CAPÍTULO VIII (HOGWARTS: SEXTA PARTE – EL MAPA DEL MERODEADOR)
–¿Estás loco? –discutía Helen con Remus cuando salían de estudiar–. ¡No, no me intentes callar con un beso! Bueno, uno, y te sigo echando la bronca... –se dieron un largo y apasionado muerdo–. ¿Estás loco? –continuó–. Si os he visto yo, os ha podido ver cualquiera, ¿no te parece? Andando por ahí, de noche, transformado en licántropo, con tus tres amiguitos de animales...
–¿Nos viste? –le saltó Remus alarmado.
–¡Claro que os vi! –chilló–. Rondando por ahí así, de noche... ¡Delito! Piensa en lo que diría Dumbledore si lo descubriese. Con toda la confianza que ha depositado él en ti... Remus. ¡Remus! No te reconozco.
Se marcharon en silencio. Helen no le dijo nunca que no los había visto, sino que lo había soñado.
–Ya está la poción –sentenció James–. Podemos utilizarla cuando digáis.
–¿La poción? –preguntó Peter sin entender.
–¡Ah, cierto! No se lo hemos dicho –asintió Sirius–. Mira, Pet, que como ahora, después de ir todas las noches por ahí, hemos descubierto tantas cosas, habíamos pensado que podíamos inmortalizarlas en un mapa, para que en un futuro los demás pudiesen servirse de nuestros hallazgos.
–¿Y para qué sirve la poción? –preguntó Pettigrew.
–Para hacer el pergamino irrompible –explicó James–. Se introduce el pergamino en la pócima y ya no hay forma de romperlo.
–¿Ni con una varita? –se interesó Peter.
–Bueno, sí, supongo –repuso James–, pero con hechizos más potentes que los comunes, me temo.
–¡Déjalo, Pet! –lo reprendió Sirius–. Ni que quisieras romperlo... ¡Eh, Remus! –éste se sentó a su lado–. Tienes mala cara, chico. ¿Qué te ha pasado, Remus? ¿Nicked te ha dado calabazas?
–No es eso. ¡Cállate, idiota! –le respondió, hincando su tenedor en el filete a la plancha–. Nos ha visto rondando por la escuela por la noche y ya os podéis imaginar cómo –explicó con pesadumbre.
–¡Será entrometida! –apretó los nudillos Sirius.
–Ella no ha tenida la culpa de vernos, Canuto –repuso Lupin–. Y si nos ha podido ver ella, también cualquiera.
–¿Sí, Lunático? –dijo Sirius, a quien le había gustado que lo llamase por su recién adquirido sobrenombre–. Bah, eso da igual. Esta noche es el primer día de luna llena. ¿Adónde vamos hoy? ¡Vamos, anímate! Te mantendremos a raya James y yo. A Peter le daremos un poco de queso para que no se asuste por que lo vayas a pisar.
Remus sonrió.
–¡Sí, venga! –insistió Sirius–. ¿Adónde vamos esta noche?
Y la noche cayó pronto, sepultando la luz al destierro y extendiendo su manto negro por todo el firmamento. La reina de la dictadura nocturna apareció tras un amasijo de nubes y Remus, chillando de dolor, deshizo su batín en jirones y comenzó a mutar. Sus amigos, ya transformados en animales, lo observaban como si aquello fuese algo habitual.
Cuando Remus estuvo completamente transformado, se quedó mirando a sus compañeros y los sonrió. James, al trote, salió corriendo primero, y Sirius se quedó al lado del licántropo, vigilándolo.
Subieron por el castillo, hurgaron por los pasillos y descubrieron un pasadizo secreto más aquella noche. Pero cuando pasaron por el lado de los servicios de las chicas...
La puerta se abrió y apareció una alumna de segundo frotándose los ojos y bostezando. Gritó, tan fuerte que parecía que iba a despertar a toda la escuela. Remus se puso nervioso, e intentó abalanzarse sobre ella, pero Sirius lo mordía para que se quedara donde estaba. James, por su parte, se interpuso delante de la chica, mirando al hombre lobo con mirada calculadora. Peter, escondido en un rincón, temblaba de miedo. Sirius ladró, y Remus lo miró; volvió a ladrar, y Remus lo siguió, desapareciendo ambos en la oscuridad.
