CAPÍTULO IX (HOGWARTS: SÉPTIMA PARTE – RETORNO)

–Bueno, ¿y cómo te va este curso? –se interesó Remus.

Helen y él estaban sentados al aire libre en los terrenos de la escuela.

–Bien –respondió ella escueta.

–No te veo yo muy convencida –repuso él mirándola con desdén.

–Es que, bueno, imagínate. Esto es complicado –explicó ella frenética–. Figúrate: séptimo curso... Los ÉXTASIS están a la vuelta de la esquina, y me parece que no estoy suficientemente preparada.

–Yo por eso no quise ser sanador al final –comentó Remus–, porque sabría que no podría.

–Pero yo sí quiero ser sanadora –aseguró Helen–. Es mi sueño. Mi madre también lo es; ella trabaja en San Mungo. Mi padre también es sanador, o bueno, un sanador muggle. Ellos lo llaman médico. Mi madre lo conoció cuando estaba haciendo un trabajo sobre medicina muggle –se detuvo un segundo–. ¡A mis padres les gustaría que yo fuese una sanadora!

–¿Y a ti? –mirándola fijamente.

–Por supuesto, ¿qué crees? Es mi sueño. Flitwick dice que voy muy bien, que seguro lo consigo. Ojalá. Incluso se ha mostrado interesado en mostrarme unos conjuros reparadores de su propia invención que me podrían hacer subir puntos en el examen.

–¡Vaya!, pues si te va bien entonces, ¿no?

–Sí, ¿y a ti?

–No tan bien, pero sí, no me puedo quejar –contestó.

–¡Ah, hola, por fin te encuentro! –lo saludó Sirius alegre–. Hola, Helen.

–Hola, Sirius –dijo ella.

–¿Qué querías, Canuto? –le preguntó Remus.

–Me preguntaba si querrías acompañarme al estadio de quidditch a volar un rato –y volviéndose a Helen–. Tú también puedes venir si quieres.

–¿Y de dónde cogemos las escobas? –preguntó Remus inquisitivo.

–Pues del despacho de la señora Hooch, ¿de dónde si no?

–Pero eso es... –comenzó a reprenderlo Helen–. Bueno, a mí me da igual... Aunque no sé me da muy bien volar.

–Remus te enseñará, ¿verdad, Lunático? –insistió.

–¡Oh!, por supuesto –consintió.

–¿Por qué razón tenéis que llamaros por esos estúpidos motes? –se encogió de hombros Helen–. Me pregunto, Sirius, cómo pudiste inventarte esa tontería.

–Para mí un privilegio –ironizó con sorna.

Y tomaron el camino hacia el estadio.

–¿Y por qué no has ido con James, eh, Sirius? –le preguntó Remus.

–¡Oh, bueno, eso! –se rascó la cabeza–. Es que James ha quedado con Lily.

–¿Cómo? –lo instó Lupin–. ¡Eso es imposible!

–No, allí están –señaló Helen hacia el lago, a cuya orilla paseaban sonrientes. Sirius añadió con pesadez:

–Al parecer, Evans por fin se ha fijado en James... ¡Hay que fastidiarse!

–¿Es que te gustaba Lily? –le dio un codazo Helen a Sirius.

–No, no es eso –añadió enseguida él–. Es que ahora sólo podemos pillar a Snape cuando ella no está delante, porque James tiene que parecer un niño bueno.

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–¿Se puede? –llamó Remus a la puerta del despacho de Dumbledore–. ¿Para qué me has llamado, Dumbledore?

–Siéntate –lo invitó éste sin aspavientos.

–¿Qué quieres? –insistió el chico.

–Hacer algo a lo que no creía que tuviera que recurrir en la vida, Remus: reñirte –admitió–. Quizá lo que has hecho te parezca muy gracioso, pero yo, lo siento, no soy de la misma opinión –se levantó y se puso a pasearse por el despacho–. Conozco a Moody desde hace tantos años que ya no los recuerdo –dijo sin sonreír–. No sé cómo esperabas que si le mandabas esa carta yo no me iba a enterar nunca.

–¿Qué carta? –preguntó Remus inocente.

–No te hagas el tonto conmigo, Remus, eso no servirá, lo sabes. Ambos sabemos, ¡ambos! –insistió–, que estás un poco pesado con eso de que se te admita en la orden, pero nunca creí que pudieses llegar a escribirle a Alastor pidiéndole que me insistiese para que se te aceptase. Por supuesto, para Moody eso no es sino una muestra de tu carisma y tu empeño, y sí, me ha intentado convencer –Remus sonrió–. Es más, no para de hablarme de otra cosa últimamente. No sé qué ha podido crear en Alastor tan buena sensación de ti, Remus, pero lo tienes alborotado al pobre.

–¿Eso es malo? –preguntó el chico.

–No es malo, ni bueno –dijo–. Simplemente, es. Ya te he reñido, Remus, ¿conformes? Ahora el resto. Pues, no obstante, te has salido con la tuya. He de decirte que Alastor es un excelente rival, que no se detiene hasta salirse con la suya. Me ha convencido...

–¿Cómo? –se levantó de un salto Remus de la silla volcando ésta–. ¿Me vais a admitir en la orden?

–Sí y no –habló Dumbledore enigmático–. En cuanto salgas de la escuela, dentro de unos meses, sí, serás admitido en la Orden del Fénix, pero como no eres auror ni un mago con experiencia te limitarás a hacer lo que los demás te ordenen, trabajos de segundo orden, quiero decir –Remus resopló–. ¡Pero es una oportunidad, Remus! ¿Qué esperabas? ¿Enfrentarte a algún mortífago o al mismo Voldemort el primer día? No todos en la orden tienen esa suerte, o desgracia, mírese por el lado que más convenga. Míralo por este otro lado: estarás rodeado de los mejores aurores que existen, de magos experimentados en la defensa contra las artes oscuras que podrán enseñarte trucos que no se enseñan ni en los libros; tendrás un sueldo, cosa que no es nada despreciable, y menos en tu caso, ya que, como debes intuir, no muchas personas consentirán a su lado un empleado que deba tener una semana de vacaciones al mes; y, en tercer lugar, las misiones que se te encargarían también serían vitales para el funcionamiento de la orden: interrogatorios y cosas de ese tipo. ¿Entiendes?

–Oh, sí, claro –asintió fuertemente Remus–. Me parece estupendo.

–Y a mí me parece estupendo el que a ti te lo parezca –sonrió–. Aunque no serás el único –añadió Dumbledore, sentándose de nuevo tras el escritorio–. Supongo que podríamos coger a algunos alumnos más que fuesen a hacer la carrera de auror, para que ellos también pudieran ver lo que esa profesión es en la vida real.

