CAPÍTULO III (HOGWARTS: PRIMERA PARTE – HELEN NICKED)

Unos pasos reverberaban en el pasillo de noche, cuando las antorchas estaban encendidas y despedían una trémula luz.

–¡Vaya semana! –se lamentó Sirius, aunque parecía despreocupado–. ¡No me imaginaba que las clases en Hogwarts fueran tan... difíciles!

James rió sonoramente:

–Entonces ¿a qué creías que venías? –preguntó–. ¿A pasar el rato?

–Hubiera estado bien... –replicó sin mucha atención el otro.

–¡Ciertamente es un fastidio! –se quejó una aguda voz a sus espaldas.

Se trataba de Peter Pettigrew, un compañero suyo, rubicundo y de baja estatura, que los seguía dando pequeños saltos para poder alcanzarlos. El chico tenía una pila de libros entre sus manos que había tomado prestados de la biblioteca, al parecer sin prestar demasiada atención en su elección, porque los libros pertenecían a diferentes niveles.

James se volvió hacia él condescendiente:

–¿Qué haces con todos esos libros, Peter? –le preguntó sonriente; cogió el que estaba encima–. ¿Magia avanzada para magos agachados? ¿Crees realmente que esto te pueda ser útil? –preguntó James disimulando la sorna.

–¡Mal empezamos, Pet! –dijo Sirius con desenvoltura, tomando algunos de aquellos libros entre sus manos y observándolos con terror exagerado–. ¡Esto no es para nosotros! –tirándolos al suelo.

–Pero... –se asustó Peter al ver precipitarse los libros en el suelo.

–¡Somos de primero, Pet! –gritó Sirius sonriendo–. Seguro que pensarás –le echó un brazo por encima a su pequeño compañero– que somos los novatos del colegio, ¿verdad? Pues te equivocas. ¡Somos los mimados de esta escuela! Los libros... ¡más adelante! Preocúpate de devolverlos antes de que te vea algún profesor o estarás fichado de por vida, compañero... –James sonrió con descaro adolescente–. Y, ciertamente, no me gustaría que te convirtiesen en prefecto... ¡Tiene que ser un fastidio!

Peter intentó decir algo, pero no le salía la voz.

–Y estas gafas... –prosiguió Sirius.

–¡Son mis gafas de leer! –explicó Peter atemorizado.

–¿Y ahora estás leyendo? –le preguntó Sirius, y se las guardó en un bolsillo de la túnica–. Me las quedo yo –rozando su bolsillo con ironía– y ya te las devolveré uno o dos días antes de los exámenes del trimestre, ¿entendido?

James rió muy fuerte, y Peter, contagiado, también rió a mandíbula batiente, aunque su risa era estúpida y entrecortada.

–Pero hay asignaturas muy complicadas... –continuó Peter en voz queda–. Transformaciones es... ¡Nunca creo que pueda hacer nada interesante en esa materia!

Sirius le lanzó una mirada crispada a su compañero de casa y Peter, de inmediato, se mordió el labio y dejó de hablar de las clases. Al menos se sentía agradecido de que aquellos chicos bromeasen con él.

–Por cierto –intentó desviar el tema de conversación Peter–, ¿habéis visto a Remus? Hace dos días que no lo he visto y no ha pasado ni por los dormitorios ni...

–Se fue, ¿no te lo dijo? –aseguró James.

–¿Que se fue adónde? –preguntó Peter enterándose de aquello por primera vez.

–A casa –contestó Sirius lacónico–. Dijo que se le había olvidado no sé qué y que se iba a recogerlo.

–Pero lleva dos días y... –dijo Peter tartamudeando–. Pero... ¿por qué no se lo han enviado sus padres aquí?

–Eso es lo le que dijimos nosotros –explicó en esta ocasión James, quien tenía una voz mucho menos sarcástica que la de su amigo Sirius, y al hablar parecía que no se burlaba constantemente de su compañero Peter como en éste daba la impresión–; pero él nos dijo que no quería molestarlos. Aun así, lleva dos días fuera ya.

