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¡Bienvenidos a la cuadragésimo quinta entrega de MDUL!
A pesar de las prohibiciones que los administradores de "fanfiction" están haciendo circular, a pesar de las multas que se rumorean, a pesar de todo ello, a pesar, yo sigo fiel a mis lectores, y pase lo que pase yo siempre pondré antes de empezar: «respondo "reviews"»:
DRU. Hola, guapa. Muchísimas gracias por los piropos dirigidos a mi ciudad y a mí. Debo admitir que están muy acertados en relación a mi hermosa ciudad, no en cuanto a mí, pues soy un enamorado de Córdoba aunque he de reconocer que no le saco el partido a mi ciudad que podría sacarle. Ése es el problema, tal vez, que se nos achaca a los propios ciudadanos de un lugar, que somos capaces de valorar lo que tenemos. Cierto es, también, que me ciudad nunca me ha inspirado demasiado en mi carrera como escritor, con lo que, si personalmente le debo algo, nada en el otro plano. Tranquila, también yo coincido en el hecho de que a MDUL le falta una pizca de algo... Es como una comida; no está mala, sabe bien, pero le falta algo. Pero ¿qué? Descuida que lo sé. Le falta una dosis de imaginación, una pizca de intriga y una cucharilla de cariño. Los capítulos que escribo ahora me tienen... ¡enamorado!; ése es el nuevo enfoque que le voy a dar y que podrás ir apreciando lentamente, pero del que te darás perfectamente cuenta en el capítulo primero de la segunda parte de MDUL (cap. 56 si siguiésemos la sucesión normal); ¡ese capítulo es... guau! Ni palabras tengo para expresarlo. Ocurre algo tan... increíble, que creo que será una bomba. Ya dije que MDUL es una bomba de relojería tan grande que escapa de mi propio control. Salvando a Sirius Black, en efecto, está muy parado, pero creo conveniente actualizar pronto; lo peor es que ya tengo organizado el capítulo sólo que no encuentro tiempo para hacerlo. Pronto tendrás noticias en ese "fic", o eso espero. Imagino que el misterio del sótano os debe de tener a todos intrigados, pero aún falta un poco para que se resuelva; no obstante, sigo ofreciéndoos muchas pistas para que lo podáis adivinar. Estaría encantadísimo de escuchar cualquiera de vuestras hipótesis. Bueno, chica, espero que la próxima vez que vengas por Córdoba se te ocurra avisar y así, aunque sólo sea un ratillo, nos podamos ver y pueda imaginarme un rostro y una voz cada vez que hable contigo. Un beso.
PIKI! ¡Volviste¡Volviste¡Volviste! Genial. ¡Cuánto te he echado de menos! Cuánto he echado de menos tus conversaciones, tus memorables frases que preparabas con tanto cuidado, tu desenfreno... En definitiva, te he echado muchísimo de menos. Es curioso cómo empiezas teniendo un lector pero te vas dando cuenta lentamente de que es más bien un amigo, una persona cuya conversación necesitas, que se te va haciendo indispensable. ¡Ya ves lo que consigues de mí! Debo agradecerte poniendo mucho énfasis en ello las numerosas veces que te has puesto estos meses en contacto conmigo para tenerme al tanto de tus problemas informáticos y así avisarme de que no es que me hubieses dejado de leer, sino que tenías desavenencias. Debo decir que es un hermoso gesto que dice mucho de ti. Estaba orgulloso cada vez que lo leía de tener lectores tan cuidadosos y mimosos conmigo como tú. Además, tú ya sabes que desde casi el principio de nuestras andanzas ya empezamos a llevarnos muy bien. He de reconocer que te tengo mucho cariño y que estos meses de silencio te he echado de menos; porque tú habrás seguido leyendo, como de vez en cuando me decías, pero yo no sabía nada de ti. No obstante, sí que me he acordado mucho de ti. Tu personaje está muy próximo para ser escrito, sólo que habrá de pasar algún tiempo para que tú puedas leerlo. Estoy emocionadísimo con la sola idea de hacerlo aparecer. Noticia: aparecerás de bebé. Quiero que te veas crecer. También te agradezco que firmases tu "review" como Laura B. No sé si ese es tu apellido de verdad, pero recuerdo que te dije que ése sería tu nombre en MDUL y a ello lo achaco. Gracias. Me alegra que sugieras que te encanta la historia; no es por ser presuntuoso, pero estoy preparando ciertas cosas tan enigmáticas y sorprendentes que el relato va a protagonizar un crescendo de emoción e intriga que hará que la temperatura de nuestros asientos suba cuando vosotros leáis o cuando yo escriba. Estoy preparando unos capítulos que os van a dejar boquiabiertos. Y en esos capítulos apareces tú. ¿No es maravilloso? Yo también espero que te lo estés pasando muy bien en tus vacaciones y que estés disfrutando al máximo de la playa malagueña, que aquí nos contentamos con las piscinas y las albercas. Un beso, guapa.
LUNIS LUPIN. Ansiada Lunis, y ansiosa, hola. Sí, he podido ver que realmente adoleces de impaciencia, lo que no es en ningún momento un pecado ni una falta grave, pero sí puede resultar irritante para ti misma. Lo digo porque yo también soy muy impaciente a veces y la gente me lo recrimina y todo eso, pero qué le vamos a hacer. Tampoco no cambies, es bueno saber que aún hay gente que le gusta desear con muchas fuerzas las cosas. Eso también es bueno. Veo que compraste el libro... ¡No me cuentes nada, por favor! Aún no me he enterado de nada gracias a que el grupo de Joanne es un primor. Por poco si leo un "spolier" un día, pero fue por culpa de mi necedad... Yo quiero esperarme porque, como ya he dicho algunas veces, soy un amante de mi lengua y deseo aguardar. Además de que soy pésimo con el inglés, el cual sigo practicando. En cuanto a MDUL, lamento tener que retrasarme con la fecha del capítulo, pero, como también creo haber referido, es que me estoy quedando sin capítulos de reserva. Por eso necesito retrasarlo. Dos semanas tampoco está tan mal; deja margen para que todo el mundo lo pueda leer. Qué bien que te guste el señor Nicked. La verdad que ese tipo es lo más gracioso que se me ha podido ocurrir a mí crear en mi vida. Cierto que muchas veces se me resistan sus chistes y sus cosas, pero gracias a Elena (la inspiradora de la historia y del personaje de Helen Lupin) consigo crear muchas escenas entretenidas y desternillantes. También gracias a su padre; si el pobre supiera en quien me inspiro para el querido señor Nicked... Ahora estamos creando una acampada estival organizada por el señor Nicked. ¡Va a ser lo más! Pero antes de eso han de ocurrir muchas otras cosas... ¡Jeje! Qué ganas tengo de que llegue el primer capítulo de la segunda parte, eso sí que va a ser la bomba. Bueno, Lunis, espero que coincidamos pronto y que mantengamos próximamente otra conversación, y a ver si cojo tiempo para tu historia, que estoy más liado que la pata de un romano, como suele decir mi amiga Ana (Leonita). Me alegra saber que te llevas bien con Joanne, es una chica realmente increíble. Un beso.
MARCE. Hola, Marce. ¿Qué tal? Lástima que el trabajo te tenga tan atrapada, es una verdadera lástima. También es una pena que no dispongas de ordenador en casa. Todo se conjura en contra de nosotros, la verdad. Pero descuida, que pronto la dicha se volverá hacia aquéllos a los que abandonó momentáneamente; entonces volverás a recibir su visita y todo se solucionará, ten paciencia. No pasa nada porque no hayas leído el capítulo ni hayas dejado "review" en los otros dos, ni por eso te tienes que tildar de ingrata; en absoluto lo eres, pues ¿qué ingrata pasaría a saludarme con la animosidad que tú has demostrado? No, en absoluto eres una ingrata. Estoy encantado de haber recibido tu saludo, el que devuelvo agradecido, y de haber tenido con él noticias tuyas. También espero que reúnas pronto el dinero suficiente para el ordenador porque vivir sin ellos es asfixiante cuando estás acostumbrado a usarlos, a vivir rodeado de las prestaciones que nos ofrecen. ¿Compraste el libro de las criaturas mágicas y el de quidditch? Yo he leído el primero, que no el segundo; habrás podido apreciar que de él he sacado muchísimas cosas como el título de Hocico peludo, corazón humano y muchas otras cosas. Ahora Elena y yo lo estamos usando bastante porque es una fuente de inagotables recursos para ideas originales y para ofrecer datos interesantes sobre las criaturas. Confederación Internacional de Magos, estatutos, algunas criaturas... Pronto MDUL demostrará cuánto ha aprendido de ese libro. Yo el sexto todavía no lo voy a leer, conque te pido enérgicamente que no me cuentes nada, por favor; no insisto porque sé que eres buena chica y que no me contarás nada, a pesar de que yo mismo sé lo difícil que se te hará no desvelarme nada. Pero prefiero seguir así. Yo tampoco soy muy bueno con el inglés y no me aventuro a leerme todo el libro en ese idioma; prefiero esperar. Además, los "spoliers" son abundantes, en efecto, pero están bien localizados y si uno se guarda de leerlos no hay problema de enterarse de nada. Eso sí, voy a andar con retraso y también estoy deseando conocer la trama, pero mi lengua materna es mi lengua materna y pienso esperar, aunque a Rowling no le haya dado la gana de esperar a sacar el inglés para que los traductores lo tradujeran y se sacase en todo el mundo a la misma vez. Perdona, es que me emociono. Bueno, espero que pronto leas los capítulos que te faltan y charlemos algún otro día. Un beso.
AYA K. Hola, Eva. ¡Jaja! Perdona, es que me ha entrado la risa porque ha sido mencionar tu nombre y recordar todo lo que llevamos dicho esta semana entre Elena y yo sobre él. Es que estamos preparando ese capítulo y, claro, tu nombre no hace más que salir a relucir. Así como el de Charo. Tengo muchas ganas de escribir el capítulo C.I.M. (cap. 4 de la IIª parte). Aún no he comenzado con el libro de vampiros; es que me he enganchado al de los Pilares de la Tierra, pero es muy largo y parece que no se acaba nunca. Y todavía me queda mucho. Paciencia. Te entiendo con lo de historia; a mí es una asignatura que también se me atravesaba en ocasiones: puede resultar entretenida (la menos de las veces), pero normalmente es un piñazo estudiarlo. Ahora sí, en lengua no tienes réplica alguna, con lo dinámica, entretenida, amena... que es. Vale, se nota que yo estoy estudiando para profe de Lengua (?). Sí, supongo. Tú estate tranquila que aún te quedan unas semanas. Claro, que tampoco te duermas en los laureles. Con lo del grupo también espero que algún día me deis una sorpresa y me digáis que habéis abandonado el "stand by" y que estáis adelantando y que os va bien. ¡Que quiero escuchar vuestra maqueta por la radio! Sí, sé que tú tienes los pies muy en la tierra, pero de los sueños se vive. No sé por qué dices que sigues con la mosca detrás de la oreja con respecto a MDUL... Espero que me lo contestes esto en tu próximo "review", porque tú sí que me has dejado a mí con la mosca detrás de la oreja. Por último, en relación al sexto libro, tampoco yo creo que pueda aguantar, pero con el quinto sí lo conseguí, e incluso me esperé unas semanas más después de que salió en español porque estaba con los exámenes. Claro que siempre está el listillo de turno que te suelta algo; en ese caso fue Elena. Sí, sorpréndete: la misma Elena. Por doquier se oían rumores de la muerte de un personaje, rumores a los que yo no hacía caso porque no quería enterarme de nada. Faltaba poco asimismo para que se acabase la esperar y, si había conseguido aguantar tanto, podría otro tanto. Sin embargo, alguien se lo soltó a Elena y ésta no pudo contentarse con saberlo ella sola sino que me jodió el secreto. Me dijo "¿a que no sabes quién muere?" Yo la miré con ojos de cordero degollado, deseando que no dijera nada, puesto que ya me había dicho que se lo habían contado. Le supliqué que no me revelara nada. Hizo como que me ladraba. ¡Me ladró! La muy cabrona me lo había contado y se echó a reír. Recuerdo que le cerré la puerta en las narices porque estábamos en la puerta de mi casa y no le hablé durante varios días. ¿Hice mal? Bueno, me despido por hoy mandándote un largo beso a través del monoplaza del número uno de Renault. ¡36 puntos de diferencia!
