Wolas! este fic esta basado en una historia de DIANA PALMER, una excelente escritora...com la historia me gustó mucho decidí hacer este fic, pero repito...la idea es de Hielo y Fuego, de Diana Palmer.

Los personajes le pertenecen a la genial Rumiko Takashi!


Dieciocho

—Se supone que Sesshomaru vuelve a casa hoy —murmuró Izaioy el viernes mien­tras levantaba la vista de las agujas de ha­cer punto. Kagome intentó disimular su emoción.

—Estoy segura de que estará deseando que llegue la fiesta de esta noche —dijo con malicia—. Aunque sólo sea para satisfacer su curiosidad sobre la capacidad or­ganizativa de Kikyo.

—Ha hecho un trabajo estupendo —con­firmó Izaioy. Kagome miró a la anciana con atención.

—Lo de ese día en Shisuoka¿de ver­dad fue un amago de infarto? —hizo en voz alta la pregunta que llevaba repitiéndose a sí misma desde hacía una semana. Izaioy levantó la mirada. Sus rasgos delicados mostraban un asombro de lo más inocente.

—¿Infarto dices?

Kagome sonrió.

—¿No le da vergüenza?

—En absoluto, cariño —dijo la anciana riéndose—. Sesshomaru estaba a punto de co­meter uno de los mayores errores de su vida. Tenía que hacer algo y, en ese mo­mento, fue lo único que se me ocurrió. Por cierto¿qué tal va el libro?

—Todavía llevo un capítulo de retraso —suspiró Kagome—. No hago más que apo­rrear el teclado pero la fecha límite es dentro de una semana.

—Es culpa mía —se disculpó Izaioy—. Estoy segura de que venir aquí te habrá retrasado considerablemente. Pero de una cosa estoy segura: la fiesta será un éxito y eso obligará a Sesshomaru a dar su brazo a tor­cer. Aprobará la boda, ya lo verás.

—Me gustaría estar tan segura como us­ted —dijo Kagome con una leve sonrisa—. Bueno, me voy. Espero que la paz y la tranquilidad del lago estimulen mi creati­vidad.

—No necesitarías estimulación suple­mentaria —murmuró Izaioy—, si él no fuera tan cabezota, in­fle­xible e incapaz de admitir que es humano y, como tal, sus­ceptible de cometer errores.

Kagome se rió. Se puso en pie, reunió los aparejos de pescar y se marchó a la orilla del lago.

Sesshomaru volvió a casa apenas media hora antes de la hora prevista para que empezaran a llegar los invitados. Parecía fatigado, sin vitalidad.

En ese momento Kagome estaba bajando la escalera. Llevaba el vestido plateado, el mismo de aquella noche mágica en Shisuoka. Él estaba subiendo y, cuando le­vantó la cabeza y la vio, se quedó rígido y sus ojos se volvieron más oscuros.

—Dios, estás guapísima —dijo con voz grave—. Elegante, equilibrada, radiante...

Ella se humedeció los labios que se le habían secado de repente.

—Gracias —consiguió decir.

Sesshomaru continuó subiendo sin apartar la vista de ella y se detuvo un escalón por debajo. Olía a colonia y a tabaco, y Kagome pensó que el traje negro marengo que llevaba era bonito; hacía resaltar su pelo plateado y contrastaba con su cutis blanco.

—Casi... te pierdes la cena —tartamudeó. La ponía nerviosa estar tan cerca de él.

—He perdido el avión y he tenido que tomar el siguiente —respondió, pero mira­ba su cuerpo—. Es agradable estar en casa —murmuró en voz más baja. Le puso una mano en la nuca y la atrajo hacia sí—. ¿El lápiz de labios es de los que se corre? —susurró mientras acercaba su boca a la de ella.

—No... no lo sé —respondió con otro su­surro.

Él abrió la boca y la animó a hacer lo mismo para dejarlo entrar, lenta, delicada­mente, para transmitirle su calor, para que aspirara su olor a colonia y tabaco. Su res­piración era tan acelerada como la de Kagome y el corazón le golpeaba con fuer­za el pecho sobre el que ella había apoya­do las manos en busca de equilibrio.

