CAPÍTULO VII (HOGWARTS: QUINTA PARTE – ANIMAGOS)

Sirius se levantó de la silla y bajo la mirada inquisidora de la bibliotecaria, que lo miraba por encima del libro que tenía en sus manos hojeando, soltó un libro en el estante y cogió otro.

Transformaciones avanzadas –leyó–. Puede servir.

Y se lo llevó a la mesa en que estaban sentados James y Peter. Tenían otros cuantos volúmenes más: Transformaciones humanas: apunta con la varita y dispara, Si quiero ser animago y no lo consigo o Me transformo en lo que me da la gana porque tengo empeño.

La profesora McGonagall, quien había bajado a acompañar a un alumno de sexto a recoger unos libros de la Sección Prohibida, se los quedó mirando sobrecogida, y en un profundo tono de emoción dijo:

–Seguid esforzándoos así, y el año que viene os llevaréis un TIMO en Transformaciones y mi aplauso.

Y se marchó.

–Eso es si lo conseguimos –repuso Peter poco convencido–. Porque esto no podía ser más complicado...

–Lee y calla –lo regañó James–. Si no te concentras en los libros que te tocan, ¡no haces nada!

–¿Y si hacemos un descanso? –propuso el pequeño Peter.

–¡Eh! ¡Ahí viene Remus! –señaló Sirius a éste y agitó un brazo en alto para que éste pudiera verlos.

Se sentó a su lado, abrió el libro reglamentario de hechizos, nivel cuarto, y se puso a estudiar. A los cinco minutos levantó la vista del grueso volumen y contempló absorto lo que hacían sus compañeros. Entonces dijo, bajando la voz para que sólo ellos pudieran oírlo:

–No me digáis que os estáis tomando en serio eso de convertiros en animagos –resopló–. ¡Creí que hablabais en broma!

–Pues no, ya ves –repuso Sirius mostrándole todos los libros.

–Ya que un licántropo sólo ataca a las personas –explicó James–, no puede hacerle nada a los animales.

–¿Lo entiendes? –preguntó Sirius.

–Aunque yo lo sigo viendo un poco arriesgado –agregó tembloroso Peter.

–Eso debe de ser muy complicado –añadió Remus sin reproches–. No daremos las transformaciones humanas hasta sexto, y hasta en ese curso debe de ser complicado...

–Por intentarlo no pasa nada –se encogió de hombros James.

–¡Mira! En aquella mesa está Helen, te está llamando –le señaló Sirius a Remus–. Vete a besuquearte con ella y nos dejas aquí practicando. Ya cuando me veas convertido en oso pensarás otra cosa.

–Pues yo he pensado en un león –apuntó James–, como el animal de Gryffindor. ¿Y tú, Peter?

Éste no sabía qué decir.

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Remus bajó las escaleras que llevaban hasta las mazmorras, inconsciente de que aquél no era como un día cualquiera en la clase de Pociones. Se sentó al fondo, como acostumbraba, respaldado en la pared, esperando ver aparecer al señor MacGregor de un momento a otro, con su rostro cargado de furia y sus nudillos crispándose por el odio hacia Remus.

Pero se equivocó, la única que apareció fue la profesora McGonagall, quien les comunicó:

–Callaos todos, no pienso repetir esto dos veces –dijo con voz enérgica–. El señor MacGregor abandonó su puesto como profesor de esta escuela ayer y se ha marchado.

–¿Adónde ha ido? –preguntó un chico de Slytherin.

–¡Cállese, Severus! –lo reprendió–. Eso no es de su incumbencia.

–Eso no es de tu incumbencia, ¿lo has oído? –se volvió Sirius, que estaba delante de él.

–Así pues, sintiéndolo mucho, debo comunicaros que no tenéis profesor de Pociones mágicas, cosa que va en detrimento de vosotros –añadió viendo cómo Sirius y James se ponían a reír de alegría–. No obstante, el director, el profesor Dumbledore, está haciendo un sinfín de gestiones para encontrar en el menor tiempo posible una persona competente para el cargo. Hasta ese momento, yo me quedaré con vosotros, vigilándoos, mientras os ponéis a estudiar otra cosa. ¡Vamos!

Remus sacó su libro de Defensa contra las Artes Oscuras y se puso a repasar.

–¡Guarde esa varita, señor Longbottom! –lo regañó la profesora McGonagall–. No querrá sacarle un ojo a alguien con ella, ¿verdad?

