Hola.

Sé que dije que no volvería, que no os colgaría ningún capítulo nuevo en cosa de un mes o así. ¡Qué cruel! Más cuando me imagino que Joanne, si no ansiosa, tendrá curiosidad al menos por saber en qué consiste su personaje. A ella le dedico este capítulo, espero que le guste. Un mes es mucho mes... Debía actualizar antes. No obstante, sólo me paso para colgarlo, en lo que no dedicaré más de cinco minutos, pero responderos no he podido, aunque, bien es cierto, para el próximo capítulo os responderé muy por extenso y daré respuesta a todos los "reviews" que tenga atrasados. Muchas gracias por vuestra segura comprensión; tengo unas ganas de volver... Uf...

MENSAJE URGENTE A GWEN LUPIN. Vaya... En qué momento... ¡Hola! Se me ha ocurrido un personaje para ti, pero ¡corre muchísima urgencia, pues va a aparecer ya mismo. Por eso, como ya me dijiste el nombre, sólo necesitaría la foto. ¡La foto! En el capítulo tercero de REMUS LUPIN AMA A HELEN NICKED podrás encontrar una dirección para Story-Weavers por si no perteneces como participante. Apúntate y deja tu foto para que pueda describirte nada más salga de los exámenes, en tanto que tu personaje está nada más que a aparecer. En caso de que se te presente alguna duda, cualquiera, Joanne Distte podrá socorrerte; es una chica excepcional y muy simpática, la administradora del grupo al que te remito. Podrás encontrarla allí y aquí en "fanfiction" pinchando sobre mi enlace de autores favoritos. Te lo digo así, con tal urgencia, porque, en caso de que no disponga de tu foto, no podré describirte y, por lo tanto, no podré darte ese personaje. Un beso.

CAPÍTULO XLII (UN MATRIMONIO, A FIN DE CUENTAS)

El señor Nicked estuvo en observación una semana y media. Transcurrido este tiempo los médicos (muggles, por supuesto) le comunicaron a su mujer que se encontraba fuera de peligro, aunque tendría que estar ingresado un tiempo, hasta que se estabilizase.

Nadie sabía que la señora Nicked, furtivamente, administraba a su marido pociones mágicas para que se curase. Si hubieran hecho un buen análisis del suero, hubieran visto que había más sustancias extrañas que suero en sí. Pero gracias a eso, sin duda, el señor Nicked, ojeroso y débil, regresó a la vida.

–He visto una luz –explicó el señor Nicked al doctor cuando se hubo despertado–. Era una luz blanca que dolía a los ojos y que parpadeaba, moviéndose de un lado a otro. ¡Y la luz hablaba! Me decía: «No, Matthew Nicked. ¡No sigas la luz! Atrás¡atrás! Ve al fuego y la llama.» ¿Qué cree usted que quiere decir?

Lo cierto es que el buen muggle no fue ni a la luz ni al fuego y la llama; debió de perderse en medio del camino, no me cabe otra explicación.

–Su marido está bien –explicó el doctor a la preocupada señora Nicked en el pasillo–. Ha sido sólo un aviso, una advertencia. Su marido estaba llevando una forma de vida que no era la adecuada, me temo. Estará más sano que un roble si sigue una dieta cuidada. Nada de excesos de grasa, mucha verdurita, y, sobre todo, ejercicio físico. Ya le redactaré una lista. No me cabe duda que usted se encargará de que la cumpla¿cierto?

Pues se equivocaba. La señora Nicked estaba dispuesta a cuidar a su marido¡pero a su manera! Había aprendido algo de magia muggle en el seminario en que conoció a Matthew, y sabía que los remedios mágicos eran muchísimo más eficaces. Estaba decidida a cuidarlo a base de pociones que ella misma se encargaría de elaborar. Tampoco le cabía duda que su marido las tomaría con agrado. Al fin y al cabo eran un modo de magia... Lo más que diría sería: «¡Magnífico!»

–¿Cómo te encuentras, papá? –preguntó Helen en una de sus tantas visitas, cuando entró por la puerta con una expresión de preocupación y tristeza.

–¡Pss! –dijo sin ánimo–. Pero pasa, pasa. ¡No te quedes en la puerta! Ah, Remus también está aquí.

–¿Qué hay, Matt? –preguntó el chico amablemente–. ¿Te encuentras mejor?

–¡Pss! –repitió–. Estoy aquí muy aburrido. ¿Por qué no me contáis algo? Alguna cosa, lo que sea.

Helen se sentó al lado de su padre y le agarró una mano fláccida. Se la besó y la dejó de nuevo sobre las sábanas.

–¿Por qué estás tan triste, Helen? –preguntó el muggle frunciendo el ceño.

–Porque he tenido miedo –dijo conteniendo las lágrimas.

El día en que le dieron el alta, el señor Nicked avanzó por el pasillo del hospital con paso lento y vacilante. Se ayudaba con un bastón de madera de pino y con la otra mano se aferraba al brazo de su mujer, que estaba pendiente de que no se cayera.

–Se recuperará –dijo el doctor con una sonrisa de satisacción–. Ha estado muchos días en cama. Salga a caminar una o dos horas cada mañana y verá cómo alcanza los ochenta sin dificultad.

–¡No, si la cosa es llegar antes a los cincuenta! –dijo el señor Nicked bromista, sonriendo–, si se puede.

Cuando salieron del hospital, la señora Nicked hizo todo lo posible por animarlo.

–Mañana daremos el paseíto juntos, cariño –le dijo.

–Oh, es un consuelo, palomita. –Sonrió el señor Nicked, halagado.

–Sí –asintió la señora Nicked amablemente–, iremos al callejón Diagon. Si te parece...

El señor Nicked se volvió hacia ella bruscamente y sonrió, y la cara se le iluminó como el sol de primavera.

–Sí, sí –confirmó la mujer–, pero no te hagas ilusiones ni te emociones ni nada, que no quiero que te dé otro infarto, Matt...

–Sí, con uno es suficiente –dijo el muggle cabizbajo.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Como ya es sabido, Remus había perdido rápidamente el único trabajo que había tenido después del fin de la Orden del Fénix. Aunque, a fin de cuentas, aquel trabajo no había sido ni iba a ser la mejor oportunidad que había tenido ni iba a tener en su vida. Sin futuro, sin expectativas, la labor en el Caldero Chorreante no iba a ser para siempre. Y aunque Tom le hubiese consentido a Remus que faltara una vez al mes (cosa que le molestó bastante la primera vez tan sólo, y por eso lo despidió, porque se ausentó dos días), Remus no estaba seguro de si habría aguantado mucho tiempo trabajando en condiciones poco satisfactorias y ganando quince miserables galeones al mes.

Se fue. Lo echaron, más bien. Helen Lupin estuvo muy contenta el día de su despido. Como no había contrato de por medio, sino sólo la buena voluntad de Tom el tabernero, Remus no cobró el finiquito. Tampoco le importó mucho; con lo que ganaba¿qué hubiera sido¿Un galeón¿Dos?

Remus se resentía. Su vida laboral era un auténtico fracaso. ¡Él mismo era un fracasado! Se atormentaba con estos pensamientos y otros, y recorría su casa moribundo, deprimido, mientras Helen estaba en el hospital San Mungo, ganándose el sueldo para sí misma y para él también.

El momento escogido para demostrar todo lo contrario llegó en el verano de 1984. Por fin Remus consiguió un puesto de trabajo¡guardia de seguridad nocturno en el callejón Diagon!

–¡Eso es estupendo! –le dijo a gritos Helen al enterarse.

Realmente lo era. Era un trabajo a su medida, un trabajo de auror. El Ministerio, consciente de su capacidad al haber pertenecido a la legendaria Orden del Fénix, le había ofrecido un contrato en el que estipulaba un día libre, aparte de las correspondientes vacaciones, cada veintiocho días, ya que no podría encontrarse en guardia una noche de luna llena...

