CAPÍTULO VI (HOGWARTS: CUARTA PARTE – UN HOMBRE LOBO EN HOGWARTS)
Remus tomó el expreso de Hogwarts camino de la escuela, para cursar cuarto curso, después de haber pasado todo el verano con Dumbledore, quien lo había adoptado después de haber perdido a sus dos padres en una terrible noche con la que Remus soñaba a diario, siempre evocando el rostro de su madre, con la mandíbula despegada en un gesto de sorpresa y miedo. Eso es lo que debió sentir ella en el último instante: sorpresa y miedo...
–¿Has pasado buen verano? –le preguntó Helen cuando entró en su compartimento para saludarlo, bajo las miradas inquisitivas de James, Sirius y Peter–. ¿Estás mejor? –preguntó seria.
–¡Oh, sí! –respondió él con gravedad–. Y el verano ha sido formidable, no te quepa duda. Dumbledore ya era como mi padre...
–Me alegro... –sonrió ella satisfecha. Miró a los otros y añadió en voz baja:–, aunque tuve una visión de ti mientras estaba despierta, y vi que estabas bien. ¡Es la primera visión que he tenido despierta!
Remus la miró, cayendo de pronto en la cuenta.
–¿Me acompañas un momento al pasillo? –le dijo, mirando a los otros de reojo–. Quisiera comentarte una cosa... ¡a solas!
–¿Qué? –le inquirió ella cuando hubieron llegado.
–¿Tú podrías adivinar dónde está mi padre? –le soltó sin miramientos–. Es la única persona que me queda..., bueno, sin contar a Dumbledore.
–No creo, Remus –repuso ella con tristeza–. Ya lo sabes, nunca he tenido una visión a placer... Y no creo que pueda tenerla, al menos por el momento –agregó–. Aunque si averiguo algo, no te quepa duda, te lo diré corriendo. Bueno, te dejo –se despidió cordial–; tus amigos te están echando en falta, y yo creo que ya he dejado demasiado tiempo a Luna Tancbourine con Lovegood besuqueándose en mi compartimento... –sonrió–. Nos vemos –se alejó.
–¡Helen! –la llamó–. ¿Querrías venir conmigo a Hogsmeade en la próxima excursión?
–¿Cómo? –preguntó ella sonriente–. ¡Oh, por supuesto! –y se alejó resuelta.
Remus abrió la puerta de su compartimento y entró con sus amigos.
–¿Le has pedido que te acompañe al pueblo? –preguntó Sirius con el rostro desencajado por la sorpresa–. ¿Y qué hay de nosotros?
–¿Se nos ha oído? –preguntó Remus sorprendido.
–Bueno, eso último... –empezó Peter–. ¡Si no hubieras gritado...!
–Es una chica muy agradable, no entiendo cómo no os cae bien –comentó Remus–. Y sí, pienso ir con ella a Hogsmeade en la próxima excursión –afirmó con rotundidad–. Tú, Sirius, vas con quien te da la gana y nos dejas plantados cada dos por tres, y James se pasa todo el día detrás de Lily Evans –y dirigiéndose hacia éste–, ¡que a ver cuándo te das cuenta de que la chica pasa olímpicamente de ti! Por eso, siempre acabo yendo solo con Peter...
–Y ahora... ¿con quién voy yo? –preguntó éste preocupado.
Remus se encogió de hombros.
Tal sucedió. El 28 de octubre se programó la primera visita al pueblo cercano al castillo, y aunque Lupin había tenido innumerables conversaciones con Helen y, por tanto, innumerables ocasiones de hablar con ella acerca de lo que tenía pensado contarle en Hogsmeade, no lo hizo hasta ese día.
Se sentaron en Las Tres Escobas, aunque Helen, interiormente, esperaba un lugar más tranquilo y romántico. Por su parte, Remus eligió aquel bar siempre repleto de magos y brujas porque habría tal bullicio que nadie repararía en su conversación.
–Podría ser peor –musitaba por lo bajo la chica–. Todavía queda Cabeza de Puerco...
–¿Decías? –la interrumpió Lupin.
