Hola, soy Quique Castillo, ya me conocéis. Hoy tengo que daros una mala noticia: MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO alcanza el capítulo de la mala suerte, ¡el número trece! Bienvenidos todos y todas. Espero que, después de esta presentación tan pesimista, las cosas vayan bien. ¡Van bien! Si llego a este número es porque el relato marcha sobre ruedas. ¡Y lo que queda...! Muchas gracias a todos por leerme. Consecuente y puntual a mi cita, aquí os dejo otro capítulo, para que mis ávidos lectores –que los hay– puedan devorar otra entrega, que, por cierto, ha salido bastante larga. Respondo "reviews":

- Elena: ¿Qué decir? ¿Hola? Sí, hola. Estoy alucinando. No me imaginaba que nadie fuera a estar expectante, aguardando en la página a que metiese el capítulo. o Me hace tanta ilusión... Personas como tú son las que animan a uno a escribir, te lo digo en serio. Y si te gustan los capítulos largos, aquí te dejo uno que no tiene parangón, aunque el siguiente, el 14, temo tener que decirte que no va a ser tan extenso. Bien, releyendo las notas que he tomado de tu "review", tú en ningún momento tienes que darme las gracias por haber respondido a tu "review"; en todo caso debería ser yo quien te las diera a ti por haberme escrito uno. Siempre que leas un capítulo y dejes un comentario, descuida, tendrás un huequito en el siguiente... ¡Qué menos! Bien, no sé por qué dices lo de falsas esperanzas, porque yo creo que soy bastante claro, ¿no? No escribo aquí si no creo que la persona que hay al otro lado es alguien especial. Me parece que se lo dije a Joanne Distte en el capítulo 11: yo lo que quiero es mimaros muchísimo, porque sois lo mejor. Últimamente, que me encuentro algo decaído y deprimido, sois lo mejor que me está pasando. ¡Tener noticias de vosotros para mí es un soplo de alegría! Por cierto, gracias por escribir tanto en cada "review". Espero que te gustara el capítulo 12, aunque dices cosas muy buenas. Este capítulo que presento hoy no va a sacar mucho de argumento, pero sí servirá para sacar algunas sonrisas. Descuida, que cuando tenga tiempo te agrego al messenger, aunque yo soy poco asiduo, porque no tengo internet en casa. Consejo: los sábados por la mañana, normalmente, suelo estar siempre, porque ése es el momento en que cuelgo el capítulo nuevo. Si no estoy es que el msn del PC está gilipollas, que no es la primera vez que me pasa... Gracias por decirme quién era el número dos de tu escalafón de amores platónicos, y te digo que estoy muy orgulloso de que me tengas reservado un trocito de tu corazón... No sé por qué, siento que no mientes, que lo dices sinceramente. Pero hay una cosa que quisiera saber, ¿por qué yo? ¡Has debido de leer muchas historias aquí en esta web! ¿Es que has visto algo en especial en MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO? Me gustaría que me lo dijeras, por favor. Yo quiero muchísimo este relato, como a un hijo. Y te voy a revelar un secreto: os vais a cansar de él, porque estoy preparando una segunda parte... Y me dirás: «¿Cómo?, ¡si aún no has acabado ni la primera y sólo llevas un puñadito de capítulos!» Y te voy a revelar otro secreto: yo no estoy escribiendo ahora el capítulo 14, sino el 45. Escribí muchos este verano, cuando no sabía aún cómo colgarlos, y ahora que me he animado quiero hacerlo lentamente, porque si no es imposible: la gente no los leería porque son demasiados... Así que descuida, Elena: ¡capítulos vas a tener para que disfrutes mucho tiempo! Y aún sigo escribiendo, que ya te digo: pronto aparecerá un nuevo relato, de mi autoría, que se llame MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO: SEGUNDA PARTE. Cuando acabe esta parte os lo comunicaré. Por cierto, gracias por responder a la encuesta. De momento eres la única. Si sigue así, dejaré los avances, aunque, tranquila, nunca pensaba quitaros la intriga. Porque va a haber intriga... Si vieras la de cosas que quisiera decirte de MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO, pero no puedo, porque tengo que esperar a que lo descubráis por vosotros mismos...¡Ah! Podrías registrarte en la página, yo creo que es algo muy útil. Así puedes colgar tus relatos, si escribes, y si dejas "reviews", quien los lea puede ver tu biografía, que tú misma puedes escribir. ¡Es muy interesante! Si tienes problemas o necesitas que alguien te guíe sobre cómo hacerlo, avísame y te mando un correo, que yo tuve ciertos problemas al principio, pero te vas acostumbrando sobre la marcha... Gracias por todo, Elena, y descuida, MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO habrá para que os saciéis. Un beso. ¡Ah! Y nos separan muchos kilómetros, pero Internet está para solventar eso, ¿no?

– Leonita: ¡Gracias! Bueno, hola antes de nada. En primer lugar, perdona la equivocación: claro, yo vi tu "review" en el capítulo uno y me imaginé que sólo habías leído ése. Me alegro de que los hayas leído todos y digas que te gustan. Ahora me alegra también que digas que me supero en cada capítulo. ¡Es de agradecer! No sé por qué lo dices, tampoco, porque no dices exactamente lo que te ha gustado y lo que no, pero es muy amable por tu parte de todas formas. Es muy bonito esto de tener unos lectores muy seguidores y muy atentos. ¿Te llegó el correo que te mandé? Nos vamos a llevar muy bien, guapa, ya verás. Me alegra que coincidamos en eso de que creías que Remus siempre estaría con una sanadora. ¡Ya es casualidad! Como pides, actualizo pronto. No me gusta dejar el relato colgado y abandonarlo... ¡No! Puntual a mi cita, nuevo capítulo. El capítulo 14 aparecerá en la fecha que señaló abajo del todo, junto al avance del capítulo próximo. Muchas gracias por tus atenciones.

–Navleu: Gracias por leerme. (Hasta lo que escribo sólo he leído tus "reviews" correspondientes a los capítulos tres, cuatro y cinco.) Creo que son críticas constructivas, y me enriquezco de ellas. ¡Pero no dices nada bueno! No, es broma. Me gusta que seas sincera. Bien, en el capítulo tercero he señalado lo que dices sobre Phoebe, aunque en el cuarto dices que he pintado más o menos bien a Paige, aunque no te cae tan bien esta hermana. Bien, sé que me he extralimitado, pero quería hacer una crítica desde aquí y añadir mi punto de vista sobre Embrujadas. Aunque pueda parecer lo contrario, soy un fiel seguidor de la serie, pero no soy tonto: la serie se está volviendo muy comercial y eso no me gusta. Además está rayando el plagio: ¡y en Harry Potter! ¿O qué me dices de esa escuela de magia, de las túnicas que llevan, el jinete sin cabeza, etc, etc.? Por eso me dije que si tantas ganas tenían de estar en Hogwarts, ¡para Hogwarts! También pienso que son unas neuróticas del sexo, y por eso he pintado a Phoebe con un masturbador en el bolsillo. Hay gente a la que le ha hecho gracia, aunque soy consciente de que es de mal gusto. Sólo era por hacer una crítica de Embrujadas... Pero me parece bien que objetes, porque ése es sólo mi punto de vista. Pero tranquila, que ya no van a salir mucho más. Luego dices también que no sabes por qué todo el mundo pinta al profesor de Pociones malo... Yo no lo sé. Pensé que para Snape tenía que ser algo así como un mentor, pero como aún te queda mucho por leer, no sabes que realmente el señor MacGregor es un mortífago... A ver cuando te enteras que me dices. Espero que te haya gustado. Bien, y por último, lo que más me ha alegrado es tu comentario sobre que descubren que Remus es un licántropo en segundo grado. ¡Eso demuestra que estás atenta! Ya me había dado cuenta de que me equivoqué hace tiempo, pero ya es tarde para enmendarlo. Sólo puedo disculparme. Recordé tarde que tardaron tres años en convertirse en animagos, y eso por fin sucedió en quinto, con lo que descubrieron su licantropía en segundo... Desde ese fallo me he documentado algo mejor para el resto de capítulos. Espero que me disculpes. Bueno, Navleu, muchas gracias por el tiempo invertido y por tu atención.

- Bythe – Uy: ¡Hola! Bien, me alegro de que te hayas incorporado a la plantilla de lectores de MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO, aunque reconoces que aún no te has leído toda la historia, pero que te va gustando. ¡Gracias! Tu "review", aunque corto, me ha dejado con algunas dudas... Me dices que debería subir el "rating", por algunas escenas de sexo implícito. Y yo me pregunto: ¿qué es el "rating"? Puede que deba ser obvio saberlo, pero yo no lo sé. Espero que me lo respondas en algún próximo "review". Muchas gracias por contestar y espero que te siga gustando.

- Isabelle Black: ¡Hola! Pof fin... Ya tenía ganas de verte por los "reviews". Si no he apuntado mal, vives en Chile. ¡Qué gracioso! Nunca había tenido ningún amigo o amiga en ese país. Yo creo que eso fomenta los lazos de unión entre los países hispanohablantes. Bien, paso a otra cosa. No pasa que hayas tardado (de verdad, no pasa nada), ya me he enterado que allí tenéis los exámenes ahora (qué suerte...) y que acabáis en noviembre o diciembre. Aquí en España es distinto; empezamos en septiembre y acabamos en junio. Como quien dice, yo acabo de empezar, porque he comenzado en la facultad en octubre, así que no debo quejarme por ir a clase, porque sólo llevo dos semanas. Bien, pasando a los "reviews"... ¡Gracias por contestar! Y además uno por capítulo, ¡eso sí que hace ilusión!, pues comentas los detalles de cada uno y se hace muy interesante para el autor. Ahora bien, creo que te lo dije en el correo que te envié: ¿nunca has pensado en hacer filología? Profundizas en cosas que la mitad de la gente no comprende, que se queda en la superficie. La buen labor del lector no es ver la acción del relato, que también, sino sobre todo la psicología interna de los personajes; y también la labor del autor es hacerlo ver y de una manera exquisita. Dices que detestas al señor Lupin (hasta el momento sólo he leído tus "reviews" correspondientes a los capítulos uno y dos), y yo me preguntó «¿quién no?». Pero digamos que la psicología de ese personaje también es profunda... Te han gustado las personalidades, el que Remus no sea idializado (palabra que me hace ver que lees y comentas con talento y vocación, a no ser que en Chile se use a menudo), las ranas de chocolate... ¡Gracias! Luego dices que a partir del quinto libro has visto que Dumbledore ha caído para ti... Yo creo que no, yo lo he visto más humano. Es lo que te decía antes, hay que ver la psicología interna de los personajes, y Dumbledore estaba siendo demasiado idealizado... A mí, personalmente, me ha gustado que cometa errores. Hace que los libros de Rowling sean más creíbles. Bueno, pues eso... No sé qué más decir, vaya. Pues me despido, ¡adiós!, y muchas gracias por leerme, Isabelle.

- Idril Isil: ¡Hola! Gracias por enviarme la bendición. Me pareció extraño al principio, pero después se me antojó como un acto de nobleza por tu parte. Entonces, ¿estoy bendito yo o lo que querías era bendecir el relato? Ya me lo dirás. Bien, hasta el momento en que escribo y cuelgo este nuevo capítulo no has leído los capítulos previos, pero no pasa nada. ¡Se nota que tienes ganas y me animas muchísimo! Que lo de las frases latinas, que si quieres que te las traduzca, ya te las envío por correo electrónico, aunque la primera ya lo hice. Es una frase muy buena desde mi punto de vista. Aquí te dejo otra, de Cicerón, que también trata sobre lobos: "O praeclarum custodem ovium lupum!"; significa: "¡Excelente protector de ovejas, el lobo!" Es tan irónica... Por cierto, ¿sabes de dónde proviene la etimología del nombre de Remus? También es del latín. Si lo sabes, no te aburro volviéndotelo a explicar, y si no, me lo pides en tu próximo "review" y en el capítulo 14 o cuando me respondas o los hayas leído, te lo dejo explicado. A mí, personalmente, me gusta más el griego: mucho más complicado de aprender y traducir, pero mucho más curioso, dónde va a parar. Bueno, mi niña, espero que para cuando leas esto ya te encuentres completamente recuperada de tus problemas por el campamento. Las agujetas, que son muy malas. Ya me gustaría a mí irme una vez de campamento. ¿Te imaginas a todos los amigos de yendo a un campamento? Sería estupendo. Nos conoceríamos y estaríamos en contacto directo. Pero es imposible, estamos más lejos que... (No sé, no quiero hacer comparaciones que soy muy malo). Bueno, te dejo. Seguimos en contacto, ¿vale? Muchos besos, un abrazo a la comunidad latinoamericana y en especial a Idril Isil, la latina y filóloga de espíritu de , desde España y, en especial, de este amigo tuyo, Quique. Por cierto, hablando de amigos... Como dijiste que eras relativamente nueva, ¿te va ya bien? Que si no, te puedo recomendar a gente. Si conmigo me gusta que lo hagan, pues también lo haría contigo. Tú me recomiendas a tus amigos (amantes de Remus) de otras páginas, y yo a Joanne, Leo B., Leonita, Isabelle, Navleu... Podríamos ayudarnos en común, ¿te parece? Besos.

- Joanne Distte: ¿Joanne? Nada, nada, es broma. Ya sé que estás en "off" ahora mismo. Pero recuerda que te espero. Ya he apuntado tu descripción física. Has quedado inmortalizada en la literatura de Besos. P.D.: Como te lo he dicho todo por correo electrónico, pues no sé qué más decir.

CAPÍTULO XIII (ECHANDO UNA CANA AL AIRE)

Una noche en que se aproximaba ya el fin de curso y Dumbledore se ausentó del colegio para acudir con ellos a cenar, les dijo con expresión seria que aquel cautiverio debía terminar. Arguyó que él no podía obligarlos a quedarse en la orden día y noche, y que aquello no era vida para jóvenes que estaban en la flor de la vida. Comentó también que Voldemort, como había demostrado, los encontraría fuera o dentro de la orden si su propósito consistía en seguir buscándolos, y quizás estando fuera podrían darle esquinazo más fácilmente, ya que tendría que preocuparse de encontrarlos. Finalmente, alzando la copa y brindando por todos, añadió que en breve se celebraría una feria muggle en el pueblo en que vivían los padres de Helen Nicked, como bien sabía la chica, y que para olvidar todos los percances que habían sufrido últimamente pensaba librarlos de un fin de semana de agobiante estudio para que todos juntos fueran a aquella feria.

–Matthew Nicked, padre de nuestra querida enfermera, y nuestra simpática estudiante para auror, Lily Evans, serán nuestros guías –propuso al término de su discurso–. Como he dicho, la semana que viene, todos, repito: ¡todos! –asintiendo con firmeza al pasear la mirada por Moody–, tomaremos el camino de la chimenea para ir a la casa de los señores Nicked, desde donde partiremos hacia esa feria.

»Aunque creo que ya habrá momento de recordarlo, no es mal sitio para mencionar que estaremos rodeados de personas no–mágicas y que, por tanto, habremos de actuar con la más absoluta discreción, si queremos pasar desapercibidos. Siendo así, espero que para la semana que viene todos encontréis aptos ropajes muggles que no os hagan llamar la atención demasiado –sentándose y volviéndose hacia Lupin–. Uno de estos días iremos a una tienda muggle a comprarte ropa.

Al cabo de la semana, todos se vistieron con sus mejores galas muggles y se reunieron en la sala común de la orden, donde aguardaron a que llegase la hora para partir por la chimenea.

Helen y Remus estaban vestidos bastante bien, porque una era hija de un muggle y el otro había sido aconsejado fielmente por Dumbledore. Sirius y James estaban vestidos en un estilo algo rebelde, con cadenas y gorros ajustados, pero luego vestían una pajarita alrededor del cuello que desentonaba. Lily y Alice se habían comprado dos vestidos, del tipo de los años sesenta, a juego, de color blanco. Peter se había comprado una túnica de niño en Madame Malkin, que le sirvió de camiseta, y después cogió unos tejanos prestados a Sirius. Frank se había vestido bastante acertadamente, con una camisa de manga corta y unos pantalones corrientes.

Los adultos eran algo variopintos. Dumbledore vestía un jersey rojo y unos pantalones vaqueros, pero su larga barba le hacía parecer un extraño personaje. Moody se había puesto una camiseta hawaiana y unos pantalones anchos, ropa que en nada concordaba con su apariencia adulta. Arabella se había comprado un largo vestido rojo y un bolso a juego que mostraba a todos con mucha emoción, porque Dumbledore se lo había ensanchado mágicamente para guardar su gran monedero. Finalmente, Mundungus se había comprado en una tienda un disfraz árabe y lo lucía con una amplia sonrisa, por lo que nadie se atrevió a decirle lo ridículo que estaba.

Así, en conjunto, eran un extraño grupo.

–Bueno, tomad –habló Dumbledore haciéndose enseguida el silencio–. He ido esta mañana temprano a Gringotts y he cambiado el dinero mágico que me disteis por dinero muggle. Tomad, son estos papelitos verdes, tan extraños.

Y todos recogieron sus libras. Seguidamente, Dumbledore se acercó a su amigo Moody y hablándole en voz baja le dijo:

–¿Has visto a mi hermano, Alastor? Creía que vendría hoy.

–¡Vaya, se me olvidó contártelo! –se golpeó la frente–. Aberforth me dijo hace dos días que se había comprado una cabra y que se iba a una cabaña que había creado mágicamente en la montaña para hacer ciertos experimentos con ella. –Dumbledore no se extrañó–. Algo raro tu hermano, ¿no?

–Bueno, nos vamos –exclamó Dumbledore, haciéndolos acercarse hacia la chimenea.

Remus se extrañó. Creía que a aquella excursión iban a ir todos los miembros de la orden, pero se equivocaba. Su madre intentó abrazarlo, y a Helen también, y los despidió con un movimiento de mano mientras desaparecían uno por uno en la chimenea.