—Te he echado de menos —consiguió su­surrar Sesshomaru sin retirar la mano de la nuca de Kagome—. Te he echado mucho de menos...

Aquella fue la gota que colmó el vaso. Kagome alzó los brazos alrededor de su cuello y oyó el ruido sordo del maletín que llevaba en la otra mano cuando cayó sobre la madera del escalón. Notaba su cuerpo pegado al de ella, los latidos de su corazón. Sesshomaru la besó una y otra vez y siguió besándola hasta que se convirtió en lo único que quedaba en pie de un mundo que se había esfumado bajo las rodillas temblorosas de Kagome.

Pasó bastante rato hasta que él levantó su boca ardiente y ella pudo mirarlo con sus ojos todavía entrecerrados. Lo veía todo borroso.

—¿Sabes hace cuánto tiempo no puedo dormir¿Sabes lo que es acostarse solo y desear a alguien tanto que acabas sintien­do como si te estuvieran cortando en dos con una sierra?

—No funcionará —susurró Kagome casi temerosa de disfrutar de la felicidad que se abría ante ella.

—Yo me encargaré de que funcione —dijo él con un susurro estrangulado y volvió a bajar su boca hacia la de ella—. Cariño...

Kagome echó la cabeza hacia atrás y en­treabrió los labios para recibirlo. Él se in­corporó bruscamente; en sus ojos ardían el deseo y la frustración.

—¿Estáis listos? —preguntó kikyo que sur­gió de pronto en el piso de arriba. Llevaba un vestido de chiffon rosa que favorecía su cutis y resaltaba su figura delgada—. ¡Hola, Sesshomaru¡Bienvenido! —añadió, y vio cómo éste se apartaba de Kagome con renuencia y recogía del suelo el maletín—. Los invitados empezarán a llegar en se­guida.

Él dejó escapar un suspiro ronco y con­siguió dirigir a kikyo una sonrisa cansada.

—Si te parece que así voy bien vestido, iré a dejar el maletín y en seguida bajo.

—Estás estupendo así¿verdad, Kagome? —murmuró kikyo, y miró la cara ruborizada de su hermana que había girado la cabeza y miraba hacia lo alto de la escalera.

—Estupendo —reconoció ésta.

—Tan sólo deja que vaya a deshacerme de este maletín —murmuró Sesshomaru sin molestarse en disimular el deseo que cu­bría su rostro.

—Adelante —respondió Kikyo y guiñó un ojo a Kagome—. Yo me ocuparé de todo —añadió cuando sonó el timbre de la puer­ta y se apresuró a bajar.

Se abrió otra puerta del piso superior y Inuyasha apareció en el pasillo enderezándose la corbata con una mano. Sonrió al cuadro que formaban Sesshomaru y Kagome que se­guían sin moverse en medio de la escalera.

—Hola —saludó—. Estáis los dos estupen­dos. ¿kikyo ha bajado ya? Voy a buscarla¿venís? —dijo por encima del hombro cuando ya estaba más abajo que ellos. Sesshomaru seguía mirando a Kagome, la cual no se había movido ni un milímetro.

—Dentro de un momento. Primero tene­mos que dejar el maletín —respondió a su hermano.

—¿Que tenéis que qué? —preguntó Inuyasha boquiabierto.

—Cariño, han llegado los invitados —dijo kikyo alegremente indicándole con la mano que se reuniera con ella.

—¿Eh¡Ah, sí, claro! —se apresuró a lle­gar abajo.

—De... deberíamos bajar —susurró Kagome. Sesshomaru negó con la cabeza.

—Todavía no. Ahora no. Te necesito.

Ella intentó encontrar una respuesta pero no sabía qué responder.

Otra puerta se abrió y apareció Izaioy con un vestido de color melocotón y escote victoriano. Fue hasta ellos y levan­tó una ceja mientras esbozaba una sonrisa maliciosa.

—¡Estáis bloqueando el paso¿Por qué no vais a peinaros un poco antes de bajar?

