«Como dize Aristótiles, cosa es verdadera, el mundo por dos cosas trabaja: la primera, por aver mantenençia; la otra cosa era por aver juntamiento con fenbra plazentera.» (c. 71). «Si Dios, quando formó el omne, entendiera que era mala cosa la muger, non la diera al omne por conpaña nin d'el non la feziera; si para bien non fuera, tan noble non saliera.» (copla 110 del LBA de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita).
¡Bienvenidos a la cuadragésima entrega de MDUL!
Respondo "reviews":
–PAULA YEMEROLY. Heinrich... Enrico... Realmente, queréis cambiarme el nombre. Me gusta más el primero. ¿El otro es italiano, no? Realmente es apabullante cuanto has escrito: has tenido que pasar mucho rato dedicándoselo a los "review", pero te lo agradezco con todo el alma, porque, cuanto más se alargaba tu "review", más se me descolgaba a mí la boca por el tiempo que has usado y eso es algo que no puedo ni agradecerte con palabras porque no tengo, pero espero que comprendas mi gratitud, indescriptible. Realmente eres un ser entrañable, pequeña Pauline. Siento que mi respuesta sea un tanto desustructurada, pero tengo que dar respuesta a muchas de tus cuestiones y no creo que pueda encontrar mucho orden. En primer lugar, yo sí que eché en falta no poder dejarte una respuesta, porque te añoré, pero comprende que no sería justo por los demás, pues ellos también hay semanas en que no pueden leer y yo no les respondo y, si lo hubiese hecho contigo, ellos hubieran podido molestarse. Elena es una persona fundamental a la hora de hablar de MDUL: no sólo es su personaje principal femenino, sino que gracias a ella escribo la historia; a ella se le ocurrió la idea y por ella la escribo. Y sí, frecuentemente me da muchas ideas y me ayuda a configurar capítulos que yo no tengo muy bien coordinados. Me escucha con atención y tiene una imaginación muy prolífica. Realmente le debo mucho. No sé si serás adivina o "atilina": cuanto sé es que... ¡me vas a adivinar todo el argumento! Aunque ya te has pasado por alto un detalle fundamental, que, uff, menos mal; porque, al colgar el capítulo, me dije: "como esto lo adivine Paula, me da algo...". Prefiero que eso en concreto os quede con la intriga. Me hizo gracia que comentases en tu "review" que si Remus pensaba casarse alguna vez o no... Realmente gracia... Realmente ¿"atilina"?... No, chica, no... Adivina. Sí he visto Buscando a Nemo, en el cine. Me pareció entretenida. No me creo eso de que no te vayas a enamorar nunca (me recuerdas a Elena). Quizá le hiciera gracia lo del "papá licántropo", sí, pero seguro que ya tiene hermanos licántropos: Samuel Peet es su hermano licántropo, le guste o no. No, Dumbledore no solucionará el problema laboral de Remus: habrá de ser éste quien tendrá que tomar una decisión. Pero yo confío mucho en el destino; y Helen también. Por cierto, ya que he llegado releyendo a ese punto, muchas gracias por decir que soy tu autor favorito. Tú eres mi segunda fan, y eso se merece con el mayor cariño que se puede profesar. ¡Yo también quisiera ir a Argentina a hablar contigo! No creo que Helen le vaya a revelar a Remus su secreto a la luz de las estrellas, como dices: se lo revelará dentro de dieciséis años. ¡A veces es conveniente esperar! Sorensen vive con sus abuelos, creía que ya había salido eso (sí, creo que en el 36). Y Remus no sé si los ha conocido o no... Realmente eso no es primordial. "Qué cosas del pasado recaen en ambos" (refiriéndote a Malfoy y a Sorensen): sí, "atilina" o "adivina", pero eres bien la que me lee más atentamente, bien la que mejor sabe leer entre líneas. Ya veremos la base de ese gran odio. Y espero que la biblioteca no se cierre, por su bien. Yo no creo que Remus estudiase porque pensaba en un futuro más digno para él; me baso en mi propia experiencia: cuando te sientes apartado, excluido, te acercas a lo primero a lo que echas mano, y en mi caso, como en la mayoría, es a los libros. Te sientes mejor sabiendo que tu labor como estudiante la llevas a la perfección cuando el resto de tu vida es una mierda. El tatarabuelo de Sirius se portó bien con Remus porque sabe muchas cosas de él. A saber las conversaciones que Dumbledore mantendría en su despacho sobre Lupin... Pero como los cuadros no pueden abrir el pico... No, Dumbledore ya tenía que estar seguro de que Harry era el elegido porque Voldemort lo había señalado a él. ¿Lo recuerdas? "Como a su igual". Bueno, espero haber respondido a todas las cuestiones que has podido irme planteando a lo largo de tus dos discursos que tanto me han hecho, como siempre, que pensar. Me alegro de volver a tener que poner tu nombre, pues eso implica que mi querida Yemeroly ha vuelto a MDUL y que, aunque lejos, podemos abrazarnos con palabras que transmiten nuestro cariño. Hay una cosa que me ha dejado harto sorprendido¿sabes élfico? Yo intenté aprender, pero no encontré ninguna Gramática, snif... snif... Más o menos he averiguado lo que pone porque siempre he estado muy atento a las películas de ESDLA y esos términos aparecen en ellas diseminados. ¿Tú sabes dónde hay alguna Gramática o algún lexicón de élfico: alguna página web o algo? Bueno, muchos besitos, argentinita, y nos vemos muy pronto. Por cierto¿has visto los dibujos de Elena? Saludos también de ésta. P.D.: Me has dejado muy intrigado con eso de que, si al final te atreves a mandarme una foto (cosa que espero porque no creo que sea para tanto, realmente), también me tendrás que contar muchos secretos que mantienes guardados. Vaya...
–NAYRA. Hola, Sara. ¿Cómo estás? Very important: Elena ya ha acabado tu dibujo, jeje. No te lo quería decir para dejarte con la intriga, pero es que no puedo mantener la boca cerrada. No sé aún cómo no os he contado media trama de MDUL, soy un caso... Sí, ya lo ha hecho y yo creo que ha quedado muy bien. La chica no se parece mucho a ti, la verdad, pero es un dibujo simbólico; además, hay que tener en cuenta que Elena sólo ha visto una vez tu foto, me hubiese extrañado que se acordase tan bien. No sé para cuándo la colgaré, porque tengo que ir muy limitadamente ya que Story-Weavers sólo me permite colgar 3MB cada vez. Menos mal que me sé la contraseña del correo de Elena (jeje, no seáis malos, que me la dio para casos como éste y yo no le hago nada más, que soy un chico bueno ...) y puedo colgar otros tantos desde el suyo. Ya sé que repito mucho esta palabra, pero PACIENCIA. Todo, al fin y al cabo, con un poco de tiempo, se resuelve. Sí, algún día deberíamos hablar otro rato, que supo a poco y quiero contarte más cosas, como te prometí, sobre vuestros personajes. Lo del personaje de Eva es que, como aún quedan unos cuantos capítulos, pues no sé muy bien qué hacer: que la verdad es que está pareciendo que todo el mundo se enamora de Remus y, vaya, uno quiere saber cómo lo hace. Saliendo un poco de tono del "review"¡enhorabuena por lo de Historia de primero! No sabía que te quedase, pero me alegra saber que la has recuperado. Es bueno, así tienes más holgura ahora que te vienen todos los exámenes finales. ¿Acabáis ya mismo, no? Elena esta semana, así que la que viene tendré que ir solo en el autobús. Snif... ¡Es que me aburro yendo solo y callado! Por cierto, hoy has adelantado a Eva, je je. ¿Qué le pasará, normalmente que es tan rápida? Bueno, lo voy a dejar por hoy porque no debería estar respondiendo "reviews" hoy (es lunes), ya que mañana tengo un examen de Latín y debería hacer algo de provecho; pero creo que es que soy un "reviewdrogodependiente". ¿Quién me hubiera dicho a mí un año atrás que "fanfiction" iba a cambiar mi vida cuando me reía de Elena por estar ésta todo el día pegada al ordenador leyendo historias? Ves, no te puedes reír de nada. Nada, me alegra que cada vez te guste más MDUL; espero que vaya en aumento, porque lo queda... no es moco de pavo. ¡Ah! Y, como estás muy intrigada sobre lo de Helen, te dejo leer ya, aunque... Snif... Snif! Un beso, guapa, y muchos saludos de parte de Elena que llegan en el monoplaza de King Alonso Magic, el nuevo héroe castellano que ha conseguido superar en hazañas hasta el mismo Cid Campeador.
–PIKI. Hola, malagueña. Espero que te hayas dado ya un chapuzón en la playa de parte de los dos, porque aquí hace un calor... Estamos viendo a ver si podemos quitar el tapón de la campilla, pero parece que está atascado. (Qué poca gracia tienes, dice mi voz interior.) ¡Dejémonos de pegos! Ya que sigues (o más bien empiezas) preocupada por tu personaje, te doy unas cuantas indicaciones que me has pedido: creo que saldrá en torno al 60 o en adelante (al menos así va de momento). Y sí, será "very very important": no por nada tiene un importante apellido. Pero eso me remite a otro pensamiento: digamos que tu personaje lo tengo bastante conformado (por lo menos lo que es la historia). Oye, por cierto, me has hecho mucha gracia con el comentario sobre Ken Fosworth: fue lo mismo que dijo Elena cuando lo leyó (allá por el mes de septiembre u octubre del año pasado): sólo que ahora ella insiste que en el futuro se volverá un hechicero tenebroso. Yo no le he dicho ni que sí ni que no... Me gusta dejarla con la intriga... Bueno, como a todos vosotros también. Sí, ya vi que me tienes agregado al messenger; la cuestión es si algún día podré conectarme... Ahora con los exámenes lo dudo profundamente, pero ya concertaré un día más adelante y podremos hablar "en directo". Ay, mi Laurita, gracias por decir que tú también me has cogido cariño: realmente me has hecho sonrojar. No sé, es cierto; hay lectores con los que conecto más tarde o que no llego a conectar (la afinidad y eso, ya sabes), pero la energía con que tú has llegado me emocionó. Pero eso ya te lo conté... Además, te estás mostrando tan participativa con todo (Story-Weavers, foto, etc.). ¿Qué más puedo pedir? Realmente eres un sol. Y ojalá pudiera decirte más cosas de tu personaje, pero digamos que con todos hago una promesa de "top secret" para que cuando le leáis os sorprenda más todavía: porque no es lo mismo que yo os lo explique que leerlo en su profundidad aquí¿no te parece? Confía en mí: Laura es un personaje que yo creo no te dejará insatisfecha. Y sí, ya mismo aparecen los primeros lectores que introduje: espero que me digas lo que te parece. La primera es Joanne Distte, desaparecida en combate desde hace algunas semanas. Y... bueno... sobre este capítulo... ¿Qué decir de Helen? Bueno, ya lo vas a descubrir tú por ti misma. Sólo espero que te guste. Bueno, te mando muchos besillos para Málaga, okis? Cuídate. ¡Y saludos de Elena! P.D.: Perdona que no haya incluido tu frase memorable (que, por cierto, ésta sí que me ha dado que pensar), pero es que la que he incluido llevaba mucho tiempo preparándola para este capítulo. Estoy seguro de que no te habrá molestado.