Las clases de Pociones pasaron así dos semanas más, sin que apareciese un profesor que sustituyese al fin a MacGregor. Cuando finalmente un día apareció una persona que no fuese la profesora McGonagall, éste distaba mucho en apariencia del anterior profesor de Pociones. Era alto, atractivo, joven, con una sonrisa clara y brillante en su rostro. Tenía el pelo castaño y los ojos claros, y sus ademanes eran sencillos y suaves. Vestía una túnica azul celeste.

–¡Buenos días a todos! –dijo–. Soy el señor Small, al parecer vuestro nuevo profesor de Pociones y... ¡Oh, qué poca luz hay aquí!, ¿no? –y haciendo una floritura con su varita aparecieron, por arte de magia, muchas velas que flotaban en el techo de la mazmorra–. ¿No hay más clases para impartir la asignatura? Bueno, ya hablaré más tarde con Dumbledore... Bien, como iba diciendo, yo seré vuestro nuevo profesor de Pociones mágicas, y debo decir que el señor MacGregor me ha puesto el listón bien alto; aunque ya veremos lo que se puede hacer... Por otro lado, las observaciones que el señor MacGregor tenía en la ficha de cada uno de vosotros no son muy explícitas, aunque hay que decir que ese hombre tiene un especial talento para no repetir dos veces un mismo insulto –rió–. ¡Bien! Quiero que os pongáis por parejas. Vamos a realizar una poción desvanecedora, ¡vamos, vamos! –empezó a contar señalando con la varita–. Oh, vaya, somos impares. No pasa nada –sonrió–. ¡Tú, el chico del fondo! ¿Por qué no te mueves? –y consultando la lista de alumnos–. Tú debes de ser Remus J. Lupin, ¿me equivoco? –Lupin negó con la cabeza–. Bien, yo me pondré contigo, si te parece.

Finalmente Remus no se movió. Instaló allí su caldero y el señor Small se puso a su lado, haciéndole indicaciones constantemente.

–Bueno, no está tan mal... –dijo con rostro grave–. El profesor MacGregor decía que no eras capaz de discernir un caldero de una varita, pero creo que eso no es cierto. Él te obligaba a quedarte en el fondo del aula, ¿verdad? –preguntó, y Remus asintió, circunspecto también–. Ya me ha comentado el director de las cosas especiales que hay contigo –susurró–, y de lo poco amable que MacGregor era contigo. ¿Por eso estás tan atrasado en Pociones? –Remus volvió a asentir–. Ya poco se puede hacer –sonrió pronunciadamente–. ¡Le tienes un coraje a esta asignatura que da miedo! Pero tendrás que superar los TIMOS del año que viene, ¿no te parece?, y para eso te hace falta un buen conocimiento de la materia. No me gusta tener alumnos verdes en mi clase –repuso tras una pausa–. ¿Tienes alguna tarde libre para repasar el contenido de años anteriores? Yo podría ayudarte.

Acordaron finalmente que los miércoles por la tarde Remus iría al despacho del señor Small con su caldero bajo el brazo y que se pondrían a trabajar con los ingredientes para que éste pudiese realizar, al menos, las pócimas de primero y segundo curso con éxito.

Como Remus se marchaba y Frank pasaba gran parte de su tiempo libre con Alice, los tres restantes aprovechaban esos momentos para practicar Transformaciones en su cuarto. Blandiendo su varita, lanzaban rayos por doquier, transformando todos los objetos posibles.

–Ya somos unos ases transformando objetos corrientes –comentó Sirius.

–Habla por ti... –señaló James a Peter, que había convertido una silla en perro y éste le estaba mordiendo el tobillo.

–La profesora McGonagall está muy contenta con nosotros dos, ¿no te parece? –añadió Sirius petulante.

–Como para no estarlo –mencionó James mientras levantaba la varita y el perro se esfumaba en una explosión de humo, regresando la silla.

–¡A mí no me sale! –se quejó Peter.

–¿En qué querías transformar la silla? –le preguntó James.

–En gato... –contestó.

Sirius y James se miraron con sorna.

–Sigue practicando por tu cuenta, Pet –le repuso Sirius–. Quedan cuatro meses para que se acabe el curso y aún no hemos empezado con las transformaciones humanas.

–Quizá pudiéramos utilizarlo a él de cobaya –sugirió James–. Ya que para la magia no sirve mucho...

–¡No! –gritó Peter lloriqueando.