–¡Oh, no, nada! –se ruborizó ella–. Aunque el que sí me tenía que decir algo, eras tú, ¿me equivoco? Para algo me pedirías que viniese, ¿no?
–¡Oh, bueno, sí! –se ruborizó el chico también–. ¡Sentémonos! –le señaló una mesa vacía, y yendo hacia la barra pidió cerveza de mantequilla para ambos.
–¿Y? –lo incitó Helen.
–¿Tenemos que ir ya a saco? –preguntó Remus con las mejillas abrasándole.
–Bueno, tú eres el que quieres hablar... –sonrió ella.
–¡Vale, sí! –se arrellanó en la silla–. Mira, yo... Bueno, yo... ¡No sé cómo decirlo! Pero si seguro que ya has tenido que adivinarlo o soñar con ello –frunció el ceño.
–Te aseguro que no –musitó Helen seria.
–Pues... mira... que la cosa es que... ¡me gustas, Helen! Me gustas mucho.
La chica se ruborizó, y Remus también, para qué engañarnos, con lo que sus cabezas parecían dos adornos de navidad.
–¡Oh! ¿Sí? –dijo ella amilanada.
–Sí... –repuso Lupin tratando de encontrarse con su mirada.
–Vaya... –habló Helen–. No lo sabía... ¡Quiero decir que no lo había adivinado ni nada de eso!, ¿entiendes?
–Sí –musitó él con la voz apagada–. Bueno, ¿y qué respondes a eso?
–¡Que me parece perfecto que yo te guste! –bromeó–. Y que tú también me gustas... mucho.
Remus sonrió, feliz:
–¿Ah, sí? –insistió. La chica cabeceó afirmativamente–. Qué bien –exclamó sin saber qué decir–. Bueno, yo... –se frotaba las manos con nerviosismo–. Quería pedirte de salir.
–¿En serio? –repuso ella intentando no parecer demasiado contenta–. ¿Y por qué no lo haces?
El gesto de Remus se frunció de pronto:
–Tengo que confesarte algo... –comentó con calma.
–¡Ah, tu secreto! –sonrió Helen abiertamente–. Supongo que es tu secreto, vamos –se encogió de hombros con gracia; Remus no pudo menos que sonreír–. Por fin sabré toda tu intimidad –y se lo quedó mirando expectante.
–¡Ah! Pues... bueno... verás, es que... es complicado de explicar... ¡No sé cómo...! –se desinfló, agotado, exhausto... Estaba seguro de que ella saldría corriendo despavorida en cuanto se lo contase. Pensó en Dumbledore y en si éste consentiría que se lo contase a aquella chica, por mucho que a él ella le importase.
–¿Por qué te andas con tantos rodeos? –lo ayudó–. Si estás decidido a contármelo, me acabaré enterando antes o después... Cuanto antes acabes, antes te quitas ese peso de encima.
–¡Claro! –se alivió mentalmente Remus–. Pues, como iba... Mira, Helen, debo confesártelo, porque me sentiría mal si no...; si comenzases a salir conmigo y no supieses quién soy realmente.
–¿Y quién eres? –ella lo miró con ojos cálidos y penetrantes, cargados de pasión y amor. Acarició con la suya la mano de Remus y éste notó una sensación cálida y apaciguadora, que le envolvía como un bálsamo el corazón–. Dímelo.
–Soy un licántropo –bajando la voz hasta convertirla en un susurro.
El silencio se hizo en aquella mesa, que no en la taberna, en la que el bullicio continuaba siendo ensordecedor.
–Un hombre lobo quieres decir, ¿no? –se interesó Helen con calma. Remus, confuso, asintió con la boca ligeramente abierta–. ¿Y? ¿Qué tiene eso de malo?... Bueno, aparte de esas dolorosas transformaciones una vez al mes... –Remus la inspeccionó estupefacto, creyendo que le tomaba el pelo tomándoselo de tan buen humor–. ¿Por qué me miras así, Remus? –preguntó ella con los ojos medio entornados–. ¿Esperabas que saliera corriendo o algo así? –y observando su reacción–. Sí, lo esperabas... Cuatro años ¡y no me conoces! Eres un licántropo ¿y qué?