–¡Bah! ¿A qué preocuparse? –dijo Sirius cruzándose las manos en la nuca y andando con autosuficiencia–. Nos contó que conocía a Dumbledore desde los cinco años o así, ¿no? –James asintió, que Peter no (este chico no se enteraba de nada o en una semana de clase ya lo tenían marginado)–; pues está claro: le habrá pedido ir a por sus cosas y Dumbledore le habrá guiñado un ojo –lo imitó, burlón– y le habrá dicho que se quede unos cuantos días. Si yo también lo conociese, se lo habría pedido... –y sin hacer mucho caso a la ausencia de Lupin, prosiguió:– Dumbledore, ¿a que parece guay?

De pronto, de la oscuridad del corredor surgió una silueta delgada y alta, con un moño recogido en lo alto de la cabeza. Tenía la varita en la mano, y cuando se aproximó lo suficiente para que pudiesen verle el rostro, éste estaba contraído.

–Profesora... profesora McGonagall –dijo Peter con miedo.

–¿Pettigrew? ¿Black, Potter? –dijo ella mirando a uno y otro con desconfianza–. ¿Qué conspira parte de la savia nueva de mi casa tan tarde por los pasillos del castillo? –los miró insistente, y Peter comenzó a temblar lloriqueando–. Espero no tener que volver a encontraros merodeando por ahí, ¿me habéis escuchado? –les dirigió una mirada fría y rápida–. Por esta vez pase, pero los alumnos de la escuela no pueden pasear tranquilamente por el castillo de noche –y señaló la ventana con la varita, donde todo se había quedado sumergido en la más temible oscuridad–; no querréis que le quite puntos a vuestra casa, ¿verdad? –y adoptando una tierna sonrisa–. Ahora me haréis caso y os iréis a la cama. ¡Buenas noches! –cuando se marchaban, se volvió y añadió:– ¡Ah! Y no os preocupéis por el señor Lupin. –Y sonriendo:– Seguro que sus padres lo han retenido unos días con ellos ya que el director lo ha dejado salir... No tiene importancia –y se marchó a paso ligero.

Peter temblaba de miedo.

–¿Qué te pasa, Pet? –preguntó Sirius malévolo.

–Nada... –respondió inseguro–, pero... como nos ha reñido y eso.

–¡Vas a tener que demostrar más valor si quieres pertenecer a nuestro grupo! –agregó Sirius asintiendo vehemente y sin sonreír, aunque al girarse hacia James produjo una grotesca mueca de burla.

Peter anduvo feliz hasta el retrato de la Dama Gorda, pensando en que quizá podría hacerse amigo de aquellos dos divertidos compañeros suyos. Aquella idea parecía estupenda, y se esforzaría en conseguirlo, en conseguir tener dos amigos fuertes, simpáticos y decididos que lo ayudasen a librarse de las burlas de algunos al entrar en el Gran Comedor.

–¿Santo y seña? –preguntó la mujer del retrato.

–Paraíso de licántropos –apuntó James con indiferencia, y el cuadro dejó paso a una abertura en la pared por la cual penetraron a la sala común de Gryffindor, extrañamente vacía y con el fuego incluso apagado. Sólo el contorno de la redonda figura de la luna llena se dibujaba en la ventana, penetrando a través de ella e iluminando la estancia con una gélida luz blanquecina.

Un aullido se escuchó desde la sala común, porque la ventana estaba abierta y entraba por ella una brisa constante. Los tres chicos intercambiaron extrañas miradas de pánico y Sirius se adelantó para cerrarla.

Pero aquél no era Remus. Éste estaba muy lejos, bastante del castillo como para que sus compañeros de clase y dormitorio lo hubiesen oído; se encontraba en Hogsmeade, en la Casa de los Gritos, donde no sería peligroso para nadie. Allí, cuando la luna comenzó a brillar la noche anterior, Remus perdió la conciencia de su persona; olvidó incluso hasta su propio nombre. Ya tan sólo podía pensar en comer... Cuando con indudables alaridos de dolor y sufrimiento su piel comenzó a vibrar y a desgarrarse, y su mandíbula aumentó hasta surgir un hocico protuberante, ya no existía Remus Julius Lupin... La luna llena, su más terrible pesadilla, lo había engullido; lo había devorado con la misma indiferencia con que Remus se habría tragado a alguno de sus nuevos compañeros, sin que entonces sintiese el más mínimo remordimiento.