–Me parece una idea genial –sonrió Remus–. Gracias por haberme dejado entrar en la orden.

–Dale las gracias a Alastor –resolvió Dumbledore con soltura–. Y ahora vete, aprisa. Va a caer la noche y debes abandonar el castillo.

Remus salió, no sin reiterar por lo menos cinco veces más lo afortunado que se sentía de poder participar en la orden. Bajó las escaleras hasta la gárgola y una vez abajo se puso a pegar saltos de alegría y exclamar de emoción.

–Al menos hay alguien que tiene un día feliz –lo saludó el señor Small al pasar a su lado.

Remus salió corriendo en dirección a la sala común de su casa. Se detuvo ante el retrato de la Señora Gorda, radiante de felicidad, quien le pidió la contraseña. Éste la gritó.

–Calla, insensato –lo chistó la gorda señora–. ¿Quieres que te oiga toda la escuela? Pasa, anda.

Remus entró, y le salieron al paso sus tres amigos, quienes le hicieron salir fuera.

–¿Para eso me interrumpes? –se enfadó la Señora Gorda con Remus.

–¿Qué pasa? –les preguntó Remus sin comprender.

–No podemos enseñártelo en la sala común porque está llena de gente –explicó Sirius.

–Ni tampoco en el dormitorio porque Frank está estudiando allí –siguió James.

–Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas –proclamó Sirius con la varita sobre el mapa–. Hemos descubierto a alguien que se llama como tú.

–¿Como yo? –los miró extrañado Remus.

–No... –negó con la cabeza Peter.

–Ha atravesado volando el colegio –expuso Sirius– y ha aterrizado en el bosque prohibido. Ahora va andando. Se acerca al sauce boxeador.

Remus miró donde indicaba su amigo y vio que una pequeña mota tenía el siguiente letrero: "Julius Lupin".

–¡Es mi padre! –exclamó–. ¡Ha vuelto!

Y salió corriendo.

–¡Espera! –le gritó James.

Pero no les esperó.

–Se te ha caído... –decía Sirius, pero no se giró para ver el que era.

Bajó las escaleras a toda carrera y llegó al vestíbulo. Miró en derredor, pero ya apenas quedaba luz. No veía nada. Salió corriendo, pisando la hierba con firmeza. En cuanto llegase al sauce boxeador lo encontraría, vería a su padre, a quien no veía desde hacía tanto tiempo...

Allí estaba: el sauce boxeador. Pero ¿dónde su padre? Se detuvo, recobrando el aliento, observando en derredor de sí, hasta que vio una figura que andaba hacia el norte. Salió corriendo en su dirección.

–¡Papá! –le gritó en tanto llegaba.

Julius pegó un salto del susto y blandió su varita. Un haz de luz salió de su ella, apuntando hacia Remus, quien entornó los ojos.

–¿Eres tú, Remus, hijo? –preguntó.

–Sí –respondió poniéndose el brazo a la altura de los ojos para impedir que siguiese taladrando su vista–. ¡Quita esa luz!, no puedo ver.

La luz se extinguió de la varita y allí se quedaron plantados padre e hijo, como dos desconocidos cualesquiera.

–¿Dónde te metiste? –preguntó Remus con lágrimas en los ojos–. Cuando mamá murió, ¿dónde te metiste?

–Tuve que huir, Remus –explicó–. Creí que a estas alturas ya lo habrías comprendido todo.

–¿Comprender qué? –dijo–. ¿Por qué Voldemort mató a mamá?

–¿El Señor Tenebroso? –rió el señor Lupin, que no había bajado la varita–. ¿El Señor Tenebroso? –repitió–. No, él no la mató. Fui yo.

–¿Tú? –la barbilla de Remus comenzó a temblar.

–¡Oh, claro! –respondió en un arrebato de carcajadas furiosas–. ¿No esperarías que fuese a estar siempre bajo las órdenes de la sangre mestiza de tu madre? Una sangre mestiza y un híbrido en casa, cierto que he sido muy desgraciado –rió con la furia de un demente–. El Señor de las Tinieblas me dijo que me recompensaría si lo ayudaba, y que para ello tan sólo tenía que ofrecer una muestra de fidelidad: matar a mi familia.

»Con Nathalie fue sencillo; ¡la veía demasiado! Pero contigo... Dumbledore te protege mejor de lo que tú mismo te imaginas. Ese mago aguileño e idiota te ha cuidado como si fueses su propio hijo. Su propio hijo... ¿Es que renuncias de mí? –contrajo el rostro Julius en un asqueroso gesto de repugnancia–. ¿Me querías olvidar por ese director de pacotilla?

Levantó su varita y la maldición cruciatus golpeó contra Remus con toda su intensidad. El chico calló al suelo, inconsciente de todo a causa del dolor, clamando y chillando, atravesado por el dolor.

–Soy tu padre, Remus, yo te he criado, yo te he cuidado. ¿Cómo has podido olvidarlo? ¿Cómo has podido olvidarme por ése? ¡Levántate! –Remus lo hizo con dificultad, metiéndose la mano en el bolsillo. Pero su varita no estaba, ¡no estaba! ¡Aquello habría de ser lo que se le había caído!– A pesar de todo, Remus Julius, al Señor Tenebroso no le gustó nada esa obsesión de Dumbledore por protegerte. Era irracional –tragó saliva–. Ni yo mismo sabía que el Señor de las Tinieblas tuviese la misma aversión por los híbridos que por los sangre sucia o los muggles. Fue una sorpresa. Tenía que acabar contigo; lo había decidido. Tú no podías resistírsele.

»¡Crucio! –los efectos de la tortura se repitieron–. No me mires así. ¡Mírame con respeto! ¡Mírame como a tu padre!

»Mi Señor Tenebroso no se atreverá a poner un pie en Hogwarts porque sabe que con ese estúpido director correría un peligro irracional. No obstante, hace unos años envió a un par de mortífagos: MacGregor y la joven Baer; el primero era demasiado impetuoso como para que mi señor lo quisiese a su lado, y la guapa Baer ya había fracasado en demasiadas ocasiones como para ser útil. Como ves, mi señor sabía que estaban condenados al fracaso, que los atraparían, pero le daba igual. ¿Y sabes cuál era el objetivo de su inmersión en la escuela, eh? ¡Matarte! –levantó la varita y repitió la maldición prohibida–. Ya verás qué placer cuando yo le lleve tu cuerpo esta noche y vea lo que he podido hacer bajo las peludas cejas del viejo ese, Dumbledore.