–GWEN LUPIN. Jaja (!). Hola, chiquita. Las risas del principio las incluyo por ese elogioso comentario tuyo en el que me has convertido en el "fanfic" más original de cuantos has leído. ¡Y sólo por que Remus sale de fontanero¡Jajaja! Realmente me hace reír. No niego que sea original, pero es una superchería en comparación con muchas otras cosas que han pasado y (mejor) que van a pasar, donde sí vas a ver que es original y que no has visto un "fanfic" así en toda tu vida. Quizá esté equivocado, ojalá no, pero he estudiado mucho el argumento para satisfaceros a todos de la mejor manera posible y sorprenderos por cuantas vías se puede hacer. Es que pensé que Remus tenía que estar involucrado en el cuidado de Harry, aunque fuese brevemente. Creo que era justo. Y Dumbledore y Fawkes al cuidado del niño¡es lo menos! Lo que creo es que no me he pasado en cómo he puesto a Petunia, esa insoportable muggle. Tranquila, te puedo adelantar de momento que Lucius no va a cerrar la biblioteca, aunque ganas no le falten. La biblioteca a él le interesa; lo que no le cae tan bien es Sorensen, el bibliotecario. Sobre la visión que tuvo Helen... hummm... Lo siento, no, no puedo decirte nada. ¡Es TOP SECRET! Pero algún día se descubrirá. Se la mantendrá oculta unos añillos de nado, pero se lo piensa contar cuando surja el momento. Piensa que Helen tiene que tener tacto, porque a veces tiene visiones muy... peliagudas. Pero la visión sabrás pronto en qué consistió. Me alegra que en este "review" ya parezcas un poco más feliz, porque en el anterior... Me dejaste algo preocupado. Imaginé que no sería nada grave de verdad, pero ciertamente te vi algo alicaída y eso no me gustó. Espero que sigas así. Un beso, chica, y hasta pronto.
–KALA FICTION. Hola, Kala. ¿Qué tal? Te mandé un correo electrónico dándote las gracias por la foto. Imagino que te llegaría, pero, por si acaso, lo menciono aquí para reiterarlo, no obstante. Me sonrojas con tanto elogio. No es necesario que me felicites tan a menudo; si el que debería felicitarte soy yo por seguir viniendo semana tras semana a aguantar las cosas que escribo. Y realmente me pareció divertida la sola idea de imaginarme a Rowling leyendo mi relato. Salvando el problema idiomático, cuestión que ya quita posibilidades, quizá sí le alegraría ver que alguien se esfuerza tanto en encontrar cualquier posibilidad alternativa a uno de los personajes que ella ha creado. Pero yo realmente pienso que ella se mostraría muy emocionado por cuanto hay en "fanfiction" en general; quiero decir, al ver esa cantidad ingente de autores que escriben sin ánimo de lucro por algo que ha salido de su imaginación... ¡imagino que se le tienen que caer los lagrimones de felicidad! Yo por lo menos pienso que nosotros también estamos colaborando con nuestro granito de arena a la literatura, porque, si en la Edad Media se crearon ciclos épicos y de romances sobre temas comunes¿por qué no podemos estar creando nosotros ciclos sobre Harry Potter? Sería una buena propuesta. La verdad es que sí he intentado guardar al máximo los detalles de los libros de JK. Cuando lleguen los años en que vuelve Voldemort, ya se verá lo difícil que ha resultado mantener esa coherencia; pero yo creo que ha salido bien. ¡A mí también me encantan las bibliotecas! Paso muchísima parte de mi tiempo en ellas, y desde una cuelgo siempre los capítulos, conque debo darles gracias. Por eso te voy a contar un secretillo: no pienso cerrar la biblioteca del mundo mágico... ¡ni porque quiera Lucius ni por nadie! Si quieres acampamos tú y yo y quien se apunte y hacemos barricadas. Por cierto, he pensado que, ya que eres una mamá experimentada, tu personaje también debería serlo¿no? Imagino que estarás de acuerdo. Un besote gordote a ti también y muchísimos más de parte de Elena, a quien creo que el abrazo de oso la dejó sin respiración unos segundos.
–MARCE. Hola, querida Marcela. En primer lugar (snif), siento lo de Salvando a Sirius Black. Yo no soy el promotor de la votación y no tengo culpa de que se haya decidido mayoritariamente por el final tres, pero, tranquila, que los pienso escribir todos. Espero que ya estés más animada. Además¿quién sabe? A lo mejor éste también te gusta mucho. Antes de pasar a ningún otro apunte, realmente me has dejado cohibido con cuanto me has relatado sobre Colombia; debo señalar mi ignorancia sobre tu país, pero sí son sonadas las guerrillas por aquí. Realmente, si quieres que te cuente algo de mi país (espero no aburrirte), ahí va: desde el 75 disfrutamos de democracia después de la larguíiiisima dictadura del general Franco, que por suerte no me tocó vivir (hace poco quitaron una estatua del hombrecillo este y se montó un revuelo...). Desde entonces dos partidos, mayoritariamente, gozan del poder en España, escogidos por sufragio universal en las urnas cada cuatro años: PP (Partido Popular, de derechas: asimilador de la antigua UCD y de los miembros más progresistas de la dictadura franquista) y el PSOE (que hay quien lo lee "soe" y "pe-soe"; Partido Socialista Obrero Español, de izquierda); bueno, realmente debería decir que ambos son tendentes al centro, pero bueno... Depende. Luego hay partidos minoritarios de izquierda. Pero el principal problema de España (no sé si por allí se escucha) es el nacionalismo, cuestión que ahora trae al Parlamento más que ansioso. Cataluña y País Vasco (dos regiones de nuestro país) desean independizarse y sus partidos nacionalistas tienen mucho poder y presionan con frecuencia al Estado. En la última comunidad existe un comando terrorista, ETA (siglas que ahora mismo no recuerdo porque son de una lengua que desconozco casi por completo), que por suerte está ahora un poco inactiva pero que ha causado muchas muertes a fin de crear el desorden general del Estado, promover la separación y la independencia. Conque ése es el principal problema de mi país... Ay... Mejor dejemos estos temas que ponen a uno el cuerpo malo. Espero que este capítulo te haya gustado y que éste que vas a leer también lo haga. Por cierto¿ha leído tu hermano ya algún capítulo? Imagino que habrá leído Harry Potter, porque, si no, no se enterará de nada... Le envías recuerdos de mi parte que no lo he hecho hasta ahora. Espero que se mejoren tus problemas informáticos (yo estoy ya de ordenadores...). Bueno, Marce, espero que en el próximo capítulo hablemos de temas más agradables. Un besazo enorme y rebosante de cariño. P.D.: Lo que te dije con esa frase que me has anotado es que Elena y yo nos reímos con un comentario de tu anterior "review" porque nosotros, como conocemos lo que tiene que venir en los próximos capítulos, nos hace gracia que, sin querer o no, vosotros empecéis a interpretar o intuir cosas. Sólo era eso. Espero haberte ayudado.
(DEDICATORIA. A mi más que apreciada Helen Nicked Lupin, quien recibió este capítulo con gran sorpresa y acabó llorando con él. Felicidades, guapa. Feliz décimo noveno cumpleaños y que vengan muchos más y que los podamos disfrutar y que siempre estemos juntos para celebrarlos. También desde aquí quiero animar a Ana (Leonita), porque sé de buena tinta que actualmente está muy liada con sus exámenes y deseaba animarte, guapa, para que todo te salga estupendamente. ¡Mucha suerte!)
CAPÍTULO XL (HELEN NICKED YA NO EXISTE)
El día de la «misión», Remus tardó en regresar y Helen estaba preocupada. Le había dicho que se pasaría de inmediato para hablar con Dumbledore y comunicarle los resultados obtenidos en su inspección. La chica no estaba preocupada; sabía que nada malo podría sucederle a Remus en una casa muggle. No era aquél un trabajo peligroso. Pero tardaba en regresar...
–Entiende, Helen, que voy a poner ya la cena –dijo la señora Nicked yendo hacia la cocina–. No sé dónde se ha metido Remus, pero cuando vuelva, que se caliente los filetes y ya está.
Helen asintió. ¡Qué remedio! Cerró los ojos por lo menos un minuto. «¡Maldición! –pensó–. Hay veces que me gustaría tener las visiones cuando a mí me diera la gana.»
Pero por más que se quejó consigo misma y con su poder adivinatorio no tuvo ninguna visión aquella tarde. Y mejor que no la hubiese tenido, porque, si no, no hubiese habido sorpresa...
–La comida está lista –anunció a voces la señora Nicked.
El señor Nicked bajó las escaleras a saltos, con expresión de voraz apetito. Pasó al lado de Helen como una exhalación, a punto estuvo incluso de atropellarla. Se sentó a la mesa y blandió el cuchillo y el tenedor, cada uno en una mano.
–¡Quiero comer¡Quiero comer¡Quiero comer! –gritó aporreando la mesa con los cubiertos. La señora Nicked entró suspirando por el comportamiento pueril de su marido–. ¿Qué hay para comer, palomita?
–Filetes –dijo.
–¡Bien! Filetes... ¡Chúpate ésa! –gritó loco de emoción.
Helen se sentó a su lado, aunque no estaba de humor como para reírle las gracias. Apoyó los codos en la mesa, pero los retiró inmediatamente cuando su madre entró, porque la regañó severamente.
–¿Y Remus? –preguntó el señor Nicked, quien acababa de darse cuenta de su ausencia. Helen se limitó a encogerse de hombros–. ¿No te habrá dejado, verdad, cielito? –Helen negó rápidamente con la cabeza–. ¡Ah, menos mal, porque le hubiera montado un pollo de narices... Pero, entonces¿dónde está?
–¡Ya te he dicho que no lo sé! –respondió Helen molesta.
–No se habrá ido de fulanas¿verdad? –siguió indagando el señor Nicked–. ¿Verdad, hijita¿Verdad?
–¡Que no, papá¡Que no! –gritó.
–Luna llena no es –comentó la señora Nicked al salir de la cocina de nuevo–. Me extraña que sea tan impuntual. –Mirando la hora–. Siempre está para la hora de cenar.
–¿No se habrá dado a la bebida, verdad? –preguntó el señor Nicked.
–¡Cállate, Matt! –vociferó su mujer perdiendo los nervios–. ¿Cuándo aprenderás a mantener la boca cerrada? No me obligues a utilizar un hechizo.
–Lo siento... –dijo el señor Nicked con voz melosa, que hacía sentir a uno mal. La señora Nicked lo miró con ojos cristalinos y apartó la mirada inmediatamente, contrariada.
–¡Claro! –exclamó Helen y su padre pegó un brinco en el asiento por el que poco faltó para que acabara con el culo aplastado en el suelo.
Helen acababa de caer en la cuenta, algo tarde, debo decir. Cerró los ojos, aunque en esta ocasión no para tener una visión¡sino para mandarla! Hacía tanto tiempo que Helen no utilizaba aquel sencillo modo de enviarle mensajes a Remus que ya se le había olvidado y todo. La energía fluyó por su cabeza y enseguida respiró tranquila, consciente de que Remus acababa de ver lo que ella había visualizado en la claridad de su mente.
Pero ella seguía igual de nerviosa, no obstante. Remus podría haber visto su visión, pero ella seguía en ascuas sobre el paradero exacto de su novio. «¡Qué asco no tener visiones cuando una quiere!», pensó contrariada.
Pero cuando se llevó un bocado a la boca tuvo que soltar el tenedor con furia. No le había dolido; más bien había sido la impresión. También hacía tiempo que no usaban los Anillos Enamorados y, por tanto, no recordaba que Remus podía comunicarse con ella enviándole un escueto mensaje a su anillo.
La chica leyó las letras que se acababan de grabar en su pieza de oro. «Estoy bien. Llegaré en un momento.» Era bastante conciso, pero por lo menos ya sabía que no estaba muerto o en peligro. Cómo pudo respirar tranquila...
Cuando degustaban tranquilamente el postre, Remus apareció con un chasquido estremecedor. Helen se volvió asombrada, contenta de su regreso, y se lanzó a sus brazos.
–¿Cuándo pensabas llegar, eh? –le preguntaba entre beso y beso.
–Lo siento... –decía él mirándola a los ojos con ternura–. En serio que lo siento.
–Bueno¡venga, ponte a comer –le dijo Helen.
Pero Remus no se movió del sitio en que se había aparecido. Agarró a Helen, que se había puesto a andar en dirección a la mesa, de la muñeca y la hizo volverse hacia él bruscamente. Los señores Nicked lo miraron estupefactos, sin saber cómo reaccionar.
