- Padfoot Himura: Hoy te he dejado la primera, guapa. Siento haberte contestado tan escuetamente en el capítulo anterior, en serio que lo siento. Resultó que leí tu "review" justo cuando ya había colgado el capítulo. Y aunque lo hubiera leído no hubiera podido responderte tanto como hubiese querido, porque estaba en un ciber y apenas si tenía tiempo. Pero ahora es diferente. Gracias por leer los diez capítulos (ya sé que es una pasada tener que leerse uno todo eso de golpe, pero es que me entró el punto de colgarlos todos a la vez). Dices que te ha gustado, gracias, me halagas. Pero ¿por qué dices que el señor Nicked es pesado? ¡Es peculiar! Yo quiero un montón a ese personaje, en serio. Es el mejor... Luego dices también que te gusta cuando dicen "Santa madre de Rowling": ¡gracias! No sabía cómo os lo ibais a tomar; pensé que quizás creyeseis que era una estupidez y os molestase. Si a ti te gusta, me alegro. Aunque dices que no es ninguna santa porque se cargó a tu querido Sirius... Seguro que te harán gracia algunos comentarios del capítulo 15 (Uno más uno son dos). Luego me pones que esperas con ansiedad mi próximo capítulo (que ya colgué) y algún "review" en tu "fic"... Lo siento. Cuando tenga tiempo te dejo alguno, que claro que si os pido lo mismo, es obvio que me lo pidáis a mí (así que no es mucho pedir, todo lo contrario). Un saludo también a ti. Gracias, Padfoot Himura.
- Joanne Distte: Siempre tengo un huequito para ti en mis capítulos. ¡Hola, guapa! Por cierto, me ha entrado curiosidad: tu nombre y apellido no son españoles, ¿verdad? Que no es que sea chismoso, es que quiero conoceros... Bien, estoy releyendo tus correos y me encanta lo entregada que estás. Es un halago, créelo. Espero que ya hayas leído los "reviews" que te he dejado en HACIENDO JUSTICIA, que te los he dejado con el mayor cariño del mundo. Bien, como te dije en un correo que te mandé, ya me apunté a la web esa de foros que me recomendaste, aunque me paseé un rato y estuve un tanto perdido (me quise meter en una casa y no me dejaron... UU). Te envié también una lechuza, pero no sé si lo hice bien y te llegó. Como te dije en ella, espero tus instrucciones. Y de las otras páginas que me dijiste (la oficial y otras de "fics"), la verdad es que no tengo ni idea de ninguna más, así que espero que algún día me puedas dar una respuesta. Sin prisas. Eso de reacción en cadena me hizo gracia, aunque la verdad es que no me puedo quejar, porque todo está saliendo mejor de lo que esperaba: ¡17 "reviews" (hasta el momento en que escribo)! Es increíble... (Respondo a tu último correo, recibido a 1 de octubre aproximadamente a las diez menos cuarto de la noche). ¿Qué haces tú a esas horas en un ciber, eh? Ay, porque era viernes, que si no... Bueno, lo he leído atentamente: lo he leído y releído y debo decir que siempre estás ahí para apoyar a uno. ¡Gracias! Yo creo que el estado anímico es algo fundamental para escribir con ánimo; si estás deprimido, ¡ni se te ocurra ponerte a escribir...! ¿Cómo se te ocurre quedarte leyendo hasta las una y media de la madrugada cuando al día siguiente tienes clase? Te quedarías sobando. Gracias por tus halagos. Aún no he podido leer tus "reviews", y tal y como veo el panorama, creo que no podré hasta el viernes; pero si están ese día te podré añadir algunas palabras antes de colgarlo el sábado siguiente el próximo capítulo, el trece. (Hoy, viernes día ocho, acabo de leer tus "reviews" – Oo – y tu correo electrónico) ¡Gracias! ¿Has visto ya? ¡¡¡34 "reviews"!!! Y, en gran medida, gracias a ti. Bueno, Haciendo justicia también ha subido un poco su contador. En tu próximo "review" dime cómo se titula el relato que acabas de colgar sobre Bellatrix y así no me mareo, por favor, que cuando voy a internet no suelo tener mucho tiempo. ¡Gracias! Bien, he leído atentamente tus nueve nuevos "reviews" y estoy muy orgulloso de haberlos recibido. ¡Eres una gran persona! Me hace una enorme ilusión que me digas todo lo que te ha hecho gracia, porque creo que el relato tiene algunos puntos de risa buenos y la mayoría no comenta nada. No te los puedo comentar uno a uno porque son muchísimos. Sí una cosa: ya sé que la jota del nombre de Remus significa John, aunque a mí me gusta más Julius. John parece un nombre demasiado convencional para la rica gama onomástica que ha creado Rowling. Además, para cuando empecé a escribirlo no había escuchado ese rumor del chat, así que espero que me perdonéis, pero voy a mantenerlo así todo la historia para mantenerme fijo a mis principios y para que el relato no parezca que cambia sin idiosincrasia. Gracias también por decirme que es muy original lo de añadir personas que conozco (incluido yo mismo) en el relato traduciendo sus nombres al inglés; antes de que me dijeras eso yo ya estaba pensando añadir unos cuantos buenos amigos de al relato (en papeles pequeños, claro está; meramente figurativos), y tú has sido la primera persona en quien he pensado. Así que prepárate porque en el capítulo 42 aparece Joanne, una chica dispuesta a todo... Muchas gracias por todo y espero con impaciencia tus próximos comentarios.
- Leo Black Le-Fay: ¡Hola! Gracias por contestar. Veo que no vas a cambiar de opinión, así que no insisto. Sólo espero que seas comprensiva contigo misma cuando llegues a vieja... A mí, personalmente, Dumbledore me cae genial; pero respeto tu opinión. Por cierto, ¡no me dijiste si te había gustado el capítulo!; espero que sí. Y espero también que te guste éste. Aguardo tu opinión sobre él, porque creo que va a haber una cosa en él que os va a dejar Oo a todos. Gracias por comunicarme el título del sexto libro (Harry Potter y el príncipe de los mestizos), ya lo había escuchado por ahí y me llamó la atención que un relato por aquí tiene ese título. Si cojo tiempo lo leo, aunque no sé de qué trata. Oye, ¿por qué crees que Remus Lupin es el príncipe de los mestizos? Yo me supongo que será Harry, ¿no? Pero si tú has leído un fragmento, que yo no, tendrás tus razones. Espero que me digas cuáles son. Gracias por todo, Leo Black Le-Fay (eres una lectora muy atenta).
- Navleu: ¡Hola! Aguardándote estaba ya con anhelo. Muchas gracias por atender mi "fic", el cual también, a la larga, acabará atendiéndote a ti. Bien, puedo deducir que tan sólo has leído los dos primeros capítulos, ¿no? Pero has dejado precisiones muy interesantes. En primer lugar, dices que te extraña cómo un hombre lobo puede estar en un zoológico: tiene su explicación, más o menos coherente, pero llegará en su momento en el relato y no te la puedo adelantar ahora, espero que me entiendas; en segundo lugar, dices que qué triste que Julius se comporte así con Remus...: aún te queda mucho por leer; en tercer lugar, dices que te gusta cómo pinto la personalidad de Dumbledore: ¡gracias!; en cuarto lugar, ya en el capítulo dos, dices que el padre de Remus es despiadado: repito, te queda aún mucho por leer; en quinto lugar, dices que te ha hecho gracia el núcleo de la varita y también añades que se fueron sin pagar: en absoluto, cómo bien dices no tengo que añadir todos los actos que yo creo son obvios. ¡Ah! Y la varita de Remus es extremadamente importante; en sexto lugar, dices que no explico cómo se hacen amigos o la selección de Remus: ¡es cierto! Pero me gustaba que el capítulo terminara así, tan enigmático y nostálgico. Hoy por hoy sí extraño la selección de Remus, sobre todo. Creo que hubiera sido muy interesante poner todas las divagaciones del Sombrero Seleccionador. Gracias por todo, Navleu o Claudia. Espero volver a tener noticias tuyas pronto.
- Idril Isil: ¡Hola! He quedado flipando con tu "review". No me imaginaba que alguien se fuera a entretener haciéndome un comentario tan extenso. Te lo agradezco. Bien, tengo algunas cosas que decirte. Me alegra que te guste mi carrera –Filología Hispánica–, porque es realmente bonita y muy didáctica. A mí el latín y el griego también me encantan. Que, por cierto, si quieres que te traduzca algo, como me dices, no te amedrentes; en las medidas de mis posibilidades lo haría. Me pediste más humor y espero que lo hayas recibido, porque el señor Nicked es un diablo de travieso, ¿verdad? Yo creo que tiene algunos puntos muy graciosos. Pero ¿qué voy a decir yo, que lo he escrito y lo quiero a mi relato como si fuera mi hijo? Oo Dices también que odias al señor Lupin... Me pregunto yo a quién le podría gustar. Sólo espero que consideréis si la historia suena realista en torno a su personaje y a su maldad. Luego me has preguntado que cómo demonios escribo tanto. Eso es un secreto profesional... No, bueno, te voy a revelar el increíble secreto (Oo): 1) Lo mejor es tener una enorme inspiración a la hora de sentarse ante el ordenador. 2) Si no tienes el argumento bien digerido tú mismo, no esperes que te vaya a salir nada coherente. 3) Me gusta escribir con las bandas sonoras de Harry Potter o, en su defecto, con las de El Señor de los Anillos. Me ayuda a imbuirme en un mundo mágico y especialmente imaginativo y fantasiosos. 4) ¡Y el secreto! Este relato ya es un poquito mayor. Vosotros lo conocéis muy joven, pero lleva todo el verano germinando. Ahora, por ejemplo, yo no voy a ponerme a escribir el capítulo 13, sino el 41. Como ves, estoy algo por delante de vosotros. Al principio no sabía cómo meter el relato, así que me puse a escribir solo en mi casa como un enloquecido, con una amiga y vecina que me lo leía y me daba consejos; hace poco me ayudaron y mostraron las pautas para meterlo en internet (en ) y ahí es donde metí los diez capítulos de golpe. Ahora pienso meter un capítulo por semana para no aburriros. Como ves, lo que os llevo es mucha ventaja y por eso los capítulos salen pensados, digeridos y largos (aunque algunos no tanto: más adelante los hay de muchos tipos). Como te habrás podido dar cuenta, MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO va a haber para rato, porque ya tengo ¡cuarenta capítulos! escritos. Así que por eso escribo tan rápido, no creas, aunque en verano he llegado a escribir tres capítulos como los que has podido leer por semana. Ya te lo he dicho, quiero mucho a este relato. ¡Ah! Y no pienso dejarlo, así que semana tras semana habrá una nueva entrega. Gracias por tu extenso "review", Idril, aguardando a que en los próximos capítulos entiendas lo que quería decir con las escenas. Como eres toda una literaria, ¡de seguro lo comprenderás! Así que, por cierto, como ves: escribir voy a escribir seguro, porque, me leáis o no, yo ya lo estaba escribiendo con pasión cuando no lo leía nadie. ;) Y ahora que lo lee gente, mucha más pasión todavía.
