«Navidad, dulce Navidad...»

(Villancico popular.)

¡Bienvenidos a la trigésimo sexta entrega de MDUL! Si os preguntáis cómo me ha ido con el ordenador... Bien, con el anterior: fatal, pero éste, con el que llevo tres días, parece funcionando a la perfección. Recemos por que sea mejor.

Respondo "reviews":

Paula Yemeroly: Ay, mi pequeñita. ¡Cuántas ganas tenía de hablar contigo, cuántas! Estimé tus largos "reviews". Recordé el larguísimo "review" para Salvando a Sirius Black y, en serio, los eché en falta. Yo también pienso que puedo llegar a confiar en ti como si te tuviera aquí, a mi lado, como si tus palabras pudieran traerme tu voz. Qué pena que no a ti misma. Pero en la esperanza alberga el hombre. ¿Por qué se me ocurrió ponerle a Remus un medio hermano¿Acaso no queda original? Fue idea de Elena, pero se lo curró muchísimo. Ya sabremos más cosas sobre el desavenido Sorensen Fosworth. Elena no sabe nada de tu personaje (sólo lo mismo que tú, esa frasecita que puse en el avance), pero se huele muchas cosas. También es imposible ocultarle nada, porque en seguida está preguntando y me sonsaca, qué le vamos a hacer. Yo creo que te gustará, es lo menos que puedo decir hasta ahora. Ella dice que es un personaje "importantísimo", y tiene razón. Y ¿dices que te hueles algo? Creo que has dicho algo así. No, no requiero más que la foto. Lo demás ya me lo das por añadidura, semana tras semana. Gracias por los halagos: no, no me creo guapo, pero es que creo que la belleza una tontería; hay muchas cosas más importantes que se consideran en un segundo plano. ¿Simpático? Cuando estoy de buen humor puedo llegar a serlo. No sé si lo seré, eso depende de los demás, pero se agrada tu comentario. Tú también me pareces una chica más que estupenda. Me alegro de que te decidieras un día cualquiera a leer MDUL, porque, de lo contrario, jamás te hubiera conocido. También me satisface cantidad que el sr. Nicked del anterior capítulo consiguiera sonsacarte un par de sonrisas. En este capítulo también aparece otro tanto. Espero que lo disfrutes. Besos de mi parte y de la de Elena.

AYA K. Hola, chikis. ¿Qué tal¿Quién dijo "nombres raros": chikis? Nada, es una tontería. ¡Ah! Antes de pasar a asuntos más profundos: raso, raso en el momento en que esto escribo. Aunque esta mañana hacía una rasca... Creía que me iba a congelar de camino a la facultad. Poco faltó. Tienes razón, las ideas de Elena son de "wow". Me alegra que te haya gustado. Espero que te muestres igual de ilusionada con los próximos secretos que se irán descubriendo. ¡Qué ganas!... Oye, ya sabes muchas cosas sobre tu personaje. ¿Cómo te va con el soborno con el de Sara? Bien, por ti (por lo de que pasaste mejor de lo que esperabas la Semana Santa. Me acordé mucho de ti, pensando que quizá estabas depre o algo. Siguiendo con el "review", sí¡Elena tiene dibujos nuevos! Y se empieza a aventurar dibujando a lectores. ¡Genial! Ya ha dibujado uno de Ann Thorny (Leonita), que a mí me parece estupendo, y otro de Joanne Distte que también es genial. Luego otro más chiquitito de Lorien Lupin. Están muy bien, cada día dibuja mejor la puñetera. Eso me recuerda que le acabo de pasar un programa de dibujo para el ordenador. A ver qué hace con él... Me ha dicho que es para MDUL. Gracias por preocuparte por el ordenador; no le pasaba gran cosa (ejem ejem) y me lo devolvieron tan pronto que la última vez que lo vi fue cuando fui a llevarlo. "Algo se muere en el alma cuando un amigo se va..." Con respecto al correo electrónico que me enviaste y al que le doy respuesta aquí, sí, estás en lo cierto, en MDUL aparecerán vampiros y más licántropos. La cosa se va a ir caldeando pronto. No sé a qué te refieres con eso de que te explique el argumento¿tal vez que te diga por qué aparecen? No debería, pero, si realmente estás interesada, puedo ofrecer una sinopsis en "Story-Weavers". Y sí, licántropos y vampiros estarán enfrentados. ¡Claro que he visto "Underworld"¿De dónde te crees que saqué la idea? Y, por último, sí, me acabé al final El código Da Vinci, pero no hablo del tema porque me he empezado a dar cuenta que al hablar de él no hago sino sacarle defectos. Pocos han sido los aciertos que he encontrado en su lectura; sólo, quizá, el argumento. Un beso, Evita (la tentadora del hombre), y dale recuerdos de mi parte a Dan (aunque ni siquiera sabe quién soy, vaya... ¡Qué desolador es el anonimato!). Besos de Elena: dice que pronto enseñará sus dibujos. ¡Ah! Y encantado por "escucharte" semana tras semana y poderte servir de psicólogo.

VALITA JACKSON LUPIN. Hola. Qué feliz me hiciste. Parecía como si realmente me hubieras echado de menos. Qué gracioso. Bueno, yo también la verdad. Me muerdo las uñas cada vez que pienso en MDUL, pues, si de mí dependiese, colgaría un capítulo por día, pero ya apenas me quedan de reserva, con lo que tengo que contenerme. Espero que tu ordenador se solucione pronto. ¿Acaso es la revolución informática? Incluyéndome conozco ya a cuatro personas que tienen sus ordenadores estropeados. ¿Esto qué es? Gracias por los halagos acerca del capítulo. Sí, es estupendo lo del hermano. Aún recuerdo la cara que le puse a Elena cuando me lo sugirió (de asco, vamos); pero luego, gracias a santa Rowling, cambié de opinión. ¡Ah! Dile a Andy que muchísimas gracias por prestarte su ordenador, que es un solete de persona y que desde España, es decir, muchos kilómetros a través del mar, se lo agradecí. No te disculpes por la brevedad del "review"; fue sencillamente emotivo y consiguió extraerme una sonrisa en un día de apatía completa. Eso se agradece. Un beso, Valen. Espero que estés arreglando el asunto de la fotografía. Creo haberte dicho que no corría prisa, pero cuanto antes las tenga mejor; no quiero luego describir el personaje sin saber cómo sois. ¡Sería horrible! Saludos de parte de Elena.

GWEN LUPIN. ¡Hola! Me hizo reír tu "review". Bueno, en realidad todos, y siempre, claro está. Pero parecía como si te escuchase, como en eco: oh, oh... Lo repites varias veces y queda divertido, cuanto menos. Sí, otro misterio más descubierto, pero ¿cuántos más quedarán? No he hecho nunca la cuenta, pero un montón. A partir de este momento va a haber enredos casi constantemente. Por eso llamo a esta parte... "verdadero argumento". Me alegra que te guste. Cierto que Dumbledore habla mucho y lo deja todo lo importante para el final, pero comprende que, si no, no hay emoción ni nada. Tiene que reservarse lo destacado para lo último, para ir creando emoción. Espero que no me guardes ese rencor, por teneros en vilo tantas páginas. Y dos semanas... ¡Grr! Pero bueno, tú ya sabías que era su familiar. ¿Cómo lo adivinaste? Hombre, cierto que era un poco sospechoso, pero espero que te haya sorprendido. Y sí, es su destino, los hijos de Julius Lupin son desgraciados porque son descendientes de la mayor carroña humana. Me reí bastante con eso de que se te había hecho un hábito conectarte todos los viernes para leer. ¡Y yo que te lo agradezco! Espero que pronto pueda decir que con un personaje, pero todavía me cuesta encontrar el apropiado. Gracias por las aclaraciones sobre el nombre, pero me sigue pareciendo fantásticamente maravilloso y como de cuento. Si tienes ganas de sr. Nicked¡no me interpongo más! Y si también quieres descubrir quién es tía Ángela¡pasen y vean! Un beso. Saludos de Elena.

KALITA. Hola. Me quedé esperando la segunda parte del "review", tal como me prometiste, pero debiste estar ocupada, pues no has podido. No pasa nada, aunque me quedé con ganas de saber tu opinión acerca del capítulo. Sí, me hago cargo de la personalidad de Kala, la gorila de Tarzán. No es que tenga mucho en común con lo que llevo ingeniado del personaje (algo sí, cierto es), pero bueno, ya dije que lo de la personalidad es lo que dejaba más un poco a mi imaginación. Me quedé esperando un posible nombre en inglés ya que no me quieres decir el tuyo. ¿Acaso deseas que me lo invente yo? Y lo de la foto... Coméntame que vas a hacer¿vale? Si no tendré que inventarme tu aspecto físico. No sé por qué dices que no te iba a creer sobre tu edad y lo de madre. No creo que seas capaz de poner una cosa así; ¿qué conseguirías mintiendo sobre algo así? No, suelo ser bastante confiado. Bueno, espero que hablemos pronto. El otro día conseguí conectarme al "messenger" (increíble), pero no estabas conectada (o quizá no me tienes agregado, no creas que tuve mucho tiempo para echarle un ojo); también es posible que los horarios sean incompatibles. Y es que hay un charquito muy largo en medio que hace que, cuando yo me voy a acostar, tú estés comiendo. Un beso. Saludos de Elena.

NESSSA. Hola. No que creo que me suena tu nombre pero no sé ahora mismo de qué... Lo habré tenido que leer por ahí, imagino. Qué lástima que no quisieses dejar "reviews" más que al final; lo digo sólo porque no entiendo por qué se suele hacer eso: yo, cuando leo, dejo un "review" por capítulo para expresar mi opinión. Pero¡eh, tolero lo que cada uno haga porque también entiendo que es una lata tener que estar dejando "reviews" todo el rato cuando el "fic" ya va muy avanzado. Gracias por el fallo de francés, a lo mejor al final del relato hago una enmienda general, no lo sé. Lo que pasó ahí es que primero puse "amie", y como comienza por vocal puse "ton"; pero luego decidí ofrecerle un valor intensivo y le añadí el adjetivo, sólo que en esa ocasión se me olvidó corregir el artículo. Gracias por corregirme. Sobre lo de la profecía (sobre si Neville y Harry hubieron de nacer el mismo día) he consultado el quinto libro y la profecía dice "al concluir el séptimo mes"; la ambigüedad reside sobre si entenderlo como el último día o los últimos. Yo, personalmente, entiendo que son los últimos, pero he ahí mi valoración personal únicamente. Bueno, gracias por los halagos y espero verte por MDUL pronto de nuevo. ¿Has leído por algún capítulo que incluyo a los lectores como personajes? Espero que me comentes al respecto. Por cierto¿qué son esas cosas que no te cuadran sobre el relato, si me permites? Si es así, digo en mi defensa únicamente que los "fics" no son para tomarlos al pie de la letra, que son sólo deseos de la inspiración de sus autores que responden a una motivación interna y propia y exclusiva de ellos. Lo interesante es que la gente tenga la oportunidad de leerlos, pero lo que el autor escriba sólo a él tiene que responder: a él y a su ingenio y talento. Un beso, Nesssa. Por cierto¿cuál es tu nombre real y dónde vives?

