CAPÍTULO II (PREPARATIVOS PARA UNA VIDA MEJOR)

Una lechuza penetró por la ventana del salón de la casa de los Lupin a la hora del desayuno. Recorrió el hogar en busca de alguna persona, y por fin los encontró a los tres sentados en silencio alrededor de una mesa cuadrada de madera.

El ave dejó el correo al lado del adolescente, Remus, crecido y fuerte, con sus melancólicos ojos color miel observando pacientemente el tazón de leche con cereales. Tenía Remus una extraña herida en el hombro, bastante profunda, que se estaba curando con una pócima que él mismo había preparado. Anoche había sido el último día de luna llena y ahora había vuelto a su forma humana, momento en el que descubría que perduraban ciertas heridas que se infringía a sí mismo. A causa de esto hubo de aprender muchos remedios mágicos, con ayuda de su madre, para podérselos curar.

La carta estaba en el interior de un sobre dirigido hacia él con letras verde escarlata. Remus le dio la vuelta y observó, impresionado, que tenía el escudo de Hogwarts.

–Es una carta de Hogwarts... –dijo Remus casi sin voz.

–¿Qué? –Preguntó su madre tirando la tostada al suelo, que comenzó a lamerla el gato, para lanzarse al lado de su hijo a fin de comprobar si aquello era cierto. Abriendo el sobre:– ¡Esto es increíble! Dumbledore tenía razón: ¡lo ha conseguido! Nuestro hijo ha conseguido ingresar en Hogwarts –lloriqueó feliz la señora Lupin–. ¿No es emocionante, Julius?

Éste apenas si alzó los oscuros ojos por encima del periódico, esbozando una ligera sonrisa.

–Ya no tendrás que ir a ese instituto muggle que vimos, querido –le dio un beso la señora Lupin, aliviada, a su hijo–. Dumbledore es un gran hombre... Me pregunto cómo lo habrá conseguido. Nunca nos decía nada cuando nos visitaba.

–Habrá amenazado a más de uno para conseguirlo –repuso calmadamente el señor Lupin.

–¡Julius! –Lo reprendió su mujer.

Remus ya estaba acostumbrado a no recibir muestras de afecto por parte de su padre, motivo por el cual ya no se molestaba en convertirlo en una masa de gelatina ni nada parecido... Él sabía que su madre y Dumbledore estaban allí para lo que él necesitase.

–¡Oh, viene una carta de Dumbledore! –Exclamó la señora Lupin sacándola del sobre–. Leo:

Querida familia Lupin:

Seré escueto (esta lechuza debería haber partido ya llevándoos esta buena noticia que, de seguro, os hará muy felices). El señor Dippet ha abandonado la dirección y el consejo escolar ha decidido que fuese yo quien asumiese en adelante su cargo. El asunto de Remus fue tratado de inmediato y, aunque no tuviese la aceptación por parte de todos, se resolvió finalmente de forma feliz. Desearía que Remus pasase la última quincena de agosto conmigo, si os parece. Deseo mostrarle algunas cosillas... Espero vuestra conformidad. Si os parece, podéis enviar vuestra respuesta con la misma lechuza. Afectuosamente, Albus Dumbledore

–¿Te parece irte con Dumbledore este verano también? –Le consultó la señora Lupin a su hijo, que se había quedado embobado con el contenido de la carta.

Remus sabía que nadie quería a los licántropos (tan sólo sabía de dos personas: su madre y Dumbledore), así que no le pilló de sorpresa la desconfianza que pudiera tener el personal de la escuela. También temía cómo haría Dumbledore para ocultar sus transformaciones a la vista de los demás, puesto que sabía que a éste disgustaba mucho cómo lo trataban encerrándolo una semana en una jaula irrompible; había reñido sobre ese aspecto cientos de veces con su padre, pero éste no cambiaba de parecer porque Dumbledore se lo solicitase.

–Sí, iré... –respondió Remus tranquilo.

–¡Le escribiré de inmediato! –Exclamó la señora Lupin tomando un pergamino, una pluma y un bote de tinta. Comprobando el interior del sobre del colegio:– ¡Vaya, aquí viene la lista con el material que necesita Remus durante el curso! Pues si te vas a ir con Dumbledore –explicó–, necesitaremos comprártelo de inmediato, ¿no? Julius, esta mañana no tenías que ir a trabajar, ¿verdad? –El señor Lupin cabeceó ofuscado con la cabeza–. ¿Por qué no lo acompañas al callejón Diagon?