NAYRA. Hola, Sarita. Yo también agradecí mucho nuestra conversación por el msn porque contigo justamente es con quien menos me he encontrado últimamente. Pero esa racha parece haberse quebrado, por suerte. No tienes por qué disculparte por tu retraso (¿retraso?) en MDUL. ¿Cómo se llama entonces a mi tardanza con tu relato? Perdona, pero es que no he cogido tiempo para nada. ¿Quién llama a esto verano? Por suerte me he hecho con una pizca de tiempo para responderos, pero casi por un instante lo creí imposible. Bueno, sé que pronto (o eso espero) dispondré de un ratuelo y entonces sí que podré leer y escribir el correspondiente "review" (que no falte). También tengo que ir hablando con Elena para que ponga el escáner y colguemos tu dibujo; el que sales tú, me refiero. Pero tiene el monitor chungo y no creo que se pueda por el momento. ¡Los ordenadores no hacen más que dar problemas, Dios! La señora Carney ya la palmó, sí. Hasta me da pena, para que veas que no soy tan cruel como dices. La pobre mujer... En el fondo no era tan mala, sólo una tiparraca conservadora que sobreprotegía a sus hijas. Bueno, la cosas es que se fue y afortunadamente no volverá (porque en mi relato me gusta hacer volver a los que mueren: confróntese el retorno de la señora Lupin). Y sí, en este capítulo tendremos un retoñito Lupin¡qué alegría! Yo, en verdad, ahora mismo no querría tener ninguno. ¡Soy demasiado joven! Claro está, más adelante sí, pero tiempo al tiempo y eso, que si me pongo a pensar ya en hijos... ¡No! Nada, rélax. Mi mente no soporta tanta imaginación. Bueno, después de todo lo dicho (que no es mucho: debido a que recientemente, como he referido, nos encontramos en el "messenger" y, la verdad, allí hablamos mucho y te conté algunas cosas que tenía reservadas para este momento) me despido deseando que el tiempo nos sea suficiente para ambos para leer y ser leídos. Un beso.
VALITA JACKSON LUPIN. ¡Hola! No, no te odio. En absoluto. ¿Tendría? No, no puedo hacerlo. Te aprecio demasiado para hacerlo. Además, no tengo motivos: comprendo por completo las razones de tu marcha, que ya me has referido en varias ocasiones y que incluso Joanne Distte, a quien delegaste para que lo hiciera, me las ha descrito con detalle. Yo también me ausenté unas semanas en mis obligaciones de colgar capítulos y nadie se enojó. ¿Acaso no puedo yo dejaros respiro alguno que pueda o tenga derecho a enfadarme si no aparecéis? No me enoja que te ausentes una temporada, pero me alegra que regreses, eso sí. Y dicho esto, con lo que espero que te sientas mejor, paso a relatarte muchas cosas que no he podido comentarte durante todo este tiempo o asuntos referidos a tu "review". En primer lugar es que sigue en pie lo de tu personaje, claro está, eso no lo dudes. Incluso si dejas de leer. Hay personas que dejan de leer, pero a las que yo aún he mantenido sus personajes, puesto que es lo que me parece más justo. Por eso nunca te preocupes. Te dije que eras una preciosa muchachita española que iba a Inglaterra para probarse a sí misma. Te deparan misiones muy importantes en este "fanfic", Valen. Y Valen te llamarás. Sí, me gustó ese apócope de tu nombre. Si a ti no te importa, claro. Por cierto, que no te he dicho nada, espero que te hayan ido muy bien tus exámenes y todo eso y que me cuentes un poco en tu próximo "review". Espero que ahora puedas leer tan pronto como salga la nueva entrega. ¡Ah! También me alegra mucho saber que estás enamorada y que te es correspondido. Ah, cuántos buenos recuerdos tus palabras me evocan. No obstante, no sientas miedo. Responsabilidad sí. Incertidumbre también. Pero nunca miedo. Estás experimentando lo mejor que tiene la vida. No sientas miedo. Estoy completamente convencido y de acuerdo contigo con que eso es precisamente lo que es un escritor, un alma libre que pretende expresar en palabras sus locuras y enajenaciones tanto como sus pasiones y alegrías, que pretende plasmar en indescifrables términos sus vivencias, lo que bulle dentro de su cabeza. Perdona si me pongo estupendo, pero que hablar así, de eso, me encanta. Gracias por decir que mi imaginación no se acaba nunca; en eso sí debo de darte la razón. Si supieras la de cosas que se me están ocurriendo... Hay veces que pienso que estoy loco, que alucino; otras digo que por nada del mundo pondré algo parecido, pero luego me convenzo de lo contrario y pensando que quizá mi idea sea de vuestro agrado me animo a hacerlo. En la luz violeta del sótano, en el mismo sótano, en Wathelpun, etc., he derrochado mucha imaginación, pero estoy y estaré (por todo lo que queda aún por aparecer) muy orgulloso del resultado. Muchas gracias, definitivamente, por el cumplido. Y, finalmente, muchas gracias por ese cierre tan hermoso de tu "review" que a cualquiera hubiera emocionado: "tu niña y amiga del alma". Siéntete absolutamente correspondida y deseándote todo lo mejor en tu relación amorosa me despido, un beso.
GWEN LUPIN. Hola, Gwen. Antes de pasar a comentar cualquier otra cosa, debo decir que ya he hecho aparecer tu personaje, pero, como no se me ocurría mejor apellido para él (pues Lupin no puede ser, evidentemente), lo apellidé Marom. Si no te gusta, dime cualquier otro y lo cambiaré gustosamente. Lo que sí espero que te guste es el personaje. Pronto aparecerá. Y debo decir que aparece en uno de mis capítulos favoritos. La trama del mismo es sencillamente explosiva. Me hizo gracia el comentario de tu "review" de que estabas comiendo chocolate y eso explicaba tu abundante energía. ¡Jaja! Qué lectores más divertidos tengo, como me alegráis la tarde, de verdad. Me hacéis reír de una manera que se me olvidan hasta las penas. ¿Viva por la biblioteca de Sorensen? Aún queda mucho por ver de esa biblioteca... Por saber de lo que será de ella. Lo siento, pero no creo que la señora Carney se convierta en un zombi¡jaja! Ya fue suficiente con resucitar a la madre de Remus en forma de fantasma. Estaría cachondo, pero quedaría muy surrealista. ¿Sabes qué? Me encanta que te diviertan tanto el señor Nicked y Ángela. Coincides enteramente con Elena (Helen Nicked Lupin, mi amiga y vecina e inspiradora y todo lo demás). No te preocupes, que carcajadas con esos dos nunca van a faltar, que entre ambos siempre estamos preparando nuevos disparates y asombrosas ocurrencias del muggle y su divertida cuñada. Sí, debo admitir que creaste un chiste con la cosa de lo del vale y eso, pero fue un chiste que nos hizo reír mucho a Elena y a mí, quienes casualmente leímos juntos tu "review", lo que es extraño porque raras veces leemos juntos vuestras opiniones. Muchas gracias por prometerme silencio con respecto al sexto libro; y a razón de él has propuesto una cuestión que me parece extremadamente inteligente y que te responderé gustoso. En un principio, como sólo conocía la trama hasta el quinto libro, pensé interrumpir la historia ahí y continuar en el capítulo siguiente, que correspondería con la segunda parte, ya en lo que sería el final del séptimo curso de Harry, lo que sería el final del séptimo libro; ello requería, necesariamente, un salto en el tiempo importante y la idea no me satisfacía mucho, la verdad. Poco a poco fui convenciéndome de que tenía que inventarme la historia. La trama correspondiente al sexto libro la escribí mucho antes de que éste saliese a la luz, conque me la inventé por completo. Así que hasta el quinto libro la trama de MDUL corresponde fidedignamente con los acontecimientos de los libros de HP, pero a partir del sexto no, claro está, porque yo no conozco el argumento y ya he escrito esa parte; ahora mismo, para situarte, estoy escribiendo lo que sería el segundo capítulo de la segunda parte, correspondiente al verano en el que Harry acaba sus estudios en Hogwarts. En cuanto a leer el sexto libro... mmm... creo que esperaremos tanto Elena como yo (que suerte tener unos amigos tan anglófobos o hispanófilos, como se quiera ver) a que salga en castellano en marzo. Sí, ya sé que es mucho, pero nosotros somos chicos pacientes y aguardaremos tranquilos. Mientras no se nos reviente alguna sorpresilla, no hay problema. Es que leerlo en inglés no me atrevo porque no me enteraría de la mitad y... no sé... Prefiero leer la versión original del traductor. Bueno, con eso espero haber podido responder a todas tus preguntas. Ahora me despido que tengo que leer aún el capítulo siguiente para ofrecer el resumen y todo lo demás. Un besote, guapa.
PAULA YEMEROLY Y PADFOOT HIMURA. ¡Me vais a matar! Lo siento, pero he tenido que colgar el capítulo con cierta antelación y acabo de encontrarme con vuestros "reviews" (pues ayer vine para sacar los que hubiera y no estaban), conque no voy a poder daros la pertinente respuesta, lo que es en mí... raro. Pero no hoy. El lunes tendré que volver a Internet y entonces os prometo que volveré a colgar el capítulo (si encuentro la forma de hacerlo borrando el anterior) o, si no, os mandaré el "review" por correo electrónico; pero descuidad: que mi respuesta tendréis puntual. Y os vuelvo a pedir disculpas por los problemas que os estoy causando. I'm so sorry. Un beso para ambas y reitero que pronto os responderé tan por extenso como acostumbro.
(DEDICATORIA. Este capítulo va dedicado a todos aquellos que me leen y de los que yo no sé nada, como a Daniela de México, a quien conocí el otro día y de quien profundamente sorprendido; o como todos los que tenéis MDUL agregado en historias favoritas. ¡Podríais daros a conocer y así podría ofreceros un personaje en MDUL! También a Ana Espinosa (Leonita, Ann Thorny), que ha empezado a trabajar y por eso aparece menos, pero que ha cumplido añitos esta semana y también ha sido su santo. ¡Felicidades! También le dedico este capítulo a Helen Nicked Lupin (Elena), porque, si no lo hago, me mata; descuida, Elena, que "Matt no va a ser malo". Y, por último, también a Joanne Distte¸ porque sé que está muy ocupada últimamente y por eso no ha podido pasarse a leer. Enhorabuena por el éxito en el concurso y descuida, que no hago esto por pelotilleo, pues sé que este comentario lo leerás después de haber dado tu fallo como parte del jurado. Un beso a todos.)
CAPÍTULO XLV (MATTHEW LUPIN)
–¿Qué? –inquirió Remus perplejo, con los ojos abiertos de par en par–. Estarás hablando en broma¿verdad?
Helen negó con la cabeza, cabizbaja.
–Pero eso no puede ser... –dijo Remus pesaroso–. Tú no tienes visiones ya.
–No tenía –lo corrigió–. Acabo de recuperar mi don.
–Embarazada... –repitió Remus mareado–. Embarazada...
Helen asintió, cabizbaja.
–¡Pero eso es imposible! –exclamó Remus.
–No tanto, Remus –dijo Helen ligeramente enfadada–. Yo soy una mujer. Tú un hombre. Acabamos de hacer el amor. ¡No sé qué es lo que no comprendes!
–No era eso a lo que me refería, lista –dijo el otro en respuesta–. ¿O es que acaso no lo comprendes? –Agitando los brazos con impaciencia–. Soy un licántropo, Helen. Mis genes... Mis hijos serán licántropos. ¡Yo no quiero eso para ellos!
–¡No me seas antiguo! –le recriminó la chica de mal tono–. Los genes de un licántropo no se transmiten sexualmente. Tampoco por vía sanguínea¡ni la saliva siquiera! Sabes tan bien como yo que sólo puedes contagiar a alguien tu licantropía en el caso de que lo muerdas bajo tu forma licántropa. Este hijo tuyo –se acarició la barriga– no será un hombre lobo. Como mucho heredará ciertas capacidades tuyas, nada más.
Remus se tranquilizó un poco. ¡Qué remedio! Estaban embarazados, no había nada que él pudiera hacer. «Ay, mísero de mí». Dentro de nueve meses serían uno más en la familia, y Remus seguía sin encontrar trabajo. La noche del uno de enero de 1987 fue una velada en la que el licántropo apenas si pudo cerrar los ojos. La pasó toda en vela, viendo avanzar lentamente las horas en el reloj de la pared. Lo más gracioso es que Helen también estuvo despierta toda la noche, pero entre ellos no se cruzó ni una miserable palabra. Sólo esporádicas sonrisas de regocijo que se mezclaban con los pensamientos de aflicción del licántropo.
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Le dieron a Helen la baja por maternidad en el mes de junio. Ella se negaba a dejar San Mungo, pues se preguntaba qué es lo que iba a hacer en casa con tanto tiempo libre. «¡Ah! Ahora sabes lo que siento yo», le dijo Remus soltando una risotada sarcástica.
No obstante, como se opusiera firmemente la señora Nicked, Helen consiguió entrar en razón y dejó de ir a trabajar durante la estación estival. Su barriga iba creciendo ante sus narices de una forma desorbitada. Parecía que se hubiera tragado una luna creciente y que le estuviera aumentando en su seno. Pero no, era un bebé, un Lupin.
–¿Qué sera, niño o niña? –preguntó un día cualquiera Remus.
Pero como Helen no lo supiera, ya que al respecto no había tenido ninguna visión, decidió la pareja ir al área de ginecología de San Mungo. Servicialmente los atendió la señora Nicked, quien podía libremente encargarse tanto de los trabajos de comadrona como los de cualquier rama de la ginecología.