—¿Es una disculpa más convincente que dejar el maletín? —preguntó Sesshomaru cuan­do pasó a su lado.

—Tu padre y yo siempre la usábamos —aseguró—. ¿Te importa que vaya dando la enhorabuena a Kikyo por su próxima boda?

Él suspiró al tiempo que veía cómo los invitados iban pasando por el vestíbulo camino del salón.

—Como tú quieras —dijo y tomó a Kagome de la mano—. Parece que lo ha organi­zado todo muy bien.

—Y que lo digas —fue la respuesta satis­fecha. Sesshomaru apretó la mano de Kagome mientras la arrastraba escaleras arriba y hacia la puerta de su dormitorio. Ella era consciente de cómo el deseo la devoraba y corría para poder mantenerse al paso de Sesshomaru.

Éste abrió la puerta y la cerró tras ellos. Tiró el maletín al suelo y la alzó en bra­zos. Ella no se resistió, dejó que él la pusie­ra encima de una mullida colcha de color crema. Al cabo de un instante, Sesshomaru se tumbó a su lado al tiempo que se quitaba la corbata y se desabrochaba la camisa.

—Se te va a arrugar —murmuró mientras lo ayudaba a despojarse de chaqueta y ca­misa.

—Al cuerno las arrugas —dijo, y sus ma­nos impacientes le bajaron el vestido has­ta la cintura. A continuación fundió su boca con la de ella.

Kagome apenas podía pensar cuando por fin él levantó la cabeza. Tenía la boca un poco hinchada por el feroz ardor de la de Sesshomaru; el cuerpo, lánguido; las piernas, temblorosas.

—¿Tan pronto paramos? —susurró.

Los ojos de Sesshomaru la devoraban, ab­sorbían todos los detalles, desde su preciosa melena azcabache despeinada hasta la maravillosa desnudez de su cuerpo de cin­tura para arriba.

—Bueno —murmuró con una ligera son­risa—, tenemos que aparecer en algún mo­mento.

Ella se arqueó sinuosamente y sonrió al ver el modo en que los ojos de Sesshomaru se oscurecían mientras seguían ese movi­miento.

—Eres una bruja —gruñó y llevó la boca junto a la de ella hasta sentir que los la­bios de Kagome temblaban y se separaban.

Cuando el beso terminó, ella le agarró la cabeza, la llevó contra sus senos y lo besó en el pelo.

—Te quiero —susurró. Él levantó la cabeza y la miró con cara angustiada.

—Creía que había matado tus sentimien­tos hacia mí —admitió—. Te juro que no quería reaccionar así. Es que me obcequé y me dejé llevar, y después no hacía más que lamentarme. Quería pedirte disculpas y lo intenté antes de que nos marcháramos de Shisuoka pero no me dejabas acercarme a ti —cerró los ojos—. ¡Dios, pensé que nunca me dejarías volver a acercarme a ti!

Ella le acarició la boca con sus dedos sua­ves y lo miró con ojos llenos de adoración.

—Estaba asustada —admitió—. Temía que tu mundo y el mío fueran incompatibles.

—Nosotros los haremos compatibles —prometió él, y rozó con los labios su des­nudez. Ella tembló—. Vamos a casarnos, Kagome. Espero que estés de acuerdo pero si no es así, te llevaré al altar aunque sea a rastras por mucho que grites y patalees. Saldríamos en todos los periódicos, sería una gran publicidad para tu película.

—Pero destrozaría tu imagen conserva­dora —le recordó ella—. Tu junta directi­va...

Él tomó su cara entre las manos y la obligó a mirarlo.

—Te quiero —dijo en tono terminante y lleno de énfasis—. A usted, señora Takagashi, y a su famoso alter ego, y no hay nada más importante en mi vida. Ni la empresa, ni mi cuenta bancaria. Nada.

Ella notaba que las lágrimas rebasaban sus ojos.

—No llores —susurró secándole las lá­grimas con sus labios, amorosos y cáli­dos—. Todo va a salir de maravilla.

—Pero casi se estropea —señaló ella.