Las horas pasaron lentas para Remus, quien se debatía en aquella casa cochambrosa abatido, insufrible. Paseaba de un lado a otro, gritando y aullando, desgarrando la pintura de la pared. Pero los efectos desaparecieron, como era costumbre, cuando la luna llena, el último minuto de luna llena, ésta desapareció en el horizonte, dando paso lentamente al amanecer.

Remus había quedado débil, postrado en el suelo desnudo, con los harapos en que había quedado convertida su túnica junto a sí; en su casa nunca había tenido tanto espacio para moverse libremente, y así, desquiciado, sólo se golpeaba a sí mismo; se hirió hasta quedar convertido en un despojo humano.

Consiguió levantarse al cabo de unas reconfortantes horas de ajetreado sueño, en el que le atacó una pesadilla: él, transmutado en licántropo, se escapaba de la Casa de los Gritos y corría en dirección al castillo, donde devoraba a todo aquél que se encontraba a su paso; cuando iba a arrancarle a Dumbledore la cabeza, se despertó, bañado en sudor.

Miró con desilusión la túnica: estaba hecha pedazos. Aun así, era lo único que tenía y se la puso lo mejor que pudo, echándose por encima algunos pedazos para quedar al menos decoroso. Así, y cojo, pues tenía malherida una de sus piernas, avanzó a lo largo del túnel secreto del sauce boxeador, en regreso al castillo. Se palpó los dientes: tenía la boca ensangrentada. Sin duda, aquélla había sido la peor transformación de su vida.

Cuando llegó al final del pasadizo, se apresuró a apretar el nudo de detrás del inquieto árbol, el cual ya se lanzaba sobre el joven mago impetuoso. Alzó la mirada del suelo para ver el castillo, pero ante sí descubrió unos penetrantes ojos oscuros, que lo observaban desde una prudencial distancia con avidez. Remus no sabía qué hacer o decir; estaba cubierto con harapos, acababa de ser visto saliendo de su pasadizo secreto y, si todo aquello pudiera parecer poco, a la persona que lo observaba le había mostrado, sin querer, cómo se podía detener momentáneamente a aquel dichoso árbol. La chica lo seguía mirando: una niña alta, de su misma ead aproximadamente, que tenía el pelo negro a la altura de los hombros.

–¿Quién eres tú? –se atrevió a preguntar por fin Remus, mirándola con un gesto que combinaba la sorpresa y el temor.

–Me llamo Helen Nicked, de Ravenclaw –dijo la chica resuelta, acercándose al muchacho y extendiéndole una pálida mano que Remus soslayó.

–Tenemos que alejarnos del árbol –apuntó el chico–. Pronto volverá a estar igual de violento que antes –aseguró.

Se produjo un frío silencio entre ambos, en el cual la chica sonreía mientras se frotaba las manos con impaciencia y Remus la observaba con pavor.

–¿Por qué estabas observando el árbol? –preguntó Remus mirándola con descaro.

–¡Oh! ¡No! –exclamó la chica riendo–. No estaba mirando el árbol. Te estaba esperando aparecer a ti...

–¿A mí? –preguntó Remus señalándose con un tembloroso dedo índice–. ¿Cómo podías saber que... bueno, que...?

–¡Instinto! –respondió con una débil sonrisa Helen–. ¿Qué hacías ahí?

–¡Eso no te importa a ti! –replicó Remus de malos modos, queriéndose zafar de aquella chica.

–¡Oh, lo siento! –se disculpó ella, y Remus, mirándola, se sintió mal de pronto por haberle gritado–. No debería haberme inmiscuido, pero... ¡Tenía ganas de conocerte, tan sólo era eso! ¿Sabes? –cambiando el tono de voz–. Soy de primero, también. Estaba en la Selección, iba contigo, ¿te acuerdas? –Remus de pronto pareció recordar, como si hubiera pasado hacía mucho tiempo, unos ojos igualmente de enigmáticos como aquellos, que lo observaban tediosamente durante su selección–. A ti te pusieron el sombrero primero... ¡A mí me hubiera gustado caer en Gryffindor también!, pero eso no lo sabía, y caí en Ravenclaw... Está bien, no me puedo quejar.