La chica se había caído al suelo y lloriqueaba, asustada, encogida en posición fetal. El ciervo la miró con resignación, y de pronto, quien la miraba no era otro que James. La chica ahogó un segundo grito, tan atronador como el primero, y se desmayó.
James se sonrió para sí.
–Menudo susto le hemos dado, ¿verdad, Peter? –éste se acercó royendo algo–. No podemos hacer otra cosa –sacó su varita y gritó:– ¡Obliviate! –y los ojos de la chica se pusieron en blanco–. ¡Váyamonos! –y una rata y un ciervo salieron corriendo detrás de un perro y un lobo.
–¡Faltó poco esta semana! –sonreía Sirius.
–¿De qué te ríes, idiota? –lo empujó Remus–. Pude haberla matado. ¡Pude haberla matado! ¿Te ríes? –le dio un nuevo empujón.
Longbottom apareció en el dormitorio.
–¿A qué vienen esos gritos? –preguntó–. ¿Ya os estáis peleando de nuevo? Vamos, Remus, que para algo eres prefecto... Remus miró a Frank con indiferencia–. ¿Venís a desayunar?
–Ahora... –susurró Sirius sin que Remus le soltase el cuello de la túnica. Frank desapareció–. Vale, lo siento. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué me ponga a llorar?
–Creo que sé una manera para que no se repita –los interrumpió James con gravedad–. Utilizar un encantamiento aparecedor en el mapa.
–¿Un encantamiento aparecedor? –preguntó Remus–. Eso es imposible.
–Podríamos hacer que no fuera un mapa corriente... –susurró James–. En vez de mostrar tan sólo los pasillos, las aulas, las habitaciones..., podríamos también indicar las personas que hay y dónde están, siempre y cuando sean magos y brujas.
–¿Y cómo piensas hacer eso, Cornamenta? –preguntó Sirius.
–Creo que sabré cómo –dijo–. Como sabéis el castillo es un volcán de magia y hechizos antiguos. Aquí nadie puede aparecerse y desaparecerse a placer, porque hay demasiada magia, ¿entendéis? Lo único que tenemos que hacer es emplear esa magia para nuestro beneficio.
–Pues no entiendo cómo –negó con la cabeza Remus mientras Peter los miraba sentado en su cama con el rostro plagado de incomprensión.
–Si practicamos ciertos encantamientos sobre el mapa –explicó James–, éste reconocería los pasillos y demás estancias del castillo. Como hay magia en el aire por donde quiera que estés, incluso por los terrenos, si los encantamientos salen bien, mientras el mapa esté en el interior del recinto del castillo, mostrará a las personas que haya en él y dónde se encuentran.
–¿Estás seguro que podrás hacer eso? –preguntó Sirius emocionado.
–Puedo intentarlo –replicó.
Y se pasó toda la hora de Historia de la Magia sentado al fondo, bien oculto tras Sirius, practicando encantamientos sobre el mapa. Un pequeño haz de luz iluminaba el pergamino pero se apagaba enseguida, y nada de lo que James había asegurado que podría hacer aparecía.
Como se comenzó a hartar de todo aquello, apuntó su varita hacia Peter y le lanzó el maleficio de los picores, con lo que se pasó toda la hora rascándose insistentemente.
–Nada –resoplaba James en el almuerzo–. ¡Eh, hola, Lily! –cuando pasó ésta a su lado, pero ella lo ignoró–. Bueno, que no, que no ha pasado nada. ¡No me ha salido!
–Pero ¿no decías que podías? –le preguntó Sirius disgustado.
James negó con la cabeza.
–Casi mejor así –aprobó Remus–. La próxima vez me quedaré en la Casa de los Gritos, donde Dumbledore quiere que esté, y no me moveré de allí. Y vosotros no volveréis a transformaros en animales. Sabéis que es ilegal.