–Un trabajo en mi especialidad, con un contrato, y que reconocen y disculpan mi licantropía... –enumeró Remus–. ¿Qué más puedo pedir?

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

La noche en que empezaba a trabajar, Remus estaba algo nervioso. Sorbía el caldo con impaciencia y estridencia. Helen se molestaba, pero como, cuando iba a saltarle con alguna bordería, se acordaba de que era su primer día, se tranquilizaba, aunque no podía mucho: era consciente de que trabajar como guardia de seguridad en el callejón Diagon conllevaba mucha más responsabilidad que su triste trabajillo en el Caldero Chorreante, y, por tanto, más riesgos...

Aquella noche no tuvo ninguna visión sobre ningún peligro, así que se sentía más o menos liberada. Después recordaba la promesa que se había hecho a sí misma de que el futuro no existía, sino que se construía día a día, y se sentía mal. Desde el día de su boda apenas había tenido visiones, ni siquiera sobre el infarto de su padre. ¿Acaso su poder la había abandonado porque ella hubiese decidido prescindir de él? Entonces se sentía peor, pero no quería pensar que algo malo pudiera pasarle a Remus.

Comían en silencio.

–¿Estarás solo –preguntó Helen ocultando su profunda preocupación– o habrá algún compañero allí contigo?

–¡Habrá gente allí, más guardias! –respondió Remus como si aquello fuese obvio–. Nos dividen por sectores y nos encargamos de vigilar cada uno nuestro tramo.

Remus se quedó mirando su uniforme, que estaba alisado sobre el sofá: era una túnica negra como la noche, increíblemente cómoda, con ciertos encantamientos escudos practicados sobre ella a fin de proteger a los guardias.

Terminó de cenar, se levantó y se vistió, observado en todo momento por Helen, que cada vez exteriorizaba más su preocupación e intranquilidad.

–Estoy nerviosa... –dijo Helen temblando.

–¿Por qué? –inquirió Remus, sonriendo para tranquilizarla.

–¡Porque no he tenido ninguna visión últimamente¿Y si te pasa algo hoy, eh, Remus? –Le clavó sus ojos, vidriosos–. Nunca me lo perdonaría.

–Pues yo sí te lo perdonaría –le dijo impasible–. Anda, ven y me das un abrazo, tonta. –Helen se acercó y se arrebujó entre sus brazos–. No te preocupes, guapa. Volveré pronto y te daré un beso. Ya verás cómo no pasa nada.

–La cama va a estar muy vacía sin ti –susurró Helen.

–Pronto llegaré y la llenaré –dijo con una sonrisa.

El callejón Diagon de noche era terrorífico. Todas las tiendas apagaban completamente las luces. Ni siquiera dejaban encendidas las de los escaparates, como hacen los muggles, porque de noche sólo los aurores específicos hacen su ronda vigilando por que nadie entre y robe.

Se situó en su sección, que acogía tiendas como Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch o el Emporio de las Lechuzas. Sacó su varita y obró una floritura con ella. Un haz de luz iluminó los adoquines y se puso a caminar de un lado a otro, mirando hacia todos lados, con los ojos bien abiertos al principio y aburrido al final.

A las tres de la mañana o así, apoyado en un banco, se comía tranquilamente un emparedado que había hecho aparecer mágicamente. La luna, creciente, iluminaba su figura y su sombra se extendía a lo largo de la acera. A lo lejos, otra sombra se extendió como un halo de fuego, y una figura humana se dibujó bajo el contorno del plateado satélite.

La aparición se acercó lentamente, sin prisa, y Remus, tirando el emparedado al suelo, sacó su varita y gritó "lumos". Un haz de luz iluminó la calle y la figura humana se detuvo, tapándose los ojos del molesto reflejo de luz.

–¿Quién viene? –preguntó Remus.

–Baja esa luz¿quieres? –respondió. Era una voz dulce, femenina–. ¿Tú eres el nuevo, verdad?

Remus bajó lentamente la varita, sin comprender. La chica siguió aproximándose y el chico se dio cuenta de que vestía la misma túnica que él. El resplandor luminoso de su varita desapareció y la luna fue la única luz que conoció el momento de su presentación.

La chica, alta y de robusta apariencia, con el pelo largo y oscuro y los ojos negros como la noche, sonrió a Remus y, extendiéndole una mano delicada y de proporcionada forma, le dijo:

–Hola, me llamo Joanne Distte. Me encargo del sector tres. ¿Tú eres el nuevo, no¿El del sector cuatro?

Remus asintió varias veces, rápidamente, mientras agitaba la mano de Joanne, su compañera de trabajo, con velocidad. La chica sonrió.

–¿Y tú cómo te llamas? –le preguntó.

–¿Yo? –preguntó él estúpidamente–. Remus. Remus Lupin.

–¿Remus? –repitió Joanne–. Es un nombre muy bonito.

–¿Ah, sí? –preguntó Remus sonrojándose–. ¡Oh, Joanne también es un nombre precioso.

Se quedaron callados, intimidados. Remus se quedó mirando con tristeza el emparedado que se le había caído del susto. Las tripas le rugían como una noche de tormenta.

–Aquí nunca pasa nada –dijo Joanne rompiendo el gélido silencio–. Hay demasiada seguridad como para que ningún hechicero se atreva a aparecerse. Como mucho, algún comerciante al que se le ha olvidado algo; pero se identifica y no pasa nada. Pronto te darás cuenta de que es un trabajo muy sencillo. ¡Y nada peligroso! Seguro que tu novia estaba recelosa por eso... ¿Verdad?

Remus asintió.

–Pues sí –dijo–. Tenía miedo de que pudiera pasarme algo.

–¿Ah, sí? –Sonrió abiertamente Joanne–. Entonces¿tienes novia¿Y cómo se llama?

–Se llama Helen –respondió Remus–, y no es mi novia; es mi esposa.

–¿Ah, sí? –preguntó Joanne, sin dejar de sonreír. Desvió la mirada y se distrajo contemplando un escaparate.

–¿Y tú..., tienes novio? –se atrevió a preguntar Remus.

–¿Yo? No. –Se rio la chica–. Ahora no. Hace un año estuve con un chico, pero todo acabó muy mal...

–¡Ah! –exclamó Remus.

Se sentía mal. Aquellas conversaciones, sin sentido, lo hacían sentirse estúpido. Se quedó de nuevo mirando el emparedado y notó que Joanne se sonreía para sí. Tenía que preguntar o decir algo, demostrar que podía llevar una conversación normal. ¡Debía intentar ser extrovertido!

–¿Y en la época de Voldemort? –preguntó Remus–. ¿Este trabajo era peligroso entonces?

Joanne sintió un escalofrío. Remus se percató tarde, y con voz ronca pronunció una inaudible disculpa.

–Has pronunciado su nombre... –No era una pregunta, sino una muestra de sorpresa, un halago–. No había conocido a nadie que fuera lo suficientemente... ¡A nadie!

–Bueno, yo... –Remus sintió que volvía a encendérsele el rostro. Deseó que la luna se hubiera tapado por una peregrina nube para que Joanne no se hubiera dado cuenta–. La verdad es que he conocido a mucha gente que no decía eso de Quien–Tú–Sabes –se excusó.

Joanne sonrió. Remus desvió los ojos hacia el emparedado, porque no quería que se le subiera a la cabeza eso de que una chica lo estuviera mirando como a un héroe porque hubiera pronunciado el nombre del hechicero más temible de todos los tiempos.

–Lo cierto es que durante los años de esplendor de Quien–Tú–Sabes –explicó la chica– ha habido de todo. Lo común es que sus mortífagos se aparecieran y desaparecieran ante nuestras narices, enmascarados. Debían considerarlo un juego o algo así. –Recordó un momento–. Yo no estaba aún entonces, pero me contaron que hace muchos años sí vinieron los mortífagos, aunque las tiendas ya estaban abiertas y los aurores se habían marchado. Iban a robar en Gringotts. Pero me contaron que actuó una organización secreta del Ministerio de Magia.

