CAPÍTULO V (HOGWARTS: TERCERA PARTE – LA MARCA)

–¡Veamos! –hablaba Sirius en voz baja en la repleta sala común de la torre de su casa a James, Remus y Peter–. Severus sale de la clase de Aritmancia a las dos en punto, momento en el que nosotros podríamos...

–¿Cómo? –preguntó Remus boquiabierto–. ¿Ya estáis otra vez con las tonterías de gastarle una broma a Snape?

–Pues, claro –respondió Peter sonriendo a James y a Sirius.

–¡Esto es increíble! –repuso Remus con asombro–. Conmigo no contéis para eso... Tengo muchos deberes de Defensa contra las Artes Oscuras; el año pasado Paige nos mandaba muchos menos, ¿no os parece? –y volviéndose a ellos huraño–. Además, ¿no os parece ya excesivo lo que le habéis hecho al pobre?...

–¿Pobre? –saltó del sillón Sirius–. ¡Es un estúpido Slytherin, que se alegra de ser un sangre limpia! ¡Eso!: le podríamos contaminar la sangre con estiércol de dragón –propuso a los demás.

–¿Y eso a vosotros qué más os da? –preguntó Remus interrumpiendo los murmullos de lo otros dos–. ¡Ninguno de nosotros somos sangre sucia! ¿Por qué nos iba a molestar lo que él quiera pensar? Ya mismo son los exámenes... Deberías pensar un poco más en estudiar que en hacer el tonto...

–¡Mira quién lo dijo! –saltó Sirius–. ¡El que cada dos por tres se larga del colegio!

Remus lo observó expectante.

–¡Eso no tiene nada que ver! –repuso–. Pero, ¡bueno! ¡Yo no tengo que convenceros a vosotros de nada! –se explicó, como hablando para sí mismo–. Haced lo que queráis, pero como sigáis en esa actitud...

–¿Qué? –intervino James–. ¿Se lo dirás a McGonagall?

–No, sabes que no... –susurró Remus.

–¡Oh, vamos, Remus! –exclamó Sirius–. ¡No seas roña! Nos divertiremos.

–Perdona, si soy el único aquí que tiene sentido común, disculpadme –Peter se ofendió en silencio–, pero hoy, lo siento, pero no vais a contar conmigo.

–¡Oh, vamos, Remus! –probó James–. Snape es un niñato, igual de repelente con nosotros que contigo: ¿o acaso te has olvidado de sus constantes insultos hacia ti o de lo sonriente que se pone siempre que no te ve en el Gran Comedor, cuando te vas a no se sabe dónde?

–¿Y? –le inquirió enfadado Remus–. ¿No os parece a vosotros también suficiente el haberle lanzado en el baño, mientras estaba de espaldas, una cubeta llena de maleficios, o haberle hecho desaparecer la nariz, o el haberlo puesto en evidencia delante de toda la escuela en un par de ocasiones? ¿Cómo queréis que os reciba?; ¿con una sonrisa?

–No sería mala idea... –repuso Sirius, pero no siguió convenciendo a Remus porque sabía que, después de todo aquello, llevaba las de perder–. Ya vendrás con nosotros de nuevo.

–No creo... –aseguró mientras sacaba su libro de Defensa contra las Artes Oscuras, nivel tres.

–Es que tenemos visiones diferentes, Remus –bromeó James–. Mientras tú estudias la teoría, ¡nosotros practicamos con Severus!

Remus rió hipócritamente, y observando que el fuego se apagaba lentamente, arrojó a la chimenea el ejemplar de El Profeta que había sobre su mesa, aquél en el que se explicaba con todo lujo de detalles el ataque que había sufrido Flamel en su casa, saliendo de éste ileso.

–Vamos, Remus... –comenzó a hablar Peter.

–¡Cállate, Peter! –atajó Remus.

–Será mejor que nos vayamos a los dormitorios –apuntó Sirius con maldad–, antes de que venga volando una lechuza para traerle a Remus una insignia de prefecto por adelantado.