–Nathalie, ¡hoy es mi día de descanso! –Se quejó–. ¿Por qué no lo llevas tú otro día?

Remus no se sorprendió ante la reacción de su padre.

–Porque yo siempre estoy más atareada que tú, Julius –le respondió–. Tú vas al Ayuntamiento del pueblo, mandas unas cuantas cartas al Ministerio, sellas un par de documentos y ya te crees el rey del mundo, ¿verdad? ¡Pues yo me tiro aquí todo el día con el menaje del hogar! Que si limpiando el polvo, que si barriendo y fregando, que si recogiendo la cocina... ¡Y tan sólo te he pedido que vayas a comprar el material escolar con tu hijo! ¿Acaso te he pedido mucho?

–Pero... –repuso.

–¡Pero nada! –Gritó la señora Lupin enfadada–. ¡Julius Lupin! ¡Irás esta mañana a comprar al callejón Diagon o no comerás en todo lo que queda de semana!

El señor Lupin dejó caer cabreado su periódico sobre la mesa del desayuno, se levantó de un brinco, golpeó la mesa al pasar, derramando medio café, y salió para ir a ponerse la túnica de viaje.

–Mira a ver si hay polvos flu suficientes en el tarro –le pidió la señora Lupin a Remus–. Y después termina de desayunar aprisa y ponte la túnica de viaje, como tu padre, para salir cuanto antes... ¡Que como acabe tu padre antes, ya conoces cómo se pone!

Remus asintió. Terminó de beber la leche y salió corriendo, obediente, a realizar todo cuanto le había pedido.

–Estamos listos –explicó el señor Lupin pesaroso–. Dame esa lista –la consultó–. Son muchas cosas... ¡Esto va a ser un buen dineral!

–Tenía unos ahorrillos por si hacían falta –rebuscó en un cajón la señora Lupin.

Le dio entonces unas cuantas monedas a su marido en la mano y a su hijo una rana de chocolate.

–¿Todavía sigues con esas porquerías, Nathalie? –Preguntó su marido con gesto huraño.

La señora Lupin no se preocupó ni en responderle; los despidió con un seco movimiento de mano mientras la chimenea los engullía, de camino al callejón.

–Bien, necesitaremos... ¡A ver, a ver...! –Hablaba en voz alta el señor Lupin mientras Remus, que nunca había estado antes allí, miraba hacia todos lados, curioso, corriendo de un escaparate a otro–. Túnica, sombrero, guantes, capa... ¡Cuántas cosas! Espero que las cuides bien, porque ya te has cargado más de una túnica cuando... –pero se interrumpió porque pasó un conocido suyo del Ministerio, al que saludó cortésmente, con una amplia sonrisa–. ¡Escúchame, renacuajo! –Le dijo frunciendo los labios–. Sólo tu madre, Dumbledore y yo sabemos de tu anormalidad... Ahora que te nos vas a desmadrar porque te vas a estudiar a Hogwarts, espero que no tenga que ir nunca allí para traerte de vuelta de un tirón de orejas, ¿me has entendido?

Remus asintió con ojos tristes.

–¡A mí no me mires así! –Le recriminó–. Con Dumbledore te servirá, ¡pero no conmigo!

Y prosiguieron el camino por la estrecha calle.

–¡Libros! También muchos libros... –comentaba el señor Lupin–. Sí, lo mejor será que entremos en la librería para comprarlos.

–También necesitaré pergaminos, plumas y tinta... –se aventuró a decir Remus.

–Tengo en casa algunas viejas... ¡Te las daré cuando lleguemos! –Solucionó, volviendo a consultar la lista del material–. No dejan escobas de carreras... ¿Pero quién va a ser el estúpido que le va a comprar una escoba a su hijo? –Se rió.

En ese instante, casualmente, pasaban junto al escaparate de escobas voladoras, donde un montón de jóvenes observaban los modelos con ojos soñadores. A su lado pasó un hombre afable, con su hijo, al que le echaba el brazo por encima del hombro, el cual le dijo a éste:

–James, ¿te parece si entramos a echar un vistazo a las escobas? –James, como lo había llamado, comenzó a pegar saltos de alegría–. Quizás el año que viene, si sacas buenas notas, te compraré una, ¿qué te parece?