D. Mo: Gracias por dejar un "review" con tus intenciones. Es halagador. Gracias también por decir que te llama la atención. ¡Gracias!
Leonita: Me alegro que digas que prefieres los no slash, porque ya creía que todo el mundo pensaba que Remus y Sirius tenían que tener algo por narices. Espero, por tanto, que te guste esta relación Helen–Remus. Gracias también por decir que no se hace pesada. Hasta el momento, creo, tan sólo has leído el capítulo uno, así que para cuando llegues aquí espero que el relato te siga agradando. Gracias por todo.
Elena: Oo Ésa fue la cara que se me quedó cuando terminé de leer tu "review". ¡Hola y bienvenida! Bien, te corrijo. Tengo dieciocho años, no diecinueve, y soy un chico, no una chica como mal piensas creyendo que podría haberme cambiado el nombre para despistar. Oo No creas que tu "review" me ha parecido largo, pues me alegra que sean amenos, y los ha habido más largos, y no por ello más pesados, ¡sino todo lo contrario! ¿No entiendo eso de tu tercer amor platónico? ¿¡No me irás a violotear!? No sé quién es el segundo, pero me siento complacido, aunque no sé si se lo andas diciendo a todo el mundo eso mismo... Gracias por decir que escribo de maravilla, y que estás entusiasmada con la historia y que necesitas que actualice pronto. Aquí tienes; como ves, todas las semanas una nueva entrega en el gran quiosco que es internet. Espero que te guste. Siguiendo, sí, soy del sur. ¿Se nota tanto con lo del elfo doméstico? Espero que esa escena os haya hecho gracia. Bueno, aguardo muchos más "reviews" tuyos, querida. Un besazo grande y muchas gracias. ¡Ah! Y dale recuerdos a tu amiga.
Kakano: Hola... ¿Estás enfadada? ¡Espero que no! No lo hice por molestarte, así que espero que nos sigamos llevando bien y que seamos amigos, ¿vale? Podemos seguir pensando cada uno cómo es Remus o cuál es su orientación sexual sin que tengamos que reñir por ello. ¡Vamos!, yo por lo menos no he reñido: sólo estaba dando mi punto de vista. ¡Venga!, déjame un "review" y dime que todo está olvidado, Kakano querida. Un besazo muy grande y ¡vivan los relatos slash, que también tienen derecho!, aunque éste no lo sea.
ADVERTENCIA: Lo siento. No me he dado cuenta hasta ahora, aunque Idril Isil estuvo muy fina, hay que decir. En los once capítulos previos no hay ninguna separación entre escenas no porque no existan a la hora de la redacción, sino porque la web se las come a la hora de colgar los capítulos. Ponía tres asteriscos entre fin de una escena y principio de otra, pero me acabo de percatar (al observar el capítulo 11) de que los asteriscos no aparecen. De esa forma, en adelante, pondré una serie de equis limitada para comunicar el fin de una e inicio de otra, ¿de acuerdo? Voy a hacer lo imposible por solucionar ese problema en los capítulos anteriores, con lo que, quien lo desee, puede echarles un vistazo para ver las diferencias entre escenas que antes no quedaban nada claras. (Por eso esto va dirigido a los que van leyendo el relato a la vez que lo cuelgo, porque voy a hacer lo imposible por solucionar el problema) Así que, Idril, ya puedes leerte los capítulos con total tranquilidad, que ahora verás la diferencia entre los días y notarás que mi estilo no es tan espeso. Los problemas de la informática... Intentaré solucionarlo el domingo, día 3 de octubre, para que os cause los menos problemas posibles.
CAPÍTULO XII (LUPINS Y GRINGOTTS)Remus, pasados dos días del ataque de Voldemort, se pasó por el despacho de Dumbledore y le dijo que estaba preparado para pasarse por su casa a recoger todas las viejas pertenencias de sus padres. Dumbledore lo miró sonriente y le dijo que lo aguardase un momento, que tenía que buscar una cosa. Y comenzó a buscar por todos lados.
–¿Qué es, Dumbledore?
–Un chisme que se me ha perdido –explicó Dumbledore sin dar más detalles.
–¿Y por qué no lo buscas luego? –probó Remus.
–¡Aquí está! –lo señaló Dumbledore metiendo la mano en un cajón hasta el fondo. El cajón parecía más profundo de lo que a simple vista podía ser, porque Dumbledore casi tuvo que meter hasta la cabeza para sacar un pequeño frasco de color blanquecino que enseguida se guardó en el bolsillo de su túnica–. Ya podemos irnos.
Remus estaba asomado a la ventana del despacho, que daba a los terrenos del castillo, desde donde veía jugar a los estudiantes bajo el sol radiante de una mañana de sábado.
–Cuánto me gustaría volver –dijo Remus melancólico–. Ahora la vida es tan difícil... Tan diferente.
–Así es la vida, hijo, así es la vida –le pasó una mano por un hombro Dumbledore–. De pronto un día te das cuenta de que tu vida puede cambiar para siempre, con una posibilidad insospechada –el director se sonrió hasta que Lupin se volvió.
–Bueno, ¿nos vamos, Dumbledore?
–Cuando quieras.
Remus hurgó pero no encontró polvos flu.
–Se han acabado, Dumbledore.
–¡No digas! –levantó un puño con enojo–. Qué fastidio. ¡Oh! Por suerte siempre guardo sobres individuales.
Se sacó de un bolsillo de su túnica un par de bolsitas como los sobres de azúcar que dan en las cafeterías muggles, en las que ponían: "POLVOS FLU. Un solo viaje, una sola persona.", y que acompañaba el dibujo de una chimenea.
Los abrieron y entraron por turnos derramando su contenido en el hueco de la pared. Dumbledore entró primero, luego Remus:
–¡A la casa de los Smith!
Y la chimenea se lo tragó con largas llamas de color verde. Cuando de nuevo abrió los ojos al sentir que la mareante sensación de movimiento había cesado, Remus comprobó que estaba en el salón de su vieja casa, aunque estaba muy cambiada.
Tenía retratos mágicos por todos lados y toda suerte de adornos inservibles por doquier. La amplia mesa del comedor había desaparecido, y en su lugar, en la pared, había una extensa vitrina de trofeos donde brillaban decenas de copas doradas. En una de ellas Remus pudo leer, antes de que llegaran los señores Smith: "A los mejores jugadores de ajedrez mágico en el III Certamen de Hogsmeade".
–¡Ah, hola! –estrechó la señora Smith la mano de Dumbledore.
La señora Smith era alta y rubia, con unos bonitos ojos verdes. Tenía la piel blanca y vestía elegantemente, hablando con mucha educación.
Su marido también era alto, aunque escuálido y poco musculoso. Tenía el pelo muy corto y erizado y unas patillas ridículas. Agarró la mano de Dumbledore casi encorvado, y después se dirigió hacia Remus, cuya mano también estrechó.
–¡Siéntense! –los invitó el hombre.
Remus se sentó frente a la escalera. Desde allí abajo podía ver un trozo de la puerta de su antiguo dormitorio.
–Así que usted es el pequeño Lupin, ¿no? –comentó sonriente la señora Smith.
Remus asintió, aunque para nada se sentía pequeño.
–Imaginamos que esto debe de ser un poco violento –añadió el señor Smith–. Pensarás que nosotros somos unos usurpadores, ¿verdad? –Remus arrugó la frente–. Quiero decir que... como tus padres murieron sin dejar testamento... Si no –el hombre hizo un amplio gesto con los brazos señalando la casa–, esta casa seguiría siendo tuya.
–Adopté al señor Lupin cuando tenía catorce años –repuso Dumbledore, y aquel hombre fijó su atención en él–, y ahora tiene todo cuanto quiera a mi lado. Lo mejor que pudo hacer es librarse de esta casa.
–Es bonita –se ofendió la señora Smith.
–Me refiero, mi querida señora, a que son demasiados recuerdos para él.
–¡Ah! –aprobó sonriente–. ¿Quieren un café? ¿Tal vez un té? ¿O prefieren una cerveza de mantequilla?
–No le haría feos a una taza de té –sonrió Dumbledore.
–Una cerveza de mantequilla, gracias –pidió Remus.
Y la señora Smith se fue hacia la cocina. Los tres quedaron silenciosos en la sala de estar. Un ruido seco se escuchó en el piso superior. El señor Smith levantó la vista con lentitud, con expresión cansada.
–No veo muchas cosas por aquí de cuando yo vivía entonces en esta casa –dijo Remus.
El señor Smith desvió la mirada del muchacho a Dumbledore.
–Están empaquetadas –dijo–. En el piso superior.
La señora Smith reapareció con el té para Dumbledore, la cerveza de mantequilla para Remus, y un par de tazas de café para la pareja.
–Bueno ¿y qué? –abrió la conversación la señora Smith–. Háblenos del colegio. ¿Qué tal va?
–Más o menos igual desde que ustedes se marcharon.
–Pero ahora es usted el director –le sonrió el señor Smith.
De nuevo un golpe seco en el piso superior, como si se hubiese caído una caja al suelo. Apareció brincando por las escaleras y, de un salto, un gato con la cara aplastada y el pelaje de color canela se colocó en el regazo de la señora Smith.
