Miraba más allá de la enorme puerta, apretando los barandales de esta, casi con desesperación.

Es cierto que se habían abolido todas las granjas y por ende, ya no eran ganado o alimento. Aun así, no se les podía dejar libres sin la supervisión de un adulto.

En este caso, una Mamá.

El pelinegro suspiró desganado, llamando la atención de su hermano pelirrojo. Quién le miró curioso.

— ¿Qué sucede?

—... ¿Realmente crees que William Minerva venga a sacarnos de aquí? Porque yo... Siento que... Hemos sido olvidados.

— ¡No digas eso! ¡El señor Minerva vendrá!

— ¿Y cómo sabes eso?

— Tengo un presentimiento.

— Y dale con eso... — suspiró, rendido. Provocando ligera molestia en su hermano menor.

— ¡No me creas si no quieres! ¡Hmph!

Su hermano realmente había salido soñador u optimista. Pero eso es lo que siempre le había inspirado a seguir creyendo, incluso cuando parecía que todo estaba perdido.

Sonrió de medio lado, volteándolo a ver.

— Neh, Leo, ¿Alguna vez te has preguntado cómo es mamá? Nuestra mamá biológica.

— Mmm... — puso su dedo en su mentón, pensando —, ¿Cómo nosotros?

—... ¿Crees que mamá tenga este mechón de cabello? — preguntó, tomando entre sus dedos aquella característica antena, o mechón. El cual, su Mamá o cuidadora, jamás pudo cortar. Pues parecía tener vida propia.

— Si fuera así... Realmente sería nuestra mamá — respondió con una sonrisa risueña. Leo también sonrió.

— Neh, Leo, ¿Qué harías si nuestra mamá está viva o regresará por nosotros?

—... Es una pregunta muy difícil de contestar — bajó la mirada a sus pies, deprimido, pensativo —. Mamá... ¿En verdad nos quiere?

El azabache miró a su hermano con sorpresa. ¡Él era el pesimista, el realista, no su hermano, no Leo! No permitiría que su alegría se manchase con dolor, tristeza y desesperación.

Soltó las barras de metal de la reja, tomando su mano entre las suyas. Y cuando captó su atención, le sonrió.

— Neh, Leo, ¿Y si mamá viene acompañada del señor Minerva?

—... ¿Por qué lo dices, Edward?

—... Probablemente, una corazonada — le sonrió, sincero de corazón.

Infundiéndole así, esperanzas.


— ¿Cómo hiciste para planear todo tan rápido? — preguntó Emma, genuinamente curiosa e intrigada. Viendo cómo Ray, junto a Ayshe y Hayato, alistaban los caballos con provisiones, además de sillas de montar.

— No fui sólo yo, Vincent, Yuugo y algunos de Goldy Pond me ayudaron. Lo cual fue de bastante ayuda.

— ¿Y por qué no me dijiste nada? — se cruzó de brazos, mirándolo con molestia y un puchero. Ray no reprimió su impulso de apretar sus mejillas, con ternura.

Mientras una sonrisa traviesa aparecía en su rostro.

— Porque quería que fuese sorpresa — y con eso, la soltó, tomando su mano para dirigirse a su caballo. Montándola primero a ella, y luego él subiendo.

Emma lo miró, con ganas de seguir preguntando, algo que él reconoció al instante.

— Yuugo se queda por cualquier cosa. Vincent le ayuda, no te preocupes.

— Oh, ya veo...

— Igual y se queda por viejo.

— ¡Te escuché mocoso! — le gritó el adulto mayor, acercándose a dónde ambos estaban. Ray sonrió mientras le sacaba la lengua, divertido —. Tsk, ya verás... — se acercó a ambos, poniendo una mano en uno de los hombros de ambos, confundiéndolos —. Por ahora, cuídense. Y traigan a esas mini antenas, ¿De acuerdo?

Asintieron, para finalmente, partir. Yuugo los miró a lo lejos un instante para murmurar:

— Regresen sanos y salvos, Ray, Emma.

El destino y el futuro eran inciertos, pensó Emma, abrazando por el torso a su esposo, mientras miraba al frente. Sin embargo, la esperanza era la última que se perdía.

Y ante el pensamiento, sonrió levemente.

Quiero verlos de nuevo, mis niños.