–¡Mascotas! –Seguía hablando el señor Lupin–. Yo no te pienso comprar nada de eso... Y si necesitas enviarnos una lechuza, nos mandas una del colegio, como hacía yo cuando estaba en la escuela y tampoco tenía una. ¡Sapos y gatos! –Rió–. ¡Eso es malcriar a la chiquillada! ¿Puede haber padres que le compren una estúpida rana a un niño?

–Yo querría tener una rana... –Explicó Remus temblándole la voz, esperando una reprimenda.

–¡Pues coges una de las que hay al lado de la charca de casa! –Contestó su padre con aspecto de desagrado.

–Ésas no son mágicas... –explicó Remus.

–Pero croan igual, ¿no? –Remus no contestó nada–. ¡Pues ya está! –Volvió a leer el pergamino–. ¡Calderos, telescopios, balanzas...! ¿Pero a quién se le ha ocurrido pensar que todo eso va a ser útil? Ya miraré a ver si hay en casa de eso también.

–¿Cómo? –Remus no podía creer lo que oía–. ¡Pero, por ejemplo, el caldero tiene que ser de peltre y medida dos!

–¿Y? –Lo inquirió su padre mirándolo inexpresivamente.

–Nada...

–Pues entonces, acompáñame y ¡calla! –Le imperó–. Iremos a Ollivander a comprarte una varita y a por toda esa ropa que nos exigen. La compraremos de segunda mano –asintió interiormente–; para que te transformes en eso que tú y yo sabemos a los dos días con las túnicas puestas no me voy a gastar un dineral.

–Pero mamá... –repuso Remus angustiado.

–¿Tu madre? –Se burló–. Si hubiese querido algo, ¡que te hubiese traído ella misma a comprar las cosas!

Remus calló.

–¡Ahora entremos en Ollivander! –Y el señor Lupin empujó la puerta de la tienda–. ¿Hay alguien? –Preguntó viendo que no había nadie en el mostrador–. ¡Qué indecoro! –Y comenzó a pasearse por entre las estanterías, pasándole el polvo a las cajas y refunfuñando sin parar.

–¡Ah! –Se frotaba las manos felizmente el señor Ollivander cuando por fin llegó–. Disculpen la tardanza. ¡Señor Lupin...! Aún recuerdo la varita que compró usted –sonrió–; una excelente pieza: treinta centímetros, muy flexible, hecha en madera de caoba y contenía un nervio de corazón de dragón... Pero lo más extraño era su utilidad: excelente para la magia negra... Espero que no la emplee para tales fines.

–¿Cómo? –Estalló profundamente indignado–. ¿Cómo se atreve a considerar tan siquiera que practico las artes tenebrosas? ¿Acaso usted...? –Intentó tranquilizarse, apretando fuertemente las mandíbulas–. He venido a por una varita para mi hijo.

–¡Oh! –Exclamó sonriente el dependiente de la tienda, mirando a Remus con curiosidad–. ¿Cómo te llamas, pequeño?

–Remus...

–¿Remus? ¡Qué nombre más fantástico! Te voy a tomar medidas, ¿te parece, Remus? –Y una cinta métrica comenzó a enrollarse en torno a sus brazos; una vez concluyó el proceso:– Excelente. Probemos a ver... ¡ésta! ¡Muy flexible, pero aguerrida! Contiene una pluma de fénix excelente, veintiocho centímetros y hecha con acebo.

Se la puso en las manos pero se la retiró de inmediato, susurrando:

–Ya me lo imaginaba... Sí, ésa sería una varita peligrosa. ¡Probemos con otra!

Y se marchó a la trastienda, regresando con un montón de cajas que abrió y cerró, sin que ninguna de aquellas varitas fuese la elegida para él. Remus se sentía ya estúpido; apenas si movía el brazo cuando el señor Ollivander le ponía una nueva varita, porque sabía que éste de inmediato se la arrebataría. Pensó incluso que cabía la posibilidad de que Dumbledore hubiese sido demasiado irreflexivo y que no hubiese, por tanto, ninguna varita para él.

–Ya encontraremos alguna por aquí que te vaya bien... –dijo el señor Ollivander portando una montaña de cajas de varitas entre sus manos en dirección a la trastienda. Volvía con otras tantas.