Helen se tumbó sobre la camilla. Su madre le pidió que se subiera unos centímetros la blusa, dejando así a la vista su voluminoso ombligo, que se había salido hacia fuera. Le aplicó una húmeda poción cuasi-sólida sobre la ingente panza y apuntó hacia ella con su varita, que comenzó a emitir un extraño zumbido.
–¿Eso es peligroso para el bebé? –preguntó Remus preocupado.
–En absoluto –dijo la señora Nicked realizando la observación–. Esto es absolutamente inofensivo, querido Remus. –Continuó afanosa la tarea–. Tu padre –hablando con Helen– está impaciente por saber el sexo del bebé. Le encantaría que fuese una niña.
–A mí también –reconoció Helen.
–Pues a mí, la verdad –dijo Remus sonriendo tiernamente–, me gustaría un niño.
–¿Cómo lo llamaríamos, Remus? –preguntó Helen.
–¡Pues como tu padre! –respondió totalmente convencido–. Matthew. Matt Lupin.
–A tu padre le hará mucha ilusión. –Sonrió la señora Nicked–. Esto ya está.
Apartó la varita y ésta dejó de emitir el extraño y punzante zumbido. La apuntó hacia el blanco muro y, como si se tratara de un reproductor cinemográfico señalando hacia una pantalla, apareció una imagen en tres dimensiones y en color en la que se veía un feto moviéndose lentamente, dando patadas.
A la señora Nicked se le escapó una lágrima. Remus sonrió, apretándole la mano a Helen.
–Mi nieto está completamente bien –explicó la señora Nicked–. ¿Veis esto? Es un niño.
–Entonces decidido –dijo Remus apretándole más fuerte todavía la mano a su esposa–. Matthew Lupin.
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Remus, con una camiseta vieja y unos pantalones raídos, apuntaba su varita hacia las paredes de la habitación y de ésta salían increíbles chorros de pintura que se impregnaban sobre el muro.
Helen subió las escaleras con dificultad, debido a su grávido estado, y se asomó al cuarto del bebé que Remus estaba preparando.
–Está quedando maravilloso –dijo Helen–. Pero déjalo pronto, cariño, que mis padres van a venir hoy a cenar. Baja y dúchate.
–Espera un momento –rebatió Remus–. Quiero acabar este lado. He estado pensando ponerle unos dibujitos de dragoncitos en las esquinas. ¿Crees que quedará bien? –le consultó.
Helen sonrió amorosamente.
–Si lo haces tú –contestó–, no me cabe la menor duda. –Helen soltó una risotada–. Ya que estás –dijo–, podrías ponerte y pintar también el sótano.
–Para lo que bajamos allí... –Rio–. Acabo esto y bajo¿de acuerdo?
Helen asintió y volvió a bajar las escaleras. Iba a poner el pie sobre un escalón cuando sintió un escalofrío. Preparada, se agarró a la baranda de la escalera. Un fluir de imágenes nubló su mente: «Su pie sobre el escalón.» «Resbalaba.» «Caía estrepitosamente por la escalera.» «Se apretaba el vientre, llorando.» «Un sanador cualquiera le decía: "¡Aborto!"» Abrió los ojos.
Miró el escalón un par de veces y lo pisó con suavidad, fielmente agarrada a la baranda. Cuando llegó al suelo pensó: «Suerte que vuelvo a tener mis visiones claras. Nunca tuve que haber rechazado mi don.»
«¡Tim Wathelpun!» «¡Tim Wathelpun!» «¡Tim Wathelpun!», repetía su mente como un resorte. Aunque, volviendo a andar, pensó que aquello era un poco fastidioso, desde el punto de vista desde el que se mirase el asunto al menos.
Remus bajó en seguida. Se dio una ducha rápida y salió del cuarto de baño secándose con una toalla su cabello color avellana. Helen salió de la cocina y se topó con él. La mujer llevaba un plato con todo tipo de cosas: un piscolabis digno de la aceptación del señor Nicked.
–No hace falta que pongas la mesa tú –le dijo Remus cariñosamente–. ¿Por qué no me dejas a mí lo de ponerla, eh?
–¡Pues porque no soy una carga! Precisamente por eso –exclamó–. No estoy inválida ni puedo dejar de moverme¿no crees? Aún puedo hacerlo. No querrás que esté todo el día metida en la cama¿verdad¿Verdad?
–No, vale –reconoció–, pero esto puedo hacerlo yo.
–Tú ya has hecho suficiente pintando el cuarto del niño. Sécate ese pelo y siéntate. Mis padres están a punto de venir.
Apartó el libro Un parto feliz que Sorensen le había recomendado a Helen se sacara de la biblioteca y se sentó en el sofá. Estuvo medio minuto secándose el cabello, pero cuando se hartó, se puso en pie y le dijo firmemente a Helen que pensaba ayudarla, quisiese ella o no.
–Estupendo. No puedo prohibírtelo –le dijo ella con voz dulce–. ¿Sabes lo que vamos a comer hoy? Pizzas. Mamá me ha dicho que no prepare nada, que lo va a pedir por teléfono a un servidor a domicilio.
–¡Genial! –aprobó Remus radiante–. Hacía tiempo que no las comíamos. Desde que visitamos Roma exactamente. –Suspiró–. Parece que hace tanto... ¿Cómo íbamos a imaginarnos nosotros entonces que pronto íbamos a tener un bebé? –Volvió a suspirar–. Me gustaría haberlo compartido con el grupo... –Desechando este triste pensamiento–. ¡Harry ya tiene que tener siete años!
–Sí –calculó Helen–, me gustaría verlo. Tiene que estar muy crecido. Dumbledore me ha dicho que se parece muchísimo a James. ¡Que incluso lleva gafas!
Remus se rio.
–¿En serio? –inquirió–. Todos los Potter tienen un problema de oftalmología, ya lo dije yo. Tiene que ser algo hereditario. Me gustaría ver a Harry y a Neville. Son los únicos recuerdos que nos quedan¿verdad?
–Bueno, Frank y Alice no están muertos –repuso Helen–. Ellos no son un recuerdo.
–Sí lo son –contrapuso Remus triste–. La última vez que los vimos... Son un recuerdo, Helen, ya no son los que eran, por desgracia.
–Sí, eso es cierto. Pero hablemos de cosas más alegres, Remus. Como de Matthew Lupin, por ejemplo. Nuestro hijo... –Sonrió–. Me hizo mucha ilusión que quisieras llamarlo como mi padre. Él también está emocionadísimo. Aunque querrás que lleve tu nombre en segundo lugar¿verdad?
–Sí... –Asintió Remus lentamente–. Matthew Remus Lupin. Suena bien.
–¡Perfectamente! –exclamó Helen.
Y se besaron.
Los señores Nicked aparecieron por la chimenea a la hora de cenar. Se sentaron a la mesa, junto con Remus y Helen, y charlaron animadamente.
–¿Y cómo se te ocurrió llamarlo como yo? –preguntó el señor Nicked. El respeto del muggle hacia Remus se había engrandecido a partir del momento en que se enteró de que el chico había querido que su nieto llevara su nombre.
–No sé. –Pensó un momento–. Fue casi instantáneo, no lo pensé mucho. Quería que fuese algún nombre de la familia. Julius no iba a ser, por supuesto. Ya hemos tenido suficiente con un malnacido en la familia. –La señora Nicked lo recriminó con una mirada por tan negro lenguaje, pero sonrió comprensiva–. No quería ponerle mi mismo nombre, no sé por qué. Sorensen tampoco. No es que no me guste su nombre, pero prefería Matt. Y sabía que a ti te haría mucha ilusión.
–Pues sí, en efecto –dijo el señor Nicked moviendo el bigotito de un lado a otro.
–Fue un bonito gesto –apuntó la señora Nicked.
–Tampoco es para tanto. –Le restó importancia Remus, sonrojado–. Nos apetecía tanto a Helen como a mí, y ya está.
–¿Y para cuándo vendrá mi nieto? –preguntó con cara de bonachón el señor Nicked–. ¿Eh, para cuándo?
–Principios de septiembre –le respondió la señora Nicked–, como muy tarde.
–¡Magnífico! –exclamó el muggle.
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El siete de septiembre supuso el fin de la tortura de Helen, y tomo por tortura sus vómitos, náuseas, mareos, antojos..., que a nadie deben pasar inadvertidos, a pesar de que un servidor, apostando por el buen gusto de sus lectores, ha decidido obviar ciertos detalles que podrían herir ciertamente su sensibilidad.
Helen se levantó con la espalda dolorida aquella mañana. La zona de los riñones le dolía de forma insoportable, y no sabía si podría durar mucho más soportando aquel peso extra.
–Buenos días, Helen –la saludó Remus–. ¿Cómo estás?
–Me duele todo el cuerpo... –dijo con el rostro contraído–. Me duele las espalda, me duelen los riñones... ¡Me duele el alma!
–Tampoco seas exagerada. –Rio Remus.
–¿Ah, no? –le inquirió de mal humor–. Deberíais ser los hombres los que llevarais el niño los nueve meses del embarazo. Me juego la cabeza a que lo veríais de otra forma¿verdad?
–Me refería a lo de que te dolía el alma –explicó Remus–. Yo ya sé que estar embarazada no tiene que ser fácil, pero tú también sabes que si pudiera me cambiaría por ti. Pero como no es posible...
–¡Claro que no es posible! –exclamó Helen de mal talante–. Ayer estuve consultando algunos libros, y hay conjuros para todo, hasta para limpiarle los malditos mocos a un niño, pero no para pasarle el embarazo a un hombre. No me imaginaba yo que la magia pudiera llegar a ser tan machista¿sabes?
Remus no quiso seguir discutiendo. Ninguno tenía la razón o dejaba de tenerla, tan sólo exponían cabalmente sus argumentos.
Bajaron a desayunar. Remus le pidió amabemente a su mujer, como todas las mañanas, que se sentara, pues él, servicialmente, le iba a preparar el desayuno. Le llevó tostadas y mermelada, zumo de naranja recién exprimido y leche, y unas galletas ricas en fibra que le venían muy bien a Helen para la barriga.
–Gracias, Remus –le dijo cuando terminó de ponerlo todo en la mesa. Mordisqueó con delicadeza una galleta–. ¿Te importaría ir esta mañana a la biblioteca para sacarme un libro? Como no puedo desaparecerme...
–No, no me importa –dijo Remus mientras untaba con mantequilla su tostada–. ¿Qué libro?
–Pues había pensado hacerte caso –respondió–, así que voy a leerme Hocico peludo, corazón humano.
Remus soltó con estridencia el cuchillo sobre la mesa, se quedó mirando a Helen con sorpresa y exclamó:
–¿En serio? Qué bien. Verás cómo el libro te gusta. Tiene muy buenas críticas hasta el momento.
–Bueno, sí, sí –dijo Helen–, pero no me atosigues que capaz eres de quitarme las ganas y todo. Que estoy aburrida, pero no sé si voy a tener empeño para acabármelo¿no crees?
–Leételo, que está muy bien –habló Remus cohibido y cabizbajo–. Sorensen dice que hay críticos magos que consideran que es un autor muy bueno, y otros que opinan que el propio autor, por ciertos comentarios que hace en el libro, es también un licántropo.
–Bueno¿y a mí qué me importa? –preguntó Helen amablemente.
–Nada, nada, yo... –respondió Remus–. Creía que te gustaría saberlo. Creo que tu tía Ángela tenía razón. En todos los matrimonios hay problemas de comunicación.
Helen ahogó un grito.
–Pero no te cabrees –dijo Remus al ver la expresión de su cara–. No pasa nada. Yo no me voy a enfadar. Si no quieres que siga hablando del libro ese, lo dices y ya está. Pero, no obstante, creo que voy ya a sacarlo de la biblioteca. No te importa¿no?
Helen no pudo reprimir ya un grito y se apretó fuertemente su voluminosa barriga.
–¿Qué te pasa? –le preguntó Remus preocupado.
–Acabo... de... romper... ¡aguas! –gritó.
–¿Qué? –inquirió Remus levantándose de un salto y volcando la silla–. ¿Qué hago¡Ah, sí! –Cogió un tenedor y lo encantó–. Ya está, toma. Es un traslador. Aparecerás en San Mungo. Yo me desapareceré¿de acuerdo? –Helen asintió con esfuerzo–. ¿Duele?
–¡Claro que sí! –gritó entre gemidos.
Y agarrando firmemente el tenedor, se desapareció en un haz de luz. Remus, temblando, se apuntó con la varita y se esfumó. Maullidos saltó sobre la mesa del desayuno, no vigilada, y sus bigotes se mancharon de mermelada, de migas de galleta y pan.
Matthew Lupin (Matt en adelante) nació a las quince horas treinta y cuatro minutos del susodicho día. Pesó tres kilos, doscientos gramos y medía cincuenta y cinco centímetros. Era de piel clara y ojos oscuros, herencia de su abuelo paterno, compartida con su tío Sorensen, y su escaso pelo entonces pronto sería una mata de rizados bucles castaños, aunque con el tiempo se oscurecerían y abandonarían paulatinamente su rizada forma.