Y se esfumaron corriendo por las escaleras de piedra.

–Ya están otra vez con las suyas, ¿verdad? –preguntó Frank que acababa de entrar por el retrato.

–Ya lo creo... –contestó Remus con desgana–. Bueno, ¿qué? ¿Has estado con Alice?

–¡Oh, sí!

–¿Y cómo os ha ido? –se interesó Remus.

–Francamente, bien... –respondió–. Cada día me gusta más.

–¡Me alegro de eso! –exclamó Remus volviendo a prestar su atención en el pergamino sobre el que escribía–. Al menos alguien del dormitorio con el que puedes hablar con madurez...

Una lechuza surcó la sala común, penetrando por la ventana abierta, y, al parecer, sin poder evitarlo, arrojó un excremento sobre un chico de primero que la miró enfadado. Se detuvo en el hombro de Remus, escondiéndose la cabeza entre las plumas.

Era de su madre, y en ella le explicaba, de manera lacónica, que ella y su padre estaban pasando una mala temporada y que pensaban separarse, aprovechando de paso para sugerirle que fuese a Dumbledore a pedirle permiso para irlos a visitar un par de días.

–¿Malas noticias? –preguntó Frank interpretando el rostro de Lupin.

–Sí, eso parece... –le contestó alargándole el trozo de pergamino para que pudiera leerlo éste–. Lo peor de todo es que no me sorprende... Y no sé tampoco si me importa que mi madre se separe de mi padre... Creo que incluso le vendría mejor.

–Entonces, parece que no hay problema, ¿no? –sonrió tímidamente Longbottom.

–Ya veremos... –repuso Remus con melancolía–. Si alguien te pregunta por mí, he ido a ver a Dumbledore, ¿de acuerdo?

Frank asintió y Remus se marchó de la sala común, después de pedirle a su amigo que recogiera sus cosas por él, aceptando éste de buena gana.

Dumbledore lo invitó a tomar una taza de té, y después de escucharlo y leer con atención la breve nota que le había enviado su madre, dijo que tenía su permiso para irse de inmediato.

–¿De inmediato? –preguntó Remus.

Dumbledore le alargó una bolsa con polvos flu, invitándolo a que cogiese un pellizco señalando en dirección a la chimenea.

–¿Necesitarás algo de lo que hay en tu dormitorio? –preguntó el director.

–No, creo –trató de pensar Remus pero tenía el cerebro demasiado embotado.

Llamas verdes y cambio de escenario: la casa de los Lupin, más sucia que nunca. Remus apareció, manchada su túnica de hollín, y nadie parecía estar cerca.

–¡Mamá! ¡Papá! –llamó.

En vano.

–¿Hay alguien? –insistió.

–¡Ah!, estás aquí, ¿eh, mocoso? –apareció de pronto su padre de la cocina con una botella de cerveza de mantequilla en la mano–. ¿Qué quieres? –sentándose en el sofá.

Quería que le dijesen "¡Hola, hijo mío, cuánto tiempo sin verte! ¡Desde Pascua!, ya ves...", pero se le antojó que aquello era demasiado.

–¿Y mamá? –se interesó Remus.

–¿Tu madre? –preguntó a su vez el señor Lupin, dando un largo sorbo al cuello de la botella.

–¿Quién si no? –inquirió éste de mal humor.

–Ni idea, chico –respondió dándole otro largo sorbo–. Bueno, sí, me parece... Creo que fue a la tienda de telégrafos y a por unas cosas al supermercado. Y bueno... ¿qué haces tú aquí? –preguntó mirándolo de arriba abajo–. No se supone que deberías estar en Hogwarts, en donde te admitieron ¡por arte de magia! –y rió de su propio chiste.

–Sí –dijo su hijo escuetamente.

–Y ¿entonces? ¿Te han expulsado? –lo dijo como si le importase lo más mínimo.

–No, no es eso –respondió Remus inquieto.