Remus, sin dejar de sujetar la mano de Helen, plantó la rodilla derecha en el suelo y contempló a Helen con un nudo en la garganta. Helen, cohibida, se llevó una mano temblorosa al pecho.
–Helen, yo... –empezó a decir Remus, nervioso–. Te amo, Helen. ¡Te quiero como a nadie he querido en este mundo! Estoy enamorado de ti y... Y... Y...
–¿Y? –inquirió el señor Nicked desde su silla, impaciente.
Remus lo miró fugazmente y, en seguida, volvió a quedarse concentrado ante la imagen de su enamorada.
–Y... –dijo, titubeante–. Helen Nicked¿quieres casarte conmigo?
La señora Nicked rompió a llorar, tapándose con las manos. Helen reía y lloraba a la misma vez, toda temblorosa. Asintió repetidas veces y Remus la abrazó con fuerza.
–¿Ves? –le dijo el señor Nicked a su mujer–. Este chico no habrá estado con fulanas¡pero bebiendo seguro! Viene con un ciego encima que no sabe ni lo que dice...
–¡Oh, cállate, Matt! –exclamó la señora Nicked, abandonando un instante la emoción que se albergaba en sus ojos vidriosos–. Esto se merece un brindis. –Agitó su varita y apareció una botella de champán y cuatro copas finas de cristal. La señora Nicked las llenó, repartió y levantó la suya propia–. Por la feliz pareja compuesta por mi hija y el mejor muchacho que habría podido encontrar.
–Yo también quiero decir unas palabras... –dijo el señor Nicked y todos lo miraron, impacientes–. Sé que a veces he sido muy aprensivo con esta relación¡y también sé que no creéis que pueda hacer un discurso medianamente correcto sin decir una estupidez!... Por eso no voy a dar ninguno. –Se quedó mirando su copa con embelesamiento. Lo que no sabía ninguno es que estaba evitando que un manantial de lágrimas se derramase por sus ojos–. Sólo quiero desearos lo mejor, Helen y Remus. Lo mejor...
Levantó su copa y los tres la chocaron con las suyas. Bebieron el champán y volvieron a brindar. Todos tenían algo que decir.
–¡Ah! Se me olvidaba –dijo Remus de pronto.
Se sacó del bolsillo de la túnica una cajita con un anillo reluciente.
–Pero... –dijo Helen sin voz–. ¡Pero si hasta tiene un pequeño diamante!...
Había empleado bien los treinta galeones.
Eran felices.
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–Pensaba que estabas loco, que te habías vuelto imbécil de pronto –le dijo Helen.
–¡Ah, es bueno saberlo –dijo Remus con sorna.
Estaban tumbados en la cama de Remus, arrimados uno al cuerpo del otro, con el chico acariciándole amorosamente a Helen el cabello.
Hacía dos días que Remus se había declarado y el amor campaba por la casa como un arroyo que fluye entre un prado lleno de flores. Hasta los señores Nicked parecían más felices y amorosos el uno con el otro. En aquel momento, los dos se encontraban trabajando en sus respectivos hospitales, y por eso no se encontraban en la casa.
–Encontraré trabajo –dijo Remus en un tono convincente–. Encontraré uno y sacaré nuestra pequeña familia adelante. Te lo prometo.
–¡No hace falta que me prometas nada! –exclamó Helen–. No hace falta que te mates a buscar un trabajo antes de la boda, Remus. Yo estoy trabajando... –Remus bufó en voz baja–. ¿Te molesta? Yo puedo mantener a la familia... Y tú, cuando tengas un trabajo¡pues también!
–Pero ¿cómo quieres que paguemos los gastos de la boda o nuestra propia casa? –preguntó Remus desesperado–. Tengo que buscarme un trabajo para que tengamos un segundo sueldo¿entiendes? Por no quedarme no me queda nada de lo que ganamos en la Orden del Fénix... Me lo gasté todo en el viaje a París.
–A ti no –dijo Helen seria–, pero a mí sí... Suficiente para comprar una casa.
Remus se la quedó mirando con sorpresa.
–Pero... –dijo Remus.
–Pero nada –repuso Helen–. Estaba esperando utilizar el dinero para algo así...
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La señora Nicked sorbía tranquilamente su café y Remus pasaba despreocupadamente las hojas del diario mágico. Ya estaban más que concienciados de la boda de Remus y Helen. Habían ido a pedir fecha en el ayuntamiento del pueblo en que vivían, ya que Helen pensó que lo mejor era realizar una boda muggle.
(Inicio del flashback). Helen y Remus hablaban tumbados en la cama de Remus, con éste acariciándole el brazo tiernamente.
–He pensado –dijo al rato de un cálido y acogedor silencio Helen– que lo mejor es casarnos al modo muggle¿no te parece? –Remus se encogió de hombros–. Es que, como la familia de mi padre es muggle y tendremos que invitarlos, y ni la mitad sabe que somos magos, creo que es lo mejor.
–Si a ti te parece bien... –dijo Remus sereno–. Lo que tú decidas es lo que yo haré, Helen.
Se besaron.
–Es que la familia de mi padre es muy tradicional –apuntó Helen– y, si no los invito y luego se enteran, se ofenderían.
–Claro, claro –comprendió Remus–. Pero tu abuela, la madre de tu madre, no viene¿verdad?
–No lo he hablado con mamá –dijo sin darle importancia–, pero creo que no... También a mi madre le dura todavía el mosqueo.
–Me alegro –dijo Remus vacilante–. Lo cierto es que no me apetece nada que vaya.
Helen le sonrió. Estaba intentando asaltar a Remus con otra cuestión, así que esperó a que éste se callara.
–Remus.
–¿Sí? –le inquirió.
–Pues esto, verás –titubeaba–. Que estaba pensando que haremos un acto civil, no religioso¿verdad?
–¿Cómo? –preguntó Remus sobresaltado–. ¿Por qué íbamos a tener que casarnos sin el consentimiento de la diosa Rowling?
–Es que los muggles no creen en Rowling –explicó Helen pacientemente–, sino en un tal Dios y un Jesucristo redentor. –Remus se quedó boquiabierto: se acababa de enterar de que los muggles no eran sólo la comunidad no-mágica, sino también la pagana–. Vamos, que podríamos casarnos en una iglesia, claro, pero como tú no estás bautizado siquiera... Bautizado al modo muggle me refiero –corrigió.
–¡Vamos, ni tú tampoco –dijo Remus de lo más campante. Helen se calló, no respondió nada–. ¿O sí? –Rio. (Fin del flashback)
Le habían dado fecha para el 31 de agosto del año siguiente, 1983. A pesar de que se acercaba la Navidad, lo que más les congratulaba era la proximidad, cada vez mayor, del enlace.
El señor Nicked se había ofrecido voluntario para escribir a mano las tarjetas de invitación. Había dicho que tenía una bonita caligrafía, que sus padres admiraban con primor, que serviría para el caso, pues hacía él unas mayúsculas góticas que dejaban al que las veía sin aliento. «Así os ahorraré lo que os tengáis que gastar en imprentas y tonterías», alegó. Desde entonces, todas las mañanas, como en aquel momento, en el que todos, menos él, desayunaban, cogía las tarjetas y su boli de tinta negra y se ponía a escribir con mucho tiento. En esos momentos no se le podía molestar: estaba traspuesto, con la lengua fuera escribiendo afanosamente.
–Por cierto, Remus –levantó de pronto la cabeza el muggle en un gesto tan brusco que se despeinó el escaso pelo que le quedaba sobre la cabeza–, no me has dado las señas de tus familiares. –La señora Nicked, lentamente, alzó la vista de su tazón y del cruasán que se derretía en su mano–. ¿Así cómo quieres que se las mande, eh?
–Eso¿eh, Remus? –inquirió Helen–. ¿A quién vas a invitar?
–No tengo más familia que Dumbledore –dijo en un arranque soberbio–. Si no, no me hubiera tenido que venir a vivir con vosotros¿no os parece? –Se sentó en el sillón–. Perdón... No os tenía que haber contestado así. Tengo un tío, me parece que vivía en Wolverhampton. Se llamaba Richard Lupin. Tenía una hija, mi prima, Charlotte, con la que jugaba a menudo. Pero, claro, desde que pasó... lo que pasó... Mi padre, lentamente, se fue avergonzado cada día más de mí y ya no me llevaba siquiera a ver a tío Richard. Si alguien, creo, estaba realmente avergonzado de mí era mi propio tío. Cuando mi madre murió y mi padre se fue con Voldemort, Dumbledore fue a hablar con tío Richard para comunicarle que se tenía que hacer cargo de mí, que era el único familiar vivo que me quedaba; mi tío se opuso y Dumbledore se enfadó. Creo que el dolor de huesos le duró cuatro días hasta que, por fin, se le pasó el maleficio, o al menos eso me contaron. No quiero saber nada de mi tío ni de mi prima ni de nadie que tenga el apellido Lupin. No creo que ni se acuerden de mí. Y, aunque lo hagan, no querrán ni verme. Ni yo a ellos. Los odio.
Se impuso un incómodo silencio sólo roto por las miradas que los tres Nicked intercambiaban entre sí, lanzando inquisitivamente de vez en cuando a Remus: eran de conmiseración, de lástima, de pena.
–Voy a avisar a los de Chimeneas Felices en Hogares Radiantes –comentó sin alzar la vista de su taza la señora Nicked para romper aquel gélido silencio–. Es una inmobiliaria muy conocida en el mundo mágico. –El señor Nicked asintió varias veces sin dejar de escribir las tarjetas–. Matt y yo nos pusimos en contacto con ellos cuando nos casamos. Lo que pasó es que no encontramos nada y tuvimos que comprarnos esta casita muggle. Así, si os compráis una antigua casa mágica, os ahorraréis el tener que conectar la chimenea a la Red Flu y otros muchos trámites –dijo–. Los aviso y enseguida nos mandarán uno de la inmobiliaria, ya veréis.
No se equivocó. Un educado y sonriente mago de pelo corto y azul se apareció a los dos días por la chimenea. Les dejó un libro en el que estaban todas las casas que "Chimeneas Felices en Hogares Radiantes" ponía al servicio de los clientes. La mayoría tenían hasta fotos.
Les echaron un vistazo mientras el de la inmobiliaria aún seguía allí, contemplándolos sin quitar ni media sonrisa.
La señora Nicked pasó la página y el hombre se adelantó a pasarla. La señora Nicked se lo quedó mirando con incomprensión y el hombre se disculpó:
–Lo siento. Es una bonita casa de Londres, lo sé, pero creemos que vamos a quitarla de nuestro catálogo. Sus últimos propietarios, al parecer, hicieron un encantamiento de continua y sempiterna aparición, con lo que resulta casi imposible vivir allí, si me comprende... –La señora Nicked asintió, aunque aún tenía la mosca detrás de la oreja–. Bien¡yo me tengo que marchar! Pueden enviarnos una lechuza cuando ustedes gusten con las casas que les gustarían visitar. Yo mismo les acompañaré.
A partir de aquel momento confeccionaron una lista de las principales candidatas, aunque era bastante complicado. Era más fácil decir las que les gustaban que las que no, así que pronto se vieron con medio catálogo apuntado.
–Hay que ser un poco más selectivos –riñó la señora Nicked a su hija y a su yerno.
–Ésta a mí no me gusta –dijo Helen señalando una página–. Así que táchala.
–Pero a mí sí –se quejó Remus mirando las fotos de aquella casa con rabia–. No hay que pensar sólo en que sea bonita, sino también en la funcionalidad. Y, perdona que te diga, deberías recordar que hay que tener en cuenta mi licantropía. ¡Y ésa tiene una buhardilla estupenda!
El señor Nicked se asomó por encima de su hombro y exclamó:
–¡Magnífica!