–¡Oh, éste es nuestro gato! –dijo, y el gato maulló.
Dumbledore consultó su reloj y dejó la taza de té, vacía, sobre su plato. El señor Smith se lo quedó mirando y dijo a su esposa:
–Supongo que ya es buen momento de bajar las cosas, ¿no?
Y juntos subieron por las escaleras.
–¿Quieren que les ayudemos? –se ofreció Dumbledore.
–¡No, gracias! –se escuchó la voz amortiguada de la señora Smith–. Enseguida bajamos –y seguidamente, en voz más baja–. Aguanta un poco, por favor. Habrá que explicarle.
Al momento bajaron con las varitas alzadas y dos cajas enormes que descendían los escalones suspendidas en el aire.
–Aquí está –se las dejó a los pies a Remus.
Éste comenzó a hurgar en su interior y comenzó a encontrar todo tipo de cosas de las que ya se había olvidado por completo.
Dumbledore miró al señor Smith directamente y éste añadió:
–Hay más.
–¿Sí? –dijo Remus–. ¿Qué es? ¿Otra caja? No hace falta que se molesten, ya puedo subir yo.
–No, es otra cosa –dijo la señora Smith–. A ver, siéntate, ¿vale? En primer lugar, debes estar tranquilo, porque... Relájate, ¿quieres?
Remus se sentó y notó que una mano de Dumbledore se apoyaba sobre su hombro y le daba palmaditas.
–Ya puedes –dijo el señor Smith.
Y en ese instante la vio, bajando los escalones flotando, a su madre, al fantasma de su madre.
–¡Oh, hijo querido! –lloraba, abalanzándose hacia él e intentando abrazarlo, aunque no podía–. Mi querido Remus. ¿Estás bien?
–Mamá... –musitó Remus.
–Sí, soy mamá. ¿Qué tal estás, cariño? ¡Ay, mi cielo, cómo te he echado de menos!
Una lágrima se vació del ojo de Remus:
–¡Mamá! –e intentó abrazarla, pero tampoco pudo–. ¿Cómo...? ¿Cómo...?
Nathalie Lupin se volvió hacia Dumbledore y le dijo, con lágrimas transparentes en los ojos:
–Gracias, profesor Dumbledore. ¡Muchas gracias! Gracias por cuidar a mi pequeño –y se lo quedó mirando otra vez–. Aunque ya no es tan pequeño –y se le escapó una sonrisa entre las lágrimas de felicidad.
–No hay de qué, Nathalie –dijo Dumbledore.
–¿Cómo estás aquí? –preguntó Remus hipando a causa de las lágrimas que le caían por la cara, lágrimas de alegría.
–¿Es que acaso pensabas que me iba a ir al cielo tranquila dejándote aquí con Julius? –apretó el rostro–. Yo tenía que volver. ¡Debía volver! Y hace una semana lo conseguí –sonrió.
–Sí, al parecer hay fantasmas que se quedan más tiempo en el limbo y otros que vuelven enseguida –explicó Dumbledore–. Bueno, eso dicen –añadió viendo que todos se lo habían quedado mirando–. Todo esto de los fantasmas es un misterio, un absoluto misterio.
–Lloré y lloré cuando vi que Remus no estaba en esta casa, sino que me encontré a estos dos señores –prosiguió Nathalie.
–Sí, se tiró dos días enteros llorando –explicó el señor Smith.
–Después les pregunté que dónde estabas, Remus, y me comenzaron a ayudar. Averiguaron que te habías ido a vivir con Albus Dumbledore cuando yo había muerto y el mal nacido de mi marido se marchó para volver al lado de Quien–Vosotros–Sabéis. ¡Gracias, Dumbledore, por cuidarlo! ¡Gracias! –reanudó el llanto.
–No hay de qué –dio palmaditas de consuelo en el aire.
–Por suerte sigues vivo, ay, mi cielo. ¿Cómo me iba a ir yo tranquila si lo último que me dijo el hijo de..., mi marido es que tú, mi querido Remus, ibas a ser su próxima víctima? ¿Cómo iba a seguir yo el camino tan tranquila? –se relajó–. Que a todo esto, ¿sabéis dónde está mi marido?
–Te siguió unos años más tarde –y Dumbledore señaló hacia arriba con el dedo índice levantado–. Remus le pegó un bocado –y sonrió irónicamente.
–Ah, entiendo –sonrió también Nathalie mirando a su hijo. Los señores Smith se encogieron de hombros mirándose el uno al otro–. Pero ¡qué mayor estás ya! Si tienes hasta barba –intentó acariciarle el rostro–. Cuántas cosas me he perdido –poniéndose triste.
–Y yo, mamá. Los dos. Pero ahora las recuperaremos –y volviéndose hacia Dumbledore–. Podrá venirse con nosotros, ¿no?
–Es más, debe venirse con nosotros –mirando a los señores Smith de soslayo. Volviéndose hacia ellos:– Muchas gracias por todo.
–Un placer –mintió el señor Smith.
–Ahora, Nathalie –apuntó Dumbledore–, tengo que meterte aquí –y sacó de su bolsillo el frasco blanquecino. Lo destapó apuntando hacia la fantasma y enseguida la botella comenzó a absorberla hasta que quedó atrapada en su interior–. Bien, así nos la podremos llevar con nosotros. Muchas gracias de nuevo, señor y señora Smith –estrechándoles la mano.
–Un placer –repitió.
–Tomen polvos flu –señaló un frasco de extraña forma que había sobre la repisa de la chimenea–, para el viaje de regreso.
–¡Oh, gracias, gracias! –negó con las manos Dumbledore–. He traído polvos flu en paquetes individuales –sonrió.
–¡Ah! Qué agradable sorpresa –mintió ofendida–. Que te vaya todo muy bien, pequeño Lupin. ¡Y cuida de tu madre!
Y la chimenea los hizo desaparecer. Dumbledore pronunció muy bajo el nombre de la orden, pero la chimenea lo entendió perfectamente. Remus lo imitó, y en un santiamén ambos se encontraron en la sede de la orden, donde todos se encontraban reunidos en la sala común.
–Hola, Remus –fue hacia él Helen.
–Hola, Helen. Buenos días.
–¿Cómo te ha ido en tu antigua casa? –preguntó la chica.
–A decir verdad, no lo sé. Todo ha sido un poco raro –pensó–. Pero tengo que enseñarte una cosa.
Dumbledore los miraba. Cuando vio que ambos se acercaban, dijo:
–¿Quieres que la haga salir?
Remus asintió. Dumbledore destapó el frasco y la fantasma salió encogida, apretándose la espada y el costado.
–¡Qué incómoda, Dumbledore! –chilló–. ¿No tenías nada más estrecho?
–¡Una fantasma! –exclamó con regocijo Arabella–. Hola, soy Arabella Figg.
–Yo, Nathalie Lupin, la madre de Remus.
Arabella se quedó mirando al chico, e igual hicieron todos. Helen se quedó unos segundos sorprendida, mirando a Remus atónita. Después, saliendo de su asombro, se adelantó y se presentó a su suegra:
–¡Hola! Soy Helen Nicked.
–Hola, chica. Cuánto gusto. Encantada.
–Soy la novia de Remus –añadió.
La fantasma se llevó una mano a la boca y renovadas lágrimas cayeron por sus ojos.
–¡Santa Rowling del cielo, santificado sea tu nombre! –gritó–. Pero ¡si es mi nuera! –trató de abrazarla en vano–. ¡Encantada, Helen! Has dicho Helen, ¿no? Yo soy Nathalie Lupin, su madre. ¡Oh, qué gusto conocerte, querida! –y volviéndose hacia su hijo–. Hacéis una pareja excelente.
–Nosotros somos los amigos de Remus –se acercó Sirius.
–¡Qué bien! –aprobó Nathalie–. ¡Qué guapos todos!
Moody se acercó a Dumbledore y le gruñó algo al oído.
–No sé qué hay de malo en que tengamos un fantasma en la orden –contestó Dumbledore.
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La chimenea en la casa de los Nicked, apagada, se encendió y de ella surgieron Remus y Helen, agarrados fuertemente de la mano. Se aproximaron a la mesa y aguardaron hasta que entraran alguno de los padres de la chica. Se quedaron mirando la decoración de alrededor, algo variopinta cuanto menos: todo el techo estaba cubierto con farolillos.
–¡Oh, están aquí, palomita! –corrió a abrazarlos el señor Nicked–. Cuánto hacía que no os veía.
–¿Está ya mejor, señor Nicked? –se interesó Remus.
–¿Qué, lo del ataque del brujo ese? ¡Oh, sí, mucho mejor! Gracias.
–¿Y a qué vienen estas cosas en el techo? –preguntó Helen.
–Cosas del elfo doméstico –dijo el hombre con una mueca.
–¿Qué le pasa? –le preguntó Remus sonriendo–. ¿Ya no le gusta tanto como al principio?
–No, no es eso –explicó–. Es que un día le compré un sombrero cordobés para regalárselo, y cuando fui a dárselo, se puso a llorar y a patalear y a decirnos: "¡No, eso no! ¡Por favor! Antes... ¡que me pille un toro!" Y no me lo cogió.
Remus y Helen comenzaron a reírse.
–¿Qué os pasa? –preguntó la señora Nicked que acababa de entrar en el salón. Miró el techo y quedó horrorizada. Levantó su varita, la agitó y los farolillos desaparecieron–. ¡Qué pesado este elfo! Pero ¿qué os pasa? ¿De qué os reís?
–De nada, mamá –la abrazó su hija.
–Señor Nicked –se volvió hacia él su yerno después de abrazar a su suegra–, lo que usted ha intentado hacer, sin querer, es liberar al elfo.
–¿Cómo liberarlo? –chilló–. ¡Yo le regalé un sombrero cordobés!
–Papá, los elfos domésticos llevan una única prenda toda su vida, porque si les das otra quedan libres de seguir trabajando en esta casa.
–¡Ah! Ya está –comprendió el señor Nicked, sonriendo–. Por eso lleva siempre esa falda de volantes, ¿no? Y yo que pensaba ya que no se lavaba el muy guarro...
