CAPÍTULO X (LA ORDEN DEL FÉNIX)

Una extensión desierta de páramo, con la verde hierba ladeándose a causa de la fresca brisa mañanera. La inmensidad del cielo azul cerraba aquel paraje de campiña como si fuese un privilegio el conservarlo. Sobre una colina perdida, un árbol perdido en medio de la enorme extensión. Un solo árbol.

Un sonido extraño que no parecía natural. Un hombre se apuntaba con la varita y surgió de la nada. Se atusó la túnica malva y la larga barba blanca. Se colocó bien las gafas de media luna y con sonrisa bonachona aguardó a los demás.

Remus, James, Lily, Sirius, Helen, Frank y Alice aparecieron apretujados, sujetando una bandeja de plata. Dumbledore les pidió el traslador y con una floritura de varita lo hizo desaparecer.

–Estamos en la entrada secreta de la sede de la Orden del Fénix –dijo.

Los chicos se miraron entre sí, asombrados, excitados, y también sorprendidos de que allí no hubiese más que un frondoso árbol que ofrecía a causa de su poblado follaje una espesa sombra.

–¿Y dónde se supone que está? –dijo Sirius.

–Aquí a mi lado –y acarició la dura corteza del tronco.

No hicieron más preguntas. Estaban en el mundo mágico, ante el mago más poderoso que se había tenido últimamente, según afirmaban los entendidos: si él decía que allí debía estar la sede, ¡debía estar!, aunque ellos no pudieran verla.

–Fuera ya esas caras de sorpresa –rió Dumbledore–. ¿No esperaríais un edificio alto en el que, con letras grandes, pusiese "Orden del Fénix" en la fachada? ¿Verdad que no? –esperó un momento a que dejase de reír–. La entrada secreta es este árbol.

Y cogiendo su varita la introdujo en un estrecho agujero que había en el árbol. Los muchachos imaginaron que únicamente entraría la punta de la varita, pero no: el agujero se la engulló toda, o al menos hasta el mango, donde Dumbledore la sujetaba.

–Y ahora la contraseña –dijo–. No la olvidéis, ¡y menos la pregonéis!, ¿vale, chicos? Es: ¡Fawkes! –gritó.

Las ramas del árbol se agitaron, y a Remus le recordó excesivamente al sauce boxeador, con lo que un temblor le recorrió el cuerpo. Una voz que no surgía de ningún sitio apareció envolviéndolos:

–Bienvenido a la Orden del Fénix, Dumbledore.

Y Dumbledore pudo por fin sacar su varita del agujero. Miró a los chicos que estaban anonadados, y después comprobó como el árbol se hacía cada vez más estrecho y perdía las hojas hasta que se convirtió en una barra con un agujero en el suelo, señal del grosor del tronco. Es decir, se formó algo así como las barras que utilizan los bomberos.

–Tu contraseña es tu fénix, Dumbledore –dijo Remus.

–¡Oh, sí! –sonrió éste con los ojos cerrados–. Ningún mortífago conoce a mi mascota, ¡y mucho menos Voldemort! Bueno, ¿bajamos? –los invitó.

–Usted primero –cedió Lily, y observaron cómo el profesor se encaramaba hábilmente a la barra que seguía pareciendo que era de madera y bajaba hacia abajo–. Bueno, tendremos que hacerlo ahora nosotros, ¿no? –dijo con una nota de pánico en la voz. Se agarró firmemente a la barra y, gritando enloquecida, descendió.

Todos hicieron lo mismo.

–¿Esto es la Orden del Fénix? –preguntó Sirius al bajar y encontrarse en una reducida y oscura habitación–. ¿Y Dumbledore?

–¿Pensabas que el árbol era la única precaución que íbamos a adoptar, Sirius? –sonrió Dumbledore surgiendo de la penumbra.

Dio un golpe con su varita a la pared y apareció un cajón.

–¿Un cajón? –se extrañó Remus–. ¿Esto que es, para dejar las cosas de metal en él?

–No, Remus –contestó Dumbledore sin darle importancia al chiste–. Es un reconocedor de varitas. Cada nuevo miembro debe introducir su varita en este cajón si quiere volver, ya que el árbol no deja pasar a nadie si no se introduce en su tronco una varita que él reconozca y además se diga la contraseña alta y clara. Así, ¡vamos!, ¿a qué esperáis? Id metiendo vuestras varitas y decid vuestros nombres altos y claros cuando se os pida.

–¿Nombre, por favor? –dijo la misma voz sensual y femenina de antes.

–Helen Nicked –dijo la chica.

–Gracias –habló de nuevo la voz–. Ya puede retirar su varita. ¡Bienvenida a la Orden del Fénix!

Y lo mismo hicieron todos, regocijándose mucho interiormente cuando aquella voz invisible les daba la bienvenida a la orden. Cuando todos hubieron acabado por fin y el cajón, inutilizado, se cerró él solo y se confundió con el resto de la pared, Dumbledore les señaló el espacio oscuro que los envolvía, a expeción del único muro que veían y del que había salido el cajón.

–¿Qué tenemos que hacer ahora, Dumbledore? –preguntó Remus–. ¿Otra contraseña?

–¡Oh, no! –negó con la cabeza Dumbledore–. Ahora toca una prueba más difícil –y en cuanto dijo eso se comenzó a escuchar, a lo lejos, un extraño sonido–. No os mostréis asustados.

Era el canto de un fénix.

–¡Es Fawkes! –exclamó Remus–. Es tu fénix, Dumbledore.

–Así es –confirmó éste cuando el pájaro llegó volando y se posó en su hombro–. Hola, Fawkes, soy yo –el fénix cantó de nuevo–. Los fénix son criaturas muy especiales, no os quepa duda. Como un mago, pueden aparecerse y desaparecerse de donde quieran y cuando quieran –explicó–. El sofisticado sistema de la contraseña del árbol comunica directamente con mi fénix –prosiguió, sonriente–; cuando alguien pronuncia su nombre para acceder a la sede de la orden, Fawkes lo escucha de inmediato y se dirige hacia ella para darle la bienvenida. Es un pájaro muy inteligente –le acarició las plumas.

–Nos da la bienvenida, pero ¿y qué? –se volvió Sirius hacia el muro–. ¿Quiere decirnos que esto es ya la sede de la Orden del Fénix, esta habitación oscura y ennegrecida.

–No, Sirius, no. Fawkes aparece volando y actúa de guarda mágico, ¿entiendes? Él nos reconoce y nos deja pasar.

–¿Nos reconoce? –preguntó cortés Lily–. Pero y si, por casualidad, un mortífago utiliza la poción multijugos y se hace pasar por alguno de nosotros, ¿no se supone que podría entrar en la orden?