Remus la dejó que hablara sin interrumpirla. Después, intentando no parecer grosero, le preguntó:

–¿Cómo sabías que iba a salir de ahí? –señalando al sauce boxeador.

–Ya te ha dicho que ha sido instinto... –dijo como sin darle importancia.

–¡Mira!, eso es muy grave –replicó él poniéndose nervioso–. Quiero que me digas qué es lo que sabes.

–Ahora mismo poco –aseguró ella escudriñándole el rostro–. Tu mirada me dice que eres una buena persona, algo madura para tu edad...

–¿Como tú? –preguntó Remus estúpidamente.

Helen sonrió.

–Déjalo, Remus, no es momento –resolvió ella resuelta.

–¿Cómo sabes mi nombre? –preguntó ofuscado.

Ella lo miró extrañada, como si de pronto se le acabase de romper una burbuja en el estómago.

–Estábamos todos en la selección –contestó serenamente.

–Pero ¿qué más sabes? –preguntó él ansioso–. ¿Acaso sabes lo que soy?

–Sí, un chico de lo más gracioso –respondió ella riendo–. Si te refieres a si sé por qué has salido de ahí –señalando el sauce boxeador, que ya mostraba sus ramas amenazante–, ¡no tengo ni idea! Esperaba que tú me lo explicases.

–Pero ¿cómo sabías que estaba ahí? –preguntó Remus desquiciado–. ¿Cómo podías saberlo? ¿Te lo ha dicho Dumbledore?

–No –respondió Helen lacónica–. Lo soñé anoche... Bueno, en realidad, llevo soñando contigo todo el verano...

–¿Qué hace usted aquí? –preguntó una severa voz a sus espaldas–. ¡Señorita Nicked! ¡Por las barbas de Merlín! ¿Se puede saber qué demonios hace usted ahí? –era la señora Pomfrey, con los ojos desorbitados–. ¿Acaso le ha dicho usted algo, Lupin? –éste se encogió de hombros, asustado; era la primera vez que veía a la enfermera. Si siempre era así, prefería cuidarse él mismo–. Entonces, no comprendo, la verdad... Informaré de esto al profesor Dumbledore, no le quepa duda. Y ahora, ¿a qué espera? ¡No se supone que debería estar desayunando con sus compañeros! ¡Vamos! –y Helen salió corriendo. Entonces la atención de la enfermera se centró en Remus–. ¡Madre del amor hermoso! ¡Pero cómo has quedado! Te duele mucho, ¿verdad? –Remus asintió–. Vamos a la enfermería, ¡rápido! Hay que curarte algunas feas heridas... No tardaré mucho. Media hora ¡y como nuevo! Pero como te ha quedado la túnica... –llevándose una mano a la boca–. La próxima vez te daré un batín... ¡Tengo tantos...! El Ministerio manda todos los años un buen puñado, ¡en lugar de preocuparse por el jugo de mantícora en almíbar o los antídotos contra las mordeduras de serpientes! –se detuvo con el ceño fruncido–. A todo esto, ¿qué hacía la señorita Nicked hablando contigo ahí, eh? –le inquirió con una mirada indagadora.

Remus, escaso en palabras, se encogió de hombros. Continuó mirando a aquella chica misteriosa hasta que se perdió de vista accediendo por las anchas puertas al vestíbulo del castillo, mientras corría. Allí permaneció unos instantes, recuperando el aliento después de la intensa carrera.

–¿Qué te pasa? –le preguntó Alison, una compañera suya de Ravenclaw.

–¿Por qué me preguntas si no te caigo bien, eh? –le espetó furiosa Helen.

Y Alison se marchó confusa, pero altanera.

Cuando por fin recuperó el aliento, entró en el Gran Comedor, donde se sentó en su mesa en un asiento retirado y comió en silencio. Nadie le hablaba, nadie reparaba en ella; era un asiento más ocupado en los tantos que había en la mesa. Cuando se terminó un par de tostadas y bebió un par de sorbos a su zumo de calabaza, salió del Gran Comedor, dispuesta a ir a recoger sus cosas a su dormitorio para poder ir a clase.