–¡Qué pesado! –bufó Sirius–. Eres más latazo que el propio Peter. Míralo, ahí calladito, lo bien que se porta. ¿Quieres queso, Colagusano?
–Quizá si probásemos los cuatro a la vez... –propuso James.
–Ha sido una mala idea desde el principio –repuso Remus, y mirando a Sirius–, ¡todo! –hizo una pausa–. Aunque me lo pasaba bien con vosotros allí, a mi lado... –sonrió.
–¿A qué sí? –preguntó Sirius haciendo una mueca exagerada–. ¡Oh, James, has visto aquella Hufflepuff lo buena que está! –volviendo a mirar a Remus–. Terminamos de comer, nos subimos al dormitorio y encantamos el mapa.
Qué fácil lo pintaba. No obstante, siguieron sus órdenes. Extendieron el mapa cuan grande era sobre la cama de James y los cuatro blandieron ante él sus varitas.
–¿Estáis preparados? –preguntó James, y todos asintieron–. A la una, a la dos, y...
Cuatro rayos de luz salieron disparados hacia el mapa, y éste quedó iluminado por una luz brillante y cegadora hasta que los cuatro rompieron la conexión, uno a uno. La luz se desvaneció lentamente y volvió a inundar en un segundo todo el mapa de nuevo. Entonces pegó un salto el pergamino, se encogió, dobló y enrolló. James lo cogió y le dio un golpe con su varita. Sonó como si alguien hubiese echado un cerrojo, y apuntándolo de nuevo una gota de tinta cayó de la varita sobre el pergamino, derritiéndose como si el mapa estuviese ardiendo.
Rozó con su varita el papel y, con voz extremadamente aguda por la emoción, dijo:
–Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.
Y apareció escrito en letras huecas: "Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta están orgullosos de presentar: EL MAPA DEL MERODEADOR." Y el mapa se desplegó, dejando ver el contenido del mismo: pasillos, aulas, habitaciones.
–¡Mirad! –gritó Sirius extasiado–. Pone "Albus Dumbledore", e indica su despacho. ¡Qué pasada! –silbó.
–Y aquí estamos los cuatro –señaló Peter su dormitorio–. ¡Y Frank está entrando por el retrato de la Señora Gorda! –señalando un punto en el que ponía "Frank Longbottom".
–¡Guardadlo! –los espetó Remus–. Ha sido fenomenal, ¿verdad?
–Pero sólo lo podemos utilizar cuando el mapa esté dentro de la escuela –aclaró James–. Pero así podemos ver quién viene y quién va, ¿no es increíble?
Todos asintieron.
–¿Qué es increíble? –preguntó Frank, que acababa de entrar en el dormitorio–. ¡Era broma! No hace falta que pongáis esa cara de preocupación. No, ¡no lloriquees, Peter!
–Bueno, me voy a ver a Helen –dijo Remus y salió corriendo.
La encontró en la biblioteca, donde estaba estudiando Transformaciones.
–Son tan complicadas las transformaciones humanas –explicó–, que estoy por pedirle ayuda a tus amigos.
–¿Ah, sí? –dijo Remus–. No te lo aconsejaría. Ahora te podrían ver venir y saldrían corriendo, créeme.
–¿Cómo que podrían verme venir? –preguntó la chica–. Bueno, déjalo...
–¿Sabes qué? –dijo Remus de pronto–. He encontrado algo increíble. Y quiero enseñártelo, ¿me dejas? –Helen se encogió de hombros primero y luego asintió–. ¿No habrás adivinado lo que es?
–¡Oh, qué pesado eres, Remus! –rió Helen–. No soy una bola de cristal parlante, ¿sabes? –y volviendo a mirar el libro–. Voy si me prometes que no volverás a salir de la Casa de los Gritos, tal y como te indicó Dumbledore.
Remus lo prometió, aunque no lo cumplió, pero Helen, ignorante de eso, consintió y lo acompañó adonde él dispuso. Quedaron dos días más tarde, a medianoche, en el vestíbulo.