Los recibió el señor Nicked con energía, estrechándoles la mano a todos con ímpetu. En la salita también estaba la profesora McGonagall, vestida con una ceñida camiseta de color rosa y con una falda vaquera por debajo de las rodillas. Tenía un pequeño bolso cruzado, que había ensanchado mágicamente, como el de Arabella, para poder guardar en él cosas de tal importancia como su varita. Cuando vio a Dumbledore se acercó a él mirando su reloj:

–Llegas tarde. ¡Qué raro!

–Estás atractiva. ¡Qué raro! –se burló él.

La señora Nicked apareció, vestida elegantemente y con mucho tino. A fin de cuentas vivía en una población muggle, y su marido era muggle. Debía de saber algunas cosas sobre los muggles...

El señor y la señora Weasley ya estaban allí, con sus tres hijos zumbando a su alrededor, con sus melenas rojizas, fastidiando e incordiando. Helen se aproximó a ellos, seguida de todos los chicos:

–Éstos son los chicos Weasley –dijo–. Hola, señora Weasley, ¿qué tal está? Mirad, éste, el mayor, tiene cinco años y se llama Charlie. Éste tan mono tiene cuatro y se llama Bill. Y éste, ¡qué monada! –lo cogió en sus brazos y lo alzó hacia el techo–, es Percy y tiene dos solamente.

–Cuando queráis podemos irnos –habló Dumbledore.

E iniciaron la peregrinación con una marcha divertida y desenfadada. Pronto, a lo lejos, comenzó a escucharse música y se diferenció la silueta de una enorme noria.

–¿Qué es eso? –preguntó Arthur emocionado.

–Es una noria –explicó Matthew muy orgulloso de sí mismo. Dumbledore y los demás adultos se acercaron al muggle para escuchar sus comentarios sobre aquel inmenso prodigio–, una atracción de la feria.

–¿Y cómo funciona? –se preocupó Moody–. ¿Encantamientos cinéticos?

–No, no –negó Matthew–. Electricidad.

–¡Vaya! –Silbó Arthur–. No creía que pudiese haber nada que me sorprendiese más que el que los muggles lleven los perros con correa. ¿Y cómo funciona la electricidad?

–No lo sé exactamente –prosiguió su explicación el señor Nicked–. La gente como yo consigue electricidad por medio de turbinas en los pantanos, o placas solares, que son un invento muy moderno.

–¡Placas solares! –Aplaudió el señor Weasley ignorando qué podía ser aquello.

–La electricidad viene a los hogares de la gente normal a través de cables, y una vez se acciona un interruptor, ¡tenemos luz! Podemos encender bombillas, hornos, frigoríficos...

–¿Frigoríficos? –participó McGonagall.

–Es un "mueble" donde, según tengo entendido –mencionó Dumbledore–, los muggles guardan la comida.

–Sí –afirmó Matthew–, para que se conserve en óptimas condiciones.

Arthur Weasley silbó prolongadamente. Después preguntó que si podrían ver ese día algún frigorífico, y como Matthew Nicked le dijera que podía ser bastante posible, el señor Weasley se puso a pegar saltos de alegría, imitándolo sus dos hijos mayores, que reían como tontos viendo a su padre haciendo el imbécil aún mucho más que ellos.

Llegaron al recinto ferial y el señor Nicked continuó explicando que aquello sería aún más impactante por la noche, cuando todo era un océano de luces, producto de la electricidad. Después, ante las insistentes preguntas de Arthur, explicó cómo salía la música de aquellas grandes cajas negras que el señor Nicked llamaba altavoces.

–¡Altavoces, Molly! –Reía Arthur–. ¿Pudiste pensar alguna vez algo tan irrisorio? De alta y voces. ¡Qué curioso!

Después se detuvieron ante el enorme gigante y se lo quedaron mirando todos con aprehensión, a excepción de Lily y el mismo señor Nicked, que no era la primera vez que veían una noria.

–Es enorme –dijo encogido el señor Weasley.

–¡Yo quiero subir, yo quiero subir! –gritaban sus hijos.

–¡No! ¡Sois muy pequeños! –les regañó su madre.

–Yo me quedo aquí abajo. Alguien tendrá que cuidar de ellos, ¿no? –Fingió una sonrisa Arabella Figg. Lo cierto era que, bajo el vestido rojo, le temblaban las rodillas.

–¡Nosotros nos subimos! –gritó Sirius y salió corriendo en dirección a la taquilla–. ¡Vamos, James!

Como James quería montarse en un compartimento de la atracción con Sirius, Lily los acompañó, y también Peter, porque los compartimentos eran exclusivamente de cuatro personas y ni Frank ni Alice, ni tampoco Remus ni Helen querían separarse, con lo que estos últimos cuatro también ocuparon otro compartimento aparte. Por su parte, los adultos se repartieron del siguiente modo: en uno, Mundungus, McGonagall, Dumbledore y Moody; y en otro, los señores Nicked junto con la pareja que habían invitado además de a toda la orden, los señores Weasley.

Mundungus se sentó mirando a todos lados con el rostro arrugado. Después señaló el hierro que sujetaba el cubículo al resto de la atracción y les preguntó a los demás si aquello sería suficiente para aguantar el peso. McGonagall se puso lívida de miedo. En eso la atracción se movió lentamente hacia arriba, deteniéndose a los pocos metros para que pudiesen entrar en otros compartimentos más gente, y la profesora pegó un grito que sonsacó una risita a los otros tres acompañantes de ella.

Al poco ascendieron un poco más, y finalmente otro tanto, hasta que quedaron justamente en la cúspide de la noria. Mundungus se agarró al borde y asomó la cabeza. Ahogó un grito y miró a Dumbledore con los ojos muy abiertos. Después sacó su varita:

–¡Esto está encantado, profesor! –dijo señalando a la gente de abajo–. ¡Mire qué pequeños son! Esto es obra de encantamiento. ¡Engorgio! ¡Engorgio! ¡Engorgio!

Y los hechizos caían al suelo y rebotaban, chocando contra narices y cabezas que aumentaban de tamaño peligrosamente. Dumbledore agarró al mago por la muñeca y le dijo que dejase de hacer aquello, que nada era por obra de sortilegios.

Cuando la noria se comportó como acostumbra y comenzó a dar vueltas una y otra vez, Mundungus farfullaba que aquello era magia negra, que un momento se les veía grandes y, al siguiente, diminutos como hormigas. Moody gruñía y McGonagall se aferraba al asiento con vértigo y una sensación de náuseas en el estómago.

–¡Deja de balancearlo, Sirius! –lo espetaba Lily.

El muchacho, riendo, se divertía en moverse de forma que el compartimento se moviera también. Pettigrew estaba blanco como la harina. James también reía, pero miraba a su chica y le entraban ganas de reñirle a su amigo, aunque no lo hacía.

–Desmaius –gritó la chica sacando su varita y apuntándola hacia Sirius–. Lo avisé.

Remus y Helen, y Alice y Frank, cogidas las respectivas parejas de la mano, miraban el paisaje con ojos soñadores. Se besaban y decían cosas bonitas al oído.

–¡Qué romántico! –susurró Alice.

E instantes más tarde los vómitos de Peter pasaron por delante de sus ojos y la chica vio cómo le caían a un muggle gordo y calvo que miraba el movimiento de la noria. Alzó el puño y se puso a amenazar, pero Pettigrew se había agachado agarrándose con firmeza la barriga.

–Sí, muy romántico –bromeó Remus.

Arthur le echaba a su mujer el brazo por encima del hombro, y cada dos por tres le decía que los muggles eran más ingeniosos de lo que él esperaba y que aquello era alucinante. La señora Nicked los miraba con tristeza, observando cómo su marido se preocupaba en examinar la varita del señor Weasley en lugar de hablar con ella.

–Éste es un buen lugar –dijo Molly de pronto, interrumpiendo su absurda perorata sobre los muggles y aquello sobre que algún día llegarían a ser tan listos como los magos–. Hace dos semanas que lo sé, Arthur.

–¿Sí, Molly? ¿El qué?

–Estoy esperando un bebé.

Arthur sonrió. Le arrebató la varita a su amigo y lanzó fuegos artificiales desde la noria, con lo que todos los transeúntes se los quedaron mirando impresionados y los aplaudían. Los señores Nicked los felicitaron.

Cuando bajaron, Arabella les preguntó que cómo les había ido, y todos comenzaron a hablar a un tiempo y a decir que aquello había sido una pasada. McGonagall, sin embargo, andaba muy tiesa y pálida. Enseguida sacó un frasco con una pócima de su bolso y se lo tomó de un trago. Al instante el color le regresó a la cara.

–Esto está mejor –dijo.

Los chicos señalaron una extraña atracción de varios pisos, en cuya fachada había un vampiro que abría su capa, un lobo que movía su garra hacia delante y hacia atrás, y un hombre semidesnudo, con sangre en las comisuras de la boca, que hacía el amago de lanzar una chica al suelo: todos ellos muñecos articulados.

–Castillo del terror –leyó Peter–. La noria me ha mareado. Lo mejor es que me quede en tierra –dijo temblando.

Sirius comenzó a imitar el cacareo de una gallina y a Peter se le saltaron las lágrimas.

–Si no quiere subir –comentó Lily–, no puedes...

–¿Obligarlo? –se adelantó Sirius–. ¡Pues claro! –Y blandió su varita–. Sube, Colagusano. ¡O te convierto en un trozo de queso, paradojas de la vida!

–¿Quieres montar esta vez, Arabella? –le preguntó Dumbledore.

–No, gracias. ¡La verdad es que se me ha olvidado el dinero muggle en casa! Qué cabeza –mintió.

–Yo la invito –propuso el otro.

–¿Y quién cuida a los vástagos Weasley? –pretextó–. No, lo mejor es que yo me quedé abajo.

Y como los carricoches de la atracción eran de cuatro personas, los ocuparon en la misma forma en que lo habían hecho en la noria. Los carricoches eran negros por fuera, con una horripilante cara pintada en el morro, pero por dentro estaban tapizados de rojo y eran extrañamente cómodos.

Dumbledore y compañía fueron los primeros en entrar. McGonagall, aferrada a la barra de seguridad, se preguntaba cómo había sido tan imbécil de haberse vuelto a montar en otra de aquellas diversiones muggles. Mundungus, por su parte, parecía muy divertido de que todo lo que hubiese a su alrededor se redujese a vasta oscuridad.

De pronto una bombilla roja se iluminó mostrando un ataúd que se abría y del que salía una trémula mano. McGonagall emitió un ensordecedor grito y se abrazó a Dumbledore, apretándose mucho. Éste se limitó a sonreír.

–No son más que tonterías muggles –dijo.

No obstante, la profesora no dejaba de temblar. Continuaron otro trecho sin escuchar nada más que los chirridos del carricoche al contacto con el oxidado raíl, ya que la oscuridad seguía siendo tan absoluta que nada más se veía.

–Esto es un fastidio –gruñó Moody, mirando de reojo a Mundungus–. ¡Lumos!

–Creía, Alastor, que había dejado bien claro que no usaríamos magia aquí –lo regañó Dumbledore.

Y en eso se detuvo el coche en seco y, en el mismo instante, un esqueleto amarillento se descolgó del techo. La profesora McGonagall se aferró al cuello de Dumbledore, gritando y suplicando:

–¡Protéjame, Dumbledore! ¡Protéjame! ¡Quiere matarme!

Moody, quien también se había asustado, se levantó de un brinco con la varita alzada frente a sí, listo para enfrentarse a aquel nuevo reto, seguro de que aquello había sido un mago tenebroso, cuando entonces algo acarició su cabeza: ¡murciélagos de plástico! Comenzó a echar maleficios a diestro y siniestro, con los ojos cerrados, con lo que buena parte de la plaga de los animalillos de pega acabó en el suelo y medio chamuscados. Seguidamente se volvió hacia el esqueleto y gritó:

–¡Riddíkulo!

Pero más ridículo había sido pensar que aquello habría podido ser un boggart que hubiera adquirido la cosa que más miedo daba a la profesora de Transformaciones, en señal de sus profundos gritos de desesperación.

–¡Diruate! –pronunció.

El esqueleto explotó y sus pedazos salieron disparados hacia todos lados. La profesora McGonagall se separó de Dumbledore con parsimonia, mostrando un rostro surcado de lágrimas. Seguía gimoteando. El carricoche volvió a reanudar la marcha.

–Esto es asfixiante. Estoy harto. Me voy –dijo Moody y se desapareció, apuntándose con la varita.

Sirius estaba sentado con Peter en la parte de delante, enfadado porque James no se hubiese sentado con él y estuviese en la parte de detrás con su novia. El carricoche chirrió más fuerte de lo que iba siendo habitual y Peter gritó. A Sirius de pronto se le ocurrió una idea.

De pronto, de un resquicio oscuro surgió un muñeco peludo que figuraba un hombre lobo.

–Remus estará molesto con eso –señaló James–. ¿Lo has visto, Sirius? Tenía el hocico aplastado.

–¡Y los ojos verdes! –añadió Sirius–. Ni que no hubiesen visto cómo se transforma un licántropo en su vida.

Peter temblaba. Después apareció una momia que salía de un sarcófago egipcio, pero era tan burda que ni siquiera a Peter dio miedo.

–Ésta es la mía –susurró para sí Sirius–. ¡Dovitam! –señaló con su varita hacia el espectro fantasmal del Antiguo Egipto.

Nadie se dio cuenta, pero aquella hosca imagen cubierta de vendajes los seguía con los brazos extendidos. De pronto el carricoche se detuvo en seco, pero nada sucedió (porque el esqueleto había sido ya reducido por Moody el auror). En esto el feo monstruo se acercó por detrás y en un instante se colocó a la altura de Peter, al lado de quien se agachó.

Éste estuvo a punto de desmayarse, porque le dio un colapso nervioso en una mano, pero en un instante se escuchó una pequeña explosión y una rata salió corriendo con el rabo entre las piernas. Sirius se quedó riendo a mandíbula batiente.

–¿Era un animago? –Lily señaló el lugar por el que la rata había desaparecido.

–¡Qué sorpresa! –fingió James conteniendo la risa.

Sirius agitó su varita y la momia desanduvo el camino y cerró la tapa del sarcófago egipcio.

Remus y Helen estaban en los asientos de delante mientras que Frank y Alice ocupaban los de detrás. Las parejas estaban entrelazadas entre sí, haciéndose Remus y Frank los valientes. "¿Qué puede pasar?", le preguntó Remus a Helen al oído. Pero en ese instante una rata comenzó a trepar por su carricoche, lo atravesó saltando entre sus piernas, y salió por la parte de detrás. Las chicas gritaron. Frank había sacado su varita y le lanzaba rayos. Remus se la quedó mirando, creyendo que era Peter, porque lo había visto tantas veces transformarse que creyó reconocerlo.

El auto continuó su camino. A lo lejos, iluminado por una bombilla que tenía en la cabeza, un muñeco se movía mirando a la pared.

–¡Está vivo! ¡Está vivo! –gritaron como locas las dos chicas.

–Eso es imposible –dijo Frank.

–¡Oh, disculpen! Soy el electricista –dijo el hombre levantándose y señalando el destornillador.

–Qué cómodo se está aquí, ¿no, palomita? –le comentó el señor Nicked cogiendo su mano con amor–. Es casi como el paseo ése de los cisnes que sale en las películas, ¿verdad? Sobre el agua, tan romántico.

Pero en eso se descolgó un murciélago, que estaba medio desprendido a causa de los maleficios de Moody, sobre la cabeza de Matthew y éste se puso a gritar, a patalear, a lloriquear, abrazando a su esposa y rogándole que sacase su varita y lo defendiese.

La señora Nicked lo apartó vergonzosa y estuvo tentada de utilizar su varita para petrificarlo. Giraron en un recodo y apareció un póster de Ámbar, la antigua Tamara "la mala", y Arthur y Matthew se pusieron a gritar clavándose las uñas en las mejillas.

–Y éstos son los hombres, los valientes –comentó la señora Nicked, asintiendo a estas palabras Molly.

–¿Qué, ha sido divertido? –preguntó Arabella, a cuyo lado se encontraba Moody.

Peter se balanceaba hacia delante y atrás y McGonagall repetía una y otra vez:

–Los cadáveres no se caen del cielo, Minerva. ¡Los esqueletos no se caen del cielo!

Continuaron andando un rato, mirando hacia todos lados con curiosidad e impaciencia. Dumbledore se volvió un momento para comentarle una cosa a la profesora McGonagall cuando vio a Mundungus comiendo con gusto un algodón de azúcar.

–¿De dónde lo has sacado? –preguntó con curiosidad.

–Me lo he encontrado por ahí –respondió sin prestarle atención.

Pero Dumbledore creyó que el niño que lloraba desconsoladamente a unos metros de ellos tenía algo que ver con todo aquello.

Charlie salió corriendo, seguido de Bill, y se pusieron a señalar un tío vivo que daba vueltas y que estaba decorado con intensos colores.

–¿Os queréis montar? –preguntó la señora Weasley–. ¿Os gustan los caballos?

–No son caballos –repuso Charlie serio, fantaseando–, son dragones.

Bill asintió por no llevarle la contra a su hermano.

–Peter, ¿te montas? –le propuso Sirius.

–¿Estás loco? –saltó el otro–. Con el miedo que me dan los caballos.

James señaló unas máquinas expendedoras que había próximas y corrieron hacia ellas mientras todos observaban, sonrientes, cómo los dos pequeños Weasley se creían grandes jinetes.

–¡Es un dragón! –chillaba Charlie, y todo el mundo lo miraba con caras risueñas–. Es un dragón y estoy volando. ¡Mírame, mamá!

James echó medio penique en la máquina y probó a capturar un gracioso peluche con forma de oso para regalárselo a su novia. Sin embargo, el gancho estaba trucado y no pudo soportar el peso del oso de peluche y éste se cayó sobre el resto de muñecos antes de llegar al cajón.

–¡Maldición! –se quejó James.

–Pardillo. –Lo apartó Sirius y alzando su varita realizó el conjuro de levitación. El peluche se elevó unos segundos, mientras nadie los miraba, cayendo seguidamente en el cajón, donde James pudo recogerlo y dárselo a Lily, diciéndole que aquello había sido todo una hazaña.

