«El amor es como Don Quijote; cuando recobra el juicio es que está para morir.» (Jacinto Benavente).
Respondo "reviews":
NAYRA. Hola, Sara. Como siempre, nos reencontramos en este huequillo para intercambiarnos unas cuantas palabras. Ya tenía ganas, de verdad, que se acercan las clases y la melancolía y todas esas cosas y me apetecía charlar con mis amigos internautas. En primer lugar, muchísimas gracias por responderme a todas las cuestiones sobre tu relato, eres demasiado bondadosa; aunque ha tenido un efecto contrario al que yo esperaba: quiero saber qué pasa. Espero que actualices pronto; y sí, sí te creo, porque yo también estoy enganchado con tu relato. ¿Sabes qué es lo que creo que pasa? Nos enganchamos porque, al contrario que los libros corrientes, no tenemos la posibilidad de saber qué ocurre hasta que el autor cuelga el siguiente capítulo; eso nos deja con una intriga de caballo. Pero, recórcholis (qué fuerte, me he leído un libro y se me ha pegado la expresión esta), lo más importante de todo es que conseguimos hacer buenos amigos; eso es lo mejor de todo. Yo no lo hubiera creído posible, pero es como si, a pesar de la distancia, realmente os estimara tanto que necesitara charlar y saber de todos. ¡Qué complejo! Y especial. Realmente me alegro por lo de tus exámenes porque, ciertamente, nunca había oído de nadie que hubiera aprobado tantas asignaturas de golpe; y así ahora te lo puedes tomar con más calma, dedicándote única y exclusivamente a ésas. ¡Enhorabuena! Gracias por los piropos en relación con el capítulo: aunque a lo de la Piedra Filosofal, en mi opinión crítica de lector posterior a autor previo, le falta algo. Siento haberte metido miedo con este capítulo (es lo malo que tienen los avances, intento transmitir lo que pasa en muy condensadas palabras): aunque no es miedo realmente... ¿Triste? Sí... Voy a empezarme a creer que, como decís, soy un autor cruel. También yo estoy deseando de que nos veamos otra vez por el msn, pero mal me temo que, habiendo comenzado ya las clases para uno y pronto habrán de estarlo para otro, será difícil. No obstante, se puede intentar. Además, tengo algunas horas libres entre clases y podré conectarme. Sea lo que santa Rowling quiera. Que un besote muy grande, chiqui, y nos vemos muy pronto, verás como sí. ¡Ah! No te he respondido qué es lo que hay en el sótano: en el sótano hay muchas cosas perdidas, que producen artificios luminosos (jejeje...), pero lo más interesante es que existe un poder antaño olvidado, pero tan poderoso que la misma casa podría desvanecerse en sí misma para contener en sí misma todo el universo. ¿Liada? Es que la casa contiene más de un secreto; y tu personaje está próximo a ellos.
LUNIS LUPIN. Hola, primor. Antes de cualquier otra cosa¿cómo te ha salido el examen, sabes ya la nota, qué tal? Espero que todo haya ido a pedir de boca y que estés ya más relajada. Es un placer ese tramo posterior al examen en que ganas dos kilos sólo de la forma en que te relajas¿verdad? Bueno, espero que me cuentes, como imagino. Muchísimas gracias por recomendarle el "fanfic" a tu amiga, aunque no creo que se lo lea: la gente ve tantos capítulos en un mismo "fic" y se asusta. Es mi sino; pero no me puedo quejar. Una cosita que me ha hecho curiosidad... ¿Miembro de la Orden Lupiniana? Es que... No sé, a lo mejor hay otra, porque es que yo soy Administrador del RemusJohnLupinFanClub, el cual contiene la Orden Lupina, de la que soy único administrador, amén de Gran Maestre, y nunca te he visto. Por eso imagino que debe tratarse de otra. Bueno, si te apetece pasarte por la mía, que hay también mucha gente fanática de Lunática y muy buenas personas, te lo aseguro, encontrarás el enlace en mi biografía; pásate por la "Orden Lupina", regístrate, participa en las misiones y sube puestos; los hay desde paje hasta Gran Maestre, que soy yo: senescales, caballeros, escuderos, arqueros, duques, condes, consejeros... ¡Pásate a ver si te gusta! Gracias por decir que te ha gustado lo del anagrama y todo lo relacionado con el capítulo de la trampilla y de la piedra filosofal; tenía ganas de hacer algo así. Y veo que estás muy contenta de la unión entre Sorensen y Ángela. ¡Eso me hace gracia!... Casi todos le habéis cogido mucha estima a esos personajes; qué bien: porque son los que yo me he inventado, copyright, y me temía que no os pudieran gustar. ¡Salto de felicidad! Sin embargo, habrá cosas que te sorprendan todavía más que eso... No es por alardear, pero es que vienen unos capítulos que son... ¡la leche!; simplemente: los que vienen ahora son los que realmente me gustan, porque son aquellos en los que más pasión dediqué al escribirlos, cosa fundamental. Bueno, hecha esta larga disertación, la que espero hayas leído con agrado, me despido reafirmándome en todos los agradecimientos, confirmando que también para mí fue un placer encontrarte en el msn y deseando que pronto me des noticias sobre tu examen. Un besote desde Córdoba (España) para Perú.