Remus la chistó, pues lo había dicho demasiado alto, aunque por suerte nadie les prestaba tanta atención como para escucharlos por encima del ruido de la taberna.
–Bueno, soy un monstruo... –repuso Remus con los ojos tristes y grises.
–Sí, y yo soy una tipa rara que ve cómo atacan a la gente y después se los encuentran muertos en el granero, ¿sabes? –y mirándolo sonriente–. Nadie es perfecto, deberías saberlo.
–Pero, ¡no te has asustado ni nada! –exclamó él sorprendido.
–Creo que te has creado tu propia película, Remus –le agarró la mano por encima de la mesa de nuevo Helen–. Él único que está asustado de sí mismo eres tú, y asustado de lo que los demás pensarán si sabes lo que eres. ¿Por qué no te abres un poco más a los demás, Remus? Seguro que tus amigos ni siquiera lo saben... –Remus negó con la cabeza–. ¡Lo ves! Tú no querías ser un... eso –viendo que pasaba un camarero por su lado– igual que yo no quería profetizar cosas... ¡Si pudiéramos elegir...!
–Entonces ¿no me tienes miedo? –probó por última vez Remus.
–¡Ya te he dicho que no! –dijo ella riendo entre dientes–. Supongo que el sauce boxeador es un mecanismo de protección que el colegio ha adoptado para tus transformaciones, ¿me equivoco? –Remus asintió–. Mientras sigas tomando todas esas precauciones –añadió– yo no voy a ser la que me vaya a preocupar. ¡Eres una persona! ¿Acaso no puedes tener una vida como todos los demás?
Remus la miró, cada vez más impresionado.
–Gracias, Helen... –le dijo.
–No hay de qué –habló ella–. Aunque si eso era lo que querías oír, también era lo que yo tenía que decir.
Se levantaron para abandonar la taberna. Salieron cogidos de la mano y se besaron. Al cabo de un rato:
–¿De verdad no sabías que era un licántropo? Pudiste haberlo adivinado.
–No creas que no lo intenté –repuso–. A veces me aproximaba al sauce y me lo quedaba mirando, suplicando una visión para entender por qué saliste aquel día del túnel que hay bajo el árbol. Ahora ¿sabes qué? –le dijo ella fríamente–. Deberías contárselo a tus amigos antes de que empiecen a sospechar.
Tarde...
–Ya que no nos quiere decir adónde va –hablaba Sirius–, ¡tendremos que averiguarlo nosotros!
Le pegó un sorbo a su botella de cerveza con mantequilla.
–Quizá sea cierto que ahora visite a su abuela... –dijo Peter encogiéndose de hombros.
–No, no puede ser... –repuso James, pegándole otro sorbo a su bebida–. Muere su madre y su padre se esfuma, y ahora, la misma semana que los visitaba a ellos, la emplea para visitar a su abuela... ¡No encaja! –concluyó.
–Sí... –lo contradijo Peter achicándose–. Si es la última persona que le queda de la familia...
–Entonces ¿por qué en verano le tenemos que mandar el correo a casa de Dumbledore en lugar de a casa de su abuela? –arguyó tenazmente Sirius; James le sonrió–. ¡Es una tapadera! Debe de serlo.
–Para mí que su abuela no existe –mencionó James.
–Entonces, quizás él no quiera que sepamos algo... –lo excusó Peter.
–¿El qué? –agitó los brazos con indignación e impaciencia Sirius–. ¡Somos sus amigos! ¿O es que no puede confiar en nosotros?
–Si es algo grave, se lo contará a Dumbledore, no a nosotros –supuso Peter.
–Mira, Peter... –lo miró James con los ojos fijos en él–. Veintiún días con nosotros, siete con su abuela, según dice. ¡Nunca falla! El año pasado apuntaba sus idas y venidas en el calendario. ¡Parece un reloj!
–Quizás a su abuela le pasó algo y... –intuyó Peter.
–¡Que no hay ninguna abuela! –gritó Sirius, enojado–. ¿A ver cuándo nos vamos enterando, Peter?
–Yo no creo que nos mienta... –susurró éste con la voz quebrada.
–Vamos a descubrirlo –asintió Sirius para sí–. Cuando se despida la próxima vez de nosotros, que según esas exactas cuentas quedan...