–Pero no me mataron ese día –logró decir con mucho esfuerzo Remus–, ni tampoco podrás tú hoy.

–¡Oh, hijo! No seas tonto, ¿quieres? –lo ridiculizó–. Debes de estar en séptimo curso y no eres muy buen mago, ¿verdad? Metido de lleno en un duelo y no saber que tendrías que utilizar la varita –ironizó riendo–, dime, ¿qué pensaría Albus Dumbledore, el amigo de los muggles y de los licántropos?

–Dumbledore ha sido mejor padre de lo que tú lo has sido nunca –gritó Remus con las pocas fuerzas que conservaba.

–¿Para qué gritas? –rió su padre–. El castillo está demasiado lejos para que nadie te oiga. ¿O es que estás demasiado cansado? Si quieres que acabemos ya de hablar, tan sólo dímelo –y acercándose a él y mostrándole sus dientes amarillos y diabólicos–. Sólo se acordarán de ti cuando vean la marca de mi señor sobre tu cadáver, hombre lobo. Pero ¡vamos! Te ofrezco una oportunidad: batirte en duelo con tu padre.

–No tengo varita... –confesó al fin.

La risa de Julius Lupin reverberó por los terrenos como un veneno.

–¡Idiota! –gritó cruel–. No mereces llevar mi apellido... Es una vergüenza para el antiguo legado de los Lupin. ¡Que el último eslabón de la familia sea un inepto licántropo! Acabemos ya, Remus Julius Lupin. Saluda a la muerte de mi parte.

Y Julius alzó la varita colocándose en posición de duelo, y ofreciendo un rostro comedido y frío se dispuso a invocar la maldición. Remus, agotado, pensaba con todas las escasas fuerzas que le quedaban cómo iba a escapar de aquello, si es que acaso había escapatoria posible.

Y entonces la vio, sobre su padre, tan arrebatadora como siempre: luminosa y redonda, apareciendo al desaparecer las nubes de su faz.

Remus comenzó a gritar por un dolor renovado, el de la transformación.

–No te acerques, ¿eh, Remus? Estoy armado –señalando su varita–. Soy tu padre –sonrió con ternura mal fingida.

Pero Remus ya no reconocía a su padre ni a nadie, sólo el cuerpo asustado que retrocedía a unos pasos de él. Julius Lupin agitó la varita, pronunciando a voz en grito, pero Remus se abalanzó de un salto y de un zarpazo lanzó la varita a la penumbra. Hincó sus dientes en su padre y lo devoró.

Enseguida aparecieron tres animagos que lo agarraron y mordieron para que dejase al humano.

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–¿Estás bien, Remus? –le preguntaba insistentemente Dumbledore en su despacho. Moody y McGonagall también lo miraban.

–¿Por qué me miran así? –agachó la cabeza indignado, entre lágrimas–. ¡Él pensaba matarme!

–Lo supusimos, chico –repuso Moody con brusquedad.

–Él mató a mi madre, me lo confesó –explicó Remus.

–Ya me lo imaginaba –confesó Dumbledore.

–¿Cómo? ¿Usted sabía que mi padre mató a mi madre?

–No he dicho que lo supiese, Remus –lo corrigió–, sino que lo intuía. No te lo había dicho porque no quería cargarte con ese peso extra, pero sabía que tu padre era un mortífago.

–¿Cómo lo sabía? –le inquirió Remus.

–Porque mató en mi presencia a uno de los mejores miembros con que contaba la orden –expuso–. Después se desapareció enseguida.

–Oh, sí, el pobre Barrett –meneó la cabeza Moody.

La profesora McGonagall se puso a revolver el pelo del chico con carácter maternal.

–Has sido muy valiente –le dijo.

–Yo no quería matarlo –lloró Remus–. ¡Me hubiera conformado con mandarlo a Azkaban! Pero no tenía la varita... Se me había caído.

–Pero él sí pensaba matarte, Remus –arguyó Dumbledore–, y fue un descuido por su parte exponerse ante ti una noche como aquélla, consciente de lo que puedes llegar a ser capaz cuando ves aparecer la luna llena. Y ahora sabemos también, según lo que nos has contado, que Voldemort no te tiene mucho aprecio.

–Pero ¿qué le he hecho yo a él? –repuso Remus gimoteando–. ¿Qué?

–Nada –contestó el director–, pero ya te expliqué hace algún tiempo que Voldemort disfruta por el mero hecho de matar. La venganza es su palabra favorita, y ya ha perdido tres mortífagos contigo. ¿Crees que no le importara sacrificar la vida de un cuarto mientras él siga teniendo su trono y personas bajo él a quienes pueda dar órdenes? –volviéndose hacia Moody y McGonagall–. Este chico ya se ha ganado todos los honores para entrar en la Orden del Fénix –explicó–, y la orden debe comprometerse a vigilarlo, al menos hasta que pase el peligro. Tampoco estaría de más echarle un vistazo a sus amigos, ya que no sabemos cómo querrá Voldemort acercarse hasta él.

–Perfecto –dijo McGonagall tras reponerse de escuchar el nombre del hechicero.

–Pero, Dumbledore –empezó tímidamente el chico–, ¿no me van a expulsar por haber matado a alguien en la escuela? ¿Se ha debido enterar todo el mundo?

–¡Oh, sí, claro que se han enterado! –repuso Dumbledore sonriente–. El cuerpo tenía señales de dientes de lobo, y eso es lo que ha pasado. Lo ha devorado un lobo, un lobo común. Todo el mundo se pregunta cómo no pudo utilizar la magia a tiempo. Nadie sospecha de la existencia de un hombre lobo en Hogwarts, puedes estar tranquilo. Y ahora puedes volver a tu dormitorio, me imagino que tus amigos Gryffindors tendrán ganas de verte. ¡Ah! Y te aconsejo que te olvides de todo esto como si no hubiera pasado y te pongas a prepararte a fondo tus ÉXTASIS. No estaría mal que comenzases a estudiar con Helen Nicked.

Remus comprobó por el mapa que McGonagall y Moody pasaron toda la noche en el despacho del director, paseándose de un lado a otro. Sólo a primera hora de la mañana McGonagall salió y se dirigió hacia su aula para impartir su clase y Alastor desapareció por la pared de la chimenea.

–¡Lo siento! –fue corriendo hacia él Helen–. Sirius me lo ha contado todo. No lo sabía. Pude haberlo adivinado, pero no lo sabía...

–No es culpa tuya –le susurró al oído y le secó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.

–Ya no tienes a nadie –y lo miró directamente a los ojos.

–Te equivocas –dijo él rotundo–. Tengo a Dumbledore y te tengo a ti.