–Bueno, aquí he traído unos cuantos libros –les señaló Sirius un montón que había sobre su cama–. Podemos empezar a practicar. Aunque sugiero que lo hagamos por turnos, para que uno se quede vigilando, y si así pasa algo y hay un accidente, que pueda cogerlo y llevárselo para la enfermería, ¿os parece? –Claro que les parecía. Era la única idea excelente que había tenido en mucho tiempo–. Peter, empieza tú a vigilarnos a James y a mí –le ordenó–. Como de todas formas tienes que seguir practicando los hechizos comunes... –sonrió.

James apuntó a Sirius con su varita, observando en el libro un conjuro que decía cómo transformar a una persona en árbol. Pronunció con voz clara el conjuro y un rayo de luz morada salió de su varita, golpeando contra su amigo. Inmediatamente a éste comenzaron a surgirle hojas de las orejas y sus brazos estaban tiesos como una rama.

–¡Total! –silbó Sirius–. Para ser la primera vez, ¡ha sido increíble! Déjame probar a mí.

James agitó la varita y los efectos del encantamiento desaparecieron. Comprobó también él el libro, y realizando el conjuro a imitación de James a éste le comenzó a crecer la nariz más y más.

–¡Esto no es! –se burló James–. ¡Soy Pinocho...!

–Tu nariz ahora es una rama –le indicó Sirius–. No ves que tiene hojas...

–¡Ah, sí! –repuso James, sonriente.

Entonces un rayo cegador iluminó la habitación y la silla de Peter, tras una explosión de humo blanco que soltó cenizas para todos lados, se convirtió en un gato que tenía cola de perro.

–Vas mejorando... –sonrió Sirius, dándole palmaditas en la espalda; y mirando su reloj–. Ya mismo vendrá Remus. Debemos dejarlo.

–¡Oh! –se lamentó James–. Ahora, que acabamos de empezar las transformaciones humanas...

Como Sirius también tenía ganas de seguir practicando, salieron corriendo de la torre de Gryffindor, antes de toparse con Lupin y tener que darle cualquier tipo de explicaciones. Pettigrew corría detrás de ellos dos, portando él solo todos los libros. Finalmente encontraron un aula vacía y la emplearon.

Estuvieron allí toda la tarde, practicando y encantando objetos y a sí mismos, hasta que llegó Peeves y les lanzó libros de las estanterías, mientras reía socarronamente. Uno le dio a Peter en todo el ojo. Sirius, enfadado por aquella intromisión, apuntó hacia el poltergeist su varita y le lanzó un rayo de luz que le dio de lleno. Peeves quedó convertido en una pelota de goma.

–¡Vaya! –se quedó alucinado Sirius–. Como él es más pequeño me ha salido...

–¡Vámonos! –les espetó James–. Pronto volverá a ser normal e irá corriendo a avisar a Filch.

–Como si lo fuera a creer... –rió Sirius.

–Ante la idea de capturar a unos alumnos infringiendo normas –le dijo James–, ¡Filch le haría caso hasta a una mosca que pasara volando!

Y salieron corriendo.

Durante el resto del curso siguieron practicando mucho, y Peter consiguió por fin soltura con los encantamientos para transformar objetos. También pudo encantar animales, y pronto tuvo el reconocimiento para probar suerte con James y Sirius, aunque éstos estaban asustados de que Peter tuviese que probar con ellos.

–¿Y si secuestramos a Snape? –sugirió en una ocasión Sirius.

Cuando abandonaron la escuela para regresar a sus casas, el último día practicaron muchísimo, pues sabían que en todo el verano no podrían utilizar de nuevo la magia, y hasta septiembre habrían de conformarse con leer aburridos manuales en los que se explicaban cosas que luego no servían mucho a la hora de blandir la varita.

–¡Nos vemos el año que viene! –se despidió James en la estación de trenes de Londres.

–¡Adiós, chicos! –se despidió Peter.

Remus no iba con ellos, evidentemente. Ya no tomaba el tren, se quedaba con Dumbledore y utilizaba la chimenea de su despacho para viajar con él y llegar más rápido.

Los elfos domésticos se afanaron mucho aquel estío para que todo estuviese de nuevo reluciente el próximo curso, y cuando llegaron de nuevo los estudiantes, después de recibir un apetitoso banquete el primer día, James, Sirius y Peter resolvieron retomar sus clases donde las habían abandonado para conseguir transformarse aquel año.

El descanso estival les había venido bastante bien, porque al regreso estaban mucho más relajados y en un par de días, a excepción del pobre Peter, los restantes consiguieron transformar al otro en un árbol andante, y en otras muchas cosas más que se propusieron.

Tal día, cuando Peter estaba de espaldas, recogiendo su varita que se le había caído al suelo, pues James, bromeando, le había lanzado el expelliarmus, Sirius apuntó hacia él su varita y lo transformó en un cerdo.