–Me lo imagino –dijo, y le dio un beso en la mejilla.

–¿No me coges uno? –se hizo la ofendida Helen.

–¡Oh, claro que sí! –Fue Remus hacia donde estaba Sirius–. ¿Qué has hecho para sacarlo? ¿Cómo lo has hecho?

–¡Mira que sois pardillos! –Resopló éste. En esta ocasión levantó su varita e hizo crear mágicamente un peluche similar al de James. Remus lo cogió y se lo llevó a su chica.

Peter miraba hacia arriba con miedo.

–¿Qué miras, Pet? –le inquirió Sirius.

Pero en eso alzó la vista y vio sobre él un enorme raíl sobre el que pasaba un carricoche muy extraño, que estaba prendido de la parte superior y que, por lo tanto, obligaba a la gente que se montaba en aquella atracción a ir con los pies colgando.

Dumbledore se aproximó hasta donde estaban ellos.

–Bonito cacharrito –dijo, mirando hacia donde ellos lo hacían–. Voy a convencer a los demás para que se monten.

Y hubo de hacerlo bastante bien, porque Arabella, McGonagall, la señora Nicked y Molly Weasley se montaron en uno solo. Aún no había arrancado y Arabella ya gritaba. McGonagall estaba blanca como la nieve, encogida. Las otras dos parecían demasiado forzadas.

De pronto el carricoche se movió, y a McGonagall pareció como si alguien la estuviese torturando, porque gritó de manera que hasta los pájaros elevaron el vuelo, asustados.

–¡Bajadme de aquí! –gritaba–. Yo no quiero morir tan joven.

Contagiada, Arabella lloraba, y decía que ella era una squib decente que no sabía hacer magia pero que quería llegar a vieja. La señora Nicked se reía de ellas por lo bajo, mientras que Molly estaba lívida.

Ascendieron por el raíl tan lentamente que McGonagall probó a hurgar en su bolso para sacar su varita y poder desaparecerse de allí, pero no lo consiguió. Estaba apretujada como una hamburguesa. El carricoche por fin adquirió el estado de reposo hasta que ante ellas se extendió una intensa bajada que recibieron con potentes chillidos de desesperación.

–¡Oh, Dumbledore, voy a matarte! –chillaba McGonagall, agitando sus piernas con intranquilidad y vértigo–. ¡¡¡Dumbledore!!!

–Se lo están pasando bien. –Rió éste desde abajo.

Los chicos, que ya se habían montado una vez, repitieron, riéndose de los gritos de las tres brujas y la squib, que se escuchaban desde cualquier parte.

Pero su viaje por fin llegó a su término y, mareadas, bajaron tambaleándose. McGonagall tenía el moño torcido y Arabella tenía las facciones del rostro desencajadas a causa de la velocidad. Molly, pálida como una estatua de mármol, repetía una y otra vez con voz ronca a causa de los chillidos:

–He abortado... ¡He tenido que abortar!

En la siguiente atracción en que se montaron fueron los coches de tope. Arabella se quedó con los niños de los Weasley, diciendo que a ella no se le había perdido nada en aquellas atracciones del demonio que casi le arrancan el alma con tanto grito. Sin embargo, también aprovechó el encontrarse sola para recolocarse bien la faja.

Cada uno ocupó un único coche, y aquella atracción fue la que más divirtió a todos.

–La finalidad de los coches de tope consiste en golpear a los demás –explicaba Lily mientras adquirían sus fichas en la taquilla.

Sirius comenzó a frotar su puño apretado mirando con expresión maligna a Peter.

–Con el coche, me refiero –añadió apesadumbrada.

Cuando se dio la señal de arranque, todos apretaron el acelerador y sus autos arrancaron.

–¡Qué curioso! –decía el señor Weasley mirando las chispas que salían en la parte superior de la larga banderola–. ¡Qué...!

Pero el señor Nicked se lo había encontrado y le había dado de lleno. Helen Nicked también encontró a su padre y le golpeó por detrás, saliendo éste disparado describiendo círculos.

Sirius iba bastante galante, con el brazo sobre el cabezal del otro asiento, vacío. Se detuvo ante un pimpollo: rubia, con ropa muy ajustada y sonrisa de anuncio, y le dijo que si quería montarse con él. Ella fue a poner un pie dentro, pero Peter llegó en ese momento por detrás golpeando a Sirius con tanta violencia que lo echó cinco metros hacia delante, haciéndolo golpear contra un accidente múltiple que se había producido.

–¡Capullo! –insultó a Sirius la chica rubia, pues a punto había estado de cortarle la pierna.

Sirius, cuando se puso de nuevo en movimiento, dirigió su coche hacia Peter y, con furia, deseó con todas sus fuerzas golpearlo.

–¡Qué lento va esto! –se quejó Mundungus–. Bueno, no pasará nada si "acelero" un poco las cosas –rió y sacando la varita dio dos golpes con ella sobre el capó del auto. En eso un niño pequeño muggle le dio un golpe a Moody por detrás, y éste, volviéndose enseguida, lo arremetió vengativo y el muchacho salió disparado hacia el lado contrario de la pista, chocando contra el borde, pegando un salto y cayendo sobre la atracción que había al lado: la ranita. El coche del chico salió disparado a cinco metros de distancia. Salió por su propio pie, creo que ileso, pero lloraba.

Dumbledore perseguía a Remus, pero Lily se interpuso y el director la golpeó demasiado fuerte. Quedó unos instantes dando vueltas. Sirius, que seguía en persecución de Colagusano, viendo lo veloz que se había vuelto el coche de Mundungus, decidió encantar también el suyo propio. Sacó su varita y dio tres golpes sobre el volante.

Pero Helen fue más rápida. Se encontró con Peter frente a ella, y le dio en un costado justo junto al borde. El impacto fue tan fuerte que, al intentar derrapar el coche a causa del golpe, se montó sobre el bordillo ladeado, y Peter estaba riéndose, pero sumamente atemorizado.

La sirena sonó de nuevo señalando el final de turno.

Los chicos se montaron dos veces más, pero como luego el dinero muggle comenzó a escasear, lo dejaron. Decidieron ir a almorzar, pero en su camino se encontraron con el tren de la bruja, y cuando lo vieron Charles y Bill dijeron que también querían subir.

Molly se negó en un principio, pero luego los dejó.

–Portaos bien –les decía mientras les compraba sus entradas–. Si os pega el payaso con la escoba, ¡no se os ocurra decir palabrotas!

Se montaron. Comenzaron a dar monótonas vueltas, siempre golpeándolos el payaso con la escoba enhiesta. Cuando los golpeaba, Charlie y Bill le decían al payaso capullo y cabrón y cosas como ésas. Todos reían al oírlos, menos la señora Weasley, que estaba roja de enfado.

–¡Deja de darme con la escoba! –se enfadó Charlie con el payaso–. ¡Dame la escoba! ¡Dámela!

Pero no se la dio. De vez en cuando hacía globos, pero a ellos no les daba porque se metían con él. No obstante, cuando sacaba la escoba, los atizaba con fuerza y se vengaba de los insultos.

–¡Dame la escoba! –se enfadó el pequeño Charlie.

Pero el payaso, con enfado, no consintió, agarrándola aún más fuerte.

A la siguiente vuelta le dio con ella un tortazo de verdad, no de mentirijillas como hacía con los otros niños y sus padres, sino con ganas. Charlie le dijo que era un mamón y la escoba se le escapó de las manos al payaso yendo a parar a las del niño.

Ahora cada vez que pasaban era el payaso el que tenía que apartarse, porque Charlie lo amenazaba con el palo en alto.

Cuando bajaron la señora Weasley les echó una larga reprimenda, pero Charlie no prestaba atención, porque se montó sobre el palo y pegaba patadas al suelo, pero allí estaba:

–No funciona, Bill –le dijo a su hermano pequeño–. Está rota. No vuela.

–Es que tú eres squib –dijo el otro con regodeo y todos rieron, menos Arabella–. Si me monto yo, ¡verás cómo sí vuelo!

–No. ¡Mentira!

–No me pegues. ¡Toma!

–¡Niños, niños! –Los separó la señora Weasley–. Vamos a comer –les dijo a los otros–, que si no éstos se acaban comiendo el uno al otro.

Encontraron un apacible lugar en un parque próximo. Tenía una mesa de piedra con bancos de madera alrededor, y cerca había columpios para que los pequeños de los Weasley pudiesen divertirse.

–¡Hamburguesas! –Se relamió de gusto Peter–. Tienen buena pinta.

–Sí, es la comida típica de los muggles –explicó Lily–, aunque ocasiona graves problemas de obesidad. Ellos lo llaman comida–basura.

–¿Os importa encargaros de los pequeños? –les pidió con ternura la señora Weasley a los chicos, viendo que se comían sus hamburguesas en los columpios–. No os darán mucha guerra, y si lo hacen, os dejo que les hagáis un maleficio. ¿Habéis oído? –Miró a Charles y a Bill–. Como no os portéis bien, ¡os echan un maleficio!

–Y luego Bill les escupe. – La miró con odio Bill.

–Pero ¡qué niños tan graciosos! –Rió Alice.

Molly los apuntó con el dedo, los miró significativamente a uno y otro y se dirigió hacia Helen, en cuyos brazos puso al pequeño Percy.

–Gracias –dijo y se fue a sentar con los demás.

Una vez bajaba por el columpio Charlie. Otra Sirius. Otra de nuevo Charlie. Le seguía Sirius. Un momento Sirius detuvo al pequeño Weasley y le señaló a Peter, que se balanceaba en un columpio levemente mientras mordía su hamburguesa con hambre.

El pequeño Weasley salió corriendo hacia el muchacho y le pegó un bocado en la espinilla. Peter gritó de dolor.

–¿Qué haces? –dijo apartando al niño.

–Morderte –contestó como si resultase obvio–. ¡Soy un dragón! Los dragones comemos ratas. Me lo ha dicho ese hombre. –Y señaló a Sirius, que se hizo el despistado pero que no les había quitado ojo de encima, riéndose todo el tiempo.

Remus observaba con curiosidad cómo cuidaba Helen a Percy.

–Es una preciosidad, ¿no es así? –le preguntó la chica asomándose él por encima del hombro–. Tan pequeño...

–Tiene dos años.

–Ya, bueno, ¡pero es pequeño!

Lo puso en el suelo, sujetándolo de las axilas, y el pequeño echaba a caminar.

–¡Déjalo en el suelo, tiene dos años!

–¿Y si se cae?

–Tiene dos años –repitió Remus.

Bill llegó corriendo con un puñado de tierra en la mano y se la echó en la cara a Percy, que comenzó a llorar a grito pelado.

–¡Bill! –lo regañaron Alice y Lily que venían corriendo detrás de él–. ¡Qué demonio de chico!

Remus lo agarró y lo sentó en su regazo:

–¿Qué quieres ser de mayor, eh, Bill?

–Asesino profesional –dijo serio.

–¡Oh! Una carrera con mucho éxito. –Torció una mueca en forma de sonrisa Remus.

–¿Por qué me sientas en tus piernas? –preguntó el chico–. ¿Es que eres Santa Claus? ¡Tú no eres mi papá! Mi papá es pelirrojo y mamá dice que está chiflado.

Se fue corriendo, bajando de un salto de encima de Remus.

–¿Su padre? ¡Qué ocurrencia! –Limpiándole la cara al niño Helen con ayuda de su varita–. ¿Te imaginas a nosotros con un niño? –Sonrió pronunciadamente.

–No –contestó Remus enseguida y a Helen casi se le cae la varita al suelo de la sorpresa–. No quiero tener niños.

–¿Por qué no? –gritó.

–¿Y qué pasa si me los como?

–¿Si te los comes? Pero ¿estás loco? Siempre estás encerrado en luna llena.

–Pero y si hay un descuido...

–¡Remus! –gritó enfadada–. Eres... Eres...

–Agua –pidió Percy en voz baja.

–Toma, coge al niño mientras voy a coger su botella, ¿quieres? –Se lo dio en los brazos–. Espero que no te lo comas –le dijo severa.

Remus miró al pequeño con aprehensión, pero enseguida comenzó a jugar con él cogiéndole entre sus brazos y subiéndolo hacia arriba y después hacia abajo. Lo volvía a subir y el pequeño Percy sonreía y exclamaba de la excitación. Nadie los miraba.

Pero de pronto a Remus, cuando levantaba al niño y lo tenía en lo más alto, se le escapó Percy de sus manos. Se le crisparon los dedos. Como en incontables ocasiones, cuando su corazón palpitaba con fuerza, la imagen se ralentizó a sus ojos, viendo cómo el niño, contrayendo el rostro por el miedo, se iba a precipitar contra el suelo. Debía sacar su varita y realizar el conjuro levitador, pero aquello no daría resultado: cuando la sacase el niño estaría ya berreando en el suelo. El conjuro levitador. ¡Debía realizar el conjuro levitatorio!

Extendió la mano para coger al pequeño, pensando en que debía hacer el conjuro para levitarlo, y en eso, sin llegar a tocarlo, el niño quedó suspendido en el aire. Fue sólo un instante, porque enseguida Remus se asustó y retiró la mano, y el chico cayó en sus brazos, llorando.

¡Había hecho magia sin recurrir a la varita! Estaba alucinando. Miró en derredor, pero nadie lo había visto. Ahora empezaban a acercarse, alentados por los gritos del pequeño.

(Nota del autor: a quien empiece a pensar en este momento que estoy desvariando o que me estoy subiendo a la parra o que, simplemente, me estoy empezando a sacar cosas de las mangas, lo remito únicamente al pasaje del tercer libro, el del prisionero de Azkaban, en que Harry, Ron y Hermione se encuentran a Remus J. Lupin en el vagón del expreso a Hogwarts y aparece el dementor. ¿Qué hace Remus? ¡Consultad el libro! Hace magia sin varita. Hace aparecer una bola de fuego en su mano, y como bien dice una amiga mía, la ya para todos conocida Helen Nicked: "J. K. Rowling nunca escribe nada porque sí. En algún otro libro de los que quedan por venir se descubrirá que Lupin tiene alguna capacidad especial." Se nos ocurrió que esta cosa podía ser que Remus hiciese magia, conjuros elementales, sin varita, como ya he puesto también a Voldemort, porque, como bien sabéis, yo no soy Rowling y por tanto me tengo que inventar el argumento de este relato. Que por cierto, queridísima Rowling, que si lees algún día estas tonterías que escribimos tus seguidores, está segura que aunque no te hayamos pedido permiso para plagiarte tus personajes, ¡lo hacemos sin ánimo de lucro! Y concluyo con una frase más de mi querida amiga Elena, Helen para vosotros: "¿Lo ves? Remus es más poderoso que Sirius Black." Es que desde que leyó el quinto libro, más exactamente el capítulo en que Harry se adentra en el pensadero de Snape, no le caen muy bien Sirius Black ni James Potter. Cree que Snape está en lo cierto llamándolos arrogantes, y, siendo objetivos, razón no le falta. Bueno, que me estoy enrollando con mis comentarios personales, que aquí no tienen lugar. Ya os los pondré en los "reviews" ¡Pero dejadme "reviews" que pienso leerlos todos y me interesa mucho vuestra opinión para futuros temas o relatos! Y espero que os esté gustando éste, porque me lo estoy currando, chicos.)

Los chicos se acercaron para ver qué le había pasado a Remus con Percy. Éste dijo, mintiendo claro está, que el niño se había puesto a berrear él solo.

La señora Weasley, que no se había percatado de que su hijo menor estaba llorando en brazos de Remus, conversaba con los señores Nicked tranquilamente:

–Deberíamos haberles dicho ya a Helen y a Remus que nos vamos a ir todos juntos este verano de vacaciones, ¿no crees, Matt? –comentó la señora Nicked–. ¿No crees que deberíamos comentarles que nos vamos a Mallorca al final y que Dumbledore nos ha dado permiso para llevárnoslos?

–¡Sí, sí, palomita! Ya te he dicho que sí. Remus se va a llevar una sorpresa.

–Un yerno muy agradable tienen ustedes, ¿sabían? –comentó Molly.

–¡Sí, claro! No hace falta que lo diga –dijo el señor Nicked complacido–. ¡Salta a la vista! Es un chico la mar de simpático. Y eso contando con que mi mujer siempre está diciendo que lo tienen marginado y demás.

–¿Marginado? No entiendo. Lo veo un chico corriente.

–¡Oh, no! Es un licántropo, ahí donde lo ve, pero...

La señora Weasley se puso lívida. Miró a Remus y más palideció cuando vio que su hijo pequeño estaba llorando en sus brazos. La señora Nicked había escuchado el último comentario de su marido y hablaba entrecortadamente intentado excusar a Remus, lanzando miradas de odio a su esposo.

–Es un buen chico, a pesar de los pesares –dijo.

Pero la señora Weasley se levantó de un salto y avanzó hacia Remus con paso firme. Le lanzó una mirada despiadada y le arrebató, sin explicaciones, al niño de los brazos.

–¿Qué, qué pasa? –preguntó Remus.

Pero la señora Weasley se apartó, consolando a Percy en sus brazos.

–Dale una oportunidad al pobre chico, querida Molly. –Trató de hacerla entrar en razón su amiga, la señora Nicked–. Él no tiene la culpa de que un hombre lobo lo mordiese cuando pequeño, ¿no crees? ¿Crees que tus hijos deberían ser excluidos porque ahora viniese un hombre lobo y los mordiese? –Molly tragó saliva y la miró–. ¿Eh?

–¡No, no lo creo!

–¿Entonces?

–¡Vale, no es mal chico! Pero mejor lejos de mis niños, ¿no crees? Al menos hasta que esté segura de que ese... muchacho es persona de fiar.

Al rato comenzaron a recoger y organizaron el regreso.

–Ha sido un día magnífico –comentó con melancolía Lily pensando que ahora habrían de enfrascarse de nuevo en los libros.