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La señora Jenson y el resto de vecinas, enteradas del inminente nacimiento de los Lupin, fueron a visitar a la familia. Ya hacía una semana del maravilloso acontecimiento, y Helen, gracias sin duda alguna a los cuidados mágicos, estaba muy recuperada del parto; estaba casi nueva.
–Ciertamente es un niño precioso –comentó la señora Jenson asomándose por encima de la cuna, donde el niño dormía apaciblemente entre los doseles–. Se le parece, señor Lupin. En serio se le da un aire.
–¿Tú crees? –preguntó Remus dubitativo.
–¡Oh, sí! –exclamó la señora Jenson–. ¿No pensáis lo mismo vosotras, eh?
–Sí, se le parece –comentó la señora Winslet–, aunque los ojos no. Qué pena que ahora esté dormido, pero son unos ojos muy bonitos.
–Los ojos son como los de su tío –apreció Remus, y las mujeres murmuraron entre ellas, satisfechas.
–Pero las manos –apuntó la señora Ruffalo–¡ay, las manos! Para mí que las tiene como su madre –mirando a Helen–. Sí, son manos delicadas como las suyas. –Remus se rio. «¡Son las manos de un bebé!», dijo–. Sí, señor Lupin, sí, pero son idénticas a las de su esposa. Unas manos con mucha fuerza.
–¿Usted cree? –preguntó Helen mirándose sus propias manos por el reverso y el anverso.
–No me cabe duda –zanjó el asunto esta última vecina.
–Pero ¡qué mono es! –agregó la señora Delannoy–. Mirad qué nariz más graciosa tiene, tan respingona. Realmente, señor Lupin, se le parece. Nadie podría decir que el niño no es suyo.
Todos se echaron a reír.
–Pero yo no tengo la nariz tan respingona –dijo Remus tocándose el extremo de su nariz.
–Pero se le parece... –comentó la señora Jenson que miraba al niño con admiración–. Señora Lupin, le hemos traído unas cuantas cosas. Esperamos que le gusten. –Abrió una bolsa enorme que tenía a su lado–. Esto son potitos para el bebé. Les hemos comprado unos cuantos; mire, éste es de verduritas, éste de pescado¡y éste tan cuco de carne! –Sacó un enorme paquete–. Pañales. Le harán falta, créame. Y le recomiendo que enseñe al señor Lupin a cambiarlos, que estamos en la era de la igualdad.
–Descuide, señora –le dijo éste amablemente–, pero tengo tanto tiempo libre que tendré que ser yo quien se encargue de limpiarle las caquitas al niño.
–No es gran cosa –comentó de pronto la vieja señora Tilly–, pero en el ultramarino de mi hijo hay un hueco para trabajar como montador de cargas. Usted está fuerte, señor Lupin, no como su anterior empleado, que se partió la columna levantando una caja de manzanas, con lo que el trabajo le vendría como anillo al dedo.
–Muchas gracias –se le adelantó a responder Helen–, pero está en espera de conocer el veredicto de unas oposiciones en las que ha concursado. Como comprenderá está muy nervioso, y no es bueno que haga esfuerzos de ese tipo hasta que no le den la respuesta. Además, a lo mejor consigue ese trabajo.
–Qué bien –comentó la señora Jenson–. ¿Y en qué campo se mueve usted, señor Lupin?
–En el de la Veterinaria –respondió Helen sonriente.
–Perfecto –exclamó la señora Ruffalo–. Porque tengo una vaca que la pobre está en las últimas. ¡Ay, pobre animal! No sabemos ya a quién acudir. Podría haberlo dicho usted antes, señor Lupin...
–Sí, bueno... –contestó éste indeciso.
–¿Podría pasarse un día a echarle un ojo a la vaca? –preguntó la señora Ruffalo con los ojos muy abiertos.
–Sí, claro... –respondió–. Los dos ojos, si es posible.
Remus le lanzó una rápida mirada a Helen y ésta se limitó a sonreír forzadamente.
Matt se despertó. Emitió un prolongado bostezo y un gritito, y todos los presentes se rieron, hicieron una ovación y se asomaron al borde de la cuna. Matt aparecía moviendo las extremidades nervioso, con los ojos negros abiertos de par en par.
El oído de Remus se aguzó instintivamente. Escuchó un traqueteo lejano, que se hacía cada vez más audible. ¿Qué era aquello? Se volvió lentamente. La chimenea soltó una humarada de negro hollín, y, tambaleándose, el señor Nicked se aferró a la repisa para no caerse.
–Buenas –dijo muy jovial, pero cuando se disipó la nube de humo...– ¡Joder, la he fastidiado!
–¿Qué es esto? –preguntó la señora Tilly esgrimiendo su bastón–. ¿Quién es ese hombre tan feo que ha salido de la chimenea?
Todas las mujeres, asustadas y alarmadas, se pusieron en pie, a la defensiva, gritando y pataleando. Remus fue hasta la cuna, limpió un poco la cara de su hijo Matt, que se había quedado manchada de hollín, y lo cogió en brazos, moviendo la cabeza de un lado a otro, inaudito.
–¡Sálvanos, Dios! –gritó la señora Jenson–. ¿Qué tipo de demoníaca visión es ésta?
El señor Nicked, poniéndose las manos en la barriga, profirió un larga y audible risotada navideña:
–¡Jo, jo, jo! Feliz Navidad. Soy Papa Noel. –Remus se lo quedó mirando boquiabierto. Matt lloraba–. He venido un poco antes para conocer a este niño recién nacido. ¡Jo, jo, jo! Os estáis portando todos muy bien este año –dijo–. Menos tú –señalando a la señora Tilly, que seguía gritando espantada–, a quien te voy a tener que traer carbón.
–¡Deja de decir tonterías, papá! –gritó Helen enojada.
–Pero ¿conoces a ese monstruo? –inquirió atemorizada la señora Jenson.
–¡Oye, de monstruo nada! –exclamó el señor Nicked–, que yo el atractivo lo llevo en el interior. Lo que pasa es que vestido pierdo mucho, mi mujer no hace más que decírmelo.
–¡Mira que te dije que no cogieras más los polvos flu, papá! –vociferó Helen–. Y si vas a venir avisas, porque mira la que has liado.
–Yo me voy a ir –dijo la hasta el momento silenciosa señora Harring–. No sé a qué están jugando, pero me dan miedo. Lo digo en serio.
Abrió la puerta. Helen intentó sacar su varita rápidamente, pero Remus se le adelantó. A pesar de tener el niño cogido, sólo tuvo que extender un dedo y la puerta se cerró sonoramente, ante el asombro de la señora Harring y el resto, que empezaron a lloriquear.
–¡Papá, a la cocina! –gritó Helen–. Ya hablaremos ahora después tú y yo.
El señor Nicked se marchó con la cabeza baja.
–Ayúdame, Remus, por favor –le pidió Helen.
El joven soltó a la criatura en la cuna y sacó su varita. Algunas mujeres contuvieron el aliento, asustadas, con gruesas lágrimas desprendiéndose de sus vidriosos ojos.
–Menos mal que ha venido tu padre... –dijo Remus.
–¿Menos mal? –inquirió Helen de mal humor, también sacando su varita.
–Sí, menos mal –repitió él–. ¿O cómo ibas a seguir explicando tú eso de que yo soy de la "Vetarinaria" o como hayas dicho, eh? –Helen se echó a reír, inocente–. Qué suerte que tengamos que borrar más de una memoria¿no crees? –Volviéndose hacia las asustadas mujeres–: Esto no va a doler nada. Helen y yo somos brujos, pero ustedes no deben saberlo. Vamos a desmemorizarles¿de acuerdo?
Sendos rayos verdes recorrieron aquel día el salón de los Lupin. Las señoras de la villa se marcharon felices, como vinieron, ignorantes de gran parte de lo que había pasado aquel día en presencia de los Lupin. El señor Nicked se llevó una buena bronca, pero Helen acabó disculpándolo. A fin de cuentas le alegraba que su padre viniera a visitarlos, así que le dio un puñado de polvos flu para el regreso, y otro más para que volviera a visitarlos cuando quisiera, siempre y cuando avisara con anterioridad.
–No hay quién te entienda, Helen –comentó Remus confuso.
–Sí, tal vez –dijo ésta.
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El señor Nicked vino muchísimas veces más a casa de Helen, y ésta siempre le daba un puñadito de polvos flu para el regreso y otro para que viniera a verlos otro día cualquiera. «Me da pena», comentaba la mujer viéndolo desaparecer por la chimenea. No obstante, otras veces también venía acompañado por su esposa, la señora Nicked; ésta ignoraba por completo el juego que se traían padre e hija. De haberlo sabido... Una de las tantas veces en que los abuelos de Matt vinieron a casa de los Lupin fue el siete de septiembre de 1988, día en que se festejó el aniversario del nacimiento del pequeño vástago Lupin.
El niño, que andaba ya, aunque algo torpemente, agarrándose a las sillas para no tropezar, tarareaba las palabras con un sonsonete pueril: «ta-ta, gu-gu...», pero que lo hacía muy divertido. Era muy simpático y risueño, siempre sonriendo y mostrando sus diminutos dientes de leche, perlas blancas en su boca de marfil, con sus ojos negros y brillantes reluciendo como una noche cerrada de luna llena.
Dumbledore se acercó a Remus y le dio el regalo para su hijo.
–Espero que te guste –dijo sin sonreír–. Es una varita de juguete. Si la agita, suena música. Le ayudará a dormir.
A Helen, por otro lado, sus padres también le daban el regalo para el pequeño, un paquete alargado y envuelto en un llamativo papel de regalo. La chica lo abrió lentamente, sonriendo, ante la expectación y emoción del señor Nicked, que esperaba anhelante la cara que iba a poner.
Desgarró el envoltorio y asomó una caja con el dibujo de una diminuta escoba. Helen se quedó de piedra. Abrió la caja y salió una escoba pequeña, para un niño, de ésas que no se levantan más de unos palmos del suelo.
–¡Mamá! –gritó Helen, recriminadora.
–A mí no me mires –dijo la señora Nicked–. Esto ha sido cosa de tu padre.
–Yo no quiero que nazca rodeado de aparatos mágicos –comentó Helen–. Quiero que nazca como yo...
–Pero ¡es que me hacía tanta ilusión!... –exclamó el señor Nicked.
Sorensen jugueteaba con el niño. Lo había sentado en su carrito y le acariciaba la barriga. Matt reía. Se le caía la baba y tío Sorensen se la limpiaba. Después le hacía pedorretas en el estómago y Matt reía más fuerte, con todas las babas por la barbilla. Sorensen se apresuraba a limpiárselas.
–¿Sabes lo que te he comprado? –le dijo Sorensen a su sobrinito.
–Gu-gu... Gogen...
–¡Ha dicho mi nombre! –exclamó Sorensen loco de regocijo–. ¡Ha dicho mi nombre¡Ha dicho "Soren"!
Todos se acercaron a verlo, a felicitar a Matt, pero éste, de improviso tan observado, se quedó mudo, cohibido. La calma se adueñó de nuevo de todos, y el pequeño Matt y Sorensen se quedaron solos.
–Vamos, Matt –dijo su tío, impaciente–. Dilo otra vez. Di tito Soren.
Matt se puso a reír como si su tío le estuviese haciendo cosquillas, y Sorensen desistió. Ya hubiera sido demasiado, pensó, que su sobrino hubiese dicho su nombre dos veces en un mismo día.
Un chasquido. Remus se volvió.
–¡Ken¿Cómo tú por aquí? –Remus abrazó al primo de Sorensen, Ken Fosworth–. Ya no hay quién te vea el pelo.
–Espero no venir en mal momento –dijo–. Sorensen me había dicho que era el cumpleaños de Matt y me apetecía venir. Además es mi día libre.
–¡Claro que puedes venir, Ken! –exclamó Remus–. Tenía muchas ganas de verte, chico. ¿Y cómo te va en el Ministerio?
–Bien, bien –respondió tomando asiento–. En la Oficina Internacional de Ley Mágica no hay quien pare. –Suspiró–. Apenas si tengo tiempo para nada. Hasta cuando estoy en casa tengo que estar rellenando formularios como un poseso. Es una pesadilla. ¡Ah! Se me olvidaba. –Se metió la mano en el bolsillo de la túnica–. Le he traído un regalo al pequeño Matt. Es poca cosa, pero creo que le hará gracia.
–No tenías por qué molestarte, Ken –dijo Remus aceptándolo–. ¿Qué mejor regalo que tu presencia?
–Anda, no te pongas poético –dijo bromista Sorensen, que había aparecido subrepticiamente por detrás–. Hola, primo.
–Hola, Soren. ¿Qué tal?
–Bien. ¿Y tú?