–Cállate, Matt –bufó su esposa–. Hay que dejar que ellos decidan. A mí me ha gustado ésta. –Señaló ella otra con descaro.
–¡Pero si es horrible! –comentó Helen.
–Bueno, pues bueno –dijo la señora Nicked ofendida–. Pues a ver cuáles os gustan a vosotros... Como sigáis tachando os veo viviendo en un estercolero...
Todos se la quedaron mirando con expresividad, hasta el señor Nicked, que no se había reído con aquel chiste tan nimio.
Al final eligieron cuatro casas únicamente, que comunicaron a la empresa de viviendas iban a visitar una cada tarde; Helen estaba con el turno de mañana y no querían tampoco darse un atracón de ver casas.
A la primera fueron Remus y Helen solos, porque los señores Nicked estaban trabajando, aunque a partir de aquel día ya podrían ir a las tres restantes. Aquel día, sin embargo, Remus y Helen no estuvieron mucho tiempo: las fotos eran preciosas en tanto que no captaban la inmensa ciénaga que rodeaba la casa. El hedor era insoportable, y Remus y Helen le dijeron amablemente al mago de "Chimeneas Felices en Hogares Radiantes" que la casa aquella era una mierda.
En la siguiente, a la que les acompañaron los señores Nicked, le vieron muchos defectos de estructura. «¡Luego les dáis unos golpecitos con la varita y la ponéis a vuestro santo gusto!», había sugerido afablemente el de la inmobiliaria. Pero por el precio que pedían por ella Remus le dijo, tan amablemente como pudo, que al que le iban a dar unos golpecitos era a él en la cabeza.
–Mañana puedo ir con vosotros –les había dicho Sorensen a la hora del cierre de la biblioteca. El hermano de Remus estaba muy ilusionado con la boda, porque Remus le había prometido que sería el padrino–. Hombre, yo quiero opinaros.
Así que a la tercera fueron los cinco. A simple vista no parecía tener nada; ¡parecía perfecta! Parecía... Cuando Sorensen, torpemente, se chocó sin querer contra una pared, medio techo se derrumbó. El de la inmobiliaria, sonriendo fingidamente, dijo que aquello era una ilusión óptica para los ladrones, pero no coló.
–La casa debe estar infestada de bundimuns –explicó la señora Nicked tapándose la nariz. El hedor era incluso peor que en la primera casa, la de la ciénaga¡que ya es decir!–. Si hubieran avisado antes a la Subdivisión de Plagas...
No había nada que hacer. La casa era un desastre...
¿Tendrían mejor suerte con la cuarta y última?
La cuarta y última se elevaba sobre la ligera pendiente de una colina, a cien metros escasos de las primeras casas rurales de un pueblecito que se extendía, como el agua encharcada, a lo largo de un espléndido y verde valle. Por la mañana el sol iluminaba su fachada y el porche de la entrada, donde se podían sentar a respirar el aire limpio y descontaminado que la brisa conducía sin prisa; por la tarde, el sol caía por detrás, medio oculto en las altas montañas cargadas de nubes que se aprisionaban en sus altas cumbres.
–Ésta no huele a bundimuns –dijo la señora Nicked aprensivamente.
El de la inmobiliaria rio falsamente.
–Es la casa perfecta –dijo–. Ni bundimuns, ni chizpurfles ni doxys, señora. Elevada sobre esta colina, se encuentran libres a sus anchas, pero ¡nada más cierto de la realidad! Si andan unos cien pasos verán a la gente pasear. Es un sitio precioso.
–Me gusta –dijo Helen lacónicamente–. Aunque hay muy poca luz.
Agitó su varita y las contrapuertas de las ventanas se abrieron de par en par. Un raudal de luz iluminó la casa y las paredes surgieron grisáceas y húmedas.
–Nada que una buena mano de pintura no pueda solucionar –dijo el señor Nicked moviendo el bigote de un lado a otro.
–No me seas muggle, Matt. ¡Por favor...! –lo regañó su mujer.
–A mí me parece estupenda –opinó Sorensen.
Remus asintió, sin dejar de observar concienzudamente cualquier detalle.
El señor Nicked se acercó hasta una puerta de pomo dorado que estaba cerrada, inexplicablemente. Nadie se había dado cuenta de lo que hacía. Se acercó lentamente, andando de puntillas. Pasó la mano por el picaporte, lo giró y abrió despacio la puerta.
Por un segundo sólo vio la más absoluta y espesa oscuridad...
Hasta que algo pareció gruñir allí dentro. El brazo del pobre muggle estaba engarrotado y no pudo cerrarla. Sintió cómo algo se le echaba encima, lo tiraba y se le quedaba encima, gruñéndole, ladrándole: un enorme perro de fauces endiabladas.
Todos se asustaron al escuchar el golpe. La señora Nicked fue la más ágil; cogió su varita en un movimiento limpio y rápido y la blandió ante el perro. Conjuró unas palabras en un susurro y de su varita surgieron unas cuerdas que se anudaron alrededor del perro. Respiraron tranquilos...
Remus se acercó hasta el perro, a fin de desmayarlo y dejar que su suegro se pudise levantar... Pero¡PLOF! El perro se convirtió en una plateada y brillante esfera que rodó por el suelo, dejando caer las cuerdas laxas sobre el cuerpo liberado del señor Nicked.
–¡Es un boggart! –gritó Remus.
El chico apuntó hacia él su varita para pronunciar el conjuro, pero la bola siguió rodando hasta dar con los pies de Sorensen. Éste estaba lívido...
La bola se detuvo en sus pies y con otro chasquido apareció un enorme armario ropero delante de él. Sorensen respiraba con dificultad...
–Vamos, Sorensen... ¡Vamos! –lo animaba Remus.
La puerta del armario se abrió lentamente, crujiendo y una mano blanca apareció, deteniéndose, vacilante.
Sorensen levantó la varita con mano temblorosa y pronunció sin decisión:
–Riddíkulo...
Pero fue suficiente. Hubo un chasquido de nuevo y el armario se desplomó, como si se hubiesen soltado las tablas. Sorensen se limitó a sonreír.
Las tablas se deslizaron lentamente hasta Helen, que ya estaba varita en mano. Para su sorpresa, Remus vio cómo el boggart se convertía en sí mismo: el boggart, furibundo, le dijo a Helen:
–Ya no te quiero. Mi corazón es mío y de nadie más.
Helen no vaciló en ningún momento, cosa que a Remus le preocupó. La chica levantó su varita con ánimo y pronunció el encantamiento. El boggart se volvió y le dijo:
–Mi corazón es tuyo.
Y se metió la mano en el pecho y se lo sacó de cuajo. Le enseñó el corazón que chorreaba sangre en su mano mientras se desplomaba en el suelo, muerto. Helen soltó una risotada.
El de la inmobiliaria se apartaba, yéndose lentamente hacia atrás. Estaba completamente blanco. El boggart reptó hacia él y se transformó¡plof, en una enorme y viscosa babosa que reptaba por el suelo. El mago estaba a punto de desmayarse, y el boggart siseaba hacia él fantasmagórico.
–Diga el hechizo –le gritó Remus–. ¡Dígalo!
Y el hombre levantó su varita lentamente, realizando en el aire una simple floritura y diciendo en voz queda el conjuro. La babosa estalló como si hubiese estado llena de pólvora. Salieron trozos verdes disparados hacia todos lados.
Uno de aquellos trozos volvió a cambiar de forma. Al lado de Sorensen, el boggart se había vuelto a transformar en el mismo armario ropero de antes. El chico estaba tan lívido como hacía un instante. Se le cayó la varita al suelo y ni siquiera se preocupó por recogerla. Estaba pretificado... La puerta del armario ropero se abrió con el mismo chirrido estremecedor de antes.
Helen salió corriendo hacia Sorensen para ayudarlo. Convocó la varita y se la entregó en mano. Se puso delante de sorensen, frente al boggart, blandiendo la varita tiesa. Volvió a aparecer la mano, aunque ya no era tan pálida como antes, sino una mano algo más morena. Lentamente de la oscuridad del interior del mueble emergió Remus, con expresión indiferente, diciéndole a Helen que no iba a casarse con ella.
El verdadero Remus soltó una risotada y el Remus falso se quedó vacilante, mirando hacia todos lados, temeroso. Se escuchó un chasquido de nuevo y el boggart fue rodando en su forma esférica y plateada por el suelo hasta toparse con Remus. «¡Riddíkulo!», gritó éste, y la luna se partió por la mitad, en un corte limpio.
Los dos pedazos rodaron un momento, hasta que cada uno fue a chocar con los pies de una persona distina: Helen y el de la inmobiliaria. El hombre estaba sin aliento, esperando que la babosa apareciese a sus pies, pero algo más extraño sucedió: ambas mitades explotaron y entre amgos apareció una media babosa, con el torso, los brazos y la cabeza de Remus, que seguía mirando a Helen con indiferencia y le decía que no la quería.
Aquella escena fue el colmo. ¡Hasta el de la inmobiliaria se rio! El boggart-Remus se los quedó mirando a todos con desesperanza y explotó en una voluta de humo gris. Lo habían vencido con la risa.
–Un poco tonto este boggart –dijo la señora Nicked, repuesta de la risa–. Ha querido transformarse en dos cosas a la vez para dar más miedo.
–¡Sí! –Rio Helen–. Yo estaba temblando de miedo... Remus, hay que reconocer que como babosa no tendrías mucho atractivo.
–Bueno, aún tengo que enseñarles algunas cosas –dijo el de la inmobiliaria, riendo entre espeluznantes escalofríos–. El sótano, por ejemplo.
–¿El sótano? –inquirió Remus–. En las fotos no había ningún sótano.
–Está encantado –explicó el mago–. Nadie puede tomar una fotografía en su interior. No sé para qué lo utilizarían los anteriores propietarios, pero ahí encerrados hubieran sobrevivido hasta a un cataclismo. Está protegido con los encantamientos más insospechados, créanme.
Aquella revelación los dejó a todos confusos y sorprendidos. Bajaron por una estrecha y cochambrosa escalera de madera, cuya baranda se doblaba peligrosamente. El sótano era una habitación sin ventanas, sumamente amplia y vacía.
–Es idóneo para ya sabéis qué –dijo Remus veladamente.
Helen lo miró y asintió. Pero Remus desapareció... Se hizo cada vez menos nítido hasta que se perdió en la habitación, al igual que el de la inmobiliaria, Sorensen y sus padres. Todos ellos se esfumaron, arrastrados por la niebla, y sus voces se apagaron, consumidas por el más completo silencio. Sólo Helen quedó en aquella habitación, hasta que una figura infantil, algo alejada de ella, se hizo lentamente cada vez más nítida. «¿Un fantasma?», pensó Helen. «No, no puede ser.» Aquello no parecía un fantasma; más bien un sueño...
El niño, fantasmagóricamente, alzó la mano. «¿Qué quieres, Weasley?», preguntó una voz invisible, una voz que era exactamente igual a la suya propia. Contuvo un grito. Remus, Sorensen, sus padres¡ya habían regresado! Habían aparecido como las estrellas por la noche, en silencio, en un instante, sin percatarse uno...
–La casa es genial –concluyó Remus–. A mí me gusta. ¿Y a ti, Helen?
Helen lo miró rápidamente, como despertando de un largo y profundo sueño. Remus le instó con la mirada pero ella le evitó. Buscó con los ojos al de la inmobiliaria y le preguntó:
–¿Ha dicho que esta habitación está encantada?
–Sí, eso he dicho –dijo el hombre, calmado.
–Potencia mi poder... –dijo Helen en voz queda.
–Es una casa estupenda –opinó la señora Nicked–, siempre y cuando no haya muchos más boggarts por aquí. Que quien dice boggarts, dice qué sé yo...
–La Subdivisión de Plagas se encargaría de todo –dijo el de la inmobiliaria cortés.
–¡Nos la quedamos! –dijo Helen con determinación.