–Bien... Prueba ésta: ya que a las sencillas no les has motivado, ¿por qué no pruebas con extrañas combinaciones?; por ejemplo, haya, veintisiete centímetros y cuarto, algo rígida y con una dorada pluma de fénix –Remus la agitó con desgana, pero tampoco pareció que aquella fuese la idónea–. No sé, no sé... –se acariciaba el mentón el señor Ollivander–. Quizás ésta –enseñándole otra muy vistosa–: núcleo de pelo de unicornio, flexible, caoba, veintiocho centímetros y medio; una bonita varita, muy apta para transformaciones –Remus la tomó también y nada, aquélla no era la suya; el tendero se la arrebató de las manos y la colocó en la caja en el mostrador, donde luego la olvidaría colocar y sería escogida de inmediato por otro nuevo alumno de ingreso de Hogwarts, James Potter–. No te preocupes, Remus, ¡la tuya tiene que estar por aquí! Aún no he conocido a nadie que haya salido de mi tienda sin haber encontrado su varita ideal –pareció leerle el pensamiento–. Quizá debamos arriesgarnos: ¡para clientes difíciles, varitas difíciles! –Sonrió abiertamente–. Ésta es muy especial: roble, treinta centímetros y muy ligera, señorito Lupin.

Remus la acarició entre sus dedos y enseguida vio de ella surgir un resplandor dorado y chispas rojas que bailaron alrededor suya.

–¡Estupendo! –Aplaudió el señor Ollivander, sonriente (su padre también aplaudió, pero contento de que por fin pudiesen marcharse)–. Una excelente varita, casi de museo... ¡Curiosa esta varita! Pero a cada cual la suya... –repuso.

–¿Por qué es curiosa? –Se atrevió a preguntar Remus tímidamente.

El señor Ollivander lo miró fijamente con sus ojos melancólicos y apagados.

–El núcleo de esta varita es bastante especial. Las producciones Ollivander tan sólo emplean nervios de corazón de dragón, pelos de unicornios y plumas de fénix, mis favoritos; considero que con estos tres... ¡ingredientes!, las varitas son muy eficientes. Sin embargo, con ésta –señalando la varita que Remus aún tenía en su mano– me atreví a hacer un experimento. No suelo emplear ese núcleo, pero si es la que a usted le va bien...

–¿Y qué contiene? –Volvió a interesarse Remus ansioso.

–¡Polvo de colmillo de licántropo! –Exclamó emocionado; el señor Lupin se levantó de la silla de un salto–. Hace ya unos buenos años, quizá todavía lo recuerden, se escapó de Hogsmeade un licántropo, un hombre lobo que atacó a un niño y que fue sacrificado, ¿lo recuerdan? El Ministerio, considerado, me envió un colmillo de aquella criatura por si deseaba emplearlo como núcleo de mis varitas. ¡Y éste es el resultado! –Cogiendo la varita de Remus y guardándola en su caja–. Si esta varita te va bien a ti, Remus, no hay problemas con ella... No obstante es una pieza poderosa, muy buena para Defensa contra las Artes Oscuras. Pero es curioso...

–¿Qué es curioso? –Gritó enfadado el señor Lupin, abalanzándose hacia él y agarrándolo por las solapas de la túnica desde el otro lado del mostrador.

–¡Señor Lupin! –Exclamaba el señor Ollivander impresionado–. Suélteme...

La campanilla de la puerta sonó al abrirse. Remus miró para ver quién entraba y descubrió a Dumbledore, observando las cajas de su alrededor con fruición, haciendo como que no se había percatado de nada. El padre de Remus soltó de inmediato al fabricante de varitas y se dirigió hacia Dumbledore aparentando tranquilidad y emoción:

–¡Hombre, profesor Dumbledore! –Dijo–. ¿Cómo usted por aquí? ¿Tiene que comprarse una varita nueva?

–¡Oh, no! –Sonrió lánguidamente Dumbledore; y mirando a Remus:– Ya veo que estás comprando tu varita...

–¡Ya la han comprado y ya se iban!, ¿verdad, señor Lupin? –Pronunció nervioso Ollivander.

–Por supuesto... –Dijo el señor Lupin tomando a su hijo del hombro para empujarlo hacia la puerta.

–En tal caso –susurró Dumbledore mirando al pequeño–, nos veremos pronto...

Remus asintió, compungido. Le hubiera gustado quedarse un rato con él. Cuando salían por la puerta oyó que le preguntaba al señor Ollivanders:

–¿Se ha vendido ya la segunda varita?

–¡Maldita varita! –Bramaba ya en la calle el señor Lupin–. Espero que no le digas a nadie nada de nada de tu varita. ¡Pelo de unicornio! ¡Eso es lo que tiene! ¡Un bonito pelo de unicornio! –Calló un minuto–. Y a tu madre ni media palabra... ¿Me has entendido? –Remus asintió–. ¡Ahora a por las túnicas y a casa!