LEONITA. Hola, Ana. A mí también me encantó poder hablar contigo, y con Berta también, con quien nunca había tenido la oportunidad de hablar en directo nunca. A ver si Elena y yo nos animamos un día otra vez y nos llegamos hasta la biblioteca para charlar otro rato. Bueno, ya estoy aquí otra vez, esperando que este capítulo te guste como intuyes. ¡Qué lata de ordenadores, una semana que me han hecho perder... A ver cómo se desarrolla lo de tu visita a la ciudad de los omeyas; Ele y yo estamos expectantes. No he revisado el correo electrónico con lo que no sé si me has dejado algo al respecto. Quizá sí; es rara la semana que no me envías un correo electrónico. Sobre el capítulo anterior, lo cierto es que, con los líos del messenger, no me quedó muy claro todo lo que me dijiste, porque se mezclaba con intervenciones de Berta y Elena, pero da igual, me quedó una idea general y es lo que importa; y me alegra que te gustara. Aquí van nuevas payasadas del señor Nicked, ese hombre tan disparatado. Espero que tu entrevista para ese currillo de prácticas te fuese de maravilla (cosa que no me extrañaría para nada) y espero que me lo cuentes. Saludos a Pepe. Besos de Elena.

MARCE. Hola, guapa. El "review" que me pusiste te quedó muy... latinoamericano (sí, creo que es el adjetivo más adecuado). Y no lo digo en tono despectivo ni mucho menos, con lo que yo os aprecio. Pero es que me encantó tener que desentrañar las raras palabrejas que empleas que aquí no suenan para nada. Pero bueno, algo entiendo y me satisfizo muchísimo escuchar cosas como "chévere", "safadito" y cosas así. ¿Una familia amante de las Humanidades¿Dónde está eso, que yo quiero verlo? Es un sueño. Yo también soy amantísimo de las Ciencias Humanísticas¿acaso no estoy con la Literatura todo el día para arriba y abajo? La Filosofía no se me da tan bien..., pero felicito a tu padre por el aguerrido denuedo que tuvo que mostrar para sacar adelante tamaña carrera. Sobre lo de tu hermano, probaré a hacer pronto el envío de los capítulos hasta ahora colgados. Los siguientes puedes dárselos tú misma copiando el texto de la página web en formato de word. Espero que, si no él en persona, tú me relates cuál va siendo su opinión si llega a leerlo. Sobre las fotos, ya las tengo y estoy encantadísimo de que me las volvieras a enviar. ¡Eso sí que es chévere! Las copié y las tengo en mi ordenador listas para describirte cuando surja la necesidad. Gracias por los halagos sobre el capítulo, aunque hay algo que te quiero preguntar¿qué te parece sombrío de Sorensen? Respóndeme, quizá me sorprendas. Un beso. Saludos de Elena.

NAYRA. Hola, Sarita. No pasa nada por tu "retraso", al que, en realidad, no tengo ni por qué referirme, porque me contento con que lo hayas leído y, además, porque con la cosa del ordenador tampoco yo he sido muy puntual. Pero una cosa sí te voy a decir¡viajas más que las azafatas de Halcón Viajes¡A Tenerife ni más ni menos! Qué envidia. Ya me dijo Eva que teníais un viaje programado a Inglaterra y me comentó lo de vuestro "guía". No digo más, ya sé que tú me entiendes, por si alguien lee esto. No es que desconfíe, porque lo cierto es que Eva parecía tan persistente y segura que me hizo dudar, pero es que realmente es raro pensar que pueda ser cierto. Sólo eso, abrumador. Y, como le dije a Eva, soy como Santo Tomás: ver para creer. Triste, pero cierto. Y ahora con respecto al capítulo¡sí, Remus tiene un hermano! Ya era hora de que al hombre le saliese algo bien¿no te parece? A veces me da pena, pensando que lo estoy poniendo más desgraciado que... No existen comparaciones posibles. Oye¿te contó Eva cuanto le conté a ella de tu personaje en el messenger¿Qué te parece? Hoy he terminado de escribir el capítulo en que sale. Yo creo que me ha quedado bien... Aunque ya me dirás tú lo que opinas. Un beso. Saludos de Elena.

LORIEN LUPIN. Hola. Qué pena que tu ordenador siga en coma, como tú dices. Es que esto de la informática es... increíblemente... paf. Sé que es eso de colaborar en lo del ordenador, sólo que soy un chico muy ahorrador, que además trabaja dando clases particulares y por eso un poco de dinerillo ahorrado, y he podido dar mi parte, proporcional a mis ingresos. Mi casa parece una comuna soviética en esos aspectos: si algo se estropea, algo relativo a todos, doméstico, apechugamos todos. No obstante, agradécele a tu prima que te dejase su ordenador para poder leer el capítulo. Que sí, que te pondré esos centímetros de altura que ambicionas... Por cierto, me ha dicho Elena que te pregunte si has visto la película de "Pixar" "Los increíbles". Si es así (si no, vela), tu personaje es muy parecido, según dice ella, a la mujer perversa que parece mala pero luego no lo es tanto. Jeje... Sí, olé por Remus. Ya era hora de que le pasase algo bueno. Y, además, su hermano, como dices, también era un poco desgraciado. Pronto tendrán ambos más desgracias que compartir. ¿Acaso mi relato es un manual de desgracias? Y sí, Remusito sigue triste por lo de sus amigos, por su vida laboral... Y a la señora Nicked se le pusieron los ojos como chirivitas cuando vio a su yerno desnudo. Me extraña que pusiese al señor Nicked tan... permisivo al ver a Remus semidesnudo cuando en otro tiempo amagaba infartos al verlo besando a su hija. Bueno, espero que pronto tengas lista de nuevo tu computadora (como por allá decís). Un beso. Saludos de Elena también.

ANDREA B. Hola. No me he tomado a mal tu comentario, aunque, la verdad sea dicha, mientras lo leía me sorprendió un rato. Más incluso sabiendo, o pensando quizá, que podías estar enfadada, me explico: hacía muchas semanas desde tu último "review" y me pensé que te habrías cabreado porque la última respuesta que te dejé... ¡Oh! No pude disculparme. Lo siento. Sé que te puse muchas cosas (que si no sé qué de un buzón de voz y cosas así), pero tiene su explicación: también me lee una chica que se llama como tú, Andrea, a la que conozco de hace mucho tiempo y con la que hablo por mi buzón de voz. De ahí la confusión. Pero ahora ella está registrada y ya no hay posibilidad de que vuelva a confundiros. ¿No te pareció extraño? Lo extraño es que no me hayas dicho nada. Espero que me disculpes. Es cierto, ahora que lo pienso lo del abrazo fue algo precipitado. Y cierto que lo que los une es provenir de una persona odiada por ambos, como dices, pero también es ese profundo odio lo que los entrelaza. Además, da igual que sean hermanastros por parte de Julius; ambos necesitaban tanto algo así que les hubiera dado igual ser del Espíritu Santo. Espero que podamos volver a hablar pronto¿vale? Y que no me lo he tomado a mal, seguro. Un beso.

(DEDICATORIA. A Nesssa, a quien doy desde aquí la bienvenida a MDUL. Espero que sigas participando activamente y que las palabras fluyan entre ambos como el agua por el río montaña abajo; también a Joanne, que la pobriña ha estado unos días hospitalizada a causa de una apendicitis. Joanne, te deseo lo mejor y espero que ya estés recuperadísima para seguir dando caña con Bellatrix. ¡Jo, te queremos!)

CAPÍTULO XXXVI (NAVIDAD A LO NICKED)

Remus no durmió nada aquella noche. Cuando regresaron a su casa, loco de alegría, se lo contó a sus suegros, que no daban crédito a sus palabras, y, cuando llegó la hora de irse a dormir, él se la pasó toda la noche dando vueltas de un lado a otro del salón, nervioso.

A las cinco de la mañana, harto de dar vueltas, se desapareció con un chasquido sordo y apareció en Hogsmeade, frente al servicio de lechucería, pero estaba cerrado. Se dispuso a dar un paseo.

Comenzó a darle vueltas en la cabeza a todo lo que había pasado aquella velada. Era increíble... ¡Tenía un hermano! Había alguien próximo en su familia, que seguía vivo... Pero su padre... Después de todo, no sabía por qué se extrañaba de que su padre hubiese tenido una relación antes de conocer a su madre (aunque quizá sí estuvieran juntos y por eso se vio obligado a mantenerlo en secreto) y hubiese abandonado a la señora Fosworth –o señorita–, embarazada y rechazada por la comunidad. Comprendió muchas cosas que hasta aquel momento creía impuestas por un orden previo a él: por qué Dumbledore detestaba con tanto ahínco a su padre, por qué le había dicho que ya lo vigilaba en Hogwarts, por qué Dumbledore había decidido estar en contacto permanente con Remus... Sintió una punzada en el estómago. No era una visión que Helen le hubiera mandado, sino un claro recuerdo que ya había olvidado siquiera poseer. Las palabras de Dumbledore, con él tumbado en la camilla de San Mungo, se repetían en su cabeza como un doloroso martillo:

«¡Julius Lupin! Más te valdría ser más optimista en el futuro... Tu hijo necesita tu confianza¡no tus hipótesis nefastas! Este chico se convertirá en un mago, aunque tenga que ponerlo todo de mi parte para conseguirlo. ¡Es una persona, tu hijo, Julius, no lo olvides... ¿O acaso es que quieres abandonarlo, eh?»

«¿O acaso es que quieres abandonarlo, eh?» «¿O acaso es que quieres abandonarlo, eh?» «¿O acaso es que quieres abandonarlo, eh?»...

Remus odiaba a su padre. Por todo. Y lo que le había hecho a la pobre Emma Fosworth reafirmaba lo que pensaba sobre él. Pero gracias a eso tenía un hermano, alguien de la familia que vivía. «No hay mal que por bien no venga», pensó, y aquello lo consoló un poco.

Se desapareció en mitad de la oscura calle, apenas iluminada. Reapareció en un camposanto tenebroso, lleno de malas hierbas: el cementerio municipal de Hogsmeade, donde reposaban para la eternidad los restos de su madre y el despojo de huesos en que había quedado convertido su padre.

Un fantasma gordo pasó a su lado, flotando en el aire, y le saludó, no sin decirle que el cementerio estaba cerrado a aquellas horas, aunque a él no le importaba que siguieran viniendo visitas.

Remus echó a caminar. Llegó hasta la polvorienta lápida con la inscripción: «Julius Lupin: mortífago. Asesino devorado finalmente por una jauría de lobos sedienta de justicia.» Remus sonrió. Le quitó las telarañas y vio una pequeña foto de su padre, en la que reía despiadadamente.

–Padre... –susurró Remus mirando la foto–. Nunca te he querido en vida, menos ahora muerto. Has sido un... toda la vida, tú lo sabes. Me pregunto si aún me queda algo por conocer de ti, porque esperaba que ya no me sorprenderías más en la vida¿lo sabías? Pero me equivoqué... Un hermano. ¡Un hermano! Es lo único que has hecho bien en la vida, aunque sin querer, porque destrozaste la vida de la madre de Sorensen, igual que la de mamá y la de todos los que tuvimos la desgracia de conocerte... Pero tengo un hermano, padre, un hermano que te odia tanto como yo...

–Vaya –susurró una voz a sus espaldas y Remus se volvió de un salto–. Perdona, no quería asustarte.

–Oh, eres tú, Sorensen –dijo Remus aliviado.

–Sí –confirmó su hermano–. Pensaba que era el único que no podía dormir esta noche. Y también que iba a ser el único que viniese a visitar a Julius... –Se calló, dolido–. ¿Quieres que demos un paseo? –Remus asintió decidido y se le unió contento–. Te he oído sin querer, no era mi intención... –comentó.

–No pasa nada.

–No sabía que Julius Lupin hubiese tenido más hijos... –dijo Sorensen–. Mi madre apenas si me hablaba de él. Tampoco podía imaginarme que fuera un mortífago... –Remus no contestó–. Pero me alegra tener un hermano.