–También bien –dijo sin ánimo–. Quizá mañana me pase por la biblioteca¿sabes? –Sorensen asintió, atento–. Tengo que consultar unos cuantos manuales de política mágica. Y también muggle. –Mirando a Remus y resoplando–: No te puedes ni imaginar la de cosas que estoy aprendiendo últimamente...
Remus sonrió. Se acordó del paquete que le había dado Ken y se dispuso a abrirlo. Desató el lazo y retiró el envoltorio de papel. Era un reloj despertador con motivos de Martin Miggs, el muggle loco, un personaje de tebeo que se estaba haciendo muy popular en el mundo mágico.
–Oh, muchas gracias, Ken –dijo Remus.
–Lo siento, Remus –comentó Ken–. Sé que estarás pensando que para qué demonios quiere el niño un desperatador si tiene sólo un año...
–No, no, en serio, no... –se disculpó Remus.
–... pero es que no he tenido tiempo para buscar nada mejor –siguió explicando el joven–. Pensé que le haría gracia. Al menos el timbre de la alarma es divertido...
–Muchas gracias, Ken.
–De nada, Remus.
La fiesta de cumpleaños de Matt Lupin acabó tarde. Ken se fue pronto, pues, como explicó, a la mañana siguiente tendría que levantarse temprano para ir al Ministerio y no debía trasnochar. Dumbledore también estuvo poco tiempo, pues también dijo que tenía que acometer sus obligaciones como director de Hogwarts.
El señor Nicked, después de cenar, solicitó ser él mismo quien se encargara de acostar al niño. Lo llevó a su dormitorio y lo metió en la cuna. Tardaba en bajar.
–¿Puedes ir a ver qué está haciendo mi padre? –le preguntó Helen a Remus.
Éste asintió.
–Sí, eso, ve –dijo la señora Nicked–. Menudo caso de muggle...
Remus se limpió la comisura de los labios con la servilleta y se levantó despacio. Subió las escaleras y llegó al cuarto de Matt. Se quedó un minuto silencioso, observando desde la puerta.
El señor Nicked jugaba con la varita musical que Dumbledore le había regalado a Matt. Había sacado de su caja la escoba voladora de juguete, y ésta flotaba en el aire. El muggle soltó la varita musical y cogió el sonajero del bebé. Lo agitó y de éste salió un haz de luces de colores. El señor Nicked se quedó maravillado.
–Ejem, ejem –carraspeó Remus.
El muggle se volvió con cara de atontado.
–Yo... Esto... Yo... –comenzó a excusarse.
–Deberías bajar, Matthew –fue lo único que dijo Remus, en un tono delicado–. Vas a despertar al niño.
–En absoluto sería mi intención –dijo el agradable suegro.
Soltó el sonajero mágico y se apartó casi de puntillas. Remus agarró el picaporte y cerró lentamente la puerta. Asomó por el diminuto resquicio la cara y dijo en un susurro:
–Buenas noches, querido hijo mío.
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El señor Nicked no hacía sino aparecerse continuamente por la chimenea. Tal era su continua presencia y su costumbre, que ya incluso se olvidaba de avisar con anterioridad, imposición que le habían imputado a fin de que no volvieran a ocurrir sucesos como el que más arriba se ha explicado.
Lo que pasaba es que el muy espabilado, sin contar ya con nadie, de la práctica que había cogido con los viajes por chimenea, utilizando el pellizco de polvos flu que le había dado su hija y cogiendo algunas monedas de oro mágico del monedero de su mujer se había presentado en el callejón Diagon y se había autoproveído de polvos flu.
Cuando Matt ya tenía año y medio, la situación llegó a un estado en el que Remus y Helen decidieron tomar cartas en el asunto: cubrieron el hueco de la chimenea con un muro de ladrillo.
–Ya está –dijo Remus sacudiéndose las manos afanosamente después de convocarlo.
Su idea era dar un escarmiento al señor Nicked. Si era un mago el que se aparecía en la chimenea de los Lupin podría solventar fácilmente el taponamiento con un hechizo (a no ser que sólo asomese la cabeza, caso en el cual se llevaría un buen golpe contra la pared de ladrillos), pero si era el señor Nicked ¡se quedaría encerrado!
Una mañana cualquiera Helen sentó al pequeño Matt en la mesa del salón, le puso unos lápices de colores y un folio, y le pidió algo bonito para que dibujara. A Matt le encantaba dibujar, y se le daba bastante bien, aunque todo lo que hacía, como cualquier niño de su edad, eran abstractos garabatos que en nada tienen que envidiar a las mejores obras del Expresionismo.
–Yo me voy a la cocina¿vale? –dijo la mujer tiernamente, acariciándole su castaño cabello.
–¿Papá? –preguntó Matt mirándola candorosamente.
–Esto... –Dudó. Lo había mandado al hospital con un volante firmado por ella para que le administraran una poción de que ella no disponía, pues se le había infectado una herida. Anoche había sido luna llena y ambos eran muy cuidadosos al tratar el tema con Matt, que era muy preguntón, pues no querían, ni sabían, comentarle el tema a tan corta edad–. Ha ido a dar un paseo, cariño. Venga, dibújame algo bonito¿quieres?
Matt asintió repetidas veces y Helen le dio un beso muy fuerte en la mejilla. El niño cogió toscamente el lápiz rojo y comenzó a rasgar con él toda la hoja, mientras, en un gesto graciosísimo, sacaba la lengua, a causa del esfuerzo que en la tarea estaba poniendo.
Se escuchó un traqueteo, un golpe, una exclamación de sorpresa amortiguada, como en la lejanía, como un eco. Matt miró hacia todos lados, con el lápiz rojo apretado en su mano.
–¡Helen! –se escuchó, aunque tan bajo que apenas si se entreoía–. ¡Remus¡Palomita!
Matt, con soberano esfuerzo, se bajó de la silla. Se acercó a la chimenea y puso la mano en el muro de ladrillos y cemento.
–¡Helen! –dijo la voz al otro lado.
–¿Abuelito? –preguntó Matt en voz baja.
–¿Matt¡Ay, Matt, gracias al Cielo! –exclamó–. Vamos, chico, llama a mamá.
–Abuelito –repitió el niño.
–¡Vamos, vamos, Matt! Haz honor a tu nombre de pila, nietecito –exclamó fuera de sí el muggle–. ¡Vamos! Llama a tu mamá y dile que venga. Mira que han puesto por error una pared aquí. Hay que ver...
–Abuelito –repitió Matt, sonriendo.
–¡Ay, Dios! –exclamó el señor Nicked desde el otro lado–. ¿Quieres hacer algo¡Mira que esto está lleno de cenizas! Y oscuro... ¡Palomita!
–¡Abuelito! –exclamó Matt y se echó a reír–. ¡Abuelito!
Helen apareció por la puerta de la cocina, secándose las manos en el delantal. Se quedó mirando a Matt y se puso a reír.
–¿Cómo has bajado de la silla, eh, delincuente juvenil? –preguntó bromista, y Matt se puso a señalar la chimenea–. ¿Y con quién hablabas?
–¡Abuelito! –exclamó.
–¡Ay, santa madre de Rowling! –exclamó Helen–. Hazte a un lado, cielo. –Sacó su varita e hizo desaparecer con un sonido de explosión el muro de ladrillo. El señor Nicked apareció con el pelo lleno de cenizas y churretes de hollín por toda la cara.
–¡Abuelito! –gritó muy contento Matt y fue corriendo a abrazarlo, aunque sólo le llegaba a la altura de las rodillas.
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Un gruñido. Remus, Remus el licántropo, se abalanzó frenético contra la pared del sótano y aplastó su hocico con gran dolor. Se comenzó a morder la pata, de la que pronto caía un hilillo de sangre. Se detuvo, dolorida la bestia. Se arrellanó sobre el suelo, bajo el haz de luz plateada que entraba por el resquicio superior del sótano, una ventanilla a ras de suelo en la calle. Tomó carrerilla, intentó pegar un salto para escaparse, pero le quedaba demasiado lejos, y se cayó doblándose una pata.
Gruñendo lastimeramente, se arrellanó en el suelo con la mirada perdida en la luna llena que se dibujaba en el diminuto espacio de firmamento visible. Gruñía. La tabla suelta del suelo del sótano comenzó a brillar, apenas perceptiblemente.
Al otro lado de la puerta del sótano, tras la diminuta trampilla, descansaba la ropa de Remus que antes de transformarse éste había pasado al otro lado por el agujero de la puerta. La túnica negra, hecha un ovillo, reflectaba una luz violeta. Las paredes externas del sótano brillaban con esta tonalidad; acababa de desintegrarse el hechizo insonorizador que había practicado Remus sobre el sótano. Un aullido del licántropo fue perfectamente audible en toda la casa, aunque Helen y Matt dormían tan profundamente que ninguno se despertó.
La luz violeta se redujo. Se convirtió en una sombra, una mancha en el suelo, que lentamente ascendió los escalones que daban a la primera planta. Atravesó el salón hasta la escalera de la segunda planta. Recorrió el pasillo. La puerta del dormitorio... La atravesó. Ascendió por la pata de la cama. Recorrió la manta, subiendo lentamente, hasta la cara. Pasó el rostro, acariciándolo, y Matt se despertó. La luz violeta se escindió ante el reflejo de luz lunar que entraba a raudales por la ventana del pequeño, que al día siguiente cumpliría los dos años.
Un aullido...
Los ojos negros de Matt brillaron. Se desarropó y se bajó de la cama. Anduvo despacio, casi de puntillas, con sus pies descalzos. Bajó las escaleras y se detuvo en el salón.
Otro aullido...
El oído del pequeño escuchó perfectamente. Supo exactamente de dónde provenían aquellos alaridos animales, y sin miedo bajó la tortuosa y oscura escalera que daba al sótano. Al bajar se tropezó con la ropa de su padre, y el lobo que había al otro lado de la puerta gruñó, aguzando el oído.
Matt lo había presentido. Él también aguzó el oído. Pero sentía curiosidad...
Vio un reflejo de luz; un haz de luz violeta en el hueco de la puerta. Introdujo la cabeza en la trampilla de la puerta del sótano. El chico era tan pequeño y delgado que cogía perfectamente. Extendió los brazos y los pasó. Seguidamente el tronco, con algo más de dificultad, y las piernas una a una. Cayó al otro lado, en el sótano.
El licántropo se levantó con dificultad, gruñendo silenciosamente, derramando las babas por el suelo. Con la pata rota, anduvo con dificultad hasta él. Matt también caminó hacia la extraña forma que se dibujaba bajo el rayo de luna.
La oscuridad se cernía entre ambos...
Un chispazo. Una luz violácea inundó la habitación. La tabla suelta del suelo del sótano brillaba. Los ojos de la bestia licántropa brillaban; los de Matt también, de puro miedo. El licántropo se puso a gruñir, listo para saltar de un momento a otro a fin de capturar a su presa.
La puerta del sótano se abrió estridentemente. Los goznes chirriaron, y la madera de la puerta golpeó contra la pared. Helen, vestida con el camisón, con mirada dura, blandía con aspecto feroz su varita. La luz violeta se apagó con el soplo de una brisa invisible.
El lobo gruñó irascible y se apresuró a saltar sobre Matt, antes de que la mujer se lo impidiese. Matt gritó. Helen puso un pie en el sótano. La mente se le inundó de imágenes extrañas. Una niña apareció detrás de Remus y se quedó fijamente mirando a Helen, con dureza. La niña negó con la cabeza.
–¡Impedimenta! –gritó Helen.
Un relámpago de luz roja salió de su varita. Ésta temblaba en sus manos. La luz brillaba en las paredes. La potencia del encantamiento hizo que Helen levitase del suelo y que se le erizara el cabello.
El Remus licántropo se quedó paralizado en el aire.
La varita de Helen temblaba irremediablemente en su mano. No la podía controlar. Le vibraba, sacudía. No podía concluir el hechizo.
–¡Ya basta! –gritó Helen.
El grito escindió el aire como el hechizo. Como surgidos de las paredes, una docena de hombres y mujeres vestidos de negro la miraban indiferentes. Eran de piel pálida, delgaduchos, y de pelo oscuro, como oscuros eran sus ojos, negros como una noche sin luna.
–Mamá... –susurró Matt.
Helen desvió la vista hacia su hijo y se rompió el encantamiento. Dejó de levitar, cayendo al suelo torpemente. La luz roja se apagó. Tornó la oscuridad. El lobo seguía paralizado en el aire. Las figuras misteriosas, pálidas como el enigma, habían desaparecido, o se sumergían en la penumbra.
–Vámonos, Matt... –dijo Helen. Lo cogió de la mano y lo sacó del sótano–. Vámonos.
Cerró la puerta del sótano. Sacó su varita y encantó el picaporte. Al otro lado, una luz violeta parpadeó en la tabla suelta del sótano. Se apagó lentamente, derrotada.
Helen, con su hijo cogido de la mano, subió hasta la segunda planta. Lo metió en la cama y lo arropó. Se sentó en el filo y le dio un beso en la frente.