El hombre de la inmobiliaria les estrechó las manos y los felicitó por la compra. Les dijo que aquélla había sido una excelente elección.
Andando hacia la chimenea, de camino a casa de los Nicked, Remus habló con Sorensen en tono de chanza:
–¿Te da miedo un armario? –le dijo.
–No, un armario no... –dijo sin mirarlo a los ojos–. Más bien lo que hay dentro... Es que, una vez –hablando más apresuradamente que antes–, me encontré una cosa horrible dentro de un armario cuando era pequeño. No quiero recordarlo...
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Dumbledore fue una de las primeras personas en ver la nueva casa. Remus se la enseñó con gran deleite, mostrándole el más mínimo detalle y explicándole con idénticas palabras cuanto el vendedor había dicho sobre el sótano. Dumbledore, observándolo todo con una extraña sonrisa y la mirada brillante, dijo cuando le preguntó su opinión:
–Es la casa perfecta para ti, Remus. No me cabe ni la más mínima duda.
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A finales de febrero llegó la siguiente carta, vía lechuza, a casa de los Nicked:
Queridos Helen y Remus:
Me complace no os hacéis una idea la noticia de vuestro enlace. Confirmo la asistencia de mi marido y yo. Os deseo todo lo mejor.
P.D.¿Queréis algo en especial para que os regale?Aguardo con impaciencia vuestra respuesta. Por cierto, mamá no vendrá¿verdad?
Besos de
Ángela Simmons
–Deja ya de leer esa carta¿quieres? –le reprochó Remus a Helen.
–Bueno¡ya está! –La soltó sobre el escritorio–. No sé para qué me metes tantas prisas si aún no estás ni vestido siquiera.
–Tardo menos que tú –repuso y salió del cuarto. Desde lejos–¡Así que date prisa¿quieres?
Helen, que estaba vestida, se levantó de la silla y fue hasta el cuarto de Remus, quien se vestía tranquilamente.
–He pensado –dijo al verla entrar– que podríamos pasarnos un momento a ver a Sorensen. ¿No te parece?
–Como quieras –consintió–. Podríamos sacar algún libro, también¡aunque no lo leamos...! Como la biblioteca siga tan inactiva, acabarán cerrándola...
Remus asintió. Se sentó en el filo de la cama y se abrochó las hebillas de los zapatos.
–Hace frío –dijo–. Me pondré la capa de lana.
–Recuerda que quiero comprar un quinqué –dijo Helen–. Para el porche quedaría muy bien.
–De acuerdo –asintió Remus–, pero recuerda que no puede ser muy rocambolesco... Si no, los muggles de la villa podrían sospechar. –Sacó de su baúl su capa de lana y se la echó encima–. Tú que entiendes más de muggles escoges¿vale?
La chica asintió de buena gana.
–¿Nos vamos? –preguntó Helen.
–¿Adónde vais ahora? –Entró por la puerta la señora Nicked. Vestía una bata fuertemente anudada y un pesado moño blandía sobre la cabeza–. ¿Eh?
–Te lo dije ayer –dijo Helen con desgana–: a comprar cosas para la casa.
–¡Toallas no! –gritó la señora Nicked–. ¡Toallas no, que ése va a ser nuestro regalo¿vale?
Helen se encogió de hombros, indiferente. Estuvieron intercambiando algunas palabras más con la señora Nicked hasta que finamente salieron de la habitación. Bajaron la escalera y se plantaron ante la chimenea, recogiendo los escasos polvos flu que tenían.
–Hay que comprar –musitó Helen.
–¿Toallas? –inquirió Remus en voz queda–. ¿Nos van a regalar toallas?
–¿Qué más da? –preguntó Helen sin mirarlo–. Suficiente es ya que nos van a pagar el banquete¿no crees?
Remus se encogió de hombros.
Sus cuerpos desaparecieron por la chimenea, rodando por un laberinto de oberturas cenicientas. El Caldero Chorreante...
–Buenos días, Tom –saludó afablemente Remus.
–¡Oh, Remus! Ya tenía yo ganas de verte –dijo el hombre saliendo de detrás de la barra–. Al final sí he encontrado un trabajillo para ti, poca cosa, pero será algo hasta que encuentres otra cosa mejor¿no te parece? –Remus se quedó mirando a Helen de soslayo un instante, y la vio boquiabierta y con los ojos extremadamente abiertos–. ¿Querrás?
–Oh, sí, Tom... –susurró Remus.
–¡Estupendo! Ven todas las noches a eso de las nueve. Hay mucho que recoger...
Y el camarero se marchó tan recto como vino. Helen se quedó mirando a Remus con la misma expresión idiotizada de antes y no dijo nada. Volvió a echar a andar hasta el patio de atrás, entrada secreta al callejón Diagon. Sacó su varita y tocó los larillos exactos. La pared comenzó a temblar.
–¿Has hecho qué? –preguntó Helen con enojo–. ¿Has hablado con Tom para pedirle trabajo en el Caldero Chorreante?
–Sí –respondió Remus con inocencia–, le traje mi currículum hace algunos meses. ¡Era el único que no me preguntó si había alguna anormalidad...! –se excusó.
–¡Remus! –le chilló Helen mientras accedían a la calle mágica–. ¡Tienes un currículum perfecto! Buen alumno en Hogwarts, excelente estudiante para auror¡auror durante cuatro años!...
–Pero ya nadie me contrata como auror –explicó Remus–. Ellos sí preguntan al Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas a la hora de redactar mi contrato... ¡El Ministerio sabe lo que soy!
–¡No irás, Remus Lupin! –exclamó Helen con enojo–. Para cuatro perras y media que te va a pagar¡no! No somos indigentes, Remus; podemos bastarnos con mi trabajo.
–¡Pero quiero trabajar!... –exclamó Remus apretando los puños. Algunos brujos se volvieron sorprendidos a su lado–. Es un engorro ser lo que soy, de acuerdo¡pero soy una persona y quiero trabajar!
–¿Y crees que en el Caldero Chorreante, recogiendo por la noche las cosas, vas a poder trabajar? –inquirió Helen–. ¿Y qué pasará la noche de luna llena¿Qué pasará cuando no tengas más excusas para darle, eh?
–Tom será comprensivo... –susurró Remus.
–¿Ah, sí? –Helen blandía sus palabras tan afiladas como un látigo–. ¡Esto no es lo mismo que ocultarle a nuestros amigos en Hogwarts lo que eras realmente¿Qué pasará cuando alguna noche amanezcas peor y no puedas ir a trabajar en un par de días¡O tres¿Qué crees que hará, eh?
–¡Vale, Helen! –exclamó enojado Remus–. Siento mucho que te moleste, pero pienso trabajar el mayor tiempo posible. Y si es en el Caldero Chorreante¡como si es en Cabeza de Puerco! No me voy a quedar de brazos cruzados en casa mientras tú traes un sueldo digno a casa. Y no quiero discutir más¿vale?
Helen se calló. Siguió andando muy digna, sin dirigirle la palabra a Remus; y éste iba igual, profundamente dolido. La chica entró apresuradamente en una pequeña tienda de menaje del hogar y Remus la siguió. Helen se puso a olisquear todo, muebles, lámparas, sillas... Encontró un barroco quinqué que se encendía sin queroseno ni petróleo, sino mágicamente: a golpe de varita, y la joven bruja se volvió bruscamente hacia su novio. Se lo enseñó y le preguntó con voz ronca:
–¿Qué, te gusta?
Remus, quien no se esperaba que le hablase de pronto, dio un «sí» demasiado agudo y después se aclaró la garganta sonoramente.
–Lo siento¿vale? –dijo Helen sonrojada–. No quería discutir. Lo único que pasa es que no quiero que te mates a hacer un trabajo asqueroso para que te paguen una tontería. ¿Me comprendes? –Remus asintió, impaciente–. Comprendo que quieras trabajar¡claro que lo comprendo! Pero ahora mismo nos va bien con mi salario¿no crees?
–Pero la pregunta no es ahora, Helen –repuso Remus tranquilamente–, sino en el día de mañana. Estamos planeando tener una casa... ¿Quién sabe si pronto tendremos que hacernos cargo de niños? –A Helen se le escapó una risita inocente–. Lo que digo es que ahora mismo nos va bien, pero ¿entonces también? Si puedo ahorrar algo para que tengamos una vida más desahogada...
Helen sonrió. Asintió y no volvieron a hablar más del tema.
Salieron de aquella tienda, quinqué en mano, y pasearon dulcemente por el callejón sin prisas, observando los escaparates y entrando en algunas tiendas más. Al salir de una de ellas, Remus le preguntó a Helen:
–¿El sótano no lo vamos a decorar, por lo menos hasta el momento, verdad?
Helen bufó.
–Tú verás. El sótano es cosa tuya –dijo resuelta.
Remus rio.
–¿Qué te pasa con el sótano ahora? –le preguntó–. Me daba cosa preguntarte, pero hace un tiempo que me he dado cuenta de que no bajas allí. ¿Es que no te gusta¿No decías que potenciaba tu poder?
–No lo sé, Remus, no sé si potencia mi poder o qué es –dijo sin mirarlo–. Lo único que sé es que cada vez que bajo me encuentro con una multitud de chiquillos, corriendo de un lado y conjurando maleficios y otros hechizos. Francamente, no me gusta...
–¿Que ves chiquillos? –Remus se rio comedidamente–. Yo no me he dado cuenta de nada, no sé... ¿Por qué no vamos y le echamos un vistazo?
–¿Qué? –inquirió con un chillido Helen–. Ni hablar. Ya te he dicho que yo no vuelvo a entrar en el sótano. Ni aunque me paguen.
–¿Y si te acompaño yo? –preguntó Remus–. ¡Vamos, Helen, no seas miedosa, que en plazas más grandes has tenido que lidiar. ¿Qué dices¿Vamos los dos juntos y bajamos hasta el sótano? Quiero ver yo también a los niños esos.
Helen lo miró aprensiva.
–No te estarás burlando¿no? –Remus negó con la cabeza serio–. Bueno, vamos. Pero no me sueltes la mano¿quieres?
Remus asintió, agarrándosela firmemente. Se pusieron frente a frente y sacaron las varitas. Sin soltarse de las manos, se desaparecieron entre la multitud bajo la brisa polvorienta del callejón Diagon.
El salón de su casa estaba como nuevo. Un raudal de luz matinal entraba por la ventana semiabierta y las paredes relucían inmaculadas.
–Bien, ya estamos... –dijo Remus.
–¡No me sueltes! –exclamó Helen acongojada–. Por favor, no...
Remus se la quedó mirando extrañado. Nunca la había visto tan conmocionada. Pensaba que su prometida era una chica de fuerte carácter y valerosa, pero estaba asustada por la sospechosa aparición de unos niños en el sótano. La verdad es que debía de ser escalofriante, no obstante...
–No te suelto –dijo Remus apremiante–. Bajemos.
Y anduvieron con paso lento. Llegaron a la antiquísima escalera del sótano y descendieron por ella con calma. A cada paso chirriaba un nuevo escalón. El sótano transportaba una oscuridad y unos sonidos de melancolía y soledad.
Avanzaron por la habitación lentamente. «Lumos», conjuró Remus y un espectro de luz alumbró la estancia entera. Se quedaron un rato mirando en derredor.
–Yo no veo nada –dijo Remus–. ¿Dónde están los niños?
Pero Helen no respondió nada. Temblaba. Agitaba la mano como un péndulo. La agitaba hasta que apretó la mano de Remus tan fuerte que Remus estuvo a punto de chillar.
Helen se volvió hacia él, pero Remus se escindió entre las sombras, desapareciendo su dorada mirada de ojos refulgentes. Estaba sola. Su mano izquierda, laxa, había perdido la del chico. «¡Remus!», gritó. «¡Remus!» Pero su voz se perdía en el eco, y sólo gritos de angustia le respondían, gritos que parecían nacer de las más lejanas grietas, de los más oscuros y recónditos escondites de aquel sótano.