–Tres días –calculó James.
–¡Tres días! –asintió Sirius–. Cuando eso, nosotros iremos detrás y averiguaremos adónde se dirige.
–¡Nos apostaremos en los pasillos! –sugirió James.
–Yo lo seguiré... –apuntó Sirius–. Tú, Peter, estarás en el vestíbulo, esperando allí por ver si pasa por allí. Aunque si eso pasa, ¡tendrás que esconderte para que no te vea!, ¿entendido? –éste asintió–. James, tú lo esperarás en la gárgola del despacho de Dumbledore, escondido también, por si va para allá a utilizar su chimenea para viajar, ¿vale?
–Como quieras, Sirius –aceptó.
–No sería más fácil preguntarle... –se acobardó Peter.
–Nos volvería a mentir –arguyó James–. Seguiremos las indicaciones de Sirius, aunque si tú no quieres, puedes quedarte en el dormitorio.
Peter negó rotundo.
Durante los tres días consecutivos, pulieron ciertos detalles del plan confeccionado por Black. Estaban decididos a hacerlo cuando...
–Bueno, me voy otra vez... –llenando Remus una pequeña bolsa de viaje.
–A ver a tu abuela –respondió por él James con una pronunciada sonrisa.
–Sí, eso es –afirmó Remus aparentando calma.
–Le podrías decir a tu abuela –se atrevió Sirius– que nos preparase unos bollos...
–Bueno, tal vez... –sonrió falsamente Remus–. Aunque debo advertiros de que no es muy buena repostera. Si me acuerdo, se lo diré.
–Pero ¿lo de tu abuela es cierto? –preguntó Peter sin tapujos, tras de lo cual recibió un codazo subrepticio de Sirius en el costado.
–¡Cómo te atreves! –lo reprendió Remus sin aliento–. Mira, me voy ya... –y bajó las escaleras de los dormitorios de los chicos.
–¡A sus puestos! ¡Rápido! –los espetó Sirius–. ¡Peter, tienes que ir volando si quieres llegar a tiempo! ¡Vamos, corramos! ¡Yo iré detrás de él! ¡Suerte!
Siguieron lo planeado. Sirius, a una prudente distancia, observaba el camino que Remus tomaba. Se sorprendió cuando éste no descendió hasta el despacho de Dumbledore, cosa que parecía la más obvia. Remus se detuvo de pronto y Sirius se escondió detrás de una esquina, fuera de su vista. ¡Llamaba a la puerta de la enfermería!
–Ya estoy listo –escuchó que le decía a la señora Pomfrey.
–¿Ah, sí, querido? –la señora Pomfrey siempre adoptaba aquel dulce y suave tomo cuando hablaba con Lupin instantes antes de que éste se transformase, y más desde el momento en que se enteró que Remus había perdido a sus padres en la misma noche por un estúpido golpe de destino–. Deja tus cosas aquí, guapo, y te acompañaré en un santiamén...
¿Acompañarlo adónde?, se preguntaba Sirius. ¿Adónde? Pero no tuvo tiempo de imaginar en su cabeza ridículas hipótesis que fuesen aún menos improbables que la que en realidad era. La señora Pomfrey lo invitó a pasar y en un segundo reaparecieron en el corredor, vestido su amigo con un estúpido batín de enfermo.
–¿Es que está herido? –se preguntó Sirius en voz alta–. No entiendo...
Pero abandonó sus simples elucubraciones y se lanzó a la persecución de su amigo y la recién incorporada acompañante, la enfermera de la escuela. Siguieron el camino que, según parecía, los llevaría a la puerta de acceso, ¡al vestíbulo!, donde estaba Peter; así podría pedirle a éste que fuera a todo correr a recoger a James para que los tres, ya juntos, pudiesen ver a dónde se dirigían.
Remus y la enfermera, quien tenía su mano puesta en su hombro para guiarlo maternalmente, comenzaban a descender los escalones externos del castillo, que daban al jardín del colegio, ya no sólo seguidos por los mordaces ojos de Sirius, sino también por los de Peter, que los observaba escondido detrás de una armadura.