–¿Una organización secreta? –preguntó Remus–. Qué extraño suena¿verdad? –Sonrió.

–No sé, supongo... –dijo Joanne–. Bueno, tengo que irme. Encantada de conocerte, Lupin. –Le sonrió–. Ya sabes, si necesitas algo no tienes más que acercarte por mi sector.

Y Remus la vio alejarse con los rayos de luna resbalando por su larga cabellera, que caía por su espalda como una catarata. Caminaba a paso lento, con la capa ondeando al viento. Un jirón de nube se interpuso entre la luna y ellos, y Remus ya no la vio más.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Al día siguiente, a la hora de almorzar, Helen preparaba afanosamente la comida, mientras Remus se ocupaba de colocar la mesa. Habían invitado a Sorensen y a Dumbledore a almorzar para celebrar el primer día de trabajo de Remus.

Dumbledore se dobló para pasar por el hueco de la chimenea sin golpearse en la cabeza. Remus lo recibió con los brazos abiertos, y Dumbledore sonrió. Asintió un par de veces, lo abrazó y se sentó, remangándose la faldilla de la túnica.

–Qué bien, Remus. –Sonrió Dumbledore–. Me sentía culpable. No habías conseguido ningún trabajo decente desde la orden...

–Pero por fin eso ha cambiado –dijo Remus sin dejar de repartir los cubiertos–. Y además saben que soy licántropo y no les importa.

Dumbledore carraspeó.

–¿Importarles? –inquirió–. No, Remus; eso no lo sabemos. Te están dando una oportunidad, una posibilidad de demostrar que eres un humano, una persona, y no una bestia... ¡Y un trabajo de auror! –exclamó con regocijo por variar el rumbo adoptado en la conversación–. Eres muy afortunado, Remus Lupin.

–Gracias, Dumbledore. –Sonrió Remus–. Por cierto¿por qué has venido tan poco últimamente? Ya no hay quien te vea... –Dumbledore levantó la cabeza y sonrió, sin decir nada–. Sabe que tú puedes venir por aquí cuando te dé gana.

–Ya, ya. –Asintió Dumbledore–. Pero he estado realmente ocupado en Hogwarts. Y vigilando a quien tú ya sabes...

–¿A quién? –inquirió Remus con espanto.

–¡A Harry! –exclamó el anciano en voz queda–. El mes que viene cumple cuatro años. Te sorprendería verlo. Ha crecido mucho.

–Pero... ¿Sigues con eso, Dumbledore? –preguntó Remus–. ¿Qué mal le puede hacer nadie? Voldemort está en el exilio, y sus mortífagos están atrapados y encarcelados.

–Me imagino que no todos, Remus –dijo Dumbledore impasible–. Y, como bien tú has dicho, Voldemort está en el exilio, no muerto. ¿Qué pasaría si volviese a recobrar su poder hoy, esta tarde, y no estuviésemos alerta? Mataría a Harry...

–¿Crees que sería tan vengativo? –preguntó Remus mirándolo fijamente, detenido en la repartición de platos y cubiertos–. ¿En serio crees que si recobrara su poder iría a por Harry por ser la causa de su caída?

Dumbledore soltó una risita amarga.

–No me cabe la menor duda, Remus. La menor duda... –Una sombra pasó por delante de sus ojos–. Pero ¡dejemos estas cosas, muchacho! Estamos en tiempos alegres, y alegres debemos estar; más hoy, que es un día muy feliz para todos los que te apreciamos y queremos. Pero me estoy orinando... –Se disculpó con una sonrisita–. ¿Dónde está el cuarto de baño?

–Arriba, la segunda puerta a la izquierda –respondió.

Dumbledore, asintiendo respetuoso una vez, se puso en pie y anduvo hasta las escaleras con su regia y digna estatura. Remus se lo quedó mirando, y justo cuando desapareció en el piso superior, con un estallido, apareció en el salón, mirando hacia la puerta, Sorensen, su hermano.

Se giró.

–¡Hombre, Remus! –Lo abrazó–. ¿Cómo estás¡Enhorabuena por ese trabajo tan formidable que te has sacado! Ha sido una suerte...

–Gracias, Sorensen –le dijo–. Gracias.

–¿Y Dumbledore? –preguntó Sorensen–. ¿Ha venido ya?

–Sí, pero está en el cuarto de baño –contestó Remus.

–Ah, bien... –dijo Sorensen–. ¿Y Helen?

–En la cocina –dijo Remus. Entonces escuchó inmediatamente un crujido amortiguado a lo lejos. Se volvió violentamente y Sorensen le preguntó qué le había pasado–. Nada... No ha sido nada. Me ha parecido oír algo. Habrá sido el suelo del sótano. ¡Es tan viejo que a veces chirría!

Sorensen sonrió.

–¿Viejo? –inquirió Sorensen–. ¡Viejo es decir poco! Y, a todo esto¿Helen sigue viendo los niños allí abajo?

–Pues no se sabe si los seguiría viendo –sonrió Remus–, porque lo cierto es que no ha bajado para comprobarlo.

–Pobrecilla. –La compadeció el joven–. Voy a ver, si no te importa, lo que está haciendo. A lo mejor necesita ayuda.

–¡Genial! –exclamó Remus. En realidad, por primera vez en su vida, estaba deseando librarse un minuto de él–. Yo voy a bajar un momento al sótano, a ver si es que se ha caído algo.

–A lo mejor han sido los niños –bromeó Sorensen.

Remus rio. Se separaron y echó a caminar hacia el pasillo oscuro. Al fondo, la tortuosa escalera caía en picado hacia abajo, hasta la inmensa oscuridad del sótano. Pero no había oscuridad... Remus se quedó de piedra, con los ojos abiertos de par en par, cristalinos. Sacó su varita.

El entablado del suelo temblaba. Un raudal de luz violeta ascendió por la escalera. Remus se detuvo. Le temblaba la mano. Asintió varias veces y anduvo con decisión. Se aferró a la baranda de mano y descendió por la escalera de madera podrida. A su primer paso, la escalera chirrió. La luz cesó.

Dumbledore, en medio del sótano, se giró lentamente y sonrió a Remus. Tenía su varita en ristre en su mano derecha, temblando ligeramente entre sus dedos. Se la quedó mirando y la guardó en el bolsillo de la túnica. Se puso a atusarse la barba mientras daba unos pasos ligeros, de un lado a otro.

–¿No estabas en el cuarto de baño? –preguntó Remus sin ser ofensivo.

–Sí, fui –respondió Dumbledore rápidamente–, pero bajé aquí después. Sorensen me dijo que Helen veía niños en el sótano de vuestra casa. Estaba intrigado.

–Los ve en su mente –explicó Remus–. Se supone que son visiones. Sólo ella los ve. Porque ¿tú no has visto nada, verdad?

Dumbledore no dijo ni que no ni que sí. Siguió caminando de un lado a otro, atusándose la plateada barba.

–Un sótano muy curioso, Remus. Tremendamente curioso –dijo–. Sorensen también me dijo que el de "Chimeneas Felices en Hogares Radiantes" os había dicho que estaba protegido mágicamente. ¿Verdad? –Remus asintió. Dumbledore, por el contrario, sonrió–. La magia flota en este sótano. ¿No la notas, Remus? –Dumbledore se lo quedó mirando fijamente–. Es lo más parecido a Hogwarts que he visto nunca en mi vida. Uno haría aquí dentro grandes cosas –Y volvió a clavarle sus brillantes ojos azules.

Aquella intensa mirada le dolió a Remus y apartó sus ojos. Vagaron por las paredes, recorrieron las grietas del techo, se perdieron por el suelo, alejándose de la figura del regio mago. Clavó los ojos en sus pies, que estaban sobre la madera suelta, que temblaba apenas perceptiblemente...