–Sí –la secundó Sirius–. Podríamos quedar otra vez, ¿no? Podríamos organizar un partido de quidditch, ¿qué os parece? –James, antiguo buscador de la escuela, aprobó la idea de inmediato, exclamando con vigor.

–¿Y dónde encontramos un campo de quidditch para usar? –gruñó Moody.

–No sé. –Se encogió de hombros Sirius; al fin y al cabo, él sólo estaba dando la idea–. Jugaríamos viejos contra jóvenes.

–¿Viejos? –se ofendió Molly Weasley al ver que los chicos la excluían a su marido y a ella–. ¡Sólo somos varios años mayores que vosotros!

–Y ya tenéis tres niños –enarcó las cejas Sirius.

–¡Sería una pasada! –Se imaginó James volando de nuevo.

–Aunque eso debería de ser ya cuando acabemos los exámenes, ¿no os parece? –agregó Frank, a quien le preocupaban los resultados de sus estudios superiores–. Los exámenes son la semana que viene. ¡Podríamos prepararlo todo para la siguiente!

–Pero ¿cómo hay que deciros que no podremos encontrar un campo de quidditch? –volvió a gruñir Moody.

–Bueno, tal vez yo sí sepa dónde hay uno. –Sonrió Dumbledore.

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–Campo de quidditch –pronunció Dumbledore agarrando el pomo de la puerta mágica de la sede de la Orden del Fénix.

–¿Cómo? –preguntó James, a quien el director, como al resto, había llamado a la sala común sin explicarles nada de lo que iba a pasar.

–¿Ha creado un campo al otro lado de la puerta? –saltó Sirius mirando a James y a Dumbledore con asombro.

–Sí, eso parece. –Sonrió Albus–. Me ha costado algunos días, pero he creado un campo de juego exquisito –y mirando a Moody–, en el que no corremos el riesgo de que nos vean los muggles. ¡El campo no existe! –Rió Dumbledore.

La puerta dejó que la abrieran, con el amplio terreno de juego al otro lado de ella, pero Dumbledore no les mostró lo que había, sino que la cerró de nuevo. Les dijo que fueran a por sus escobas, y todos se miraron entre sí, porque sólo James tenía. Luego les dijo que se había hecho cargo y que se había traído algunas viejas de la escuela, habiéndoselas pedido prestadas a la señora Hooch.

–¡Vamos, vamos! –los espetó Dumbledore–. Idos a cambiar y poneos túnicas más cómodas. No pensáis jugar con eso, ¿verdad? –Y por turnos fueron entrando en sus respectivas habitaciones a través de la puerta mágica. Se volvió hacia Moody:– Pronto vendrán los señores Weasley y los señores Nicked con McGonagall para jugar un partido.

–¿Cómo? –saltó el auror con los ojos muy abiertos–. ¿Estás loco, Albus? No conoces a los Weasley de nada.

–Les di clase –mencionó.

–¿Y con eso crees que basta? –bufó–. ¿Y un muggle? ¿Cómo se te ha ocurrido traer un muggle a la orden, eh, Albus?

–Con Matthew no hay problema, Alastor, recuerda que ya vino aquí en una ocasión. Y, por lo demás, vienen en dignidad de invitados, y así se lo he comunicado a mi fénix, Alastor –dijo–. Si se diese el increíble y sospechoso caso de que Arthur y Molly Weasley fuesen dos mortífagos aliados a Voldemort, Fawkes no les dejaría entrar en otra ocasión. ¿A qué preocuparse, eh, viejo amigo? Hoy podrás montar de nuevo en una escoba como en tus buenos años de tu estudiante. Gryffindor creo que nunca haya tenido otro golpeador como tú en su historia. –Moody sonrió al fin, aunque algo hoscamente–. Sería un poco egoísta que no compartiésemos con los demás ese increíble campo de quidditch que he creado. Y no me equivoco si digo que va a sorprenderle mucho al señor Nicked el hecho de vernos jugar a nuestro deporte más célebre.

–Sí, es un muggle muy curioso.

–Ahora vayamos nosotros también a cambiarnos, pues McGonagall debe de estar al caer.

Así era, en efecto, puesto que en ese mismo instante una lengua de fuego la hizo aparecer a ella junto con las dos parejas, vestidos con túnicas elegantes pero cómodas, adaptadas al vuelo. Los cuatro brujos llevaban en sus manos una escoba. El señor Nicked, obviamente, no contaba entre esos cuatro, ni tampoco se le hacía extensible lo de cómodas y elegantes túnicas; él vestía un chándal gris y portaba una cinta blanca en el pelo.

–Bienvenidos. –Abrió los brazos Dumbledore en señal de acogida.

Se apuntó con la varita y su laboriosa túnica celeste se cambió por una ajustada verde pistacho, que debía de ser extrañamente cómoda sobre una escoba.

–Los chicos deben de estar al caer –habló el director.

Y llegaron. Dumbledore abrió por fin la puerta, tras mencionar el lugar ya descrito, y entraron directamente al campo de quidditch, enorme, y con amplias gradas alrededor. El señor Nicked lo miraba todo con fruición, y señalaba con extrañeza los tres aros de los extremos del campo.

–Pues aún no ha visto nada. –Hinchó el pecho orgulloso Arthur.

Los jóvenes se reunieron para organizar el equipo. James había asumido el liderazgo, como bien les indicaba una y otra vez Sirius. Ya que él era el único jugador de quidditch de entre los presentes que había representado a su casa en los partidos, asumió inmediatamente el puesto que ostentaba: buscador. Como eran demasiados para conformar el equipo, Peter fue rechazado de inmediato. Sirius, a voces, lo envió a las gradas para que se sentase con el señor Nicked. Alice, como quedaran siete, comentó que a ella le gustaría ser guardián, porque volar de un lado al otro del campo podría no ser muy apto, ya que no se le daba muy bien volar. James designó a Sirius y Remus golpeadores, y al resto cazadores: Frank, Helen y Lily.

Dumbledore organizaba a los veteranos, esperando que no hubiese discusiones, ya que no eran demasiados. Arabella dijo que no tenía poder mágico, así que no podía volar, y se dirigió hacia las gradas para cuidar de los vástagos Weasley, que también habían venido a ver a sus papis volar, tarea que acometía la señora Figg con mucho agrado. Albus dijo que Moody fue golpeador en sus años mozos y que entendería de aquel puesto más que ninguno otro. El otro bate se lo ofrecieron, finalmente, a Arthur Weasley. McGonagall sugirió que el director debería ser el buscador, ya que tenía muy buena vista y ella sabía que era muy ágil en la escoba; el profesor se sonrojó y aceptó con las mejillas encendidas. Quedaban cuatro y como a la señora Nicked le diera reparo poder hacer el ridículo en público, se presentó voluntariamente para ejercer de árbitro.

–¡Ánimo, palomita! –gritaba desde las gradas su marido–. ¡Sácales tarjetas rojas!

–¿Qué habla? –lo miró extrañado Peter.

–Cosas de muggles, me supongo –lo interrumpió Arabella, dándole al chico unas palmadas en el hombro para que se relajara.

–¡Muggle! ¡Es un muggle! –Se rió Bill del pobre hombre. Después se volvió hacia Arabella–. ¿Qué es "muggle"?

–Una persona que no puede hacer magia, querido –explicó la mujer.

–¡Ah! –Asintió el pequeño con malicia–. Mi papá me ha dicho que no haga magia en casa porque me echaría un maleficio, pero ya que él no puede...

Apretó el ceño y el bigote del señor Nicked comenzó a crecer de tamaño exageradamente, ocultándole el rostro, engulléndolo.

–¡Haz algo, Peter, antes de que se asfixie el pobre hombre! –rogó Arabella–. ¡Bill! Déjalo en paz. –El señor Nicked agitaba los brazos con energía.

Los cazadores del equipo de los veteranos fueron, entonces, Molly Weasley, Mundungus Fletcher y la profesora McGonagall, que al montarse sobre la escoba mostró unas piernas delgadas y ridículas que provocaron la risa de Pettigrew.

–Nos falta el guardián –señaló Moody.

–¡Oh, no! Ya caí en eso –mencionó Dumbledore con una sonrisa.

Desde la puerta, al par de minutos, surcó el campo volando un hombre de pelo corto y moreno, fuerte pero ligeramente barrigudo, con una sonrisa bonachona, que vestía una túnica amarilla muy chillona.

–¡Diggle! –lo saludó Dumbledore–. ¿Qué tal? Gracias por venir.

–Gracias a ti por invitarme –dijo–. ¡Vaya! Os lo estáis currando cada día más con la orden, ¿cierto? Por cierto –bajando el tono de voz–, ¿quién es Remus Lupin?

La señora Nicked se dirigió hacia la caja de las pelotas. No era, ni mucho menos, la de Hogwarts, sino una nueva que habían comprado especialmente para que los chicos pudiesen ir a aquel campo todas las veces que quisiesen a jugar y a volar. La abrió. Las bludgers salieron disparadas hacia el cielo. Soltó la diminuta y dorada snitch que en un aleteo veloz se perdió de vista. Agarró el rojo quaffle y, montándose en la escoba, lo llevó consigo.

–¿Preparados? –dijo–. ¡Pues que dé comienzo el partido!

Y tiró el quaffle.

Helen se apresuró a acelerar su escoba y cogerlo. Se lo pasó a Lily y de nuevo ésta se lo pasó a Helen. Pero Mundungus pasó por medio de las chicas y robó la pelota. Se la tiró a Dumbledore.

–¡Que yo soy buscador! –gritó éste dándole la pelota a McGonagall.

Ésta agarró la bola con fuerza y corrió como una bala en dirección a los aros. Lily se acercó volando, pero no quiso acercarse demasiado porque seguía viéndola como una profesora. No así Sirius, que le golpeó con tal fuerza a una bludger que pasaba cerca, que ésta golpeó de lleno en la cara de la profesora. Se tambaleó un poco, pero el golpe no había sido de consideración. Tan sólo le había rozado un poco la nariz porque McGonagall había intentado echar marcha atrás.

Frank recogió el quaffle que se le había caído a la profesora y se elevó en el aire. Cayó en picado, pasando cerca de Helen y pasándole la pelota roja. Remus se aproximó volando y la respaldó, planeando junto a ella. Mundungus también se acercó, volando como un bólido descarriado que hubiera perdido el rumbo. Helen se apartó a tiempo de que el brujo la atropellase. Seguía volando, se aproximaba a los aros que defendía Diggle cuando una bludger hábilmente lanzada por Moody le pasó zumbando y perdió el equilibrio.

Molly, que estaba cerca, le robó el quaffle y se lo pasó a Mundungus, que había adquirido una excelente velocidad. Nadie se atrevió a cruzarse en su camino, llegando a los aros sin dificultad y realizando una finta memorable con la que marcó un tanto para los veteranos. Alice, la guardiana de los jovenes, agitó las manos con decepción.

James, de pronto, se lanzó en picado, y Dumbledore lo siguió. Todos contuvieron la respiración. Peter se levantó del asiento.

–¿Qué hace? –preguntó el señor Nicked.

–¿No sabe usted las reglas del juego del quidditch? –preguntó Arabella extrañada–. Pues verá, hay tres aros, ¿no?, y entonces los tres cazadores...

Cuando acabó:

–¡Qué estupendo! –alabó el señor Nicked, para variar.

James remontó de nuevo el vuelo, lentamente, con una cosa dorada entre los dedos.

–¡Un galeón! –exclamó ilusionado–. ¡Me acabo de encontrar un galeón!

–Ya sé dónde se me cayó –susurró Dumbledore con rabia, alzando de nuevo el vuelo en persecución de la snitch, que aún no se había visto.

–¿Ve, señor Nicked? –comentó de pronto Arabella–. Van diez cero ganando los mayores. Si pierden los jóvenes me reiría mucho, ¿sabe? Pero nada se puede decir hasta que no se encuentra la snitch, y eso puede suceder en cualquier momento.

Se calló entrecortadamente porque McGonagall pasó zumbando sobre sus cabezas.

–¡Bill quiere una escoba! ¡Bill quiere una escoba! –gritaba el mediano de los Weasley.

Helen se puso a un flanco de la profesora y Lily a otro. Pero fue Frank, viniendo por debajo, quien le quitó el quaffle. Los tres cazadores del equipo de los jóvenes volaron juntos, planeando con soltura. Llegaron a los aros y marearon un rato a Dedalus Diggle pasándose con determinación la pelota. Finalmente Helen, que vio al guardián desubicado, lanzó y marcó un tanto.

–¡Gol! –gritó Remus–. ¡Así se hace Helen!

Pero contuvo la respiración porque Dumbledore y James habían iniciado una frenética carrera y delante de ellos, sí, ¡se podía ver la escurridiza y veloz snitch!

–¡Corre James! –exclamó Lily entre los escasos vítores de las gradas, que estaban, por así decir, completamente vacías.

Dumbledore alargó la mano, pero una bludger pasó en aquel instante frente a ellos y, por el hecho de no golpearse contra ella o entre sí, perdieron de vista a la bola dorada.

Los cazadores reanudaron el juego, con el corazón palpitándole a cada uno de ellos con violencia en el pecho. Los veteranos marcaron dos tantos seguidos, obra uno de Molly y otro de Mundungus, mientras que el siguiente fue obra de Helen de nuevo.

–¡Muy bien, hija! –aplaudía el señor Nicked.

Dumbledore se volvió hacia él con rostro huraño, pero éste pasó inmediatamente de la sorpresa a la felicidad incontenible. Se echó hacia delante y su escoba salió disparada en dirección al muggle, el cual se encogió del pánico. Dumbledore extendió la mano derecha, el señor Nicked gritó con todas sus fuerzas, viéndosele hasta las amígdalas y la campanilla moverse de un lado a otro. Dumbledore atrapó la snitch y el señor Nicked acabó tirado en el suelo, agarrándose la cabeza, creyendo que el viejo le iba a pegar.

–No he dicho nada. –Lloriqueaba–. ¡Usted también juega muy bien! Pero no me pegue, ¡no me pegue!

El silbato de la señora Nicked se escuchó intensamente.

–Se ha acabado el partido –gritó–. ¡Los veteranos ganan!

Todos ellos aplaudieron, mientras que los jóvenes aterrizaron en el suelo con rostros largos y miradas bajas.

–¡Si hasta Peter jugaría mejor! –gritaba Sirius–. Hemos sido muy lentos.

Las chicas, sin embargo, no estaban tan apenadas:

–Hemos jugado para divertirnos, Sirius –comentó Lily–. No todo en la vida consiste en ganar.

–Enhorabuena, Dumbledore. –Le estrechó la mano James con cordialidad.

–Esto se merece un trago –propuso Diggle contento–. ¡Yo invito!

–No seas tonto, Diggle –dijo McGonagall–. ¿Con qué ibas a pagarlo?

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Helen apareció en la chimenea de su casa con su baúl a su lado. Cuando salió del hueco, segundos más tarde, apareció Remus, también portando su enorme baúl. Lo arrastró para retirarlo de la chimenea y colocarlo junto al de Helen en el centro de la sala de estar.

–¡Mamá! –gritó la chica–. Ya hemos venido.

El elfo doméstico fue el único que apareció. Los miró unos instantes y después, hablando lentamente, a causa del esfuerzo que le suponía recordar las palabras, y con un profundo acento del sur, les preguntó:

–¿Quieren algo para beber?

–No, gracias –dijeron los dos chicos a la vez.

–¿Sangría, quizás?

–¿Sangría? ¿Qué es eso? –miró Helen a Remus con asombro–. ¡No, nada!

Y el elfo se retiró.

De pronto los señores Nicked hicieron acto de aparición por la escalera.

–¿Estáis listos, muchachos? –preguntó el señor Nicked.

Ninguno contestó, estaban conmocionados. Matthew estaba vestido con una camiseta gris de manga corta y unos ridículos pantalones cortos. También llevaba una ridícula gorra de amplia visera calada hasta las cejas. Pero, ante todo, lo más irrisorio resultaba, sin duda, el pegote de crema protectora que tenía en la nariz.

La señora Nicked, por su parte, iba detrás, apuntando con la varita al baúl, que bajaba las escaleras lentamente.

–Cuánto pesa –se quejó la bruja.

–¡Ni que lo estuvieses cargando! –le espetó su marido.

–¿Tú lo has tenido que bajar? –le saltó la señora Nicked enfadada.

–No...

–¡Pues entonces te callas! –le gritó–. Hola, chicos. ¿Listos para que nos vayamos?

–No se nos olvida nada –dijo Helen–. Hemos revisado los baúles en varios ocasiones y lo llevamos todo.

–Estupendo –aprobó el señor Nicked, ansioso de volver a viajar por la chimenea.

–¡Ñobo! ¡Ñobo! –llamó la señora Nicked. El elfo apareció al instante–. ¿Has preparado ya tu hatillo? Nos vamos.

–Sí, señora –dijo bajando la cabeza, y regresó al salón con una pequeña bolsa medio vacía en la que llevaba una manzana, una peineta y unas castañuelas.

–Pues cuando queráis nos vamos. –Los miró la mujer–. Venga, yo iré primero.

Y cogió un puñado de polvos flu.

–¡España!

Y altas llamas verdes se la tragaron, haciéndola desaparecer. Los ojos del señor Nicked se abrieron extasiados de la emoción.

–¡Ahora yo, ahora yo! –solicitó.

Se metió en la chimenea e hizo lo mismo que su mujer. Remus y Helen cargaron sus pesados baúles e hicieron lo mismo, no antes de ver cómo el elfo seguía a sus dueños con aspecto entristecido.

–¡A la mía España! –gritó–. ¡Y olé!

–¡Pobrecito! –se compadeció Remus.

Al instante se encontraron en una amplia habitación, toda lujosamente decorada con mármoles y plantas que un mago regaba con su varita, en la que, con grandes letras rezaba: "Aduana española". Las paredes estaban llenas de chimeneas por las que no hacían más que aparecer familias de magos cargados con baúles y bolsas de equipaje.