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

–¡Vamos, Remus! ¡Vamos! –Lo instaba su madre–. ¿Lo has metido todo en el baúl?

–Sí... –respondió sumiso, ayudándola.

–Pues la varita está aquí... ¡en el suelo! –Gritó nerviosa su madre encontrándola debajo de la cama.

–Es que antes la cogió el gato –respondió Remus.

–¿Qué es todo este escándalo? –Preguntó el señor Lupin, entrando en la habitación de su hijo.

–Remus se va con Dumbledore dentro de media hora –le contestó su mujer lacónica.

–¿Y por qué se lleva todas las cosas del colegio? –Preguntó extrañado.

–Porque Dumbledore nos ha dicho que él mismo llevará a Remus a Hogwarts –y bajando el tono de voz para que Remus no pudiera oírlo–, que tiene que enseñarle los sistemas de precaución que ha inventado.

–Esperemos que sean útiles... –bufó.

–Mamá, esto ya está –dijo Remus terminando de vaciar su armario en el baúl.

–Ahora lo bajaremos todo abajo y esperaremos a que llegue la hora –dijo ella.

Levantó la varita y usándose del conjuro levitador el baúl y demás cosas descendieron sencillamente las escaleras, colocándolos al lado de la chimenea.

Las agujas del reloj de pared pasaron lentas y silenciosas, pero llegó la hora: los polvos flu brotaron del tarro en que estaban, cayeron de la mano al suelo, crearon una sinfonía similar a la de los fuegos artificiales en los oídos de Remus, y lo llevaron a éste a la casa de Dumbledore. Éste ya lo aguardaba sentado en un sillón frente a la chimenea, sonriendo.

–¡Mi querido ahijado! –Lo saludó cariñosamente (no es que fuera realmente su ahijado, pero se consideraba como su padrino).

Dumbledore vestía una túnica corta, que le llegaba hasta las rodillas, dejando unas blancas canillas al aire que se refrescaban a causa del calor.

–¡Dumbledore! –Lo abrazó Remus–. Tenía ganas de venir, ¿sabes?

–Me lo puedo imaginar –respondió Dumbledore sonriendo–. ¿Cómo está tu madre?

Remus habló largo rato de ella; nada dijeron sobre el señor Lupin.

–¡Estarás contento, Remus! –Dijo al cabo de un rato el profesor–. ¡Vas a ser un mago! Ya compraste todas tus cosas, ¿verdad?

–Sí –respondió triste.

–¿Qué te pasa? –Preguntó Dumbledore, poniéndose en cuclillas para mirarlo directamente a los ojos.

–Quizá debiera haber ido con mi madre a comprar las cosas en vez de con mi padre...

–¿Te refieres al incidente en Ollivander? –Preguntó Dumbledore sonriendo fríamente. Remus lo miró fijamente–. Ollivander me lo contó... ¡Es una tontería! Tu padre ya era algo impetuoso cuando estaba en Hogwarts, aunque en mi clase estaba un poco más vigilado –le guiñó un ojo–. ¿Y qué te parece tu varita? –Le preguntó.

Remus bajó la cabeza más todavía, a punto de llorar.

–Mi padre me ha dicho que esa varita es una deshonra...

–¿Y tú crees lo mismo? –Preguntó Dumbledore.

–No... Bueno, no lo sé –contestó con incertidumbre–. Es que contiene un colmillo del licántropo que me mordió...

–Sí –dijo Dumbledore–, de él, y eso es lo que hace tu varita aún más especial; existe un vínculo entre todo mago y su varita. Yo aprecio mucho mi varita, Remus, y espero que tú algún día comprendas cuán importante es la tuya para ti. El que contenga el colmillo tan sólo nos recuerda que corre sangre licántropa por tus venas –Remus lo miró con tristeza–, y por eso tú serás más poderoso con una varita con esencia de licántropo que con una pluma de fénix o un pelo de unicornio, ¿comprendes?

Remus asintió, sonriendo débilmente.

–Bueno –se levantó Dumbledore–, ¿me vas a enseñar tus compras?

–Es que... –dudó Remus–. Mi padre me compró algunas cosas que... que no son lo que se pedía en la lista. El caldero, por ejemplo, no es de peltre ni...