–No, Lily –sonrió Dumbledore con carácter paternal, como si diera una clase en Hogwarts–. Creo haberte dicho que los fénix son criaturas muy especiales –y volviéndose hacia su pájaro su dueño–. Bien, Fawkes, cada vez que vengan estos chicos les dejarás pasar, ¿de acuerdo? Ahora son miembros de la orden también. Éste es Remus Lupin, ya lo conoces –el fénix graznó en señal de asentimiento–, Helen Nicked, su novia, James Potter y su novia Lily Evans, Sirius Black, y Frank Longbottom y su novia Alice Jackson –el ave graznó de nuevo, contento–. Bien, ahora que os conoce a todos y sabe que sois miembros de la orden nos dará permiso para entrar –y volviéndose de nuevo hacia su pájaro–. Cuando quieras, Fawkes.

Y el fénix se puso a cantar alegremente, volando a su alrededor. Enseguida el muro desapareció y la oscuridad también, envolviéndolos una cortina de humo dorado que caía sobre ellos como un mar de estrellas. Cuando todo a su alrededor era dorado, Fawkes dejó de cantar y se posó en el hombro de su dueño, pellizcándole suavemente un dedo.

–Excelente, Fawkes –lo felicitó–. Ya puedes abrirnos la puerta.

–¿La puerta? –preguntó Remus confuso.

Pero nadie respondió ni le hizo caso, porque el fénix volvió a despegar el vuelo desde el hombro de Dumbledore y se detuvo ante algo que a simple vista no se advertía, pero ahora que el ave lo había delatado y descubierto era una extraña cerradura.

–La puerta de la orden –explicó Dumbledore.

El fénix metió el pico en la cerradura y el humo dorado desapareció. Dumbledore y los siete chicos se encontraban en una espaciosa habitación mal iluminada en la que había unas cuantas personas sentadas en unos sillones, alumbrados por un tímido fuego, que los miraban sin asombro ninguno, y una única puerta.

–¡Oh, Dumbledore! –lo saludó Moody sin levantarse–. ¿Has venido ya?

–Sí, Alastor –dijo retirándose la capa de viaje–. ¿Qué hacéis con el fuego encendido en pleno julio? –preguntó–. ¡Es abrasador!

–Abrasador es el que no tengamos luz... –le reprochó.

–Parece mentira que tengas varita y un cerebro –le recriminó Dumbledore alzando su varita hacia el techo, el cual quedó pronto iluminado con una luz que hizo evaporarse todas las sombras–. Parece mentira.

–Dumbledore –éste se giró hacia Remus–. Pero ¿de qué sirve tanta seguridad ahí fuera si aquí dentro hay una chimenea por la que puede entrar cualquiera?

Dumbledore volvió a agitar su varita y la chimenea quedó cubierta de rescoldos.

–Una pregunta muy inteligente, sí, señor –aprobó Moody aplaudiendo.

–También está protegida, Remus –explicó–. Por fuertes hechizos antitenebrismo. En adelante podéis utilizar la Red Flu para venir a la orden, porque ya habéis estado aquí una vez. Pero para alguien que no haya pisado nunca esta habitación, eso sería imposible; si supiese algo de la orden y se aventurase a utilizar los polvos flu, se quedaría encerrado en la red de chimeneas.

–¡Como le pasó al tonto de Mundungus! –comentó una mujer que había sentada en un cómodo sillón de terciopelo rojo–. Se tiró cuatro días encerrado hasta que un funcionario del Ministerio lo encontró.

–Podéis seguir también utilizando la entrada del árbol –les aclaró Dumbledore–. A mí, personalmente, me gusta más que venir por la chimenea. Además, como ya tenéis el carné para apareceros, no veo inconveniente. ¡Ah! Y se me olvidó deciros que debéis abrir una cámara en el banco Gringotts, si no tenéis ya una abierta, para que el Ministerio os pueda ingresar el sueldo, ¿vale?

Todos asintieron.

–Bueno, Dumbledore, ¿no nos lo vas a presentar? –preguntó un hombre que estaba sentado al lado de la mujer que habló antes, un hombre que Remus ya había visto en una ocasión: el propio Mundungus que se quedó encerrado en la chimenea.

–Ésta es Arabella Figg –les señaló Dumbledore a la mujer.

–¿Qué tal? –preguntó ella sonriente–. Soy una squib –meneando el dedo índice muy fuerte–, así que no esperéis que sea cómplice de vuestras travesuras –se rió.

–Ni que fuéramos niños –le dijo Sirius a James por lo bajo.

–Y éste –prosiguió Dumbledore–, el mismo Mundungus Fletcher, la razón por la que la orden aún no ha adquirido un billar mágico –rió–. Si queréis que alguien os saque de una depresión, o, simplemente, que os haga reír, venid inmediatamente a hablar con Mundungus.

–Sí, mi primo es un payaso –miró Arabella con desconfianza a Fletcher.

–¿Tu primo? –le preguntó Moody con los ojos muy abiertos–. ¿Sois primos?

–Sí, primos segundos, no, ¡terceros!, por parte de madre –contestó Arabella.

–No lo sabía –asintió Alastor.

–Y a éste ya lo conocéis, si no me equivoco –les señaló Dumbledore a Moody–, mi viejo amigo Alastor Moody, un auror como hay pocos. Espero que os enseñe muchas cosas. ¿Y bien? ¿Alguna pregunta?

En un principio se quedaron callados, pero pronto Remus, que tenía más confianza con Dumbledore, se adelantó un poco y dijo:

–Yo tengo una. ¿Cómo es que hay sólo una puerta? ¿Y la salida? ¿Y el resto de habitaciones?

–¡Muy buena pregunta! –asintió con frenesí Moody.

–Es una puerta mágica –explicó Dumbledore–. La orden tiene infinidad de habitaciones, os lo aseguro, sólo que están muy bien escondidas, creedme. Basta con agarrar firmemente el picaporte de la puerta y mencionar claramente adónde se quiere ir.

–Hablando de adónde se quiere ir –saltó de su sillón Mundungus–. ¡Tengo que ir a mear! –y agarró la puerta y dijo:– ¡Cuarto de baño! –y la puerta se abrió con un extraño sonido, dejando al descubierto un enorme cuarto de baño con un retrete muy bien cuidado. Mundungus cerró la puerta tras de sí.

–Ya iréis conociendo poco a poco las distintas salas que se esconden tras esa puerta –habló Dumbledore–. Bueno, ya no hay más que enseñar. Creo que es momento de que volvamos a casa. Ya os uniréis por completo a nosotros en septiembre. ¿Nos vamos?