AYA K. Hola, mi asturiana favorita junto con Sara (y no te vayas a tomar a mal el que no conozca a otra). Te vuelvo a dar la enhorabuena por tus exámenes, en serio. Esta mañana hemos estado hablando Sara y yo y ambos hemos coincidido en que ojalá apruebes selectividad con buena nota (en caso contrario, qué malos amigos). Espero que todo te salga bien para que puedas coger la carrera que te satisfaga, que... es... ¿Cuál es, por cierto? También enhorabuena por el 6 de Lengua. Es que leyendo MDUL se aprende mucho... ¡No, es broma, es broma! A tu pregunta de cuántos años tiene Matt... uf, espera, que estoy haciendo cálculos... Recuerda que Matt siempre tendrá (es esa cosa de las edades, que nunca varía) siete años menos que Harry: si ahora éste tiene once, Matt tiene tres. O así, que hay que tener en cuenta que uno cumple en septiembre y otro en julio. Pero sí, ahora mismo tres. Mencionas tu cumple y el de Sara, pero¡malvada, no llegas a decirme cuándo son. ¡Yo os quiero felicitar! Anda, dímelos... Porfis... La celebración con el Nano, como tú lo llamas, ha tenido que suspenderse la semana en que hablamos, pero cada vez parece más próxima, pues aunque la sombra de Kimi es alargada e imbatible, la de Alonso no es menos constante. ¡Brasil, el premio está asegurado! Este domingo me iré a casa de Elena a ver la carrera con mi camiseta de Fernando Alonso, azul evidentemente, todo azulito, y esperemos que no rompa ni nada, que, si no, menudo fastidio, qué lagrimones. Y ganará, seguro que ganará. ¿Te puedes creer? Este verano, entre unas cosas y otras, no he podido coger ni uno de los libros que me sugeriste sobre vampiros; menos mal que todavía tengo los títulos y puedo cogerlos cuando me plazca, pero... ¡qué desatino! Y sí... snif, snif... esto se sigue pareciendo a Pasión de Gavilanes... ¿Quién es ese hombre, que me mira y me desnuda...¿Será Remus? Elena no hace más que decírmelo, que esto está muy intrincado, pero ¡a ella bien que le gusta intrincar la madeja! Sí, es un culebrón, por cuanto queda aún por pasar y por cuanto pasará. Es mi sino: ser cruel como autor (como dice Sara) y escribir un culebrón. Estoy a la altura de Corín Tellado; algún día apareceré en los quioscos de prensa arrebatando los corazones a las incautas jovencitas con mis palabras, cuales dardos envenenados de lujuria. Bueno, que se me va la pinza... Me despido ya por esta semana deseándote lo mejor en caso de que empieces la Universidad y pidiéndote que no te desanimes en caso contrario. Un besín.