«–Avada kedavra.», gritó una voz sin nombre, ronca y oscura como la profundidad de la noche. «¡Desmaius!», gritó una voz dulce pero cargada de valentía y decisión. Un estruendo y luces que brillaban ante los ojos de Helen. El sótano brillaba bajo la luz de los dos rayos, verde y rojo, mientras dos figuras se adivinaban e intuían al fondo. Un aullido... El estremecedor aullido de un lobo...
Oscuridad... De nuevo, oscuridad...
Helen abrió lentamente los ojos. Tardó en comprender que estaba tumbada en el suelo, sobre Remus, quien había dejado de darle pequeños golpecitos en las mejillas.
–¿Qué ha pasado? –preguntó sin voz la chica, incorporándose con dificultad.
–Te has desmayado –explicó Remus con preocupación.
Helen recordó lo que acababa de ver.
–No quiero volver a bajar a este sótano –dijo–. No sé si me ayuda a tener las visiones más nítidamente que nunca o es que en este sótano han hecho los más atroces espectáculos que yo haya visto desde lo de Voldemort.
–Aún estamos a tiempo de dejar la casa –le dijo Remus–. Podemos pedir otra, si te parece.
–No –respondió Helen deprisa–. Me gusta esta casa, pero el sótano... ¡Ni muerta vuelvo a bajar!
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–Estoy preocupado, Sorensen –dijo Remus. Estaban en una tienda cualquiera del Londres muggle, probándose sus trajes: uno el del novio y el otro el de padrino. Estaban montados sobre dos escabeles próximos, y charlaban animosamente, sin prestar atención a la modista, que les metía el bajo de los pantalones–. Helen tiene algún problema con el sótano de la casa. No le gusta.
–Bueno, era un poco sombrío –dijo Sorensen–. Es de comprender.
–No, no es eso –susurró Remus, aunque daba igual: la modista los estaba escuchando. Era uno de aquellos defectos de su profesión, de estar callada mientras arreglaba–. Es que ve cosas raras.
–¿Cosas raras? –repitió Sorensen–. ¿Qué tipo de cosas?
Remus miró a la modista y pensó que estaba afanosamente haciendo su trabajo.
–Ve niños, Sorensen... Y el otro día vio algo más y no quiere decirme lo que es.
–Huy, no es por entrometerme en lo que no me llaman –comentó alzándose la modista, que tenía una inesperada voz muy aguda–. Mi hermana, que es vidente y pitonisa en la tele, también vio niños en una casa que se quería comprar y se tuvo que largar de allí corriendo. ¡Les aconsejo que hagan lo mismos! Son fantasmas. No habrán mirado si por casualidad hay un cementerio debajo de su casa.
–Sí, y un campo de minas –dijo Sorensen con descaro y la modista volvió a su trabajo ofendida–. No le des importancia, Remus. Si hubiese sido algo malo, ella hubiese sido la primera que se hubiera mudado, pero si está bien¡no hay por qué preocuparse¿no? –Remus no supo qué contestar–. Ana, deja de darle vueltas en la cabeza y dime cómo te va en tu nuevo trabajo.
Remus sonrió desganado, sin ímpetu.
–Va tirando...
–¿Cómo que va tirando? –le preguntó Sorensen–. No te veo muy animado.
–¡Y es que es para no estarlo! –exclamó Remus con decepción–. Tom es un gran hombre, pero me tiene recogiendo la taberna hasta la una o las dos de la mañana con un patoso camarero suyo. Y Helen está imposible, viéndome llegar a esas horas. ¡Y luego sólo me paga más que un miserable medio galeón por noche!
La modista levantó la cabeza con sorpresa. Sorensen se la quedó mirando y le sonrió con desparpajo, casi exageradamente. Después, hablando con Remus, le dijo:
–Pero ¡qué gracioso eres, hermano! –Reía–. Mira que te he dicho que no te empiques al "Monopoly mágico".
La modista, refunfuñando, volvió a su trabajo, agarrando y tirando de las cabezas plateadas del alfilerero.
–¿Que no me empique a qué? –preguntó Remus.
Sorensen le hizo gestos a Remus, ya que la modista no miraba, de qué no preguntase. Así pues, Remus se calló.
–¿Y qué vas a hacer? –preguntó Sorensen.
–¡Y a mí qué me preguntas! –saltó–. Yo qué sé. Por un lado estoy molido, por otro Helen medio enfadada, y por otro, casi lo mismo de pobre que antes. Es que son quince galeones al mes... ¡Quince miserables galeones! Y pasado mañana no podré ir porque es el día en cuestión. ¿Entiendes?
–¿Y qué vas a hacer? –preguntó Sorensen.
–Pues decirle que no podré ir –contestó–. Me imagino que se molestará, pero no es mi culpa. A lo mejor hasta me despide... –Suspiró–. Pero ¿qué le vamos a hacer?
–¡Esto ya está, chicos! –anunció la modista–. Ya podéis iros.
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Era la hora del almuerzo. El señor Nicked devoraba su filete con patatas con fruición, mientras que Helen se servía de su escueto plato, en el que dos pobres y verdes hojitas de lechuga se mustiaban.
–¿Sólo eso vas a comer de verdad? –le preguntó Remus a su novia.
–Así es –dijo ella sin mostrar asomo de flaqueza–. Le lechuga está muy rica.
El señor Nicked levantó la vista un instante para contemplar a su hija y la bajó inmediatamente para seguir con la degustación del plato.
–Tengo que adelgazar un poco –dijo Helen–. Si no, el vestido no me va a entrar.
Remus resopló. Helen llevaba unos días obsesionada con su vestido de novia. No le iba a decir cómo era, obviamente, pero estaba todo el día hablando de él: que si era precioso, que si el chico se iba a quedar de piedra...
–Pero ¿por qué esa manía por adelgazar, eh, Helen? –le preguntó con carácter su madre–. A ver¿qué tienes que adelgazar tú, si tienes una cinturilla que cogería por el agujero de un alfiler?
–Pues el vestido no me entra –repuso Helen firme–, y la modista me ha dicho que o me pongo a adelgazar o que me vaya olvidando de ese modelo, y perdona que te diga, mamá¡el traje es mío!
La señora Nicked no dijo nada más al respecto. Sabía que era en vano discutir con su hija de algo en lo que ésta ya se había tomado la molestia de crearse una decisión firme y contrastada.
–Luego, ya cuando vaya llegando el verano, me pondré a tomar el sol todos los días... –siguió explicando Helen–. ¿Comprenderéis que tengo que ir morenita? Así que, mamá, cuando tengas tiempo me vas preparando un poco de poción protectora y vitaminada para la piel.
–¿Y por qué no te la preparas tú? –inquirió la madre enojada.
–¡Porque tengo muchas cosas que hacer! –respondió–. Y porque no me acuerdo de lo que contenía exactamente... Era zanahoria... zanahoria... ¿Y qué más?
–Da igual. La prepararé yo –dijo la señora Nicked con voz desganada–. Por cierto, tu tía Ángela me ha mandado esta mañana una lechuza. –La mujer se sonrió, enigmáticamente–. Como no le habéis dicho qué queríais, se ha tomado la molestia de elegir personalmente ella misma el regalo, y debo decir que tu tía ha sido siempre una persona muy peculiar para escogerlos. Me ha mandado una carta y yo ya sé lo que es.
–¿Y qué es? –preguntó Helen.
–¡A ti te lo voy a decir! –Rio la señora Nicked–. Se supone que es una sorpresa.
–¡Mamá! –le recriminó–. Tú misma lo has dicho, "se supone" que es una sorpresa... Así que¡venga, dilo.
–Bueno, vale –consintió la señora Nicked–. Pero que no se entere tu tía que te lo he dicho, o me mata. –Helen hizo gesto de que se corría una cremallera en los labios–. Vale. Os ha comprado una lechuza, porque dice que en una casa de magos es fundamental.
–¿Y qué tiene eso de peculiar? –preguntó Helen–. Teníamos pensado comprarnos una lechuza de todas formas. Lo que ha hecho es ahorrárnoslo.
–Pero es que ése no es todo el regalo, hija –dijo la señora Nicked–. Como se pasó por la tienda de las mascotas, me ha contado que vio un gato negro precioso y que os lo ha comprado también. Me ha dicho que os lo dará la semana que viene.
–¿Un gato? –inquirió Remus.
–¿Para qué queremos nosotros un gato? –preguntó Helen.
–Eso pregúntaselo a tu tía –repuso la señora Nicked.
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El 31 de agosto de 1983 fue el día más feliz en las vidas de Remus y Helen. Hubo algunas contratiempos –inevitables...–, pero todo salió bastante bien. Esto se debía, en buena parte, a la ausencia de la señora Carney, que no fue invitada al enlace. La señora Nicked estuvo reticente en un principio a no invitar a su madre a la boda, pero Helen, decidida, la convenció, utilizando argumentos tales como que no quería que le fastidiara el día de su boda como fastidió la Navidad de hace dos años...
Helen se despertó con alguien meciéndola suavemente. La chica abrió los ojos lentamente; los tenía colorados y su rostro estaba completamente soñoliento.
–El día en que yo me casé –dijo la voz que la despertaba– no dormí nada la noche previa. Al contrario que tú...
–Buenos días, tía Ángela –saludó Helen.
–Buenos días, Helen. ¿Qué tal?
–Bien... –dijo sin ánimo–. ¿Y Remus?
–¡Que me maten si tu pobre novio ha dormido esta noche! –exclamó–. Desde que vine, hace media hora más o menos, ya estaba el pobre dando vueltas de un lado para otro. –Se tomó una pausa–. Su hermano y él se han ido a mi casa, con Ryan, para vestirse tranquilamente. No pueden verte, querida. –Sacó su varita y realizó una floritura. La puerta del armario se abrió y apareció, colgado en la percha, el impresionante vestido de novia, blanco, con un enorme y precioso escote–. Hoy es tu gran día, Helen. La casa es enteramente para ti.
–¿Ya está despierta mi reina? –preguntó a gritos la señora Nicked entrando por la puerta–. ¿Has dormido bien? –Helen asintió sin ánimo–. Oh, vayas ojeras... Hay que hacer algo. ¡Y anima esa cara, Helen, que vas a casarte, no vas a un funeral!
La chica se lavó diez veces, por lo menos, la cara hasta que quedó bien despierta y despejada y su rostro brillaba bajo la luz matutina que entraba por la pequeña ventana del cuarto baño.
–¡Vamos, sal, princesita! –gritó aporreando la puerta el señor Nicked–. Tengo que orinar.
–¡Papá! –se quejó Helen–. Estoy arreglándome.
–Tu madre y tu tía dicen que te van a maquillar ellas personalmente –le anunció desde el otro lado de la puerta.
Helen abrió la puerta y le dejó pasar. Cuando su padre iba a cerrar la puerta, asomando sólo media cara, le dijo:
–¡Has picado!
Y su risa se escuchó en el pasillo un largo rato.
Al menos Helen tuvo suerte. El señor Nicked no sabía que la señora Nicked y tía Ángela pensaban realmente maquillar a la chica.
–Con lo nerviosa que debes estar, no acertarías a marcarte la línea de los labios –comentó Ángela como si tal cosa mientras le empolvaba la cara.
–Pásame el carmín, Ángela, por favor –le pidió la señora Nicked.
–¡No me pongáis hecha un Cristo! –exclamó Helen–. Poquita cosa encima, que a mí el maquillaje no me gusta.
–¡Calla, boba! –le riñó su madre–. Ángela y yo sabemos lo que nos hacemos.
El resultado fue sobresaliente, como hasta el mismo señor Nicked, asombrado, lo calificaría poco más tarde, al verlo. Él ya estaba vestido, con un traje de chaqueta y una extravagante corbata de colores.
–¡Y ahora a por el traje! –exclamó la señora Nicked–. Vamos, hija querida, sube arriba y te lo pones. ¿Vale?