Todos asintieron. Dumbledore se dirigió hacia la puerta, y Remus se preguntó por qué, si es que no tenía respeto, ya que de abrirla se encontraría con Mundungus en el excusado. Dumbledore pronunció:

–¡Salida! –y abrió la puerta y el hermoso azul del cielo y la frescura de la campiña los saludaron desde la puerta–. Ya nos veremos –y salió.

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Remus estaba haciendo los deberes bajo la supervisión de Moody, que asentía frenéticamente mientras leía la redacción que el joven escribía. De pronto, la chimenea se alumbró bajo una llamarada de lenguas de fuego verdes y Helen salió de ella.

–¡Hola a todos! –dijo la chica–. ¿Y Arabella?

–Comprando un gato –explicó escuetamente Moody–. ¿La querías para algo?

–No, no –se apresuró a decir–. Yo venía a buscar a Remus.

–¿Qué querías? –preguntó él.

Una lengua de fuego roja y dorada iluminó un segundo la sala y apareció en ella Dumbledore, radiante con una sonrisa extremadamente amplia. El fénix seguía en su hombro, cantando en voz baja; en un instante alzó el vuelo y desapareció en una bola de fuego roja menos impactante que la que había hecho aparecer a su dueño.

–Hola a todos –los saludó–. ¿Qué, mucho jaleo, Moody?

–Oh, no, nada de eso –negó con la mano mientras le quitaba la redacción a Lupin y la leía con interés–. Desde que se fue Mundungus, ¡nada de nada!

–¡Mi madre quiere conocerte! –le explicaba Helen a Remus.

–¿Qué? –desvió su atención Moody del pergamino.

–Que mi madre quiere conocer a Remus –explicó de nuevo Helen.

–Chico –dándole una palmada en la espalda Moody–, ¡estás bien pillado por los huevos!

–¡Alastor! ¿Qué expresiones son ésas? –lo recriminó Dumbledore–. Yo educándolos media vida en una escuela y vienes tú con ese lenguaje de... con ese lenguaje de... ¡Con ese lenguaje!

–Por favor, Dumbledore, no seas iluso –rió Moody–. Tú no haces nada. ¡Estos niños se educan solos! Además, los has traído donde Mundungus se pasa media vida. ¡Ése sí que va a enseñarles unas cuantas expresiones de su cosecha!

–A mí me parece muy bien que los padres de Helen quieran conocer a Remus –comentó Dumbledore, ignorando a Moody.

–Han organizado una cena para mañana por la noche –explicó ella–. Como estoy todo el día hablando de ti –se sonrojó–, mi madre ha dicho que ya es hora de conocerte.

–¡Estupendo! –aplaudió Dumbledore.

–Y como les dije que Remus vivía contigo, Dumbledore, me han pedido que te dijese que tú vinieses también –sonrió débilmente.

La expresión de Dumbledore varió en un segundo.

–Ahora no es tan estupendo, ¿verdad, tito Albus? –bromeó Moody entre risas.

–¡Cállate, Alabastro! –Moody se puso muy serio–. ¿Verdad que no te gusta que utilice tu mote de la escuela?

–No me hagas recordar cuál fue el tuyo –dijo Moody.

Dumbledore se quedó pensativo un momento.

–Pues iremos, sin problema. Le di clase a tu madre, Helen, en la escuela. Una chica encantadora, de verdad. Y también conocí al señor Nicked cuando se casaron: un muggle de lo más admirable. Remus, ponte en pie –éste obedeció y Dumbledore lo miró de arriba abajo. Luego hurgó en su bolsillo y encontró unos galeones de oro que le puso a Helen en la mano–. Llevátelo al callejón Diagon y cómprale una túnica bien bonita, ¿quieres, guapa? –ella asintió–. Con tus transformaciones, ¡no gano para ropa! –se quejó en broma.

–¿Y qué hay de la vigilancia? –lo espetó Moody.

–Va a la calle más popular de Inglaterra en el mundo mágico, Alastor –explicó Dumbledore–. Habrá cientos de magos. Yo no sé tú, pero yo no he visto todavía a Voldemort paseándose por allí. Vamos, coged polvos flu y ¡largaros!

Eso hicieron.

–Perfecto, Alastor –en un tono de voz mucho más agradable–. Ya me he librado de Remus. Ahora podré enseñarte una cosa.

Y se dirigieron hacia la única puerta de la sala y apoyando su mano sobre el picaporte dijo:

–Cuarto de archivos.

A la noche siguiente Remus se vestía con su nueva túnica, una bonita prenda de seda y de color rojo, el color favorito de la señora Nicked, y que tenía un estampado muy gracioso en el cuello.

Dumbledore apareció arrebatador, con su pelo blanco recogido en una trenza y su barba peinada cuidadosamente. Vestía una túnica amarilla que arrastraba, y de la que surgían sólo, y de vez en cuando, unos zapatos negros de hebillas plateadas. Dumbledore se miró en el espejo del cuarto de baño de su casa mientras Lupin se afeitaba con la varita.

–¿Cómo es la casa de Helen? ¿Cómo son sus padres? –preguntaba insistentemente.

–Es una casa enorme, al menos la última vez que la vi; quizás ahora hayan hecho alguna ampliación. Y sus padres son un par de maravillosas personas. La madre de Helen se llama igual que su hija: Helen Nicked, y su padre Matthew. Tú está tranquilo y verás cómo la velada rueda por sí misma. No debes tener miedo –le puso una mano en el hombro, conciliador.

Remus lo apuntó con la varita, bromista, y le propuso:

–¿Quieres que te afeite esa barba de cuatro siglos?

–¿Afeitarme? –bromeó a su vez:– No creo que seas tan poderoso mago como para desprenderme de esta peluca que me adhirieron a la cara un par de magos tenebrosos: un tal Grindelwald y su compinche.

–¿Eso es cierto? –se lo creyó Remus.

–No... –respondió sin darle importancia Dumbledore mientras se seguía mirando en el espejo–. Pero no te apuntes tan fuerte, Remus. ¿No ves? ¡Ya te has hecho un corte! –Dumbledore lo apuntó con su varita y la sangre retrocedió y la piel se cerró–. Ya está –y consultando su reloj–. ¡Es tarde! Si no queremos ser impuntuales debemos irnos ya.

–¿Y no podemos mandarles una lechuza diciéndoles que estoy indispuesto? –probó suerte.

–Eso sería mentirles –le reprochó Dumbledore–. Si quieres decir que estás indispuesto, que sea cierto. Si quieres puedo probar un par de maleficios en ti que he conocido recientemente.

–No, gracias –soslayó Remus encogiéndose–. Prefiero ir.

–Tú primero, Remus –alargándole los polvos flu–. Diles que voy enseguida.

–Pero vendrás, ¿no? –lo miró fijamente.

–Sí, Remus, después de ti –sonrió–. ¡Vamos, es tarde!