SILENCE MESSIAH. Hola, guapa. Utilizo, como verás, esta clase de epítetos porque ¡todavía no me has dado tu nombre real! Algún día espero que lo hagas, pero sin presiones... Aquí he encontrado gente que no se me ha querido ni presentar y, bueno, aunque extraño, yo doy rienda suelta a cuanto se me diga. Gracias por decir que soy simpático... Es lo único con que Dios me bendijo el día de las reparticiones, porque lo que es belleza... Por eso me escondo detrás de un ordenador. ¡No, hombre, tampoco me creas! No vaya a ser que ahora me imagines como el "fantasma de la Ópera", demacrado incluso, tocando el organillo en mis ratos de ocio. Además, no me gustan las máscaras blancas; yo la tendría plateada; por eso Tim Wathelpun la tendrá plateada... Tú también pareces muy simpática e inteligente. Esto último lo he deducido por tu ortografía, impecable, de las pocas tan sublimes que he encontrado, y por tu dicción, resuelta, no balbuciente, y no dispuesta a abreviar las palabras por el hecho de escribir un poquito menos. ¿Por qué no te dejan estudiar Filología Hispánica? Abajo las cadenas de la opresión. ¡Si es la mejor carrera que hay!... Bueno, a lo mejor no tanto... Pero, si te gusta, con eso basta. ¿Que qué es la luz violeta? En teoría no debería decir nada. Elena (no sé si ya te he hablado de ella), mi manager, la que inspira el personaje de Helen, a quien se le ocurrió lo de escribir esta novela "condensada", ya lo ha descubierto, porque se me escapó una cosa hablando con ella y se ha enterado de todo. Esa luz es un caminante perdido, un viajero que se ha errado, un pariente alejado, o un alejado próximo... Es... el pasado, el presente y el futuro. Es... Mejor lo descubres por ti misma, que, si no, te reviento la intriga y la sorpresa. Un consejo: no te comas mucho la cabeza, todavía queda mucho para que se averigüe, porque aún tienen que pasar unas cuantas cosas primordiales. Bueno, chiqui (de nuevo un epíteto a causa de la escasez de una verdadera designación... Mmm...), si tú me has mandado un beso lleno de admiración, yo he de mandarte un beso lleno de agradecimiento; para dondequiera que estés (objeto de conocimiento que tampoco sé) llegará.
IDRIL ISIL GILGALAD. ¡Hombre!... Bienvenida de nuevo. Veo que has estado atenta a lo que es los capítulos que he colgado, pues no hubiera creído que, con tanta desenvoltura, hubieras aparecido el capítulo previo a tu aparición. Helo aquí. Espero que te guste; aunque tu aparición no queda reducida a la mera figuración en un único capítulo, sino que reaparecerás más adelante. Lo digo por si quieres seguir viéndolo. Un beso.
DRU. Hola, Dru. ¡Qué "review" más corto! Hombre, que no me quejo, pero solamente lo digo porque no me das pie a hablarte mucho, la verdad; conque no sé qué decirte. Sí que me alegro un montón de que te hayas vuelto a pasar por aquí para ponerte en contacto con mi lado literario; el otro, es decir, yo, te saluda. Si tú tienes ganas de que empiece la segunda parte¡entonces imagínate yo!... ¡Lo estoy deseando! Es lo mejor, cada capítulo, una aventura; cada inicio, un misterio lleno de sorpresas y enigmas; cada vez más y más, en un crescendo que nos conduce al argumento definitivo... ¡Va! Pero, oh, todo eso después del primer capítulo de la segunda parte... ¡Bum! Sin desmerecer los capítulos que están por aparecer, que no están mal que digamos. Bueno, espero que el almuerzo que mencionas en tu "review" te sentase bien; de imaginarme yo uno me está entrando hasta hambre, qué fuerte. Te mando un beso y me despido afectuosamente hasta nuestro reencuentro.
NIMMY ISIL. ¡Nimmy!... ¡Nimmy!... ¡Nimmy!... Benditos los ojos que te vuelven a ver. Espera, que reviso el "review" por ver si mis ojos me mienten. ¡Nimmy!... Qué fuerte, que eres tú, en persona, en vivo, en directo. ¡Nimmy!... Con el sobrenombre de Isil... Ya me dijiste antes de desaparecer que querías cambiarte el nombre. ¡Nimmy!... Me alegro muchísimo de reencontrarte por aquí, en serio. Es bueno saber que no me olvidáis, porque, claro, como yo no puedo encontraros a vosotros, se me os vais. No sé de dónde te has sacado eso de que si no actualizo no pasa nada... ¡Yo actualizo puntualmente! Jeje... Vengo aquí con una puntualidad para dejaros mi puñadito de palabras... ¿Cómo voy a faltar yo a mi cita? Las ocasiones anteriores en que no he podido asistir ha sido porque "fanfiction" me ha dado problemas, pero ahora parece que se porta. ¿La relación entre la luz violeta y Wathelpun? Más de la que crees... ¿Por qué todos queréis que mate a Matt? Cosilla... Lo hago y mi amiga Elena me descuartiza a mí. Ahora bien, hay cosas inevitables. ¡Y claro que he liberado a Sorensen de la homosexualidad! Ángela lo ha rescatado. Te mando un beso enorme y espero que reaparezcas pronto para que podamos seguir charlando¿vale?