–¿Qué es entonces? –perdiendo los estribos–. ¡Habla!, ¿quieres?

–Dumbledore me ha dejado que os haga una visita... –explicó el chico tambaleándose con los pies primero hacia delante y después hacia atrás.

–¿Ah, Dumbledore? –pronunció con un deje de desprecio en su voz el señor Lupin–. Cada vez tengo más asco a ese... ¡director de pacotilla! ¿Qué clase de director es aceptando a los nacidos de muggles, a los sangre mestiza y a... y a los híbridos, eh? Es un patán con...

–¡Remus! –gritó la señora Lupin desde la puerta–. ¡Qué pronto has venido!

La señora Lupin estaba mucho más enflaquecida que la última vez que la había visto, y tenía ojeras y arrugas en el rostro.

–¡Mamá! –abrazándola–. No te imaginas las ganas que tenía de verte...

–Dumbledore te ha dejado venir muy pronto... –le musitó al oído de su hijo–. Me dijo que si quería irme a su casa, si me separaba de Julius, que tan sólo tenía que pedírselo.

–¿Y qué harás? –preguntó Remus hablando igual de bajo.

–Esperar –dijo ella con melancolía.

–¿El qué? –preguntó él de nuevo.

–Me ayudarás a preparar la cena, ¿verdad, Remus, cariño? –elevando de nuevo el tono de voz ya que el señor Lupin miraba a la pareja con desconfianza–. Acompáñame a la cocina, cielo.

–¿Has traído los filetes de dragón que te he pedido? –inquirió el señor Lupin con voz grave, mientras su esposa, ignorándolo, entraba en la cocina acompañada de su hijo.

–Tu padre se cree que los regalan, o algo parecido –explotó enfadada la madre de Remus cuando se encontraban en la cocina, preparando la cena–. Son muy caros, ¡y escasos! A él le gustara la carne de dragón, ¡pero a mí no!

–¿Qué os pasa a vosotros dos? –interrogó Remus mientras troceaba el ajo.

–¡Oh, Remus! –dijo ella con los ojos vidriosos–. Ya sabes cómo es tu padre.

Pensó que su madre ya no tenía que añadir nada más.

–¡Es fastidioso, en serio! –agregó ella, en cambio, pues al parecer no había tenido con quien despotricar acerca de la conducta ignominiosa de su marido–. Cada vez es que como si yo importase menos, ¿sabes? No hace más que murmurar por lo bajo ¡y hasta frecuenta la taberna! Vuelve de ella a altas horas de la noche, Remus... y desde entonces, perdona que te diga, pero no es el mismo. ¡Es más vengativo que nunca! Incluso con... con los licántropos, Remus; incluso contigo. ¡Los llama híbridos! ¡Híbridos! Dice que deberían colgaros a todos... –y comenzó a llorar de pronto.

–Mamá... –la consoló su hijo–. ¡No llores! No vale la pena, no te has parado a pensar en que no vale la pena que llores por papá –ella lo miró enhiesta–. ¿Tú lo quieres? –ella negó con la cabeza–. Entonces, ¿a qué vienen esas lágrimas? ¡Sepárate de él y todo solucionado!

–Me ha dicho que si me separo... me matará... –comentó ella en voz baja y Remus quedó idiotizado.

–¿Qué? –dijo impulsivamente, decidido a salir al salón y pegarle un puñetazo a su padre hasta que se le saliese por la boca toda la cerveza de mantequilla que había tomado–. ¿Se lo has contado a Dumbledore? –ella negó de nuevo–. ¡Lo ves! Cuando se lo comentes a él, te dirá que te vayas de inmediato a su casa y demás. ¡Con él no tienes de qué preocuparte!

–Tienes razón... –sonrió su madre, aunque le seguía temblando la barbilla.

–¡Claro que la tengo! –dijo Remus–. Y ahora, sigamos con esto, ¡o esta noche no habrá nada para cenar!