La chimenea se lo engulló. Entonces Dumbledore aprovechó para reír abiertamente y, acto seguido, entrar él también en el hueco de la chimenea.

–¡A la casa de los Nicked! –gritó.

Helen miraba desde su asiento en el sofá hacia la chimenea. Era su salón una espaciosa habitación, cuidadosamente decorada. Había en ella toda serie de artilugios mágicos y de fotos con dorados marcos en la pared cuyas personas agitaban la mano saludando.

Las llamas se alzaron altas y verdes.

–¡Ya vienen! –gritó Helen.

Remus apareció tosiendo.

–Me ha entrado hollín.

Helen le dio un beso.

–¡Oh! ¿Quién es éste joven tan encantador? –apareció la señora Nicked con un delantal atado a la cintura–. Encantada de conocerte, Remus. Yo soy Helen Nicked, la madre de Helen.

–Encantado... –susurró Remus estrechándole una mano.

Era su suegra alta y fina, con una mirada penetrante pero agradable. Tenía el pelo recogido en un enmarañado moño que parecía sujeto mágicamente gracias a horquillas que no hacían más que susurrarse cosas las unas a las otras.

–¡Cariño! –gritó la señora Nicked–. ¡Matt! Ha venido tu yerno.

Un señor bajo y grueso apareció corriendo, con una amplia sonrisa que denotaba sorpresa y curiosidad. Estaba un poco calvo y tenía un grueso bigote. Le alargó una mano que le apretó la suya con fuerza.

–¿Remus? –preguntó–. Soy el padre de Helen: Matthew Nicked. ¿No es estupendo?

–Sí... –contestó Remus sin saber a qué se refería.

–Eres un hombre lobo, ¿verdad? –Remus se puso lívido–. Claro que sí, mi hija nos lo ha contado. ¿No es increíble? A mí todas esas cosas de la magia me gustan, ¿sabes?

–Déjalo, Matt –le rogó su esposa–. No atosigues al pobre muchacho. ¿No ves que lo estás atemorizando? Ya te dije que en el mundo de los magos se guarda con el más increíble mutismo el que una persona sea un licántropo –y volviéndose hacia Remus–. Tranquilo. Nosotros somos muy tolerantes –y acercándose a su hija la abrazó–. Si le gustas a mi hija debes de ser una buena persona. Por cierto, ¿no va a venir Dumbledore?

Y sin que pudiera responder, la apagada chimenea se iluminó por el resplandor de un verde fuego fatuo del que apareció Dumbledore sonriente.

–Señora Nicked –estrechándole la mano–. Qué placer. Cuánto tiempo. ¡Vaya, esa ternera huele deliciosamente!

–Menudo olfato, Dumbledore –rió la madre de Helen–. ¿Y cómo van las cosas por la escuela?

–Bueno, ya sabes... Aquello es una casa de locos, pero a mí me gusta.

–Siéntese, Dumbledore –lo invitó la señora Nicked.

–¡Hombre, hola, bienvenido! –le estrechó la mano con fuerza el señor Nicked–. Pero si a usted le conozco. ¡Usted vino a nuestra boda!, ¿no es así?

–Así es –confirmó.

–Sumblesore era, ¿verdad? –sin dejar de estrecharle la mano.

–Dumbledore –lo corrigió–, Albus Dumbledore.

–El mejor mago del mundo –lo alabó la señora Nicked–, y sentado a mi mesa. No te imaginas qué privilegio.

–Privilegio el mío, Helen –sonrió Dumbledore–, de llevarme tan bien con mis antiguos alumnos.

–¿Alumnos? –preguntó Matthew–. ¿Mi mujer fue alumna suya? Debe de hacer mucho tiempo de eso. ¡Debe de ser usted muy viejo! –la señora Nicked recriminó a su marido con la mirada–. Y qué túnicas más bonitas traen. Yo sigo vistiendo a la manera muggle, muggle era, ¿no, Helen?, porque una vez me puse una túnica y me pareció un poco incómodo. ¿Y a quién le vamos a engañar? Soy un muggle. ¡Qué palabra más maravillosa! ¿Sabía que son ustedes muy ingeniosos?

–¿Ah, sí? –sonrió Dumbledore.

–Sí, sí –cabeceó el señor Nicked con intensidad–. Por cierto, ahora ya no sale tanto usted en el diario El Profeta como antes. ¿Qué le pasa?

Dumbledore sonrió:

–Digamos que el Ministerio quiere que se hable poco de mí.

–¿Y eso?

Pero Dumbledore no parecía dispuesto a contestar:

–¿Y cómo es que lee usted el diario de los magos?, si me lo permite.

–¡Oh, por supuesto! El periódico muggle es muy aburrido, ¿sabía? Además, quiero estar enterado de lo que pasa en el mundo en que se mueve mi hija.

–Yo también leo los periódicos muggles –explicó Dumbledore–. Me gusta estar enterado de todo lo que pasa a mi alrededor.

La señora Nicked reapareció con una bandeja en la que había carne de ternera asada.

–¡A comer! –dijo–. ¡Vamos, chicos! A la mesa –espetó a Remus y a su hija–. Vamos a comer.

–Bueno... y ¿cómo os conocistéis? –le preguntó Matthew a su yerno.

–En el colegio –respondió escuetamente.

–De hablar por los pasillos –añadió su hija.

–¡Estupendo! –sonrió el señor Nicked–. Siempre supe que mi hija se casaría con un mago, ¿sabía? –dirigiéndose a Dumbledore.

–¡Papá! –exclamó Helen–. Aún no me he casado.

Remus comenzó a reírse y la señora Nicked se sonrojó.

–¿Y en qué trabajaba usted, me ha dicho? –le preguntó el señor Nicked a Dumbledore.

–Soy director de la escuela Hogwarts –explicó.

–¡Ah, sí! –dijo–. ¡El colegio al que iba mi hija!

–No hay otro en el país, cariño –repuso suavemente su esposa.

–Yo trabajo en un hospital que hay por aquí cerca, ¿sabía?, y me estoy haciendo muy querido y famoso por lo rápido que curo a mis pacientes.

–Me pregunto si la magia tiene algo que ver en todo eso –enarcó una ceja Dumbledore.

–Ya sé que no debería, Dumbledore, pero es que... –se disculpó la señora Nicked.

–No la estoy riñendo, Helen –sonrió Dumbledore–. Comprendo que a cada uno le agrade la forma de trabajar del otro, pero aún así, debo advertirlo, señor Nicked: puede ser peligroso y el Ministerio de Magia no sería muy condescendiente si se enterase de eso.

–Ya, supongo –se quedó cabizbajo el hombre–. Tan sólo empleo unas cuantas pociones que mezclo con el suero, no se crea.

Siguieron comiendo en silencio unos segundos.