Se abrazaron.

–Le doy permiso, señorita Nicked, para que se siente en la mesa Gryffindor para almorzar, pues no creo que Lupin tenga inconveniente de que coma de su plato, pero, se lo suplico, apártense de la puerta –rugió la profesora McGonagall.

Tal hicieron.

–¿Cómo tú aquí? –preguntó James, haciendo manitas con Lily por debajo de la mesa–. ¿No se supone que deberías estar en tu mesa?

–McGonagall me ha dado permiso para sentarme aquí –explicó, y volviéndose a Remus–. ¡Estoy muy preocupada! Pensar que te lanzaste encima y...

–Él me quería matar a mí antes –explicó Remus sin expresividad cogiendo una pata de pollo.

–¿Quién te quería matar? –preguntó Lily mirando a uno y otro con incredulidad.

James miró a Remus sin saber qué decir, y después a Sirius.

–Ella es de la familia –bromeó Sirius–. ¡A ella se lo puedes explicar, Lunático!

–¿Todo? –preguntó James preocupado por lo que su novia haría si descubría que él era un animago ilegal.

–Por mí no hay problema –dijo Remus, mirando a uno y otro lado viendo que nadie más prestaba atención a su conversación–. Soy un licántropo –dijo como si no le diera importancia–. Cuando tenía cuatro años me mordieron y por eso es que no me ves cuando es luna llena, ¿entiendes? –Lily asintió, procurando sonreír pero sin conseguirlo–. Mi padre me odiaba por esto. Hace una semana lo vi. Se había convertido en aliado de Voldemort.

–¡No pronuncies su nombre! –lloriqueó Peter.

–Intentó matarme –prosiguió Lupin–. La luna llena apareció, me transformé y lo maté yo.

Lily se llevó, con parsimonia, una mano a la boca.

–Bueno, sí, grosso modo es eso –sonrió James contento de que no hubiese explicado lo de los animagos–. Pero no tienes por qué preocuparte. Remus es un licántropo domesticado –Sirius y James rieron como tontos.

–¿Lo mataste? –preguntó Lily incrédula.

–Sin querer... –comentó Remus, con los ojos vidriosos–. Era un mortífago, al fin y al cabo. Quería matarme. Voldemort quiere matarme.

–No repitas ese nombre, ¿quieres? –tapándose los oídos Peter.

–¿Quiere matarte? –preguntó Sirius consternado y Helen repitió el gesto de Lily y se puso a llorar en silencio.

Remus asintió y con voz que aparentaba calma apuntó:

–Al parecer no le gustan los medio humanos.

Lily lo miró a los ojos y vio en ellos durante una fracción de segundo lo mal que Lupin lo había pasado a causa de su secreto.

–Te ayudaremos –dijo esbozando una ligera sonrisa–. Todos te ayudaremos.

–¡Claro! –afirmaron los demás también, convencidos; Pettigrew se limitó a carraspear.

–¡Lupin! –una voz fría a su espalda–. ¿Cómo tú por aquí? Ya no hay quien te vea. Creía que te habían expulsado.

–¡Cállate, Snape! –lo amenazó James, y Lily le puso una mano en el brazo para que se calmase.

–¡Cállate tú, sabandija! ¿Cómo has tenido la osadía de enamorarte de una sangre sucia?

Sirius se levantó de un salto y lo empujó contra la pared.

–¡Cállate, pelo grasiento! Cállate si no quieres que te parta la cara en un duelo muggle. ¿A que sin varita no eres tan bueno? –aseguró, y prosiguiendo en voz más baja:– ¿De verdad quieres saber adónde va Remus, eh? –se acercó más a su oído, susurrándole cosas que los demás antojaban que eran insultos–. Espérame ese día y te daré más instrucciones. Y mientras tanto, ¡lávate el pelo!, ¿quieres?

–No termine de sacar esa varita, señor Snape –lo señaló Small que se aproximaba por detrás–, si no quiere que le reste unos cuantos puntos a mi casa, cosa que no me gustaría. Hola, Remus, ¿cómo estás? –éste lo saludó sin efusión–. Quería decirte que he hablado con el director y me ha puesto muy intranquilo. Si crees que puedo ayudarte en algo, no lo dudes: dímelo. No vendría mal tampoco que te pasases por mi despacho un día de éstos; conozco unas cuantas pociones que no estaría mal que llevases en tu túnica todo el tiempo –y volviéndose a Snape–. ¿Y tú qué haces aquí? Tu mesa está en el otro extremo del Gran Comedor. ¡Vamos, corre! –y volviéndose hacia los chicos de la mesa Gryffindor–. ¡Buen provecho, chicos! Que llego yo un poco tarde... –y salió corriendo hacia la mesa de los profesores.

–¿Qué le decías? –le preguntó Lily a Sirius.

–¡Oh, nada! –bajó éste la vista a su plato–. Que era un cerdo elitista de mierda y cosas que él ya sabe.

–¿Estás seguro? –lo escudriñó Helen.

–¡Claro que estoy seguro de lo que digo! –se defendió.

Pero mentía como un bellaco. Había acordado darle instrucciones para que supiese realmente adónde iba Remus, si es que tanto interés tenía por ello. En una clase de pociones, que compartían, se giró y le alargó una nota, tan rápido que James, que estaba a su lado, no se dio cuenta de nada.

«Te espero hoy en el vestíbulo, caída la noche, a las once en punto, "sangre curiosa"», decía el pergamino que le había dado.

–¿Dónde está Lupin? –preguntó Severus contrayendo el rostro.

–Se ha ido –rió Sirius–, no he podido controlarlo por más tiempo. Entre tú y yo, Snape, Remus no tenía muchas ganas de verte y se ha ido, pero yo sé dónde puedes encontrarlo: ve al sauce boxeador, detrás de cuyo tronco hay un nudo que si aprietas, las ramas se detienen; si buscas por el suelo hay un túnel, donde se ha escondido Remus por no verte.

Snape sonrió fríamente y salió corriendo. Sirius lo siguió un momento con la mirada y después se comenzó a apretar las costillas de la risa. James apareció de pronto de la nada, echando a un lado su capa invisible y Sirius se lo quedó mirando con consternación:

–¿Me has estado espiando? –le preguntó.

–No, pero te he seguido –contestó éste valiente–. Y también he visto venir a Snape. ¿Dónde está? ¿Lo has visto?

–¿Que si lo he visto? –Canuto comenzó a reír de nuevo–. Es un estúpido curioso. No hace más que preguntarme dónde va Remus cuando no está. Me he limitado a darle la respuesta ya de una vez.