En un rincón, algo apartado, se podían adquirir objetos de todo tipo como recuerdos en una tienda puesta a modo de mercadillo: castañuelas, abanicos, peinetas, trajes de sevillana, varitas que al ser agitadas emitían música de flamenco y otras curiosidades que una bruja gitana pregonaba con voz ronca y mucho esmero:

–¡María! ¡María! ¡Ven aquí que lo tengo baratito!

Otra bruja gitana se paseaba por entre los guiris y les ofrecía ramitas de romero que algunos, ilusos, cogían, creyendo que eran un regalo y que después ella les exigía le pagaran si no querían que les echase una de las legendarias maldiciones de la raza gitana. Otra mujer también pasaba entre ellos, con aire soñador y voz mística, tomándoles las manos y leyéndoselas según los viejos estudios de Quiromancia, mientras otra bruja, de unos diez años, descalza, hurgaba en sus bolsillos robándoles algunas monedas de oro mágico.

Los señores Nicked, seguidos de su hija y su yerno, se aproximaron a recepción, que estaba en el centro de la sala, sobre la cual había un sol pintado que daba vueltas y sonreía a los presentes. Les hablaba en español a los que esperaban y les daba la bienvenida.

–Ustedes dirán. –Se les aproximó un mago, hablándoles en español, vestido con una túnica a tres franjas verticales: la de los extremos rojas y la del centro amarilla; en el centro tenía un enorme toro completamente negro.

–¿Cómo? Nosotros –señalándose a los cuatro el señor Nicked y gritando como si los magos aquellos fueran sordos– no spanish. Ingleses. ¡Ingleses! Hello. El Tamésis, ¿le suena?

–Sí, sí, entiendo –prosiguió el mago intentando no reírse–. Enseguida les ayudarán. ¡Álvaro, ven aquí!

Al poco rato se pasó un mago igualmente vestido que el anterior. Era de piel morena y tenía el pelo encrespado y moreno.

–Yo hablo inglés –dijo con un inglés demasiado académico–. ¿Adónde gustan de ir?

–¡Islas Baleares! –seguía gritando el señor Nicked.

El mago llamado Álvaro se echó hacia atrás y los miró sonriendo.

–No hace falta que grite, señor. ¿Me muestran sus varitas, por favor?

Los tres brujos sacaron sus palitos de madera y los dejaron encima del mostrador. El mago los cogió y examinó. Como no viera nada raro se los dio a una bruja rubia que había sentada junto a él.

–Fíchalas –le dijo.

–¿Qué hace? –se interesó educadamente la señora Nicked.

–Oh, es un procedimiento habitual, señora. –Y el mago le indicó cómo el resto de sus compañeros hacían lo mismo con el resto de turistas que estaban siendo atendidos–. Tenemos que mirar por el orden del país, señora. Ya que el Ministerio de Magia español no tiene constancia de ustedes, necesitamos reconocer sus varitas para que, mientras perduren en el país, puedan ser localizados en caso de practicar magia ilegal. ¿Me entiende? –Se volvió al señor Nicked–. ¿Y bien? ¿Me da su varita?

–¿Mi varita? –preguntó ofuscado.

–No, él, no –lo excusó su mujer–. Él es muggle, pero viene con nosotros, porque... ¡Es mi marido!, ¿entiende?

Álvaro el recepcionista pestañeó sin mover ningún músculo más. Después sonrió pronunciadamente mirando al muggle y chasqueó los dedos. Otro mago se aproximó hasta él por fuera del mostrador y el que estaba dentro le dijo:

–Cachéalo, Ostos.

El mago obedeció. Sacó su varita y apuntó hacia él. La señora Nicked preguntaba insistentemente qué hacían, pero nadie le respondía. Finalmente el mago se detuvo y se volvió hacia el otro. De la varita de Ostos salían chispas negras.

–Todo está correcto –dijo Álvaro–. Es cierto, es un muggle. Aquí tienen sus varitas. –Y se las entregó a sus tres poseedores. Después sacó un folleto, un tríptico más exactamente, y se lo alargó a la señora Nicked–. Tenga. Es un folleto explicativo.

La mujer se lo guardó en el bolsillo de la túnica.

Ostos seguía a su lado y se había puesto a apuntar con su varita hacia los baúles. Álvaro lo miraba hacer sin decir nada, y los cuatro visitantes lo miraban con cara de pocos amigos porque nada decían de lo que estaban haciendo, ni siquiera una mera explicación.

–No hay nada sospechoso –dijo al final el mago cuando consultó el último baúl–. Pero ¿qué hay aquí? Si es un elfo.

–¡Me informé y estoy en derecho de traer mi elfo doméstico conmigo, aunque no podamos traer un fantasma! –gritó extasiada la señora Nicked.

Ostos y Álvaro la miraron extrañados, ya que ellos no habían dicho lo contrario, pero como la bruja no entendía lo que el mago llamado Ostos decía cuando éste hablaba, porque éste lo hacía en español, ella se estaba empezando a poner nerviosa.

–¿Podemos irnos ya? –preguntó el señor Nicked nervioso.

–No –contestó resuelto Álvaro–. Tienen que mostrarme su reserva.

–¿La reserva? ¡Oh, claro! –Y la señora Nicked comenzó a hurgarse en el interior de la túnica. Ostos se marchó cuando otro mago lo llamó–. Aquí está. ¿Para qué la quiere?

–Muy sencillo, señora –dijo con aire de suficiencia mientras leía el pergamino con atención–. Si no tiene este papel, no los puedo dejar pasar. ¿Adónde pensaba ir usted sin él? ¿A convocar un barco en el mar? –Rió de su propia ocurrencia–. Muy bien, hotel "El brujo que ríe" en Mallorca. Todo está en orden –consultó el sello del hotel–. Está todo correcto. Aguarden un momento.

Y se separó del mostrador comenzando a buscar en un pequeño armario que había por allí cerca.

–¡Estúpido! –Se enfadó la señora Nicked molesta–. Nos trata como si fuéramos idiotas. ¿Qué se habrá creído?

Y llegó al poco con cuatro cajitas.

–Aquí tienen –dijo–. Son cuatro galeones.

–¿Qué? –explotó la señora Nicked–. ¿Y qué diantres contiene?

–Son polvos flu, señora. Echando esto en aquella chimenea del fondo –señaló una chimenea mucho más grande que las demás sobre la que colgaba un enorme cartel: "Dirección al hotel"– no necesitarán decir hacia dónde van. Son polvos flu encantados para llevarlos directamente hasta el hotel El brujo que ríe.

–No hace falta, no hace falta. –Sonrió con ironía la señora Nicked–. Me basto con los polvos flu corrientes. No me importa tener que decir el destino, ¿sabe?

–Los polvos flu corrientes no funcionan en esa chimenea –explicó el mago, sonriendo, aunque la vena de la frente se le estaba comenzando a hinchar–. Sólo funcionan estos polvos flu encantados especialmente para esa chimenea. ¿Abonan los cuatro galeones? –La bruja se los dio con rabia–. Espléndido. El elfo doméstico podrá acompañarles a uno de ustedes, ya que en España están considerados objetos. Que tengan una agradable estancia en el país. ¡Siguiente!

Se separaron del mostrador sin dirigirse la palabra entre sí, enfadados. Una bruja gitana de piel muy morena se aproximó al señor Nicked y le cogió con firmeza una mano.

–¡Oy, qué peligro, mira usted! Te veo "mu" mal porvenir, sepa usted. Y tiene la línea de la "via" "mu" corta, ¡vaya fastidio! Por cierto –agitando el dedo índice ante la cara del horrorizado muggle–, esto no le hago de gratis, "pa" que lo sepa. Son dos galeones de oro o una "maldisión" le echo que le va a arrastar "toa" la "via", ¿sabe usted? ¡Págame!

–¡Y una mierda! –Se puso en medio la señora Nicked y le lanzó a la gitana un maleficio aturdidor con que la derribó en el suelo–. ¿Qué se ha creído ésta?

–Mamá –dijo tímidamente Helen, asustada–. Nunca te había visto así...

–Ni nunca más me verás, querida. Es esta aduana. ¡Es este país! Desde que hemos venido no han querido más que sacarnos el oro mágico. Vayámonos al hotel, quizás allí pueda relajarme un poco.

Y se pusieron al final de la cola de los que aguardaban para viajar por la chimenea que conectaba con los distintos hoteles. Por fin llegó su turno. El señor Nicked entró primero, con un baúl y el elfo doméstico, que miraba hacia todos lados emocionado de volver a estar en su país. Dejó caer los polvos flu y una explosión de color amarillo se lo engulló.

Lo siguió su esposa, que también cargó un baúl en la chimenea.

–¡María, María! ¡Que tengo la mejor música! –Y activó una varita falsa de la que salió una rítmica rumba con acompañamiento de guitarra española y taconeo–. ¡Sólo un galeón! ¡Que lo regalo, que lo regalo!

La señora Nicked, antes de verter el contenido de la caja, la miró con antipatía y odio y levantando su varita todos los objetos que había sobre su tenderete salieron volando y cayeron desparramados por el suelo. Finalmente echó los polvos flu y una llamarada roja que salía del suelo la hizo desaparecer.

Con un fogonazo apareció en un vestíbulo extenso y decorado con magnífica mano. Había alfombras y yeserías nazaríes por doquier. Las plantas colgaban del techo con exquisitez. La señora Nicked se acercó a su marido y, arrastrando los baúles, se llegaron hasta el mostrador de información.

–Bienvenidos al holel El brujo que ríe –les dijo cortésmente un mago de pelo cano y amplia sonrisa, vestido con una túnica larga y negra–. ¿Me permiten ver su reserva, por favor? –La señora Nicked se la mostró, intuyendo a qué se refería, porque hablaba en español. Cuando el mago vio que estaba escrita en inglés, sonrió pronunciadamente y les habló en su lengua materna:– Bienvenidos al hotel El brujo que ríe. Estamos encantados de que nos hayan escogido. Deseamos sinceramente que su estancia en España sea muy agradable, y más todavía que disfruten de Mallorca. –Les sonrió. Sacó su varita e hizo salir de un cajón unas llaves plateadas de latón–. Éstas son sus llaves, la habitación treinta y dos. –Remus y Helen se acercaron en ese momento cargando sus baúles–. ¡Ah! –Y el mago volvió a consultar el pergamino–. Bien, y aquí están los ocupantes de la habitación treinta y tres. –E hizo salir otro juego de llaves–. Enseguida llamaré a un botones para que les suba el equipaje. Bienvenidos –repitió.

Y se alejó para poder atender a un cliente que se había aparecido delante del mostrador.

–¿Cómo? –Se paró en seco el señor Nicked–. ¿Cómo has podido pedir dos habitaciones nada más? No pensarás que los chicos van a dormir juntos, ¿verdad?

–Sí, lo pienso, Matt –le contestó escuetamente su mujer. Como él insistiera, ella le espetó:– ¡Oh, Matt! Trabajan juntos día y noche, conviven juntos... ¿En qué mundo vives? ¿Sabes cuánto cuesta una de estas habitaciones? Los chicos dormirán juntos.

–Pero y si hacen... –se avergonzó–. Ya sabes. ¡Cochinadas!

–Si quieren hacer cochinadas –explicó su esposa–, lo harán separados o juntos. Son brujos, Matt, ¡brujos! ¿Sabes que son brujos, Matt? –Éste asintió–. Pues no lo parece. Cualquiera de los dos podría aparecerse en la habitación del otro. Para que duerman juntos y paguemos dos habitaciones, ¡no, Matt!, pagaremos una sola y estarán en ella realmente, haciendo lo que quieran hacer. Son mayorcitos, ya saben de sobra lo que es el mundo, ¿no crees? –El señor Nicked comenzó a farfullar cosas–. ¡Y no quiero que estas dos semanas los vigiles! –le gritó–. Tengamos la fiesta en paz.

Y comenzó a subir las escaleras de blanco mármol.

Helen y Remus estaban intimidados y rojos de la vergüenza. La chica nunca se había imaginado con qué impudor podría llegar a hablar su madre sobre ella.

Subieron a sus habitaciones y vieron que eran muy cómodas y espaciosas. La cama, de matrimonio, que sonsacó algunas sonrisas tímidas a los dos chicos, era muy amplia y tenía una cortina por todos lados que la convertía en un lugar mucho más romántico. Por el resto de la habitación había sillones mágicamente cómodos, muebles bar que ofrecían a la persona que pasaba por delante una copa y otros objetos que no distaban mucho a aquella habitación de la de un hotel muggle.

El auxiliar llegó detrás de ellos, portando en un carrito todos los baúles de la familia y, sobre éstos, al elfo sentado con rostro apenado. Conducía el carrito mágicamente. Cuando hubo acabado y dejó los baúles en las respectivas habitaciones de sus ocupantes, la señora Nicked le dio un par de knuts como propina. El chico, con la cara plagada de espinillas, sonrió:

–Tomen. –Le ofreció a la bruja cuatro caracolas más grandes de lo ordinario, habando en un burdo inglés–. Son trasladores –explicó–. Cada vez que salgan del hotel deberán utilizarlos para regresar. Se activan con sólo acercárselos a la oreja y tantas veces como se precise.

»Es una curiosa historia, ¿la sabían? –prosiguió en un tono más jovial–. ¿Sabían que los muggles tienen la costumbre de escuchar en el interior de las caracolas? Como no escuchan nada dicen que parece oírse, de fondo, el sonido del mar. –Se sonrió el joven mago.

El señor Nicked replicó indignado:

–¡Y se oye!

–Esa costumbre de los muggles de escuchar las caracolas –prosiguió el botones sin prestar atención al hombre– procede de nuestro país. El Ministerio de Magia español generalizó esta medida cuando hace unos cuantos años creció el turismo del país convirtiéndose en una de las primeras potencias en este sector...

–Parece que se lo hubiese estudiado de memoria –mencionó por lo bajo Remus a Helen.

–En ese momento aparecieron los hoteles mágicos en España: uno en Barcelona, otro en Valencia, otro más en Málaga, también en Tenerife y, finalmente, en La Coruña, además de éste en el que se encuentran ustedes –explicó con una sonrisa–, para atender la demanda de brujos que querían pasar sus vacaciones en la península. En otras ciudades, sin embargo, como ocurría antes de la creación de estos hoteles, la estancia se produce en convivencia con los muggles.

»Pues eso, se generalizó por ley el uso de la caracola como traslador, y los muggles comenzaron a verlo como un hecho cotidiano, practicando el ejemplo que le habíamos dado. –Rió.

–Una clase muy interesante –ironizó la señora Nicked echándolo–. Bien, estaremos un rato en nuestras respectivas habitaciones y podremos tomar un baño o descansar al menos –le explicó a su familia–. Bajaremos a almorzar todos juntos al restaurante y después, por la tarde, podremos ir a la playa. ¿Os parece?

Todos vieron aquel plan con buenos ojos. Se guardaron los trasladores, observándolos el señor Nicked con admiración.

–Creo que me tomaré una ducha –comentó Helen dirigiéndose hacia la puerta de la habitación para recorrer el pasillo y llegar a la suya–. ¿Vienes, Remus?

–¡Claro! –Y la siguió–. Yo creo que me tomaré otra. Después del viaje por la chimenea... ¡tengo hollín por todas partes!

–¡¡¡No!!! –gritó el señor Nicked agitando la mano y tirando sin querer todas las cosas que estaba sacando del baúl al suelo–. No, no... no te duches.

–¿Por qué? –preguntó Remus risueño.

–¿Qué te pasa ahora, papá?

–¡Matt! –lo regañó su mujer.

–Bueno, ¡vale! –Se cruzó de brazos–. Duchaos si queréis –dijo molesto, pero después puso cara de cordero degollado–. Pero de uno en uno.

Llegaron a su cuarto y decidieron que Helen entraría primera y Remus después, con lo que el chico se quedó en la habitación vaciando el interior de los baúles y organizándolo encima de la cama.

La puerta se abrió de pronto y entró el diminuto elfo, con las orejas caídas.

–¿Quiere que Ñobo le ayude, señor?

–No me vendría mal que alguien me echase un cable, no. Si eres tan amable.

Y el elfo, cabizbajo, se puso a vaciar también el contenido.

–¿Por qué estás tan triste, Ñobo? –le preguntó Remus curioso.

–Ñobo echa de menos España, y ahora que está aquí, ¡a él le gustaría quedarse! Pero él tiene lazos con su familia, ¡Ñobo quiere a su familia, no quiere abandonarlos! Ñobo querría venirse a vivir a España con su familia.

–Y ¿por qué estás tan triste? Vas a estar aquí dos semanas. ¿Por qué no las disfrutas?

–Sí, señor. Eso haré.

–Puedes retirarte, Ñobo –dijo–. Ya acabo yo. ¡Ve y busca alguna elfina!, ¿quieres? Es una orden. ¡Te mando que lo pases bien estas vacaciones! Pero vuelve...

–Sí, gracias, señor.

Y andando con los brazos caídos cerró la puerta. Inmediatamente después se abrió la del cuarto de baño y apareció Helen con una bata amarilla y una toalla blanca liada alrededor de la cabeza.

–¡Estás guapísima! –se burló Remus. La cogió de la cintura, acercándola hacia sí, y la besó.

En ese momento entró sin llamar a la puerta el señor Nicked y corrió hacia ellos para separarlos, gritando. Le dio unos cuantos golpes a Remus para que la soltase diciéndole todo tipo de cosas que no se llegaron a entender.

–¿Qué haces, papá?

–¡Evitar que hagáis cochinadas! –Los miró a ambos con ojos furibundos–. En mis propios ojos... –Y se puso a lloriquear fingidamente–. ¿Qué he hecho yo?

–Papá, yo...

–Señor Nicked, pero si nosotros...

–¡Callaos! –les vociferó, dirigiéndose hacia la puerta–. Ya me voy. Tu madre me ha dicho simplemente que quiere que a las doce estéis en la puerta para ir todos juntos a almorzar. Hasta entonces, ¡me da igual! –sollozó más fuerte aún–. ¡Haced todas las guarrerías que queráis! Hija –poniendo voz trémula y temblándole la barbilla–, no te reconozco...

–Qué actor está hecho –dijo ésta cuando hubo salido por la puerta.