—Sí —admitió—, pero afortunadamente tengo una madre con una mente retorcida y un gran corazón que me conoce mejor que yo mismo.

Ella lo miró con la boca abierta.

—¿Sabías que el ataque era fingido?

Él sonrió.

—Claro que sí. Pero notarás que le seguí la corriente sin vacilar. Estaba aún más in­teresado que ella en que vinieras a Tokio.

Kagome hizo un puchero.

—No veo por qué. Los primero días aquí, te pasabas la vida fuera de casa...

—Porque quería que me echaras de me­nos, al menos la mitad de lo que yo te echa­ba a ti —admitió con un susurro ronco—. Me conformaba con verte cuando volvía a casa o cuando iba a espiarte al lago.

—¿Me espiabas?

—No tenía más remedio —confesó pe­gándola a él y la razón se podía leer en su rostro—. A veces sentía una necesidad enorme de verte.

—Ya lo sé —susurró—. Cuando te enfa­daste conmigo, la vida perdió de pronto todo su brillo...

Antes de que pudiera seguir hablando, la boca de Sesshomaru descendió sobre la suya con una ternura dolorosa. La apoyó sobre las almohadas y su cuerpo cubrió el de ella con un deseo enfebrecido.

Kagome le hundió los dedos en el pelo negro y le sujetaba la cabeza mientras el beso se prolongaba y se hacía cada vez más profundo. El cuerpo de Sesshomaru la aplastaba contra el colchón.

—Te necesito —dijo él con suavidad. Su respiración estaba entremezclada con la de ella. Sus dedos le acariciaban los se­nos, la cintura, las caderas, saboreando la suavidad de su piel y la firmeza de sus músculos.

—Nos van a echar en falta —consiguió decir Kagome pero la fiebre la devoraba a ella también, y todo el deseo y el amor clamaba por expresarse y por alcanzar sa­tisfacción. Las manos de Sesshomaru le enmarcaron la cara; sus ojos buscaron los de ella y la miró con intensidad.

—Noto qué es lo que quieres —dijo con voz profunda, muy quieto—. Igual que tú sientes qué es lo que deseo yo. No puedo ocultarlo. Puedo dejar que te levantes pero me sentiré como si me cortaran un brazo, y eso tampoco puedo ocultártelo. Llevo mucho tiempo sin estar con una mujer y te deseo tanto que casi estoy tem­blando.

Ella ya se había dado cuenta. Y hacía que se sintiera extrañamente triunfante la conciencia de poder encender ese deseo que sólo ella podía satisfacer. Quería a Sesshomaru de un modo casi insoportable y, a pesar del ligero nerviosismo que le produ­cía entregarse a un hombre sexualmente, no quería negarse. Se obligó a relajarse. Sus manos comenzaron a acariciarlo y su respiración se hizo más lenta y más profunda.

—Por favor, no tengas muchas expecta­tivas —susurró y una sonrisa tímida flore­ció en su boca—. Va a ser difícil, incluso siendo tú.

—Te quiero —dijo él con sencillez—. Concéntrate en eso y recuerda que es una forma de expresar amor.

Un calor dulce se fue apoderando lenta­mente del cuerpo de Kagome según él la to­caba. Los ojos plateados de Sesshomaru expresaban adoración, su cara era pura ternura.

—Aquí —murmuró él, y rodó y se tumbó de espaldas en el colchón—. Tócame. De la manera que quieras, atrévete. Como si fueras una de tus heroínas —añadió con pi­cardía. Ella esbozó una sonrisa mientras sus manos lo acariciaban.

—Mis heroínas están siempre muy ena­moradas —le recordó—, y sólo hacen el amor con un hombre. No me gusta la pro­miscuidad.

—Ya me he dado cuenta —murmuró—. Al final, leí una de tus novelas, y me dio es­peranzas. Pensé que si podías escribir es­cenas tan ardientes, serías capaz de vi­vir...

—Cállate —susurró. Se inclinó sobre él y lo besó. Posó su boca sobre la de él pere­zosamente y sonrió cuando notó que los labios de Sesshomaru se movían, se abrían y respondían con un beso profundo y satis­factorio.