–¿No habrás hecho...? –empezó James pero leyó la respuesta en los ojos de su amigo–. ¡Estás idiota!

Y echó a correr. Llegó al sauce boxeador sin aliento y evitó una rama que le pasó rozando por un centímetro. Apretó el nudo y descendió por el pasadizo secreto hasta que se topó con una túnica negra que avanzaba a buen paso.

–¡No, Snape! –lo llamó James–. ¡Detente! –éste lo oía pero hacía caso omiso.

Finalmente James llegó a su altura y lo agarró por un hombro.

–¿Qué haces, idiota? –le espetó Severus.

–¿Y tú qué, aquí? –le saltó el otro.

–Ver adónde va tu amigo todos los meses –explicó y siguió avanzando.

–¡Es peligroso! –gritó James.

–Tengo la varita en mi mano –se la mostró–. Yo no temo a nada.

James lo seguía. Estuvo tentado de lanzarle un maleficio y llevarlo de regreso al castillo a cuestas. Un aullido próximo hizo detenerse a ambos.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó Snape atemorizado.

–Un lobo, ¿no te parece? Debemos volver.

–Cierra la boca.

Y continuó avanzando. James estaba preocupado, debía hacer algo, así que sacó su varita y la apuntó hacia la espalda del joven Slytherin, pero éste ya no avanzaba. Miraba escondido desde el recodo del pasadizo con rostro sudoroso.

–Un hombre lobo...

–¡Vámonos, Snape! –susurró–. Antes de que te vea.

Severus avanzó de espaldas, pero dio un paso en falso y cayó. Remus lo oyó, y el licántropo apareció feroz, mostrando sus enormes fauces rebosantes de saliva.

–¡Remus, atrás! –gritaba James–. Vete, Snape.

Éste murmuraba cosas que no se entendían.

–Pero ¿y tú? –preguntó preocupado.

–Sé cuidarme solo –respondió–. ¡Vete!

Y en cuanto Snape se desvaneció en la oscuridad, James dio lugar al ciervo por el cual recibía el sobrenombre de Cornamenta y obligó a Remus a volver a la Casa de los Gritos, de donde no debía haber salido siguiendo el rastro de Severus.

Cuando por fin salió y se encontró a Sirius riéndose como un demente en el vestíbulo, lo agarró por el cuello de la túnica y lo zarandeó:

–¿Estás loco? ¿Eh? ¿Estás loco? Dime.

–Era una broma.

–¿Una broma? –lo tiró contra la pared–. ¿Te ha parecido gracioso?

–Me he escondido bajo tu capa invisible y ha pasado por aquí con las lágrimas saltadas –reía Sirius–. ¡Pagaría por verlo de nuevo!

–Estás chiflado.

–¿Qué pasa aquí? –apareció el rostro de Dumbledore, iluminado por el haz de luz que surgía de su varita–. ¿Tiene que ver con Remus? –señalando con un gesto de cabeza la luna llena cuya luz entraba a raudales en el vestíbulo.

James asintió.

–¿Quién lo sabe? –inquirió el director con aspecto grave.

–Snape... –contestó Sirius sin reír.

–Acompañadme –les ordenó.

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–¿Remus J. Lupin? –preguntó una mujer de pelo gris y sonrisa débil y bonachona–. ¿El hijo de Julius Lupin? Leí lo de su ataque en El Profeta. Le está bien empleado, por ser un mortífago. Espero, hijo –retomando una voz dulce–, que tú no creas que lo que hacía tu padre era lo correcto.

–A mí no se me ocurriría jamás ser un mortífago –explicó Remus sin preámbulos.

–¡Así se habla, chico! –lo aplaudió la anciana bruja–. Ahora ya podemos empezar el examen. Veamos. Cónvocame un patronus.

–¿Un patronus? –se aseguró Remus.

–Sí, sí, un patronus... –insistió la anciana.

Remus agitó su varita con el rostro apretado por la concentración y de la punta de su varita apareció un humo plateado que envolvió a la bruja y a él, pero que no adoptaba ninguna forma reconocible.

–Bien, esto bastará –hizo una anotación en su pergamino–. Muy bien, ¡adelante, chico! –entró en la habitación Severus, vestido con su usual túnica oscura y portando el grasiento pelo cayéndole sobre los hombros–. Tendrás que batirte en duelo con este chico. Cuando yo os avise. Una, dos y ¡tres!

Snape, con el rostro contraído, apuntó hacia el muchacho su varita y pronunció unas palabras que resultaron para los demás inaudibles. Enseguida salió un rayo de su varita que se escindió al llegar hasta Lupin envolviéndolo como una planta carnívora a una mosca.

–¡Finite! –exclamó Lupin, pero en vano.

–¡Vamos! –lo espetó Severus–. De noche eres más temerario.

Remus se dio cuenta de que Snape mantenía la varita apuntada hacia él, y que el rayo que lo tenía apresado seguía surgiendo de ésta.

–¡Vamos, muérdeme! –le gritó.

Remus apuntó con su varita y lanzó el conjuro de desarme. Enseguida quedó liberado, y Snape, sin defensa posible. Apuntó de nuevo y le lanzó un maleficio que le dio de llena en el rostro. Snape hizo como que caía en el suelo, herido, y Lupin se relajó, pero éste aprovechó el descenso para recoger su varita y volver a blandirla ante Remus.

–¡Desmaius! –pero falló, tal era su excitación que le temblaba la mano–. ¡Desmaius! –repitió.

–¡Impedimenta! –le lanzó Remus, pero Severus se agachó a tiempo.

–Se acabó el tiempo, chicos –les comunicó la mujer que los examinaba.

Pero ellos no se detuvieron. Snape le arrojó de nuevo un maleficio que Remus tuvo que evitar pegando un salto, en tanto la vieja elevaba la voz para imprecarles.

–No das una... –sonrió Remus secándose un momento el sudor que le caía por la frente.

Severus, rabiando, le lanzó el:

–¡Crucio! –que pronunció en voz baja para que la examinadora no pudiese oírlo.

Pero Remus, que ya lo había recibido en otra ocasión, como lo reconociera, blandió ante sí su varita y el rayo salió disparado por la ventana, la varita de Snape chocó contra la pared y se rompió, y los papeles que tenía la señora se esparciaron por su escritorio como si alguien los hubiese sacudido.

–¿Cómo has hecho eso? –preguntó agitada–. ¿Cómo?

Pero Remus no respondió. Miraba a Snape con un profundo odio.

–Eso ha sido...

–Tú intentaste matarme –le devolvió la fría mirada Snape.