–¡Genial! –exclamó James–. Eso ha sido una pasada.

–¿A que sí? –recalcó Sirius–. Si ya he podido convertir a alguien en un marrano, ya mismo estaré listo para practicar conmigo mismo –agitó de nuevo su varita sobre el cerdo, que pataleaba furioso, y volvió a convertirse en su amigo–. ¿Por qué no lo intentas tú, James?

–¡No! –gritó Peter, llorando–. ¡Yo no soy Snape para que bromeéis conmigo todo lo que queráis!

Pero ninguno lo escuchó y James lo apuntó con su varita y donde antes hubo boca ahora había hocico, y el cerdo volvió a aparecer en todo su esplendor, rosado y gordito.

Cuando los dos amigos dejaron de reírse y James pudo realizar el contrahechizo que hizo regresar a Peter a su forma habitual, éste lloriqueando, salió corriendo del aula gimoteando:

–¡Estoy harto de vosotros! ¡Os odio!

Pero al cabo de un par de días se le pasó el enfado y regresó a las prácticas de Transformaciones.

Durante una cena en la que Remus estaba enfrascado en una animada conversación con Frank mientras miraba de vez en cuando a Helen, en la mesa de Ravenclaw, quien le devolvía las miradas sonriente:

–Realizar los hechizos contra uno mismo es más difícil –comentó Sirius–. Hoy sólo he conseguido que me salga pelo por todo el cuerpo –se rascó el pecho–. ¡Y aún no se me ha ido del todo! Parezco un hombre lobo...

James y Peter rieron largamente.

A continuación, Sirius, con expresión galante, se volvió hacia un par de chicas que pasaban por detrás de él en ese momento, James se levantó del banco e interrumpió la conversación de Lily con otra compañera suya.

–¡Hola, Lily! –la saludó.

–¿Qué quieres, Potter? –fue el único saludo de la chica.

–Quería saber qué tenías pensado hacer el próximo fin de semana –dijo con voz melosa.

–Lárgate, Potter –lo espetó Lily.

Mientras tanto, triste, Peter se quedó mirando su plato de gachas de avena.

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–¡Oh, claro, señor Lupin! Siéntese –lo invitó a pasar a su despacho la profesora McGonagall–. Bien –dijo mientras consultaba unos pergaminos–, ¡aquí está!, Remus J. Lupin... Bueno, antes de nada –se interrumpió–, como jefa de tu casa quería preguntarte si todo va bien; ya entiendes, si tienes algún problema con tus transformaciones o algo así.

–No, nada –negó Remus.

–Me alegro –sonrió la profesora–, aunque si lo llegas a tener algún día, no lo dudes: ya sabes dónde está mi despacho –le sonrió más pronunciadamente–. Y ahora, ¡a lo que íbamos! A ver... Bueno, tú me dirás...

–¿El qué? –preguntó Remus.

–¡Oh, vamos, Lupin! –comentó McGonagall un poco exasperada–. ¿Pues qué va a ser? ¿Cómo quieres que te oriente si no me dices lo que quieres ser de mayor?

–Oh, claro –dijo Remus–. Me gustaría ser sanador, pero...

–¿Sanador? –confirmó la profesora McGonagall y Remus asintió–. Es complicado, ¿lo sabes?

–Oh, sí –asintió Remus con fuerza–, he dicho que me gustaría pero...

–Me agrada que sea consciente de sus limitaciones, Lupin –lo interrumpió McGonagall–. No es un mal estudiante, en absoluto, pero las notas que se exigen para la carrera de sanador no están a las manos de cualquiera, lamento decirle. ¿No habría ninguna otra cosa por ahí que le gustase también? –lo sonrió inquisitiva.

–Bueno, sí... –dudó Remus.

–¿Qué? –lo instó la profesora.

–Estaría bien auror –explicó Remus–. Sí...

–¿Auror? –confirmó McGonagall–. ¡Oh, estupendo! –hizo palmas insonoras–; es una carrera que le habría gustado a tu padre... –pero se interrumpió porque creyó que no debía mencionar a sus padres–. Bueno, las notas para auror no son tan exigentes como para sanador, pero aún así deber ser muy bueno, ¿comprendes? –Lupin asintió–. No obstante, la señorita Hallywell me ha dicho que eres un excelente alumno en Defensa contra las Artes Oscuras, que te esfuerzas mucho. Me alegro de oír eso... –le sonrió, y volviendo a mirar el pergamino–. Pero tus notas no soy muy notables en Pociones, me temo. El señor Dumbledore ya me explicó a la ida de MacGregor de los aspectos especiales a tener en cuenta contigo en relación a esa asignatura; no obstante, si te esfuerzas en esa prueba en el TIMO y consigues un Aceptable, el profesor Small me ha prometido que te cogerá en su clase –Remus sonrió, halagado–; me ha dicho que te esfuerzas mucho, y que eso le basta –volvió a mirar el pergamino–. Por lo demás, Lupin, debo decir que todo es correcto, y que no creo que haya problemas para que llegues a cursar la carrera de auror. Aun así, te pediría que fueses extremadamente cauto...