—Creía que ahora me tocaba a mí —mur­muró. Las manos de Sesshomaru fueron hasta su cintura. La levantó y la hizo tumbarse so­bre él.

—Adelante —replicó—. Sólo estaba ha­ciendo algunas... sugerencias —añadió con un brillo en la mirada mientras sus manos le agarraban las nalgas y las pre­sionaban contra sus caderas.

Ella gimió intensamente y las pupilas se le dilataron ante la repentina intimidad. Las bromas desaparecieron bruscamente. Él le hundió los dedos en el pelo y atrapó su boca al tiempo que la hacía rodar hacia un lado y la tumbaba de espaldas. Se des­lizó sobre su cuerpo palpitante.

—Ahora —le susurró junto a la boca—, te voy a demostrar lo que una mujer siente cuando está con su hombre. Te haré tem­blar de deseo y luego lo satisfaré. Voy a darte tanto placer que la idea de que las manos de otro hombre puedan llegar a to­carte te parecerá inconcebible...

—¡Sesshomaru! —gimió mientras sus manos la tocaban de un modo desconocido para ella hasta entonces. El cuerpo de Sesshomaru encen­día el suyo como si fuera de madera seca, levantando chispas que la hacían arder.

—Bésame así —susurró él y su lengua la atrapó en un ritmo sensual mientras retira­ba las prendas que todavía se interponían entre ambos.

Ella notó el repentino contacto de su carne desnuda como quien recibe una des­carga de alto voltaje. Abrió mucho los ojos y lo miró a través de la nebulosa de placer que la envolvía.

—Esto es sólo el principio —aseguró Sesshomaru. Sus manos la levantaron, la acariciaron... y sonrió ante la reacción que leyó en la cara de Kagome, en sus empaña­dos ojos —. Así será el resto de nuestras vidas. Déjame enseñarte.

Ella retuvo la respiración y trató de de­cirle cuánto lo quería y que lo querría siempre, pero una oleada de placer la atra­vesó, y lo único que pudo hacer fue aga­rrarlo, gritar y temblar como una cuerda que vibra mientras él le enseñaba cómo complacerlo a su vez. Ella gimió con de­senfreno, con urgencia, y oyó su propia voz como si fuera un eco del placer que su cuerpo estaba sintiendo, un placer platea­do y exquisitamente dulce.

—Esto es el amor —susurró Sesshomaru junto a su boca, y fueron las últimas palabras que penetraron en su mente antes de que su cuerpo se viera atrapado en un huracán de sensaciones, un frenesí que la hacía tensar­se y luego se encrespaba, fuera de control.

Ella gritó con voz ronca y lo abrazó para pegar su cuerpo al de Sesshomaru tanto como fuera posible, y fue como si se ex­traviara en él por completo. Se volvieron uno solo, de un modo que muchas veces había leído pero no había creído que fuera posible hasta ese momento. Y era amor. Total. Absoluto.

—No lo sabía —susurró temblando entre sus brazos.

Él depositaba besos tiernos y delicados en su frente, sus párpados cerrados, sus pó­mulos, sus labios hinchados. El desenfre­nado palpitar de sus corazones comenzó a calmarse poco a poco, y él seguía abrazán­dola con ternura, como si fuera un tesoro.

—Yo tampoco, preciosa —susurró junto a su boca. Vio cómo ella abría los ojos y la mirada que intercambiaron fue tan íntima como el contacto entre sus cuerpos sacia­dos—, porque nunca había estado enamo­rado. Hasta ahora.

Kagome le tocó la cara, maravillada, y él cerró los ojos para disfrutar de la caricia más intensamente.

—Te quiero —murmuró ella, y esas pala­bras fueron más sentidas que nunca—. Con todo mi corazón. En cuerpo y alma. Y quiero que tengamos muchos hijos.

Él abrió los ojos. Le retiró el pelo de los lados de la cara y los dedos le temblaron.

—Nunca pensé que pudiera amar de esta manera —confesó—. Te necesito tanto como respirar¿lo sabes?