Llegó a la sala común, rematada con una bóveda en la que una increíble águila batía sus alas al fresco. Aunque sabía bien a qué había venido, se detuvo en el tablón de anuncios y leyó el siguiente mensaje:

CLUB DE ADIVINACI"N

¿Crees poseer un don especial para la clarividencia? Si es así, ¿por qué no te presentas al Club de Adivinación?

Primera sesión: 19.00 horas del 15 de septiembre

Lugar: Clase de Adivinación, cedida amablemente por la profesora Phoebe Hallywell.

Salió en dirección sus clases, sin acordarse más de aquel anuncio que había leído; sólo lo recordó de pronto, la mañana del 15 de septiembre, cuando estaba apaciblemente desayunando en el Gran Comedor.

Se propuso ir. Quizá conociera a alguien interesante, mirando a su alrededor, y aquello de conocer a alguien no era una mala perspectiva.

A las siete en punto la trampilla descendió y se transformó en una escalera que desembocaba junto a sus pies, la cual ascendió Helen con determinación. Estaba sola, aún no había llegado nadie, con lo que se sentó en uno de aquellos asientos y aguardó a los demás mirando con curiosidad todo cuanto había a su alrededor.

"Quizás no vaya a venir nadie", pensó con amargura. Pero se equivocaba, pues justo en ese preciso instante la trampilla, que Helen había decidido cerrar, volvió a abrirse por arte de magia y por ella ascendieron tres chicas que reían soñadoras. Las tres miraron a Helen con avidez, escudriñándola con descarada curiosidad, y, seguidamente, se sentaron a la misma mesa que ella.

–¿Qué tal? –le preguntaron sonriendo hipócritamente.

–Bien... –contestó Helen esbozando una tímida sonrisa.

–¡Bienvenidas a todas al Club de Adivinación! –dijo una de pronto, pegando un brinco Helen al no esperárselo–. Me llamo Sybill Trelawney, que, por si no lo sabéis –sonriendo con desparpajo–, soy descendiente de Cassandra Trelawney, una adivina de muchísimo prestigio que...

–Sí, la conocemos –la espetó resuelta la que estaba sentada a la derecha de Helen, sin mirar a Sybill a la cara.

–Perfecto –dijo ésta fríamente–. Bueno, ¿y las presentaciones?

–Yo soy Sally –respondió la que estaba a la izquierda de Helen, sonriendo embelesada–, una Gryffindor... Y si me permitís la ocurrencia, ¡este club es total!

–Yo... –comenzó la que estaba a la derecha de Helen, con aspecto trémulo– soy Amy, una Hufflepuff –mirando sólo a Helen y Sally–. Ya conozco a Sybill –sonriéndole–, ¡quien me va a enseñar a utilizar el tarot! –y pegó un leve gritito emocionada.

Helen levantó una ceja con expresión estúpida:

–Pues yo soy Helen –explicó con voz inexpresiva–, una Ravenclaw... ¡Vaya, parece que no hay Slytherins aquí!, ¿no? –mencionó por decir algo, porque las tres se la habían quedado escudriñando. Les había querido decir: "¿Qué miráis, harpías? ¿Tengo un duende en la cara?"

–Bueno –volvió a tomar la palabra Sybill después de mirar a Helen con aspecto anonadado–, supongo que tendríamos que escoger una encargada del club o algo, ¿no? Bien, ¡seré yo! –pronunció sin más–. Yo he creado este club, así que espero que no tengáis en eso inconvenientes... –Sally y Amy se apresuraron a negar con la cabeza, y Helen miró tanto a una como a otra con ganas de pegarle una colleja a cada una–. Y ahora, me gustaría que explicaseis cuál ha sido la motivación para apuntaros a este club...

Pero ninguna respondió, porque la trampilla se abrió por tercera vez aquella tarde. Sybill abrió mucho los ojos, diciendo en voz baja, pero suficientemente audible: "¡Pero si no esperaba a nadie más!" Quien apareció era alta, delgada, con el pelo corto, ojos cremosos y una sonrisa estampada como por cirugía: la profesora de Adivinación, Phoebe Hallywell.