–Bueno, subamos arriba –dijo Dumbledore–. Quizá nos estén esperando.

–Pero... –Lo interrumpió Remus–. ¿Dónde te has aparecido? Porque... si te has desaparecido del cuarto de baño... Nadie puede aparecerse en el sótano. No se puede.

–¿Ah, no? No lo sabía... En la escalera, querido mío –explicó–. Chirrió y por eso me has debido de escuchar, sin duda alguna. Pero subamos, subamos. ¡Ya no hay nada más que hacer aquí abajo! Por el momento...

Remus y Dumbledore aparecieron en el comedor cuando Helen y Sorensen ya estaban sentados a la mesa. Se disculparon por el retraso y se sentaron también.

–Imagino que haremos un brindis por Remus¿no? –dijo Dumbledore–. De alguna forma tendremos que felicitarlo por este nuevo trabajo que ha conseguido.

–Sí, sí –dijo Helen–. Aquí está el vino. –Lo sirvió en todas las copas y lo repartió–. Yo sólo quiero decir que espero que este trabajo te dure mucho tiempo, Remus, y que seas muy feliz en él.

Remus sonrió.

–Yo opino lo mismo –apuntó Sorensen–. ¡Que seas muy feliz, hermano!

–Yo también soy de la misma opinión –dijo Dumbledore–, pero quisiera añadir algunas palabras más, si no es molestia. –«En absoluto», dijeron todos–. Remus Lupin: la vida es un compendio de experiencias que nadie comprende ni en los últimos días de su existencia. –Sonrió, entornando los ojos–. Nadie se ha podido explicar nunca por qué unos tienen mejor suerte y otros peor. Ni por que unos nacen con ciertos dones y otros sin ellos. Desgraciado en tus primeros años, mi estimado Remus, sólo aguardo que la felicidad alcance por fin tu vida y que dure hasta que lleguen las cosas que, al final, suelen resultar inevitables, aunque tampoco nadie comprende por qué han de pasar. Todo, a fin de cuentas, resulta un paradigma de desazón, pero conduciendo la vida por la senda correcta, todos saldréis victoriosos, créeme. –Todos estaban silenciosos; ninguno había comprendido nada–. ¡Mucha suerte, Remus! Ya sé que la tendrás.

¡Chin, chin!

Almorzaron lentamente, y más copas de vino se derramaron por sus gaznates como un veneno exquisito al paladar. Sólo Dumbledore parecía inafectado por sus efectos, y Helen también que lo había catado poco.

–Anoche conocí a una compañera del trabajo –dijo Remus–. Era una chica muy simpática, una tal Joanne. Se tiró diez minutos hablando conmigo. –Helen se lo quedó mirando con aprensión–. Le caí muy bien, se le notaba. –A Remus se le escapó un hipido–. La chica era la mar de simpática y de mona. Tendrá un año menos que yo, unos veintitrés, pero es muy guapa. –Helen se puso a cortar el filete con fuerza y el pedazo se le escapó del plato. Dumbledore sonrió, bajando la cabeza–. Puede que sea un poco pequeña para ti, Sorensen, pero yo creo que haríais una buena pareja. Que ya es hora de que te eches novia... –Sorensen soltó una risotada. Dumbledore se lo quedó mirando con los ojos fríos. Después miró a Helen y ésta apartó la mirada, asintiendo–. ¿Qué pasa? –preguntó Remus.

Sorensen se echó un trago largo de vino y se secó con la manga. Chasqueó la lengua y carraspeó:

–Parece mentira que no te hayas dado cuenta todavía a estas alturas, Remus –dijo Sorensen sonriendo–. A mí no me gustan las chicas, soy homosexual. –A Remus se le desprendió la mandíbula inferior y se quedó un instante con cara de imbécil–. Creía que te habrías dado cuenta. Mi boggart se transforma en un armario del que salgo yo. –Se echó a reír–. Nadie lo sabe, ni mis abuelos ni nadie. Sólo Dumbledore y... ¡Malfoy! No sé cómo ese energúmeno pudo gustarme con trece años –gruñó.

–Tranquilízate, Sorensen –le pidió Dumbledore dándole un par de golpecitos en la espalda–. Lucius prometió que no iba a contar nada a nadie. De eso ya me encargué yo...

Se extendió un incómodo silencio. Sorensen no hacía más que lanzar extrañas miradas a Remus.

–¡Ah, bueno... –dijo el chico–. No pasa nada, supongo. Ser "gay" no es malo. –Sonrió–. Tú fuiste muy tolerante cuando te enteraste de que yo era un licántropo. ¿Por qué no iba a serlo yo igual? –Sorensen sonrió abiertamente–. Anda, dame ahí un abrazo.

Se abrazaron, pero en esto Remus se sintió tirante y se separó con brusquedad. Le alargó trémulamente la mano a Sorensen, con formalidad, y éste se la estrechó sin sonreír. Remus se volvió a sentar y se puso a jugar con el tenedor, airoso.

–Bueno, creo que ya es hora de que nos vayamos –dijo Dumbledore consultando su reloj de bolsillo–. Se nos ha hecho tarde. Muchas gracias por todo, Helen. El almuerzo ha estado de película... ¿Se dice así, no? –Helen asintió. Remus se los quedó mirando confuso–. Bueno... Creo que te acompañaré a casa, Sorensen. En este estado no puedes desaparecerte...

–¿Por qué no? –se quejó el chico.

–¿Te importa prestarme un puñado de polvos flu? –preguntó Dumbledore a Helen–. Remus, que tengas mucho éxito con tu nuevo trabajo.

El muchacho se echó a reír.

–Si dura hoy ya he pasado la primera prueba –dijo burlón–. Esta noche es luna llena. Eso es lo que se dice empezar pronto con mal pie.

Helen regresó con los polvos flu y se los entregó a Dumbledore. Entre los dos ayudaron a Sorensen a entrar en la chimenea. Dumbledore lo despidió y arrojó los polvos flu sobre el suelo de piedra. Sorensen, mareado, fue engullido por una alta llama de color verdáceo.

Dumbledore se despidió respetuosamente de Helen y se desapareció a un golpe de su varita. La chica se acercó hasta la mesa y se quedó mirando la cantidad de platos sucios. Suspiró y se sentó un momento, para tomar fuerzas. Remus estaba reclinado sobre el respaldo de su asiento, medio mareado.

–Remus.

–¿Sí?

–¿Quién es esa tal Joanne?

–¿Joanne? –repitió–. No sé. La cabeza me da vueltas. No puedo pensar. Quiero irme a dormir.

Helen agachó la cabeza. Se levantó de un salto, seria, y se puso a recoger la mesa.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

A la caída de la tarde, Remus estaba un poco mejor. Helen le había preparado una efectiva pócima mágica, de muy mal sabor, por cierto, pero muy efectiva, por otro lado. El chico aguardó postrado en el salón la hora de su reclusión. Helen estaba muy rara, y se había ido al dormitorio a leer.

Una lechuza penetró por la ventana y soltó un pergamino enrollado sobre Remus, sin dejar de batir las alas. Continuó el vuelo y se alejó por donde había venido.

Remus se sobresaltó con la carta. Le desprendió el lazo azul y la desenrolló. Vio la firma de Sorensen y se quedó un segundo dubitativo, extrañado.

Querido hermano:

Lo siento mucho. Soy consciente de que debería habértelo dicho mucho antes, pero tenía miedo. ¡Tengo miedo! Espero que seas comprensivo, al igual que yo lo fui con tu licantropía. El vino ha desatado mi lengua... Lo siento mucho, Remus.