–¡Ya vale, chicos! –gritó dejándose la voz la anciana–. ¿Qué os pasa a vosotros dos? Ha sido una mala, ¡una muy mala idea!, emparejaros. ¡Idos!

Snape, con rabia, recogió los pedazos que le quedaban de su varita lanzándole a Remus al mismo tiempo una expresión de arrebatada aversión.

–¿Has visto eso? –reía Sirius–. ¡Snape ha salido con la varita rota! ¿Lo has visto, Remus?

–Oh, claro que lo he visto –sonrió éste–. Se la he roto yo.

–¿Pero qué dices? –lo miró Sirius perplejo.

–En la prueba te hacen batirte con alguien –explicó Lupin–. A mí me ha tocado él y le he roto la varita.

–Debe de estar rabiando –rió James–. ¡Ah, hola, Lily! ¿Ya has venido? ¿Te has enterado de que nos tenemos que batir en duelo con alguien para la prueba de Defensa contra las Artes Oscuras?

–¿Sí? –preguntó ella decepcionada–. ¿Has oído eso, Helen?

–Sí, lo he escuchado –afirmó la novia de Remus–. Pero, tranquila, te tocará con Peter.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó extrañada.

–No hagas preguntas –recomendó Remus–. Te llaman para la prueba –pues de pronto se había escuchado por el altavoz del pasillo su nombre; segundos más tardes llamaban también a Colagusano.

–¡Suerte, Pet! –le dio una palmada en el hombro Sirius.

–¿A ti con quién te toca? –se acercó Remus a Helen y la besó.

–¿A mí? ¡Con Sirius! Figúrate.

–¿Con Sirius? –preguntó Lupin.

–Sí, me va a dar para el pelo.

Cuando Helen entró y, acto seguido, llamaron por el altavoz a Sirius Black, Remus le susurró al oído:

–Haz lo que tengas que hacer. Pero que vuelva sana y salva, y con la varita de una pieza.

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Los Gryffindors aguardaban en la sala común a los alumnos de séptimo curso, que no tardarían en bajar. Descendieron por las escaleras de los dormitorios sonrientes, engalanados, con túnicas rojas que tenían alrededor de la cintura una banda negra de la que pendía otra banda del mismo color por la parte de delante. Los aplaudieron. Los alumnos de séptimo curso sonrieron más pronunciadamente, haciendo reverencias o saludando con la mano.

Atravesaron el retrato de la Señora Gorda, quien los aplaudió con lágrimas en los ojos, y seguidamente recorrieron el castillo, hablando entre ellos comentando lo felices que estaban y lo mucho que iban a echar de menos el castillo ahora que habían acabado su educación allí.

Se encontraron con compañeros de otras casas, vestidos de azul, amarillo y verde. Helen Nicked pronto se les unió.

–Bienvenidos a vuestra graduación –discurrió Dumbledore desde la mesa de los profesores.

En el Gran Comedor tan sólo había una mesa en el centro de la sala. Las otras estaban colgadas de la pared. Sobre ésta había un sinfín de deliciosos manjares, con los que, al parecer, los elfos domésticos se habrían tenido que llevar mucho tiempo. El Gran Comedor, asimismo, estaba completamente adornado, con banderolas por doquier de las cuatro casas.

–No quiero ser muy pesado –prosiguió el director–, pero quiero felicitaros a todos, por vuestro empeño, por vuestro trabajo. Habéis acabado ya en la escuela Hogwarts de magia y hechicería, me da igual si continuáis realizando otros estudios o no. Ya sois magos adultos y tenéis entera libertad para practicar la magia desde hace un año. Ahora empieza vuestra andadura en el mundo profesional. Y también en el resto de aspectos de la comunidad mágica; no seais tontos, queridos magos míos, y decidid lo que sea mejor para vosotros –la noche era ya espesa en las vidrieras que se extendían detrás de la alta figura del director; los demás alumnos ya debían de haber cenado–. Y ahora, sin más dilación, os ruego que os sentéis a la mesa y probéis los apetitosos manjares que nos han preparado nuestros amigos los elfos. No sin antes –añadió con rapidez viendo que muchos alumnos se aproximaban a las mesas deseosos de coger algo– pedir un fuerte aplauso para los jefes de las casas, por la gran labor que han hecho con vosotros: Minerva McGonagall, de Gryffindor; Harry Small, de Slytherin; el profesor Flitwick, de Ravenclaw; y, finalmente, la señorita Sprout, de Hufflepuff; asimismo pediría otra fuerte ovación por el resto de profesores, que no mencionaré, pues son muchos, pero que se encuentran a mi lado. ¡Que empiece la fiesta!

Y alzando las manos aparecieron desde los extremos de la gran habitación fuegos artificiales que iban a dar al techo mágico y estallaban entre las estrellas que reflejaban. Las chicas miraban ilusionadas, y los chicos observaban la comida con apetito voraz. Se sentaron finalmente, los alumnos en aquella mesa, todos juntos, mientras que los profesores en la que frecuentaban normalmente.

–Voy a echar mucho en falta esto –miró a su alrededor Lily–. Han sido los mejores siete años de mi vida.

–Para mí también –aseguró Sirius–. Hogwarts es más mi casa que mi propia casa, a excepción, claro está, de la de James. ¡Gracias por todo, tío! –se estrechó la mano con James–. Eres un gran amigo.

–Propongo un brindis –alzando su copa Remus–. Para que sigamos siendo amigos toda la vida, hasta que estemos arrugados y con el pelo gris.

–¡Por los amigos! –entrechocaron sus copas los demás.

Snape los miraba desde el fondo con malicia.

–Bueno, Pet –habló Canuto–, ¿y tú qué piensas hacer ahora?

–Buscar trabajo –dijo éste hablando con la boca llena–. ¿No creerás que voy a tener moral de hacer una carrera? Ya tengo el título de mago, con eso me basta.

–Sí, es lo mejor, ya que para estudiar no es que seas muy bueno –apuntó James.

–Tampoco es cosa de que se lo recuerdes al chiquillo todos los días –lo regañó Lily–. ¿Y qué, vas a montar una tienda o algo así o piensas probar suerte con un puesto de funcionario en el Ministerio?

–No sé –se encogió de hombros.

La profesora Paige Hallywell, contoneando sus caderas, se aproximó adonde estaban los Gryffindors con un rollo de pergamino en la mano. Tenía una extraña sonrisa.

–¡Hola, chicos! –saludó efusiva; Sirius no dijo nada, mirándola embobado–. Ejem, Sirius –carraspeó, viendo que éste descendía la mirada hasta sus pechos–. Bueno, que me parece que ya he descubierto de quién es esta carta anónima que me mandaron por San Valentin. ¿Te importaría levantarte un momento, que querría hablar contigo, Sirius? –éste consintió–. Sé que fuiste tú.