–¿Hoy qué hay para cenar, mamá? ¿Gazpacho? ¿Tortilla de patatas?
–No, hija. Le he enseñado a preparar comidas de aquí, de Inglaterra, que ya me he hartado de la dieta mediterránea. Hoy ha preparado patatas con pescado.
Y apareció el elfo con varios platos que depositó sobre la mesa. Parecía apenado. Farfullaba:
–¡Fish and chips! ¡Puaj! –escupía en el suelo–. ¡Olé! ¿Dónde queda la gracia de una buena tortilla de patatas? Con su mahonesa... –se relamió de gusto recordándolo–. "¡Mi arma!"
–¡Largo! ¡Largo! –lo echó a puntapiés la señora Nicked.
–¡Mamá! –la regañó Helen.
–¿Qué, hija? Es un incordio.
–Bueno, Remus. ¿No nos dijiste que había venido tu madre? –y señaló el señor Nicked un quinto plato que traía el elfo.
–Claro, por supuesto –y el chico comenzó a hurgar en su túnica.
–Aunque no lo entiendo –habló la señora Nicked–. Creía que tus padres habían muerto, Remus, y por eso tuviste que quedarte con Dumbledore –pero cuando Remus encontró el frasco y lo sacó–. ¡Oh, ya lo entiendo! –llamó al elfo y le pidió que se llevase el plato antes de que abriese la botella–. Podría ofenderse.
–Yo no me entero nunca de nada –dijo el señor Nicked pinchando en su plato. Cogió una patata y acercándosela al rostro, dijo, poniendo voz aguda:– ¿Tú eres muggle? ¡Oh, qué casualidad, yo también soy muggle! Estos magos, todo el día con su jerga y sus enigmas. Sí, sí, tienes toda la razón, nada que decir. ¿Que quieres que los mate? –Matthew se volvió hacia ellos riendo como un niño, pero se encontró con caras de decepción y vergüenza ajena.
–Abre la botella, querido –solicitó la señora Nicked.
Remus le quitó el tapón y el fantasma de Nathalie Lupin cubrió la mesa. El señor Nicked pegó un chillido agudo y se le cayó el tenedor al suelo. Se bajó de la silla para recogerlo y asomando sólo media cabeza por encima de la mesa, asustado, preguntó:
–¿Santa Claus?
–Hola –los saludó Nathalie–. ¡Oh, hola! –se volvió hacia la señora Nicked–. Usted debe de ser la madre de Helen. Cuánto gusto de conocerla.
–Lo mismo digo, señora.
–No, no. Llámame Nathalie.
–Bien, Nathalie –dijo–. Siéntate si quieres.
–Gracias –y la fantasma se quedó flotando sobre la silla.
–¡Sal de debajo de la mesa, Matt! –lo obligó la señora Nicked y éste se sentó de nuevo desconfiado, ya que su asiento estaba junto al de su consuegra.
–No quiero parecer irrespetuosa, pero... ¿Puede comer algo? Porque le traeré lo que me pida –dijo la señora Nicked.
–Gracias, pero no, no puedo comer nada –sonrió la señora Lupin. Después se volvió hacia Matt–. Usted es el padre de Helen, ¿verdad? Encantada.
–Sí, sí, sí –dijo éste asustado casi sin mirarla.
–No se asuste. ¿Que es muggle? ¡Vaya, qué gracioso!
Remus pensó que era muy divertido que el señor Nicked no hubiese dicho magnífico o estupendo al ver aparecer a su madre. Seguramente no le habría gustado tanto la magia de saber desde un principio que los fantasmas tenían un lugar en su mundo.
–¿Y cómo murió usted? –preguntó respetuosa la señora Nicked, consciente de que a todos los fantasmas les gustaba hablar de su muerte.
–Fue terrible, ¡terrible! Fue mi marido, él me asesinó.
–Canalla –escupió la señora Nicked.
–Sí, señora...
–Puedes llamarme Helen.
–Ah, pues Helen. Me lanzó la maldición asesina. Se había pasado al bando de Quien–Usted–Sabe.
–¿Sí? No me diga –se escandalizó la señora Nicked.
–¡Vaya que sí! Hasta intentó matar a Remus, pero éste se lo comió, ¡y bien que hizo!
Los señores Nicked se quedaron mirando a Remus con asombro, pero ninguno dijo nada. A partir de ese momento la conversación fue mucho menos resuelta.
–Helen, querida, no creas que me inmiscuyo –mencionó en una ocasión la señora Nicked–, pero estás mucho más delgada.
–¡Mamá! –le reprochó Helen–. Estoy igual que siempre. ¡Como igual que siempre!
–Yo la veo igual –dijo el señor Nicked mirándola con detenimiento.
–Come estupendamente –comentó Nathalie–. Es una chica adorable, Helen.
–¿Cómo? –dijo la mujer–. ¡Ah! ¿Usted está con ella?
–¿Con ella? Claro, y con Remus, con los dos, en la orden.
–En la orden. Claro... –susurró la señora Nicked.
Remus le lanzó una significativa mirada a su madre, quien se dio cuenta demasiado tarde, para que dejase de contar cosas como que trabajaban juntos o aspectos relacionados con la orden.
–¿Trabajáis juntos? –preguntó el señor Nicked como si tal cosa.
–Mamá, yo... –se intentó excusar Helen.
–¿Qué, hija? ¿Qué? –dijo exasperada–. ¿Qué creías, que no lo sabía? ¡Por favor! ¿Creías que me acabo de enterar por un fantasma?, con mis debidos respetos –volviéndose hacia Nathalie, la cual sonrió–. ¡Dumbledore me lo contó todo, hija! Mi marido fue secuestrado por Quien–Vosotros–Sabéis –éste asintió vehemente y con orgullo–, así que me dio una estupenda explicación de todo. Lo sé.
–¿Y? –preguntó Helen esperándose lo peor.
–Y ¿qué? –dijo–. ¿Que si estoy enfadada porque trabajéis juntos o no me lo hayas dicho? ¡No! Creo...
Helen sonrió y Remus respiró aliviado.
La señora Nicked se levantó con soltura y se metió en la cocina.
–Bueno –tomó el hilo de la conversación el señor Nicked con gravedad–, y ¿cómo es que, a su... muerte, espero no ofenderla –Nathalie negó con la cabeza–, el chico hubo de quedarse con Pumvlepore? ¿No tenía más parientes?
–¿Se refiere a Dumbledore? –"¡Oh, sí!", dijo, riendo–. Yo era hija única y mis padres murieron poco después de que yo saliese de Hogwarts –Remus era la primera vez que la oía hablar de sus abuelos maternos–. Julius sí tenía un par de hermanos, varones, pero supongo que no querrían hacerse cargo del chico al enterarse de que era un licántropo, ¿comprende?
El señor Nicked asintió con formalidad. Su esposa regresó y se sentó.
El timbre de la puerta se escuchó.
–¡Olé! ¡Olé! –se escuchó cantar en la cocina.
–¡Corre, Matt! –lo espetó su mujer–. ¡Va a abrir el elfo! ¿Y si es un muggle? ¡Corre!
Y el señor Nicked se levantó de la mesa con torpeza, escurriéndose con la moqueta. Llegó a la puerta a la misma vez que el elfo y le pegó un empujón a éste para esconderlo detrás de la puerta.
Al abrirla, el señor Nicked se encontró con un hombre joven, alto pero encorvado por la timidez, pecoso y con un pelo intensamente rojo.
–¿Sí? –preguntó el señor Nicked.
El hombre miró de nuevo el número que había sobre la puerta y después se dirigió hacia el hombre:
–¡Saludos, caballero! ¿Es ésta la casa de los Nicked?
–Sí, así es. Pase, pase.
Y el hombre entró. Iba vestido con un gorro ridículo, por el que asomaban trozos de pelo y un flequillo mal cortado, y una túnica verde con un cinturón morado.
–Usted dirá –lo invitó a entrar al comedor.
–¡Oh! ¿Los pillo en mal momento? –viendo que todos comían–. Que haya buen provecho –el señor Nicked lo invitó a sentarse en un sillón–. Mire, me llamo Arthur Weasley, del Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles.
La señora Nicked se levantó de un brinco y se puso al lado de su marido.
–¡Nosotros no hemos encantado ningún objeto muggle! Debe de haber algún error.
–¡Oh, no, no! –se excusó el funcionario del Ministerio de Magia–. No vengo por que hayan encantado ningún objeto muggle –sonrió–, pero me han mandado a mí porque nunca habíamos tenido un caso tan singular en el Ministerio.
–Usted dirá –lo ayudó la señora Nicked.
–Pues verá, hemos encontrado a dos muggles que han sufrido efectos secundarios ante la poción reponedora de huesos –Helen se acercó lentamente, que de pociones reponedoras de huesos también empezaba a entender bastante–; pues verán, los huesos han absorbido la carne, y ahora la carne está dentro, y el hueso a la vista –dijo. La señora Nicked se llevó una mano a la boca–. Nuestras pesquisas nos han llevado hasta su hospital, un hospital muggle, y venimos a recordarle que, sean cuáles sean las razones por las que haya decidido trabajar en un centro muggle, no puede usar la magia. Deberán abonar una multa de veinticinco galeones, ¿comprenden?
–Pero, yo... –se excusó el señor Nicked.
–No pasa nada. ¡No mandamos a Azkaban a nadie por utilizar un poquito de magia con todo esto de los muggles! –adoptando un tono confidencial–. Siéndoles sinceros, a mí me encanta hechizar objetos que colecciono en mi garaje, pero como luego no los uso... ¿Comprenden?
–Ya. Pero yo...
–Me hago cargo. Si abonan la deuda no habrá problemas de ningún tipo. Aunque es extraño que un mago trabaje en un hospital muggle.
–¿Un mago? Ya, no. Pero yo...
–Lo siento, ¿Weasley ha dicho? –habló la señora Nicked–. Él no es mago, sino muggle. Yo soy la bruja. Yo soy quien le facilitaba las pociones.
Arthur se la quedó mirando idiotizado.