Pero se interrumpió. Una explosión en el pasillo hizo que ahogase un grito:

–¡Santa Rowling del cielo! –exclamó beata–. Estos niños son más gamberros cada año que pasa. Una ve cada cosa, señor Lupin...

Pero la explosión se repitió y un haz de luz verde se reflejó en el cristal translúcido del despacho de la profesora de Transformaciones. McGonagall, blandiendo la varita, se levantó y se dirigió hacia la puerta del despacho:

–Espero que no sean tus amigos Potter y Black, Lupin –dijo–. ¡Menuda cruz le ha caído a Gryffindor!

Giró el picaporte, y la profesora McGonagall se llevó una mano a la boca, impresionada. Remus vio cómo dos magos enmascarados y vestidos con túnicas negras lanzaban rayos a diestro y siniestro chocando algunos contra los alumnos que salían en aquellos momentos de las aulas próximas.

El señor Small vino corriendo, y cuando llegó, quedando impresionado, tomó aliento y blandió su varita, como la profesora McGonagall, aunque él, a diferencia que ella, tenía aliento para pronunciar algún maleficio:

–¡Impedimenta! –conjuró.

Pero el mago de la túnica negra evitó el rayo a tiempo, blandiendo hacia el profesor su varita y lanzando un terrible:

–¡Crucio!

El profesor Small cayó en tierra convulsionándose a causa del dolor. Remus estuvo tentado de correr en su auxilio, pero cuando se levantó de su silla para aproximarse a la puerta para ver mejor, McGonagall le espetó que se escondiese detrás del escritorio, cosa que Remus hizo por no desobedecerla, pero siguió mirando por encima de él.

Por fin, McGonagall levantó su varita y dirigió hacia aquel mago un hechizo que lo levantó del suelo y lo golpeó en la pared, interrumpiendo la sesión de tortura del profesor Small. La otra persona vestida de negro, en dos zancadas, se puso al lado de McGonagall y pronunció en voz baja unas palabras, con lo que, acto seguido, la profesora McGonagall pegó un salto y cayó en el suelo boca abajo.

–¡Eh! –gritó enojado Small–. ¡Que McGonagall ya está muy mayor para ese trato!

–Tú cállate –dijo el otro mago, que se había incorporado, y de nuevo blandía ante él su varita.

–Esa voz... –dijo Remus–. ¿De qué me suena a mí esa voz?

Pero amortiguada a través de la máscara, no conseguía descubrirlo. Tampoco le importaba: iban de nuevo a por el profesor Small, y él estaba allí escondido detrás de un escritorio, con McGonagall inerte sobre el suelo, sin poder defenderlo. ¿Y si mataban a Small?

En dos pasos se colocó en la puerta, blandiendo ante sí su varita y con voz amenazadora gritando:

–¡Expelliarmus! –y la varita del mago salió volando por el aire.

Sin embargo el mago no se preocupó, ni nada parecido. Más bien parecía regocijado, viendo allí a Lupin apuntándolo con la varita y con el rostro contraído; se reía, se reía con una risa macabra.

–Tú –dijo calmado, y se llevó una mano al bolsillo de la túnica y sacó un pequeño frasco de la túnica, que lanzó a Remus, con tan mala puntería que dio en la pared, la cual comenzó a derretirse como si le hubieran arrojado ácido.

Remus, que hubo de volverse, asustado, no pudo impedir que el mago recuperara su varita. Small comenzaba a levantarse del suelo, pero no tenía fuerzas.

–¿Nos la llevamos? –sugirió el mago al otro encapuchado.

–¡No! –gritó el otro–. ¿Y cómo la cargamos? ¿En hombros? No es a lo que hemos venido.

Pero dejaron de discutir, porque Remus había reaparecido en la puerta y con la varita y reiteró el conjuro de desarme, con tan mala puntería que le dio de lleno al mago en el rostro, saliendo disparada la máscara a unos metros de él.