–Y a mí –dijo Remus–. Por cierto, Sorensen...

–¿Sí? –le inquirió.

–En relación a lo de que soy un licántropo... –comenzó a decirle mirando la luna menguante que se erigía, aún enorme, en lo alto del oscuro cielo–, espero que no tengas problema con eso, porque yo...

–No pasa nada –zanjó el asunto Sorensen–. Cada uno es lo que es, y no hay más que discutir. Tú no tienes la culpa de haber sido mordido por un hombre lobo¿verdad? –Remus asintió, lentamente–. Soy bastante tolerante, no creas...

–Me alegro –dijo Remus.

Anduvieron en silencio. La sola compañía del otro ya era una conversación fantástica. «Estoy hablando con mi hermano –pensó Remus–. Si llego a imaginarme esta situación ocho horas antes, hubiera pensado que estaba loco.»

–Hemos perdido el tiempo –mencionó Sorensen con dramatismo–. No sabemos nada el uno del otro...

–Dumbledore ya ha hecho una aproximación muy cercana a la realidad –comentó Remus.

–Sí, pero de nuestras desgracias –repuso Sorensen–. Bien, además de todo ese asunto tristísimo de mi madre con mi padre... –Hizo una pausa breve–. Con nuestro padre... –rectificó–. Bien, además de eso hay pocas cosas que saber de mí. Fui un alumno modélico en la escuela –dijo como sin darle importancia–, Premio Anual de Hogwarts y prefecto, como ya sabes. Mi vida giraba en torno a los libros, porque era con ellos con los que me sentía seguro. Tenía muchas propuestas para el futuro, pero mis abuelos no pudieron costearme la carrera –comentó con desilusión–. No obstante, gracias a mis conocimientos en literatura mágica y muggle obtuve el puesto de jefe de bibliotecarios de la Biblioteca Pública de la Comunidad Mágica de Inglaterra.

–¿Jefe de bibliotecarios? –preguntó Remus.

–Sí –afirmó Sorensen con amargura–, pero como no va casi nadie los despidieron poco a poco a todos. Y pronto también a mí, porque imagino que la cerrarán. Ya nadie lee. Es una lástima. Y ésa es mi vida... ¿Y tú?

Remus sopesó un momento por dónde empezar.

–Vivía en Hogsmeade con mis padres. Una noche... Gracias a que me convertí en licántropo Dumbledore entró en mi vida, y fue lo mejor que me pudo pasar nunca. Entré en Hogwarts, cosa que me parecía hasta imposible, e hice los primeros amigos de mi vida, que ahora están muertos o en Azkaban. Cuando salí, entré a formar parte de una orden secreta que lideraba Dumbledore, la Orden del Fénix, que luchaba para erradicar el cáncer que suponía Voldemort en el mundo mágico. Pero eso lo hizo Harry por nosotros... Así, la orden ha desaparecido y yo estoy ahora en paro, lo que no me resulta muy divertido...

–¿Y con Helen? –preguntó Sorensen–. ¿Cómo os conocisteis?

–En Hogwarts –contestó Remus, su hermano–. Supongo que los dos éramos los bichos raros de la escuela. Ella una adivina y yo un licántropo...

–¿Helen es una adivina? –le espetó Sorensen.

–Ajá –contestó Remus asintiendo–. Es bastante buena. Predijo la desaparición de Voldemort, pero no lo entendimos. Es muy buena en casi todo. También es muy inteligente, como todos los Ravenclaws, supongo. Ella está estudiando para sanadora. Acabará este año, y lo más seguro es que consiga una plaza en el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. –Ya no sabía qué más decir–. ¿Y tú, tienes novia?

Sorensen soltó una risita irónica.

–No... –contestó.

Se quedaron callados. No sabían de qué hablar. Era una situación muy tensa. Imaginaos despertar un día cualquiera, con veintidos o veintiséis años, que es la edad que tenía Sorensen, y descubrís que tenéis un hermano que desconocíais. ¿Cómo reaccionaríais?

–Supongo que ya nos iremos conociendo con el tiempo... –comentó Sorensen para romper el silencio.

Remus asintió.

–Es extraño romper los esquemas que tenía hechos hasta el momento –dijo Remus– y pensar de pronto que tengo un hermano. Sorensen Fosworth...

Sorensen asintió y lo imitó:

–Remus Lupin...

–No –lo corrigió Remus–. Es Remus J. Lupin. Tengo la lacra de llevar el nombre de mi padre. Soy Remus Julius Lupin.

–Pues yo soy Sorensen K. Fosworth, es decir, Sorensen Ken Fosworth; el legado de mi abuelo. –Se calló–. Aún no se lo he dicho. No les gusta que hable de Julius Lupin... Pero eres mi hermano –dijo–, y eso no es lo mismo que hablar de él.

Remus sonrió:

–Diles que podré ser el hijo legítimo de Julius Lupin, pero que si fundan un club anti–Julius Lupin, que descuiden, que me apunto.

Se rieron.

–¿Ves? Con el tiempo creo que nos llevaremos muy bien tú y yo –comentó Sorensen–. Seremos muy buenos amigos...

–Más que hermanos –dijo Remus–. Sorensen y Remus: como uno solo.

Se echaron el brazo por encima y comenzaron a andar.

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Las semanas pasaron con una extraña simplicidad. Había veces en que Remus pensaba que ya no existía el tiempo, que se había detenido. Pensó, de nuevo, que estaba delirando. Lo cierto es que ahora lo que más ganas tenía de hacer era estar con Sorensen. Salían a tomarse algo en el Caldero Chorreante, o en cualquier otro sitio, cuando el turno de Sorensen tocaba a su fin.

Pero era diciembre, y este mes es famoso por esa nostálgica Navidad que tiene la última semana, antes de Nochevieja, que es un día de celebración algo más alocado. Sorensen y Remus consideraron aquel año como el primero en pasarlo en familia el uno con el otro. Para Remus era mucho más simbólico, porque ya apenas si le quedaba nadie, pero para Sorensen también era emotivo.

–Yo lo celebraré en casa de mis suegros, supongo –explicó Remus–. Pero si no voy no pasa nada.

–Yo, normalmente, las paso solo –dijo Sorensen–. Mis abuelos las pasan con sus amigos del juego de la petanca mágica. Podría celebrarla con tía Judy y con mi primo, pero normalmente suele reunir a sus amigas. Como te he dicho –dijo sonriendo lastimeramente–, lo más normal es que las pase solo. Los tres últimos años lo he hecho. Me quedo solo en casa y me como cualquier cosa, después me leo algo y temprano a la cama. ¿Se le puede llamar a eso Navidad?

Remus le dio una palmada en la espalda.

–No hay problema –dijo–. Mis suegros, los Nicked, los padres de Helen, quieren conocerte. Como estoy hablando todo el día de ti... Prepararán una cena suculenta, y a lo mejor invitan a los Weasley o yo qué sé a quién. ¡Pero te puedes venir! Y así lo pasaremos juntos...

Acordaron que el veinticinco de diciembre de aquel año lo celebrarían bajo el techo de los Nicked, es decir, una Navidad a lo Nicked, como la llamaba Helen en broma. A la señora Nicked le pareció una excelente idea que Sorensen fuese a cenar con ellos aquel día, más todavía cuando el chico le explicó lo extrañamente solitario que había pasado años anteriores aquella fiesta.

–Por fin lo conoceremos –exclamó la señora Nicked–. Pero debo advertirte, Remus, que Matthew ha invitado a su hermana, Marggaret, y a sus padres. Espero que no le importe.

A nadie le importaba realmente, y menos que nadie a Sorensen, que se sentía orgulloso de vivir aquella "Navidad a lo Nicked" de la que tanto se jactaba Helen cuando charlaban en el Caldero Chorreante. Tan sólo tuvieron que advertirle que los familiares del señor Nicked, al igual que él, eran muggles.

–Pero saben que mamá es bruja –explicó Helen–, y por tanto que yo también. No habrá problemas. Compórtate con naturalidad y, ante todo, no saques mucho la varita.

–¿No les gusta la magia? –preguntó Sorensen.

–No, es por mi padre –repuso Helen–. Es que está medio loco. Ya lo conocerás.

Todos estaban muy emocionados con aquella navidad. «¡Va a ser la mejor navidad de mi vida!», comentó un día cualquiera Remus. Por este motivo Remus y Helen se afanaron mucho en ayudar a la señora Nicked a decorar toda la casa para la ocasión.

A Dumbledore le encantaba encontrárselos de tan buen humor. Pensaba que había sido una muy buena idea hacer que conociera finalmente a su hermano, porque ya apenas si pensaban en sus amigos muertos, aunque sería una falta de respeto decir que los habían olvidado. Como se dice, la vida pasa, y no es bueno echar la vista atrás; ahora se presentaba un nuevo y bonito horizonte renovado con Sorensen.

–Pásame esa bola¿puedes, Helen? –le preguntó la señora Nicked.

–Espera, a ver –Extendió la mano cuanto pudo, pero tan sólo la acariciaba con los dedos–. No llego... –dijo, pero se sacó la varita y la levitó. La condujo con un suave movimiento de mano hasta entregársela a su madre.

–Gracias –le dijo.

Remus estaba poniendo las serpentinas sobre la ventana del salón, montado en una endeble escalera de mano del señor Nicked.

–¿Por qué estamos montando todo esto sin magia? –preguntó–. ¿No sería más fácil de la otra manera?

–Sí –reconoció la señora Nicked–, pero como será una fiesta muggle, se hará al modo muggle.

No dio cuartel en ese aspecto, ni siquiera cuando Remus entró chorreando de sudor arrastrando el abeto de Navidad.

El señor Nicked abrió la puerta. Venía del hospital, de trabajar. Jugaba con las llaves del coche, pero se las guardó. Se quedó mirando los ornamentos del salón radiante de felicidad.

–Muy bonito –dijo–. A Marggaret le va a encantar. ¡Si parece que hoy ya es Navidad...!

–Hoy no, querido –dijo su mujer–, pero dentro de dos días sí. ¿Cuándo te dijeron que iban a venir tus padres y tu hermana?

–El día de Navidad por la mañana –contestó.

–¿Y eso? –preguntó trágica–. ¿Por qué no han querido venirse antes? Les hubiera preparado unos cuantos cuartitos la mar de monos para que hubieran pasado la noche.

–No sé –se encogió de hombros el señor Nicked–, no habrán querido molestar.

–Pero si no es molestia –replicó la señora Nicked–. Si tu madre es un sol al lado de la mía...

–Eso no hace falta ni que lo digas –dijo Helen de mal humor–. Ya verás –le dijo a Remus en voz baja–, mi abuela paterna te va a caer muy bien.

–He traído esto –comentó el muggle, mostrando una cajita con lucecitas de colores para el árbol de Navidad–. Es para adornar el árbol.

Remus, que estaba colgando las bolas en las puntas de las ramas del abeto, le cogió la caja a su suegro y la abrió. Sacó la larga serie de cable con bombillas de colores que a Remus le hizo bastante gracia, porque le parecía muy fea. La echó sobre el abeto y comentó:

–Queda horrible.

–Es que no va así, tarugo –le dijo el señor Nicked con indignación. Había que ver lo tranquilo y reposado que se había vuelto desde que se había enterado de la inminente visita de sus padres y su hermana–. Hay que ponerlo con un poco más de gracia –lo colocó esparciéndolo cuidadosamente por todos lados–, y después enchufarlo.

–¿Enchufarlo? –preguntó Remus sin saber.