–Pero razón no le falta –le remarcó Remus acercándose y pellizcándole los glúteos–. Ahora podemos hacer todas las guarradas que queramos.

–¡No, Remus! Tenemos que ir a comer con ellos.

–¡Dentro de dos horas! –se quejó.

–Lo siento, ahora mismo no me apetece. –Y él puso cara de decepción–. ¿Qué hacías? –Agitó su varita y las cosas del baúl salieron volando de éste organizándose mágicamente sobre la cama–. ¿Lo estabas haciendo sin magia? ¿Cuánto rato te quieres tirar vaciando los baúles?

–Dos horas, por lo menos –dijo con sarcasmo–. Como tengo toda la mañana para hacer lo que quiera... ¡Oh, vamos, Helen!

–¡¡¡Remus!!!

Al cabo de las dos horas bajaron al restaurante del hotel, donde encontraron otras muchas familias de magos que comían con apetito. Por el aspecto y el habla había holandeses e italianos cerca de ellos, y un poco más lejos un par de africanos que se besaban con pasión. Remus se los quedó mirando con envidia; aquellos sí que debían estar pasando unas locas vacaciones.

Un camarero se acercó y les mostró el menú, que los cuatro observaron con detenimiento:

–Creo que probaré las lentejas caseras –comentó la señora Nicked con una sonrisa.

–Para mí un conejo con cebolla –pidió el señor Nicked.

–Una excelente elección. –Asintió el camarero–. Es un plato típico de las islas.

Los chicos, ambos, pidieron el plato del día: tortilla de patatas con salsa especial "al brujo español", ponía.

–Enseguida vendrá todo –les dijo el camarero haciendo una inclinación exagerada con la que casi se besa los pies.

Y al rato comían con apetito sus platos.

–¡Este vino está exquisito! –comentó el señor Nicked.

–Sangría, papá. Se llama sangría.

–Como sea. ¡Excepcional! ¡Magnífico! No me extraña que los españoles no quieran más que fiestas, ¡bebiendo esto todo el rato!

–He averiguado –habló la señora Nicked– que hay una sala de piscina y balneario en el hotel. –Sonrió pronunciadamente–. Esta tarde iremos a la playa porque estoy deseando ver el mar y meterme un rato, ¿no?, pero mañana por la mañana iremos un rato a la piscina del hotel, ¿os parece?

Ninguno puso pegas y la señora Nicked estuvo muy contenta todo lo que duró la comida. Después se dirigieron a sus respectivas habitaciones, despidiéndose y diciéndose que no tardaran mucho en ponerse los bañadores para ir a la playa de inmediato.

Helen le enseñó a Remus un par de modelos de bikini, para que él decidiese: uno rojo y otro verde.

–Me gusta el rojo –dijo Remus–; me recuerda a mi casa en Hogwarts.

–Sí, lástima que no tenga ninguno azul. Es mi color favorito, sea el de mi antigua casa en Hogwarts o no, eso da igual.

Finalmente se puso el rojo. Le pidió ayuda a su novio para que éste le ayudara a abrochárselo por detrás. Él comenzó a sudar y a fruncir el ceño, teniéndola tan cerca y queriéndola tocar pero sabiendo que no era momento. Cuando al fin la hebilla se puso en su sitio y el bikini estuvo colocado, Remus deslizó las manos hacia delante y agarró los pechos de Helen acariciándoselos.

–Remus, ¿qué haces? –preguntó.

Pero él no dijo nada.

Ella tragó saliva e intentó no soltar una bordería. En última instancia deslizó ella también una mano hacia abajo y cogió a Remus por el paquete con tanta fuerza que lo oprimía.

–¿Qué haces? –gritó saltándosele las lágrimas del dolor.

–Eso es lo que yo te había preguntado antes –contestó ella soltándolo–. Ya te he dicho que nada de sexo ahora, ¿entendido? Mis padres podrían entrar en cualquier momento.

–Entendido –dijo Remus con un hilo de voz y andando con las piernas arqueadas–. Qué daño...

Cuando salieron se encontraron a sus padres ya en la puerta, observando el pasillo con curiosidad y meneando la cabeza en señal de desaprobación. Esparcidos por todo el pasillo, aquí y allá, había trabajadores del hotel durmiendo reposando sobre la pared, con carteles colgados del cuello en los que ponía: "No molestar. Hora de la SIESTA (typical spanish)."

Y la familia Nicked bajó hasta la puerta del hotel diciendo lo deplorable que era aquella escena, que parecía que estaba todo muerto y desierto. Sólo un niño italiano apareció corriendo por un pasillo, se detuvo ante un botones tirado por el suelo y, metiéndole la mano en un bolsillo, sacó un par de monedas mágicas de él.

–¡La mía madre, qué suerte! –dijo el niño italiano separándose de la persona a la que acababa de hurtar–. El mío padrino estará muy contento de ver lo bien que funciono en la suya mafia.

El vestíbulo también estaba desierto. El recepcionista que los había atendido por la mañana, con sus buenos modales y su elegante túnica negra, estaba acostado sobre el mostrador, roncando, y con los pergaminos esparcidos por el suelo.

–Qué vergüenza de país –repetía la señora Nicked meneando la cabeza.

Las puertas de salida eran giratorias y el señor Nicked se quedó encerrado en ellas hasta que su mujer lo capturó, cogiéndolo de una oreja.

–¡Magnífico! –exclamó el hombre mirando a su alrededor con asombro.

La opulencia de El brujo que ríe había desaparecido. En su lugar estaban rodeados de rocas a las que nunca les había dado la luz del sol. Al fondo, unos rayos tímidos y un círculo iluminado denotaba el final de la gruta rocosa. El señor Nicked se volvió y, con más excitación que nunca, comprobó que el hotel, que acababan de abandonar, ¡había desaparecido!

–Habéis traído vuestros trasladores, ¿verdad? –preguntó la señora Nicked, quien llevaba el suyo y el de su marido en su bolso de playa.

–Sí –respondió Helen señalando las mochilas que pendían de sus hombros.

Caminaron por la cueva, avanzando hacia la luz, que cada vez se hacía más grande. Finalmente llegaron hasta la arena, un trozo de playa desierto pero plagado de rocas. Se giraron y vieron que estaban emplazados en un acantilado.

–Es mal sitio para ponernos –comentó la señora Nicked y echaron a andar.

El señor Nicked, viendo que el sol escocía, se quitó la ropa y anduvo con su ridículo y reducido bañador, tipo calzoncillo apretado, que era, además, de color verde chillón. ¡Estaba completamente ridículo!

Anduvieron un rato más y por fin alcanzaron una playa de arena lisa donde ya había gente colocada:

–¡Muggles! –gritó la señora Nicked–. ¡Son muggles, Matt, muggles! –bajando la voz para que no la oyesen mientras extendía la toalla en la arena–. ¿Qué le habría costado al Ministerio este de España crear una playa mágica cerca del hotel? Unos cuantos hechizos repelentes de muggles y ¡ya está! –se quejó–. Vamos a tener que pasar nuestros días de playa con muggles.

–¡No sé por qué te molesta tanto, mamá! –comentó su hija–. Te casaste con uno.

–Eso es diferente, querida.

El señor Nicked se aproximó a la orilla y las olas, al romper, le mojaban los pies. El agua estaba helada y él, en consecuencia, echaba a correr hacia las toallas. Lo repitió una y otra vez.

Por fin, un silbato sonó y un hombre cachas y muy moreno, con gafas de sol, el salvavidas, le gritó al señor Nicked:

–¡Deje de correr, hombre! ¿No ve que me está distrayendo con esas carnes fláccidas colgando?

–Sorry –le gritó sin entender media palabra de lo que había dicho. Bah, le daba igual–. ¿Te metes en el agua, palomita?

–No.

Y se tumbó sobre la toalla lista para tomar el sol, con sus grandes gafas de sol puestas. Abrió su bolso playero y sacó el folleto explicativo que le habían dado en la aduana española, abriéndolo.

En un lado, con un gran sol que se movía y sonreía, ponía en letras grandes: "Se recuerda que el sol es peligroso a las horas de alta radiación: de 12 horas a 16".

En la página central se podía leer lo siguiente:

RECOMENDACIONES PARA EL TURISTA MAGO (INGLÉS)

– Le recomendamos que practique el conjuro impermeabilizante sobre su propia varita a fin de que funcione en óptimas condiciones en la proximidad del agua, a saber, una piscina o la playa: IMPERVIUS.

– Cuando apriete el calor si desea que de su varita salga un chorro de aire acondicionado: FRIGIDAER.

– Para evitar que su familia se queme por el contacto de su piel al sol, cúbralos con una espesa capa de crema protectora por todo el cuerpo: FIDESSOLARI.

– Si su botella se ha calentado y desea que vuelva a estar su contenido frío: ALGEATE.

– Para aparecer un par de cubitos de hielo en su vaso del refresco: BIGELUS.

– Útil encantamiento para retirar la molesta arena de playa que se queda depositada en los sitios más insospechados o incómodamente en el bañador: SINEARENA.

NOTA: Le recordamos que, a fin de mantener el secreto de nuestra comunidad, está completamente prohibido practicar magia en presencia de muggles.

El resto de espacio del folleto lo ocupaban anuncios publicitarios de restaurantes españoles y callejones donde se podían adquirir toda suerte de objetos mágicos.

Metió de nuevo el tríptico en el bolso y, ocultándose con una toalla, sacó su varita y se apuntó directamente a la cara:

–Frigidaer. –Un chorro de aire fresco le golpeó en el rostro–. ¡Qué gusto!

Remus forcejeaba, entre risas, con Helen en la orilla. Finalmente, haciendo uso de su fuerza, la cogió en brazos y la tiró al agua, aunque en ella era empeño mojarse poco a poco. Sacó la cabeza, escupiendo agua, con el pelo mojado aplastado todo sobre la cara.

–¡Ven aquí, si te atreves!

Y Remus fue corriendo hacia ella. Volvieron a jugar, forcejeando. La chica quería hacerle una ahogadilla, pero él era más fuerte y le hizo frente. Con una mano la sujetó por las muñecas y, con el otro, la empujó de la cabeza hacia abajo.

–¡Deja a mi hija! –gritaba el señor Nicked tragando agua mientras que, torpemente, se dirigía hacia ellos.

–Estamos jugando, papá –le explicó Helen con un deje de impaciencia en su voz.

El señor Nicked pretextó que no lo sabía, pero lo cierto es que se les unió y comenzó a observar lo que hacían. No obstante, ellos hacían como que no estaba y seguían intentando ahogarse el uno al otro. Remus pudo volver a sumergir a Helen.

El señor Nicked, ahogando un grito, se dirigió hacia su yerno y quiso sumergirlo a él también, pero no pudo. Por más empeño que ponía su suegro no podía hacerle hundir la cabeza en el agua. Helen, que ya había salido a la superficie, lo miraba con preocupación e impaciencia, de nuevo.

Al final, el señor Nicked dio un salto y se echó sobre Remus, pero éste se agachó porque su suegro, si no, iba a partirle la espalda del empeño, y así, el señor Nicked saltó sobre él y cayó en el agua al otro lado. Dio un buen panzazo y se quedó un rato bajo el agua. Al rato salió, nadando con dificultad.

Los miró con aprehensión y se separó hacia la orilla, donde se quedó chapoteando con un niño pequeño muggle, que le lanzaba arena en la espalda y se reía.

Al rato la señora Nicked también abandonó sus cosas y se metió en el agua. Nadando se aproximó adonde los chicos, porque no quería ir adonde su marido ya que estaba avergonzada de él: unos cinco niños, todos amigos del primero, lo habían reducido y lo estaban enterrando en la arena en contra de su voluntad.

–¡Algo me ha rozado un pie! –gritó histérica la bruja adulta.

Entonces sacó su varita de un bolsillo que había creado mágicamente en el bañador, oculto a los ojos, y comenzó a apuntar hacia todos lados debajo del agua.

–¿Qué ha sido, mamá?

–No sé, parecía un pez. Un pez muy grande.

–¿Le ha dado calambre? –preguntó Remus–. Bien podría ser una medusa.

Y en ese instante, dichas aquellas palabras, Helen emitió un chillido y se perdió su cabeza en el agua. La señora Nicked gritó y, seguidamente, encendió la punta de su varita, buscando a su hija. Remus, asustado, se zambulló de cabeza y la sacó a los pocos segundos, inconsciente.

La llevó consigo hacia la orilla, seguido de la señora Nicked, quien había apagado la varita y decía que simplemente había tragado agua, pero estaba muy nerviosa.

Remus la depositó con suavidad en la arena y se dispuso a practicarle la conocida técnica muggle denominada boca a boca. El señor Nicked, que estaba a medio enterrar, agitó los brazos como un monstruo histérico y la arena salió despedida en todas direcciones, poniéndose a llorar los niños pequeños que lo intentaban enterrar en contra de su voluntad. El muggle salió corriendo en dirección de los chicos y llegó antes de que Remus le hubiese podido poner los labios encima. Le pegó un empujón y Remus cayó en el suelo hacia atrás.

–¡No la beses! –le gritó, mirándolos todos los que estaban alrededor de ellos.

Una sonora y dolorosa colleja impactó en la nuca del señor Nicked. Su mujer despegó la mano del cuello de su marido y le preguntó qué hacía de muy malos modos.

–¡Haced magia! –le susurró–. No hace falta que la bese.

Pero mientras la pareja discutía, Remus había aprovechado para practicarle el boca a boca a su novia y ésta había escupido ya el agua y tosía, intentando incorporarse.

–¡Pareces tonto, Matt! –gritó la señora Nicked–. Como vamos a hacer eso que tú dices delante de todas estas personas. –Y estuvo tentada de darle otra colleja–. Parece mentira que seas médico.

–Una medusa –habló al fin Helen acariciándose la pierna–. Ha sido una medusa.

–Vete a la toalla, querida –le dijo su madre, ayudándola a llevarla Remus, haciéndole pasar su brazo sobre el cuello–. Cuando lleguemos al hotel te prepararé una poción que sanará esa herida enseguida.

Remus, por no dejarla sola, se quedó sentado con ella en otra toalla, charlando animadamente también con su suegra. El señor Nicked, huraño y ofendido, se había ido otra vez a la orilla, donde le daba patadas al agua. El mar también debió de enfadarse con él, porque le lanzó una ola con la que perdió el equilibrio y dio con él en la arena.

–Leed esto. –Les mostró el folleto la señora Nicked a los dos chicos–. Son unos conjuros muy útiles. Sobre todo el segundo. Espero que por la noche no haga mucho calor, porque si no me la voy a tirar toda con la mano engarrotada apuntándome con la varita.

Llegadas las siete más o menos recogieron las cosas y desanduvieron parte del camino. Cuando encontraron unas rocas altas, detrás de las cuales podían esconderse y utilizar los trasladores, lo hicieron. Se pusieron aquellas caracolas en las orejas y Remus juraría que había escuchado a un mago reír, y que por eso el hotel se llamaría El brujo que ríe, pero no se lo dijo a nadie. Se desaparecieron de la playa y aparecieron en la comodidad del recibidor, que había vuelto a la normalidad, con todo el mundo despierto y activo.

Subieron a sus habitaciones. Remus y Helen entraron en un principio también en la de los padres de ella. La señora Nicked le dirigió por vez primera la palabra a su marido desde lo del incidente en la playa:

–¡Estás rojo como un cangrejo! –Y era cierto que lo estaba: ¡se había quemado! Tan sólo le faltaba el bigote–. Acércate. ¡Vamos, acércate!

La señora Nicked le dio a su marido varios golpes sobre la cabeza con la varita y éste notó cómo la sensación de quemazón y escozor desaparecía lentamente, de arriba abajo, como si alguien le estuviese impregnando con un gélido bálsamo.

–¿Mejor? –preguntó la bruja.

–Sí, bastante –contestó su marido.

–Ahora después te prepararé una pomada también a ti para que te la untes y mañana estarás mejor, ¿de acuerdo? –Mientras tanto estaba removiendo el contenido de un caldero que había puesto a la lumbre en la chimenea de la habitación. El líquido hervía, con un espeso color verde–. Ya mismo estará, querida.

Helen estaba tumbada en la cama, con una venda aparecida mágicamente sobre la herida. Cuando retiró la venda impregnó la zona lastimada con un cucharón de madera. Inmediatamente la piel abandonó el color morado para adoptar el rosáceo.

–Eso está mejor –dijo la bruja satisfecha–. ¿A que ya estás mejor?

Helen asintió y pudo apoyar el pie. Andaba perfectamente.

Fueron a su cuarto, se ducharon y, después, bajaron con sus padres a cenar. Seguidamente se dieron las buenas noches y todos ocuparon sus habitaciones, receloso el señor Nicked, mirándolos con temor.

Cuando Helen se encerró en el servicio aprovechó Remus para encantar la puerta mágicamente para que ningún muggle pudiera abrirla, ya que no consideraba que su suegra, por la cual dormían juntos, fuese a venir a despertarlos. Se desnudó y se metió en la cama. No necesitó arroparse porque hacía bochorno. Recordó el encantamiento del folleto y lo utilizó hasta que saliese su novia. Era bastante reconfortante.

Helen salió, se quitó la ropa y se acostó a su lado. Procuró no rozarse con él. Se habían acostado muchas veces juntos pero aquella vez resultaba algo tensa, con sus padres cerca, habiéndolo dispuesto todo ellos, y teniendo que despertar el uno junto al otro todos las mañanas durante dos semanas.

–¿Qué pasa? –Se la quedó mirando Remus–. ¿No te acercas?

Helen sonrió y, acercándose, ensortijó sus dedos en el vello del pecho del joven. Él se puso a acariciar la melena de su novia y hablaban con normalidad, mencionando lo que había pasado durante aquel largo día, riendo.

Se besaron y terminaron de desvestir. Desnudos, entrelazados, practicaron aquella noche el amor hasta altas horas de la madrugada, extasiados.

