CAPÍTULO IV (HOGWARTS: SEGUNDA PARTE – CONVERSACIONES)
Muchos días sucedieron a aquella noche en la que Remus se percató de lo poco agradable que le resultaba aquella chica, Helen Nicked. Incluso hubo de pasar por otra de aquellas transformaciones que detenían su vida una vez al mes ("Mi madre se ha puesto enferma", se excusó ante sus compañeros).
Lo cierto es que, después de toda aquella tensión, estaba deseando la llegada del fin de semana, y cuando éste llegó no le pareció que fuese a ser muy distinto al resto de los días, a excepción de las clases, a las que no tenían que acudir.
Remus se había sobresaltado muy temprano y desde ese momento no pudo volver a conciliar el sueño. Se quedó recostado en su cama con doseles, observando cómo lentamente el cielo que se podía ver desde la ventana del dormitorio se iba tiñendo del rojo del amanecer. Pronto saldría el sol...
Una lechuza aterrizó en el instante en que observaba por la ventana en el alfeizar de la misma. Comenzó a dar picotazos en el cristal, mirando a Remus con sus ojos ambarinos bien abiertos y mostrando cortés un trozo de pergamino que tenía atado a su pata.
Remus se apresuró a abrir la ventana y a tomar la carta; la lechuza salió volando inmediatamente y Remus se sentó en el borde de la cama para leer la carta, que, para su sorpresa, tenía estampado el sello de Hogwarts. Cuando la abrió, no obstante, no tuvo tiempo a preocuparse en exceso porque vio de inmediato la grata y cálida caligrafía de Dumbledore. Le había enviado una breve carta y un mapa de una planta del colegio con una cruz marcada en tinta rojo en el medio.
Querido Remus:
Esperaba que mostrases interés por visitarme de vez en cuando, aunque quizá no lo hayas hecho porque me creas demasiado ocupado. En tal caso, me alegra el decirte que siempre podré sacar unos minutos para mi alumno favorito.
Te adjunto un mapa con la situación de mi despacho. Una vez te encuentres ante la gárgola, di "Pastel de calabazas" (te suplico que no reveles mi contraseña a nadie más).
Albus DumbledoreRemus decidió aprenderse de memoria la contraseña, que casualmente era el postre favorito de Dumbledore, según tenía entendido, porque siempre que había ido a su casa, su madre se había esmerado en hacer uno, y arrojar la carta al fuego para que nadie pudiese encontrarla por casualidad. El mapa, por su parte, se lo guardó en el bolsillo de la túnica; supuso que después de encontrar el despacho, ya no le haría más falta y también podría tirarlo.
Miró a su alrededor, deprimido, comprobando que los primeros rayos de sol, tímidos, acariciaban los rostros de James y Peter, mientras Sirius roncaba débilmente sumergido en la oscuridad.
Decidió salir a dar un paseo, con lo que se puso la túnica y atravesó la sala común, vacía, hasta el retrato de la Señora Gorda, quien le dio los buenos días con un estertóreo bostezo. Recorrió sin vacilación los corredores hasta que llegó a las escaleras de mármol que conducen al vestíbulo. Allí se encontró con alguien que no esperaba; no había vuelto a mediar palabra con ella desde la conversación que tuvo en el Gran Comedor: Helen Nicked. La había visto sólo durante las comidas, sola en la mesa, sin hablar con nadie, y un asomo de melancolía paseó por su rostro, invitándole a espetarla:
–¡Eh! ¡Espera!
Helen se volvió de un respingo. Tenía un pequeño gato negro maullando entre sus brazos. Remus bajó corriendo hasta donde ella estaba, intentando apartar de su mente la incipiente idea de que quizá ella había vuelto a perseguirlo. Pero no, ciertamente parecía asombrada de encontrarlo por allí tan temprano.
–Creía que era sólo yo la que paseaba por el castillo recién amanecido –dijo Helen sonriendo a medias.
–No podía dormir –explicó él escuetamente, y se callaron.