A la mañana siguiente, Remus comprobó que el día había amanecido encapotado y lluvioso, triste y gris. Saludó a su madre imperioso y desayunó con ella en la estrecha mesa de la cocina.

–Tu padre sigue dormido –fue lo único que dijo ella mientras comían–. Anoche volvió a llegar tarde...

Remus ayudó a su madre a ordenar y limpiar la casa, mientras su padre, a su paso, lo desordenaba y ensuciaba todo de nuevo.

–¡Papá! –le espetaba su hijo.

–¿Qué? –gruñía él.

–Nada... –contestaba acobardado.

–Mocoso... –susurraba el otro, cuando de pronto ahogó un gemido y alzando más la voz, para que pudiese escucharlo su mujer, dijo:– Tengo que irme, es urgente. Ya volveré.

–¡Claro que volverás! –gritaba la señora Lupin cuando se hubo marchado–. ¡No puedo cambiar la cerradura, como hacen los muggles! Sencillo y eficaz...

Una lechuza entró volando por el salón, cuando Remus y su madre hablaban acerca de cuándo pensaba el chico regresar a la escuela. La lechuza se detuvo al alcance de Remus, quien le desprendió el pergamino en el que estaba escrito, con letra apresurada: "Remus Lupin. Su casa".

–¿De quién? –preguntó la señora Lupin.

–No sé... –respondió Remus nervioso, abriendo el papel.

Remus:

Soy Helen. Lo siento, pero tengo que ser concisa: debes marcharte de tu casa inmediatamente, porque he tenido un escalofrío al pensar en ti y he pensado que no corresponde que estés allí en este momento. Mis escalofríos son premonitorios, no te quepa duda.

P.D.: Soñé que te ibas a tu casa, por eso lo sé...

–¿De quién es? –se interesó de nuevo la señora Lupin.

–De... ¡Dumbledore! –mintió–. Me ha dicho que debería volver ya, que... como se acercan los exámenes y eso, que no debería estar tanto tiempo en casa, ¿entiendes?

–¡Ah! –una sombra de tristeza asomó por su rostro.

–Pero no te preocupes –siguió Remus, que se esforzaba por no plantearse el significado real que aquellas palabras de Helen podrían esconder–, ya mismo, como llegan las vacaciones, volveremos a vernos.

–Claro –sonrió ella melancólica–. Entonces, ¿te vas ya?

–¡Oh, sí! ¡De inmediato! –se apresuró a responder él.

–Pero ¿no te vas a despedir de tu padre? –preguntó ella.

–No, da igual –negó con la cabeza el chico–. A él le daría igual, ¿no? Espero verte pronto utilizando tu apellido de soltera... –rió–. Y si hace falta, ¡le solicitas asilo a Dumbledore!

La señora Lupin no dijo nada, tan sólo lo abrazó vehemente, como si con aquel abrazo quisiese corresponder a toda la gratitud que en aquel instante sentía.

–Al despacho de Dumbledore –pronunció Remus en el interior de la chimenea llena de verdes llamas que lo envolvían.

Y su madre desapareció, apareciendo ante sí la afilada cara del director de Hogwarts.

–¡Remus! ¡Qué sorpresa! –exclamó–. Pensaba que te había dado permiso para un par de días... ¿Qué te ha ocurrido?

–Me han pedido que regresase –explicó el chico con vaguedad mientras corría en dirección a la puerta–. Una pitonisa...

–Una vidente, querrás decir –lo corrigió Dumbledore–. ¿Quién?

–¡Tengo prisa! –y el chico salió corriendo, saltando los escalones de tres en tres hasta aterrizar justo al lado de la gárgola. Allí se detuvo un instante que aprovechó para pensar dónde estaría una Ravenclaw de tercer curso en aquel momento exacto, ya que él no se sabía su horario de memoria y sus conversaciones nunca se habían dirigido a las clases o la ubicación de la sala común de cada uno.