Después de desayunar recorrieron el hotel hasta toparse con una amplia puerta de vidrio en la que se podía leer, con letras que cambiaban de color: "Sala de relajación". A través del cristal se veía una inmensa sala con una piscina de forma irregular sobre la que desembocaban intrincados toboganes de colores que depositaban agua en el cubículo. El agua de la piscina burbujeaba con una pinta exquisita. Además, del techo se descolgaban plantas que se quedaban a un palmo de sus cabezas y se encogían para no darle a alguien que fuese demasiado alto, y fuera del agua palmeras altas que se agitaban con una brisa fingida.

La señora Nicked, arrebatada de pasión, abrió la puerta y se quitó el traje de flores que llevaba, quedándose con el bañador. Su marido la imitó y en aquella ocasión vestía un bañador largo, hasta las rodillas aproximadamente, con un estampado de flores violetas. Ambos se introdujeron en el agua con la dificultad propia de los adultos.

–¡Esto es maravilloso! –postuló la bruja echándose agua en la cara.

Helen y Remus hicieron lo propio y se zambulleron en el agua con un estupendo salto de cabeza cada uno. Helen, tan ilusionada como su madre, se puso al lado de ésta apoyados los brazos sobre el borde de la piscina. Remus, por su parte, se puso a nadar de un lado a otro, dando amplias brazadas.

Al poco, de uno de los toboganes más grandes cayó una espesa sustancia anaranjada al agua y ésta, inmediatamente, comenzó a burbujear con mayor intensidad.

–Esto es sumamente relajante –dijo la señora Nicked entornando los ojos de placer.

Pero pronto tuvo que abrirlos y regresar a la realidad, bajando de su graciosa nube de paz: un par de empleados habían acudido con sus varitas en ristre a desatascar a un pobre muggle que se había quedado aprisionado en un tobogán pensando que servían para aquel tipo de diversiones. Pobre señor Nicked.

Por la tarde fueron de nuevo a la playa, repleta de muggles, como el día anterior, aunque en aquella ocasión pudieron ver a los brujos de piel negra del África revolcándose con amor sobre la arena dándose el lote.

–¡Qué romántico! –dijo el señor Nicked.

Pero retiró rápidamente sus palabras cuando se dio cuenta de que practicaban el uno contra el otro tocamientos impuros e indecentes.

Colocaron sus cosas cerca de ellos, pero después, viendo un hombre que pregonaba que alquilaba lanchas a motor, decidieron recoger todo y alquilar durante un rato una para adentrarse en el agua.

–Veinte duros una hora –dijo el hombre cuando se acercaron a preguntarle.

Pero la señora Nicked no se había acordado de cambiar parte de su oro mágico por dinero muggle. Tampoco había hecho lo propio su marido con las libras que le pagaban por su trabajo en el hospital.

–Lo siento, no tenemos dinero –se excusó la bruja empujando a Remus y a su hija.

El hombre enarcó las cejas, cosa que yo considero bastante propia, porque se le acercan para preguntarle cuánto cuesta un viajecito con aquellas preciosas barcas motorizadas, y después pretextan que están sin blanca. ¡Algo raro!, eso debió pensar el gordo hombre vestido con una grasienta camiseta de tirantes.

–¿No tienen dinero? –los detuvo para preguntarles–. No son m...

–¿Eme? –preguntó la señora Nicked extrañada–. Lo siento, no estamos para adivinanzas. Quizás en otro momento.

–¿Le suena la palabra "muggle"? –dijo el hombre distraídamente.

El rostro de todos se desencajó, pero especialmente el de la señora Nicked.

–¿Muggles? ¡Claro! –exclamó–. Nosotros no somos muggles. No tenemos dinero muggle.

–Entiendo. Pues una hora es siete knuts –les dijo.

–Pero ¿usted es mago? –se le escapó a Remus mirándolo de arriba abajo.

–¡Pues claro! ¿Qué se creía? –le dijo y emitió un prolongado eructo–. ¡Oh, perdón! Por parte de madre. Pero aquí se gana la vida cada uno como puede. Aquí tienen, la número cinco, mi favorita.

–Gracias. –Sonrió el señor Nicked cogiendo las llaves.

–Una hora. –Les recordó el grasiento y barrigudo mago recogiendo el dinero que le ponía en la mano la señora Nicked.

El señor Nicked se quedó un momento inspeccionando los mandos, el volante, todo, pero resultaba más complicado de lo que en un principio había supuesto y, volviéndose hacia su mujer, le preguntó:

–¿Cómo va esto?

La mujer lo apartó y, diciendo que no había tiempo que perder, que ya bastante caro le había salido aquel viaje, le dio un golpe con la varita al volante y la lancha avanzó a un ritmo normal.

Los chicos se sentaron en el borde, disfrutando de la brisa que les azotaba en la cara a causa de la velocidad. Se quedaron un rato mirando el agua, el cielo, hablando entre sí.

–Y luego ¿cómo lo paramos, palomita?

Pero ni se preocupó en contestarle. Después, al rato, sonriente, la señora Nicked se aproximó a su marido y le susurró unas cuantas palabras en su oreja que provocaron en éste una sonrisa de picardía. Nervioso, el señor Nicked intentó sentarse al lado de su hija pero se tropezó y cayó al agua. Como la lancha seguía avanzando a buen paso y los otros no podían sacar sus varitas de la risa, dejaron allí al desdichado muggle, que hubo de regresar a la orilla nadando.

A la noche, durante la cena:

–Qué paseo en lancha más encantador –exclamó la señora Nicked.

–Para quien haya podido disfrutarlo. –Puso mala cara su marido, pero su mujer le dio una patadita por debajo de la mesa y el rostro se le alisó, dejando paso a una amplia sonrisa.

–¿Por qué estás tan contento de pronto, papá?

–Nada, hija, nada.

Al rato, en el postre:

–He comprado una postal para los Weasley –comentó la señora Nicked señalando una en que se veía una foto animada de un torero, vestido de luces, que le daba una estocada a un enorme novillo–. Seguro que les gusta. –Y se levantó de la mesa, dejando la servilleta de tela sobre la mesa–. Voy al palomar a mandársela.

–¿Al palomar? –preguntó Remus con la frente arrugada.

–Sí –contestó Helen–. Aquí no tienen lechuzas, sino palomas.

–¡Qué estupendo! –aprobó el señor Nicked tan radiante que los italianos, en la mesa contigua, se lo quedaron mirando extrañados.

Por la noche, en la cama, Helen se desnudaba para Remus. Primero lo había hecho él, mientras la chica se reía de lo mal que lo hacía, pero ella resultaba sensual. Cuando por fin no le quedó prenda en el cuerpo con que taparse sus vergüenzas se acercó a Remus y se besaron largamente.

Se tiraron sobre el colchón y estuvieron un buen rato gimiendo y jadeando de placer.

De pronto Helen detuvo a Remus y lo sacó de ella. Dijo que había tenido una idea impresionante y que tendrían la mejor noche que nunca habrían pasado juntos. Lo obligó a ponerse la bata, haciendo ella lo mismo, y salieron del dormitorio. Bajaron las escaleras y recorrieron buena parte del hotel. Se detuvieron, finalmente, ante la sala de relajación, Helen con una amplia sonrisa esbozada en su rostro.

–¿No pensarás que...? –Sonreía tontamente el chico.

Helen blandió la varita ante la puerta y pronunció:

–Alohomora.

La puerta de cristal se abrió con un chasquido. La chica la abrió y entraron en la habitación donde el agua seguía burbujeante en la piscina.

Sensual, Helen se desprendió de la bata mostrando su cuerpo a Remus, con una sonrisa, acariciándose con suavidad y ternura sus senos y bajando hasta las caderas las manos. La chica deshizo al muchacho de su bata y comenzó a acariciar su miembro fláccido. Después, lentamente, sin hacer ruido, se introdujeron en el agua. Se besaron bajo ella y bucearon, buscándose y acariciándose.

Estuvieron un rato más nadando, riendo cuando se encontraban frente a frente. De pronto escucharon unos murmullos algo alejados y se callaron sobresaltados. Remus le hizo una señal, poniéndose un dedo sobre los labios, de que no hiciese ruido y comenzó a andar en el agua, en la dirección en que se percibían los susurros.

A lo lejos vio un par de figuras oscurecidas que se abrazaban y besaban:

–Al parecer no somos los únicos que tenemos aquí nuestro nidito de amor –le musitó a Helen.

La chica sonrió. No obstante, ahora le daba más reparo hacerle el amor a Remus allí, en el agua, porque aquella pareja podría escuchar sus gemidos. Intentaron retirarse sin hacer ruido, pero el chico resbaló y produjo un chapoteo de agua, con lo que los susurros de la pareja cesaron.

–¿Quién hay ahí? –dijo una voz trémula, agarrotada, tímida, nerviosa.

Un haz de luz salió de una varita, cegándolos. Helen, que no quería que los viesen desnudos, se dirigió hacia el borde y cogió la suya y repitió el gesto, con lo que ambas parejas quedaron cegadas. No obstante, aunque con vergüenza, los otros se acercaban a ellos.

En un instante estuvieron tan cerca que se vieron las caras:

–¡Mamá! ¡Papá! –exclamó Helen.

–¡Hija! –gritó el señor Nicked llevándose por instinto las manos a sus vergüenzas para taparse. Remus, encogido por la sorpresa y colorado, hizo lo mismo, muerto de la vergüenza.

–¿Qué hacéis aquí? –preguntó Helen, tapándose con un brazo los pechos y apagando la luz que surgía de su varita. La señora Nicked hizo lo mismo y, a su vez, preguntó:

–¿Qué hacéis vosotros aquí?

Ninguno respondió, pero todos conocían la respuesta. Rojos como tomates, salieron, sin mirarse, y se pusieron las batas, saliendo de aquella sala, saliendo disparados hacia sus habitaciones deseando que la tierra pudiese tragárselos.

Un par de empleados jóvenes del hotel, escondidos detrás de unas malezas de la sala de relajación, rieron al verlos salir. Chocaron las manos y dijeron:

–¡Qué noche! Hemos visto dos parejas hoy. Esto cada vez se pone más interesante.

A la mañana siguiente el desayuno fue muy silencioso. Todos cabizbajos, porque hasta era doloroso cruzarse la mirada entre sí, comían su opulento desayuno callados. Cuando, sin embargo, salieron hacia la playa, comenzaron a intercambiar algunos tímidos comentarios: que qué buen tiempo hace, que hoy corre una brisa muy buena, por lo menos, o que hoy no se caía nadie de la lancha porque no la volvían a alquilar. Comprendieron que debían hacer borrón y cuenta nueva y olvidar el ignominioso acontecimiento de la pasada noche. Pero, ante todo, lo que más le dolía a Remus era que, por la vergüenza que había pasado, Helen no le había permitido consumar el acto.

Al día siguiente, por la noche, celebraron una pequeña fiesta en honor del señor Nicked, ya que era su cumpleaños. Remus había pretextado querer que dieran juntos una vuelta por la playa para que las chicas, mientras tanto, pudiesen organizar todo en su habitación.

Aquél fue el momento más vergonzoso que había pasado últimamente Remus, mucho más incluso que el pasado la noche del día anterior cuando ambos fueron pillados infragantis. Remus sabía que debía ganar tiempo para que a las chicas pudiera darles tiempo para organizarlo todo, pero la conversación era muy tensa entre ambos y, a su lado, tan sólo se acordaba de lo bochornoso que había sido el espectáculo en la sala de relajación.

De pronto, el señor Nicked, poniéndose grave, comentó:

–¿Puedo comentarte una cosa, Remus?

–Por supuesto, Matthew, lo que quiera.

–Pues, verás, es que sé que he estado un poco pesado estos días cuando estáis juntos Helen y tú, pero...

–No tiene por qué disculparse, señor. –Sonrió Remus.

–¡Yo no me he disculpado! –escupió el hombre–. He dicho que he estado un poco pesado, ¡pero con razón! Como mucho te explicaré por qué.

–¿Por qué qué? –preguntó el otro sin entender.

–¡Porque he estado así, chico! –exclamó perdiendo los nervios–. ¿Qué si no? Verás, antes de venirnos de vacaciones estuvimos hablando mi esposa y yo de vosotros dos.

–¿Sí? –se interesó Remus loco de intriga.

–Dumbledore vino hace una semana a casa, ¿sabías? No, ¿verdad? –Continuaba andando mientras explicaba serio–. Nos dijo que seguíais viviendo en la orden y que aquello no le gustaba, que podía ser algo peligroso, aunque no nos explicó por qué motivo. Después dijo que Helen debía regresar a casa. Después de un rato también hablamos de ti –prosiguió–. Dijo que tú, obviamente, también deberías salir de la orden, pero no para volver a su casa, porque aquello sería sumamente peligroso. El mago hechicero ese malo que me secuestró sabría que estarías allí. En consecuencia, nos pidió que nosotros nos hiciésemos cargo de ti y que lo mantuviésemos en secreto con todo el mundo, hasta con los miembros de la orden. Que solo él, Dumbledore me refiero, lo sabría. Así, pasadas las vacaciones Helen y yo os diremos a mi hija y a ti que os trasladéis a casa.

–No, no hace falta –contestó Remus viendo que el hombre seguía tieso y no parecía agradarle en absoluto aquella resolución tomada por Dumbledore–. Tengo algunos ahorrillos y me compraré una casa con ellos –sugirió.

–¿Una casa? –Lo miró el señor Nicked con una tímida sonrisa–. ¿Con los ahorros de un solo año de trabajo? No tendrás con qué pagarla.

–Pues de alquiler. No hace falta que se molesten, de verdad.

–No es molestia, Remus. –Resopló y se quedó callado unos minutos–. ¿Puedo hacerte otra pregunta?

–Claro.

–¿Vas en serio con mi hija, Remus?

–Pues, ¡claro! –exclamó, medio enojado–. ¿Cómo ha podido pensar lo contrario? Llevo cuatro años largos con ella, señor.

–Quiero decir, ¿la quieres? ¿Estás enamorado de ella? ¿O sólo la quieres para jugar con la pilila?

–¿Cómo? –Remus se sonrió–. ¡No! Estoy muy enamorado de su hija, señor Nicked. La quiero con toda mi alma. ¡No podría vivir sin ella!

El rostro del muggle se suavizó.

–No es que lo dudase, mi querido yerno, pero... Pero...

–No hace falta que se excuse, Matthew –dijo Remus comprensivo–. Es normal que se preocupe por su hija. Es su padre, lo entiendo. Pero créame: estoy enamorado de ella y mi único sueño es hacerla feliz.

–Y con eso me haces feliz a mí. –Respiró aliviado el señor Nicked sonriendo.

Le alargó una mano a su yerno y éste la estrechó sonriendo.

–Bueno, vamos a tener que arreglar el cuarto de invitados para ti, Remus –comentó el señor Nicked–. No hay otra habitación.

–Gracias... –contestó Remus sin saber qué decir.

–Remus, ¿puedo hacerte otra pregunta? –soltó de pronto Matthew poniendo de nuevo expresión grave–. Es que creo que ayer... Bueno, no estoy muy seguro, pero como creo que entre tú y yo, a estas alturas, ya hay confianza, prefiero preguntártelo. Porque hay confianza, ¿no?

–¡Oh, sí, claro!

–Pues verás. Vaya, es complicado de preguntar. ¡Mira!, sin tapujos. ¿Mi hija es virgen, Remus? Es que ayer...

A Remus el alma se le cayó a los pies, el rostro se le comenzó a encender y pronto no parecía su cabeza sino un enorme globo rojo. Las palabras no salían de su boca, sino sólo gemidos incomprensibles.

–No sé lo que quiere decir, Matthew.

–Creo que he sido bastante claro, muchacho.

–Pues en eso... Verá. Yo... No, no lo es –reconoció con suma vergüenza.

–Ya me lo temía yo –dijo bajando la mirada hasta la arena de la playa.

–Pero eso no es malo –la defendió Remus–. Tan sólo significa que nos queremos.

–Yo también quería a Helen cuando era su novio y no me acosté con ella hasta la noche de boda –Remus le explicó que los tiempos habían cambiado y que él quería a su hija–. Sí, eso debe de ser. Bueno, no importa. Me has dicho que quieres hacer feliz a mi hija –el muggle sonrió–, me quedo con eso. A todo esto, ¿no crees que es hora ya de volver? –Consultando su reloj–. Nos deben estar esperando ya, ¿no?

Cogieron sus trasladores y se los acercaron a la oreja. Aparecieron en el vestíbulo y subieron silenciosos hasta su habitación, Remus cabizbajo y pensativo, porque aunque estaba seguro de que con aquella conversación se había ganado un lugar en el corazón de su suegro, aquellas palabras suyas lo habían dejado impresionado y dubitativo.

–¡Feliz cumpleaños! –gritaron ambas Helens al abrir la puerta.

Se dieron besos, abrazos, se ofrecieron trozos de tarta, que cambiaban de sabor según se pidiese, y bailaron. Cuando fue tarde y los italianos se quejaron y les pidieron que bajasen la música, dejaron la fiesta y se fueron a dormir a sus respectivas habitaciones.

Aquella noche fue poco movida para Remus y Helen, que estaban cansados. Además, Remus seguía meditabundo con las palabras del señor Nicked rondando por su cerebro y chocando en su cráneo una y otra vez, sin poderse olvidar de ellas. Se durmieron.

–¡¡¡No!!! –Cruzó la noche el grito ensordecedor de Helen.

Estaba sentada sobre el colchón, sudando, respirando con dificultad.

–¿Qué te pasa? –Se despertó de pronto Remus y le pasó el brazo por encima–. ¿Una pesadilla?

Helen volvió a dejar la cabeza sobre la almohada, con lágrimas en los ojos.

–¿Qué ha sido? –le inquirió Remus.

–Nada... –Intentó sonreír, pero el resultado fue un fracaso.

–Vamos, Helen, cuéntamelo. ¡O mejor: déjamelo ver!

–No, Remus, no. –Negó con la cabeza repetidas veces–. Ha sido sólo una pesadilla común.

–¿Qué has visto? –continuó preguntando.

–¡Oh, nada, Remus! ¡Déjalo!