–Hoy no están tus amigos... –apuntó Helen.
–Bueno, sí... Quiero decir no... –se excusó Remus–. Ellos son un poco... ¡especiales!
Helen sonrió.
–Lo siento –agregó tímida la chica–. Fui un poco burda la última vez que hablamos...
–¡Oh, no! –exclamó él–. ¡El que debe disculparse soy yo! Lo siento... –se disculpó también–. ¡Pero es que me desconcertó tanto verte al salir por el sauce boxeador...! Debería haber sido un poco... Un poco... Un poco menos. ¡Ya sabes! –atajó.
Helen volvió a sonreír. Se produjo un tenso silencio entre ambos, roto sólo en el momento en que la chica, por decir algo, le preguntó:
–Bueno, ¿y qué te tal te va en la escuela?
–¡Oh, bien! –respondió escaso en palabras Remus–. Bastante bien.
–¿Tus padres son... magos?
–¿Cómo? –preguntó enfático Remus–. ¡Ah, sí, claro!... ¿Y tú? –viendo que la chica lo miraba con las cejas enarcadas.
–A medias –contestó ella resuelta–. Mi madre es bruja; mi padre, muggle. Pero a él le gusta todo lo que tenga que ver con la magia desde que conoce a mi madre. ¡Se puso muy emocionado cuando supo que yo también iba a venir a Hogwarts!
–¿Ah, sí? –sonrió Remus, sin saber qué decir.
–¿Y cuál es tu clase favorita? –le interrogó Helen, temiendo que volviese a cubrirlos el silencio.
–Mmm... Defensa contra las Artes Oscuras, supongo –respondió después de pensarlo–. Es muy interesante, ¿no crees? –le preguntó a su vez–. Aunque primero es muy aburrido, me han dicho; ¡no haremos nada que valga la pena hasta tercero!
Helen se encogió de hombros, se agachó un momento a recoger una piedra y la tiró en el lago con tal pericia que ésta pegó unos cuantos saltos sobre la superficie del agua antes de sumergirse:
–Sin embargo, la profesora... –replicó ella con gesto fruncido–. No parece muy competente, ¿no crees? –Remus asintió, pero sólo por complacerla–. Además, me he enterado de que los de cursos superiores la apodan Paige–Paja, porque cada vez que salen de su clase –hizo un grosero gesto– ¡lo hacen empalmados! A mí Paige Hallywell me parece un poco... ¡pava! –concluyó.
–Quizás –musitó Remus encogiéndose de hombros–. Pero su capacidad innata de realizar el encantamiento convocador le es muy útil, ¿verdad? –elevando el tono lleno de emoción–. Yo no tengo ninguna capacidad mágica...
–Su hermana también tiene poderes: levita y tiene poderes empáticos, o algo así... –corroboró Helen.
–¿Su hermana? –preguntó Remus.
–¡Oh, sí! –explicó la chica emocionada–. Es la profesora de Adivinación. El otro día, mientras estaba en una de las sesiones del Club de Adivinación, mientras estaba ella, la atacaron dos demonios y salió ilesa después de...
–¿Dos demonios? –preguntó Remus sin comprender–. ¿Qué es un demonio?
–¡Oh! Es una criatura tenebrosa de nivel máximo –le explicó ella–. Tienen el poder de hacer aparecer bolas de energía y son muy peligrosos.
–Ah... Y ¿cómo lo sabías? –le inquirió–. Lo qué es un demonio, me refiero.
El rostro de Helen se frunció de pronto.
–Cuando tenía diez años, una noche soñé que cinco demonios atacaban a mi abuelo –y bajando el tono hasta convertirlo en lúgubre–. A la mañana siguiente apareció muerto en el granero... Fue un día muy extraño.
Remus quedó consternado ante aquella confesión. Se la quedó mirando horrorizado, pero ella no se dio cuenta porque miraba lastimeramente el suelo.
–¿Ves el futuro? –preguntó Remus en voz baja.