–¿Ves estos enchufes de aquí? –Le señaló la señora Nicked–. Son de electricidad. Harán que se enciendan esas bombillas. La primera vez que las vi me hicieron mucha gracia.

–Es la primera vez que me entero, os lo aseguro, que hay electricidad en una casa de magos... –comentó Remus despreocupadamente.

–Hace diecinueve años –explicó su suegra–, tuvimos que tomar algunas medidas. –Se sonrió–. Decidí que quería aprender un poco de la vida muggle...

–Sí, estupendo –dijo Helen sin efusividad–. Me tengo que ir. Quiero estudiar un rato antes de cenar. ¿Por qué no terminamos mañana¿O después de la cena? Quiero repasar un poco.

–¡Pero estamos en vacaciones, Helen! –replicó Remus, estupefacto.

–¿Y qué? –inquirió la chica–. Debo seguir repasando si quiero sacar de nuevo Matrícula de Honor.

–Eso me parece muy bien –aprobó su madre, orgullosa–. Anda, sube. Vete a tu cuarto. Ya lo acabaremos mañana. –Se dirigió hacia su marido–. ¿Te importa venir un momento arriba? Tengo que enseñarte unas "compras" que he hecho.

–¡Ah! Las "compras"... –dijo el señor Nicked–. ¡Magnífico!

Y subieron los tres en tropel por las escaleras.

Remus se quedó observando con interés el árbol de Navidad. Ni le gustaba ni le disgustaba. ¡Menuda tontería! Era un árbol... Cogió el extremo del cable con las luces de colores que había traído el señor Nicked y lo aproximó al enchufe. Se quedó mirando el extremo y el enchufe con detenimiento. Al cabo de unos minutos de atenta observación cayó en la cuenta de que los extremos afilados de metal de uno encajaban a la perfección en las hendiduras de la pared. Lo introdujo y las luces comenzaron a parpadear. Remus pensó que aquello no era un objeto muggle. ¡Era magia! La magia de la Navidad...

Aguzó el oído. Había escuchado algo... Algo que se parecía a un crujido de madera cuando de pronto soporta un peso que no se esperaba y se queja. «¡Qué raro!», pensó. Seguidamente escuchó que alguien carraspeaba, se aclaraba la voz. Miró hacia las escaleras, pero no vio a nadie.

Sonó el timbre.

Remus fue hasta la puerta, giró el picaporte y se encontró con una mujer delgada y de aspecto atrevido. Tenía gafas de montura dorada, y el pelo moreno recogido en una enorme coleta. Su rostro era afilado, cerrado en un portentoso mentón, y en él su mirada era más afilada todavía, sobre una nariz respingona.

La mujer miró a Remus con una ceja enarcada; seguidamente se apartó un paso hacia atrás y se quedó mirando el número de la casa. Volvió a mirar a Remus. Éste pensó, de pronto, que su rostro le sonaba mucho...

–Perdona –dijo la mujer. Su voz parecía atrevida–. ¿No vive aquí Helen Nicked?

–Sí, vive –contestó Remus lacónicamente.

La mujer, lanzada, hizo a un lado a Remus y entró en la casa. Cerró la puerta y soltó una bolsa de viaje que Remus no había visto hasta ese momento. Se la quedó mirando curioso, confuso, de arriba abajo. La otra también hizo lo mismo, pero más valiente preguntó, casi con descaro:

–¿Quién eres tú?

Remus estuvo a punto de decirle: «A ti qué te importa», pero se lo pensó dos veces.

–Soy Remus Lupin, el novio de Helen.

–¿Ah, sí? –inquirió emocionada–. Encantada de conocerte, chico. Yo soy Ángela, la tía de Helen.

Remus recordó lo poco que sabía sobre la tía de Helen, Ángela: únicamente lo poco que había escuchado en una de las tantas discusiones de su novia con la señora Carney, su abuela; le había dicho que su tía Ángela no se hablaba con su madre porque no la soportaba.

–El placer es mío –dijo Remus complaciente–. Pero, pase...

–Claro, claro –dijo con aspecto de suficiencia–. ¿Desde cuándo estás aquí, Remus?

–Vivo aquí desde hace unos meses –contestó.

–¿Has dicho "vives"? –Se giró–. Increíble. Por fin mi hermana se está volviendo más transigente. ¿Quién se podría imaginar que el vivo recuerdo de nuestra madre, Ashley Carney, iba a meter a su yerno en casa a la menor oportunidad? –Sonrió. Remus la imitó, sólo por complacerla–. ¿Supongo que dormirás en el cuarto de invitados, verdad? –Remus asintió–. Bah, no pasa nada. Yo podré dormir con Helen.

–¿Quién era? –Bajó la señora Nicked las escaleras–. ¡Ángela!

–Ay, Helen. –Salió corriendo hacia ella su hermana y la abrazó–. Cuánto hacía que no nos veíamos.

–Pues mucho, la verdad. –La señora Nicked parecía desconcertada–. Pero, dime¿qué haces aquí?

–Me he peleado con Ryan –explicó medio llorosa–. Espero que no te importe que me venga a pasar una temporada aquí contigo...

–No, no... –contestó su hermana, pero lo cierto es que estaba contrariada–. Pero ¿qué te ha hecho?

–¡Sabes cómo es mi marido! –gritó–. Es una repugnante caja de boñigas de dragón. Un farsante, un maleante, un tramposo y un infiel.

La señora Nicked ahogó un grito.

–¿Te ha sido infiel¿Se ha ido con otra mujer? –preguntó.

–No, no, no –negó rápidamente Ángela–. Buena soy yo. Me llega a hacer eso y le lanzo una maldición a los huevos que lo dejo que ni para unos huevos fritos...

–¡Tía Ángela! –Bajó corriendo las escaleras Helen–. ¿Qué haces aquí?

–Nada, una visita –mintió.

Se abrazaron. Cuando se separaron Remus supo a quién le recordaba¡a su propia novia! Tía Ángela era el vivo retrato de Helen, sólo que unos años mayor.

–¿Qué hace mi sobrinita prefirida...? –preguntó.

–Qué tonta eres –dijo Helen con sorna–. No tienes otra.

–Pero soy la tía más afortunada del mundo –dijo sonriente–. ¿Te importaría preparme un té, Helen, por favor? Tengo la garganta seca... –Helen asintió y se fue a la cocina. Ángela levantó la varita–. Accio pañuelos.

Una caja de pañuelos surcó el aire y acabó en sus manos. Cogió uno y se sonó la nariz con gran estridencia. Se sentó en el sofá, su hermana a su lado echándole una mano encima para consolarla.

–¿Acabas de pelearte con él? –le preguntó serenamente.

–Sí –contestó sin voz–. Acabo de desaparecerme y, como no sabía a dónde ir...

–No pasa nada –dijo la señora Nicked–. Quédate aquí todo el tiempo que quieras. Pero Ryan es un buen hombre...

–¡No intentes convencerme, Helen Nicked! –vociferó–. Es un perrito faldero con los dientes puntiagudos. Que le coso los huevos. ¡Que se los coso...!

–Calma, calma. –La tranquilizó la señora Nicked–. Tú quédate todo el tiempo que quieras y ya está. –Puso voz cándida–. Pero recuerda que se acerca la Navidad y, a lo mejor, vamos, creo yo, querrás pasarla con tu marido.

–¡Ni por asomo! –rechazó–. No quiero volver a tener nada que ver con Ryan Simmons en mi vida.

–Piénsatelo bien, mujer –la hizo recapacitar su hermana–, que es tu marido.

–¡Ni mi marido ni pudín en vinagre¡No! No hay más que hablar.

Helen entró con una humeante tetera en una bandeja y unas cuantas tazas.

Se sentó en la plaza vacía del sofá.

–Cuéntame, tía –mientras le servía el té–, qué es de tu vida.

–Huy, muy bien –fingió de pronto naturalidad–. ¿Y tú, Helen¡Vaya muchacho más guapete que te has encontrado!

Remus se ruborizó.

–Sí, la verdad –contestó Helen concisa–. ¿Te quedarás a cenar?

–Huy, sí –dijo Ángela–. Y hasta a dormir. –Sonrió–. ¿Te gustaría que pasase aquí la Navidad?

–¡Me encantaría! –exclamó Helen.

–Pues entonces –se levantó– vamos a ir preparando la cama¿no? –La señora Nicked resopló subrepticiamente–. Por cierto, hermanita, no tenéis tele... –mencionó con amargura.

–Matthew tiene una arriba –dijo ella.

–¡Perfecto! –exclamó Ángela–. ¿Está aquí, por cierto? Tengo muchas ganas también de ver a tu muggle. –Se rió–. ¿Sigue igual que siempre? –La señora Nicked asintió una sola vez–. Qué hombre. Luego le diré que la bajé al salón, que hoy es Gran Mago y es noche de expulsiones. Están nominados George, Olivia y Sophie. George está que cruje. –Se relamió de gusto–, por lo que espero que echen a Sophie. ¡Es una guarra! Ayer le lanzó un maleficio a Jack porque no frego los platos cuando había dicho Bill que iba a hacerlo él. ¡No puedo creerme que no lo veáis! –exclamó escandalizada–. Es tan emocionante... Hace una semana echaron del concurso a Ann, que era australiana, porque era una animaga ilegal y nadie lo sabía. Por la noche se transformó sin querer en elefante y le metió la trompa a George en un ojo. Se le ha hinchado que no os hacéis una idea, casi tanto como sus pectorales. ¡Pero hay que ver cómo pone el tío!...

«Iba a ser una extraña Navidad», pensaba Remus mientras veía subir a las tres mujeres por las escaleras. Pero luego, recapacitando, consideró que quizá era aquello lo que hacía tan interesantes las Navidades a lo Nicked.

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Remus estaba terminando de decorar el salón para la navidad. Estaba subido a la escalera de mano y colgaba serpentinas alrededor de la lámpara. «Pero ¿por qué no utilizas la magia?», le había preguntado tía Ángela, y él no le respondió porque, interiormente, se hacía la misma pregunta.

Habían bajado la televisión del despacho del señor Nicked y la habían puesto sobre un mueble en la sala de estar. Tía Ángela había hecho aparecer mágicamente una antena parabólica y pudieron sintonizar todos los canales mágicos. Pero no se detuvieron mucho en ninguno, a excepción del noventa y tres, que no dejaba de aparecer en la pantalla de la caja tonta todo el tiempo, porque Ángela se pasaba buena parte del día en el salón, medio boquiabierta, mirando la televisión. Helen, que quería mucho a su tía, se sentaba junto a ella y le dejaba que le explicara los líos del programa, aunque a ella no le importaran en absoluto los problemas de Gran Mago.

Apareció el presentador, un elegante y atractivo mago llamado Henry, que anunció una breve pausa para dar lugar a los consejos publicitarios.

–¿A que George está que cruje? –le preguntó Ángela a su sobrina–. ¡Me alegro de que se fuese la remilgada ésa de Olivia!

Remus se echó a reír por lo bajo, porque le encantaba aquella forma de hablar de tía Ángela, que se amoldaba a la jerga de la persona que tuviese en frente. Por otro lado, su tía política era muy afable y divertida, y a pesar de que fuese una seguidora casi fanática del concurso, a él le agradaba y le parecía muy simpática; ahora entendía porque Helen la quería tanto.

–¿Sabías? Mañana viene tía Marggaret –comentó Helen.

–¿Ah, sí? Tu madre no me había dicho nada.

–Sí, y mis abuelos también –precisó Helen.

–¿Ah, sí? –repitió tía Ángela–. Pues si voy a molestar, lo mejor será que me vaya...