Sirius le dio a su amigo, sin levantar mucho la voz para que no pudieran oírlo, instrucciones de que fuese a buscar a James enseguida, cosa que Peter se apresuró a obedecer sin rechistar.
–Sabía que yo estaba en lo cierto... –musitó sonriendo para sí Sirius.
Escondido detrás de la puerta del castillo, observó cómo avanzaban a paso lento, pero decidido, por los terrenos del castillo. En eso, fatigados por la intensa carrera, llegó Peter con James.
–¡Estábamos en lo cierto! –le señaló las dos figuras que andaban próximos a la linde del bosque sendero mientras el sol se ponía por las colinas.
–¿Qué vamos a hacer? –inquirió Peter asustado.
–¿Ya que hemos llegado hasta aquí? ¡Pues seguidlos! –les ordenó Sirius–. ¡Vamos!, y sin hacer ruido.
Tal obraron, realizando el mismo camino que la señora Pomfrey y Remus.
–Me parece increíble que Remus nos estuviese mintiendo todo este tiempo –comentó James–. ¡Increíble!
–Ya le pediremos explicaciones –saltó Sirius gallito.
Entonces se dieron cuenta...
–¡Van para el sauce boxeador! –la voz de Peter denotaba pánico.
–¿Qué se proponen? –añadió Sirius, mirando a James con desconfianza.
Pero sus preguntas quedaron ahogadas por un gemido de sorpresa al ver que las ramas del árbol se habían detenido por alguna cosa que había hecho la señora Pomfrey, quien se había despegado un momento de Remus. Vieron que ésta le susurraba unas palabras al oído y después le señalaba algo en el suelo. Y de pronto, sin más, Remus había desaparecido.
–¿Dónde se ha metido? –se preguntó James con los ojos desorbitados por la impresión–. ¿Dónde está?
–¿Qué ha pasado? –decía atónito Sirius, mientras Pettigrew lloraba de la impresión causada.
La señora Pomfrey se alejó del sauce boxeador, sin dirigir la mirada hacia donde ellos estaban escondidos. Sirius, sin pensarlo, salió corriendo y se interpuso en su camino.
–¿Qué ha hecho con nuestro amigo? –le inquirió–. ¡Lo hemos visto!
La enfermera se llevó una mano a la boca, asustada por la aparición inesperada del chico y por la revelación que éste le había hecho.
–¿Qué... qué has dicho? –preguntó ella, a su vez, atónita.
–¡Que dónde está nuestro amigo! –repitió Sirius, gritando, y en ese instante surgieron también Peter y James.
–¡Esto es inconcebible! –gritó–. ¿Acaso nos habéis seguido? –ellos asintieron, con las quijadas apretadas por la rabia–. ¡Seguidme entonces ahora a mí! Os llevaré de inmediato a ver al señor director –y presidió la comitiva que se dirigía, a paso firme, a su despacho–. Espero que os practique el conjuro desmemorizante, niños entrometidos –apuntándolos con un largo dedo índice amenazador–. ¡Siguiéndonos, dios mío! ¡Qué vergüenza! –y deteniéndose ante la gárgola que separaba el despacho de Dumbledore del resto del castillo–. ¡Turulate de chocolate! –y la gárgola se desplazó–. ¡Seguidme! –les imperó. Abrió la puerta tras dar tres aldabonazos con el grifo y carraspeando fuertemente hizo una reverencia al director, que la observaba sonriente desde detrás de su escritorio–. Señor director, estos tres alumnos nos han seguido al señor Lupin y a mí y han averiguado lo que con tanto celo se proponía usted ocultar a todo el mundo –apretando los labios con firmeza, remató:– ¿Me ha entendido?
–Estupendamente, señora Pomfrey –dijo–. Y si eso es todo, creo que puede volver a su puesto; sus enfermos la necesitan. Ya hablo yo con los alumnos.
Y la enfermera salió del despacho lanzando una mirada frenética a los tres Gryffindors.