Pero el chico la miró tan intensamente en la oscuridad que la chica desistió y le explicó:

–He tenido este sueño todas las noches desde que Vol... Voldemort nos atacase aquella noche. –Remus apretó las mandíbulas–. Aparece él riendo, acercándose y apuntándome con su varita. Me pregunta qué voy a hacer yo contra él, riendo aún más fuerte. Dispara un rayo de luz verde que me nubla la vista y, a continuación, sólo se escuchan gritos. Unos extraños gritos de dolor...

–¿Es a ti a quién ataca? –preguntó Remus extremadamente preocupado.

–No lo sé. Se acerca. Apunta con su varita, pero yo no sé a quién. Yo miro a través de los ojos de esa persona, no sé si soy yo u otra persona. –Jadeaba–. Y también...

–¿Sí? –la espetó.

–También se escuchan murmullos de bebé.

–¿Murmullos de bebé?

–Sí, se entienden perfectamente. Son los de un niño pequeño.

–¿Llora?

–No.

–Lo mejor es que te olvides de esa horripilante pesadilla y procures conciliar el sueño. Es tarde.

–Sí, cariño. –Le acarició el rostro Helen–. Gracias por escucharme.

–No te preocupes, Helen. –Le pasó el brazo por el encima de los hombros–. Yo estaré siempre a tu lado para protegerte. No temas nada.

A la mañana siguiente volvieron a bajar a la playa, a la que acudieron los italianos. Parecía no importarles que los muggles sospechasen de ellos, porque habían dejado sus varitas encima de las toallas y la arena, y el pequeño, un diablo travieso, había hecho explotar una pelota de plástico con la que jugaba una pareja de adolescentes.

Por la tarde Remus se aquejó de dolor de cabeza y se quedó en el hotel, acostado. Helen les dijo a sus padres que fueran ellos solos, pero Remus le dijo que no quería que cambiase sus planes por él, aunque se lo agradecía. Cuando os tres salieron y transcurrieron cinco minutos, Remus, de un salto, salió de la cama y bajó las escaleras corriendo.

–¿Estás mejor, Remus? –preguntó Helen cuando llegaron, poniéndole una mano en la frente.

–No –mintió–. Más o menos igual.

–Pobrecito –dándole un beso y revolviéndole el pelo–. Enseguida te preparo una poción.

–No tienes que molestarte –comentó apresurado, no queriendo ingerir ningún brebaje cuando estaba en perfectas condiciones.

–¿Molestia? ¡Ninguna! Si hasta los hago con los ojos cerrados –sacando de su baúl un pequeño caldero que puso en la chimenea–. Para algo soy la enfermera de la orden...

–Dumbledore quiere que me vaya a vivir a tu casa el curso que viene –comentó Remus de pronto y el caldero se le cayó a Helen de las manos.

–¿Qué?

–Sí, les ha dicho a tus padres que debemos irnos de la orden y que deberíamos irnos "los dos" a vivir a tu casa.

–¿A mi casa? –repitió.

–Sí, a tu casa. Les ha dicho a tus padres que no quiere que yo vaya a su casa porque puede ser peligroso. Ha pretextado eso, que puede ser peligroso. Tengo ganas de preguntarle por qué.

–Por Voldemort, Remus –sugirió la chica–. Si te vas con Dumbledore, él te encontraría fácilmente, pero Dumbledore te protegería... ¿No?

–Dumbledore se pasa la vida en la escuela y en la orden –explicó Remus–. Sólo está allí en verano.

–Pues en mi casa será peligroso. –Se intranquilizó–. ¿Qué pasará si Voldemort viene a buscarte a mi casa? ¿Quién te protegerá?

–Supongo que Dumbledore ya pensará en algo. De momento ya le ha dicho a tu padre que nadie debe saber que estoy viviendo con vosotros. Debe ser un secreto. ¡Ni siquiera pueden saberlo los miembros de la orden! No sé a qué juega Dumbledore últimamente.

–Sus razones tendrá.

Y comenzó a echar ingredientes en el caldero, encendiendo el fuego en la chimenea con su varita.

Al despertar al día siguiente, Remus dijo que estaba muy bien, como nuevo. Incluso se sentía más jovial y estuvo riendo todo el tiempo; con deciros, simplemente, que hasta le reía las gracias al señor Nicked...

Estuvieron un rato jugando con las olas y después se pusieron a tomar el sol en la toalla.

–¿Qué haces, hija? –le preguntó su madre espantada–. ¡Tápame, Matt! –Y éste se interpuso entre unos muggles que había cerca y la bruja comenzó a hurgar en su bolso en busca de su varita.

–¿Qué quieres, mamá?

–¡No te has puesto la protección, hija! –Y dándole un par de toques en la cabeza con la varita–. Fidessolari.

Helen sintió cómo si alguien le hubiese echado un cubo de agua fría en la cabeza y una sensación de frialdad por todo el cuerpo. Su piel, al instante, se recubrió de una brillante capa de protección solar.

Remus, por su parte, estaba sentado en la arena, fingiendo que excavaba en ella. Sin embargo, cada poco rato, se concentraba y extendía un dedo tembloroso hacia el suelo y unos cuantos granos de arena levitaban en el aire. Cuando dejaba de entornar los ojos caían con los demás.

–¿Qué haces? –le preguntó su suegro, y un puñadito de granos, en los que Matthew no había reparado, dejaron de levitar al separar de ellos la vista el joven mago–. ¿Quieres que te ayude?

–Bueno, si a usted le apetece.

Matthew Nicked se sentó en la arena, a su lado. Comenzó a excavar con las manos en forma de cuenco y pronto vio agua en el fondo del hondo agujero que había hecho.

–¡Un pozo! ¡He hecho un pozo, palomita!

–No te asomes mucho, no sea que te caigas dentro –se burló su mujer.

El señor Nicked estuvo un rato más haciendo otros agujeros, en los que, al final, encontraba más agua, ilusionado, pero se terminó aburriendo y fue a la orilla a remojarse los pies. Remus siguió contemplando los hoyos de agua que había hecho su suegro.

Miró a su alrededor, pero nadie le prestaba atención. Levantó una mano, concentrado, y la arena comenzó a removerse hasta tapar los agujeros. Cuando acabó de hacerlo Remus estaba fatigado, respiraba con dificultad y la frente le sudaba. Aquello había supuesto un gran esfuerzo, pero sonreía, satisfecho.

Dejó de practicar magia sin la varita durante otro tiempo porque siempre que intentaba superarse acababa jadeando y, a veces, hasta había caído al suelo con la mente embotada. Corrió detrás del señor Nicked, que estaba de espaldas, lo pilló desprevenido, metiéndose lentamente en el agua, y lo empujó por detrás. Estrepitosamente, el señor Nicked se cayó en el agua y salió riendo y escupiendo agua.

–¡Muchacho, hay que ver! –se burlaba.

El señor Nicked se abalanzó sobre su yerno para hacerle una ahogadilla y éste se dejó. Helen los miraba sonriente. Le comentó a su madre, que leía un ejemplar de Corazón de bruja que había comprado en el quiosco del hotel:

–Parece que ahora se llevan incluso mejor que antes, ¿no crees, mamá?

–Sí, eso parece, Helen querida. Pero no le des muchas vueltas en la cabeza. Son hombres, querida. Un misterio.

Cuando a la noche Helen se desnudaba para meterse en la cama, Remus, que había entrado en el cuarto de baño supuestamente para ducharse, salía de éste con un par de copas de champán, una en cada mano.

–¿Qué es esto? –Sonrió sorprendida la chica.

–Champán –contestó burlón su novio–. ¿Quieres?

La chica cogió una copa y la dejó encima de la mesa. Tomó el rostro de Remus con sus dos manos, agarrándolo con fuerza, y lo besó largamente. Se separó y recogió nuevamente su vaso, dándole un sorbo.

–¿A qué viene esto? –le preguntó.

–A que te quiero.

Helen sonrió. Sacó su varita y la apuntó hacia un jarrón vacío que había encima de la mesa:

–Aunque te ha faltado un detalle –le comentó.

Y una solitaria rosa de cálidos pétalos rojos cayó en el jarrón describiendo círculos hasta detenerse. Remus se la quedó mirando, y después a Helen mientras sonreía son sorna. Sacó él también su varita y describiendo con ella enormes florituras apuntó hacia todos lados, saliendo disparadas de su punta cientos de rosas, alhelíes y margaritas que volaban por el aire y caían en la cama, los sillones, el suelo.

Helen miró a su alrededor y le dio un enorme beso a Remus, dejándolo casi sin respiración.

–¡Te quiero, Remus, te quiero! –le dijo.

Él la separó dejando la copa sobre la mesa y tomándola por los hombros. Se hurgó en un bolsillo de la túnica y sacó una caja de madera con una concha marina pegada encima.

–¿Qué es? –preguntó Helen cuando Remus se la dio.

–Un regalo. ¡Ábrelo!

Y con manos temblorosas Helen abrió la caja y encontró en ella un anillo de oro. Se le escaparon un par de lágrimas cristalinas.

–Remus... –habló–. Esto es... ¡Oh, Remus!

Lo abrazó.

–Eso es un anillo de compromiso, Helen. La promesa que ahora te hago de que te querré toda mi vida y de que, algún día, cuando estemos preparados, nos casaremos.

Helen comenzó a sollozar y, haciendo aparecer un pañuelo mágicamente, se sonó la nariz. Miraba el anillo, besaba a Remus, miraba a Remus y al anillo.

–Póntelo –le propuso Remus.

La chica lo sacó de la caja y, al verse vacía, la caja, encantada, comenzó a decir:

–Él te ama. ¿Querrás casarte con él? Él te ama. ¿Querrás casarte con él?

–Claro que querré –dijo con lágrimas en los ojos.

Miró el anillo y vio en su parte de dentro las palabras "Remus quiere a Helen" inscritas con magia a fuego, brillando cuando la luz les daba. Se lo puso pero le quedaba un poco grande.

–Reducio. –Apuntó con su varita Remus.

Y el anillo se encogió hasta adoptar la forma idónea.

Se terminaron de beber las copas de champán y, abrazados y besándose, se aproximaron hasta la cama, donde apartaron las flores y se acostaron, uno sobre otro, terminándose de desvestir el uno al otro con prisa e impaciencia.

Helen sujetaba su varita en una mano y, cuando separó sus labios de los de Remus, dijo:

–Hoy vamos a recordar las transformaciones humanas. ¿Qué te parece?

–Una clase estupenda, profesora. –Fingió Remus volviéndola a besar.

Pero las dos semanas llegaron pronto a su fin y un día se los encontró recogiendo sus cosas en su baúl. Todos estaban decepcionados por tener que volver a la rutina, por tener que abandonar aquella playa, pero no tenían otro remedio. Al día siguiente sería uno de septiembre y tendrían que regresar a sus trabajos.

–¿Y Ñobo? –preguntó la señora Nicked mirando con impaciencia a su alrededor–. Ahora que caigo, ¡no lo he visto en todos estos días!

–Yo le dije que fuese a divertirse –afirmó Remus–. Volverá de un momento a otro, espero.

–¿Estás seguro de que no lo liberaste? –preguntó la señora Nicked mirándolo con aprehensión.

–Muy seguro –confesó–. Si lo hubiese hecho se habría puesto a llorar y a patalear, y cuando le dije que saliese le dije que volviera al cabo de las dos semanas.

–Y Ñobo ha vuelto –pronunció una voz aguda en la puerta, mucho más feliz que cuando se marchó–. Ñobo no pensaba abandonar a su familia. Aunque Ñobo ha sido malo y va a enfadar mucho a la familia –dijo–. Ñobo ya se ha castigado por ello. –Y les señaló un enorme chichón que tenía en la cabeza.

Helen fue corriendo hacia él y, cogiéndolo de la mano, se agachó y le preguntó cómo se había hecho aquello.

–Ñobo ha sido malo, señorita. Muy malo. Su familia se va a enfadar con Ñobo.

–¿Qué has hecho? –preguntó la señora Nicked con voz irritada.

El elfo comenzó a lloriquear:

–El amo Remus me dijo que encontrase a una elfina, señora, y yo lo he hecho. ¡Lo he hecho!

–¿Y qué tiene eso de malo? –Se encogió de hombros Remus.

–Porque... Porque...

Pero no podía hablar. Entonces una elfina atravesó la puerta con un elfo pelón del tamaño de una pelota de tenis y encogido en sus brazos.

–¿Qué? –explotó la señora Nicked al verlo–. ¿Has tenido un elfito?

Ñobo estalló en sollozos agudos. Se comenzó a golpear en la cabeza, pero Helen le agarró el brazo y le pidió que no hiciese aquello, que se iba a hacer daño.

–Yo... ¡Lo siento, señora!

La elfina, con el pequeño elfo encogido, pasó al interior de la habitación, mirando hacia todos lados con curiosidad.

–¿Qué vamos a hacer, palomita?

–¿Qué vamos a hacer? –repitió–. No lo sé. No podemos mantener más elfos. ¿Tú tienes trabajo, elfina?

La criatura, con un vestido ajado por única prenda, negó con la cabeza después de que Ñobo le tradujese.

–¿Lo ves? –Señaló la señora Nicked a la elfina–. Se pensará que nos vamos a hacer cargo de ella y de su bebé.

–Pero ¿cómo puede ser su bebé? –preguntó Remus–. Tendrá que ser el de otro elfo, ¿no? Sólo hace un par de semanas que Ñobo está aquí.

–Los elfos, Remus –comenzó a explicar la señora Nicked–, después de copular tienen siempre una criatura, aunque no son una especie muy prolífica, a pesar de ello. El embarazo dura un día. Pasado éste nace una criatura como ésa, pelona. Al cabo del mes se le cae el pelo y ya puede andar.

–Por favor... –seguía gimoteando el elfo de la familia.

–¡No, Ñobo! –gritó la señora Nicked–. Supongo que tendremos que sacrificar al elfillo.

–¡¡¡No!!! –sollozó el elfo–. No mate a Dobby, por favor. ¡No lo mate!

–No podemos hacernos cargo de él –explicó la señora Nicked intentando aparentar ternura, pero el elfo la veía despiadada–. Bueno, ¡vale! –consintió–. Nos llevaremos a tu hijo y a tu novia a Inglaterra, pero tendremos que venderlos, ¿comprendes? No podemos hacernos cargo de ellos.

Ñobo asintió, dando una y otra vez repetidas gracias.

Remus le pidió a la elfina coger a Dobby, y lo tenía acurrucado en la palma de su mano. Se lo enseñó a Helen y ambos se rieron cuando se estiró y bostezó.

–Lo pondremos en venta –repetía la señora Nicked mientras seguía guardando cosas en el baúl–. Lo llevaremos al callejón Diagon y lo pondremos en venta. Todo el mundo quiere un elfo doméstico en casa.

Después echaron polvos flu por la chimenea de la habitación y gritaron "Inglaterra". Consecuentemente, aparecieron en una enorme sala llena de chimeneas como la de la aduana española, pero en la que rezaba: "Aduana del Reino Unido".

Un hombre cortés y tieso como un mayordomo, vestido de negro impecable, se aproximó hasta ellos y les preguntó:

–¿De regreso?

Ellos respondieron que sí y el mago elevó los cuatro baúles a un golpe de varita. Los dirigió hacia otra chimenea y sacó de un tarro que llevaba un pellizco de polvos flu que entregaba a cada uno cuando se metían por el hueco de la chimenea.

–¿Cuánto es? –preguntó la señora Nicked.

–¿El qué? ¿Los polvos flu? Oh, no, nada, señora. Cortesía de la casa.

–¡Qué bien poder estar de nuevo en casa! –Sonrió la mujer.

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Ya está. Otro capítulo más acabado. Y éste ha salido larguito, ¡no os podréis quejar! Bien, de acuerdo con la votación que pedí en el capítulo anterior, y después de haber recopilado todos vuestros "reviews" a lo largo de esta semana, el resultado es: ¡que seguiré poniendo los avances! Aunque no os he visto muy animados... Espero que en adelante estéis más despiertos. XD

Perfecto, el capítulo 14, el próximo, que se titula "La vuelta al cole", estará en internet (en nuestra página favorita: ) para el 23 de OCTUBRE. Como habéis visto, estoy siendo muy puntual, y espero que ese día no haya contratiempos. En el caso hipotético de que los hubiera, ya sabéis, un día antes o un día después el relato se actualizará puntualmente.

–¡SI DEJAN UN "REVIEW", YO LES DEJARÉ UNA LARGA RESPUESTA! –dijo Quique mientras escribía en su PC unas palabras para sus lectores en el capítulo 13–. ¡ME ENCANTA SABER LO QUE OPINAN! ES IMPORTANTE SABERLO PARA VER C"MO DIRIGIR EL RELATO. Pero si no quieren o no tienen tiempo, lo comprendo... (Por cierto, muchísimas gracias por estos 45 "reviews" que me han dejado. Me parece increíble que sean tantos. Todo os lo debo a vosotros. ¡Muchas gracias por vuestro apoyo!)

Hablando de "reviews", no es por coaccionar a nadie ni que se sienta obligado, pero estoy pensando en la posibilidad de introducir en papeles cortos a todos los que me sigan atentamente. Es decir, transcribir su nombre y que aparezca en MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO. Si estás interesado o interesada, deja un "review" por capítulo y nos iremos conociendo. Cuando vea un hueco, ¡personaje nuevo! Lo estoy haciendo ya, así que daros prisa. ¿QUIERES APARECER EN "MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO"? o ¡Apúntate! (Apéndice a esto: Si estás leyendo este capítulo, y el resto, algún tiempo después de su publicación, ¡no pasa nada!: puedes dejar "reviews" si te parece. Yo seguiré atento, y bien te los escribo en el capítulo en cuya redacción me encuentre enfrascado o te envío la contestación por correo, pero no te amedrentes. Tú también tienes la oportunidad de figurar en la historia. ¡Todos!)

Gracias por vuestra atención, gracias por vuestra comprensión, ¡gracias por vuestro apoyo! Quique, KAICUDUMB, está ahí para escucharos. Hasta la semana que viene y que os vaya todo muy bien.