–¿Ah, sí? –preguntó absorto, con los ojos iluminados. Se volvió a Matthew–. ¿Es usted muggle? –éste asintió con nerviosismo–. ¡Vaya, es usted el primer muggle que conozco en mi vida! ¡Cuánto honor! –y le estrechó la mano con decisión–. Arthur, Arthur Weasley, funcionario del Ministerio de Magia –se quedó mirando al señor Nicked con emoción–. Así que muggle, ¿eh? ¿Y cómo se las arregla usted sin magia? ¿Cómo funciona un hospital muggle?
–Pues verá... –comenzó a hablar el señor Nicked, pero su esposa lo interrumpió.
–¡Matt! –lo calló–. Hay que arreglar las cosas con este hombre, no darle de tu estúpida conversación para aburrirlo.
–No se preocupe, señora –lo disculpó Arthur–. Ardo en deseos de escucharlo. Y por la multa no se preocupen. Ya me las arreglaré yo para quitársela. Pero ¡hable, hable!
–¿Quiere quedarse a cenar? –le propuso el señor Nicked–. ¡A mí también me gustaría saber cómo es el Ministerio de Magia!
–No puedo llevarlo allí, pero sí puedo describírselo al dedillo. ¡Vamos!, me lo conozco yo... ¡Y sí, acepto! Encantado. ¿Le importa si viene también mi mujer?
–¿Su mujer? –preguntó el señor Nicked.
–Sí, Molly, Molly Weasley.
–No. ¿Cómo me iba a importar?
El señor Weasley se dirigió hacia la chimenea y, echando un pellizco de polvos flu que tenía en uno de sus bolsillos, introdujo la cabeza en las llamas y dijo: "¡Madriguera!" Estuvo hablando un minuto y, seguidamente, vino una mujer rechoncha, de unos veinticinco años, pelirroja igualmente, y vestida hoscamente por el hueco de la pared, con dos niños pequeños y otro dormido en sus brazos.
–Les presento a mi esposa, Molly Weasley. ¡Mira, Molly! ¡Es el muggle! –señalándole al señor Nicked–. Me va a explicar cómo funciona un hospital muggle.
–Magnífico, cariño –ironizó la señora Weasley que fue sentada al lado de la señora Nicked, quien trabó con ella y la fantasma una animada conversación.
–¿Ha visto? –le señaló el señor Nicked al señor Weasley a Nathalie–. ¡Es una fantasma! ¿Se hubiera usted imaginado algo más increíble?
–No, sin duda –dijo el otro–. Así que dice usted que utilizan agujas para extraerle la sangre a los pacientes. ¡Qué interesante!
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–Te presento a Dorcas Meadowes, Remus –dijo una mañana Dumbledore durante el desayuno.
Era éste un hombre alto y fuerte, con el pelo negro y crecido, hasta los hombros. Tenía perilla espesa en el mentón y en el resto la barba sin rasurar de hace dos días. Vestía una capa roja sobre ropa muy parecida a la muggle: una camiseta amarilla y tejanos misteriosamente cómodos.
–Encantado de conocerte por fin, Remus –le estrechó la mano–. Dumbledore no deja de hablar de ti. ¡Es un pesado! –sonrió.
–Él será tu guardaespaldas oficial, en detrimento de Diggle –explicó Dumbledore.
–¡El tonto de Diggle! –rió Dorcas–. ¿Cómo piensa proteger a Remus teniendo que cuidar de su familia? Con gemelos nadie sabe... Os acordáis cuando lo tuvo. ¿Quién podría haberlo adivinado?
Todas las miradas se dirigieron hacia Helen. Con relación a aquel tema, desde que la chica lo había revelado, todos estaban un poco más tirantes con ella de lo habitual, incluso Lily, su mejor amiga. Un día Helen la tomó aparte y le preguntó si le pasaba algo con ella, que ella seguía siendo igual viera un poco el futuro o no, y que, además, había soñado que ellas debían ser amigas siempre o les acaecería algo terrible, mintió, y Lily volvió a llevarse bien con su amiga Helen.
–¿Quieres desayunar algo, Dorcas? –preguntó Dumbledore.
–No, gracias, no –pero como Dumbledore insistiera–. Bueno, no diría que no a una taza de café bien caliente. Solo, por favor. Y a ser posible con unas gotitas de jugo de calabaza. ¡Le da un sabor...! –Dumbledore fue a la cocina a por lo que le había pedido, rogándole encarecidamente a la señora Figg que no se levantara del sillón, que él ya podía hacerlo. El hombre se volvió hacia Remus–. Ya me ha contado Dumbledore que te has encontrado con Quien–Tú–Sabes.
–Sí –dijo escuetamente el chico.
–¿Pasaste miedo? –preguntó.
–Se puede decir que no es muy agradable.
–Bueno, ¿quiénes son los demás? Dumbledore no me los ha presentado.
Y Remus lo hizo por él.
–¿Y el viejo Moody? –preguntó dirigiéndose hacia Arabella.
–En su cuarto estará –dijo enfadada–. Esta hora es muy temprana para que él se levante. ¡Y siempre tengo que calentarle el café! Si se lo pongo frío se molesta. ¡Como si le costase mucho a él darle un golpe con la varita!
Dorcas rió.
Remus descubrió que era un hombre simpático y divertido, con unos ojos risueños, en los que las arrugas comenzaban a pronunciarse a causa de la risa.
Dumbledore regresó con la taza de café.
–Listo –dijo.
–Gracias, Dumbledore.
–¿Cuándo quieres comenzar, Dorcas?
–Cuando sea necesario, Dumbledore, ya sabes que estoy para lo que la orden necesite. Pero ya sabes lo que dije sobre que...
–¡Ya sé lo que dijiste! –agregó apresuradamente.
La chimenea reflejó tonos verdosos en la pared y Mundungus Fletcher apareció en la Orden del Fénix.
–¡Dung! ¡Dung! ¡Dung! –gritaron los chicos locos de emoción, mientras Arabella reía.
–Meadowes –susurró Fletcher–. ¿Qué se te ha perdido por aquí? Hacía mucho tiempo que no venías a la orden.
–Ya. He estado algo ocupado –y miró a Dumbledore de reojo, quien estaba pendiente de los chicos.
La puerta mágica se abrió y apareció por ella Moody, ojeroso y bostezando sonoramente.
–Buenos días –gruñó.
–¿Quieres el café ahora que aún está caliente, Alastor? –preguntó Arabella.
–No tengo hambre ni nada –se tiró sobre un sofá, medio muerto–. ¡Qué sueño! Oh, Dorcas, cuánto tiempo –dijo sin levantarse ni estrecharle la mano ni nada–. ¿Qué te pasa, Fletcher? –gruñó–. ¿Por qué estás tan inquieto?
–Tengo noticias. ¡Importantes noticias!
–¿Has vuelto a emborracharte con un mortífago? –bufó el auror.
Dorcas rió a mandíbula batiente, con una risa contagiosa.
Sirius, en un susurro, le decía a James:
–Mañana por la noche te daré un paseo en la moto.
–¿Ya vuela? –se interesó el otro.
–No, pero he conseguido que cabalgue. ¡Y relincha! Pero es que volar es más complicado. Pero Dumbledore me ha dicho que la semana que viene me ayuda.
–¡Estupendo!
–¿Y qué noticias son ésas? –preguntó Dumbledore.
–Verás, Dumbledore. Se rumorea que un par de magos hayan podido adquirir un mapa del banco Gringotts en el mercado negro mágico.
–¡Eso es imposible! ¡Eso es una locura! –gritó Moody.
Nathalie apareció en aquel instante atravesando la puerta mágica y se puso entre Helen y su hijo, a quienes comenzó a susurrarles cosas al oído.
–¡No es ninguna locura! –se defendió Mundungus–. Es de lo que se habla. Podrían haber conseguido un mapa fácilmente.
–¡No existen mapas de Gringotts! –exclamó el auror.
–En el mercado corriente no, Alastor –dijo Dumbledore–, pero nada sabemos del mercado negro mágico. Quizás allí existan.
–Y no parece tan descabellado a fin de cuentas –comentó Dorcas–. Quien–Vosotros–Sabéis ha intentado hacerse con el poder por todos los medios que ha podido, y nunca le ha resultado sencillo. Quizás crea que lo más acertado es hacerse con dinero mágico. El dinero mágico puede ser tan peligroso como su varita.
Dumbledore se puso a meditar aquellas palabras.
–Tienes razón, Meadowes, mucha razón –dijo–. Bien, tú me ayudarás.
–¿Sí, Dumbledore?
–Tengo un conocido mío, David Constable, que es encargado de los gnomos de Gringotts. Hay que ponerlo sobre aviso, así como también pedirle tanta ayuda como nos pueda facilitar, ¿no te parece? –Dorcas asintió–. Concertaré una cita entre ti y él mañana, sábado. Espero que no hayas hecho planes.
–Y si los he hecho –dijo Dorcas–, me desharé de ellos. La orden es mucho más importante que lo que yo tenga o no que hacer, ¿no le parece?
Dumbledore sonrió. Se dirigió hacia la puerta mágica:
–Lechucería –y ésta se abrió mostrando una enorme sala llena de aves pardas y marrones, todas escondiendo sus gruesas cabezas bajo el ala.
–Creía que no podíamos recibir correo aquí –dijo Sirius.
–Así es –habló Dumbledore de forma resuelta–, no podemos. Pero nadie ha dicho que no podamos enviarlo.
Cogió una de las lechuzas que estaban más próximas a la puerta y la colocó sobre la mesa. Seguidamente tomó un trozo de pergamino y empezó a escribir una carta, que resultó demasiado escueta. Finalmente, ató el trozo de pergamino a la pata de la lechuza y, volviéndose a la puerta, gritó "salida" y la lechuza salió volando surcando el cielo encapotado de aquel día.
–Mañana por la mañana –reiteró Dumbledore–. Espero que Constable consienta. Si Mundungus está en lo cierto, quizás la comunidad mágica corra un serio peligro.
–Créeme que lo estoy –dijo Fletcher asintiendo.