–¿Y qué más se sabe de Quien–Usted–Sabe? –preguntó la señora Nicked variando la conversación–. Como usted tiene contactos en el Ministerio...

–¿De Voldemort? –repitió Dumbledore y a la señora Nicked se le atragantó el pedazo de carne y comenzó a toser incontroladamente–. ¡Oh, perdón, perdón! Quien–Ustedes–Saben sigue por ahí, haciendo el canalla, pero sé que se está haciendo todo lo posible por atraparlo.

–¿Se ha enterado de que nuestra hija ha encontrado un trabajillo a jornada parcial, señor Dumbledore? –saltó ilusionada la señora Nicked al cabo de reponerse.

–¿Ah, sí? –disimuló Dumbledore con una expresión de incredulidad.

–Sí –continuó la mujer–, y no la pagan mal, ¿sabe? Además de que no ha hecho mucho hasta el momento. Me ha dicho que se saben cuidar ellos solos.

–¿Ah, sí? –repitió Dumbledore–. Me alegro.

Cuando todos acabaron saciados y la señora Nicked invitó a Dumbledore a una taza de café, el señor Nicked, pegando un respingo en su asiento, saltó de pronto:

–¡Menuda velada! ¿Y por qué no se quedan ustedes a pasar la noche con nosotros? –pasó una mirada fugaz por su mujer, pidiéndole su consentimiento–. Hacía cantidad de tiempo que no teníamos huéspedes, ¿verdad, palomita?

–Oh, sí, es cierto –forzó una sonrisa–. ¿Le apetece, Dumbledore?

–Se lo agradezco en serio, Helen. Pero ya me conocen, soy un viejo con manías. Si no tengo mi almohada no duermo tranquilo –sonrió tímidamente.

–Por eso no hay problema –añadió la señora Nicked–. Puede llegarse en un momento a por ella, si es que es ése el único problema.

–¡Oh!, se lo sigo agradeciendo, Helen, y a usted también Matthew –Dumbledore se puso en pie–, pero lo cierto es que me he ausentado ya demasiado de la escuela, ¿no les parece? He dejado a la profesora McGonagall en sustitución mía y, entre usted y yo, Matthew –adoptando un tono confidencial–, me estoy temiendo lo peor –bromeó.

–No exagere, Dumbledore –se levantó también la señora Nicked–. Minerva fue compañera mía, y una excelente amiga, debo recalcar. Era una bruja muy buena y responsable, no le quepa duda.

–No le quepa duda a usted de que lo sé –sonrió Dumbledore–, pero tengo asuntos que resolver en Hogwarts que ya he postergado demasiado. La cena ha sido exquisita, una ternera excepcional.

–Gracias, Dumbledore.

–Siento de verdad tener que rehusar su invitación –Remus se puso en pie también, para acompañarlo, y Dumbledore se lo quedó mirando sonriente–, pero Remus puede quedarse. Pasa demasiado tiempo conmigo encerrado en mi casa. No le vendría mal cambiar un poco de ambiente por un día, si no les importa. Imagínense, todo el día en casa con este viejo.

–Me hago cargo, me hago cargo –agitó la mano con impaciencia el señor Nicked–. Pobrecito. Pobre yerno. Claro que se quedará aquí esta noche. ¿Te apetece, muchacho?

–Yo... –empezó.

–¡Lo está deseando! –aplaudió el señor Nicked–. ¡Helen! –espetando a su mujer–. Vamos a preparar el cuarto de invitados –y volviéndose a Dumbledore–. Está medio vacío. Qué bien. ¡Vamos a hacer magia!

–Estupendo –aprobó Dumbledore–. Pero tengo que marcharme. Buenas noches a todos.

–Oh, ¿se va a meter por la chimenea? –se interesó el señor Nicked–. Yo he viajado un par de veces por la chimenea y es mucho más rápido que el tren o el avión, ¡dónde va a parar! Encantado de verlo de nuevo, Dumbledore. Pásese cuando quiera, ¡como si estuviese en su casa! –y las llamas verdes se tragaron al director–. Pobre hombre. ¡Qué viejo! Mi pobre yerno que vive con un carcamal.

–¡Cállate, Matt!, y recoge la mesa, ¿quieres? –lo espetó su mujer–. Voy a preparar el cuarto para Remus.

–Entonces ¿no puedo ver cómo haces magia, palomita?

–No, hoy no. ¡Menudo bochorno me has hecho pasar! Parecías un muggle obsesionado.

–Lo siento, palomita.

–¡Con sentirlo no basta!

–Ahora se tirarán así toda la noche –le explicó Helen a Remus–. Ven, te voy a enseñar el resto de la casa.

–Es muy bonita –aseguró Remus cuando terminó de verla.

–Y éste es el dormitorio en el que pasarás la noche hoy –lo llevó hasta una habitación al final del pasillo.

–Ah, ¿estáis aquí? –preguntó la madre de Helen viéndolos aparecer por la puerta–. Perfecto. Así podréis ayudarme a prepararte el cuarto, querido.

–Oh, claro –asintió Lupin.

Comenzaron a agitar las varitas los tres a un tiempo y el dormitorio comenzó a llenarse de todo tipo de objetos, servibles o meros chismes de decoración, pero todos ellos convirtieron en un minuto la estancia en un lugar agradable y habitable.

–¿Te gusta? –le preguntó la señora Nicked.

–Es muy bonita.

–Me alegro. Es tarde –consultando su reloj–, así que nos iremos a acostar ya. Mañana podréis seguir hablando de vuestras cosas, ¿queréis? Buenas noches, Remus.

–Buenas noches, señora Nicked. Buenas noches, Helen.

–Buenas noches, Remus.

Remus se echó encima de la cama, pero no pudo dormir. Consultó el reloj que había aparecido mágicamente sobre la cabecera y comprobó que eran las tres de la madrugada y seguía sin pegar ojo. Se giraba hacia un lado, luego hacia otro. Se ponía boca abajo. Tampoco. Se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación.

La puerta se abrió de pronto y apareció una asustada expresión del señor Nicked.

–¡Oh, qué alivio! –se llevó una mano al pecho–. He escuchado tanto ruido que... No pasa nada. A veces me pasa que creo cosas que no son –rió–. ¿Por qué no duermes, muchacho?

–No puedo conciliar el sueño.

–¡Ah! ¿No estás cómodo?

–No, no es eso. La cama está bien. No soy muy quejica; creo que podría dormir incluso en el suelo. Pasa sólo que no tengo sueño. Pero ¿estoy haciendo mucho ruido?

–¡Oh, no! Es que he pasado para ir al servicio y te he escuchado, muchacho. Bueno, me voy, que aunque no puedas dormir no debo darte cháchara. Deberías recostarte al menos.

–Sí, supongo. Buenas noches, señor Nicked.