–¡Oh, sí, a veces! –respondió ella sin darle importancia–. Es como... una especie de don. Aunque no es muy divertido...
–¿Por qué? –quiso saber él.
–Es aburrido –dijo ella con un deje de tristeza en su voz–. Hay muchas cosas que no te sorprenden cuando pasan... ¡Y otras veces tampoco puedes hacer nada para solucionar lo que has visto!, como cuando mi abuelo... ¡Pero eso da igual!, ¿sabes? Mi madre dice que es un don del cielo y que debo aceptarlo y utilizarlo para cosas buenas.
Remus sonrió. Aquella chica también era un incomprendida, como él; podía ver cosas antes de que ocurriesen, podía leer en el interior de las personas. Quizás por ello no se juntaba con nadie... Entonces cayó en la cuenta:
–¡Por eso estabas en el sauce boxeador aquel día! –exclamó.
–¡Oh, sí! –admitió Helen azorada–. Como ya te dije, lo soñé...
Remus la miró con cara de espanto, pero pronto suavizó su expresión. ¿Qué pensaría ella si descubriese que él era un hombre lobo?
–Vaya... –comentó lacónico Remus, intentando aparentar que no le importaba demasiado–. Entonces, ¿no sabrás por casualidad por qué estaba en el sauce boxeador?
–Ya te dije que no –respondió ella con desgana–. Y no te voy a insistir para que me lo digas, porque tú no quieres...
Remus sonrió, satisfecho.
–Gracias –dijo.
–No hay de qué –sonrió también Helen–. Aunque espero que algún día estés preparado para contárselo a una buena amiga...
–Si llega ese momento –le guiñó un ojo–, sabré a quién decírselo.
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Remus Lupin, pese a su corta estancia en Hogwarts, ya sabía, gracias a los comentarios de compañeros mayores, cuál era el profesor más detestable: el de Pociones, el señor MacGregor. Normalmente era desagradable con todos sus alumnos, aunque por Remus parecía sentir una especial aversión. Sin embargo, el chico jamás hubiese pensado que el profesor le tuviese tanta manía. Sin lugar a dudas, el profesor esperaba a que Remus cometiera un error para desbordar toda su furia contra él, cosa que tuvo lugar en el día que paso a relatar:
El señor MacGregor, enfundado en su larga túnica negra, con las manos firmemente apretadas en su espalda, paseaba de un lado a otro de la oscura mazmorra observando con ojos iracundos los calderos hirvientes de sus alumnos. Los Gryffindors compartían aquella clase con Hufflepuff, dos casas por las que, aseguró el profesor, sentía un profundo desprecio.
–¡Señor Pettigrew! –lo taladró con su fulminante mirada–. ¡Eso debía ser líquido, y es espeso!
–Lo siento... –se disculpó Peter, pero de nada servía.
–¿Qué haces? –preguntó el señor MacGregor mirando hacia Remus con los ojos desorbitados. Se abalanzó sobre él con una precisión felina, ya que Remus se encontraba entre los últimos bancos de la mazmorra, y le dio un manotazo a Remus para que no echase al contenido del caldero el ingrediente que se disponía en ese momento a echar.
–Polvo de rata... ¡Polvo de rata! –vociferó–. ¿Estás loco? En la pizarra queda bastante expreso que el ingrediente es pelo... de... oído... de... dragón –dijo como si hablara con un niño–. ¿Me has entendido, niño? –y cogiendo la mochila de Remus con violencia la tiró hacia el fondo de la mazmorra, quebrándose al parecer un tarro de tinta, porque enseguida se comenzó a teñir de negro–. ¡Váyase hasta ahí, Lupin! –gritó, y elevando su varita hizo que la mesa y la silla también se colocasen al final de la clase–. No quiero que te cambies de sitio en lo que queda de... ¡nunca! –atajó–. Si veo que te aproximas, aunque sea sólo un milímetro, te expulsaré de mi clase... ¡para siempre! –Remus se sentó, con las orejas coloradas–. ¿No me respondes nada? –Remus agachó aún más la cabeza–. Hay que ser muy hombre para responderme a mí, ¿verdad? –en un principio se irguió como un pavo real, pavoneándose, pero inmediatamente se agachó para que sólo Remus pudiera oírlo–; y tú sólo eres la mitad, ¿no es así, o me equivoco, híbrido?