Echó a correr hacia el Gran Comedor, implorando que estuviese allí. Pero no estaba... Corrió por los terrenos aledaños del castillo, por las proximidades del lago, y tampoco... Entonces se le ocurrió, como si alguien que hubiese sentido su imperiosa preocupación por encontrarla se lo hubiese transmitido: Helen le había dicho que una vez a la semana tenía sesión del Club de Adivinación, y quizás aquella mañana no tuviesen clases y pudieran aprovecharla para el club.

No se equivocaba... Aunque le costó preguntar a tres estudiantes y un profesor para encontrar la clase de Adivinación. Al final, cuando llegó a la torre más alta del castillo, como hacía siempre, la trampilla de la escalera descendió hasta sus pies. Subió. Allí estaban las cuatro chicas reunidas. Helen gritaba:

–¡Eso no significa nada!

–Es la cuarta vez que te sacó la carta de la Muerte, querida –reponía la tibia voz de Sybill–. Es una lástima que tengamos que despedirte tan joven...

–La carta de la Muerte significa un cambio brusco, ¡no la muerte!, ¿entiendes? –vociferaba, y recogiendo sus cosas:– Mira, me voy de aquí. Aprovecharé este par de horas en hacer algo que realmente valga la pena –entonces se percató de su presencia–. ¡Remus! ¿Qué haces aquí? ¿Has recibido mi carta?

–Sí... –jadeaba–. Por eso he venido...

–Salgamos y te lo explico todo –lanzó una cruel mirada hacia sus compañeras de Adivinación, pero después la relajó–. Volveré la semana que viene, ¿vale, Sybill? Pero que quede claro que no quiero que me intentes leer el futuro; para eso ya me valgo yo sola... –y una vez fuera–. Remus, yo... yo... ¡Yo estaba pensando en ti!, ¿sabes?, ¡y lo sentí!

–¿Sentiste el qué? –preguntó él inquieto.

–No sé si me entenderás... –dijo–. Era algo así como una molestia interior, miedo. ¡Necesitaba que volvieras al colegio!

–¿Tú lo necesitabas o es que para alguien era vital que estuviese en el colegio? –la espetó.

–¡No sé, Remus! –repuso ella–. Tan sólo era un escalofrío... Los sueños son mucho más complejos... y en el de tu casa... ¡No me gustó tu casa, Remus! –cuando él le preguntó que por qué, ella respondió:– Es fría y poco acogedora. No es un hogar... –y variando el tema de conversación–. ¿Vamos a almorzar?

Él asintió con desgana.

Cuando llegaron a la espaciosa sala con las cuatro mesas, se hubieron de separar puesto que cada uno tenía que sentarse a la mesa de su casa.

–¡Remus! –le llamó a gritos Sirius–. ¿Dónde te habías metido? ¿En la boca del lobo? –bromeó (Nota de autor: ¿Ironía? ¿Sospecha?).

Se sentó y les explicó brevemente cuanto había pasado, aunque no mencionó a Helen ni su extraña profecía, ya que todos, a excepción de Longbottom –y Peter, al parecer, por seguirles la corriente a James y Sirius–, la chica no le resultaba agradable. "Es una chica agradable", la defendía él.

–¿Y se van a separar tus padres? –preguntó Frank, quien ya había visto a Remus marcharse.

–No sé... –contestó Remus.

La comida fue poco apetitosa para Remus, a quien las palabras de Helen se le habían clavado en la mente y no se desprendían de allí.

Sin embargo, poco pudo pensar en ellas durante la tarde, pues tuvo que asistir a su clase de Aritmancia, que compartía con Severus, mientras sus otros amigos iban a Adivinación, o a Estudios Muggles, como en el caso de Frank. Después de esta clase, como ya no tenía más, acudió a la sala común de la torre Gryffindor, donde se dispuso a hacer las tareas bajo la agradable luz que entraba por la ventana. Unos chicos de quinto curso, algo más alejados, estaban muy nerviosos, pues dentro tan sólo de unos días comenzarían a examinarse para sus TIMOS.