Le hubiera escrito algo más extenso, pero la redonda y dorada luna estaba a punto de descollar por el horizonte. Le dio la vuelta al pergamino y, con una pluma que tenía a mano, escribió: «No hay nada que disculpar, querido hermano», y llamó a Hatter, que era el nombre de la lechuza de la familia que les había regalado tía Ángela. Salió volando de su percha y Remus le explicó el encargo. La lechuza, parda y de grandes ojos ambarinos, asintió con su redonda cabeza y emprendió el vuelo.

Consultó la hora en el reloj de péndulo de la pared. Era el momento.

«La magia flota en este sótano. Es lo más parecido a Hogwarts que he visto nunca en mi vida.» Aquellas palabras grabadas en su mente hicieron a Remus permanecer un instante en el sillón.

Sacó su varita, la acarició entre las yemas de sus dedos y sintió su agradable tacto. Se apuntó con ella directamente a los ojos y se escuchó un chasquido que hizo temblar el sofá.

Pero Dumbledore tenía razón... Remus no pudo aparecerse en el sótano, que había sido su intención. Surgió en la oscuridad de la tortuosa escalera que daba a él. Desde ahí, Remus veía la puerta cerrada del sótano. «La magia flota en este sótano...»

Abrió la puerta y un sonido como la monotonía sinfónica del mar lo recibió. Pero se detuvo. «¡Lumos!» Nada, vacío. Remus cerró los ojos, con la varita proyectando un haz de luz en su mano ante sí. No sintió nada; no sintió la magia fluir. Abrió los ojos.

Allí estaba, ante él. Avanzó hacia la tabla suelta del suelo y la levantó. Aún seguía allí, imperturbable, guardada en su interior. La tapó.

Se empezó a quitar la ropa.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Remus se aburría, dando vueltas en la oscuridad de un lado a otro de su sector en el callejón Diagon. Varita en mano, «¡lumos!», se puso a ver las novedades que mostraban en el escaparate de Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch. La Nimbus 1990... Era un modelo extraordinario, mucho mejor que las Cometas, que tanto estaban de moda últimamente. Según había oído Remus, Nimbus era una marca de escobas voladoras nueva que estaba despuntando y que ofrecía unos modelos exclusivos muy interesantes para la época.

–Deberías estar pendiente –dijo una dulce voz a sus espaldas.

Remus se giró asustado, chocando contra el cristal. La apuntó con la varita y Joanne se tapó los ojos de la molesta luz que le incidía directamente.

–Lo siento –dijo Remus–. Nox.

–Ayer estuve preocupada –comentó Joanne apoyándose al lado de Remus, en el escaparate–. Como no viniste... Mandaron a un sustituto, un chaval de unos diecinueve años... ¡Un auror en prácticas, vamos! Pensé que te habría podido pasar algo.

–¡No! –Sonrió Remus, embarazado–. Ayer era mi día libre.

–¿Ah, sí? –inquirió, recelosa–. No lo sabía. Podrías habérmelo dicho al menos. –Retiró sus ojos de Remus–. Estuve preocupada.

–No lo pensé –dijo Remus sin aliento–. Lo siento.

–Oye, Lupin. –Joanne se separó del escaparate–. ¿Tienes algún gato por casualidad?

–Sí, uno –respondió Remus–. Se llama Maullidos.

–¿Maullidos? –inquirió Joanne, divertida–. Qué nombre más gracioso. –Reía–. Es que había pensado que quizás... –Se calló–. Mira, yo tengo una gata, Amparo, y está en celo... –Se hizo la remolona–. Había pensado que quizás quisieras juntar a tu gato con el mío.

Remus se rio. Joanne se lo quedó mirando con enojo.

–No te enfades –dijo Remus–. Es que me ha hecho gracia la idea, sólo es eso. Maullidos sólo tiene unos meses. Aún no puede... ya sabes qué.

–Ah, comprendo –dijo Joanne seria–. Es una pena. Amparo es una gata con clase, de raza.

–Qué bien¿no? –contestó Remus–. Lo cierto es que no puedo hacer nada, aún es sólo un gatito, no más que una cría.

–No pasa nada, Lupin –dijo Joanne–. Tengo que irme. Si cambias de opinión sobre lo del gato, avísame.

Y se alejó lentamente, contoneando las caderas. Remus se la quedó mirando con una sonrisa estampada en los labios. «¿Cómo diantres quería que la avisara? Mejor dicho¿cómo demonios quería que cambiara de opinión? El gato iba a tener la misma edad hoy que mañana...»

Joanne se paró en seco. Se giró y le preguntó a Remus:

–¿Tienes algo que hacer mañana?

–No sé –respondió éste dudoso–. ¿Por qué?

–Podríamos quedar –sugirió Joanne–. Mañana estaré en la heladería Florean Fortescue a las cinco. Te estaré esperando.

No esperó a que Remus respondiera. Se giró y se marchó a paso lento. Se echó la capucha sobre la cabeza y desapareció entre las sombras, con Remus siguiéndola con la mirada.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Remus avanzó entre las mesas de la terraza con lentitud. Vuelta de espaldas, con la melena brillando sobre sus hombros, Joanne lo aguardaba leyendo un libro. Su postura era venusiana, con el sol derramándose en su cabello, con sus labios rosados repitiendo en voz baja las palabras.

–Hola –dijo Remus deteniéndose delante de ella–. ¿Puedo sentarme?

Joanne se limitó a sonreír. Separó la silla y se la indicó con una mirada. Remus tomó asiento a su lado y ella soltó el libro sobre la mesa.

–Creía que no ibas a venir –dijo la chica, sonriendo maliciosamente–. Me imaginé que tu chica –«mi mujer», la corrigió Remus–... Sí, eso: tu mujer... Me imaginé que no te iba a dejar venir.

–Bueno, técnicamente ella no sabe que yo estoy aquí –dijo Remus sin mirar a su compañera de trabajo.

–Oh, Lupin –dijo Joanne dándole un sorbo a su granizada de limón y mirándolo con los ojos muy abiertos–. ¿No estarás engañándola, verdad?

Remus no dijo nada. Ni siquiera sonrió. Se limitó a cambiar de tema, mirándola fijamente:

–¿Cómo está Amparo? –preguntó.

–¿Quién? –inquirió Joanne.

–Amparo. Tu gata.

–¡Ah, Amparo... Mal, está muy mal. –Fingió un sollozo–. Se está muriendo.

–Pero ¿algo se podrá hacer, no? –comentó Remus–. No has ido a la tienda de animales mágicos.

–¡Nada, nada! –exclamó la chica–. Me han dicho que está crítica, en fase terminal. –Sollozó más fuerte todavía–. Me han dicho que no hay nada que podamos hacer. En verdad que lo siento por Maullidos... ¡Te veía tan emocionado!

–Pero... –intentó decir Remus.

–¡No digas nada! –Lo interrumpió Joanne–. No hace falta que te disculpes.

Remus no objetó. Se volvió a quedar callado, asintiendo para sí mismo. El camarero se aproximó y Remus le solicitó un helado. Joanne dejó de sollozar entretanto.

–Y... Bueno¿qué, Lupin? –dijo la chica sonriendo tiernamente–. ¿Qué es de tu vida? –Volvió a echarse un trago de granizada–. No sé nada de ti.

–¿Qué quieres saber? –inquirió Remus sin sonreír, por mera educación.

–No sé... –Pensó, dubitativa–. ¿Dónde naciste, por ejemplo?

–En Hogsmeade –respondió Remus serio.

–¡Ah, Hogsmeade! –exclamó Joanne–. Bonito pueblo. ¿Y tus padres?

–Muertos –dijo bajando la mirada.

–Oh, lo siento. No lo sabía. –Se disculpó.

Se produjo un frío e incómodo silencio.

–Bueno... –dijo Joanne, mirando los transeúntes que recorrían el callejón Diagon de un lado a otro–. Otra cosa. ¿Cómo conociste a Helen¿Cómo es?

Remus sonrió, sin mirarla.