–Llegas tarde –dijo Helen sin enfadarse–. Bueno, ¿qué querías que viese?
Remus no dijo nada, la apuntó a los ojos con la varita y lanzó un maleficio.
–¡No veo nada, Remus! –chillaba enloquecida–. ¿No me habrás lanzado un maleficio de ceguera? Serás...
–¿A ver qué adivinas ahora si no ves nada de nada? –bromeó el otro.
La guió por el castillo:
–Sígueme –susurrándole al oído–. ¡Escalón! Sí, vamos, arriba. Uno más. Ya está. ¡No, cuidado, por ahí no! Por ahí va Filch.
–¿Lo has visto? –preguntó ella–. ¿Cómo lo has sabido?
–Me estás pegando un poco tu don –rió Remus–. ¿Te puedes creer que he tenido una premonición?
–¿Ah, sí? –sonrió con sorna ella.
–Un poco más y... ¡Hemos llegado! –la volvió a apuntar con la varita a los ojos directamente y los efectos de la invidencia desaparecieron–. ¿Qué te parece?
–¿Esa horrenda puerta o el que me hayas devuelto la vista? –preguntó–. Con respecto a lo primero, tienes muy poco sentido de la belleza, y en cuanto a lo segundo, ¡eres todo un caballero! –ironizó.
–Es la Sala de los Menesteres –explicó ignorándola–. La descubrí hace unas semanas. Ya verás, ¡es fabulosa!
Y abrió la puerta y Helen se quedó boquiabierta. A su alrededor había cientos de velas flotando, dotando a la habitación de una luz trémula pero romántica. Había una ancha cama de matrimonio en el centro con almohadones y cojines con forma de corazón y un cobertor hortera de color rosa. Pegada a la pared, una cómoda con un espejo.
–Es maravilloso, Remus –dijo Helen pasando por entre la hilera de velas–. Te habrá tenido que llevar horas preparar todo esto...
–Bueno... sí –mintió–. Pero si te gusta me quedo satisfecho.
–¿Que si me gusta? –se volvió hacia él–. ¿Estás en broma? –lo besó–. No pensaba que pudieses ser tan... ¡romántico! ¡Oh, Remus, cómo eres! –se besaron apasionadamente–. Esto compensa el maleficio de invidencia.
Después ella se recostó sobre la cama y él se giró para echar todos los cerrojos que había, que por lo menos eran veinte, pues la sala había sido muy oportuna y había comprobado que necesitarían intimidad. Luego Remus se acercó y se acostó a su lado. Helen pasó su mano, temblorosa, por el pecho de él, acariciándolo.
–Gracias, Remus –dijo ella–. Va a ser una velada magnífica.
–¿Quieres champán? –preguntó Remus poniéndose colorado y señaló una mesilla que había en un rincón, casi imperceptible. Sobre ella había un par de copas heladas y la botella–. Brindemos.
–Por ti y por mi, Remus –sugirió ella mirándolo con pasión.
–Por nosotros –repitió él y golpearon las copas. Bebieron y se besaron.
Se acercaron con la timidez de los cuerpos que transmiten su torpeza y sus ansias en la primera vez. Se besaron, se acariciaron, pasearon sus manos y se desprendieron de sus túnicas. Rozaron sus cuerpos y se amaron.
Las llamas de las velas se apagaron cuando el amor brillaba con intensidad.
–Eres increíble, Helen –dijo Remus, recostado a su lado.
–Tú también –dijo ella, tomando aire–. Te amo.
Y se besaron.
Después de media hora allí plantados se vistieron y decidieron regresar a sus cuartos. Cuando abrieron la puerta encontraron una sorpresa:
–¡Oh, Lunático! ¿Tú también utilizas esta sala para...? –le preguntó Sirius que estaba sentado en el suelo con una bruja rubia–. Eres un máquina, tío.
Helen lo miró impresionada por su don de palabra.