Remus alzó la vista en ese momento y le devolvió la mirada al señor MacGregor, cargado de furia. Estuvo tentado de responderle, pero se contuvo; por su parte el profesor no se contuvo. Aunque se alejó y volvió a pasear de un lado a otro en el otro extremo del aula, seguía murmurando cosas del tipo como:
–Una vergüenza, sí, ¡esto es una vergüenza! Si ya lo dije yo... ¡Traer un... un...! ¡Una vergüenza! ¡No me mires, Lupin! –apuntándolo con la varita–. ¡Tú, Sirius, deja de mirarlo o te castigaré! –paseando más furioso que nunca–. Hablar con esos modales a un profesor...
–Pero si no ha dicho nada... –dijo un chico de Hufflepuff con aspecto retraído.
–¡Cincuenta puntos menos para tu casa, mocoso! –gritó enojado–. ¡Y alégrate por que no son cien! –sonó en ese instante la campana que suponía el fin de la clase–. ¡Sí, ya podéis iros, mequetrefes, sabandijas! –les espetó mientras salían huyendo. El único que no corría era Lupin–. ¡No corráis así, que vais a volcar los calde...! ¡Tarde! ¡Señor Lovegood!, recoja todo esto si no quiere hacerme enfadar y, por supuesto, ¡ser castigado de inmediato! –volviéndose hacia Remus–. ¡Tú,... cosa, ven un momento! –Remus miró de soslayo a James y Sirius, quienes salieron del aula mirándolo con lástima–. Quiero decirte que... ¡Lovegood! –lo recriminó viendo que prestaba más atención a la conversación que a recoger–. Quería decir simplemente que yo no estaba de acuerdo con que... –miró de reojo a Lovegood–... alguien como tú, ya me entiendes, supongo, viniera a estudiar a Hogwarts... ¡Es denigrante! No sé qué pensarían los padres si supiesen... ¡esto!; bueno, sí lo sé, lo intuyo –mantuvo un prolongado silencio, tras el cual volvió a dirigir su mirada hacia el chico que recogía los restos del caldero; con aspecto apesadumbrado, levantó la varita y el desorden desapareció–. ¡Márchese, Lovegood! ¡Ahora, ya, ya, ya...! –lo siguió con gritos hasta que cerró la puerta con un estruendoso portazo–. Como iba diciendo, ¡ah, sí!, que te tengo asco, Lupin... Y haré lo que esté en mi mano, no te quepa duda, para que ésta sea la peor clase a la que hayas asistido en tu vida. En adelante, por supuesto, no quiero que hables mientras estés en estas mazmorras o, en su defecto, bajo mi presencia, ya que no quiero correr el riesgo de que se te escape un aullido; después, al amparo de... Dumbledore, puedes hacer lo que te dé la real gana, ¿entendido? ¿Me has entendido?
–Sí, señor... –respondió Lupin acongojado.
–¡No te he dicho que no hablases en mi presencia! –vociferó el profesor rechinando los dientes–. Y ahora... ¡largo!
Al salir de las mazmorras, en el corredor lo aguardaban Black, Potter, Pettigrew y Longbottom.
–Nunca lo he escuchado gritar tanto... –mencionó Sirius en una frase en la que no empleaba el chiste, la broma o la ironía, cosa rara en él.
–Estaba furioso –comentó Remus con las orejas encendidas y la cabeza baja.
–¡Por lo menos te tiene a ti más manía que a mí! –rió Peter.
Después gritó, porque la mano de James se había estampado en su nuca en lo que fue una memorable y sonora colleja, que despertó en todos una tímida sonrisa, incluso en Remus.