–¿Eso ha hecho el viejo Julius? –Preguntó Dumbledore riendo de pronto–. No te preocupes, Remus –acariciándole el pelo–; vamos a mirar por aquí, que seguro que tengo un caldero igual. Y si no, nos pasamos por el callejón Diagon y te compro lo que te falte, ¿te parece? ¿Y qué más te falta?

Así, el profesor Dumbledore ayudó a Remus a conseguir todo el material tal y como se pedía en la mencionada lista.

La primera semana en la casa de Dumbledore pasó como Remus suponía: siempre descubriendo cosas interesantes por doquier y teniendo agradables conversaciones con el anciano mago. A la siguiente, le había dicho éste, partirían para Hogwarts, donde tendría que mostrarle muchas cosas.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Dumbledore se sacudía el polvo de la chimenea.

–No me gusta esto... –dijo sacudiéndose con mayor fuerza–. Bueno, éste es mi despacho –le mostró al pequeño Remus, al que agarraba suavemente por el hombro–. ¿Qué te parece?

–¡Es magnífico! –Exclamó Remus emocionado, correteando de un lado para otro bajo la sonrisa de Dumbledore, que lo observaba con agrado–. ¿Y todo es así en Hogwarts?

–Si te refieres así de ostentoso –precisó Dumbledore–, supongo que sí. Lamento que lo primero que hayas tenido que ver sea el interior; ¡es un castillo excepcional!, y su vista desde el exterior lo corrobora.

–¿Me lo vas a enseñar todo? –Preguntó Remus más inquieto de lo que lo había estado nunca.

–¡Oh, sí, claro! –Exclamó–. El Gran Comedor, los terrenos, el campo de quidditch... Tenemos tantos días para que te pierdas por aquí –sonrió–. Ya verás, te sentirás como en casa.

Remus sonrió de oreja a oreja.

–Pero también te tengo que enseñar cosas menos divertidas –le dijo Dumbledore serio de pronto y mirándolo por encima de sus gafas de media luna arqueando las cejas–. Tenemos muchos días, así que no hay de qué preocuparse –prosiguió–; nos quedaremos aquí hasta que vengan tus compañeros, cosa que sucederá dentro de siete días exactamente... No tomarás el expreso a Hogwarts, espero que eso no te importe demasiado... –repuso Dumbledore observando su reacción.

–No –cabeceó Remus, demasiado absorto ante la estupefacción de encontrarse en Hogwarts como para preocuparse por aquello–. ¿Dónde dormiremos?

–Pues en mi habitación –contestó Dumbledore, señalando una escalera–. Está ahí arriba. Tan sólo tengo una cama pero –señalando su varita–, ya verás de lo que es capaz uno con esto... –Rió.

–¿Qué harás? –Preguntó Remus curioso.

–Crear una cama plegable –dijo Dumbledore fríamente, observando cómo desaparecía el encanto del misterio en la cara de Remus, que sonreía con timidez. Dumbledore consultó su reloj de bolsillo:– ¡Vaya! Es hora de cenar, ¿no te parece? –Remus asintió sonriente–. ¿Qué quieres? Se lo pediré a los elfos... –Y se metió un caramelo de limón muggle que se sacó del bolsillo de la túnica.

–Pues querría... ¡no sé! –Se encogía de hombros Remus–. Un filete de... ¡No! Un revuelto de... ¡No sé!

Dumbledore sonreía ante su apasionada indecisión.

–¿Te parece si lo piensas mientras vamos hacia las cocinas? –Repuso Dumbledore.

Y salieron de aquel increíble despacho.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Quedaban dos días para el uno de septiembre, fecha en que el Gran Comedor estaría rebosante de alumnos para el banquete de la noche y Remus, junto con sus compañeros de promoción, serían seleccionados para una de las cuatro casas, cosa por la que Remus sentía un gran pavor.

–Aún tengo que enseñarte una cosa más, Remus –le explicó Dumbledore cuando se levantaron.

–¿Qué es? –Preguntó Remus inquieto.

–Ya lo verás... –Dijo–. Aunque esto te gustará menos que todo lo que has visto hasta el momento.

–¿Sí?

–Sí... –respondió fríamente–. Porque también es lo más importante... Se trata de lo que hemos ideado unos cuantos profesores y yo para que nadie corra peligro en el momento en que se produzcan tus transformaciones... –Remus sonrió tristemente–. Pero ahora vayamos a desayunar...

Los recibió un desayuno apetitoso; los elfos eran muy condescendientes con ellos dos, porque no tenían que trabajar para la multitud a la que estaban acostumbrados. Cuando terminaron, Dumbledore lo llevó a dar un paseo por los terrenos de Hogwarts.