—Es recíproco, cariño —replicó ella, y consiguió esbozar una temblorosa sonri­sa—. Quiero dártelo todo.

—Ya lo has hecho —le recordó él y una sonrisa suavizó su cara y su voz—. Y me imagino que esperarás que me porte como un caballero y me case contigo.

—¿Y arruinar una relación tan bonita? —dijo espantada. Él la señaló con la nariz y levantó una ceja.

—Sé que le gusta ser independiente, se­ñora Novelista Famosa —dijo—, pero si no accedes a casarte conmigo ahora mismo, te llevaré abajo y anunciaré en ese salón lleno de invitados que estás embarazada.

—¡Sesshomaru! —exclamó ella horroriza­da—. ¡No serás capaz!

—Ponme a prueba —desafió él—. Dios mío, eres un cúmulo de contradicciones. ¿Cuántos de tus lectores saben que tienes una mentalidad tan victoriana? A mí no me importaría contarlo todo. Tú, en cam­bio, te pones colorada sólo de pensarlo.

Kagome se rió avergonzada.

—Y a ti te pasa al revés —señaló—. Ay, Sesshomaru, los de la junta directiva se van a quedar de piedra¿no te das cuenta?

—Al cuerno con la junta directiva¿vas a casarte conmigo o no? —murmuró cu­briéndola de besos—. Piensa lo perpleja que se quedaría mi madre si le digo que a lo mejor estás embarazada... Y la verdad es que quizá lo estés ya —susurró en su boca y apoyó una mano en su vientre.

—Un poco impaciente¿no? —bromeó pero la idea la hacía estremecerse de emo­ción.

—El mes que viene cumpliré cuarenta —murmuró él—. ¿En serio te parece un poco prematuro? Si es así, puedo...

—No, no me parece prematuro —respon­dió y lo hizo callar con un beso—. Yo tam­bién quiero formar una familia. Y tengo un traje de cristianar de mi abuela...

—Los Youkay también tenemos uno —replicó él. Y sonrió—. Quiero diez.

—¿Diez¡Ay! —exclamó cuando las ma­nos de Sesshomaru se movieron.

—Podemos regatear —se rió con ganas—. ¿Cuántos quieres?

La magia volvía a tener efecto sobre ella.

—Diez —dijo riéndose—. Doce, quince... Los que quieras, pero bésame.

Él sonrió con aire triunfante y su boca se posó amorosamente en la de Kagome.

Los invitados acababan de dar cuenta de la ensalada y se estaba sirviendo el pri­mer plato cuando Sesshomaru y Kagome apare­cieron en el comedor, tomados de la mano y agradecidos porque nadie hubiera ad­vertido su llegada.

Izaioy se levantó y fue hacia ellos.

—Ya era hora —les espetó y luego son­rió—. Pero miraos un poco, por favor...

—Fue sugerencia tuya —le recordó Sesshomaru con una sonrisa cómplice.

—Estáis más despeinados que antes —re­plicó su madre—. Sólo os perdonaré si de­cís la palabra mágica.

Él alzó una de sus espesas cejas.

—¿Boda? —sugirió concisamente. La anciana resplandeció y abrazó a Kagome con verdadero cariño.

—Te dije que mis hijos eran sensatos —se rió—. Sesshomaru es capaz de reconocer lo bueno cuando lo tiene delante.

—Bah, no se trata de eso —le confesó Kagome con una mirada pícara dirigida a Sesshomaru—. Es que ha cedido a mis encantos y ahora tendré que casarme con él.

Izaioy frunció los labios mientras miraba a su hijo.

—¿No te da vergüenza? —preguntó—. ¡Pensará que eres un hombre fácil!

Él se echó a reír y rodeó a su madre con un brazo y a Kagome con el otro.

—¿Pensarlo? Ya lo sabe —sonrió a Kagome y le guiñó un ojo—. ¡Vamos a comer, estoy muerto de hambre!


Por Fin! Aqui os traigo el final de esta historia...espero que os haya gustado mucho y que haya merecido la pena publicarlo...muchas gracias por vuestro apoyo!