Helen cogió el vestido y lo dejó sobre la cama. Parecía una escena surrealista, como si al verlo ella no pudiese creer posible que fuese a ser ella misma quien se fuera a casar aquel día. Se plantó delante del espejo y se desnudó. Cogió el vestido y se lo puso con la mayor delicadeza posible. Le quedaba estupendamente, como anillo al dedo. Dio un par de vueltas sobre sí misma con él puesto para verse en el espejo cómo le quedaba desde todos los ángulos.
–¡Genial! –dijo–. Hoy va a ser el día más feliz de mi vida.
Dio otro giro más, pero el reflejo del espejo la miraba petrificado, impasible. Parecía completamente independiente a lo que Helen hacía en realidad.
–¡Ja! –dijo la Helen del espejo.
–¿Qué pasa? –preguntó Helen sorprendida.
–Pasa que sí, estás en lo cierto, hoy estás en el día más feliz de tu vida –explicó el espejo–. Pero aún estás a tiempo de evitar el día más triste de tu vida. ¡Aún estás a tiempo! –exclamó el espejo–; si se cambia el destino, te prometo que dejarás de ver a los niños en el sótano...
–Pero... ¿por qué¿Qué quieres decir¡No entiendo a qué viene esto! –gritó Helen.
El espejo se sonrió.
–Porque, si no –dijo–, Wathelpun se elevará como la noche sobre el día. Será cien veces más destructivo que lord Voldemort, porque lord Voldemort será su esencia y razón de existir su poder ilimitado.
–¿Quién es ese Wathelpun, eh? –gritó Helen.
–Tu mayor pesadilla –gritó el espejo–. Pero recuerda, Helen¡tú tienes el remedio!...
–¿Qué remedio? –preguntó.
Pero los ojos que se reflejaban en el espejo ya eran los suyos; su mirada, perdida, nerviosa, intrigada, se miraba a sí misma a través del misterioso reflejo. «Tim Wathelpun...»
–¿Qué ha pasado? –Abrió tía Ángela la puerta–. ¿A qué venían esos gritos?
–Oh... ¡No, nada! –respondió Helen–. Sólo que estaba... nerviosa. Sí, eso. Me he puesto a chillar de la ilusión.
–Huy¡qué tonta! –Se rio tía Ángela–. Pero qué guapa estás con el traje. Oh, sobrina. Deja que te dé un abrazo. –Se unieron unos segundos–. Espero que seas muy feliz hoy y el resto de tu vida, Helen Lupin.
Helen levantó la mirada para encontrarse con los ojos de su tía. Acababa de darse cuenta, Helen Nicked ya no existía: ahora tendría que empezar a acostumbrarse a que la llamaran Helen Lupin¡o señora Lupin! Se sentía súbitamente tan feliz que se olvidó por completo de la revelación del espejo. ¡Estaba ya harta de pensar en sus visiones o en los niños del sótano! A partir de aquel momento decidió que se habían terminado las visiones: «El futuro se construye día a día, no está escrito», se dijo para sí.
Remus, en casa de Ryan, forcejeaba con su corbata. Sorensen se acercó, se puso frente a él y le hizo el nudo fácilmente. Pero después levantó su mirada y se encontró con los ojos de Remus, que lo miraban fijamente, y se sintió incómodo. Se apartó rápidamente, dándole la espalda.
–Me voy a casar, Sorensen –dijo Remus–. El día más feliz de mi vida y mi madre no va a estar hoy conmigo... No es justo¿verdad?
Sorensen se volvió, completamente relajado.
–Sé lo que sientes –le dijo, poniéndole una mano sobre el hombro–. Yo también perdí a mi madre. Sé lo que es sentir echarla de menos todos los días, todas las noches, cuando te acuestas y piensas en todo: en tu vida, en tus penas, y, las menos veces, en tus alegrías... –Algo más jovial–: Pero hoy, hermanito, es el día de tu boda. –Le dio una palmada en la cara–. Hay que pensar en cosas alegres, aunque cueste. O piensa en Helen; ¿crees que ella va a estar dándole vueltas a la cabeza a algo? –Remus dijo que no en voz queda–. ¿Ves? Sé que la echas de menos: sé que te la arrebataron como persona y como fantasma, pero sé fuerte y haz que éste sea el día más feliz para Helen. Y, de paso, hazte ese favor también a ti...
–Gracias, Sorensen.
Y Remus lo abrazó. Sorensen recibió aquella muestra de cariño por parte de su hermano con sorpresa. Le echó los brazos también y lo consoló acariciándole el pelo de la nuca.
–Vamos –le dijo Sorensen–¡o no llegaremos a tiempo a tu boda!
Como es costumbre, Remus llegó a la iglesia antes que la novia, que se haría de rogar. Aguardó al pie del altar junto a su hermano Sorensen, que le lanzaba miraditas de vez en cuando y le sonreía, dándole ánimos cuando Remus también lo miraba. Los invitados, la mayor parte de ellos muggles, llegaron en tropel, sentándose con sus vestidos de gala y sus sombreros de ala en los bancos del templo.
De pronto, un carro tirado por cuatro caballos se detuvo delante de la puerta de la iglesia. Remus pudo ver a Helen saliendo de él. ¡Estaba preciosa! Incluso se había caracoleado el pelo, y parecía más virgínea y pura que nunca. Sonrió. Dejó de aguzar sus ojos y emplear su vista licántropa aumentada para verla entrar a tiempo, recorriendo el pasillo central del brazo de su padre, mientras sonaba solemne la marcha nupcial.
El señor Nicked lloraba estridentemente y se secaba las lágrimas con el brazo de la camisa.
–No llores, papá –le decía Helen.
Pero en el fondo estaba pensando «¡qué vergüenza!»
Y a paso lento, sonando de fondo la música de la marcha, arrastrando su hermoso y largo velo blanco, Helen Nicked llegó hasta el altar, donde la dejó por fin su padre. Remus la recogió cogiéndola de las manos, con amor. La dejó a su lado y el sacerdote sonrió, dando a entender que iba a dar comienzo a la ceremonia.
–Hermanos. Bienvenidos hoy a este hermoso día en que vamos a unir en santo matrimonio a Remus Julius Lupin y a Helen Ángela Nicked.
Arabella Figg, que también había sido invitada, emitió un sonoro llanto.
El sacerdote sermoneó a las masas y habló sobre el matrimonio. Bendijo a la pareja y pasó el cepillo de la colecta. Después, alzando las manos hacia el cielo, invocó para poner fin al acto:
–Por el poder que me ha sido conferido¡yo os declaro marido y mujer! –Remus y Helen se sonrieron, casados por fin–. Remus, puedes besar a la novia.
Remus se adelantó y plantó sus labios sobre los carnosos y hermosos de Helen Lupin, su esposa. Se separaron y el párroco dio fin a la ceremonia con unas palabras de paz y de despedida.
Avanzaron por el pasillo central de la iglesia con solemnidad, Helen aferrada al brazo del galante Remus; tía Ángela, en su dignidad de madrina, avanzando junto a Sorensen; y al final dos primos segundos de Helen, Lucy y Andrew, que utilizaron para llenar hueco.
Los chicos bajaron lentamente los escalones de piedra y la turba de invitados, desde abajo, les lanzó una tonelada de arroz, que le caía por encima como una lluvia de gracia. El señor Nicked, entre otros, más próximo a la pareja, lanzaba pétalos rojos, que resbalaban por la larga cola de Helen como por una catarata.
Se subieron al carro, agitando las manos con frenesí, hasta que le cerraron las puertas. Siguieron despidiéndose por la diminuta ventana de cristal hasta que los caballos comenzaron a andar y el carruaje arrancó a desfilar por la calle.
Remus le dio otro largo beso a Helen y, en un susurro, le dijo que la quería. Helen se quitó con parsimonia el velo de la cabeza, lo soltó a su lado, y mirándolo con ternura le dijo que ella también lo amaba con locura.
Llegaron muy tarde al banquete de boda, cosa que era completamente normal: se tenían que hacer de esperar. Como era costumbre, misteriosamente Arabella Figg, Dumbledore, los señores Diggle, Moody y Mundungus Fletcher llegaron antes que nadie, así como también la familia de la señora Nicked, que utilizó procedimientos análogos.
El menú fue exquisito, perfectamente escogido. Sólo había una persona a la que no parecía agradarle demasiado: Dave Crisp. Estaba blanco como la harina, sudoroso, con el nudo de la corbata desaflojado. Marggaret, su esposa, lo consolaba de vez en cuando, pero era inevitable que se alertara cada vez que una persona se metía la mano en el bolsillo para buscar un pitillo y un encendedor.
–La magia es buena –se repetía–. Aunque los magos malos...
–¡Pido un brindis por Remus y Helen Lupin! –Se puso en pie Albus Dumbledore, y ante su regia presencia todos contuvieron sus palabras y aguardaron a escucharlo–. Por un matrimonio feliz que dure muchos años.
Todos entrechocaron sus copas con felicidad y jolgorio.
–¡Vivan los Lupin! –gritó un sonrosado Dedalus.
La pareja entrelazó sus brazos y sorbieron sus copas de vino, mirándose a los ojos en un arrebatador gesto de pasión. Ambos sintieron el candor de la bebida descendiendo por sus cuerpos gozosos, se aproximaron y se besaron, compartiendo el húmedo sabor del reciente sorbo.
–¡Que saluden, que saluden, que saluden! –gritó Mundungus, haciendo gala de los pocos conocimientos muggles que poseía en su haber.
Remus, carraspeando, tomó la palabra. El silencio y las miradas insidiosas se hicieron a su alrededor. Nervioso, miró de soslayo a su recién convertida mujer, que le sonrió:
–Quiero agradeceros a todos que hayáis venido al creo no equivocarme llamando el día más feliz de nuestras vidas. –Tía Ángela aplaudió con ganas, aunque el discurso no hubiera acabado y todo el mundo la mirara enarcando una ceja–. La vida no siempre sonríe por igual, pero tengo la corazonada de que, por fin, una sonrisa se va a imponer; de que la felicidad y la alegría nos acompañarán a mi mujer y a mí.
Entraron los camareros, las miradas perdidas, los pasos de autómata, con sendas bandejas plateadas y brillantes, cuyos platos repartieron por doquier.
–Y he aquí la comida. ¡Que aproveche! –concluyó Remus sentándose.
Al hacerlo, Helen lo besó.
Comieron en un alboroto constante, en un murmullo feliz, en risas que se mezclaban con el vino y la cerveza y palmas de jolgorio. Remus tomó con los dedos una patata frita y se la llevó a Helen a la boca. Ésta la mordió sonriente, y luego hizo lo mismo a Remus.
–¿Eres feliz? –le preguntó él.
–Mucho. Te quiero.
–Yo más.
–No, yo más.
Se sonrieron.
Al primer plato sucedió un segundo, y a éste unos cuantos piscolabis más, hasta que arrastrada en un carrito por un par de cocineros rematados en sombreros cilíndricos, hizo regio acto de aparición la tarta de boda, culminada con las graciosas figurillas de los casados de caramelo.
Remus y Helen, levantándose como uno solo, recogieron el enorme cuchillo que les tendía uno de los serviciales groumets y, asiéndolo ambos por el mango, dieron el primer corte sobre el primer piso. Se escucharon algunos aplausos tímidos al fondo. Remus, ni corto ni perezoso, tomó con el dedo un poco de nata y manchó la nariz de Helen. Ésta, riéndose, se limitó a limpiarse con una servilleta.
Ángela se acercó con su plato y tomó un trazo de los que repartía con nerviosismo uno de los cocineros. Al girarse, chocó con Sorensen y el plato cayó estrepitosamente contra el suelo. Se agacharon ambos a recogerlo, cuando sus miradas se cruzaron. Se rieron.
–Lo siento –se disculpó Sorensen–. He sido un torpe.