–Tú no vas a molestar, tía...

–¡Pues vale! –contestó sonriente–. Me has convencido, me quedo.

–¡Ah¿Sabes también qué?

–¿Qué? –No parecía enfadada. Nunca se enfadaba hablando con Helen. Era de lo más amable con ella.

–Este verano fuimos Remus y yo a Nueva York, a ver a la abuela –explicó.

–¿Ah, sí? –inquirió mirando a uno y otro–. ¿Y qué se cuenta la vieja amargada y testaruda?

–Es insoportable, tía Ángela –dijo Helen. Ángela sonrió–. Estaba todo el día igual, que si sus gatos, que si la pureza de sangre... Todos los días discutíamos.

–Pero a quién se le ocurre ir allí... –comentó con sorna su tía.

–Fue la abuela quien nos invitó –explicó Helen–. Y mamá me obligó a ir, aunque yo no quería.

–Tu madre, tu madre... –dijo tía Ángela con expresividad–. Otra que no sabe meterse sólo en sus propios asuntos. ¡Lo que iba a ganar ella mandándote con la abuela...! –Resopló–. La verdad, aunque suene mal decirlo, es que no me importa mucho no hablarme con ella. Era desquiciante, sobrina querida. Cuando tú naciste tenía yo aproximadamente once años, no me acuerdo exactamente, porque ya estaba en la escuela de magia, pero de Estados Unidos, claro. Tu abuela era muy pesada entonces, siempre mandándome lechuzas contándome cosas sobre ti: que si tenías un hoyuelo en la barbilla, que si eras pelona, que si patizamba... Pero pensé que era normal. La alegría de una abuela por serlo. Pero cuando fuiste creciendo cambió por completo de actitud. Y era obvio. Tus padres optaron por hacerlo de aquella manera, pero a ella no le gustó. Unas vacaciones, mis últimas, Pascua, cuando estaba en séptimo curso, la obligué a que fuera a visitarte. Debías tener por entonces seis años. Cuando regresó estaba hecha una furia, irreconocible; me soltó en unos cuantos días todo lo que opinaba, y Rowling santa, la de culebras que salían por su boca. Me peleé con ella, le llevé la contraria y me dio una bofetada. –El silencio en el salón era absoluto–. Me gritó: «¡Ella es una bruja!» Yo, que ya para entonces tenía el carné de aparición, me desaparecí y fui al Caldero Chorreante, donde me hospedé hasta que acabaron las vacaciones. Cuando obtuve el ÉXTASIS no regresé a casa. Aún me seguía doliendo aquella bofetada. No la he vuelto a ver desde entonces, ni siquiera para mi boda.

Helen estaba muy consternada.

–No sabía –dijo– que te peleaste con la abuela por mi culpa...

–¡No fue por tu culpa! –Sonrió tía Ángela–. Fue porque me levantó la mano. Si no hubiera sido aquella vez hubiera sido cualquier otra. ¡Siempre discutíamos por algo las pocas veces que nos veíamos, en vacaciones!

–¿Ni siquiera ha intentado pedirte perdón? –preguntó Helen.

–Me envió un par de lechuzas –explicó–, pero nunca llegué a leerlas. Las quemé. Como viera que no contestaba, no insistió.

Se callaron. Tan sólo se escuchaban, de lejos, las amortiguadas teclas de la vieja máquina de escribir que el señor Nicked tenía en su despacho.

Remus, que se había detenido en la laboriosa tarea de colgar todas las serpentinas, también se había quedado silencioso. Había vuelto a surgir aquel misterioso tema del pasado de Helen Nicked, como cuando fueron a visitar a la señora Carney, y se sentía muy intrigado, pero era inútil preguntarle a su novia, porque se sentía ofendida cuando Remus le preguntaba y cambiaba de conversación rápidamente.

–¿Quieres que te ayudemos con eso? –Tía Ángela lo sacó de su ensimismamiento.

Remus se encogió de hombros, azorado.

Tía Ángela se sacó su varita y se remangó las mangas.

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El señor Nicked, con un gorrito rojo de Papá Noël en la cabeza, cantaba villancicos mientras bailaba, danzarín, pegando saltos por el salón. Tía Ángela, asomada por la baranda de la escalera, con Remus y Helen a su lado, lo observaba divertida.

–Bueno¿qué? –inquirió Helen–. ¿Vamos a gastarle una broma o no?

Tía Ángela sonrió con misterio.

–Pero hoy no es el Día de los Santos Inocentes... –comentó Remus sin darle importancia. A decir verdad, cualquier día era bueno para gastarle una pesada broma al señor Nicked.

–He ideado un plan –dijo–. Pero tenéis que ayudarme los dos, porque si sale mal, Helen, tu madre me mata. –Helen asintió sin atreverse a preguntar–. Bien. Hoy me he levantado bastante temprano para encender un fuego mágico en la chimenea...

–Pero... –repuso Helen con preocupación–. Mamá nunca enciende mágicamente la chimenea. Lo hace a mano, con cerillas y papel de periódico, como los muggles –dijo–. Sabe los riesgos que podemos correr con las...

–Las ashwinders –dijo por ella Ángela, sonriendo–. Eso es precisamente lo que estaba pensando. Tu padre se llevará un buen susto cuando las vea.

–¡Pero es peligroso! –observó Remus–. Si no encontramos los huevos prenderán la casa...

Remus sabía perfectamente cómo actuaban las ashwinders. Eran unas criaturas siniestras que nacían de un fuego mágico cuando éste había sido descuidado por un buen rato. Eran como serpientes que vivían alrededor de una hora, y después, destruyéndose en polvo, dejaban sus huevos en los lugares más insospechados. Aquellos huevos, que localizados tenían grandes propiedades curativas, de no serlo podrían quemar la casa en cuestión de minutos.

–Seremos rápidos –ordenó Ángela–. Seguiremos el rastro de ceniza de las ashwinders y encontraremos los huevos. Los podríamos vender en el callejón Diagon. Hay magos que se sacarían un ojo de la cara por comprar un solo huevo.

Remus parecía, aun así, indeciso. Conocía la teoría, pero nunca había visto a aquel animal, y le molestaba que algo pudiera salir mal y la casa ardiera por gastarle una broma al cantarín señor Nicked.

–¡Ahí están! –exclamó en un susurro tía Ángela.

En efecto. Eran tres serpientes resplandecientes, con el cuerpo verde brillante y los ojos rojos como las llamas de la chimenea. Serpenteaban sus cuerpos por el parqué del suelo dejando un rastro de ceniza.

–Navidad, Navidad, dulce Navidad –cantaba el señor Nicked–. Alegría en este día que hay que celebrar. ¡Hey!

Pero el "¡hey!" de la canción se combinó con un "¡hey!" de terror. El señor Nicked acababa de ver las serpientes deslizándose con parsimonia por el suelo. Pegó un salto y se encaramó a una silla, desde la que gritó a Remus y Helen para que lo rescataran. Era una suerte que la señora Nicked hubiera salido a llevarle el regalo de Navidad a su madre, porque si no, al ver lo que estaban haciendo en su casa, los hubiera matado.

El señor Nicked tiritaba de miedo, subido a la silla, y los tres se destornillaban de risa en lo alto de la escalera.

–¿No podemos destruirlas ya? –preguntó Helen, muy preocupada.

–No –respondió tajante tía Ángela–. Las ashwinders se destruyen solas. Lo que tenemos que encontrar son los huevos. Los huevos son lo que nos deben de preocupar, pero eso será dentro de una hora...

–¿Pero no vendrá antes Helen? –preguntó Remus refiriéndose a su suegra.

–Lo dudo –dijo Ángela–. La abuela la retendrá para charlar y dudo yo que Helen llegue para la hora de cenar.

Se rieron. Salieron por fin de su escondite y advirtieron al señor Nicked que eran ashwinders («¿Qué? –preguntó el señor Nicked confuso–. ¿Eso qué es, un Pokemon?»), inofensivas por el momento. Pero el pobre muggle siguió asustado, huyendo de ellas cuando se aproximaban, aunque por lo normal, preferían estar ocultas, a la sombra, buscando el lugar idóneo para depositar los huevos.

Llamaron a la puerta. Remus pegó un salto. ¿Y si era la señora Nicked? Pero se despreocupó, porque pensó que su suegra vendría por la chimenea, como había marchado. A fin de cuentas tendría que atravesar la aduana, y aquello era la idiosincrasia de las chimeneas. El señor Nicked fue a abrir.

–Dame el aguinaldo, carita de rosa, que no tienes cara de ser tan rosoña... –le cantaron unos chicos con panderetas que montaban un enorme escándalo en la calle–. Y si me lo das, y si me lo das, que suenen las campanas de la catedral.

El señor Nicked se los quedó mirando con cara de pocos amigos.

–Decidles a vuestras madres que os compren un Bollycao y dejad de pedir por las calles. –Y les cerró la puerta en las narices.

Los niños se marcharon con decepción, como se comprobó en los insultos amortiguados que se escucharon al otro lado de la puerta. Alguno debió de enfadarse más de la cuenta, porque le pegó una patada a la puerta con lo que se debió dejar el pie medio pegado en ella.

–¡Acabad con esas serpientes de una vez! –clamó enojado el señor Nicked.

–Son ashwinders –lo corrigió su cuñada.

–¡Como se llamen! –gritó–. Ya mismo vienen mis padres y mi hermana Marggaret y no quiero ver a esos asw–cómo–se–llamen. –El señor Nicked era irritable en su nueva faceta de hombre decente que adoptaba siempre que recordaba que sus padres y hermana venían a casa; faceta, que, por otro lado, a nadie engañaba. Aunque lo hubieran asustado, todos adivinaban que se moría de ganas por preguntar qué eran, qué hacían e incluso, por ejemplo, qué comían.

Se marchó haciéndose el dolido el señor Nicked. Helen y Remus se quedaron mirando a tía Ángela con temor. Se les habían esfumado las ashwinders y no sabían dónde demonios se habían metido.

–Nos quedan cincuenta minutos –anunció tía Ángela–. Alerta.

¿Alerta, se preguntó Remus, indignado. Por más que le daba vueltas ahora, aquello no parecía una buena idea. Temía por la integridad de la casa... Helen, por su parte, se reía muchísimo con su tía; compenetraban mucho y parecían las dos juntas un par de alocadas adolescentes. A Helen no parecía importarle el riesgo de que la casa pudiese salir ardiendo.

Tía Ángela y Helen se sentaron en el sofá, sin preocuparse de seguir buscando las ashwinders.

–¡Levantaos! –rugió Remus–. Tenemos que encontrar las ashwinders. –Estaba sumamente preocupado.

–Tranquilo, Remus –dijo Ángela muy sonriente–. Cuando ya hayan puesto los huevos los encontraremos.

–¿Cómo? –bufó Remus, incontrolado–. Si ni siquiera estamos haciendo nada para buscarlos...

–Los convocaremos –explicó simplemente tía Ángela.

–¿Cómo? –inquirió Remus blanco–. Si los convocamos será peor. –Recordó la lección de Cuidado de Criaturas Mágicas en Hogwarts en que habían estudiado las ashwinders–. Si el mago intenta convocar los huevos para atraparlos será peor: se inflamarán mucho más rápido y la casa saldrá ardiendo enseguida. ¡No nos daría tiempo a congelarlos! –Tía Ángela sonrió tímidamente–. ¿Ése era tu maravilloso plan?

–Sí –dijo Ángela sin dejar de sonreír–. No es la primera vez que me enfrento a unas ashwinders, ten calma. Mi especialidad es el conjuro congelador.