–Perfecto, Dumbledore –alabó Dorcas–. Ahora bien, quisiera comentarte una cosilla sobre mi... protegido.
–¿Su protegido? Claro. Hable cuanto quiera.
–Mañana es sábado, no tiene clase. Quisiera, pido permiso para llevarme a Remus conmigo mañana a la visita a Constable.
–¿Eso? –preguntó Dumbledore, y Remus se volvió hacia ellos desde su asiento–. Imposible.
–Pero ¿por qué, Dumbledore? –dijo impotente–. Para protegerlo en la orden no hace falta que esté, ya tiene suficiente protección este lugar como para que el pobre muchacho tenga un guardaespaldas todo el día que le pise los talones. Podría venir. Aquí encerrado todo el día, ¡eso no es sano, Dumbledore!
–¡Dímelo a mí! –rió Sirius.
–No habrá peligros. ¿Cómo va a haberlos? Nos apareceremos en su chimenea y volveremos por ella. El chico debería salir un poco de la orden. ¡Esto harta hasta al más capacitado, Dumbledore!
–Yo creo que Meadowes tiene razón, Dumbledore –sonrió Mundungus.
Dumbledore no dijo nada en un principio. Luego repuso:
–Supongo que tienes razón, Dorcas, toda la razón. Remus no debe estar encerrado, ni ésa es mi intención, ni mucho menos. Mañana irá contigo. Bueno, ahora tengo que irme –se dirigió hacia la puerta mágica y asió el pomo–. Tengo muchas cosas por hacer. ¡Despacho de Dumbledore!
–¡Oh, estupendo! –aplaudió Fletcher–. Yo tengo que irme... ¡a hacer algunas cosas! Ya se imaginan, ¿no? –Moody se lo quedó mirando y gruñó algo–. Bueno, hasta luego –y desapareció por la chimenea–. ¡Tengo prisa!
–¡Y nosotros deberíamos irnos a clase ya! –gritó Lily consultando su reloj–. ¡Es muy tarde!
–Me voy a mi cuarto –gruñó Moody.
–¿Lo lleváis todo, chicos? –preguntaba Nathalie mientras los chicos desaparecían uno a uno por la chimenea.
–Yo me voy a la cocina –comentó la señora Figg dirigiéndose hacia la puerta mágica–. ¿Me acompañas, Nathalie?
–Con mucho gusto.
–Yo también me voy –se despidió Dorcas, andando hacia la chimenea–. Señoras, chico –haciendo una leve inclinación respetuosa, y se desapareció.
Y Peter se quedó solo, mirando la puerta mágica, pensando si sería capaz de hacerlo.
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–¿Nos vamos, Remus? –preguntó Dorcas en la sala común de la orden, que estaba casualmente vacía.
–Claro –dijo tímido–. ¿Usted conoce al señor Constable?
–¡No me hables de usted, Remus, por favor! –rió–. Me hace parecer viejo. Y yo no soy viejo, ¿verdad? –Remus sonrió a modo de disculpa–. No, no conozco a David Constable, aunque he leído en ocasiones su nombre en El Profeta. No se puede decir que sea un hombre muy ortodoxo.
–¿Por qué?
–En cierta ocasión mató a un gnomo que no le hacía caso. El Departamento de Regulación de Criaturas Mágicas lo multó con pagar una buena cantidad de oro mágico, pero continuó ejerciendo su puesto, rodeado de gnomos. Yo creo que los odia. Bueno, ¿nos vamos? Sí, ya son las once. Nos debe de estar esperando. ¡A la casa de David Constable!
Remus lo imitó y la chimenea lo engulló como ya había hecho en incontables ocasiones. Cuando llegó al destino solicitado, se encontró con un hombre bajo y escurridizo, algo jorobado, que tenía una nariz prominente y era bizco. El pelo era graso, moreno y lo tenía mal cortado, con las puntas completamente abiertas.
–¡Siéntense, siéntense! –los invitó Constable–. ¿Quién es el chico, Meadowes?
–¿Él? Remus Lupin.
–¿Remus Lupin? ¡Oh, vaya! ¿El hijo de Julius Lupin? –Remus lo miró con ojos duros–. Lo conocí en Hogwarts. ¡Un pillo! Me entristeció mucho la noticia de su muerte –mirando de nuevo hacia Dorcas y asintiendo con la cabeza–. ¿Se lo imagina? Devorado por un lobo. Lo siento, muchacho –volviéndose hacia Remus–. Hubo de ser una muerte terrible.
Ni Remus ni Dorcas dijeron nada más sobre la muerte del señor Lupin.
–Habíamos venido, como ya le habrá dicho Dumbledore en su carta, para pedirle que nos ayude.
–Dumbledore no me ha contado nada de lo que quiere que haga –dijo el hombre–. Debe de temer que intercepten las lechuzas o algo así. Tan sólo me dijo que vendría un hombre a esta hora a hablar conmigo sobre el banco Gringotts.
–Exactamente –afirmó Dorcas–, el banco. Tenemos la sospecha de que Quien–Usted–Sabe está intentando atacar Gringotts.
El señor Constable se llevó las manos a la cabeza y comenzó a farfullar cosas que no llegaron a escuchar con claridad, cosas como "hijo de mala madre" o "esto ya me lo veía venir yo".
–Deseamos que nos ayude en todo lo que esté a su alcance, señor Constable –finalizó Dorcas.
–¡No les quepa duda de que les ayudaré! –afirmó Constable asintiendo con violencia–. ¿Cómo puede atreverse nadie a robar el oro que no le es suyo? ¡Oh! Disculpen mi mal hacer. ¿Quieren algo para beber? ¿Una cerveza con mantequilla? ¿Un café, un té? ¿Un vaso de agua, tal vez?
–Nada, gracias –dijo Dorcas.
–Insisto. ¿Qué reunión sería ésta sin que yo, vuestro comensal, os ofrezca algo de beber? No me lo perdonaría.
–Bueno, en tal caso, ¿le vendría mal un zumo de calabaza? –preguntó Dorcas.
–Me parece que tengo –sonrió David Constable–. ¿Y el caballerete?
–Una cerveza de mantequilla, gracias –solicitó Remus.
Constable se levantó a servirles, y Remus comprobó que cojeaba el pobre hombre. Hasta que a los dos minutos regresó el mago con las bebidas, Remus no cruzó palabra con su guardaespaldas, Dorcas Meadowes.
–Tome. El zumo de calabaza para usted y aquí la cerveza de mantequilla para el hijo de Lupin –le sonrió y Remus vio que también le faltaba buena parte de su dentadura.
Remus le pegó un sorbo.
–He pensado –prosiguió Constable– que lo mejor sería poner en conocimiento del Ministerio ese supuesto ataque, ¿no cree, Meadowes?
–No, no –negó con la cabeza–. El profesor Dumbledore actúa por su parte. Claro que tendremos que avisar al Ministerio, pero no queremos que se levanten demasiadas sospechas sobre que lo sabemos. ¿Quién sabe si no hay un infiltrado en el Ministerio? Hay que avisar únicamente a ciertos miembros de confianza del Departamento de Seguridad Mágica.
–Claro, me parece comprensible –sonrió Constable–. Yo, por mi parte, pondré en alerta a todos los gnomos. Es una lástima en ocasiones como ésta que tengan restringido el uso de varita. En el supuesto de un ataque son más un estorbo que una ayuda.
–Sí, supongo que tiene razón usted.
Remus comenzó a aburrise de la conversación que mediaban los dos hombres. La verdad es que estaba cansado y comenzó a despistarse. Observó a su alrededor con ojos entornados, los cuadros en que David Constable sonreía cuando aún conservaba todas sus piezas en la boca, los chivatoscopios desconectados, el espejo reflector de enemigos en que se veían dos sombras sin rostro. De pronto le empezó a entrar un sueño atroz. Aquella conversación lo estaba matando.
Se arrellanó en el sillón. Dejó la cerveza de mantequilla sobre el suelo. Se le cerraban los ojos. Ya no les oía. Se le cerraban. Se le cerraron.
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Una risa atroz taladró los oídos de Remus, pero estaba tan cansado que no pudo abrir los ojos. No podía mover un músculo.
Unos pasos se acercaron.
–Bien, bien, bien –pronunció una voz silbante–. Comúnicale a Snape que aunque esos idiotas entrometidos sepan lo del ataque, seguimos con el plan vigente. A fin de cuentas, ¡ellos no van a saber cuándo vamos a asaltar Gringotts! –rió tan fuerte como siempre–. Dile a Snape que no hay cambio de planes, que seguiremos preparados para el jueves a las nueve de la mañana. ¡Corre!
–Sí, señor –dijo una voz en la que se denotaba un arraigado acento búlgaro.
–Vamos, despertad –rogaba paseando alrededor de ellos–. ¡Despertad!
Pero Remus continuó haciéndose el dormido.
–¡Maldición! –gritó y practicó el contramaleficio.
Y Remus sintió una cálida sensación en su rostro, una sensación de bálsamo relajante, y consiguió abrir los ojos, encontrando ante ellos la alta figura de lord Voldemort, que lo miraba con sus brillantes ojos rojos llenos de odio, estando ellos todavía en la casa de David Constable. También dirigió la varita hacia Dorcas, que también estaba dormido y maniatado a su lado en una silla, y éste abrió los ojos con profundo temor y sorpresa.
–¿Qué? –balbucía.
–Sí –rió Voldemort–. La poción del sueño. Sencilla y eficaz –y su risa se hizo tan potente que dolía escucharla.
Remus escuchó cómo algo gateaba, se aproximaba lentamente. Vio a David Constable, con lágrimas en los ojos, acercándose a lord Voldemort por atrás y agarrándole las piernas y besándole la punta de los zapatos. Voldemort le dio un puntapié en la cara con que lo tiró a dos pasos de distancia.
–Señor, señor –farfullaba Constable–. Ten piedad.
–¿Que tenga piedad? –Voldemort volvió a reír–. No. ¡No! Me has fallado.
–No era mi intención, señor.
–Los guardianes de Azkaban te habrían dejado salir con sólo pedírselo. Pero no... Te quedaste allí, agazapado, escondiéndote de mí.