–¡Oh, no me lo puedo creer! –exclamó Sybill llevándose una mano a la boca–. ¡Es usted, señorita Hallywell! Ni se imagina las ganas que tenía de conocerla...

–Me alegro de oír eso –sonrió Phoebe, echando de inmediato un vistazo a la vacía clase–. Cada día hay más animación por la Adivinación... –ironizó–; y ningún chico... –hizo una mueca de dolor (¡saltacunas!)–. Pero, bueno... En fin...

–Sepa, señorita Hallywell –prosiguió Sybill–, que para mí este colegio no tendrá sentido hasta que llegue tercero y podamos escoger su asignatura. ¡Lo demás no tiene sentido si no existe la Adivinación!

–¿Y qué hay de Defensa contra las Artes Oscuras? –susurró Helen reprimiendo un grito.

–¡Agáchate! –gritó Phoebe, y le pegó un tirón de pelos a Sybill y un empujón tirándola por tierra–. ¡Vosotras, al suelo! –dirigiéndose al grupito de la mesa; Helen se giró un instante y vio un hombre calvo detrás de un armario con una bola azulada en su mano derecha–. ¡Chris! ¡Chris! –chillaba–. ¡Mierda! ¡Sólo vienes cuando te llamo en la cama y con la lencería puesta! –se quejó–. Deteniéndose, invocó:

–En esta hora y en este momento, yo, demonio, te quiero muerto.

Y el demonio se esfumó en una explosión de fuego, dejando un puñado de cenizas esparcidas al final de la clase.

–¡No hay quien se resista a una Embrujada "lista"! (Nota de autor: me limito a transcribir la conversación de la susodicha bruja; no comparto la misma opinión) –pero de pronto otro movimiento alertó a la bruja adulta, quien, con un grito, espetó a las chicas a que no se levantaran–. ¡Hay otro! –lo miró con el entrecejo fruncido–. ¡Y, OH, qué bueno está...!

Pero no se detuvo a observarlo más, porque éste la atacaba. Le lanzó una bola de energía, pero Phoebe levitó a tiempo y chocó contra la pizarra. Le lanzó una más y Phoebe le pegó una patada en el aire y marcó un tanto para Hufflepuff en el campo de quidditch. Viendo que aquello era inútil, el demonio se sacó del interior de la chaqueta un largo cuchillo. Phoebe se asustó, y cayó del aire produciendo un gran estrépito; comenzó a palparse buscando su varita.

–¡Aquí está! –dijo al fin–. ¡Oh, no, es mi masturbador!

El demonio se abalanzó sobre ella, esgrimiendo el cuchillo, y Phoebe levitó en el aire una segunda vez y, tipo Trinity, le pegó una patada con la que lo lanzó hasta el fondo de la clase, habiendo salido el cuchillo disparado dando vueltas en el aire. Phoebe lo cogió y lanzándoselo, lo mató, evaporándose en el infierno de la misma forma que lo había hecho el anterior.

–¡Qué pena! –dijo triste, poniendo morritos–. Gracias a mi poder empático, me he dado cuenta de que en el último segundo se había enamorado de mí –cogió el cuchillo que había quedado clavado en la pared, donde antes había estado el demonio, y observando que tenía la hoja bien manchada de sangre, dirigiéndose a las chicas, que se levantaban dudosas, les dijo:– Bueno, me tengo que ir... ¡Tengo que resucitar a... un amigo!

Phoebe salió de la clase con un contoneo exagerado de caderas.

–Bueno... –pronunció Sybill tartamudeando–. Creo que por hoy ya hemos acabado...

Pero cuando estuvo más tranquila, Helen pudo oírla al bajar por la escalera de caracol muy contenta decir:

–¡Es una bruja fantástica! ¡No ha tenido que usar la varita ni nada! Además escribe una columna en Corazón de bruja que tiene mucho éxito.

Helen bajó al Gran Comedor con algunos libros cogidos entre sus manos, y andaba algo despistada, porque no hacía más que repetir en su cabeza las palabras de aquella pesada de Sybill y las risas de su coro de gilipollas.

Con aspecto airado, casi furibunda de sólo recordarlas, cruzó las puertas, y alguien la empujó, haciéndola caer al suelo y derramar en torno sus libros.