–¿Qué era ese monstruo? –preguntó Matt cándidamente.
–¿Monstruo? –repitió Helen asombrada. ¿Cómo iban a poderle decir nunca que era su padre si desde tan temprana edad ya lo consideraba como un monstruo?–. Es un animalito, Matt. Es el animalito que vigila tu padre todas las noches que está fuera.
–¡Ah! –exclamó Matt, comprendiendo.
–Prométeme que no volverás a bajar nunca allí abajo... ¡Prométemelo! –Matt asintió–. Buenas noches, cariño... –Consultó su reloj de pulsera–. Y feliz cumpleaños.
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A la mañana siguiente Helen entretuvo a Matt haciéndole que dibujase cualquier cosa en un folio que le entregó. Le dio sus lápices de colores y el pequeño, con la lengua fuera, se puso a dibujar muy alegre.
Cogió el gris y pintó una extraña forma circular. Le pintó ojos y una terrible boca llena de dientes. Cogió el color rosa y pintó una cabeza pequeña, y otra grande que tenía el pelo de punta, que pintó de color negro. Los vistió con los demás colores.
Remus se acercó renqueando. Helen le había dicho que se había doblado un tobillo y que le prepararía una pomada mágica para curarlo. Evitó cualquier mención a lo sucedido, pues gracias a santa Rowling Remus no recordaba nada.
El hombre se sentó en la mesa, al lado de su hijo. Lo felicitó y el pequeño sonrió. Remus se lo quedó un momento contemplando, abstraído. Se fijó en lo que estaba dibujando y sus facciones cambiaron por completo.
–¿Qué estás dibujando? –preguntó.
–¿Esto? –inquirió el pequeño Matt–. Esto es un bicho, ésta es mamá, y éste soy yo. A ti, papá, no porque no estabas.
–¿Un bicho? –siguió indagando Remus con un nudo en la garganta–. ¿Dónde has visto ese... "bicho"?
–En el sótano, anoche.
Remus se quedó de una pieza. Comenzó a sentir náuseas, mareos; creyó que se desmayaba, pero lo único que desvariaba era su cabeza. Matt siguió dibujando, inconsciente de lo que a su padre le sucedía.
–Y ésta es... mamá¿has dicho? –preguntó Remus.
–Sí –contestó Matt sonriente.
–¿Qué hizo? –preguntó Remus.
Matt se encogió de hombros.
–Magia... –contestó.
Remus se puso en pie de un salto. Le dolía el pie que se había doblado la noche anterior, pero anduvo deprisa hasta el dormitorio, donde Helen se estaba vistiendo para ir a trabajar.
–Helen... –dijo sin aliento.
La mujer se volvió, dándole la espalda al espejo del armario.
–Sí¿qué quieres?
–¡Matt me vio anoche¿Me vio? –Helen calló. Bajó la mirada–. ¿Me vio? –gritó.
–Sí, Remus –contestó dándose la vuelta y mirándose en el espejo. En el reflejo pudo ver a un Remus derrumbado. Hubiera preferido mentirle a que lo averiguara y se sintiera culpable, como estaba sucediendo sin duda alguna–. No es culpa tuya, Remus. Matt debió de coger por la trampilla. No habíamos contado con eso.
Remus apoyó la espalda en la pared. Se escurrió lentamente, hasta quedar sentado en el suelo. Se puso a llorar en silencio. Helen se agachó a su lado.
–No es tu culpa, Remus.
–¡Sí lo es! –gritó, fuera de sí–. Esto es lo que tanto temía, Helen. ¿Y si lo hubiera mordido¿Eh¿Y si lo hubiera mordido? –Volvió a llorar más fuerte todavía, restregándose el pelo–. No me lo hubiera perdonado en la vida.
–Remus... –Lo tranquilizó Helen–. No pasa nada. Formamos un buen equipo todos. Hubo un descuido, no me cabe duda, pero en sueños tuve una visión... Pude aparecer a tiempo. –Recordó cómo en el sótano sus poderes mágicos se habían intensificado; no sólo ya su don adivinatorio, sino también su magia común. Pensó si se lo contaría a Remus–. Pude aparecer a tiempo... –Sonrió débilmente.
A las doce comenzaron a aparecer los primeros invitados al cumpleaños de Matthew Lupin. Dumbledore fue de los más puntuales. Apareció con un chasquido en el salón cuando aún no había llegado nadie. Soltó el regalo encima de la mesa y se sentó pesadamente. Matt corrió a coger el paquete y lo desenvolvió sentado en el suelo. Dumbledore y Remus lo miraban; el primero indiferente y el segundo emocionado, aunque aún melancólico por lo que había averiguado aquella mañana.
–Si no se le hubiera puesto ese nombre... –musitó Dumbledore.
–¿Qué? –inquirió Remus volviéndose hacia él.
–No, nada. –Sonrió–. Estaba pensando en voz alta. –Rio–. Es que me hubiera gustado que le hubieras puesto Albus al niño.
Remus rió. Pensó que Dumbledore hablaba en broma. No podía imaginarse lo en serio que hablaba...
Helen entró por la puerta de la cocina con una olorosa bandeja de sabrosas galletas recién sacadas del horno. Las puso delante de Dumbledore, sonriente.
–Sería conveniente que las dejaras enfriar un poco, Dumbledore –dijo Helen, sin perder su preciosa sonrisa.
–Gracias, Helen –dijo sin mucho ánimo, apenas sonriendo–. Tienen una pinta magnífi...
–¡Magnífico! –Apareció el señor Nicked por la chimenea. Estaba olisqueando histriónicamente–. Galletas recién hechas¿no? –Tenía una carpeta bajo el brazo–. Magnífico. Podré comerlas mientras termino de cumplimentar los informes del hospital. ¡Aunque esto no me ha pasado a mí en la vida! –exclamó el muggle enojadísimo, volviéndose hacia su mujer que acababa de aparecer por el hueco de la chimenea–. Nunca me había tenido que traer trabajo a casa... ¿En qué mundo vivimos?
Matt se levantó con dificultad y corrió hasta su abuelo.
–¡Abuelito! –iba gritando.
El señor Nicked lo cogió en brazos y levantó. Matt reía con regocijo, levantando los brazos emocionado.
–Bájalo –le pidió bruscamente la señora Nicked a su marido–. Que en una de éstas se te va el niño al techo. Feliz cumpleaños, Matt.
–Gracias, abuelita –dijo entre salto y salto el niño.
Por fin soltó el muggle al pequeño, y el hombre se fue hasta la mesa, donde se sentó al lado de Dumbledore. Picó unas cuantas galletas, aunque se quemó porque aún estaban calientes. Sacó varios informes y una pluma estilográfica y se puso a firmar los documentos sin prestarles demasiada atención.
Al poco aparecieron Ángela y Ryan y Sorensen también. Ken no pudo acudir a este cumpleaños, pues realmente estaba atareado. Aunque le había cogido mucho cariño a su pequeño primito, como él llamaba a Matt, y venía a visitarlo siempre que tenía oportunidad.
El pequeño Matt se puso de cuclillas ante Maullidos, que venía lamiéndose los bigotes. El gato bufó. Matt se puso a acariciarle el lomo, aunque lo hizo tan bruscamente que el gato se enfadó y estuvo a punto de arañarlo. Suerte que Helen estuvo rápida en reflejos y apartó al gato de un manotazo. (No era cuestión de pegarle un empujón a su propio hijo¿no?).
–Toma, entretente con esto –le dijo a su pequeño.
Le dio la pluma estilográfica de su abuelo, que, despistado, comía las galletas caseras a dos carrillos mientras hablaba intensamente con Ryan, a quien, a su vez, se las escupía encima al intentar hablar con la boca llena.
Se escuchó «crac», y todo el mundo se volvió hacia Matt, que reía tontamente. Tenía éste toda la pechera manchada de negra tinta, y un trozo de la pluma del señor Nicked en cada mano.
–Se ha "rompido" –dijo Matt viendo que todo el mundo lo miraba con atención.
Ángela y la señora Nicked sobre todo se rieron a carcajadas cuando escucharon aquella inocente expresión del pequeño.
–Ay, lo que me gustaría a mí tener un niño –dijo Ángela.
–No se dice "rompido", Matt –lo corrigió su madre–. Se dice "se ha roto".
El señor Nicked, medio llorando, mirando con pena su pluma estilográfica nueva, dijo:
–No se dice "se ha roto". Se dice "se puede arreglar". Porque se puede arreglar¿verdad¿Verdad?
Helen rio. Cogió la pluma y le dio un toque con la varita. Se unió como si estuviera nueva, y el señor Nicked se tiró media hora bendiciendo la magia y su utilidad.
Pero cuando se acercaba su nieto, Matt, éste le ponía mala cara y se escondía la pluma estilográfica en el bolsillo.
–No es un juguete –le dijo el señor Nicked–. Es mía. Sólo mía. Mi tesoro...
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La cena de Navidad del año 1989 se celebró, para variar, en casa de tía Ángela. Estuvieron todos invitados, incluso Sorensen, por supuesto, y como éste insistiera, Ángela se vio en la obligación de invitar también a Ken Fosworth, su primo.
El pequeño Matt se sentó en una silla alta, solo, al lado de su papá, que lo atendía gustoso. Temprano se le puso un plato de croquetas caseras con mayonesa, para que pudiera echarse un rato si la fiesta se extendía más de la cuenta, como sin duda preveían. El niño cogió torpemente el tenedor con la mano derecha pinchando las croquetas y se las llevaba a la boca, todo esto ante la atenta mirada de Remus, que de vez en cuando le revolvía el pelo.
–¿Y Mattew, Helen, dónde está? –preguntó tía Ángela a su hermana.
–No me hables... No me hables... –dijo la señora Nicked meneando la cabeza.
Ángela se encogió de hombros, no queriendo indagar más. Se sentó en el asiento más próximo a la televisión, la cual encendió. Aparecieron en la pantalla los concursantes de Gran Mago, que estaban discutiendo. Uno le lanzó un maleficio a otro, y éste cayó en el suelo con las extremidades convertidas en patas de pulpo.
–Propongo un brindis –dijo Ryan, el marido de Ángela, poniéndose en pie–. Por Matt Lupin, el sobrino más guapo del mundo entero.
Todos se pusieron en pie y entrechocaron sus copas de champán. Matt, sentado en su silla, se puso a aplaudir.
–Yo quisiera brindar por la cooperación mágica internacional –propuso Ken levantando su copa–, que al fin y al cabo es el trabajo por el que me pagan¿no?
–Yo también quisiera proponer un brindis –dijo tranquilamente Ángela–. Quisiera brindar por que este año fuera un año de prosperidad y fortuna para todos.
La mente de Helen se llenó de humo. Su pecho se infló de aire, ahogando un grito. Un grito atravesó sus oídos, un grito de tía Ángela que reverberaba en su mente: «¡Helen¡Chicos¡Helen¿Hay alguien?»
Helen despertó de la visión y todos se habían sentado ya; había cesado el brindis. Ella era la única que seguía en pie. Remus y su madre la miraban extrañados, Ken con sorna. Finalmente se sentó, soltó su copa y se quedó mirando por la ventana próxima con el ceño fruncido.
El señor Nicked apareció de improviso, con gran estridencia, en el hueco de la chimenea. Iba vestido de rojo, con un enorme gorro de Papá Noel, con unas altas botas de cuero y una barba postiza blanca como la nieve que cae en invierno.
–¡Jo, jo, jo¡Feliz Navidad! –exclamó con voz ronca.
Matt metió un grito de sorpresa. Estuvo a punto de caerse de la silla. Extendió los brazos para que su madre lo cogiera, con los ojos abiertos como estrellas de la noche, y ésta lo tomó en su regazo como cuando pequeño.
–¿Dónde está el niño pequeño ese tan bueno que me han dicho que iba a estar aquí esta noche? –preguntó con su cruda voz fingida–. ¡Jo, jo, jo¿Dónde?
–Me da miedo, mamá... –musitó Matt temblando en su regazo.
–Papá, déjalo –dijo Helen–. El niño está temblando de miedo.
–¡Jo, jo, jo¡Qué va! –Se acercó mucho hasta el niño y se puso a bailar una danza horrible–. ¡Soy Papá Noel! Y vengo a traerte un regalito... ¿Vas a darme un besito? –Acercó mucho el moflete a la boca del niño.
Matt emitió un largo y acuchillador grito. A esta señal, con los ojos entrecerrados del niño, la barba postiza del señor Nicked se prendió por la punta. La llama comenzó pronto a ascender por la hilvanada y falsa barba. El señor Nicked echó a correr describiendo círculos, pidiendo socorro a gritos.
–Estate quieto –le rogó la señora Nicked.
–¿Cómo quieres que me esté quieto? –vociferó–. ¡Me estoy abrasando!
–Pues tú lo has querido –dijo divertida Ángela.
Ésta apuntó a su cuñado con la varita y le lanzó un chorro infernal de agua bien fría. El señor Nicked se quedó paralizado, con el agua calada de la cabeza a los pies. La barba postiza, renegrida y echando humo, colgaba débilmente del rostro del muggle por un solo lado.