–No, ha sido culpa mía –adujo ella–. Debería haberte visto.
–No, Ángela. No puedo consentir que digas eso. –La mujer, al coger un afilado trozo de porcelana, se cortó en un dedo, y la sangre escarlata se derramó por su largo y delgado índice ante la atenta y preocupada mirada del bibliotecario–. ¡Oh¿te has hecho daño? Déjame que te mire eso. Trae, te limpiaré con un pañuelo.
Y ella se dejó hacer dócilmente.
Algo más apartados, Remus y Helen se ofrecían el uno al otro los bocados de sus propios platos, sonriéndose entre miradas cómplices.
–Te amo, Helen. Éste día lo recordaremos siempre, así... nítido, perfecto...
La puerta se abrió de par en par con vehemencia, y la madera chocó con estridencia contra la pared. Todos se volvieron inmediatamente. La señora Carney sonreía con descaro...
–¿Qué haces tú aquí? –preguntó Ángela poniéndose en pie.
Dave Crisp se puso a balancearse de delante atrás como un frenético demente. Repetía sus frases de antes mientras Marggaret lo consolaba y le decía que todo iba a salir bien.
–Resulta ser –dijo la anciana bruja poniéndose bien el bolso sobre el hombro– que mi única nieta se casaba hoy y nadie me ha avisado. Suerte que una tiene contactos y se entera de las cosas, que si no...
–No... –susurró Helen. Sólo Remus pudo oírla–. Lo va a estropear todo.
–Pero ¿qué dices, Helen? –gritó Remus, de improviso demasiado jovial–. ¡Yo creía que habías invitado a la adorable señora Carney! –Levantándose para irla a recibir–. ¿Cómo está, señora mía? –Le besó la mano.
–Has aprendido modales... –Sonrió descaradamente la bruja–. ¿Quién te ha domesticado?
–¡Un chiste formidable! –aprobó entre risas Remus–. Veo que continúa con su habitual buen humor de siempre¿eh? –La señora Carney dejó de sonreír; estaba visiblemente contrariada–. Pero¡vaya, los del cátering no han traído su plato. Acompáñeme –le rogó– y se lo pediremos.
Salió de la sala, seguido por una confusa señora Carney, que, obediente, acometía todo lo que su nieto postizo le decía. Lo siguió sin rechistar hasta que abrió una puerta. El chico se detuvo y, esbozando una amplísima sonrisa, le dijo:
–Las damas primero.
Y la señora Carney, visiblemente sorprendida y halagada, pasó por delante de él con mucha pompa. Remus no dejó de sonreír en ningún momento. Cuando la vieja bruja ya hubo pasado, él cerró rápidamente la puerta sin pasar, dejando dentro a la mujer, y sacó su varita apuntándola hacia el picaporte:
–Securus latibulum.
La señora Carney forcejeó con el pomo, pero Remus, acostumbrado a aquel hechizo, la había dejado encerrada. Practicó otro par de encantamientos para que ningún muggle pudiera abrirla desde fuera y tocó con los nudillos la puerta.
–Señora Carney¿está ahí? –preguntó.
–¡Sácame de aquí, infesto saco de pulgas! –vociferó–. Es un cuarto de baño muggle. ¡Cabrito peludo!
Remus, sonriendo, le dijo:
–Espero que disfrute de la boda, señora Carney.
Y regresó a la sala en que se continuaba con la mayor normalidad posible el festín de celebración.
–¿Qué ha pasado con mi madre¿Qué has hecho? –le preguntó nerviosa, no hizo más entrar, tía Ángela.
–Está a buen recaudo –contestó Remus con misterio–. Esta boda no la va a fastidiar como que me llamo Remus Julius Lupin.
Ángela se marchó a su asiento más tranquila, encogiéndose de hombros. Remus y Helen abrieron el baile marcándose un perfecto vals, pieza que llevaban practicando desde hacía algunas semanas con el único fin de no hacer el ridículo en público.
–¿Sabes qué, Remus? –Mientras bailaban–. Estoy intrigada por saber dónde has metido a mi abuela.
–La he encerrado en un cuarto de baño bajo el encantamiento «securus latibulum». –Helen se echó a reír–. Es ingenioso¿verdad¿Quieres verla?
Y la cogió de la mano y salió de la gran sala. Nadie reparó en su marcha, porque todos bailaban al ritmo de la música o pendían sobre la mesa del ponche. Salieron, pero se llevaron una increíble sorpresa¡los camareros corrían despavoridos, asustados! Remus se preguntó a qué se debía aquello. ¿Quizás la señora Carney estuviera utilizando encantamientos prohibidos y hubiera podido liberarse de su prisión?
Remus contuvo un grito.
–¿Qué te ha pasado, Remus? –preguntó Helen preocupada.
–Que me acabo de acordar de que no le he quitado la varita a tu abuela –dijo con los ojos abiertos de incertidumbre–. ¡Esto debe estar haciéndolo ella!
Y echaron a correr; Helen con mayor dificultad, porque se tenía que remangar la falda. Aun así, por culpa de los tacones no se solventaba el problema. Llegaron al vestíbulo del restaurante, donde se escuchaban unos extraños gritos y de donde los camareros y recepcionistas huían con pavor.
Remus y Helen llegaron y se quedaron de piedra. Allí, plantada de espaldas a ellos, con las rodillas clavadas en el suelo, había una adolescente que respiraba con alteración. Frente a ella, un enorme lobo con el pelo del lomo erizado gruñía amenazándola. La baba le caía por las fauces abiertas, en las que enseñaba cruelmente sus colmillos. El animal se preparó para abalanzarse sobre la chica cuando ésta blandió algo en su mano y un rayo de luz violácea salió disparado hacia el lobo, pero éste lo evitó pegando un salto. Remus y Helen se quedaron boquiabiertos¡la niña era una bruja!
Helen agarró a Remus de la cara y le preguntó:
–¿Tú también puedes verlo?
Remus asintió sólo una vez y sacó decidido su varita. La blandió y conjuró un hechizo dirigiéndola hacia el lobo, pero el rayo que salió chocó contra el cuerpo del animal sin provocarle daño alguno. Parecía como si su espesa piel la hubiera absorbido, pero no era posible...
La pequeña se volvió, y, para sorpresa de Remus y Helen, vieron que tenía una máscara blanca en la cara que sólo le dejaba ver los ojos y la boca, que tenía ligeramente abierta. Se quedó mirando a Remus Lupin con unos ojos marrones claros extremadamente desorbitados. El lobo aprovechó aquel repentino despiste y se abalanzó sobre la chica, mordiéndola en un tobillo. La chica profirió un agudo chillido y se le cayó la varita. El lobo la arrastró unos metros y desaparecieron con una cortina de humo neblinosa.
–¿Eso qué ha sido? –preguntó Helen cuando se repuso de la sorpresa.
–No lo sé... –dijo Remus avanzando lentamente hasta el lugar en que habían desaparecido.
Pero una voz nubló la mente de Helen, reverberando en su cabeza: «Ya está: hoy se ha decidido», dijo. Una sola vez. Y era su misma voz.
Se agachó y recogió la varita de la chica. La miró detenidamente, sujetándola con delicadeza, y de la punta de la varita surgieron varias chispas, plateadas, como rayos de luna. Remus se guardó la varita perdida de aquella niña en el bolsillo.
–Tal vez haya sido una premonición –se dijo Helen buscando algún tipo de explicación–. Yo la he estado viendo y te la he enviado a ti en tiempo real. ¿No?
–No puede ser. Lo que acabamos de ver ha pasado ahora y ha sido real –dijo Remus tranquilo–. Los camareros no habrían podido ver también tu premonición. Lo mejor será que volvamos a la sala del banquete antes de que se preocupen por nosotros.
Regresaron y todos se volvieron hacia ellos. Helen se sintió cohibida, pero no le prestaron mayor atención, porque siguieron bailando como si tal cosa. Todos parecían muy felices. Nadie se preguntaba cómo habían llegado de improviso un lobo y una niña bruja hasta allí. «Pero si era sólo una adolescente –pensó Remus–. ¡No puede hacer magia! El Ministerio habrá tenido que tomar cartas en el asunto.»
Se quedó observando a Helen y pudo ver en su mirada que ella también le estaba dando vueltas al asunto en la cabeza. Estaba tan preocupada que habría querido consolarla, pero él también estaba tan confuso que no sabía qué palabras usaría.
–¡Ah¿Estáis aquí? –preguntó el señor Nicked. Venía cogido de la mano de su esposa, que sonreía muy alegre–. Queríamos daros vuestro regalo de boda.
–¿Las toallas? –inquirió Remus.
El señor Nicked se echó a reír, como un niño chico. Se metió la mano en el bolsillo y le entregó un alargado papel a su yerno.
–¿Qué es? –inquirió Helen, curiosa, mientras Remus lo leía sin saber qué decir.
–Es una reserva de hotel en Roma, hija –explicó la señora Nicked sonriente–. En Roma, la ciudad del amor.
–Pero... ¡Mamá! –exclamó contenta Helen–. Ya habéis pagado todo el banquete. ¿Por qué habéis tenido que regalarnos nada más? –dijo.
–Porque nos apetecía, hija, y ya está –respondió el señor Nicked–. Que si no os gusta vamos tu madre y yo...
–¡No, no!... –respondió apresuradamente Remus–. Sí nos gusta.
–Que lo disfrutéis –dijo la señora Nicked y se marcharon, no sin abrazarlos primero.
Remus y Helen, con aquella sorpresa, ya habían olvidado la escena anterior.
–Vaya... –dijo Remus con preocupación, cuando sus suegros ya se habían alejado, retomando el baile–. Pues al final, con la cosa, tenemos de todo menos toallas.
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(LA SEMANA PASADA NO PUDE COLGAR TODOS LOS dibujos de Elena, CONQUE INTENTARÉ COLGAR HOY OTRA PARTE DE ELLOS: AL MENOS INTENTARÉ QUE LOS DE AYA K, JOANNE Y LORIEN ESTÉN.)
Helen Nicked ya no existe... No, démosle la bienvenida a Helen Lupin. Perdonadme, ya sé que era un título muy ambiguo, pero no hay nada como una buena temporadita de intriga. Sé que muchos os habéis pensado lo peor (he llegado hasta a oír –leer– que si Remus iba a matarla por un descuido...). ¡Vaya! Por suerte esta intriga pasó, pero os prometo muchas, muchas muchas muchas más; como siempre digo. Lo cierto es que a partir de aquí el argumento se va a poner cada vez más interesante, y no soy yo quien lo digo: Elena lo confirma (que en mi caso sería muy presuntuoso decir algo como tal). Pero, bueno¿a qué enrollarme tanto para dar la fecha del próximo capítulo, eh? Bien, veamos... ¡Oh, sí! Como os dije a principios de mes, en mayo es la feria de mi ciudad y, consecuentemente, ese viernes no podré colgar. Digamos que me lo tomaré de rélax (más quisieras tú). Tened en cuenta que tengo también, como he dicho muchas veces ya, que dejarme margen para tener siempre capítulos de reserva disponibles. Y, además, muchos estaréis liados con los exámenes y así os dejo un poco más de tiempo. ¿Os parece? Con tal, decidido queda que el viernes, 3 de junio colgaré la siguiente entrega. Pobre hombre...
31 de mayo: Cumpleaños de Elena. ¡FELICIDADES, ELENA!
Avance del capítulo 41 (BENVENUTTI)¡Oh!... Qué placer. Un romántico viaje a Italia como luna de miel. ¿Quién pudiera gozarlo? Pobre muggle... ¿Cuántos días hace que su hijita se fue de casa? Ya la echa de menos... Pobre hombre... Ni fuera de casa se dejan los problemas atrás; dondequiera que estén, éstos los persiguen. ¡Es el hado, dicen unos; para mí que es el destino, que escondido en la maleta se hubieron de llevar. Pobres... Pobre...
Saludos a todos, mis queridos lectores.