–Perdona que me ponga un poco pesado, Remus –explicaba lentamente Dumbledore, en un tono seco, señalando en dirección al bosque prohibido–, pero allí no vayas por nada del mundo. ¡Es muy peligroso!

–¡Ya me lo has dicho diez veces...! –Repuso Remus risueño.

–¡Y diez veces más que te lo debería decir para que me hicieses caso! –Rió también Dumbledore–. Los niños, a esta edad, sois muy desobedientes... Aunque a mí no me gusta llamarlo así: sois más bien... ¡intrépidos! ¿Qué te parece? Queda mejor, ¿verdad? –Remus asintió condescendiente–. Bueno, ya hemos llegado.

Remus comprobó que Dumbledore señalaba un árbol que batía sus ramas impetuosamente.

–¡El sauce boxeador! –explicó–. Recién plantado... Espero que nadie sea lo suficientemente estúpido para acercarse... –Dumbledore lo miró asintiendo rápidamente–. ¡Excepto tú! Los demás podrían hacerse daño...

Remus lo miró idiotizado.

–¿Esperas que me acerque a... eso? –Preguntó comprobando cómo lanzaba por los aires a unos cuantos pajarillos que habían pasado junto con una bandada próxima a él.

–Sí –repuso Dumbledore sonriendo a medias–. Porque tú sabrás controlarlo...

Y se acercaron por detrás. Dumbledore le señaló el nudo que había allí, escondido, y lanzándole una mirada significativa, lo apretó. El sauce boxeador se detuvo; parecía como un milagro.

–Bajo este árbol hay un pasadizo secreto –explicó Dumbledore–, cosa que sólo sabremos unos cuantos profesores, de mi confianza, tú y yo... Lo recorrerás horas antes de transformarte y lo abandonarás cuando el proceso haya concluido; te acompañará hasta la entrada la señora Pomfrey, en eso no te preocupes... Es una mujer muy tolerante y bienintencionada; te ayudará y cuidará con total agrado.

–¿A dónde conduce el pasadizo? –Se interesó Remus.

–Averígualo por ti mismo antes de que el árbol este vuelva a despertarse –lo invitó a pasar descubriéndole un agujero entre las raíces.

Lo recorrieron cuan largo era, hasta que llegaron a la Casa de los Gritos.

–Estamos en Hogsmeade –continuó explicando Dumbledore–, tu pueblo. Estás en la nueva casa que se ha hecho en las afueras, sobre el cenagal.

–¿En serio? –Preguntó Remus sorprendido–. Pero... no comprendo.

–La he mandado construir yo –dijo– para que tú la ocupes mientras se producen tus transmutaciones.

–Pero los vecinos pensarán que... –repuso confuso.

–¿Los de Hogsmeade? –Se extrañó Dumbledore–. No creo, Remus. Un par de gritos y saldrán corriendo; dos meses ocurriendo lo mismo y dirán que está encantada –sonrió–. Ya me encargaré yo de que corra el rumor de que hay fantasmas o cosas así...

–Está bien... –sentenció Remus tras un pronunciado silencio–. ¡Está muy bien!

–Sí... Pero ahora vayámonos de aquí... –repuso el profesor–. Ya tendrás tiempo de venir...

–Pero ¿y mis compañeros? ¿Ellos qué creerán? –Preguntó Remus de pronto inquieto.

–¿Qué creerán? –Repitió Dumbledore–. ¡Pues todo aquello que les pretextes!, ¿no? Siempre considero que hay que andar con la verdad alumbrándote el camino, pero no en este caso, Remus. No aún.

Salieron de la Casa de los Gritos y retomaron el pasadizo para regresar.

–Dumbledore...

–¿Sí? –Preguntó éste.

–¿Puedo hacerte una pregunta? –Preguntó Remus.

–¿Sólo una? –Bromeó.

–Quería saber cómo te enteraste de lo de mi... anormalidad para...

–¿Anormalidad? –Preguntó Dumbledore parándose en seco–. ¿Por qué lo has llamado así?

–Eso es lo que me dice siempre que diga mi padre... –respondió escuetamente.

–¿Ah, sí? –Se cercioró–.Pues hazme caso a mí: ¡que le den morcilla a tu padre y a sus tonterías! –Repuso Dumbledore súbitamente enfadado–. Pero, bueno, ¿qué decías?