–Tía Ángela fue comerciante de huevos de criaturas mágicas antes de casarse –explicó Helen a Remus.

Éste asintió, entendiendo a medias.

–A mí me dejaban congelar los huevos de las ashwinders –comentó Ángela–. Siempre han sabido que se me daba muy bien. Tan sólo hay que esperar cuarenta y cinco minutos...

Remus se sentó pesadamente sobre el sofá, al lado de Helen, con los brazos cruzados.

Tía Ángela blandió la varita ante sus ojos y se encendió la televisión. «Canal noventa y tres.» George estaba flirteando con Sophie, aunque no hacía falta, porque a ella se le notaba un huevo que él le gustaba y que quería enrollarse con él.

Remus se preguntó cómo tía Ángela podría estar tan despreocupada.

Cuarenta minutos...

–¿Habéis acabado ya con las cosas esas? –preguntó el señor Nicked al pasar por allí.

–¡Sí! –le mintió tía Ángela sin mirarlo siquiera a la cara al hablarle.

Treinta y cinco minutos...

–Vídeo exclusivo –anunció el presentador Henry, llamando la atención del espectador–. Un mago, desconocido y enmascarado, se aparece en la casa de Gran Mago completamente desnudo. El equipo de seguridad compuesto por aurores especialistas lo redujo en un instante.

Tía Ángela, al escuchar las palabras "completamente desnudo", lentamente se echó hacia delante para estar más cerca de la pantalla de la televisión.

Pusieron el vídeo. Sophie estaba ayudando a fregar a Jack, aunque lo cierto era que también estaba intentando ligar con él, cuando con un chasquido sordo se apareció un mago con una bolsa de papel en la cabeza con dos pequeñas ranuras para los ojos. Era gordo y peludo, y echó a correr por la casa ante la expresión atónita de Sophie, que se había quedado idiotizada. Los miembros de seguridad se aparecieron con sendos chasquidos y le lanzaron al individuo decenas de maleficios. Seguro que el pobre hombre habría acabado en San Mungo...

Veinticinco minutos...

Remus olisqueó. ¿No olía a humo? No, se lo estaba imaginando. Sólo era que tenía a las ashwinders metidas en la cabeza y ya todo le recordaba a ellas. ¿Dónde estarían¿Cómo las iban a encontrar cuando ya hubieran puesto los huevos?...

Veinte minutos...

Quince...

Diez...

Cinco...

Ángela se puso en pie de un salto.

–Bien –dijo–. Ha llegado el momento. ¿Estáis preparados? –Helen y Remus asintieron, aunque este último no sabía exactamente para qué debían estar preparados–. Ya deben de haber expirado –explicó–. No suelen durar una hora exacta, y éstas eran lo suficientemente enclenques como para haber explotado ya...

–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Remus sin poderse estar callado.

–Vosotros convocaréis los huevos de las ashwinders –ordenó tía Ángela–. Yo los congelaré.

–Pero no te dará tiempo... –repuso Remus atemorizado–. Es un mal plan, arderá la casa.

–¿Preparados? –preguntó tía Ángela y, para sorpresa del chico, Helen levantó decidida su propia varita–. Vamos, Remus –le instó–. ¡Convocadlos!

–¡Accio! –gritaron Remus y Helen al unísono.

En un momento los huevos de las ashwinders salieron volando de sus escondites, dejando una estela de llamas que empezó a prender la lámpara y el sofá. Tía Ángela debía darse prisa...

La bruja levantó su varita, obró una increíble floritura en el aire y el salón entero se congeló. Remus comenzó a tiritar. Él no estaba congelado, ni Helen tampoco, pero parecían inmersos en una cámara de congelación mágica.

–¿Cómo lo has hecho? –le preguntó Remus castañeándole los dientes.

–Ya te he dicho que tenía experiencia con el encantamiento congelador –dijo tranquilamente. Se adelantó unos pasos y recogió los huevos de las ashwinders, que ya no amenazaban–. Bien, todo ha salido según lo esperado. Gracias por convocarlos, chicos.

–No hay de qué, tía Ángela –dijo Helen muy alegre.

Remus se había quedado mirando a Helen, y ésta se sintió estúpida, pero después se dio cuenta de que Remus miraba más allá de ella, y entonces Helen se dio la vuelta. Su padre estaba al pie de la escalera, con las manos levantadas y la boca abierta, convertido en un cubito de hielo.

–Papá... –musitó Helen–. ¡Hay que hacer algo!

Llamaron al timbre.

–¡Mierda! –exclamó Remus sin pretender ser ordinario–. Deben de ser tu tía y tus abuelos.

Tía Ángela parecía nerviosa.

–Que no cunda el pánico –dijo–. ¿Tu madre tiene poción multijugos, Helen? –Helen negó con la cabeza–. ¡Mierda!

–¿Y de dónde pensabas sacarle el pelo o la uña? –preguntó Remus hiriente–. Está congelado... ¿No puedes descongelarlo¿Ni el salón tampoco?

–Me llevará unos minutos... –susurró nerviosa.

–¡Pero no tenemos tiempo, tía! –exclamó Helen–. Ya están aquí.

Volvieron a llamar al timbre.

–Hay que hacer algo –dijo tía Ángela–. Remus, sube a Matthew arriba¿quieres? –Remus blandió su varita y levitó el bloque de hielo en cuyo interior se encontraba, paralizado en una expresión endiablada, su suegro–. Helen, tú dame tiempo¿quieres? –le mandó.

–¿Cómo? –le inquirió su sobrina.

–No sé. Dame tiempo... –repitió mientras de su varita comenzaba a salir un humo cálido y asfixiate que empezaba a derretir los trozos de témpano que se habían formado en las paredes.

–¿Cuánto? –preguntó Helen.

–Cinco minutos –contestó–. Seis o siete a lo sumo...

El timbre sonó de nuevo frenéticamente. Se les notaba nerviosos. Helen fue corriendo hasta la puerta. La abrió.

–Hola... –saludó en tono empalagoso–. ¿Cómo estáis? Huy, esperaos un momento, que está mi padre persiguiendo a una cucaracha por el suelo. –Se rió–. ¡Qué vergüenza!...

–Yo lo ayudaré –dijo una voz varonil.

–No, no... –dijo Helen rápidamente–. Vayamos al jardín de atrás un momento, si os parece. ¿Os gustaría que os enseñase un arbolito que he plantado hace una semana? Está muy chulo...

Y cerró la puerta.

Remus regresó de haber llevado a cabo su tarea. Empuñó su varita y ayudó a Ángela a calentar las paredes y el suelo, los muebles y la chimenea.

–Creía que los abuelos y la tía de Helen sabían que somos magos –dijo.

–Sí, lo saben –confirmó tía Ángela–. Pero el marido de Marggaret no.

Remus comprendió.

–¿Cuándo descongelaremos a Matthew? –preguntó Remus.

–Cuando hayamos acabado con el salón –le contestó–. Así ya podrán pasar sus familiares... Con él tardaremos menos, espero.

–¿Estará bien?

–Congelado, pero bien –le explicó.

Acabaron a los cinco minutos de dura labor, aunque había mucha humedad de todo el hielo derretido, y enormes charcos de agua por todos lados.

–Esto no puede quedar así –dijo Remus. Alzó su varita–. ¡Fregotego!

Ángela se lo quedó mirando con sorpresa. Le dijo con humor:

–Te secuestraría ahora mismo y te llevaría a mi casa como elfo doméstico. Nadie pensaría que iba a quedar todo tan limpio... –Remus se rió. Se sentía halagado–. Bien, hay que ponerse manos a la obra. Yo iré arriba a descongelar a Matthew. ¿Dónde lo has dejado? –preguntó.

–En el cuarto de baño, en la bañera –dijo–. Estaba derritiéndose y no quería que chorreara agua.

Tía Ángela sonrió.

–Muy bien pensado –dijo–. Tú ve afuera y busca a Helen. Dile que ya pueden entrar.

Remus asintió. Salió corriendo. Había oído que Helen quería enseñarles no sé qué de un árbol en el jardín trasero. Fue a la cocina y abrió la puerta de atrás. Allí estaban. Todos se volvieron bruscamente y se lo quedaron mirando.

–¡Ah! –exclamó Helen apremiante–. Y éste es mi novio, Remus Lupin.

El grupo se dirigió hacia él con amplias sonrisas.

Marggaret era un mujer rolliza y ancha, con gran papada y mal gusto para vestir. Tenía el pelo rizado y de un apagado y ocre color rojo. Por otro lado, parecía simpática.

Su marido, el señor Crisp, era alto y delgado, con los hombros hundidos. Era rubio y de ojos azules; ¡vamos, todo un caballerete inglés. Además era también un poco pijo andando y en su forma de hablar, con un jersey de rombos sin mangas, una camisa lisa rosa, unos pantalones de pana y unos zapatos marrones con cordones.

Por su parte, los señores Nicked eran adorables, una parejita de ancianos bajitos y sonrientes, de cabellos plateados, y escasos en el caso del señor Nicked. Estaban agarrados el uno al brazo del otro, y hacían recordar por qué era bonito el estar enamorado.

–Encantado de conocerles –dijo Remus servicialmente–. ¿Por qué no entráis? –le preguntó a Helen.

–¿Ah, ya? –Lo miró inquisitivamente–. Estupendo.

–¿Y tu madre, Helen querida? –preguntó la abuela Nicked.

–Está con la abuela –contestó–. Ha ido a echarle una visita.

–Ah, entiendo –dijo.

–Creía que me habías dicho que vivía en Estados Unidos y que por eso no pensabas que fuese a venir, Maggie querida –comentó el señor Crisp en voz alta.

–Chist, Dave –le dijo–. Ya ves, me equivocaba.

–Qué error más tonto –le dijo y se rió tontamente.

–Un mozo de muy buen ver –dijo la abuela Nicked mirándole a Remus el trasero cuando se volvió para entrar en la casa.

–Sí –corroboró el abuelo Nicked, con la voz acatarrada–, hubiera servido para la batalla del 43. Sí, señor. Mozalbetes como ése eran los que necesitábamos para hacerle frente al bigotudo alemán.

Helen sonrió. «Ha empezado la Navidad a lo Nicked», pensó.

Entraron en el salón, Helen los hizo sentar y, cuando le dijeron que dónde estaba el mando a distancia, que la abuela Nicked quería ver un programilla que echaban en la tele, su nieta se encogió de hombros. ¿Cómo iba a decirle delante de Dave Crisp "lo siento, abuela, pero es que está configurada para recibir sólo los canales del mundo mágico, je je"?

–Papá, mamá –pronunció una voz congestionada.

Los señores Nicked se volvieron y vieron a su hijo, Matthew Nicked, bajar las escaleras con aspecto cansado y chorreando agua.

–¿Qué te ha pasado, hijo? –preguntó la abuela Nicked escandalizada.

–Me he caído en la bañera –fingió.

Ángela bajó detrás y se puso al lado de su sobrina. Ésta le preguntó:

–Podrías haberlo secado al menos. –Pero no lo decía con reproche.

–No se ha dejado –se excusó–. Me ha dicho que hoy nada de "eme". Ya me entiendes¿no? –Helen asintió.

¿Eme? Remus se sonrió. «Nada de magia», había dicho el señor Nicked; pero aquello sonaba casi imposible. Ellos eran magos, y aun él mismo ya no podía vivir sin magia.

Helen fue a preparar un piscolabis. Ángela dijo que iba a acompañarla, pero Marggaret la pilló por banda y se puso a charlar con ella. Se habían visto un par de veces, pero Maggie decía llevarse muy bien con su concuñada. De esa forma, Remus y Helen se quedaron solos en la cocina.