–Buenas noches, chico. Y sueña con... ¡Mejor no sueñes con nada!

Y salió.

Remus se sentó en el borde de la cama y comenzó a entrever en la oscuridad todo lo que le rodeaba. Se aburría. Se giró y comprobó que eran las tres y media de la mañana.

Se echó hacia atrás y quedó boca arriba sobre las sábanas arrugadas. Se levantó en un santiamén y volvió a pasearse por la habitación. Se aproximó a la pared y se quedó escuchando a través de ella durante un instante. Nada.

Abrió la puerta con suavidad, para que no rechinase, y salió al pasillo. Anduvo en puntillas, con mucho tiento, hasta que la voz taladradora de su suegro surgió del dormitorio en el que su esposa dormía plácidamente.

–¿Adónde ibas, muchacho? –preguntó.

–Al cuarto de baño.

–Ah, al cuarto de baño... ¡Ah, al cuarto de baño! Pues vas en el lado contrario. Yo es que iba ahora a por un vaso de agua, ¿sabes? Que me entra a mí una sed más mala por las noches –explicó–. Bueno, te acompaño.

Y lo dejo en la puerta del cuarto baño.

–Buenas noches, muchacho.

–Buenas noches, señor Nicked.

Remus salió del cuarto de baño tras un minuto andando igual de sigiloso que antes. No había orinado porque no tenía ganas. Miró hacia un lado y otro, pero parecía que el señor Nicked ya se había vuelto a escapar. Aún así prefirió meterse en su habitación.

Jugó con la varita, aburrido. Encantó la cama y ésta se hizo sola. Luego se divertía haciendo aparecer un haz de luz de la punta de su varita y luego haciéndolo desaparecer.

Por fin se aventuró de nuevo. Se aproximó callado y silencioso hasta la puerta y la abrió. Se asomó a través de un diminuto resquicio y vio que el señor Nicked estaba mirando a través de su puerta también. Sus miradas se cruzaron.

–¡Oh! –se sobresaltó el señor Nicked–. Estaba persiguiendo una mosca.

–¿Ah, sí?

–Sí. ¿Me ayudas?

–Creo que no. Me acaba de entrar sueño.

–Estupendo, muchacho. Buenas noches.

–Buenas noches.

Y se encerró de nuevo en su cuarto.

–¡Qué diablos! –dijo al fin.

Y se apuntó con su varita y, sonando como si alguien hubiese pisado un globo, se desapareció del cuarto de invitados reapareciendo en el cuarto de Helen, quien no dormía y se llevó una mano a la boca ahogando un grito.

–¡Remus! –lo regañó en voz baja–. ¿Qué haces en mi cuarto? ¿Y en calzoncillos, nada menos?

–¿Con qué querías que durmiese? ¿Pensabas que iba a conjurar un pijama? Por cierto, qué camisón más bonito.

–Oh, Remus, no tienes respeto. Estamos en mi casa.

–¿Y qué? –acostándose a su lado y acariciándole la mejilla–. Tu padre es muy raro, ¿lo sabías? Me invita a pasar la noche con vosotros y ahora se la pasa entera vigilándome.

–No le busques la lógica.

Remus le quiso dar un beso, y Helen se negó en un principio, pero pronto se dejó. Comenzaron a jugar, a reír en silencio, a morderse y pellizcarse, escondiéndose bajo la sábana.

Y la puerta del dormitorio de Helen se abrió de pronto.

–¡Papá! –gritó Helen tapándose los pechos con la sábana antes de que éste pudiese encender la luz–. ¡Me has despertado!

–¿Ah, sí? Pues he oído ruidos.

–Yo estaba durmiendo –mintió.

Por suerte Remus se había desaparecido a tiempo.

–¿Seguro? –se aseguró el señor Nicked–. ¡Oh, hija, vas a pensar que estoy delirando! Seguramente haya sido tu novio, ese muchacho: dice no haber pegado ojo en toda la noche. Bueno, me voy. Buenas noches, querida.

–Buenas noches, papá.

–¿Se ha ido ya? –preguntó Remus sin que se le viera.

–¿Dónde estás? –musitó Helen.

–Me he aparecido debajo de tu cama.

–¡Menudo sinvergüenza estás hecho! –bromeó–. Vamos, sube aquí arriba, pero en silencio. No me extrañaría que mi padre siga rondando por ahí. Esta noche quiero jugar contigo, Remus.

A la mañana siguiente el señor Nicked bajó al comedor con ojeras.

–El muy tonto se cree que sólo podemos desplazarnos por la chimenea –comentó la madre guiñándole un ojo a su hija cuando el marido no podía escucharla.

–¡Qué sueño! –bostezó el señor Nicked–. Ha sido agotador. No he pegado ojo en toda la noche. ¿Tú has dormido mejor, muchacho?

–Sí, mucho mejor –sonrió.

–Me alegro por ti. ¿Querrás quedarte también esta noche? –propuso, sonriendo tímidamente.

–¿Esta noche? Imposible. Tengo planes –mintió.

–¿Qué planes, muchacho?

–Esta noche es luna llena –respondió por él Helen.

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–Vamos, acómpañame, Remus –hablaba Dumbledore–. Estoy enfadado contigo. ¡Hay que ver lo poco que me has contado de lo que pasó anoche! Y ahora te vas.

–No me voy. ¡Me encerráis! –lo corrigió.

–¿Esperas que te soltemos por ahí? –bromeó, y asiendo con fuerza el pomo de la puerta de la Orden del Fénix pronunció:– Cuarto del hombre lobo.

–¿Contraseña, por favor? –preguntó la voz anónima.

Dumbledore imitó el aullido de un lobo y la puerta se abrió. Aquella contraseña había sido idea de Remus, pero no imaginaba que Dumbledore fuese a tomársela en serio.

–Pasa –lo invitó Dumbledore a una habitación de paredes de acero con una pequeña ventana con barrotes a la que Remus no tenía por acostumbrado asomarse; la primera noche se acercó y al tocar los barrotes de hierro una descarga eléctrica recorrió todo su cuerpo–. Vendré a recogerte mañana por la mañana.

Y así hizo. Transcurrida la noche, se desapareció del colegio con el único fin de abrirle la puerta a Lupin, ya que últimamente la sede estaba vacía y, además, era el único, excluyendo a Remus, que conocía la contraseña de aquella habitación. Desde dentro, como es de comprender, la puerta no podía abrirse.

–Hola, Remus –lo saludó–. ¡Oh, vaya! Qué corte más feo te has hecho ahí –le señaló una mejilla.

–No es nada, Dumbledore. No me duele ni nada.