–Es una mujer muy guapa. Es de pelo moreno y ojos castaños. Es muy inteligente, una sanadora en San Mungo. Nos conocimos en Hogwarts; fuimos compañeros de promoción, aunque ella estaba en Ravenclaw y yo en Gryffindor.

–¿Gryffindor? –inquirió Joanne–. Qué bien¿no?

–Pues... sí –dijo indeciso–. ¿Tú también fuiste a Gryffindor?

–Oh, no. –Negó con la cabeza–. Era de los canarios... ¡Una Hufflepuff! Aunque los tres últimos años los pasé como estudiante de intercambio en el extranjero. En Australia, más concretamente. Me hubiera gustado irme a los Estados Unidos de América, pero mis padres no podían costeármelo.

–Yo he estado en América y no te has perdido gran cosa –comentó Remus para animarla–. Sólo hay yanquis desarrapados. Créeme, lo digo por experiencia.

Se volvieron a callar.

–Bueno... –dijo Remus.

–Sí... –dijo Joanne por hablar–. Bueno... –El camarero pasó entonces por su lado–. ¿Podría traerme una copa de chocolate?

Remus se la quedó mirando mientras le entregaba al camarero la jarra vacía de la granizada de limón. Miró al cielo y vio los jirones de nubes estivales recorriendo el cielo inmensamente azul.

–¡Lupin! –exclamó Joanne y el chico salió de su ensimismamiento.

–¿Qué? –preguntó, desorientado.

–¿Qué te ha pasado? Te he llamado tres veces... –dijo la chica, sonriendo–. Te has quedado como traspuesto. ¿Estás bien? –Remus asintió rápidamente, con mucho énfasis–. Bien. Yo, Lupin, quería decirte que... ¡que me gustas¿vale?

–¿Que te...¿Qué? –inquirió Remus.

Toda la terraza de la heladería se lo quedó mirando. Joanne, a pesar de que estaba nerviosa, se rio.

–Ya sé que tiene que sonar chocante. ¡Lo sé! –exclamó–. Pero no puedo luchar contra lo que siento. –Se puso en pie–. Me gustas. Lo noté desde el primer minuto, desde el momento en que te vi. –Remus la miraba con la boca abierta–. Bueno¿qué me dices?

–Yo... Mira, Joanne... No sé... No. –Temblaba.

–No digas nada, Lupin. –Cerró los ojos y echó su cuerpo hacia delante, con los labios cerrados en un beso por atrapar.

–¡No! –exclamó Remus, agitando y sacudiendo los brazos para apartarla. Su copa de helado se quebró al caer al suelo–. No, Joanne, no. Estoy enamorado de Helen Lupin. Lo siento. –Se metió la mano en el bolsillo y sacó unas cuantas monedas que esparció encima de la mesa–. Con esto bastará para la cuenta. Lo siento.

Se apuntó con la varita y su capa ondeó en el último instante, atrapando su figura que se desaparecía. El salón de casa apareció cuando abrió los ojos, y otros ojos lo miraban.

–¿Dónde has estado, Remus? –Helen estaba sentada en el sofá, delante de él, con las piernas y los brazos cruzados.

–¿Yo? –inquirió Remus cortante–. Dando un paseo.

Helen se puso de pie en un salto.

–¿Por qué me mientes, Remus? –gritó–. ¿Qué necesidad hay para que me mientas?

–¡No te estoy mintiendo¿Qué has visto, eh? –le preguntó perdiendo los estribos–. Si tus visiones son las que hablan por ti¿por qué no eres más clara?

–¿Que sea más clara? –repitió con enojo–. ¡No he tenido ninguna visión, Remus! En verdad, no he tenido ninguna desde el día en que nos casamos. Pero sigo siendo legeremántica¿sabes, y sé cuando me mienten. Y me estás mintiendo ahora...

–No te estoy mintiendo... –se excusó Remus–. He salido fuera.

–¿Con quién? –inquirió con la voz temblorosa.

Remus dudó al responder.

–Con la chica aquella de la que te hablé anteayer –dijo en voz queda.

Helen no dijo nada más. Se quedó allí, clavada, mirándolo con los ojos vidriosos.

–¿Por qué no has querido decírmelo, eh¿Por qué? –preguntó con la voz desfallecida–. No me respondas, Remus, no lo hagas. Me voy a echar un rato.

–Pero si sólo son las cinco y media –repuso Remus.

–¡Ya sé la hora que es! –gritó.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Remus estaba preparado aquella noche. Cuando Joanne apareciese, en el caso de que lo hiciera, le diría que no quería hablar con ella. Helen no le había dirigido la palabra en toda la tarde y se sentía mal. Era consciente de que había estado llorando. Se sentía culpable, aunque no hubiera hecho nada... «Hoy no voy a hablar con Joanne...».

–Remus. –Ensimismado el chico en estos pensamientos, Joanne apareció a su lado como un fantasma, silencioso y mudo. Se giró hacia ella con los ojos furibundos–. Siento lo de esta tarde... Me precipité.

–Joanne, yo no quiero hablar hoy conti... –intentó decir.

–¡Amparo ha muerto esta tarde! –exclamó con voz quebrada.

Remus se sintió culpable por hablarle tan insensible un momento atrás, y al verla llorar su corazón se ablandó. Se aproximó hasta ella y le echó los brazos. Joanne se abrazó a él con energía y quedaron entrelazados en esta posición un instante, captados por la luna menguante que los observaba desde su rincón.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Remus había decidido invitar a Helen a almorzar en el Caldero Chorreante para disculparse y darle una buena explicación. Aceptó a regañadientes, pero como dijo Remus: «Aceptó».

La taberna estaba sucia e iluminada parcialmente, como siempre. Escogieron una mesa apartada en un rincón y hasta allí les llevaron la comida.

–No sé qué idea te llevaste ayer de todo, Helen, pero... –empezó a decir Remus después de un prolongado e insoportable silencio.

–No me llevé más idea que la de que me mentiste –dijo aplastantemente, sin levantar la vista del plato.

Remus se calló. Pensó un instante, con el corazón destrozado.

–Sí, te mentí –asumió–. Pero ¡no porque quisiese hacerlo, sino porque sabía que lo ibas a tomar a la tremenda.

–¿Me fuiste infiel, Remus? –le preguntó sin tapujos. Remus se la quedó mirando con asombro, y vio por primera vez aquel día que la chica lo miraba directamente a los ojos.

–No –dijo Remus, y Helen bajó la vista y prosiguió comiendo–, y sabes que digo la verdad.

–¡Hay muchas verdades, Remus! –dijo Helen palpitándole la vena de la sien–, y la única verdad que a mí me interesa es que me mentiste.

–Fue un encuentro entre compañeros de trabajo –explicó–. ¡Lo mismo que tú con tus compañeros sanadores!

–Con una clara diferencia, Remus –blandió el tenedor ante él Helen–: que yo no te miento. Mis reuniones son meras reuniones. ¿Qué tienen las tuyas tan importante que se merezcan ese secreto, eh?

–Tus celos, por ejemplo –dijo Remus cortante.

Helen se lo quedó mirando con ira y Remus deseó no haber dicho nada. La tensión se mascaba en el ambiente.

–Mira, lo siento, Helen. –Se disculpó Remus–. Debía habértelo dicho, pero sabía que te pondrías así. Siempre desconfías de mí... Yo sólo te quiero a ti. A ti¡y solamente a ti!

–¡No intentes ablandarme el corazón, Remus Lupin! –exclamó Helen de malos modos–. Siempre igual. Siempre crees que me vas a cautivar con bonitas palabras... Quiero saber lo que pasó ayer.