–Supongo que querréis sentaros, ¿no? –preguntó Dumbledore, pero ninguno dijo nada. Éste levantó la varita y apareció una silla, pues dos no eran suficientes–. Podéis hacerlo. ¡Oh, vamos, vamos! No seáis tan remilgados como vuestro amigo Remus de entrar en mi despacho... –y mirándolos escudriñador–. ¿Acaso veis que esté enfadado? –se levantó de su asiento y paseó por entre los tres estudiantes cuando ellos se hubieron sentado–. Lo que ha pasado hoy es algo que le llevaba previniendo al señor Lupin desde hace algún tiempo, pero su testarudez... o mejor dicho, ¡su miedo!, le ha impedido ser franco con vosotros. Tengo entendido que cada tres semanas os dice que va a hacer una larga visita y se ausenta del colegio otra semana entera. Bueno, de las ausencias se ha dado cuenta todo el mundo, me temo... ¿Qué podía hacer? ¿No querríais que lo sustituyera tomándome la poción multijugos? –les sonrió–. Aunque bien pensado...
–Nosotros no queríamos seguirlo... –se disculpó Peter con lágrimas en los ojos.
–¡No esté asustado, señor Pettigrew! –le sonrió Dumbledore–. Y entre vosotros y yo: ¡me alegra que lo hayáis seguido! Quizás yo tenga un mejor concepto de vosotros que el mismo Remus, pero a él no se le pueda culpar de nada –la noche comenzaba a reinar en la ventana de Dumbledore–. Lo conozco desde que tiene cuatro años, y siempre ha sido tímido y retraído. ¡Por culpa de su padre! Nunca lo dejó salir a la calle ni jugar con nadie. Le tenía miedo...
–¿Por qué? –le preguntó Sirius, atrevido.
–¡Oh! –se sobresaltó Dumbledore, hurgando en su colección de chismes plateados–. También conozco al señor Lupin desde hace mucho tiempo, y, francamente, es la última persona a la que yo le dejaría a alguien querido –explicó–. Pero eso no viene al caso, ¿cierto? Veamos... Tendré que empezar por el principio, ¿me equivoco? Aunque también debemos considerar el hecho de que Remus deba tener la oportunidad de explicároslo todo en persona –James y Sirius contrajeron sus rostros con decepción–. Aunque, ¡bueno!, si yo puedo ahorrarle ese mal trago –añadió–, ¡qué demonios!
»Todo empezó la noche en que, hace de esto diez años, Remus, descuidadamente, salió de su casa y recibió algo que no esperaba ni le habría deseado a su peor enemigo. Conociendo como conocía yo a su padre, Julius Lupin, me dirigí al pequeño Remus y les presté toda mi ayuda; Remus la necesitaba, no os quepa duda. Temían que no pudiese venir ni a estudiar a Hogwarts. Entonces yo me presté a ayudarlos, y así fue como conocí al pequeño Lupin. Pasaba en mi casa parte del verano y nos conocimos mutuamente a la perfección, dándome así cuenta de que él, en sus cabales, no le haría daño a nadie. Pero su padre le temía...
»Finalmente, hace tres años, conseguí que Remus fuese admitido en Hogwarts, y no creáis que fue una hazaña de fácil consecución; todavía hay profesores que no aceptan su ingreso, como el profesor MacGregor, me temo, personas en que la tolerancia brilla por su ausencia.
–Pero ¿por qué no quieren?
–Todo a su tiempo, Black –lo apaciguó Dumbledore–. ¿Nunca os habéis preguntado por qué es tan meticuloso Remus en sus viajes: siete días fueras y tres semanas con nosotros? ¿No os extrañó que lo que más miedo le diese a Lupin fuese un disco redondo y blanquecino? –los chicos se miraron entre sí–. La profesora Paige Hallywell me contó su clase con el boggart de finales del año pasado. Por cierto, Peter: espero que hayas cambiado de concepto y que ya no sea yo lo que más miedo te da del mundo –Peter balbuceó unas palabras inaudibles–. Cuando me lo contó la señorita Hallywell me reí mucho, te lo aseguro –y volviéndose a poner grave–. ¿No os extraña, entonces?
–Sí –tomó la palabra James–, pero no sabemos qué tiene que ver.