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Durante el desayuno, una diminuta lechuza descendió en picado hasta donde Remus estaba, untando mermelada de fresa sobre sus tostadas. Desenrolló el pergamino, en el que pudo leer las palabras: "No muerdo. ¿Vas a venir algún día a visitarme? Dumbledore".
–¿De quién es? –preguntó Peter curioso.
–De Dumbledore –contestó Remus–. Quiere que vaya a visitarlo a su despacho.
–¿Podemos ir? –probó Sirius socarrón–. Si le caigo bien, quizás les obligue a los demás profesores a aprobarme, ¿no creéis?
–No... –sonrió James–. Suspenderías igualmente... ¡No te he visto coger un libro desde que viniste!
–¡Ni yo a ti! –se defendió Sirius.
–¿Vas a ir? –se interesó Frank mientras los otros discutían, medio en broma, medio en serio.
–Sí, supongo, ¡claro! –acabó diciendo–. Tengo que ir... Tengo ganas de verlo. Aunque hoy no. No sé, cuando tenga tiempo, ya me pasaré.
Y eso no fue sino a la semana siguiente. Una mañana, camino de las mazmorras, Remus se encontró con Dumbledore, quien lo instó a que se parase un rato con él, pero Remus debió una vez más soslayar la invitación, porque si llegaba tarde, de seguro el señor MacGregor lo expulsaría definitivamente de su clase.
No obstante, caída la tarde, y una vez había hecho todos los deberes que entre la profesora McGonagall y el señor MacGregor le habían pedido, estando seguro de llevar consigo el mapa que le había enviado Dumbledore, se dispuso a llegar a su despacho. Hizo todo como aquél le había indicado: se detuvo ante la gárgola, pronunció la contraseña y, seguidamente, subió las escaleras de piedra móviles hasta encontrarse ante, lo que suponía, debía ser ya la puerta de su despacho. La abrió.
–¿...cree que Tom Ryd...? –era la voz de la profesora McGonagall–. ¡Lupin! –girándose hacia él. Entonces Remus se dio cuenta de que no había llamado siquiera a la puerta, imaginando que Dumbledore estaría solo, sentado detrás de su mesa de escritorio rellenando aburridos formularios–. Oh, Dumbledore, ¿no le habrá dado su contraseña a este chico? –preguntó y se quedó con los labios apretados–. ¡Es un alumno, al fin y al cabo!
–Y una especie de sobrino para mí –repuso Dumbledore con calma–. ¿No esperaría ciertamente, señorita McGonagall, que me limitaría a ver a mi querido Remus tan sólo en los pasillos o en el Gran Comedor? –sonreía–. La creía más perspicaz, profesora... –y borrando la sonrisa de su rostro–. Ahora, déjenos a solas, si no le importa, quisiera hablar con Remus... Sobre lo que estábamos hablando, bueno, eso, ¡ya no se puede hacer nada!
McGonagall, estirada, salió del despacho del director con una expresión de suficiencia extraña en ella. Antes de salir, apuntó:
–Llámeme a mi chimenea cuando hayan terminado. Yo también quisiera hablar con usted sobre esto que me ha comentado. Si está en lo cierto, ¡es algo verdaderamente grave!
–¡Oh, sí, sí, McGonagall, lo es! No dudaré en llamarla. Estará en su despacho, ¿me equivoco?
McGonagall asintió y cerró la puerta con delicadeza.
Dumbledore sonreía a Remus, aunque era una expresión que pretendía disimular una cortina de tristeza y melancolía que había nublado sus ojos.
–¿De qué hablabáis? –le preguntó resuelto Remus al director.
–¡Oh! –sonrió Dumbledore pronunciadamente–. Cosas de viejos, me temo –y levantándose de la silla en que estaba–. Aprovecha la inocencia de la juventud, Remus, ese dulce regalo... –Remus no lo comprendía, y Dumbledore, haciendo caso a su expresión, comenzó a explicar:– Nunca lo he entendido, Remus, pero unas personas nacen para hacer el bien y otras para el mal, y nada de eso se lleva en la sangre... ¡El mal es un instinto, un terrible instinto!