La chimenea se encendió y una mano arrojó un rollo de pergamino. Como aquel lugar era profundamente secreto, ninguna lechuza habría podido encontrarlo, ni tampoco además tendrían donde echarlo, con lo que utilizaban la Red Flu para enviar el correo también.

Dumbledore fue a coger el pergamino.

–Es para ti, Remus. Bueno, me voy. Ya sabes, no te muevas de aquí, ¿entendido? Este fin de semana ya dejaré que te dé un poco el aire –agarró el pomo de la puerta–. Despacho de Dumbledore.

Y abriéndose la puerta apareció su despacho.

–¿La puerta está conectada a su despacho? –preguntó–. Entonces, ¿por qué utiliza el árbol para venir aquí?

–Está puerta está comunicada a infinidad de estancias, algunas profundamente secretas, Remus. Pero no todas las habitaciones fueron creadas con posterioridad a la creación de la Orden del Fénix, ni todas tienen el objetivo de servir a ésta, como mi despacho. Como espero que recordarás, en mi despacho no había ninguna puerta mágica, ¿verdad? Si quieres venir algún día a visitarme, puedes. A Hogwarts puedes.

–¿Y por qué Moody y Fletcher utilizaban la chimenea para ir a tu despacho cuando estábamos en el colegio?

–Porque aún no había conectado mi despacho a esta puerta, evidentemente. Cuídate, Remus.

Y se marchó.

Remus abrió el pergamino:

Cada luna llena mi corazón se estremece

pensando en como algo tan bello puede causar

tanta aflicción.

Cada luna llena siento el dolor que padece

una gran persona que con su carácter bondadoso,

sus dulces ojos y su amable sonrisa ha logrado

ganarse un espacio en mi corazón.

Cada luna llena pienso en ti, Remus J. Lupin,

ojalá pudiera compartir contigo tu sufrimiento y

hacer que esas noches fueran para ti más llevaderas.

P.D.: Enseguida me paso por la orden para cuidarte las heridas. Te quiero mucho. Helen Nicked.

(Nota del autor: quiero hacer gala de la verdad y he de admitir que el poema presentado no es de mi autoría, sino de Helen Nicked, pero no de la Helen que vosotros leéis, sino la que yo conozco y quien me ha inspirado el personaje que lleva su nombre traducido al inglés. Por cierto, que mi nombre es el del ministro de magia, Henry Castle, y otro amigo, que también es aficionado a Harry Potter, es el ayudante del alcalde de Hogsmeade, Anthony Dark. Gracias, Elena, por dejarme añadir en mi relato tu poema. Para mí ha sido un placer.)

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El bullicio es el habitual en una sala de recreativos, con el humo de los pitillos encendidos y la algarabía de las bolas del billar mágico que gritan enloquecidas, pues éstas, al contrario que las muggles, intentan apartarse al paso de la bola blanca, que es algo más grande que la muggle. Por tal, hay que golpear con mucha decisión la bola blanca. Alrededor de una mesa de billar, Remus Lupin, Sirius Black, James Potter y Peter Pettigrew, los cuatro merodeadores, con sendas cervezas de mantequilla. Observándolos de reojo desde la barra, pidiéndole al camarero otro whiskey de fuego, Mundungus Fletcher, vigilando a Remus por mandato de Dumbledore.

–¡Golpea más fuerte, canijo! –se burló una bola cuando Pettigrew tomó el palo de fresno.

–¿Quieres un pitillo, James? –le ofreció Sirius.

–No, gracias.

–¿Y cómo os va la vida, amigos? –preguntó Peter pasándole el palo a Remus, que jugaba con James, según había correspondido por suerte.

–Bien –contestaron los tres como una sola voz.

–Nunca contáis nada de lo que hacéis –mencionó Pettigrew.

–Tampoco tú –lo espetó Sirius.

–Ya os conté que no hacía nada, que estoy parado.

–Pero luego en tu casa no estás –habló James–. Me pasé un día y me dijeron que no estabas.

–Bueno, os contaré un secreto –sonrió Peter–. Estoy saliendo con una chica, Morgan –mintió.

–¿Una chica? ¿Tú? –se le calló el pitillo de la boca a Sirius–. ¿Qué mundo es éste? –y golpeando la bola blanca le dio a un par de bolas lisas que lloraron indignadas.

–Sí, por eso no estoy nunca en casa. Yo ya os lo he contado, ¿qué tal si ahora vosotros me contáis dónde estáis? ¿Qué hacéis? ¿Estáis trabajando para una importante y secreta misión del Ministerio como aurores?

–No seas tonto, Peter –quitándole James el palo de las manos–. Sabes que no somos aurores.

–Entonces ¿qué hacéis?

–Otras cosas –dijo Sirius sentado en un taburete y limpiando el cigarrillo del suelo.

–Y ¿qué cosas son ésas, eh?

–Unas –contestó Remus.

–¡Cállate, idiota! –golpeó un mago a otro unas mesas de billar más allá–. ¡Te he dicho que dejases de moverme el palo!

–Yo no he hecho nada –tartamudeaba el otro, tratando de defenderse.

–¿Ah, no? –le gritó cogiéndolo de los hombros–. ¡Te he visto con la varita desenfundada!

–No, yo, no...

El mago que sujetaba al otro le dio a éste un cabezazo y lo arrojó sobre la mesa de billar, apartándose asustadas las bolas gritando y gimiendo. El mago sacó su varita y apuntó al otro directamente a los ojos. Toda la sala los observaba, pero no hacía nada. El mago aquel era alto y robusto.

–¿Qué miráis? –dijo, apuntándolos con la varita.

–¡Aquí disturbios no! –entró un mago con un delantal de camarero apuntándolo con la varita–. ¡Fuera de mi bar!

El mago se giró y le lanzó un rayo que lo hizo despegar del suelo y golpear contra el techo, del que cayó con un hilo de sangre saliéndole de la boca.

–¡Os he preguntado que qué miráis! –siguió amenazando al resto de la sala, levantando la varita y señalándolos lentamente a todos. Sólo una persona no miraba, más bien esperaba: Mundungus Fletcher.

–¡Que dejéis de mirarnos, coño! –gritó.

Y Mundungus se giró lentamente mostrando un rostro muy risueño. El mago rebelde se lo quedó mirando apretando los dientes. Mundungus empezó a reír.

–La gente como tú me los paso por el forro –gritó Fletcher, riéndose como un loco.

El otro, con la vena de la sien palpitándole, comenzó a dispararle rayos que Mundungus evitaba con gracia y soltura, pegando saltos sobre el taburete y riendo. Éstos chocaban contra las botellas de las estanterías y se rompían en pedazos que caían sobre el camarero que estaba escondido detrás de la barra.

–¡Qué mala puntería! –reía Mundungus–. A unos dardos te ganaba en un segundo.