–¿Quería saber cómo te enteraste de que me mordió un hombre lobo y por qué viniste a visitarme? No me conocías de nada...

–Es cierto –contestó Dumbledore fríamente–. El Profeta hablaba constantemente de los avances de la investigación sobre el licántropo, así que me enteré por el diario de que un muchacho había sido mordido; el periódico, sin embargo, no decía quién era: en eso te hicieron un favor, créeme. En el Ministerio sí que lo sabían, claro está, y fue allí dónde me enteré de todos los detalles –se detuvo unos segundos–. Les di clases a tus padres, y Nathalie fue una de esas alumnas que se recuerdan... ¡Transformaciones era su especialidad!, y eso me llenaba de alegría. Pensé que era conveniente pasarme por el hospital... Y allí descubrí que... Bueno, yo hablo sin tapujos, ¿no? –Hablando más rápidamente explicó:– Pensé que con tu padre no ibas a tener muchas oportunidades, así que decidí acercarte a mí tanto como pudiese. Y eso es todo...

Remus estuvo silencioso unos minutos, al cabo de los cuales dijo simplemente:

–Gracias.

–¿Gracias por qué? –Preguntó Dumbledore extrañado.

–¡Por todo! –Le respondió–. Tú eres mi padre...

Dumbledore lo miró severamente. Remus pensaba que lo iba a reprender por aquella rotunda afirmación, pero se equivocaba: Dumbledore lo abrazó, visiblemente emocionado.

–Hemos llegado –dijo Dumbledore cuando apareció un punto de luz al fondo, lugar en el que se encontraba la trampilla de salida–. No te olvides de apretar el nudo al venir, el que hay detrás del árbol... ¡Que el sauce boxeador no se las anda con contemplaciones!

Salieron. Alguien los observaba desde una prudente distancia, acercándose sólo cuando Dumbledore apretó el nudo y el sauce dejó de mostrar sus ramas amenazadoras.

–¡Minerva! –Exclamó Dumbledore estrechándole la mano–. ¿Cómo han ido las vacaciones?

–Bien –contestó ella fríamente–. Espero que igual para ti. Te he buscado por todas partes, y como no te he encontrado supuse que estarías aquí –se quedó mirando fijamente al joven Remus.

–¡Oh, disculpadme! –Cayendo en la cuenta el director–. Remus, te presento a la directora adjunta del colegio, la profesora Minerva McGonagall. Ella será tu profesora de Transformaciones.

Remus estrechó su mano sonriente, observándola con temor; no obstante ella también le respondió el saludo con una abierta y franca sonrisa.

–También es la jefa de la casa Gryffindor –explicó Dumbledore–. Ya lo sabrás todo sobre las cuatro casas, me imagino; tu madre ha debido explicártelo –Remus asintió–. Y entonces, ¿en cuál te gustaría estar?

–Pues no sé –pensó–. Me daría igual... ¡En Hufflepuff, por ejemplo! –Dumbledore pensó que se infravaloraba–. En cualquiera menos en Slytherin... –repuso en voz baja.

–¡Cada vez me cae mejor este chico! –Exclamó sonriente la profesora McGonagall, dándole unas palmaditas en la espalda a Dumbledore en el camino de regreso al castillo–. Ahora estoy segura, señor director, tenías razón –y bajando el tono de voz para que el chico no los oyera–: este chico no puede ser peligroso.

–¿Y por qué no te gustaría Slytherin? –Siguió indagando Dumbledore.

–Allí estuvo mi padre –contestó secamente Remus.

Dumbledore, observado por Remus, arrancó la hoja de agosto de su calendario y marcó con una cruz el día uno.

–Esta noche vendrán tus compañeros –le dijo sonriente.

Remus estuvo nervioso todo el día. Pensaba que ellos ya se estarían conociendo en el expreso mientras él estaba viendo cómo, lentamente, los profesores iban llegando y cada vez había más en la mesa destinada para ellos en el Gran Comedor (no todos lo miraban con buenos ojos, también hay que decir). A causa de esto, Remus perdió la oportunidad de conocer en el tren a alguien, a algún futuro amigo, al contrario que James y Sirius, por ejemplo, que compartieron compartimento. No obstante, los conoció caída ya la noche, en el dormitorio, cuando todos hubieron sido elegidos para Gryffindor, junto con Peter Pettigrew y Frank Longbottom. Aquellos se convirtieron en los primeros y únicos amigos que había hecho en la vida.