–Yo fui quien le pedí al señor Lupin que os contase que iba a visitar a su madre, y como ésta murió, por desgracia, el año pasado, y su padre desapareció, le rogué que os dijera que las visitas la hacía a su abuela, aunque ésta lleva siete años muerta y enterrada –los taladró con la mirada el anciano director–; también sé que habéis visto lo del sauce boxeador, y debo decir que yo mismo lo ordené plantar el año de vuestro ingreso para Remus. Como podéis ver, yo soy quien debe dar las explicaciones, no Remus, ya que, al fin y al cabo, él actuaba por mandato mío; aunque para seguridad vuestra.
–¿Nuestra? –se señaló Sirius.
–Sí, y de todo el colegio –repuso calmadamente Dumbledore–. Y ha llegado el momento de las explicaciones... –tomó aire con gesto exagerado–. En lo que se convertía el boggart de Lupin podéis verlo ahora mismo también –y les señaló la ventana–: la luna, o he de apuntar, mejor dicho, la luna llena. Cuando aparece, Remus os olvida a vosotros, sus amigos, a sus padres, a mí, a sí mismo...
–No puede ser... –susurró Sirius negando con la cabeza.
–Sí es, señor Black –apuntó el profesor–. Con cuatro años, acontecimiento desavenido, Remus se escapó de su casa mientras un hombre lobo la rondaba –Pettigrew ahogó un grito–, y fue mordido –hizo una pausa para que aquellas palabras mellaran en los tres chicos–. Desde hace diez años, cada vez que sale la luna llena por el horizonte, Remus se transforma en un peligroso licántropo, y por eso lo tengo apartado en el túnel secreto que se esconde bajo el sauce boxeador, a fin de que pueda seguir estudiando en el colegio sin que nadie corra el más mínimo riesgo.
–¿Y por qué no nos lo dijo Remus? –preguntó James moviendo la cabeza con lentitud de un lado a otro.
–Por miedo, claramente –explicó Dumbledore–. Su padre siempre le había dicho que ser un licántropo era la cosa más horrible que le había pasado nunca y que debía guardarse su "anormalidad", como él, insultantemente, hacía llamar a sus transformaciones, en su interior para que nadie lo supiese. Remus siempre ha considerado que todo el mundo piensa como su padre, a pesar de que yo le he intentado hacer entender que eso no es así. Espero que, ahora que vosotros lo sabéis, me ayudéis en esa tarea. Espero que no estéis asustados. Espero que entendáis que Remus sigue siendo el mismo, sigue siendo una persona...
–Claro, profesor –asintió Sirius vehemente.
Dumbledore los instó a todos con las miradas, y James sonrió tibiamente mientras que Peter asintió con la cabeza entre lágrimas.
–Espero que no se enfade mucho conmigo por habéroslo dicho, pero era mi deber... –repuso Dumbledore–. Ahora podéis marcharos a vuestros dormitorios. Es tarde. Buenas noches.
–Buenas noches, señor director –se despidió con un gesto de mano James, haciendo los otros lo mismo.
–Cuidad de Remus –añadió Dumbledore cuando ya atravesaban la puerta–, y yo cuidaré de vosotros, ¿de acuerdo?
Ninguno entendió el significado de aquellas palabras, pero los tres asintieron con firmeza.
Aunque muchos comentarios de incredulidad y de sorpresa siguieron a las palabras dadas por Dumbledore aquella noche en el dormitorio y en los pasillos, cuando los tres se encontraban a solas, cada vez comprendían más que tenían que demostrar a su amigo que aquello no era vital, y que ellos seguían allí para apoyarlo. Lo esperaron en su dormitorio cuando Remus regresó, con su bolsa de viaje que le tenía que haber devuelto la señora Pomfrey.
–Hola, chicos –saludó Remus sin efusividad–. Ya estoy aquí.
–Me alegro –le sonrió Sirius–. ¿Te has acordado de pedirle los bollos a tu abuela? –preguntó.
–¡Oh! –Remus se dio un golpe en la frente–. ¡Se me ha olvidado!
–Remus, no te esfuerces –le sugirió James–. Sabemos lo qué eres.
–Sabemos por qué nos has estado mintiendo todo este tiempo... –añadió Sirius.
–Te seguimos y Dumbledore nos lo contó –remató Peter.