–¡Oh, perdona! –se disculpó Remus–. No miraba por dónde iba... ¡y me he topado con...! ¡Pero si eres tú! –saltó con un deje borde impregnado en la voz.

–Sí, soy yo –levantándose sola sin que el otro hiciera ni un intento por ayudarla a ella o siquiera a recoger los libros–. ¡Qué caballerosos sois últimamente los chicos! –dijo de mal humor.

–¿Qué? –preguntó Remus despistado: Sirius y James le estaban llamando la atención. "¡Ya estás ligando!, ¿eh?", fueron los gritos de James; "carne de moza, ¡pa' la carroza!" le espetaba Sirius llamando la atención de todo el Gran Comedor.

–Creo que tus amigos te llaman... –comentó Helen airosa, y se fue corriendo.

Remus se sentó junto a sus amigos, y Peter, que estaba a su lado, le echó un brazo tímido por encima del hombro.

–¡Para la carroza! –repitió estúpidamente las palabras de Sirius, quien lo fulminó con la mirada por emplear un chiste suyo. Mientras Sirius lo amenazaba, James le preguntó:

–¿Quién era, eh? –con tono burlón–. Estás hecho todo un amateur en esto de las chicas...

–¿Me decías? –se volvió de pronto Sirius, creyendo que le hablaba.

–¡No era a ti! –bromeó Longbottom al otro lado, riendo fuerte.

–Es una entrometida... –musitó Remus, y como los cuatro se lo quedaron mirando, agregó sonriendo falsamente:– ¡No sé quién es!

–¿Una entrometida? –preguntó Sirius adoptando voz de catedrático–. ¡Chico!, voy a tener que darte unas cuantas clases sobre féminas, si no quieres, ya sabes... ¡Meter la pata! Mira, hay varios tipos de mujeres –explicó.

–¿Sí? –preguntó Remus hincando su cubierto en el pudín con desgana, mientras James escuchaba con mucha atención a su amigo.

–Sí. En lo más bajo de la cadena sexual están las repugnantes, desastrosas y feas... –en voz queda–. ¡Aquéllas que sólo podrían acabar con Peter!

Éste lo miró con desprecio, imitando a Lupin prestándole más atención a su pudin.

–Luego están las que superan a ésas... –prosiguió Sirius, dándoselas de entendido–, pero que aún no nos llegan ni a la punta de la suela de los zapatos. ¡Ésas son las llamadas "esclavas"! Dios las tenga en su gloria... –bromeó.

Lupin lo miró un instante, incrédulo, y después volvió a prestar atención a su pudín, esperando que éste pudiera decir algo más interesante que su amigo.

–Y luego están las demás –concluyó–. Ésas se reparten por el mundo como bien pueden... Bueno, lo cierto es que las hay a patadas. Levantas una piedra y ¿qué encuentras? ¿Duendes, basiliscos? ¡Mujeres, Remus, mujeres! Las mujeres del tercer nivel, el más alto... –sonrió–. ¡Ésas están destinadas para los que no son... como Peter! –arguyó–. Ésas son las guapas, las listas, las simpáticas... En definitiva, las únicas que merecen la pena, y –poniendo mucho énfasis y llamando la atención de su amigo– las que tienes que conseguir, Remus –rió–. Veamos, resumiendo: las de abajo son las mujeres–Peter, ¡ni te acerques!; las intermedias son las esclavas, algo así como... ¡mi madre, que es una vieja arpía!; y por último las mujeres como... ¡Lily! –señalando a una compañera Gryffindor que estaba a unos asientos de él y que lo miraba anonadada.

–Bonita teoría... –sonrió hipócritamente a Sirius ésta y se volvió para seguir charlando con su compañera.

Sirius le guiñó un ojo a Remus, quien lo miraba frunciendo el ceño:

–¿A qué no sabéis quién duerme acompañado esta noche? –hizo una mueca desagradable–. ¡El menda! –y señaló a Lily con descaro –James rió a mandíbula batiente.

–¿En serio? –preguntó Peter.

Remus le dio una colleja, y ninguno volvió a levantar ya la vista de su plato de puré de patatas.