–No lo voy a negar –dijo él echándose el pelo hacia atrás. Paige–Paja sonrió.

–Pero ¿tú te has escuchado todo lo que dices en esta carta, chico? –le preguntó sonriendo–. Eres muy pequeño para mí, ¿lo entiendes?

–El amor no tiene edad, profesora –le contestó soplándose el flequillo para que cayese de forma atractiva–. Yo podría erradicar los magos tenebrosos de su corazón, señorita Hallywell.

Paige rió a mandíbula batiente.

Entre tanto, Dumbledore se levantó y dando una palma, la comida de los platos desapareció; dando otra, la mesa salió volando y se colgó en la pared junto a las otras cuatro. Todos se levantaron. Finalmente, dando una nueva palma, se comenzó a escuchar música por arte de magia.

–¡Que empiece el baile! –gritó. Y él se aproximó sonriente a la profesora McGonagall pidiéndole que fuera su pareja en aquel vals.

–Eres muy pequeño... –repitió Paige, y acercándose a él, le dio un beso en la mejilla y se marchó. Sirius se encendió como una bombilla. Pero pronto se dio cuenta: se había organizado un baile y él no tenía pareja. Comenzó a buscar y se acercó a una chica rubia con la que había tenido una relación años atrás pero con quien ahora no mantenía una muy buena amistad.

–Hola –la saludó mirándola con lo que, según lo que él creía, debía ser una mirada arrebatadora.

–¿Qué quieres, Sirius? –le preguntó la chica mirándolo por encima del hombro.

–¿Quieres bailar conmigo? –le sonrió el chico.

–No –contestó lacónica–. No quiero bailar. Que no te acerques. No voy a bailar contigo, Sirius. Que me tocas. ¡Que me estás rozando!

–¿Te está molestando este capullo? –sonó la voz de Severus detrás de Black–. Bueno, ¿bailamos, Charlotte?

Ella asintió y Severus la cogió de la mano y la agarró firmemente de la cintura.

–¿No tienes pareja? –se acercó Peter asombrado por detrás–. ¡Vamos decayendo, Sirius! –rió torpemente.

–¡Cállate, Colagusano! –lo espetó–. Tú tampoco tienes.

Ambos se apoyaron en la pared mirando cómo los demás bailaban y se divertían. Vieron también cómo Dumbledore, poniendo grave el rostro, le susurraba algo a McGonagall al oído y dejaban de bailar; acto seguido se aproximaron hacia Pettigrew y él.

–¡Oh! ¿No tenéis pareja? –rió–. Podriáis bailar el uno con el otro –sugirió.

Sirius estuvo tentado de insultarlo, pero se contuvo: seguía siendo el director.

–¿Qué quiere? –se limitó a decir.

–¡Oh! –pareció sobresaltarse Dumbledore, sonriéndole a McGonagall–. Hablarle, Black. Y también a Lupin, Potter, Evans, Longbottom, Alice, la novia de Longbottom, y Helen Nicked, mi nuera –rió de nuevo mirando a la profesora McGonagall–. Lo siento, ¡vaya!, señor Pettigrew, pero creo que me voy a llevar a todos sus amigos. ¿Podrías hacer el favor, Sirius, de llamarlos y decirles que nos acompañen?

Sirius asintió, y Peter se quedó mirando a Dumbledore con tristeza y rabia. Pronto llegaron los demás y Dumbledore les explicó que quería hablar con ellos en su despacho.

–¿En su despacho? –le inquirió Lily asustada.

–No es nada malo, señorita Evans –dijo el director–. ¿Verdad, señorita Nicked?

Ésta negó con la cabeza, azorada.

Atravesaron medio castillo hasta llegar a la gárgola que custodiaba el despacho de director. Dumbledore, situándose ante ella, exclamó:

–Pimienta dulce –y la gárgola se hizo a un lado–. Pasad –los invitó Dumbledore, y cuando hubieron llegado–. Son pocas sillas –y agitó su varita y aparecieron tantas como para que todos estuviesen sentados, a excepción de la profesora McGonagall, que se quedó de pie detrás de la silla de director escudriñando a los chicos.

–¿Qué quieres, Dumbledore, para sacarnos del baile? –preguntó Remus.

–Hablar con vosotros, evidentemente –sonrió. Enseguida adquirió un tono más grave y prosiguió–. Supongo que el señor Lupin –dirigiéndose al resto– ya os habrá puesto un poco al corriente de cierto problema que ha aflorado con respecto a él, me supongo.

–¿Qué? ¿Cómo? No... –tartamudeó Frank mirándolos a todos sin comprender.

–Él siempre está un poco despistado –rió Sirius.

–Sí –apoyó James–, con Alice.

Longbottom y su novia se sonrojaron.

–Simplemente, Remus se ha convertido en un objetivo para Voldemort –explicó, y la profesora McGonagall tembló visiblemente y Frank miró a Dumbledore como si les estuviese gastando una broma–. Hace unos años se propuso matarlo y no lo ha conseguido, cosa que se puede deducir del hecho de que vuestro amigo siga entre nosotros. Como he dicho, hace unos años se lo propuso, y así lo prometió ante sus fieles seguidores. Por suerte para nosotros, no lo consiguió, pero ante sus mortífagos quedó ridiculizado. En Hogwarts le era difícil cazarte –dirigiéndose exclusivamente hacia Remus–, pero ahora que sales fuera no. Quizá Voldemort ya no piense en ti; quizá ya se haya olvidado. Ojalá. Pero no podemos correr ese riesgo –McGonagall bajó la cabeza e hizo como que se miraba los zapatos–. Además, Remus, como sabéis, vive conmigo, y Voldemort me odia, como odia a otros tantos magos, claro está. Supongo que serías para él una meta envidiable –dirigiéndose de nuevo hacia Remus–, ya que si consigue matarte –tragó saliva–, habría demostrado su superioridad con respecto a mí.

–Por eso has entrado en la orden, Remus –explicó de pronto McGonagall, y James pegó un brinco porque de tan absorto que se había quedado con las palabras de Dumbledore no se había acordado de que ella seguía allí.

–La orden... ¿Qué orden? –se encogió de hombros Sirius.