–¡Jo, jo, jo! –dijo el señor Nicked tiritando de frío–. Menuda entrada más triunfal. Vamos, magnífica... –dijo irónicamente.
La noche pasó talmente como un suspiro. Matt se quedó dormido en el cuarto pequeño de los Simmons, pero abajo continuó la cena hasta bien entrada la mañana.
Ángela empinó el codo un poco más de la cuenta. Se levantó y le estampó un beso en todo el morro a Sorensen, que se quedó como petrificado. La mujer se sentó pesadamente, haciéndose la graciosa, riendo. Ryan carraspeó. Sorensen meneó la cabeza para expulsar los pensamientos impuros de su cabeza: no había sentido absolutamente nada con ese beso. Él era "gay", se dijo.
Ken comunicó a los presentes que llevaba dos meses saliendo con una compañera del Ministerio, una tal Lafken que trabajaba en el Departamento de Seguridad Mágica. Sorensen, echándose un nuevo trago de vino, se puso a reír frenéticamente.
–¿Qué pasa? –le preguntó hoscamente su primo, Ken.
–Nada... –contestó–. Me preguntaba solamente si ésta es ya tu decimoquinta, decimosexta o decimoséptima novia...
–¡No seas bruto! –exclamó Ken–. Ésta es sólo la número doce.
A las cinco de la mañana Remus comentó en voz alta a Helen que era hora de irse.
–No seas aguafiestas –dijo Ángela, emitiendo un bufido–. Vamos, quedaos un poco más, por favor. Vamos, Helen, que te lo pide tu tía favorita...
–¡Vaya, si no tengo otra! –exclamó Helen divertida–. Bueno, sí, tía Marggaret, pero ella no cuenta. No, Remus tiene razón –dijo poniéndose en pie–. Es tarde y el niño debería estar ya en su cama.
–¡Pero si está durmiendo arriba la mar de tranquilo! –le reprochó Ángela de buen talante.
–Ya, sí –respondió Helen–, pero mañana tengo que ir a trabajar a San Mungo, así que no debería estar despierta tanto rato. Bueno, Remus¿te importaría ir despertando al niño?
Remus subió arriba y zarandeó suavemente a su hijo, que estaba arropado con una manta deshilachada de cuadros.
–Mamá... –susurró Matt.
–No –dijo Remus–, soy yo, papá.
–¡Papá! –exclamó débilmente el pequeño.
Remus cogió a su hijo en brazos y éste reposó su cabecita cansada sobre el hombre del mago. Su diminuta mano se resbaló por su espalda y colgaba como un péndulo. Sus ojos, tan vivos como la noche, estaban cerrados.
Remus bajó y Helen ya estaba terminando de despedirse de todo el mundo. Remus también les dijo adiós, y estrechó la mano de Ken, a quien veía menos frecuentemente.
–Enhorabuena por tu noviazgo –le dijo sonriente.
Helen cogió prestado de su tía Ángela un pellizco de polvos flu para que Remus pudiera llegar a casa con el niño durmiendo en sus brazos. La chimenea engulló a ambos. Con un chasquido ante ellos apareció sonriente Helen en medio del salón.
–Voy a acostar al niño –dijo Remus.
Lo subió arriba, deshizo la cama y lo metió suavemente. Lo arropó. Matt abrió lentamente los ojos, adormilado, y Remus le dio un beso en la frente.
–Buenas noches, Matt –dijo Remus.
–Buenas... Buenas... Buenas noches –respondió el niño acompañado de un bostezo.
Remus apagó la luz y cerró la puerta con suavidad.
Matt bostezó nuevamente. En ese instante, un reflejo de luz violácea, que había visto por el rabillo del ojo, lo distrajo. Se volvió, arropado hasta el cogote. Una sombra luminosa de color violeta se escondía en un rincón. Matt se puso a temblar.
–¡Papá! –gritó.
La luz retrocedió. Se filtró en el suelo como un charco de agua. Y desapareció...
Remus abrió la puerta.
–¿Qué ha pasado? –preguntó.
–Nada... –contestó el niño temblando.
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La mañana de su tercer cumpleaños, Matt aguardaba sus regalos con anhelo. Remus y Helen coincidieron en que aquella impaciencia no era un buen valor para un niño pequeño, y prefirieron enseñarle esperar con paciencia. Le dijeron que por la tarde, cuando vinieran los titos y los abuelos, se los darían de buen grado.
El niño esperó con tranquilidad. Esperó en su cuarto, haciendo agitar su varita musical o sobrevolando el suelo con su escoba de juguete. Cuando se aburría de ésta, cogía su chupete mágico, que tenía múltiples propiedades increíbles a diferencia que el muggle, y se lo metía en la boca, a pesar de que Remus y Helen lo intentaban convencer de que aquello no era un instrumento que les gustase a los niños grandes. Aquello no funcionaba; a Matt le daba igual que no les gustara el chupete a los niños grandes, pues con que a él le gustara bastaba.
–¡Sorpresa! –Apareció Dumbledore por la chimenea a la hora de almorzar. Remus y Helen lo miraron boquiabiertos–. Con que digáis hola basta –bromeó el anciano, echándose a reír–. Había pensado daros una sorpresa apreciéndome de improviso a la hora de almorzar.
–No, si sorpresa sí que ha habido –comentó Remus–. Pero siéntate, siéntate. ¿Ha quedado algo de caldo para Dumbledore, Helen?
–Creo que no... –dijo apenada.
Dumbledore rio.
–Tranquilos, tranquilos –dijo–. He traído mis propios recursos. Vengo preparado. –Se metió la mano en el bolsillo de su túnica escarlata–. Una varita... –La apuntó hacia la mesa y aparecieron un sinfín de manjares–. Buen apetito, queridos míos. –Miró al pequeño Matt, que estaba sentado en otra silla, y le sonrió débilmente–. Feliz cumpleaños, Matthew –dijo.
–No lo llames así –lo regañó cariñosamente Helen–; llámalo Matt, que es más informal. Más cariñoso...
–Bueno –dijo Dumbledore sonriente–, para lo que él quiere sí que se llama Matthew¿verdad, pequeño? –volviéndose hacia él.
–¿De qué hablas? –preguntó Remus enarcando las cejas.
–Nada, desvaríos de viejo. –Sonrió–. Estaba pensando en otra cosa. La verdad es que no sé dónde tengo la cabeza... Si aquí o allí.
–¡Ah! –Asintió Remus, sin hacer más preguntas.
–¿Cuándo va a venir el resto? –inquirió Dumbledore mirando a Helen fijamente.
–A las tres más o menos –contestó ésta–. Tomaremos el té después y estaremos charlando un rato.
–Ah, bien –dijo Dumbledore–. Quisiera hablar contigo.
Los señores Simmons, los señores Nicked y Sorensen llegaron en torno al momento en que el minutero marcó las tres.
–Ay, feliz cumpleaños –dijo Ángela apretándole los carrillos a su sobrino–. Pero qué guapo es este niño. ¡Guapo¡Guapísimo!
–Sí, es que está cogiendo un parecido conmigo que parece mentira –bromeó Remus.
Ángela se incorporó y se quedó mirando a su sobrino político de arriba abajo con una ceja levantada.
–Pues sí, parece mentira –dijo sin más.
–Estaba bromeando... –explicó con tono de pena Remus.
–¡Y yo también! –Rio Ángela–. Sí que se te parece. Pero, vamos, que el niño es guapo porque es guapo. Que los ojos no serán del color de mi sobrina, pero en la forma y en lo grandes que los tiene Matt se le parecen. ¿A que sí?
–Sí... –confirmó Remus por no llevarle la contraria.
Instintivamente, Remus se volvió, y pudo ver a tiempo cómo Dumbledore hacía desde lejos un gesto a Helen e iba hacia las escaleras que conducían al piso superior. Como iba apretándose el bajo vientre, Remus opinó que se dirigía al cuarto de baño. Pero su oído licántropo se aguzó instantáneamente y escuchó un chasquido junto a la escalera del sótano, conque dedujo que se habría desaparecido.
Helen se disculpó a Sorensen, con quien estaba charlando animosamente, y se separó de él. Se dirigió hacia el pasillo oscuro que daba al sótano.
Remus se quedó atónito, sorprendido. Él también se disculpó a Ángela diciéndole que tenía que ir un momento a la cocina, a preparar unos bocadillos. Pero en lugar de ir a esta habitación, se coló también en el estrecho pasillo que conducía a la tortuosa escalera.
Permaneció arriba del todo, oculto entre las sombras; cuidándose de no pisar el escalón, o la madera chirriaría.
–¿Qué querías, Dumbledore? –preguntó la voz de Helen, abajo.
–Eras tú la que tenías que hablar conmigo –dijo la de Dumbledore–. La lechuza que me mandaste...
–¡Ah, eso! –exclamó Helen en voz queda–. Hace unos días tuve una visión. No quise contártela por carta, pues me parecía demasiado atrevida como para correr el riesgo de ponerla por escrito. Es sobre V-Voldemort.
–¿Sí? –le espetó Dumbledore nervioso.
–Se está haciendo fuerte –explicó–. Está recluido en Albania, incorpóreo, sí, pero pronto va hacerse nuevamente con el poder. Harry no lo ha vencido, sólo nos ha proporcionado tiempo.
–Si esa victoria de Harry nos pudiera proporcionar un poco más de tiempo, habrá valido la pena –dijo Dumbledore–. Sabes cuán necesitados estamos de que Harry sea sano y salvo, al menos hasta que esté en Hogwarts. Allí Voldemort no se atreverá. Pero ¿sabes cómo se hará fuerte, eh?
–No –respondió–, o al menos no muy segura. Vi a una persona, un hombre anciano, pero no sé quién es. Me miraba, y pronunciaba algo, pero no se le escuchaba. He tenido ya varias visiones en las que aparecía, pero aún no he podido averiguar quién es.
–Tiempo al tiempo –dijo Dumbledore–. Tu don nos ha sido utilísimo. Lo que una ha averiguado, la otra lo ha reafirmado y completado. Sybill y tú conformáis un buen equipo.
Helen soltó un bufido.
–Tampoco es para tanto... –apuntó.
–¿Y has tenido alguna visión más? –preguntó Dumbledore.
–Bueno, no... –contestó Helen–. He tenido alguna otra, pero no sobre Voldemort.
–¿Sobre qué, entonces? –inquirió el anciano con voz melosa.
–Es algo de lo que tú no sabes nada –comentó Helen sonriendo–. ¿A qué insistir?
–Quisiera saberlo, Helen –dijo–. Que parezca viejo con esta larga barba cenicienta no me convierte en un ignorante, querida mía. Sé más cosas de las que parezco saber, pues soy un viejo zorro. –La miró por encima de sus gafas de media luna.
Helen sonrió, pero se siguió rehusando un momento a contestar. Finalmente Dumbledore, con buenos argumentos, consiguió convencerla.
–Es sobre un hechicero al que mis visiones califican de más temible aún que Voldemort –explicó–. Su nombre es...
–¿Tim Wathelpun, verdad? –preguntó Dumbledore. Helen ahogó una exclamación de incredulidad–. ¿No te dije que era un viejo zorro? Se puede decir que no eres la única que ve a los niños en el sótano.
–¿Tú también los has visto? –preguntó Helen con voz aguda.
–Se puede decir... –respondió–. Lo sé todo sobre él, sobre su forma de actuar. He estado hablando con un informante.
–¿Quién? –le espetó Helen.
–No puedo revelártelo.
–¿Quién? –preguntó Helen elevando la voz–. Por favor...
Dumbledore la chistó.
–Calla, o todos acudirán. Es alguien que aún no conocemos, pero que conoceremos pronto, créeme. Me lo ha contado todo. ¡Todo! Pero yo no puedo hablar. A mí no me corresponde cambiar los designios del mañana, ya me previno la pitia de Delfos. Aunque ahora pudiéramos. Soy incapaz... –Agachó la cabeza–. Sólo en su día se pueden librar las batallas del mañana.
–Mis visiones no me hablan –dijo Helen en tono de reproche.
–Lo mío no fue una visión –confesó Dumbledore–, sino una revelación. Y me refirió cosas que arrebatarían el aliento hasta al más confiado. Me dijo de Remus, por ejemplo, no te lo vas ni a creer, que...
Matt se asomó a la puerta del pasillo y saludó efusivamente a su padre moviendo un brazo. Éste se intranquilizó, cabiendo la posibilidad de que, con un grito, revelara su puesto. Se movió para espantarlo con un aspaviento, pero pisó mal y la escalera chirrió débilmente. Helen ahogó un grito.
–¿Quién hay ahí? –preguntó Dumbledore.
Remus contuvo la respiración. Vio cómo Matt echaba a correr a los brazos de Sorensen. Pero otro paso allí abajo se oyó. Sacó la varita y se apuntó. Se esfumó con un chasquido sordo.