–Azkaban estaba bien vigilado por el Ministerio de Magia, señor.
–¡Mentira! –vociferó Voldemort–. Los guardianes de Azkaban te habrían dejado el camino libre y te habrían custodiado hasta donde tú quisieses con sólo pedírselo. Pero te escondiste de mí. Te escondiste. Te has escondido todo este tiempo de mí. ¡Crucio!
El cuerpo de Constable se agitó frenéticamente.
–Señor, señor... –gimoteó.
–No obstante, has cumplido este servicio con una gran voluntad –prosiguió–, y eso me gusta. Aunque no el que te escondieses de mí en Azkaban. ¡Crucio! –volvió a levantar su varita y David dejó de agitarse.
Remus, que no se perdía detalle de la escena, comprobó cómo el pelo de Constable crecía de pronto, se hacía más largo, su joroba desaparecía y el hombre crecía en altura. Su nariz se encogía. Ahogando un grito de sorpresa, se encontró ante sí a su viejo profesor de Pociones, MacGregor.
–¡Apártate de mí! –le dio de nuevo un puntapié cuando el mortífago volvió a besarle los zapatos–. No quiero que me manches, asqueroso. ¡Retírate! ¡Obedece!
Y MacGregor se fue agachado, con miedo, mirando a su amo de reojo y con los ojos llorosos.
–Remus –dijo–. Qué honor tenerte de nuevo ante mí. Te desataría, ¿sabes?, pero la última vez te portaste muy mal. Hoy, sin embargo, ¿cómo van a averiguar los entrometidos de tus amigos dónde estás? ¿Quién te va a salvar en esta ocasión? –echó una despreciante mirada a Meadowes–. ¿Él? –Remus miró a Dorcas con expresión entristecida–. Dorcas Meadowes, ¿me equivoco? –el otro ni se inmutó–. Es absurdo que me tenga que aprender los nombres de todos aquellos que se enfrentan a mí, que se oponen a mis planes, pero tú has sido un gran problema en muchas ocasiones, y tú lo sabes –Dorcas elevó la cabeza y mostró una expresión digna, de superioridad–. Demasiado entrometido diría.
–Dame mi varita –escupió Dorcas–, y veámonos las caras en un duelo, Vol... Voldemort –dijo con expresión de repugnancia–. ¿O no eres tan hombre como para hacerlo?
Voldemort rió. Fue hacia la chimenea y de la repisa que había sobre ésta, Voldemort tomó una varita, la de Dorcas. Remus pudo ver entonces que la suya también estaba allí.
–Claro que me enfrentaré a ti –sonrió Voldemort con ironía–. Toma tu varita –y se la puso a Dorcas delante de los ojos–. ¡Vamos, cógela! ¿Por qué no la coges? ¿No puedes? –Voldemort rió con odio. Cogió la varita entre sus dos extremos y llevándola hacia su pierna derecha, que levantó, la partió en dos trozos. Dorcas abrió los ojos de incredulidad–. ¿Qué ha pasado, mi querido Meadowes? ¿Quieres los trozos? ¿Quieres que te los metan en tu tumba? –lo apuntó con su varita a los ojos–. Mírame, Meadowes, mírame, porque seré lo último que veas en el mundo.
–Siento haberte fallado, Remus –sonrió Dorcas con dificultad, y volvió la cara hacia el muchacho–. Lo siento.
–¡Encantador! –se burló Voldemort–. Me dais pena, ¿sabíais? ¡Ah! No hace falta que te despidas de él, Meadowes. Pronto te va a seguir –y volvió a reír–. Adiós. ¡Avada kedavra!
Y un rayo de luz verde y mortecina salió de la varita del malvado hechicero impactando contra Dorcas, cuya expresión se volvió extendida por el dolor un segundo y, seguidamente, su cabeza se descolgó sobre el hombro.
–Ya está –le sonrió Voldemort a Remus–. No me mires así, muchacho. Creerás que no tengo moral ni ética, ni esas cosas, ¿no es así? Es tan complicada la vida a los diecisiete años. ¿O tienes ya dieciocho? Tú aún no entiendes nada. Es más, deberías agradecerme el que no te haya matado a ti primero. Deberías agradecerme estos minutos de vida que te estoy brindando –se acercó a su rostro que quedaron nariz con nariz–. ¿Quieres despedirte de tu queridísimo Dumbledore? ¿Quieres enviarle una lechuza? ¡Ves cómo sí tengo sentimientos! Soy un ejemplo a seguir en cuanto a la moral –y rió, aunque no tan estridentemente como acostumbraba–. MacGregor, ven. ¡MacGregor! –lo llamó a gritos.
Éste acudió con la cabeza gacha y todo tembloroso.
–¿Sí, señor?
–¡Desátalo! –le ordenó–. Dale papel y pluma y permítele que se despida de Albus Dumbledore –volviéndose a Remus–. ¡Oh, me olvidaba! También puedes escribirle algunas líneas a tu novia, la adivina. Me pregunto cómo es que esto no ha podido adivinarlo –y se rió–. Iré mientras tanto a escribirle yo también a Dumbledore unas palabritas de triunfo. ¡Vigílalo!, ¿quieres?
Y Voldemort salió de la habitación. MacGregor, temblando de miedo, comenzó a desanudar las ataduras que cubrían las manos y pies de Remus. Mientras lo hacía le decía cosas por lo bajo, cosas como que por fin había llegado su hora y que ojalá su señor le diese permiso para matarlo él mismo, con sus manos.
Cuando Remus estuvo libre, MacGregor comenzó a dar vueltas buscando un tintero. No lo encontraba por ningún lado. Cuando se alejó hacia el lado contrario de la habitación, Remus, que se había estado acercando lentamente y en silencio, tomó con una sonrisa su varita de encima de la repisa y, apuntando con ella hacia el mortífago, susurró:
–Desmaius.
Sin embargo, cuando el rayo alcanzó a MacGregor, por la espalda, éste, antes de desmayarse, emitió un grito de sorpresa tan fuerte que Voldemort debía de haberlo oído.
Claro que lo escuchó. Con un sonido seco se apareció en la habitación y abrió muchos sus ojos rojos cuando vio a Remus de pie y con la varita en la mano.
–Maldito MacGregor –dijo apretando los dientes–. ¡Crucio!
El rayo rojo salió de la varita de Voldemort y Remus lo vio surgir de su extremo como si alguien hubiese ralentizado la imagen. Cerró los ojos, rápidamente, y seguía viendo al rayo. Comprendió que lo escuchaba, que escuchaba el rasgueo que aquella maldición producía al contacto con la madera del extremo de la varita.
Se concentró entonces en realizar aquello que Dumbledore le había dicho que era capaz. Alzó su varita y la movió con aspereza sin decir nada, mirando al rayo de Voldemort con rabia, pero éste golpeó contra él y el chico se estremeció de dolor.
Cuando por fin Voldemort dejó de apuntarlo y de reír, Remus, incorporándose con dificultad, pensó que quizás evitar alguna maldición era más difícil cuando lo haces pensando en que quieres conseguirlo que cuando lo realizas inconscientemente. Sabiendo que nada podía hacer para librarse de una muerte segura, movió su varita con rapidez y ligereza hacia sí mismo y, apuntándose, se desapareció.
Voldemort, veloz, lanzó el avada kedavra hacia él, pero cuando el rayo salió de su varita ya sólo pudo golpear el suelo, porque Remus había desaparecido.
Se encontraba ante el árbol. Lo miró fatigado. Después se cayó y quedó desmayado.
No supo cuánto rato pasó cuando volvió en sí, con el flequillo acariciándole la frente a causa de la suave y graciosa brisa que movía la hierba hacia un lado y otro. Se incorporó, apoyándose sobre el tronco del árbol e introdujo su varita en el orificio. Dijo la contraseña y descendió por la barra de madera. Fawkes lo reconoció y lo hizo pasar.
–¡Hombre, por fin aquí! –le sonrió Dumbledore–. Os habéis tomado vuestro tiempo. Pero, ¿y Dorcas? ¿Dónde está Dorcas?
La sala común de la orden estaba medio vacía. Tan sólo estaban Albus y Moody, además de Nathalie, la fantasma, que flotaba detrás de Dumbledore.
–Muerto... –musitó Remus.
–¿Qué? –gritó Moody.
–Era una trampa –explicó escuetamente, comprobando que le dolía mucho la cabeza–. Todo era una trampa. Voldemort estaba allí.
–¿Voldemort? –repitió Moody y miró a Dumbledore con preocupación.
–¿Dorcas está muerto? –dijo el director. Remus asintió. Le dolía hablar.
–Voldemort lo ha matado –dijo.
–¿Él? –preguntó Moody–. ¿No uno de sus mortífagos? –poniéndose en pie y comenzando a pasear nervioso por la habitación.
–¡Mi niño! –gritaba la señora Lupin, flotando alrededor de su hijo–. ¿Qué le han hecho? ¡Mire qué pálido está, Dumbledore!
–¿Qué ha pasado, Remus? –insistió Dumbledore cogiéndole de los hombros y mirándolo directamente hacia los ojos.
–Fuimos a hablar con Constable, pero no era él. ¡Era MacGregor!
–Me lo temía –gruñó Moody tirando al fuego el diario El Profeta viéndose entonces cómo ardía la fotografía móvil de MacGregor en la primera plana.
–Nos habían echado una pócima del sueño en las bebidas. Nos habían atado –continuó explicando–. Después se dirigió hacia él –recordó que aquello le dolía recordarlo–. Le dijo que ya se había inmiscuido suficiente y... Y...
–Ya vemos lo que pasó entonces –susurró Dumbledore desfallecido.
–¡Esto no puede ser, Albus! –gritaba Moody–. ¡Qué mierda! ¿Meadowes muerto? ¡No!
Se hizo el silencio, pero Nathalie seguía lloriqueando y Moody gruñía y maldecía contra Voldemort y toda su escoria.
–Yo pude huir –se excusó Remus, hablando tan bajo que parecía un murmullo indistinto–. Me pidió perdón –una lágrima se precipitó de su ojo izquierdo–; se disculpó por no haberme podido salvar –Dumbledore lo miró con ojos vidriosos–. También me he enterado de que el ataque a Gringotts será el jueves a las nueve de la mañana.