Remus se la quedó mirando inexpresivo. Asintió una única vez y se preparó para hablar:

–Joanne me pidió el otro día que fuésemos a tomar un helado. ¡Un mero encuentro entre compañeros de trabajo! Fui, me pareció lo correcto, ya que ella me había invitado. No pasó nada. Hablamos y conversamos, no más. –Se tomó una pausa durante la cual Helen no le quitó ojo de encima–. Bueno, sí, pasó algo más. –Helen soltó el tenedor al lado del plato. Remus pensó que quizá estaba intentando evitar el impulso de clavárselo–. Me dijo que le gustaba, e intentó besarme... –Helen reprimió un grito y se reclinó hacia atrás–. Pero no pasó nada. Yo le dije que te quería a ti, y punto. Eso fue todo.

–¿Cómo tú por aquí, Lupin? –Joanne se acercó contoneando las caderas–. No esperaba encontrarte –dijo.

–Ah... Hola –tartamudeó Remus, con los ojos desorbitados.

Joanne le sonrió, con los ojos entornados. La chica se volvió afablemente hacia la esposa de Remus. Le extendió la mano.

–Hola. Tú debes de ser la mujer de Lupin¿no¿Helen, verdad? –Ésta asintió de mal talante–. Yo soy Joanne, su compañera de trabajo.

Helen se la quedó mirando con los ojos brillantes. Joanne retiró lentamente la mano, viendo que la chica no se la estrechaba. Helen sonrió, apartando la vista. Sin dejar de sonreír, se levantó y Joanne se tranquilizó. Volvió a extender la mano. Helen se la quedó mirando sonriente.

–¡Pero serás zorra! –gritó Helen y se tiró hacia ella, agarrándola del pelo–. ¡Lagarta!

–¡Ay, que me mata! –vociferaba Joanne, pero pronto se incorporó y le pegó una bofetada a Helen–. Serás hija de...

Remus tardó bastante en reaccionar. Se había quedado de piedra, con la boca abierta. Los de las mesas vecinas, hasta el propio Tom, tuvieron que ir a separarlas, mientras que él se quedó mirándolas desconcertado.

–¡Malnacida! –gritaba Helen sujeta por el viejo Tom–. Remus es mío. ¿Me has oído¡Mío!

–¡Loca¡Esquizofrénica! –gritaba Joanne–. ¡Mamona!

–¡Cállate, loba!

–Oye, Helen. Con ese término no juguemos... –le reprochó Remus, aún sorprendido.

Y en eso acabó aquella vergonzosa experiencia en el Caldero Chorreante, de la que Remus no sacó muy en claro si se había arreglado con su mujer o no. Había sido peor el remedio que la enfermedad, a fin de cuentas, pues se habían topado con el veneno de la disputa. Y Helen lo había bebido...

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Remus se marchó a trabajar aquella noche sin que Helen lo despidiese. La disputa en el Caldero Chorreante, que se había producido horas atrás, aún seguía reciente. Lo cierto es que Helen, con tal de evitarlo, había pasado media tarde en el laboratorio de pociones de la casa.

Se desapareció sin aspavientos, después de cenar solo.

Anduvo errante de un lado a otro de su sector, deteniéndose de vez en cuando ante los escaparates. Se sentía tan solo... Si al menos tuviera algún compañero con quien hablar, y que le ayudara a pensar en otras cosas... «Joanne», pensó.

–¡He dicho pensar en otras cosas! –se exclamó a sí mismo–, no en el problema...

Deseó que no hubiera pasado nada de aquello. Le incomodaba tanto el estar enfadado con Helen... Mejor dicho: el que ella estuviese enfadada con él. Le molestaba pasar a su lado y que ella no le mirase ni le lanzase una palabra. Pensó si la culpa la tenía aquel nuevo trabajo de auror que, a fin de cuentas, estaba desestabilizando su relación. Remus y Helen apenas si se veían: si ella tenía el turno de mañana o tarde, él se marchaba a la noche y ni siquiera dormían juntos. Se sentía tan defraudado como cuando estaba en paro, y pensó si quizá su destino era estar siempre defraudado consigo mismo.

Remus sintió algo extraño. Había escuchado un grito, pero tan lejano que no sabía si imaginado. Aún no estaba acostumbrado a aquella capacidad suya de poderse aguzar sus sentidos cuando era necesario. Se concentró. Creyó que el grito procedía del sector de Joanne, y fue hacia él. Anduvo a paso normal, pero poco a poco se fue impacientando y, nervioso, echó a correr.

Joanne le salió al paso y Remus se detuvo, jadeando.

–¿A qué vienen tantas prisas, eh, Remus? –preguntó sonriendo maliciosamente–. Yo también tenía ganas de verte, pero me lo tomo con más calma.

–No, no era eso –dijo Remus sin aliento–. Es que creía haber oído un grito.

–¿Un grito? –Se puso a reír–. ¡Aquí no ha gritado nadie! –Se paró en seco. Se acercó lentamente a Remus, se detuvo frente a él y le acarició el hombro, mirándole distraídamente–. Si quieres verme, no hace falta que busques ninguna excusa.

Remus no supo qué responder a aquello. No supo y no pudo. Se atragantó y comenzó a toser como un energúmeno.

–Pero ¿tú estás loca, Joanne? –inquirió Remus de mal humor–. He escuchado un grito, no más.

–¿Estás seguro? –le preguntó mirándolo directamente a los ojos–. Quizá te hayas equivocado de sentido y sea para el otro lado.

–Sí, puede ser –dijo Remus–. ¡Vamos!

Y echaron a correr hacia el otro lado. Recorrieron en un segundo todo el sector de Remus, con Joanne pisándole los talones. Alcanzaron el tramo quinto y les paró en seco un auror gordo y calvo, con malas pulgas.

–¿Qué querés vos? –preguntó con acento argentino–. ¿Qué mosca os viene picando el culo?

–No, no es eso –se excusó Remus–. Es que creí haber oído un grito. Somos guardias también. Yo soy el del sector cuatro.

Remus le extendió la mano y el auror argentino se la estrechó.

–Encantado. Nunca os había visto a vos.

–Soy nuevo –explicó Remus.

–Sí –sonrió Joanne–, y estamos enamorados.

Y lo cogió de la mano, pero Remus se soltó inmediatamente, indignado.

–¡Qué lindo!... –dijo sin ánimo el argentino–, pero aquí no ha sido. Tal vez sean imaginaciones vuestras. Os recomiendo que volvás a vuestro puesto.

Remus asintió y desanduvo el camino sin prisa. Joanne lo seguía, mirándolo de reojo. Remus lo notaba, pero no quería decir nada. Estaba tan tirante aquella noche que no respondía de sus actos.

–¿Te importa que me quede aquí un rato contigo, eh, Remus? –preguntó Joanne.

–Pues sí y no –dijo Remus sin mirarla. Se sentó en el banco–. Al final vas a hacer lo que a ti te dé la gana. Como siempre... –Se quedó un instante perdido, mirándose las manos–. Hoy no me ha gustado el que te pelearas con Helen...

–Bueno, a fin de cuentas ella protege lo que es suyo¿no? –dijo–. Digamos que hay que entenderla. Te quiere, se nota, y no quiere perderte. Yo no debí entrometerte. Parece buena chica. Te quiere, sí, y no quiere perderte.

–No tiene motivos –dijo Remus secamente–. ¿Verdad que no?

–Eso es lo que dirás tú, corazón... ¿O es que ya no te acuerdas?

–¿Acordarme de qué? –inquirió iracundo–. ¿De qué me estás hablando, Joanne? Hoy te traes un jueguecito muy raro...

–Vamos, Remus... –dijo–. Entre nosotros hay "feeling" desde que nos conocemos. ¿O no?

–No –dijo Remus sin pensarlo–. Eso son imaginaciones tuyas, que hoy estás paranoica.

–¡Vamos, Remus, si estás deseando besarme!

Y se abalanzó sobre él, buscando con sus sedientos labios un beso de su boca. Remus la sujetó por las muñecas, pero Joanne tenía mucha fuerza. Al final, Remus, recurriendo a métodos poco ortodoxos, empujó a su compañera de trabajo con fuerza.

