compañía y el número de vuelo... —alcanzó a balbu­cir Kagome mientras trataba de ocultar lo asustada que estaba.

—¿Número de vuelo? —él sonrió fría­mente—. Yo piloto mi propio avión, encan­to.

Kagome sabía que se había puesto páli­da. Notaba cómo la sangre abandonaba su rostro.

—Preferiría no...

—Llevo veinte años pilotando, Kagome —su tono impaciente escondía una nota de ternura—. Te prometo que cuando la vida de otros depende de mí, no hago temerida­des —la estudió detenidamente—. ¿No has volado en avioneta desde la muerte de tu marido?

Los ojos de Kagome miraban la corbata negra de Sesshomaru.

—No.

—Yo cuidaré de que no te pase nada —afirmó él en un tono raro, dulce, que hizo que ella alzara la vista hacia su rostro. Se vio de nuevo atrapada en la red plateada de los ojos de Sesshomaru y la invadió una extraña ternura.

—Ven conmigo —murmuró él suavemen­te. Ella intentó hablar pero le faltaba el aliento. Sesshomaru la estaba hipnotizando, era...

—No tengo alternativa ¿verdad? —susu­rró con voz vacilante.

—No —murmuró él distraídamente. Su mirada bajó hasta los labios suaves y entreabiertos de Kagome—. No deseaba tanto la boca de una mujer desde mi época de instituto —dijo en voz baja para que sólo lo oyera ella.

—No te creería ni aunque me lo juraras —respondió Kagome tratando de quitarle importancia aunque su corazón latía a la misma velocidad que el de un conejito asustado.

—¿Ah, no?

Dio un paso hacia ella y Kagome abrió mucho los ojos. Ya había tenido ocasión de comprobar lo fuerte que era Sesshomaru y le daba miedo. No deseaba averiguar si esa boca tan sensual y levemente cruel era tan experta como parecía.

—Podrías hacerte daño... —dijo sin pen­sar. No podía pensar. Él bajó la vista hacia el rostro de Kagome y vio la ferocidad que había en los ojos de ella.

—Dios mío, te creo —murmuró—. Te de­fenderías como gato panza arriba¿ver­dad?

Ella asintió lentamente con la cabeza incapaz de romper la magia que los envol­vía.

—Con uñas y dientes.

—Al principio —la corrigió él y su mira­da descendió como una caricia sobre el cuerpo de Kagome antes de volver a clavar­se en los ojos de ésta—. Después...

Ella se aclaró la garganta.

—El viernes tengo un compromiso...

—Anúlalo —respondió lacónicamente—. Lo digo en serio. Si te echas atrás, Kikyo tampoco viene.

Kagome buscó los ojos grises de Sesshomaru. Estaba confusa, dudaba.

—Si voy¿te dignarás a escucharme?

—Sí —respondió él y ella sabía que ha­blaba en serio.

—Entonces iré.

Él alzó ligeramente la barbilla.

—No prometeré más de lo que puedo ofrecer, Kagome.

—Nunca he pensado que fueras a hacer algo semejante —dijo ella con una sonrisa. Él la estudió de nuevo y su mirada se detuvo en los senos.

—Tal vez me he equivocado en una cosa —murmuró.

—¿En qué? —quiso saber Kagome.

—En lo del sujetador con relleno —susu­rró. Ella tuvo que apretar con fuerza los dientes para no abofetearlo pero no pudo evitar ponerse roja como la grana.

—¡Eres infame! —le espetó.

—¿Legítima indignación? —se mofó él—. ¿Pudor ofendido? Creía que eras una mu­jer liberada.

—Haces que me sienta como cuando te­nía trece años —dijo sin pensar, e inmedia­tamente deseó que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara la tierra por haber re­conocido algo así ante un hombre seme­jante.

—¿En serio? —respondió él en tono burlón.

—Buenas noches, señor Youkai —murmuró Kagome dándose media vuelta.

—¿No hay beso de despedida? —pregun­tó Sesshomaru con insolencia.

—Te mordería si te atrevieras a intentar­lo —refunfuñó ella. Sesshomaru alzó una de sus espesas cejas al tiempo que sonreía de medio lado.

—Qué intriga. ¿Dónde me morderías?

Kagome sabía que estaba derrotada. Sin decir ni una palabra más, dejó a los tres en los escalones de la entrada y entró en casa.