–¡MacGregor! –exclamó Remus impresionado de ver a su anterior profesor de Pociones atentando contra el colegio.

–¡Mátalo! –ordenó MacGregor al otro mortífago.

Éste blandió la varita pero se le escapó de la mano.

–Bienvenido de nuevo al castillo, MacGregor –dijo Dumbledore reposado–. Me temía que te habías ido al bando de Voldemort –sonrió–. ¿Cómo has podido ser tan tonto?

–¿Tonto? –sonrió MacGregor con una mueca apuntando al director–. Es el mago más poderoso del mundo, Dumbledore, y lo sabes. Estar a su lado es un privilegio.

–¿Ah, sí? –repuso Dumbledore con calma–. Pero no, MacGregor, no. No me refería a eso. ¿Cómo has sido tan tonto de creer que podrías atacar Hogwarts? ¿Acaso Voldemort ha sido tan idiota de mandar dos encapuchados a crear el terror en mi escuela? –rió a mandíbula batiente.

–¡No insulte a nuestro Señor! –masculló el otro entre dientes, y Remus denotó que era una voz de mujer. Entonces vio que ella se abalanzaba hacia la varita, pero Remus, más rápido, le lanzó el ¡impedimenta!, y la bruja se quedó unos instantes inmóvil.

–Gracias, Remus –sonrió Dumbledore, sin dejar de mirar a MacGregor–. ¿Ves como es de gran ayuda este chico, MacGregor? Al contrario que tú.

MacGregor hizo una terrible floritura en el aire invocando la maldición cruciatus, pero Dumbledore, sin inmutarse, dio un golpe seco con la suya y desvió el rayo que, por desgracia, recibió uno de los chicos que observaban la escena desde la distancia.

–Dumbledore, cuidado con sus alumnos... –bromeó MacGregor–. Aquí, mi amiga y yo no hemos venido a hacer daño. ¡Ja, ja, ja!

La chica, quien había recuperado la varita, lanzó unas palabras terribles al aire y enseguida apareció la marca tenebrosa entre ellos, rodeándolos, asfixiándolos.

–¡El Señor de las Tinieblas está en esta marca! –gritó ella extasiada–. ¡Él vencerá!

Pero Dumbledore agitó de nuevo la varita y la marca desapareció, para sorpresa de la chica, que se lo quedó mirando con ojos de rabia. Intentó levantar la varita para pronunciar algo pero Dumbledore fue más rápido: alzó la suya y el corredor entero tembló. Ambos mortífagos cayeron al suelo y unas cuerdas, que surgieron de la varita del director, los rodearon.

–Aquí llega el final de tu aventura, MacGregor –sentenció Dumbledore con rostro adusto–. El siguiente capítulo lo escribirás en Azkaban. Remus, ayuda a la profesora McGonagall –mientras hablaba nunca dejaba de apuntarlos con las varitas–. ¡Y los demás –chilló–, fuera de aquí inmediatamente! ¡No quiero más heridos!

Remus se agachó al lado de la profesora y la meció con suavidad, pero ella seguía inconsciente. ¿Qué le han hecho?, se preguntó. Alzó la varita y pronunció el contramaleficio, y la profesora McGonagall abrió los ojos con lentitud, sonriendo al fin a Remus cuando lo reconoció. Se levantó con parsimonia y torpeza y observó a Dumbledore sin sorprenderse.

–Mire cómo está, Small –le ordenó éste, sin preguntarle por ella.

–¡Estoy bien!, estoy bien... –dijo el profesor recostado sobre la pared.

–Señora McGonagall –la miró Dumbledore con gravedad–, avise a los miembros de la orden. ¡Y a la señora Pomfrey! –añadió–. Dígale que hay un alumno herido por una maldición que he desviado; dígale que venga a recoger a Severus Snape.

–¡Maldito Dumbledore! –bramó MacGregor.

Dumbledore volvió a agitar la varita y dos pañuelos se anudaron alrededor de sus bocas.

–No sé cómo habéis tenido valor de penetrar en la escuela –discurrió Dumbledore–. Pues bien claro se lo hice saber a Voldemort en nuestro último encuentro: si él o cualquiera de sus mortífagos ponía un pie en mi escuela, yo iba a ponerme muy enfadado –dijo en tono infantil–. Si no le valieron mis palabras y ha querido retarme, no os quepa duda de que lo ha hecho. Pero vosotros ya no podréis llevarle el mensaje. A vosotros se os ha acabado el juego hoy –y dirigiéndose hacia Remus–. Escúchame, pequeño: utiliza los polvos flu que la profesora McGonagall tiene escondidos en su tintero y utiliza su chimenea para comunicarte con el Ministerio de Magia. Dile a la ministra de mi parte que se han atrapado dos mortífagos en la escuela, que se presente de inmediato para llevarlos a la prisión. Después lleva tú mismo a Snape a la enfermería, la señora Pomfrey está tardando demasiado. En cuanto hayas hecho todo eso, te pasas por mi despacho que deseo hablar contigo.