–¿Por qué me provocas, eh, Joanne? –le inquirió apretando los dientes–. Te he dicho que estoy enamorado de mi mujer. ¿Qué no entiendes? Imagino que estarás fastidiada, pero yo no puedo hacer nada. Si sigues buscándome, lo más que voy a hacer es pedir que me trasladen de sector. Lo siento, pero nunca podrás conseguirme.

Joanne sonrió, mirándolo con ojos cristalinos.

–¿En serio amas tanto a tu esposa? –preguntó casi sin voz–. ¿Nunca le serías infiel?

–Nunca, Joanne –respondió–. ¡Ni por todo el oro del mundo!

Joanne sonrió tiernamente.

–Gracias, Remus.

Y la chica se abalanzó sobre él, pero esta vez únicamente para abrazarlo. El chico se quedó a cuadros, pero le dio un par de palmaditas en la espalda y quedó satisfecho consigo mismo y con sus negociaciones, que siempre llegaban a buen término.

–Entonces¿podemos ser amigos? –preguntó sonriente Remus.

–Ay¡yo no sé! –respondió Joanne–. Yo ya he averiguado lo que tenía que averiguar. Lo otro es cosa vuestra. –Consultó su reloj de pulsera, tipo muggle–. Queda un minuto.

–¿Un minuto para qué? –inquirió Remus confuso–. ¿Qué te ha dado ahora, eh, Joanne?

Pero ésta ya no respondió nada. Sólo habló transcurrido el minuto, pero para entonces ya habían cambiado muchas cosas. La figura de Joanne empezó a variar, y su rostro se contorsionó. Aparecieron unos ojos castaños, tremendamente familiares y queridos, y la mirada de Helen le saludó.

–¿Qué? –estalló Remus al término de la transformación–. No me digas que has usado la poción multijugos para...

–Sí, sé que suena raro –se excusó Helen–, pero...

–Bueno, pero estamos arreglados¿no? –Helen asintió–. Entonces me da igual que hayas utilizado poción multijugos como garbanzos a la vinagreta. No soportaba más el que no me hablaras...

–Es lo bueno de tener un laboratorio en casa –dijo Helen–, siempre hay de todo. Tengo poción multijugos para dar y regalar. Aunque... Aunque perdóname por no creerte y porque desconfiara de ti. Lo he tenido que descubrir con mis propios ojos, porque las visiones son escasas, pero... Lo siento. No volverá a pasar.

–No pasa nada, Helen –dijo Remus–. ¡Con lo bonitas que son las reconciliaciones! Mientras hayamos aprendido la lección. –La besó. Se besaron. Se perdonaron–. Pero, a todo esto¿cómo has podido transformarte en Joanne¿Es que coleccionas pelos o uñas de la gente?

Helen rio.

–No, fue durante la pelea de esta tarde –dijo–. Le arranqué un matojo de pelos. –Rio comedidamente.

–No me recuerdes lo de esta tarde –dijo Remus conteniéndose–, que menudo espectáculo. –Se rio con toda aquella farsa de la Joanne falsa. Después de todo, había sido divertido–. Pues lo raro es que no te encontraras con la Joanne de verdad, porque normamente suele hacerme una visita a estas horas. ¡Siempre!

Helen rio nuevamente.

–Creo que deberíamos ir a por ella –dijo.

–¿Por qué? –inquirió Remus preocupado.

–La dejé atada en un banco –explicó la chica sonriendo tímidamente.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

–Fue muy gracioso. –Reía Helen y Dumbledore y Sorensen, contagiados, también rompieron a reír a carcajada limpia–. Menuda auror de pacotilla estaba hecha. Yo no sé cómo se sacó ésa la carrera. Llegué yo y, con un golpe bien dado, le lancé la varita al quinto pino. La até y me la dejé en el banco. Y todo esto pensándose ella que yo era ella misma, venida del futuro, porque ya me había tomado la poción multijugos.

–Es asombroso –dijo Sorensen–. Pero ¿cómo fuiste capaz de reducir a una auror? Se supone que están mejores cualificados que la gente corriente¿no?

–Bien has dicho, Sorensen: se supone –dijo Dumbledore–. Tal vez esa muchachita fuera muy buena estudiante, pero había algo en lo que Helen le ganaba con creces: la práctica. Y si hemos de basarnos por ésta, créeme, querida, que a ti te darían la carrera de auror también. Tú, Sorensen, no sabes lo que eso fue, pero los que pertenecieron a la Orden del Fénix aprendieron más en ella que en la carrera.

–Sí, eso es cierto –dijo Remus sin ánimo.

–Pero sigue, por favor –le rogó Sorensen a Helen–. ¿Cómo acabó todo?

–¡Basta ya! –exclamó Remus sin parecer grosero–. No quiero seguir escuchandoos hablar de mi antiguo empleo. Si no me hubieran despedido...

–El Ministerio es, a fin de cuentas, el Ministerio –dijo Dumbledore con gravedad–. Yo ya lo avisé. Podrán saber quién eres en un principio, y aceptarte también, pero si te les atragantas... ¡Mal asunto! Hum, delicioso este canapé, Helen.

–Gracias, Dumbledore.

Remus había sido despedido en julio, mes en el que Harry y Neville cumplían su cuarto aniversario, a la aparición de la luna llena. Las heridas que se autoinfringió fueron de mucha más gravedad que en anteriores ocasiones, y hubo de permanecer en reposo dos días. El Ministerio consideró que se había ausentado de sus obligaciones, al tener estipulado un único día libre a causa de su licantropía. Como resultado, le entregaron el finiquito y no volvió a ver más a sus vecinos nocturnos: Joanne y el argentino barrigudo.

–Vamos, tranquilo, Remus –dijo Helen, animándolo–. De eso hace dos meses. Verás cómo pronto consigues otro trabajo...

Antes de lo que Remus se esperaba, y Helen también, para qué nos vamos a engañar, pues aún no estaba repuesta por completo de las sorpresas que le había deparado éste. Sí, pronto llegaría el próximo trabajo de Remus Lupin, el penúltimo antes de ocupar la plaza de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras en la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería.

Se produjo un incómodo silencio, durante el cual Dumbledore, con voraz apetito, siguió probando los canapés y relamiéndose de gusto.

–¿Ya te has acabado tu cerveza, Sorensen? –preguntó Helen–. ¿Quieres otra?

–No, gracias –respondió amable.

–Bueno, Soren –dijo Remus y Sorensen se volvió hacia él bruscamente–. ¿Y cuándo me vas a traer un cuñado, eh?

Sorensen se lo quedó mirando sorprendido, y, lentamente, una sonrisa se dibujó en sus labios. Dumbledore, levantando la vista del canapé, se quedó mirando a Helen y le guiñó un ojo. Helen se hinchó, feliz, mirando a Remus con ternura y con amor.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Joanne Distte. Espero que te haya gustado. No obstante, creo que no te hice justicia y por eso creo a bien volverte a hacer aparecer más adelante en más capítulos. ¿Te agrada la idea?

Bueno, como en éste ya no he interrumpido la acción con intriga ninguna (que será de los pocos capítulos que no terminen a partir de ahora con ese toque de anhelo e intriga) sí os voy a dejar hasta la fecha que di en el anterior capítulo: el martes 5 de julio. Después de esto ya no queda tanto...

Avance del capítulo 43 (UN OFICIO NOCTÁMBULO ES UNA HELEN PREOCUPADA): No lo he releído, conque no recuerdo muchos detalles. Pero sí veremos un duro enfrentamiento que a Remus le ocasionará nuevas lágrimas. ¡Ah! Y ya sé que el título tiene un fallo léxico, pero está hecho adrede con respecto al contenido del capítulo en sí.

Muchos saludos a todos.

Quique

(Muchas cosas que no me da tiempo a enumerar).