–Hoy va a ser un día complicado –comentó Helen con la cabeza metida dentro de la nevera–. ¿Quieres algo especial?

–¿Qué les vas a poner? –preguntó Remus, sentado en un taburete.

–No sé –respondió–. Algo para picar. ¿Te apetece algo ahora?

Remus negó con la cabeza.

–¿Se puede? –Entró en la cocina Dave Crisp.

–Por supuesto –dijo Helen muy cordial. Apenas si conocía a su tío muggle, pero pretendía llevarse bien con sus familiares.

–¿Me puedes dar un vaso de agua, Helen? –le pidió.

–Por supuesto. –La chica cogió un vaso y activó el grifo del agua corriente. Lo cerró una vez hubo llenado el vaso de cristal y se lo dio a su tío Dave. Éste se lo quedó mirando extrañado–. ¿Qué le pasa?

–Es agua del grifo –musitó.

–Lo siento, se me ha olvidado meter en la nevera –se excusó.

–¡Bah, da igual! –Soltó el vaso en la encimera, sin bebérselo siquiera.

Salió de la cocina.

Helen se quedó mirando la puerta con aspecto de idiota. Remus se levantó, cogió el vaso y se lo bebió. Se secó con la manga y le pareció que el agua aquella estaba muy refrescante y rica.

–Hoy va a ser un día muy complicado... –repitió Helen apretando los dientes.

–Sí –rió Remus–, pues es Navidad, Navidad, dulce Navidad... –canturreó.

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La señora Nicked tuvo la excelente ocurrencia de no utilizar la chimenea de la Aduana del Reino Unido para aparecerse directamente en su casa; debió aparecerse en algún lugar público como el Caldero Chorreante u otro establecimiento cualquiera del callejón Diagon, pensando, sin duda, que sus parientes muggles ya deberían haber llegado a casa, y después se apareció en la puerta. Introdujo el juego de llaves, que no había usado en su vida, pues era sólo útil para el señor Nicked o Helen cuando fue pequeña, y giró la cerradura. Se abrió la puerta. Ahora ya sí que era la Navidad a lo Nicked. ¡Todos los Nicked al completo!...

–¿A qué hora viene Sorensen? –le preguntó Helen a Remus.

–A las siete –le contestó–. Ni te imaginas las ganas que tengo de pasar la cena de Navidad con él. De pasar la Navidad con un hermano... –Le sonaba extraño.

Helen le sonrió.

–¿Le has dicho que debe actuar como un muggle? –le preguntó también.

–Sí, le he dicho que se vista como uno y que no diga nada de nada –explicó–. Tengo ganas de verlo...

Pero aún tenía que venir alguien más antes de las siete...

La señora Nicked estaba friendo beicon en la parrilla, charlando animosamente con la señora Crips, su cuñada, quien le había dicho que pensaba ayudarla, pero que al final, ya en la cocina, la había ayudado más a la cháchara que a preparar la comida. Entonces ocurrió¡un chasquido! Marggaret soltó un gritito ahogado. Dave, su marido, vino corriendo. Pero ya no eran dos las personas que había en la cocina, sino tres...

–¿Quién es ése? –preguntó Dave sin asomo de cordialidad.

–¡Oh, éste!... –Sonrió la señora Nicked–. Es mi cuñado. Te presento a Ryan Simmons.

Dave se lo quedó mirando de arriba abajo, con una ceja enarcada. El señor Simmons, más alto que él y de espalda ancha, también lo observó con sus profundos ojos negros, sonriéndole irónicamente.

–No lo había escuchado entrar –terminó por decir Dave.

–Oh, claro que no –fingió la señora Nicked–, porque mi cuñado tiene la fea costumbre de entrar por la puerta de atrás; y sin avisar...

–Ah... –exclamó Dave, y se marchó.

–¿Estás tonto? –le recriminó la señora Nicked en voz queda–. Te podría haber visto.

–Lo siento –se disculpó–, no sabía que tuvieses muggles en casa. –Sacó su varita–. ¿Le practico el encantamiento desmemorizante? –Marggaret se encogió cuando la señaló.

–No, Ryan. Ella es mi cuñada también –explicó la señora Nicked–. Es la hermana de Matthew. Sabe que soy una bruja.

Ryan se echó a reír. Tenía una cálida y agradable carcajada.

–Lo siento, Marggaret. –Le estrechó la mano–. Soy Ryan Simmons, funcionario del Consejo Regulador de Escobas.

–Encantada, encantada... –dijo Marggaret, aún no repuesta del susto.

Alguien más entró en la cocina: tía Ángela... Se quedó mirando a su marido como mira una bestia encabritada a otra antes de embestirla.

–¿Qué demonios haces aquí, Ryan Simmons? –le preguntó con un torrente de voz atronador.

Se hizo el silencio en el resto de la casa. Incluso se escuchó el canto de un grillo en el jardín.

–Pedirte perdón –susurró Ryan.

Ángela suavizó sus facciones.

–En tal caso... –dijo mucho más afable–. Ya creía que no lo ibas a hacer nunca.

Se abrazaron. La señora Nicked los miró soñadora.

–Eso está bien –dijo–. No te enfades, hermana, pero ya creía que no te ibas a reconciliar nunca con Ryan. Si se nota que os queréis...

–¿Desde cuándo llevas sin comer? –preguntó Ángela a Ryan sin darle extremada importancia.

–Me tomé un bocadillo en el Callejón Diagon después de que te fueras –contestó–. Ayer no tenía hambre y me fui a Ministerio en ayunas. Y hoy ya me dolían las tripas...

Hasta Marggaret se echó a reír.

–Entonces, uno más –dijo la señora Nicked–. Avisadme si viene Dave. –Ángela asomó media cabeza por la puerta e hizo la guardia. La señora Nicked sacó la varita y dio un par de golpes a la sartén con ella–. Ya está.

El señor Nicked entró por la puerta y se abrazó enseguida a Ryan en cuanto lo vio. Al parecer, se tenían mucho cariño.

–¿Quieres que te enseñe un nuevo conjuro hoy? –le preguntó Ryan.

–¡Cállate, idiota! –exclamó su mujer.

En ese instante entró muy erguido Dave, con el rostro doblado en una fea mueca.

–¿Conjuro? –preguntó–. ¿He oído bien?

–Muy bien, querido, muy bien –asintió Marggaret de inmediato–. Ryan, que aquí acaban de presentármelo –inventó con rapidez–, es un periodista de éstos de las revistas de adolescentes; éstas en que te ponen mil y una tonterías para que se diviertan... Él es quien se inventa los conjuros.

–¿Ah, sí? –preguntó Dave sin variar la mueca–. Pues podría hacer usted algo más interesante¿no le parece? No sé de qué le sirve ser periodista si luego escribe tres frases y medias sobre pegos de velas y hechizos a la luz de la luna... ¿Sabe que las pobres niñas se creen toda esa porquería?

–No soy periodista –repuso Ryan tranquilo.

Dave repitió la mueca y salió. Volvió a entrar al instante y pidió un vaso de agua. Pero como volvieran a dársela del grifo, porque en la nevera no había, prefirió no beber nada.

–Uf –resopló la señora Nicked–. Con esa actitud no sé cómo se tomaría que somos magos...

–Mejor que no lo sepa –dijo Marggaret muy seria.

–Es tan racionalista –apuntó la señora Nicked–. Nada imaginativo. No sé cómo se lo tomaría, así que, a partir de ahora, espero que os comportéis como verdaderos muggles –dijo a su hermana y a su cuñado.

–¡Oye! Que nosotros ya somos mayorcitos y sabemos cómo es el mundo –dijo Ángela en reproche–. ¿Por qué no se lo dices a Helen y a su novio?

–Porque ellos han hecho de muggles mucho últimamente –respondió.

–¿La pequeña Helen se ha echado novio? –preguntó Ryan.

–Sí, sí, sí –respondió efusivo Matthew–. Ven y te lo presento.

Y salieron ambos.

–Por cierto, Marggaret –dijo la señora Nicked–¿dónde has dejado a los niños?

–¿Los niños? –Rió Marggaret comedidamente–. David se ha ido a cenar con mi nuera, Rachel, y unos amigos, y Bill, como acaba de cumplir los diecisiete, se ha ido a cenar con sus amigotes.

–Es normal –comentó la señora Nicked–. Helen también lo ha hecho. Este año es diferente...

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La cena fue suculenta. La señora Nicked se había esforzado y su ímpetu había sido recompensado con un opulento festín.

–Éste es Sorensen Fosworth, mi hermano –les presentó Remus a los Nicked una vez abrió la puerta y le hizo pasar.

–¡Encantados de conocerte! –se adelantó la señora Nicked–. Sí, te das un aire a Remus. –Sonrió–. Bienvenido, está como en tu casa.

–Gracias, señora.

–¡Huy, no! Llámame Helen.

–¿Tú también eres mago...? –preguntó el señor Nicked susurrando.

–Usted debe de ser el padre de Helen –dijo Sorensen sonriendo–. Su hija me ha hablado mucho de usted.

–¿Ah, sí? –inquirió orgulloso–. ¿Qué le ha dicho? –Remus le lanzó una rápida y acre mirada y se interrumpió–. Bueno, da igual. Sólo, muchacho¿sabes que no debes utilizar la magia hoy, no? –Sorensen asintió seguro–. Magnífico. Pasa adentro, te presentaré a mis padres, mi hermana y a mi cuñado Dave.

A las nueve se sentaron a la mesa.

–¡Todo está exquisito! –exclamó Dave–. Es un placer para el paladar, créame, señora.

–Muy amable, Dave –se lo agradeció la señora Nicked.

–Me pincha en los pantalones –se quejó Ryan–. ¿No puedo ponerla en lo alto de la mesa? –preguntó.

–No –contestó enseguida la señora Nicked–. No.

–Pero no voy a hacer nada con ella –comentó al punto el mago–. Sólo es que me la estoy clavando.

–¿Qué se está clavando? –le preguntó Dave con hostilidad.

Todos se quedaron profundamente callados.

–Las llaves –dijo por él la señora Nicked, pero sonó tan falso que Dave se la quedó mirando con escepticismo.

–¿Cómo está tan segura? –dijo–. No lo ha dicho en ningún momento, a menos que yo no lo haya oído. Y, además, si me permite el matiz, ha hablado en todo momento en femenino singular; las llaves concuerda en género, pero no en número. Soy filólogo –sonrió– y entiendo de esas cosas. ¿Cómo está tan segura de que estuviese hablando de las llaves?

–¡Cállate, tremendísimo muggle! –le espetó Ángela de mal humor.

–¿Muggle? –escupió Dave–. ¿Qué clase de insulto es ése? No he escuchado esa palabra nunca... ¡Soy filólogo! –repitió con mayor vehemencia todavía–. ¿De dónde ha sacado esa extraña palabra?

La señora Nicked soltó una falsa risita.

–Discúlpela –dijo–, pero es que quiere mucho a su marido y lo defiende a ultranza. Y eso –volvió a reírse– son cosas de niños. De pequeña nos inventábamos palabras. ¿No me puedo creer cómo te acuerdas todavía de ésa, Ángela? –Rió tontamente–. Significa algo así como desconfiado¿no era?

Ángela asintió a desgana.

–¿Están seguras? –preguntó Dave con acritud.

En ese momento Ángela estaba desmenuzando un marisco y lo hizo tan bruscamente que salpicó todo en la persona que tenía enfrente: Dave Crisp...