MacGregor, con la boca tapada, aspiró aire con violencia.

Remus obedeció de inmediato, y cuando hubo acabado se llegó al despacho del director, pues éste y los mortífagos ya habían desaparecido del corredor. Llamó a la puerta.

–Adelante –rugió Dumbledore–. ¡Oh, Lupin! –sonrió, y volviéndose a un hombre de mediana edad que estaba sentado frente a él, le dijo:– Alastor, te presento a mi hijo adoptado –rió–, Remus Lupin, una promesa de la Defensa contra las Artes Oscuras.

Moody le alargó una mano fría y húmeda.

–Vaya –silbó–. Dumbledore me ha dicho que lo has ayudado a coger a esos dos mortífagos.

–No –negó Remus–. Yo no he hecho nada.

–¿Ah, no? –lo miró sonriente Dumbledore.

–Inteligente y modesto, Albus –rió Alastor–. Sería una buena pieza para la orden –Dumbledore lo miró con dureza.

–¿Qué orden? –preguntó Lupin.

–Una orden –explicó Dumbledore levantándose de su asiento– que lucha contra Voldemort y de la que estoy a punto de expulsar a Moody, ¿verdad? –bromeó.

–¿Contra Voldemort? –repitió Remus y a McGonagall le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.

–¿Pronuncias su nombre? –preguntó Dumbledore que nunca más había hablado de Voldemort con Remus desde la fatídica noche en que desaparecieron sus padres–. ¿No te da miedo?

–¡Una buena pieza! –repitio Moody con fruición.

–¡Cállate, Alastor! –lo reprendió McGonagall–. El chico sólo tiene quince años.

–¡Yo quiero pertenecer! –se escuchó decir de pronto Remus, como si fuera otra voz en él la que hablara, impulsada por un resorte invisible–. ¡Él ha hecho que pierda a mis padres!

–Tienes quince años, estás en la escuela y no eres un auror –explicó Dumbledore con pesadez.

–Aunque quiere estudiar para ello... –repuso McGonagall apoyada en la chimenea.

–¿Sí? –preguntó Dumbledore con una amplia sonrisa dibujada–. No sabía nada.

–Una promesa, eso es lo que es –seguía diciendo Alastor en su asiento–. Bueno, ¿y cuándo piensa venir Mundungus? –preguntó.

Y un cuerpo torpe y andrajoso se descolgó del interior de la chimenea.

–¡Perdonad el retraso! –saludando a todos–. ¿Quién es? –señalando a Remus.

–El hijo que todo auror desea tener –repuso Alastor con calma–. Se ha enfrentado a dos mortífagos.

–¿Sí? –dijo Mundungus como si tal cosa–. Pues yo hoy me las he visto con una arpía que me quería comer el higado, la muy... ¡Mierda! –chilló–. Dumbledore, tienes más chismes que en una tienda...

–Si no me los tiraras –movía la cabeza Dumbledore de un lado a otro.

–¿Para qué quería que viniese, Dumbledore? –preguntó Remus sintiéndose estúpido.

–¿Es verdad que quieres ser auror? –lo cortó el director–. ¿Por qué no me lo habías dicho? Te podría dejar algunos libros...

–¡Oh, tito Albus! –dijo con sorna Alastor Moody–. ¿Quieres no atosigarlo, que sólo tiene quince años? ¿Y qué opina Paige de ti?

–Bueno... –no sabía qué responder Remus.

–Dice que es uno de los mejor alumnos que ha tenido nunca –contestó por él McGonagall–, junto con James y Sirius. Como jefa de su casa estoy muy orgullosa de ellos. Aunque Small, el jefe de la casa Slytherin, me dice que...

–¿Small es de Slytherin? –preguntó atónito Remus, interrumpiéndola.

–Oh, sí –contestó Dumbledore–. No todos los Slytherins son malas personas como MacGregor o tu padre.

–¿Mi padre? –preguntó de nuevo Remus–. ¡Él no era un mortífago!

–Oh, ya, ¡claro que no! –se apresuró a rectificar Dumbledore–. Pero tú y yo bien sabemos cómo es el pobre, ¿no? –le sonrió–. Bueno, que lo que quería decirte era que estoy muy orgulloso de ti después de verte hacer lo que has hecho –Remus se ruborizó.