Cuando la tarde comenzó a declinar y la luz fue perdiendo importancia y lugar, Remus, que se quedó absorto mirando por la ventana, pues su redacción de Pociones sobre las propiedades de la mandrágora en las pócimas mágicas lo estaba absorbiendo demasiado, lo vio volando, aunque en un principio no lo reconoció. Cuando se aproximó hasta la ventana en que se encontraba, ya pudo verlo con mayor claridad, y, con algo de sorpresa, vio que el fénix de Dumbledore, Fawkes, penetraba a la sala común en que se encontraba a través de la ventana abierta. Voló en círculos alrededor de la sala unos instantes y después, cayendo en picado, se posó ante la mesa que utilizaba Remus.

–¡Vaya! –exclamaban alucinados muchos–. ¿Es tuyo, Remus?

–Es un fénix, ¿verdad? –decía otro–. Es increíble que alguien lo utilice para llevar el correo.

Así era. En una de las patas el ave llevaba un trozo de pergamino, y Remus se lo desprendió con rapidez, leyéndolo voraz: "Ha sucedido algo. Tengo que hablar contigo. Inmediatamente. En mi despacho. Dumbledore."

Remus se quedó consternado. Las voces de sus compañeros, a su alrededor, se apagaron, se hicieron inaudibles; ya tan sólo se escuchaba a sí mismo, preguntándose una y otra vez qué sería. Acarició las plumas del fénix con dedos torpes, y éste, cantando alegre, desapareció en una explosión de rojizo humo viendo que había realizado correctamente su misión. Algunos chicos volvieron a levantar gritos de júbilo y admiración. Remus, inmediatamente, se levantó, volcando la silla, y comenzó a recoger sus cosas almacenándolas sin tino en su mochila. Salió corriendo al pasillo y desde allí se encaminó hacia el despacho del director.

–¿Adónde vas corriendo, eh, tú? –se encontró con el profesor MacGregor–. ¡Y a estas horas! ¿Adónde te crees que vas? –pero Remus lo ignoró y siguió corriendo–. ¡Cincuenta puntos menos para Gryffindor! –como Lupin siguiese corriendo–. ¡No, cien! –pero se perdió de vista, sin importarle mucho la rebaja de rubíes que a la mañana siguiente encontrarían sus compañeros en el reloj de arena.

Llegó ante la gárgola que guardaba el despacho de Dumbledore.

–¡Caramelos muggles de limón! –pronunció la contraseña jadeando y subió los escalones a la carrera hasta que se encontró ante la puerta del despacho, que no se preocupó en llamar y atravesó con rapidez.

–¿Sí, Dumbledore? –preguntó Remus exhausto.

Lupin observó en derredor de sí: una capa de viaje, la bolsa de los polvos flu sobre el escritorio, y el rostro del director cargado de una profunda melancolía...

–¿Qué ha pasado? –reiteró el chico.

–Esto... Remus... –empezó Dumbledore con un nudo en la garganta.

–¿Sí? –lo instó el otro.

–Mira... Lo siento –dijo, evitando su mirada–. Tu madre ha muerto.

La mochila de Remus se descolgó de su hombro y cayó en el suelo del despacho, quebrándose de nuevo un bote de tinta. Remus, con el rostro inexpresivo, idiotizado, se sentó en la silla más próxima, mirando las llamas que ardían en la chimenea débilmente, pese a que era finales de mayo. Sabía que alrededor de él, los retratos de los directores lo observaban con curiosidad.

–Eso no es cierto, ¿verdad? –dijo Remus por fin.

–Lo siento –dio Dumbledore por respuesta.

–¡No! –estalló Remus rompiendo a llorar. Dumbledore corrió hacia él y lo abrazó–. ¡No puede haber sido! No, Dumbledore... –lo miró con las mejillas surcadas de lágrimas–. No...

–Es una triste noticia, lo sé –repuso Dumbledore, afligido–. Para todos... Llora cuanto quieras, es lo mejor.