–¿A qué te refieres, Dumbledore? –indagó Remus curioso.
–A nada en especial –e intentó sonreír, pero no pudo–, ¡y a todo a la vez! Mira ese periódico –y le señaló un pergamino del diario El Profeta que había sobre el escritorio de su despacho– y comprobarás por qué estoy tan decepcionado con el mundo.
Remus, obediente, se apresuró a tomar el periódico y vio en la primera plana una gran foto de un mago que lo sonreía con benevolencia mientras en sus ojos se comprobaba un deje de melancolía. En grandes letras tipográficas, así rezaba el título: "¡Henry Castle, Ministro de Magia, ha sido asesinado!"
–Una triste noticia para nuestra comunidad... –se sentó Dumbledore apenado–. Yo conocía personalmente al ministro, un gran hombre, sí, señor. Algo testarudo, quizás, pero siempre quiso lo mejor para el mundo mágico y... ¡ya ves! Hoy están preparando su funeral...
–¿Cómo lo mataron? –preguntó Remus soltando El Profeta encima de la mesa.
Dumbledore se encogió de hombros:
–¡Es un misterio! –dijo–. Evidentemente, le hubieron de lanzar una maldición avada kedavra, pero aparte de eso, ¡nada más se sabe! Su elfo doméstico lo encontró esta mañana en el suelo de la sala de estar, muerto... Su mujer, que estaba fuera, llegó también esta mañana y la vio...
–¿Qué vio? –inquirió Remus, cada vez más ansioso por conocer todos aquellos detalles, ya que entre su grupo de amigos ninguno recibía el diario de los magos.
–Una señal terrible, Remus... –continuó explicando el profesor–. Por supuesto, El Profeta no se hace eco de estos hechos, pues no desea que se origine una oleada de pánico por una banda de magos asesinos que actúe despiadadamente; no es la primera vez que aparece sobre un tejado una calavera de cuya boca sale una serpiente, y en el interior de la casa se descubre a alguien asesinado... –hizo una breve pausa, durante la cual miró hacia la chimenea–. Yo sé lo de la marca porque la he visto esta mañana, cuando fui avisado por la señora Castle.
–¿Y qué van a hacer? –habló Remus.
–¿Los del Ministerio, te refieres? –preguntó a su vez Dumbledore, quien tomó aire mientras pensaba–. Nada, supongo, ¡o casi nada, que es lo mismo! De momento, se contentarán con escoger un nuevo ministro y demostrar al mundo mágico que están haciendo todos los esfuerzos del mundo por encontrar a los culpables. Pero no los encontrarán...
–¿Por qué no? –preguntó Remus desorientado–. Mi padre me dijo que en el Departamento de Seguridad Mágica...
–¡Remus! –lo interrumpió Dumbledore–. Esos magos están bien organizados, actúan con firmeza y su trabajo es tan limpio como terrible. ¿Dónde está la seguridad, entonces? Yo no la veo, y no es por meterte miedo, pero... ¡creo que no la veremos en mucho tiempo!
–¿Por qué dices eso? –le espetó el chico asustado.
–Cosas de viejo, como ya te dije –arguyó Dumbledore, volviendo a ponerse en pie–. ¡No me hagas caso, al menos no demasiado! –comentó–. Tú estás a salvo... ¡Todos estáis a salvo en Hogwarts!
–¿Estás seguro, Dumbledore? –preguntó Remus con voz desfallecida.
–¡Oh, no me cabe duda! –sentenció–. Y ahora... Lo siento, sé que he sido muy pesado con que vengas a verme, pero me parece que no has escogido un buen momento... Puedes venir cuando te plazca, pero ahora preferiría que te marchases; desearía comentarle un par de cosas a la profesora McGonagall y después tendré que arreglarme para el entierro del ministro.
Remus asintió, y descendiendo los escalones del despacho, agarró firmemente el picaporte de la puerta de salida.