–¿Qué ha hecho? –preguntó acalorado–. Me ha puesto perdido...

–Huy, lo siento –se disculpó Ángela, pero se notaba a distancia que no lo sentía–. Mire usted, se lo arreglaría, pero es que yo también soy hoy muggle...

–¿Muggle¿Desconfiada? –preguntó Dave–. No la entiendo, mire usted, señorita. –Se puso en pie–. Voy al cuarto de baño, señora Nicked.

La señora Nicked asintió.

–¡Ay, qué mozalbete! –comentó la abuela Nicked mientras lo veía marcharse.

–Ángela¡ya basta! –le regañó su hermana–. Como sigas así, nos va a descubrir.

–Deja de echarme cosas en cara. No eres mamá –dijo Ángela con suficiencia.

–¡Sorpresa! –exclamó una voz en la chimenea.

Remus miró de inmediato. Imposible: la señora Carney tenía media cabeza asomada a través de la chimenea. Tenía calado un sombrero de ala ancha con un ridículo adorno de una flor encima. Marggaret reprimió un grito y los abuelos Nicked se pusieron a reír.

–¡Mamá¿Qué haces aquí? –preguntó la señora Nicked.

–Pues venir a celebrar la Navidad –dijo con total tranquilidad, saliendo lentamente por el hueco de la pared–. Pensaba cenar con Alan y Lee, pero se han puesto pachuchos. No os importará que os acompañe¿verdad?

La anciana lanzó una rápida mirada que recorrió la mesa, deteniéndose fugazmente sobre su hija, Ángela, su marido, Ryan, Helen y Remus.

–¿Éstos son tus familiares, verdad, Matthew? –preguntó la señora Carney–. Cuánto me alegro de ver que siguen bien... ¿Y este muchacho de aquí¿Es tu hijo, Marggaret querida?

–No, es mi hermano –repuso Remus con acritud.

La señora Carney se limitó a sonreír.

–¡Mamá! –se enfadó la señora Nicked–. ¿Cómo se te ocurre aparecer por la chimenea? Estamos celebrando una cena muggle...

–¡Pues haberle puesto un candado a la chimenea! –repuso–. ¿A mí qué me cuentas¿O es que no quieres celebrar la Navidad con tu pobre y vieja madre, solitaria...?

–Ya empieza otra vez... –resopló Helen.

La señora Nicked, refunfuñando, sacó su varita y dio un golpe con ella, apareciendo un plato más. La levantó de nuevo y apareció una silla entre Marggaret y Matthew. La puerta del cuarto de baño se abrió lentamente, dándole el tiempo justo a la señora Nicked para decirle a su madre muy bajo:

–Nada de magia...

Dave se quedó paralizado.

–¿Quién es? –preguntó.

–Mi madre –explicó sonriente la señora Nicked–. Ha querido acompañarnos.

–No la he oído llegar –repuso–. Además, creía que vivía en América.

–¡Y vivo! –exclamó la señora Carney guiñándole un ojo.

–Pero ha venido a pasar las Navidades a Inglaterra. –Lo arregló rápidamente la señora Nicked.

Dave Crisp se sentó.

–Dime, Ángela... –comentó la señora Carney con suspicacia–. ¿Cuándo me vas a traer tú un nietecito o una nietecita?... Como sigas así –rió–, se te va a pasar el arroz.

Ángela rió con amargura, hipócritamente. Helen se encogió sobre sí misma. Había tenido una premonición, y nadie se había dado cuenta, ni siquiera Remus. Había visto una mirada intensa, de ojos oscuros como el carbón, y una voz en eco que pronunciaba intermitentemente un nombre: «Tim Wathelpun». De fondo se escuchaba también: «Habrá más. El horror se repetirá. El secreto se revelará. Y vosotros tendréis la culpa. Y vosotros, el remedio», así como una cacofónica fusión de gritos y lamentos, sollozos y llantos de personas cuyas voces se apagaban en su mente.

Helen pestañeó y sólo escuchó la risa de su tío Ryan a algún chiste que había dicho su padre.

–Bueno¿qué, Helen? –Su abuela se dirigió hacia ella–. ¿Cómo está tu novio?

–Puedes pregúntarselo tú misma –respondió Helen groseramente.

Tía Ángela se sonrió.

–No tengo costumbre de hablar con personas que muerden –dijo.

Dave, que estaba muy atento a la conversación, se quedó mirando a Lupin con asombro. Seguramente, pensó Helen, estaría dándole vueltas a qué se podría referir la señora Carney con aquello.

–¿Tiene algún problema con eso? –preguntó Remus también descortés–. Quizá no debería haber venido esta noche, señora Carney. Me duele una muela y tengo que morder cosas para que se me alivie.

La señora Carney se puso lívida.

–¡Chicos, chicos! –gritó la señora Nicked–. Ya basta.

–No, no, no –la desordenó su madre–. Seguid, seguid. ¿Es que me vas a morder, saco de pulgas?

–¡Cállate, vieja rancia! –Se puso en pie tía Ángela–. No te metas con mi sobrino.

Remus se la quedó mirando como a una heroína.

La señora Carney arrastró las sílabas para decir:

–No es tu sobrino, Ángela querida. No es sangre de nuestra sangre. No es un sangre pura como tú o como yo.

–¿Y qué más da que sea un mestizo? –gritó Ángela. Dave estaba muy asombrado, con una mano en el pecho, asustado. Pensaba que madre e hija se iban a liar a tortazos–. Es el novio de Helen y es mi sobrino. ¿Es que te molesta eso?

–¡Es un licántropo! –La señora Carney también se puso en pie, con la cabeza muy alta.

–¿Qué ocurre aquí? –preguntó Dave asustado–. ¿Qué broma es ésta?

Marggaret le puso una mano sobre la suya confusa.

Tía Ángela parecía descolocada. Miró de soslayo a Remus y vio que éste estaba cabizbajo.

–¿Y qué? –inquirió–. ¿Lo eres, Remus? –le preguntó.

Remus sintió que todos lo miraban atentamente.

–Pero ¿qué tonterías estáis diciendo? –preguntó intranquila la señora Nicked–. ¿Queréis cenar en paz?

–¿Lo eres? –inquirió tía Ángela.

Remus asintió lentamente, una sola vez.

–¿Cómo¡Pero cómo vas a ser un licántropo! –gritó Dave.

La señora Carney sonreía con orgullo, con descaro¡con satisfacción! Ángela la miraba, resoplando como un toro a punto de embestir, que esparce la arena con su pata y se prepara para golpear al matador antes de recibir la estocada final.

–¿Lo ves, Ángela? –preguntó la anciana con voz amable–. Yo sólo hago las cosas por tu bien. Aléjate de él¿quieres? Yo sólo quiero protegerte. Siempre te he querido. Vente conmigo, Ángela. Ellos te lo habían ocultado. Ellos te mienten. –Tía Ángela titubeaba–. Es un hombre lobo...

–Es bueno... –susurró Helen, que estaba sentada al lado de su tía preferida.

Ángela miró a Helen fijamente. Le sonrió y le lanzó a su madre una mirada agria.

–¡Cállate, vieja bruja! –le gritó.

La señora Carney se cabreó y se metió la mano en el escote. Se sacó una larga varita, que blandió ante la mirada impasible de su hija menor. Todos contuvieron la respiración, hasta el confuso Dave, que seguía preguntando qué pasaba.

–Te he aguantado todo este tiempo que seas una hija testaruda y maleducada –le dijo–, pero soy tu madre, y tengo algunos derechos sobre ti. Me debes un respeto.

–Tengo treinta y dos años –dijo Ángela tranquila, con los brazos laxos–, y no tienes ningún derecho sobre mí, ni sobre nadie. Tu ambición te ciega. Tu hija mayor se casó con un muggle y te jode. –«¿Un desconfiado?», preguntó Dave–. Ahora Helen se ha enamorado de un licántropo y más de lo mismo. Y yo, que hice lo que a ti te gustaba, no pudiste disfrutarlo, porque, según tú, era la hija rebelde. Deja de apuntarme con la varita. ¿Qué pretendes?

La mano de la señora Carney temblaba ligeramente. Todos miraban la situación sorprendidos. Ryan Simmons estaba muy tenso. La señora Nicked miraba a su madre y a su hermana con desesperanza mientras murmuraba cosas.

–Embrujarte –dijo la señora Carney en un tono empalagoso–. Pagarme lo que durante quince años me he tenido que aguantar, Ángela. ¡Soltar toda mi rabia reprimida!

–¡No aquí, no en mi casa! –Se puso la señora Nicked también en pie–. ¿No ves, mamá, que estamos intentando tener una tranquila cena muggle?

–¿Desconfiada? –preguntó Dave nervioso–. ¿Qué demonios pasa aquí?

–¡Muggles! –bufó la señora Carney sin bajar la varita–. ¡Más que simples y asquerosos muggles¡Todos ellos!

–Mi marido es uno también –mencionó la señora Nicked con tranquilidad.

–Pues deberían colgarlo ¡como a todos! –gritó–. Estoy harta de hipocresía. Sangres sucias, híbridos, muggles... No deberían tener derecho a la vida.

–¡Cállate, arpía! –vociferó Helen.

–¡Escoria! –gritó tía Ángela.

–Fuera de mi casa –ordenó la señora Nicked a su madre con sangre fría.

–¿Tú también, hija mía? –le inquirió la señora Carney a Helen, su hija–. Has visto lo que has hecho¿no, Ángela¡Petrific...!

Pero muchas cosas pasaron en un segundo, todas ante la sorpresa y conmoción de Dave, que se desmayó. Remus, más rápido que ninguno, extendió sólo una mano y pronunció el expelliarmus, con lo que la varita de la señora Carney, indefensa, salió volando por los aires hasta caer en el sofá; Ryan, a fin de defender a su esposa, aturdió a su espantosa suegra; Helen también había cogido su varita y había lanzado un maleficio de tragababosas, así como la señora Nicked la había petrificado. A todo esto, que había supuesto la caída en coma de la señora Nicked, había que sumársele la participación, al menos voluntaria y entregada, del señor Nicked, que aún llevaba encima la antigua varita de su esposa: se la sacó del bolsillo y, como no pudiera hacer magia con ella, se la lanzó a la señora Carney con todas sus fuerzas, dándole con ella en toda la cabeza.

Aquello debía de ser lo que Helen llamaba una "Navidad a lo Nicked"...

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Jeje... Navidad a lo Nicked. Ha quedado bien. Tenía ganas de poner otra vez a la señora Carney dando por saco. Y se han vuelto a sacar otra vez asuntos espinosos del pasado. Pronto resolveremos más secretos, paciencia. Hay muchos y algunos más ingeniosos e increíbles que el que Remus tenga un hermano. Pero para eso la historia ha de seguir su curso. ¿Para cuándo el próximo capítulo? Suerte que con el ordenador nuevo puedo prevenir¿os parece bien el martes, 26 de abril? A mí sí. Si dejo un poco más de días de lo habitual es para que a todos os dé tiempo a enteraros de que he colgado el capítulo y a leerlo y también porque me tengo que conceder más tiempo para que no me quede sin capítulos de reserva.

Avance del capítulo 37 (CAMBIO MINISTERIAL O EL NACIMIENTO DE UNA AVERSIÓN): La actual ministra abandonará su cargo y comenzará una pugna mediática para obtener el poder. Se conocerán los entresijos por los cuales Dumbledore y Fudge pudieran, desde un principio, comenzar con mal pie. Remus se reencontrará con una persona muy querida que lo ayudó en un momento de su vida.

Cuidaos y nos vemos pronto. Un abrazo.