En un buen rato no dijeron nada más, tan sólo se escucharon los gemidos y las silenciosas lágrimas de Remus, que se desprendían de sus pestañas con furia apaciguada.

–Lo sabía... –habló por fin el chico–. Mi madre me lo dijo. Me dijo que mi padre le había dicho que la mataría... ¡Lo mataré!

–¿Tu padre? –preguntó Dumbledore asombrado–. ¿Tu padre? –repitió–. ¡No, no! ¡No! –negaba impetuoso con el rostro–. No ha sido él...

–Entonces, ¿quiere decir que la han asesinado ciertamente? –preguntó Remus con el rostro compungido bañado en lágrimas.

–Sí, Remus –abrazándolo de nuevo–, pero no ha sido tu padre... Ha sido... ¡No! No creo que debas saberlo...

–¡Dímelo! –gritó, soltando la furia que en aquel momento encerraba en su interior contra el profesor.

–De acuerdo, pequeño –dijo serio–. Ha sido lord Voldemort.

–¿Quién? –se interesó Remus rechinando los dientes de rabia–. ¿Qué quería de mi madre?

–No lo sé, Remus... –respondió Dumbledore, agachando la cabeza–. ¿Recuerdas cuando hace dos años, en primero, viste la noticia del asesinato de Henry Castle, el ministro de Magia? Te dije que esos asesinatos los llevaban a cabo magos despiadados que querían originar una época de miedo y terror. Y el mago que los lidera, lord Voldemort, ya ha mostrado su cara al mundo... Quiere todo el poder que haya en el mundo, y se le teme, ¡todo el mundo tiene pánico! Hasta su propio nombre temen pronunciar, ¡y lo llaman Quien–ustedes–saben o Quien–no–debe–ser–nombrado hasta en el periódico! –exclamó Dumbledore con decepción–. ¡Voldemort! ¡Es lord Voldemort! –un escalofrío recorrió el contraído y tembloroso cuerpo de Remus; Dumbledore lo observó y se apaciguó–. Lo siento... –se disculpó.

–¿Por qué ha matado a mi madre? –repitió Remus sollozando.

–No me lo puedo imaginar... –respondió Dumbledore dándole la espalda y mirando a través de la ventana–. Hasta este momento tan sólo había atacado a miembros del Ministerio de Magia y personas... de quienes podía obtener algo para llevar a cabo sus planes. Sean cuales sean, los está cumpliendo, Remus... ¡Está creando un pequeño ejército! –explicó, apesadumbrado.

–Pero ¿qué tiene que ver todo eso con mi madre? –insistió Remus obstinado.

–No lo sé... –repitió Dumbledore con lástima–. Voldemort la consideraría un estorbo... para sus planes. Es un mago sin escrúpulos, vengativo... Tan sólo tiene sed de poder, y créeme que hará lo que sea necesario para conseguirlo; incluso matar a personas inocentes... –se detuvo unos instantes–. ¡Vamos! Me acompañarás hasta tu casa. Iremos por la chimenea.

–Dumbledore... –sollozó de nuevo–. ¡Yo no quiero vivir sólo con mi padre! –volvieron a caerle lágrimas por el rostro.

–¡Ah, eso! –torció el rostro Dumbledore–. Tu padre... ¡Él ha desaparecido! No sabemos si está muerto, secuestrado o acaso ha podido huir.

Remus se dio cuenta de que la suerte que hubiera corrido su padre no le importaba tanto.

–¡Vamos! –lo volvió a espetar Dumbledore–. Los empleados del Ministerio ya habrán hecho desaparecer la marca tenebrosa, espero.

Y alargándole la bolsa, Remus cogió un pellizco de polvos flu. Cuando viajaba por la red de chimeneas, que la cabeza le daba tantas vueltas, suplicó que aquello fuera una pesadilla de la que pudiese despertar. Pero en el salón de su casa descubrió el cadáver de su madre y salió de sus estúpidas ensoñaciones. Se arrodilló junto a ella y, abrazándola, la bañó en lágrimas.