–Ah... ¡Gracias! –dijo Lupin.

–Pero, Albus... –lo miraba éste meneando la cabeza–. ¿Quieres decirle ya que lo vamos a estar esperando para la orden?

–¡Moody! ¡No es más que un niño! –repitió Dumbledore–. Puedes irte, Remus. Alastor, Alastor... Eres un caso. Bueno, Mundungus, ¿qué has averiguado?

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Dos días después, próximos ya las pruebas oficiales del TIMO, Remus, haciendo un día impecable, decidió bajar a los terrenos aledaños al castillo para repasar bajo la sombra de un árbol, mientras la brisa le acariciase el rostro.

Se puso a memorizar unos hechizos cuando algo comenzó a acariciarle la espalda. Se quedó petrificado por la sorpresa, intuyendo que alguien lo estaría apuntando con una varita y practicando sobre él el maleficio de las cosquillas.

Se giró de un salto, y se cayó al suelo al ver que lo que le frotaba la espalda no era más que un perro grande y negro, que sacaba la lengua con frenesí. El perro saltó sobre Remus y se puso a lamerle el rostro.

–¡Quita, chucho! –lo apartó de un empujón.

Sacó su varita. ¿De dónde podía haber salido aquel perro? Nunca había visto ninguno en la escuela. Sólo había lechuzas, gatos y asquerosas ranas por doquier. El perro ladró, llamando también la atención de algunas chicas que pasaban por allí.

–¡Oh! ¡Qué perro más mono! –chillaban extasiadas–. ¿Es tuyo, Remus? –y lo acariciaban; el perro entornaba los ojos de placer–. ¡Qué perro más bonito! –decían–. Aunque está poco equipado –rió una señalándole la entrepierna.

A pesar del grueso pelaje, el perro se sonrojó. Ladró más fuerte y las chicas se alejaron. Volvió a ladrar, llamando la atención de Remus, que había regresado a repasar los hechizos. El perro se acercó y, mordiendo el libro, lo lanzó a unos pasos de distancia.

–¿Qué quieres? –el perro ladró–. ¿Quieres que te siga? –el perro se puso a dar cabriolas–. ¿Quieres jugar? –el perro salió corriendo, pero como viera que Remus no lo seguía, regresó y lo empujó por detrás–. Ya, ya... ¡Ya lo he cogido! –gritó–. Vamos adónde tú quieras.

Se internaron unos pasos en el bosque prohibido cuando Remus vio algo que no se esperaba: Peter estaba allí, atrapado por un ciervo adulto que corría en derredor de él. Peter gritaba:

–¡No, Remus, no! Es una trampa.

–¿Una trampa? –decía él.

–Sí –reiteraba Peter–. Son animagos.

Y el ciervo se convirtió en James y el gran perro en Sirius. Remus estaba más asombrado que antes.

–Sois animagos –dijo él.

–¡Qué listo! –ironizó Sirius–. Ya podemos acompañarte por las noches sin peligro alguno.

–¿Y Peter? –se interesó Remus.

–Aún le queda... –sonrió James–. Pero te seguiremos ayudando –añadió viendo que estaba a punto de echarse a llorar.

Sí, lo hicieron. Y una semana antes de los exámenes del TIMO lo consiguió, adoptando la forma de una diminuta y escurridiza rata.

–¿Y de qué me sirve una rata si no puedo controlar a Remus cuando se convierta en hombre lobo? –preguntó un día casi echándose a llorar.

Los exámenes fueron bastante bien. Transformaciones fue un éxito, mientras que Adivinación un profundo desastre. A todos, a excepción de Peter, les fue bastante bien en Defensa contra las Artes Oscuras, y Encantamientos también fue un regalo, según dijeron al salir de la prueba.

Sin embargo, la tensión les hacía estar más nerviosos que nunca. Un día, sin ir más lejos, cuando James estaba haciendo el tonto con la snitch que había robado en cierta ocasión al acabar un partido en que Gryffindor había perdido y Peter lo miraba arrebatadoramente, Severus, quien se encontraba repasando a unos pasos de ellos, fue sorprendido por Sirius y James una vez más, quienes le gastaron una broma tan cruel como acostumbraban. Nada tendría de especial en este caso si no fuese porque en aquella ocasión fue la primera en que Snape llamó sangre sucia a Lily Evans.

–Hasta el año que viene –se despidió Remus yendo hacia el despacho de Dumbledore para viajar utilizando su chimenea.