–¿Has visto quién ha sido? –preguntó el anciano mago a Helen cuando llegaron arriba.
–No, no he podido verle –respondió.
Dumbledore sonrió.
–Pues ya hay alguien más en el mundo que conoce nuestros secretos... Pero debo decirte lo que sé. Atiende bien.
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El uno de octubre era el cumpleaños de Sorensen Fosworth, un chico que no prestaba mucha atención a su aniversario. Como él mismo decía, «le daba melancolía notar el paso del tiempo sobre su pellejo». Algo especial el chico... El primero de octubre de todos los años salía lo menos posible, no fuera que alguien lo viera y lo felicitara, recordándole así el fatídico día que era; tampoco aceptaba regalos, porque también le recordaban que era un año más viejo.
Pero aquel año fue diferente... Se dejó convencer por el alma de las fiestas, Ángela Simmons, que por hacer otra fiesta cualquiera hubiera convencido al mismo diablo.
No hubo de insistir mucho, a decir verdad. Sorensen se sintió extrañado cuando la vio aparecer en la chimenea de su casa. Tartamudeaba incomprensiblemente. La mujer, seis años mayor que él únicamente, expuso cabalmente sus argumentos y Sorensen asintió sin palabras.
–Entonces¿podemos celebrar tu cumpleaños¿En serio? –confirmó.
–Sí, sí –dijo Sorensen.
Ángela lo abrazó.
–¡Eres un cielo, Sorensen! Un verdadero cielo.
Helen y Remus ayudaron a Sorensen en la decoración del pequeño piso londinense. Matt correteaba de un lado a otro, o se montaba en su escoba voladora de juguete.
–Matt, no hagas ruido, por favor –le instó su padre, llevándose un dedo a los labios–. Ciertamente, Sorensen –volviéndose a su hermano–, no me explico cómo has podido cambiar de parecer acerca de tus cumpleaños. Los otros años no nos has dejado ni que pronunciemos la palabra "fiesta"...
–Bueno, he cambiado de opinión –dijo–. ¿Puedo, no?
–¡Por supuesto! –exclamó contenta Helen–. Pues no sabes las ganas que tenía yo de hacerte un regalo por tu cumpleaños. Esta noche te lo daré. ¡Feliz trigésimo quinto cumpleaños, cuñadito!
–Ay, Helen, no lo digas así –la regañó Sorensen–, que parezco más viejo de lo que soy.
–Lo cierto es que ya no eres ningún jovencito –comentó en clave de humor Remus–. Por cierto, invitarás a Lucius Malfoy¿no?
–¡Cállate! –le espetó.
Se reunieron para cenar caída la noche. El aspecto del enorme pavo era delicioso. Era una verdadera pena que el señor Nicked tuviese que trabajar aquella noche, porque, si no, se lo hubiese comido él solo. No me cabe la menor duda...
–Quisiera hacer un brindis –propuso Ángela–. Ya que en cada fiesta que organizamos hacemos uno... –Levantó su copa–. Por Sorensen Fosworth, el mariquita más guapo de toda Inglaterra.
Sorensen se sonrojó. Pero no fue así la reacción de todo el mundo...
–¿Qué? –inquirió Ken, su primo–. ¿Mariquita¿No serás...?
–Sí –dijo Sorensen firmemente–, soy "gay". Tendría que habértelo dicho mucho antes, primo, pero bueno...
–¡Oh¿No lo sabía?... Lo siento –se disculpó–. Pero, vamos, Ken¡que tu primo vale muchísimo! Brindo por él.
Y se bebió toda su copa de un trago. Sonrió a Sorensen. Éste también levantó su vaso y se lo tragó de un golpe. Soltó la copa en la mesa con brusquedad y respiró hondo.
La cena se desarrolló con mayor o menor acierto, pero se desarrolló. Comieron con apetito, y no se produjo ningún otro equívoco. Sorensen, con ayuda de Helen y Ángela, retiró los platos sucios a la cocina, y se trajo unos cuantos licores con los que amenar la fiesta.
–Creía que no eras partidario del alcohol, Soren –le dijo amablemente Remus.
–¡Un día es un día! –exclamó Sorensen–. Además, tendré que celebrar que oficialmente hoy he salido de aarmario¿no? Quisiera saber en qué se convertirá ahora mi boggart?
Remus sonrió.
–Yo soy de ideas fijas... –comentó.
Sorensen se puso a servir los vasos con el licor entre los comensales. Bebieron con agrado. Al rato, tras varias copas seguidas, Sorensen se apartó un poco y se quedó mirando a su sobrino Matt, que dormía apaciblemente en su carrito, con el rostro relajado y la boca entreabierta.
Se agachó para darle un beso en la mejilla, pero no atinaba. Se apartó, pero en cuclillas como estaba, estuvo a punto de caerse de espaldas. Una mano lo sujetó. Se volvió y vio ante sí el rostro sonrojado de Ángela.
–Eh... Esto... –dijo Sorensen.
–Chist. Calla –le dijo Ángela–. Qué guapo es¿verdad?
–¿Cómo¿Qué? –inquirió Sorensen nervioso.
–Matt –contestó Ángela con la voz suave y dulcificada–. Me duele la cabeza. –Cerró los ojos y se llevó una mano a la frente–. He bebido demasiado. –Miró a Sorensen–. Hemos bebido demasiado.
–Esto... ¿Por qué no ha venido tu marido hoy contigo? –le preguntó Sorensen en voz baja–. También lo había invitado.
–Está en un congreso de escobas a reacción en la otra punta de la ciudad –explicó–. No podía venir. Se tendrá que quedar todo el fin de semana fuera.
–Vaya... –dijo Sorensen, no sabiendo nada más interesante que decir.
–Sorensen –lo interpeló Ángela.
–¿Sí? –Levantó éste la cara.
–Lo siento –dijo Ángela.
–¿El qué? –preguntó.
–Lo de haber dicho que eras "gay" –explicó–. Creía que todos lo sabían.
–¡Oh, eso! No es nada... –dijo.
Se quedaron callados, mirándose el uno al otro con los ojos brillantes por el efecto del alcohol. Acercaron lentamente sus labios sonrosados, el uno al otro. A punto estuvieron de rozarse. Pero entonces despertó Matt y se apartaron bruscamente, escuchando al niño lloriquear. Sorensen se puso en pie toscamente y a punto estuvo de caerse.
Remus se acercó y cogió a Matt en brazos. Lo meció y le dijo que por qué lloraba, que los niños grandes no lloran. En los ojos de Matt se veía el reflejo de una pesadilla, el reflejo de una luz violeta que brillaba.
Remus se alejó con el niño en brazos.
Ángela se acercó tímidamente a Sorensen y le dijo que quería hablar con él, pero a solas. Recorrieron el pasillo torpemente a causa de la curda de la que eran víctimas y entraron en el dormitorio del chico. Sorensen cerró la puerta.
–No quiero que nos oigan –dijo–. ¿Qué quieres?
A la mañana siguiente Sorensen, al rayar el alba, abrió lentamente los ojos. Se estiró con los brazos extendidos. Notó que estaba desnudo. La noche anterior había estado tan borracho que no había atinado ni a ponerse su habitual pijama, con lo que se había metido en la cama en cueros.
Se volvió lentamente, apurando aquel minuto de placer antes de levantarse. Le dolía la cabeza a causa de la resaca. Chocó contra algo. Entreabrió los ojos. A dos centímetros de sí estaba el rostro de Ángela, también desnuda, arrebujada bajo su manta.
Sorensen gritó, se levantó con brusquedad, se enredó con la manta y calló al suelo, arrastrando media sábana.
Ángela despertó bruscamente y gritó, alzando la colcha para cubrirse el pecho desnudo. Respiraba entrecortadamente, mirando a Sorensen tirado en el suelo, desnudo, con los ojos entreabiertos.
–Esto no ha debido suceder... –dijo.
–No –repitió Sorensen–. Tú, yo. ¡Yo soy "gay"!
Ángela cogió su ropa y se vistió, con Sorensen fuera, en el pasillo. Salió casi corriendo, con Sorensen diciéndole que al menos se quedase a desayunar. Se desapareció por la chimenea. Sorensen se quedó mirando las cenizas, preocupado, incrédulo, confuso... Se propuso burcarse un novio formal en menos de lo que canta un gallo.
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A finales de octubre de un día cualquiera, Remus se entretenía leyendo El Profeta. Era domingo y el suplemento ofrecía un plus exquisito. Aunque aquel día estaba especialmente irritado con la prensa, y en especial con un reportaje que habían hecho tratar sobre los licántropos¡habían puesto que los mayores placeres de los hombres lobo eran comer, correr y "cubrir sus instintos animales"! «¿Cubrir sus instintos animales?», se repitió atontado.
(Nota del autor: Es verídico. En una publicación denominada El diario de los magos y brujas –que no sé qué países la reciben– aparecía un reportaje sobre los hombres lobo en que figuraban estas actividades como los ejes de diversión de un licántropo. Pero ¿en qué mundo vivimos?).
Helen bajó las escaleras e interrumpió a Remus en su lectura.
–¿Qué quieres? –preguntó el hombre amablemente.
–Ven a ver una cosa –dijo.
Soltó el periódico de los magos sobre la mesa y se levantó. La siguió hasta la segunda planta y se quedó junto a ella en la puerta de Matt. Éste estaba sentado en el suelo, vuelto de espaldas a la puerta. Alrededor de él había decenas de envoltorios y cromos de las ranas de chocolate, que tan amablemente le traía su abuelo a puñados. A su lado reposaba la escoba de juguete, con la que aún disfrutaba a raudales. Por la cómoda y la mesillas había un sinfín de fotos animadas que le hacía su abuela y se las traía enmarcadas en preciosos marcos dorados. El reloj de la pared marcó de pronto las cinco, y se abrió una diminuta puertecilla: de su interior salió una bandada real y exuberante de pájaros de todos los colores.
–Esto no puede seguir así –comentó Helen en voz baja.
–¿Por qué no? –inquirió Remus igualmente en un susurro–. ¿Qué ha pasado?
–¿No lo ves? Tiene tres años. Es edad de que se relacione con la gente¿no te parece? Con otros niños... Pero si sabe que es un mago... ¡Si sabe que es un mago, tendrá que vivir su infancia solo! Yo misma fui... –Se calló súbitamente.
–¿Sí? –La ayudó Remus a proseguir.
–Mira, Remus. Hay algo de mi infancia que nunca te he contado –dijo–. No es que fuera ningún secreto ni nada, pero es que no tuve oportunidad de hacerlo. Fueron mis mejores años, y creo que pensaba que conservarlos en mi memoria era lo mejor para conservarlos intactos, tal y como fueron. Yo misma fui... –Se interrumpió de nuevo–. Es difícil de decir con palabras. Ven que te lo muestre.
Lo condujo hasta el dormitorio de ambos y abrió su
puerta del armario ropero.
Se puso en cuclillas, pues abajo del todo había un par de cajones minúsculos,
en los que Remus nunca había puesto mucha atención.
La chica encantó una llave mágica con su varita que se introdujo perfectamente
en el hueco de la cerradura. Abrió el cajón y sacó un pensadero.
–¿Cómo es que no había encontrado antes tu pensadero? –preguntó Remus tirante.
–En eso consiste esconder bien las cosas –respondió Helen–. Entremos. Quiero que lo veas por fin.
Y ambos metieron un dedo en la sustancia lechosa del pensadero de Helen. Remus sintió una sensación vertiginosa, como si cayera boca abajo en un pozo.
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(Noticia: He colgado un relato corto (ADIÓS) que he presentado al certamen organizado por Story-Weavers. Sería un verdadero honor contar con vuestra participación y con vuestro apoyo. Muchas gracias.)
¡Que sí, que por fin vamos a saberlo todo, todo y todo sobre el pasado de Helen. Espero que os guste mucho y todo eso, como siempre. Aunque, claro está, también espero que os haya gustado éste. El próximo capítulo, como viene ya siendo habitual, lo postergaré dos semanas, conque queda fechado para el viernes, 12 de agosto; espero que no os moleste, pero, además de que me estoy quedando sin capítulos de reservas, hecho sabido por todos, muchos tienen problemas para leer los capítulos porque vienen siendo ahora extremadamente largos, con lo que así doy facilidades a todos para que los lean con holgura.
Avance del capítulo 46 (RECUERDO DE UNA TIERNA INFANCIA): Que sí, que sí, que por fin se va a averiguar todo aquello del pasado de Helen que hace mucho tiempo muchos me preguntabais y que tanto os intrigaba. Se sabrá por qué odiaba tanto a su abuela. Se sabrán los profundos que la señora Carney, a quien volveremos a ver, conocía de su nieta. Se verán, asimismo, el lado más humano de la señora Nicked y el lado más menos muggle de su marido, lo que no deja de resultar irónico. Y también Ángela nos sorprenderá.
Un saludo a todos y... ¡ya quedan sólo 9 capítulos para el final de la primera parte de MDUL y para el "increíble primer capítulo de la segunda"!