–La Orden del Fénix –explicó Dumbledore como si tal cosa–. Hace ya de eso varios años, cuando Voldemort aún no era tan temido por todos como ahora, pero que yo imaginaba que lo sería, siempre lo supe, le presenté al Ministerio de Magia un proyecto: la Orden del Fénix, que luchase contra ese mago tenebroso exclusivamente. Les costó entender mis argumentos, pero, gracias a que estoy bien visto en el Ministerio, consintieron y se creó la Orden del Fénix, dándome también vía libre para que yo contratase en ella a quien quisiese –tomó aire–. Creo que aceptaron por hacer que me callase un poco –sonrió–. Me puse un poco pesado. Pero yo llevaba la razón –y girando la cabeza hacia McGonagall–. Pero no sólo ha entrado Remus en la orden con el fin de que se le vigile, sino también para que en ella pueda obtener recursos prácticos que le puedan servir en su futuro como auror –juntando las yemas de los dedos y mirándose las manos triste–, una profesión que, por desgracia, en el día de hoy, da muchos puestos en el Ministerio –y volviendo a levantar la vista hacia los alumnos–. ¡Y aquí tengo frente a mí a la nueva generación de aurores! –les sonrió.

Helen miró hacia Remus, extrañada, y Dumbledore se percató de aquel gesto.

–Todo a su tiempo, Helen –la miró con dulzura–, y verás como lo entiendes todo –la chica se sonrojó–. He reunido aquí a todos los alumnos que desean ser admitidos en la academia de aurores, y que según las notas de todos vosotros, no creo que tengáis problemas; también hay un par de Hufflepuffs a los que tendréis de compañeros el año próximo, pero no me ha parecido conveniente –y volvió a mirar a Helen–. Y también tenemos una futura sanadora en esta habitación –Helen se volvió a sonrojar–. La examinadora ha quedado muy sorprendida contigo –le sonrió abiertamente–, y también contigo, Remus, con algo que has hecho en tu prueba de Defensa contra las Artes Oscuras.

»Bueno, no quiero irme por las ramas –dijo mirando de reojo a la profesora McGonagall–. He traído aquí a las personas más importantes para Remus –Dumbledore desvió su atención hacia la chimenea, en la que habían aparecido llamas de color verde y de la que pronto surgió Alastor Moody–. ¡Hombre, hola, Alastor! –señalándoles a los chicos–. Mira, te presento a la nueva generación de la orden, los más inteligentes y preparados de su promoción.

El hombre se giró hacia los chicos con gesto hosco y huraño y levantó una mano con pesadez a modo de saludo. Después, volviéndose a Dumbledore, le dijo:

–Diles lo que tengas que decirles, pero ¡rápido! Tengo que hablar con vosotros dos –mirando también a McGonagall– sobre el asunto que ya sabéis.

–¡Oh, claro! –aprobó Dumbledore–. Además, no quiero restarles mucho tiempo de su fiesta a los chicos –sonrió–, y también he dejado solo al pobre Pettigrew. Bien, lo diré sin más preámbulos: habéis sido contratados para trabajar en la Orden del Fénix.

–¿Cómo? –se sobresaltó Sirius, y Lily se puso a pegar saltos de alegría ante la cara atónita de los demás–. Pero si aún no somos aurores.

–Ya, Sirius, eso lo sé –repuso Dumbledore con calma–. Pero lo seréis. Como le he dicho a Remus, en la academia de aurores aprenderéis muchísimas cosas de interés, pero al lado de aurores experimentados más aún. Tendréis un sueldo ofrecido por el Ministerio, he de añadir, y aunque sea algo inferior al de los aurores, ya que habéis sido contratados en calidad de auxiliares, debo deciros que el Ministerio no escatima en gastos con el fin de garantizar la seguridad en el mundo mágico. Y por último, y creo que no menos importante, obraréis una amplia misión en la lucha contra las fuerzas del mal.

»Claro está, si no queréis participar en la orden, si creéis que sois demasiado jóvenes o consideráis que el curso para auror os absorberá por completo, lo entenderé. No os estoy obligando a nada; os estoy ofreciendo una posibilidad de abriros camino en el mundo mágico.

–¿Quién se puede negar a eso, profesor? –preguntó James extasiado.

–¿Profesor? –sonrió Dumbledore–. Ni director, ni señor, ni nada. En adelante quiero que me llaméis Dumbledore, o Albus incluso. Al fin y al cabo vamos a trabajar codo con codo.

–Pero, yo..., señor –comenzó tímida Helen.

–Dumbledore, ¡o Albus!, Helen –la corrigió el director–. Cierto, ya casi me olvidé de ti. Pronto serás una estupenda sanadora, no me cabe duda, pero creo que también puedo ofrecerte a ti una oportunidad de practicar en personas de carne y hueso lo que has estudiado, y de ver cosas en la vida real que los libros de medicina mágica no muestran. ¿Aceptarías ser la sanadora de la orden, Helen? –le propuso.

Helen se llevó una mano a la boca y comenzaron a resbalarle lágrimas por los ojos, como a Lily, que corrió hacia su amiga para abrazarla.

–Pero, profesor... ¡digo Dumbledore! –habló Nicked–. Eso es... Gracias, profesor. ¡Mi madre se va a poner muy contenta! –dirigiéndose a su amiga Lily.

–En lo que respecta a la orden –añadió Dumbledore poniéndose serio–, creo que no debo deciros lo importante que es seguir en el más profundo secreto, ¿verdad? Nadie debe conocerla, ni mucho menos la ubicación de su sede, que pronto conoceréis. Ya os llamaré otro día, antes de que os marchéis de la escuela, para que firméis los contratos. Hasta luego. ¡Ah! Ni tampoco digáis nada al señor Pettigrew, os lo ruego –añadió Dumbledore–. Sé que pensáis que debería haberle ofrecido una oportunidad a él también, pero no lo creía conveniente. Ya sí podéis marcharos.

Y salieron por la puerta, abrazados, sin poder disimular su alegría.

–¡Qué algarabía va a haber en la orden! –rió Alastor.

–Sí –aseguró McGonagall.

–No nos vendrá mal un soplo de brisa fresca –añadió Dumbledore.

–Pero entiendo que admitieras a Lupin –dijo Moody–, aunque al resto no. ¿Por qué lo has hecho, Albus?

–Puede que Voldemort vaya detrás de Remus –explicó éste con gravedad, como si no admitiera reproches– y entonces será conveniente que lo protejamos, pero si Voldemort quiere hacerle daño y hundirlo, descubrirá quiénes son sus personas más allegadas y las matará, como no tuvo piedad para hacerlo con su madre. Además, ¡ellos también se merecen una oportunidad!

–Sí, claro –opinó McGonagall.

–Creo que harán cosas importantes en la orden –concluyó Dumbledore–. ¿Qué era eso tan importante que tenías que comentarnos, Alastor?

–¡Ah, eso! Pues veréis...