–¡Ah! –se dio un golpe Dumbledore en la frente, acordándose de algo de pronto–. Me envío una lechuza tu madre, preguntándome si me importaba que viniese a visitarte.
–¿Y qué le dijiste? –preguntó Remus esbozando una sonrisa.
–Que eso sería para contigo favoritismo, pero que consentía... –repuso sonriente–. Pero tendrás que verla en mi despacho, y no contarle a nadie que vas a ver a tu madre, ¿quieres? Te parece bien el sábado que viene.
Remus sonrió satisfecho, y con un gesto de mano, se despidió. Salió del despacho y descendió por las escaleras móviles.
–¿De dónde sales? –preguntó Sirius, que pasaba junto con James y Peter por allí.
–¡Te estábamos buscando! –agregó James.
–Sí, eso... –sentenció Peter.
–Esto, yo... –se evadía Remus–. ¿Y Frank? ¿Vamos ya al Gran Comedor a cenar?
–Te hemos hecho una pregunta... –sonrío mordazmente Sirius.
–Sí, eso... –apuntó Peter.
–Bueno, es que... es que ¡he encontrado un pasadizo secreto! –que no quería revelar la ubicación del despacho del director.
–¿Un pasadizo secreto? –preguntó James con una estrecha sonrisa de emoción.
–¡Oh, sí! –mintió Remus–. Pero es muy peligroso... ¡Mañana buscaremos más! ¡A cenar!
Y los cuatro se perdieron por entre los corredores en dirección al Gran Comedor. Cuando por fin llegaron, despistados, hablando y sin ver mucho por dónde iban, James se chocó con un chico.
–¡Eh, mira por dónde vas! –repuso el chico, de pelo negro y piel blancuzca.
–¡Mira tú por dónde vas, enano! –salió en defensa de su amigo Sirius.
–Sirius Black... –repuso el otro con una gélida voz–. Vuelas como una niña...
Entonces todos cayeron en la cuenta de que aquel chico compartía con ellos la clase de vuelo.
–Y tú eres... –tratando de recordar–. ¡Ah, sí, Severus Snape! No vuelas mucho mejor... ¡No has conseguido levantar los pies del suelo ni una sola vez!
–¡Eso! –exclamó Peter escondido detrás de Remus.
Severus sonrió con malicia y parsimonia, pero de pronto, sobresaltando a los cuatro, sacó su varita:
–¡Cállate! –le espetó a Sirius apuntándole a la cara.
James, Remus y la temblorosa mano de Peter también sacaron sus varitas.
–¡Suelta tu varita, Snape! –le gritó James.
–Oblígame, idiota despeinado... ¡Y tú qué miras, idiota harapiento! –dirigiéndose a Remus; algunos chicos de la mesa próxima de Ravenclaw comenzaron a mirar con preocupación la escena, pero ninguno se interpuso–. El grupito Gryffindor ataca en manada... –Remus se guardó su varita y se alejó para sentarse a la mesa de su casa–. ¿Adónde vas, eh, tú? ¿Dónde se esconde la valentía ahora de vuestra casa?
De la varita de James salían chispas rojas.
–Deja de apuntarlo –le pidió Sirius a James serio.
–¡Oh!, ¿te quieres hacer el valiente? –sonrió irónicamente Severus.
–Snape... ¡Reza por no volverte a cruzar en nuestro camino! –le susurró Sirius, furioso, acercándose mucho al rostro narizudo de su contrincante.
–Tiemblo de miedo... –rió–. ¿Qué podéis hacerme cuatro patanes como vosotros?
–Más que un solo y desamparado chico de pelo grasiento y nariz como un pimiento –mencionó James guardando su varita porque se aproximaba un profesor.
–Sí, eso... –habló con la voz quebrada Peter.
Severus, sonriendo cabizbajo, guardó su varita y se dirigió a su mesa, donde se sentó solitario. Los otros tres se encaminaron hacia la de Gryffindor, y con aspecto alegre, Sirius exclamó:
–¡Le tenía ganas a ese idiota desde que lo vi!