–Pero ahora que has salido con vida lo volverán a cambiar –repuso Moody.
–¡No! –exclamó Remus–. Me hice el dormido. Ellos creerán que no lo sé.
–Es una buena forma de vengar su muerte, Albus –miró a Dumbledore Moody–: atrapando a sus cobardes asesinos.
–Sí, Alastor, protegeremos a Gringotts del ataque de Voldemort –volviéndose hacia Remus y tomando aire–. Ahora llamaré a Helen para que te cuide –se dirigió a la puerta mágica y entró un momento en la biblioteca, de donde sacó a la chica, quien enseguida se abalanzó sobre su novio llorando y haciéndole preguntas. Albus los obligó a entrar en la enfermería y le ofreció ciertas recomendaciones a la joven sanadora.
–Sabes lo que significa eso, ¿no, Dumbledore? –habló Moody con gesto hosco.
–¿Sí, Alastor?
–Eso significa que hay un traidor dentro de la orden –repuso con calma–. Te propongo que, en pago de mis años de experiencia como auror, me encargues a mí la oportunidad de desenmascarar al cochino mentiroso. Ya me imagino quién es.
–No, Alastor, no hay ningún traidor...
–¿Cómo entonces iban a saber lo de la cita con Constable, eh? Hay alguien que les filtra información desde dentro. No pueden haber averiguado eso por casualidad.
–Eso es cierto –repuso Dumbledore mirando el techo–. Haz como gustes, Alastor. Si encuentras al traidor y lo pruebas, merecerá todo mi respeto.
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Una lengua de fuego roja hizo aparecer en el seno de la orden a Alastor Moody, el auror, con Fawkes, el fénix de Dumbledore, sobre el hombro. Se dirigió a los chicos, que se le abalanzaron y comenzaron a acribillarlo a preguntas.
–Pero ¿no se supone que deberíais haber ido hoy a clase? –gruñó–. Bueno, vale, silencio, ¡silencio! –todos se callaron de golpe–. Así está mejor. Dumbledore me ha mandado para deciros que no os preocupéis, que todos estamos bien. Bueno, Sturgis tiene un problema con un maleficio que le han lanzado, pero se le pasará. Luego Dumbledore –mirando a Helen– te pedirá que hagas algo con el pobre.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Sirius emocionado–. ¿Habéis matado a Voldemort?
–¿Voldemort? –rió irónicamente el auror–. Ése no apareció por allí. Dejó a sus mortífagos que hicieran el trabajo sucio por él, pero se perdieron tan sólo se introdujeron un kilómetro por debajo de ras de suelo. ¡Ellos no contaban con la ayuda de los astutos gnomos! –rió Moody–. Y sí, hemos atrapado a un mortífago. Lo hemos traído a la orden para interrogarlo y después lo pondremos a cargo del Ministerio.
–¿A la orden? –preguntó asustada Lily–. Pero si lo traen a la orden y después se escapa de Azkaban, ¡podrá entrar aquí cuando le plazca!
–No, no, no –agitó las manos con impaciencia Moody para que la chica se calmase–. La sala de interrogatorios no funciona así. Tiene dos puertas, una en otra entrada secreta, y otra aquí, en la orden, por la puerta mágica. Al preso lo hacemos entrar por la primera, con lo que nunca ha estado físicamente en la Orden del Fénix. El árbol no reconocerá su varita, ni Fawkes lo dejará pasar, ni ha pisado el suelo de la sala común, que es el único por el que, una vez se pasa, cualquiera puede entrar a la orden a través de la chimenea. Y no me enrollo más, muchachos, que tengo que ayudar a Dumbledore.
Se dirigió hacia la puerta para abrirla.
–Yo quiero ir –propuso Remus–. Dumbledore me dijo que nosotros podríamos interrogar a los mortífagos y otras cosas como nuestra labor en la orden.
–¡Sí, eso! ¡Yo también quiero! ¡Quiero ir! –gritaron a una todos.
–¡No, no! –Moody se exasperó–. Sólo uno: ¡tú, Remus! Ya que ha sido el primero en proponerlo –explicó a los demás, que se habían quedado con el ánimo por los suelos–. Y ahora, ¡atrás!, que tengo que decir la contraseña –agarró el pomo de la puerta–. ¡Sala de interrogatorios!
–¿Contraseña, por favor?
Moody se agachó hasta ponerse a la altura del picaporte y, en voz baja, comenzó a reír. Después añadió:
–Va a sufrir.
Y la puerta se abrió.
La estancia estaba mal iluminada, apenas por un par de antorchas colgadas en la pared, y se notaba su humedad y su imposibilidad de habitarla. En el centro había una silla de madera sobre la que había sentado un mago vestido de negro, apresado por las manos, los pies y el cuello al asiento.
Dumbledore miró a Remus y no dijo nada. Parecía no extrañarse de que el muchacho estuviese allí. Había otro par de magos y una bruja que Remus no conocía y a los que nadie le presentó.
Moody se puso frente a frente del mortífago y sonrió francamente:
–Igor. ¡Igor Karkarov! –pronunció su nombre como si lo escupiera–. Paradojas de la vida, ¿verdad? Seis meses persiguiéndote y tengo que dar contigo cuando estás rodeado de todos tus colegas.
–Y han sido muchos los que le han ayudado –mencionó con sorna la bruja.
–Se han comportado como rastreros, Karkarov –pronunció Moody remarcando mucho las palabras–. Todos los seguidores de Voldemort sois unos rastreros –el mago se estremeció–. ¿No te gusta escuchar el nombre de tu amo y señor? ¡Voldemort, Voldemort, Voldemort, Voldemort!
–Ya basta, Alastor –lo interrumpió Dumbledore, y Moody se volvió hacia él con la misma expresión que habría puesto un niño al que acaban de quitarle su piruleta–. Bien, cuéntanos cosas de los planes de Voldemort –y Dumbledore lo apuntó a los ojos con su varita.
–No sé nada –dijo con un acento empalagoso de Europa oriental–. Él no nos decía nada sobre lo que tenía pensado hacer –sollozó.
–¿Ah, no? –rió uno de los magos–. Conocemos fuertes métodos de persuasión, ¿sabías?
–¡No, por favor, os lo ruego! –gritó.
Remus se adelantó unos pasos mirando a aquel hombre con curiosidad. Había algo en él que le era familiar.
–Habla y no haremos uso de ellos, Karkarov –acarició su varita Moody mirando con malicia hacia el mortífago.
–No me lleven a los dementores. A los dementores no –susurró el mago hablando para sí mismo.
–¡Su voz! –dijo al fin Remus–. No es la primera vez que escucho esa voz. La oí cuando Voldemort me capturó en casa de David Constable. ¡Él estaba allí! –señaló al mortífago.
Dumbledore lo miró retirando la varita del rostro de Igor. El mago apresado también lo observó, con miedo impregnado en sus pupilas.
–¡Él era el que le pasó el mensaje a Snape de que Voldemort quería que el plan siguiese dispuesto para el día de hoy! –gritó señalándolo con ira.
–¿Snape? –Dumbledore miró a Remus y a Karkarov distintamente–. ¿Se refiere a Severus Snape? –el mortífago tragó saliva–. ¿Es un mortífago también? –volvió a apuntarlo con la varita.
–No lo sé –tartamudeó.
–¿Lo es? –preguntó Dumbledore con tanta furia que casi le introduce la varita en un ojo.
–Sí, sí lo es –confesó al fin–. Se unió a nuestro bando en cuanto salió de Hogwarts.
Dumbledore se relajó. Miró a Remus sonriéndole, aunque en su expresión había un deje de tristeza.
–Esto es muy lento, Marlene –habló Moody–. Haz el favor de traer el Veritaserum.
Karkarov gritó y pataleó, pero le obligaron a tomárselo. Dumbledore quedó apartado del resto del interrogatorio, sumido en oscuros pensamientos. Remus se lo quedó contemplando un rato y, aunque él no sabía Legeremancia como Voldemort, creyó que aquella melancolía se debía a que alumnos a que él había enseñado en la escuela se habían puesto de parte de Voldemort.
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Pues ya está. Aquí se acaba la cosa. Pronto aparecerá la decimotercera entrega; más concretamente el 16 de OCTUBRE (que si no aparece el día en cuestión es que me ha surgido alguna complicación, espero que lo comprendáis: en tal caso lo colgaría a la mayor brevedad posible, o, en su defecto, el viernes 15). Espero que me perdonéis todos los errores cometidos en los anteriores capítulos respecto a la diferenciación de las escenas; habréis podido comprobar que ya lo he solucionado...
Avance del capítulo 13 (ECHANDO UNA CANA AL AIRE): ¡Que no es lo que pensáis...! Es un capítulo de inhibición, donde el jolgorio y el cachondeo adquieren el protagonismo. En tres escenas distintas e inconexas, el lector podrá deleitarse con los disparates de este grupo de magos. Pero no todo es fiesta... ¿Qué le pasa a Remus? ¿Qué nueva capacidad adquiere?... Todo esto y mucho más en el próximo capítulo de MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO.
Bueno, me despido por ahora, pero prometiéndoos que pronto (no, ¡prontísimo!) tendréis noticias mías. Mientras tanto, leeré gustoso vuestros correos y "reviews", e iré preparando unas respuestas largas y bonitas. ;-)
EPÍLOGO. Deseo hacer una encuesta, a la que podréis contestar dejando "reviews", ya que hay un tema en el que estoy relativamente preocupado. No sé si los avances os gustan, porque quizás le quitan un poco de emoción al siguiente capítulo. No sé... Por eso, os pregunto si sólo queréis que os diga los títulos o si, además, queréis que os ponga unas cuantas líneas que os anuncien por dónde van ir a los tiros. Espero, además de vuestras opiniones, vuestra resolución en los "reviews" que dejéis; contabilizaré los votos y ya diré cuál es la opinión generalizada en el siguiente capítulo. Espero que no hagáis trampas y dejéis un sinfín de "reviews" anónimos... ;)
Hasta pronto.