Y el mago le lanzaba más rayos enfurecido, y Mundungus los seguía evitando entre cabriolas de circo. El otro, harto, comenzó a disparar hacia los que tenía a su alrededor, cayendo desmayados algunos. Un rayo le silbó a Remus en una oreja y Mundungus, de un salto, se plantó en el suelo y, lanzándose a correr entre atronadores gritos, se abalanzó sobre el mago y lo derribó. Entre puñetazos gritaba:

–¡Eso no! ¡Eso no! ¡Eso no! –y el mago quedó inconsciente–. ¡Idiota! –y le escupió–. Bueno, ¿qué? ¿Estáis bien? –andando hacia los chicos–. Ha faltado poco, ¿cierto, Remus?

–¿Lo conocéis? –temblaba Peter.

–Claro –sonrió Mundungus–. Claro que no –se apresuró a rectificar viendo la cara de Remus y los demás–. Es que, verás, yo te conozco... Yo fui amigo de tu padre, sí, de tu padre. Yo soy un mago malo también. ¿Es que no habéis visto cómo he tumbado a ese trol? –y volviéndose hacia James y Sirius–. No cuela, ¿no? Dumbledore me va a matar. Mira, chico –dirigiéndose hacia Pettigrew–, yo soy algo así como un castigador y un guardaespaldas, ¿comprendes? –éste asintió pero por que se callase y se marchase–. Voy a tomarme otro whiskey de fuego, ¿vale, Remus? Recuerda que dentro de un rato tenemos que irnos, ¿eh? –dando golpecitos con su dedo índice en su reloj de pulsera.

–¿Quién era ése? –se atrevió a preguntar Peter.

–Es como un guardaespaldas, él lo ha dicho –explicó Sirius–. ¿Qué pasa, Remus? Al fin y al cabo, él ya sabía que Voldemort puede que vaya detrás de ti, ¿no? Se lo contamos en Hogwarts. Mira, Pet, pues hay personas como ésas que se encargan de vigilar que Remus, y los que le rodean, estén bien, que no sean atacados.

–Ah, claro –sonrió Peter.

–Bueno, ¿qué? ¿Echamos otra? –sugirió James.

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La chimenea pasó de impregnar en la pared de la sede de la orden tonos rojos y cálidos a verdes y fríos. Dumbledore, mirando a su alrededor con rapidez, penetró en la sede por la chimenea.

–¿No decías que te gustaba la entrada del árbol? –le preguntó Remus, que estaba solo.

–No hay tiempo. Tenemos que irnos. Sígueme.

–¿Adónde?

–Al Hospital San Mungo –explicó con tono grave–. Estuviste allí cuando tenías cuatro años. ¿Consigues visualizarlo? Si es así, podrás aparecerte sin problema y no tendremos que utilizar la chimenea. Las chimeneas en San Mungo y en el Ministerio están siempre colapsadas.

–¿Qué ha pasado?

–Ve detrás de mí, ¿quieres?

Y Dumbledore se esfumó. Remus, agarrando su varita con dedos temblorosos, la apuntó hacia sí y en un segundo se encontró al lado del anciano director, en el amplio vestíbulo del hospital mágico.

–¿Qué ha pasado, Dumbledore?

–Alguien ha sido atacado por un mortífago, Remus. Ha salido vivo de milagro.

–¿Quién?

–Sígueme.

Y Remus corría detrás de él subiendo las escaleras.

–He avisado –proseguía Dumbledore con la respiración agitada a causa del esfuerzo– a los demás para que se aparezcan de inmediato. Seguramente ya lo hayan hecho. Contigo, no obstante, no había forma de ponerme en contacto ya que estabas en la orden. Tenía que recogerte.

–¿Quién es, Dumbledore?

–Ya hemos llegado –señalando una habitación en medio de un pasillo–. Entra, Lupin. En silencio, por favor.

–¡Peter! –gritó Remus abalanzándose al lado de su amigo–. ¿Qué te han hecho, amigo?

–¡Me han atacado, Remus, me han atacado! –gritaba entre lágrimas–. Un par de magos tenebrosos, señor Dumbledore. Dos aliados de Quien–Vosotros–Sabéis. Se aparecieron y me atacaron. ¡Santa Madre de Rowling, ten piedad de mí!

McGonagall apareció en ese momento en la puerta, con el rostro fruncido, acompañada del resto de compañeros de Remus que pertenecían a la orden. Helen se puso al lado de su novio y le tomó una mano subrepticiamente.

–Tranquilo, Peter, aquí estás a salvo. Cuéntanos lo que ha pasado –le rogó Dumbledore.

–Bajaron volando, profesor Dumbledore –gimoteaba–, y me señalaban. ¡Me señalaban! Yo eché a correr y me lanzaron maldiciones. Una me alcanzó y me caí al suelo, llorando de dolor. Me intenté defender, pero no pude. ¡Me desarmaron enseguida, profesora! –mirando con lágrimas en los ojos a McGonagall–. Me pegaron patadas en el costado, como si fuese un simple muggle, y me gritaban que dónde estaba Remus –mirando a éste–, que dónde estaba y que se lo dijese, pues de no hacerlo ¡me matarían! ¡Me matarían!

–Y ¿quién le socorrió, Pettigrew? –intervino McGonagall.

–Ambos se agarraron el brazo y se cruzaron extrañas miradas. Me dijeron que por aquella ocasión me había librado, pero que volverían a por mí –sollozaba–. ¡Que volverían! ¡Señor Dumbledore! ¡Profesora McGonagall! ¡Que volverían!

–Tranquilo, Peter –lo apaciguó Dumbledore–, aquí estás a salvo. Y en adelante también. Tranquilo. Te ayudaremos.

Y lanzándole una inquisitiva mirada a McGonagall le pidió que lo acompañara al pasillo.

–¡Pobre muchacho! –se lamentaba la mujer–. Tiene quemaduras por todo el cuerpo.

–Sí, es espantoso –la secundó él–. Ahora veo que me equivocaba, profesora. Pensé que viendo a Peter apocado y alejado de los estudios de Remus no se interesaría por él. Pero me equivocaba. Y eso nos ha demostrado que Voldemort sigue detrás de Lupin.

–Sí, Dumbledore –asintió–. Eso es terrible.

–Tenemos que extremar la vigilancia y avisar a la orden. Y en cuanto a Peter, debe ser admitido en la orden de inmediato. No hará mucho, pero estará seguro. Y no le vendrá mal que se le consiga un trabajillo.

–Pero antes usted no quería...

–Ya le he dicho que me equivocaba. Entre ahí dentro y dele la noticia. Explíqueselo todo, ¿quiere? Yo buscaré al resto de miembros de la orden y le explicaré lo sucedido.

–¿Pasaremos al plan B?

–¿El plan B? ¡Oh, por supuesto!