–Que haya suerte –le susurró Remus a Sirius al oído, y éstos se perdieron en el interior de la sala, que ya no contenía velas ni cómodas ni neveras, sino una sola cama, mucho menos opulenta que la de Helen y Remus, y un sinfín de aparatos de sadomasoquismo mágicos.
–Buenas noches, mi lobo –se despidió Helen a la entrada del escondite de los Ravenclaws.
–Hasta mañana –se despidió Remus.
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–¡Oh! Pensaba que ya no vendrías a visitarme. ¿Quieres una taza de té? –lo invitó Dumbledore.
–Sí, gracias –consintió Remus.
–Bueno, y ¿cómo te va con esa chica, Helen Nicked? –le preguntó con una sonrisa bobalicona en el rostro.
–Bien –contestó Remus sin entrar en detalles ociosos.
–¡Oh, oh! –se frotó las manos Dumbledore–. Claro, me alegro. Si quieres ir algún día al callejón Diagon para comprarle algún regalo, tan sólo tienes que pedírmelo –le guiñó un ojo, y se sacó un monedero de la túnica–. ¿Cuánto quieres?
–No quería comprarle nada –repuso Remus tranquilo, sonriéndose para sí.
–¡Oh, vamos, chico! –meneó la cabeza Dumbledore–. Te estoy abriendo un monedero que contiene... ¡Vaya, está vacío! –lo sacudió y no se escuchó el tintilineo de ninguna moneda–. Bueno, te estoy ofreciendo dinero, ¿y no quieres comprarle nada? Pues vaya...
–No –repitió Remus–. Había venido porque estaba pensando en aquello de la orden.
–¡Oh, no, Remus! –se frunció de pronto el rostro del director–. No vuelvas a ese tema, que nos conocemos. Ya te lo zanjé este verano, ¿recuerdas? Ninguna palabra más de la orden, me dijiste, y yo te creí.
–Pero... –repuso Remus.
–No hay "peros" que valgan, Remusito... –sonrió–. Tienes dieciséis años, ¡santa Rowling!, y estás pensando en asociaciones en contra de la magia tenebrosa en lugar de divertirte y salir por ahí, como hacen los chicos de tu edad.
–Ya hago eso –dijo Lupin–, pero yo querría ser de la orden...
–Y yo querría ser un mono y me aguanto, Remus –rió–. No, no. Dieciséis años... ¡Se habrá visto qué empeño!
–Voldemort mató a mis padres... –explicó Remus–. ¡Yo debería pertenecer a esa orden!
–Es una orden antitenebrismo –explicó Dumbledore agitando la mano–, no una asociación mágica de víctimas del terrorismo mágico, Remus. ¡No seas pesado!
–Cuando salga de la escuela quiero pertenecer a la orden, Dumbledore –se puso serio–. Lo deseo. Moody dijo que era muy bueno para eso.
–¡Moody! –se llevó las manos a la cabeza Dumbledore–. Alastor Moody le diría hasta a un mosquito que es un experto luchador si éste consigue picarle a un mago tenebroso. Déjate de tonterías ya, Remus.
–El año que viene acabo mis estudios en Hogwarts –explicó el chico con voz apasionada–. Comenzaré a estudiar para auror. Creo que podré ser útil para la orden. ¡Quiero ser útil para la orden!
–Ya hablaremos cuando acabes, Lupin –zanjó la discusión–. Y ahora, si te parece –poniendo la voz melosa–, ¿por qué no nos damos una vuelta por el callejón y le compras un regalo a tu novia mientras yo busco un remedio para una muela que me está matando? ¿Eh?
Y la chimenea se los engulló.
–Otra vez ha salido del colegio –masculló Sirius observando con detenimiento el mapa–. Se mete en la chimenea y... –dio una palma y Peter se cayó de la silla de la impresión– ¡bum! Desaparece.
–Es injusto –expresó su opinión Peter.
–No es injusto –se encogió de hombros James–. Remus es su niño querido, y después de todo lo que pasa Remus con sus transformaciones, no le viene mal que alguien le mime un poco, ¿no os parece? –a Peter no le parecía, pero no volvió a hablar.