KALA FICTION. Mi estimada María Angélica... Creo que hoy no escribo un mensaje más comprometido y sentido que éste, porque, ciertamente, tenía muchísimas ganas de hablar contigo. Ya te dije en una ocasión, gracias al Cielo que no me lo tuviste a mal, que eras como mi mamá literaria, mi mamá Gorila (haciendo alusión a Kala) en una selva desconocida. Iba a mandarte un correo electrónico para preguntarte cómo te iba y esas cosas, porque hacía mucho que no sabía de ti, pero me retracté en el último momento pensando que tal vez pensases equivocadamente que te estaba metiendo prisa por que leyeses. No, ciertamente estaba preocupado; y, de alguna manera, mi intuición ha sido acertada. Espero que, sea lo que sea lo que te afecte, te encuentres anímicamente bien, porque eso es lo primordial; y, una vez tu estado de ánimo sea optimista, lo demás se marcha solo. Sabe, no obstante, que desde España hay dos personitas pensando en ti y deseando que te cures lo más pronto posible. De todo corazón... Y no te preocupes por haber faltado estas semanas; lo más importante aquí es tu salud. Todos tus halagos sobre estos últimos capítulos me han hecho enrojecer de tal manera que parezco un tomate; me animan para seguir escribiendo y pudiendo deleitarte, si es que, en lo sucesivo, logro seguir haciéndolo. Tenía también muchas ganas de contarte (espero que esto te anime mucho) que ya he escrito el capítulo en el que tú apareces, por lo que ya formas indudablemente parte de MDUL. Debo decir también que la escena en que aparece tu personaje me ha encantado... En un principio no creí que me pudiera salir tan bien... No es falta de modestia, sino que sólo, cuando se hacen las cosas bien, uno está satisfecho consigo mismo. Encontrarás tu debut en uno de los primeros capítulos de la segunda parte. Espero que te guste. Y lo dicho: que lo principal eres tú y que sólo veles por ti; sabe que Elena y yo estamos aquí siempre que nos necesites y no te preocupes si faltas alguna semana, porque nosotros siempre estaremos encantados de recibirte en el momento en que lo hagas. Un besazo enorme de parte de los dos.
PADFOOT HIMURA. Hola, Karina. Espera, que lo hago mejor:... ¡HOLA! Qué feliz me encuentro, mi argentinita. Ya he hecho aparecer a Karina White, ya la han conocido, ya se ha conocido, ya formas parte de MDUL... ¡Jaja! El otro día acabé la escena de tu aparición y estaba ya deseando contártelo. De manera que sólo queda esperar a leerlo, porque escrito queda ya. Ya eres parte de la historia: Karina White. No, de verdad no sabía, ni sé, lo que es el sambayón o como se escriba, que de todas las maneras Word me lo reconoce como incorrecto. Pero estaré dispuesto a disgustarlo. Y yo a ti te haría las comidas típicas de aquí, que si salmorejo, paella, gazpacho... Y cosas de ese estilo. ¡Oh, la tortilla española, que se me olvidaba! Typical spanish. Así que a los cuatro años... Yo también rondaría por ahí, es difícil de concretar. La verdad es que no sabría decir una edad concreta. Bueno¿qué, no tienes ganas de leerte? Qué raro suena. Pues sí, yo estoy deseando que te veas. Además, tu primera escena es... digámoslo que un poquito sentimental o tierna. Si es que cuando yo me pongo... Por cierto¿qué hay de la Tarta de Zapallo? A ver si voy a tener que hacer otra huelga de hambre. Jeje... Chiqui, que me despido ya por hoy deseándote muchas cosas buenas en estas semanas de renovada separación y mandándote un beso.
JOANNE DISTTE. Hola... Espera, que vuelvo a mirar el "review". ¡Joanne! Al fin has podido pasarte, qué moral la tuya; yo si tuviera que leerme todos estos capítulos... ¡me moriría! Es sólo hacerlo de uno en uno antes de colgarlos y me da una pereza... ¡Es que éstos me aburren! Pero mejor, sí, que lo vayas haciendo poco a poco en lugar de todos de golpe, que puede provocar una patología similar a la de una insolación. Creo haber visto que tú has colgado un nuevo capítulo en Amnesia (ya queda menos para el desenlace), a ver si me lo leo prontito, antes de que empiecen las clases. ¿Tienes ya ganas de empezar? Espero que te vaya todo bien y todo eso. Por cierto¿Mina qué va a hacer? Hace mucho que no sé de ella. Dale recuerdos de mi parte; pero recuerdos, no saludos, que ya tendrás hasta que "recordarle" quién soy. ¿Sabes? Después de leer todos tus "reviews" es que hasta me han entrado ganas de escribir alguna escena del señor Nicked. Pena, que no toca ninguna... Perdo estoy preparando un capítulo casi dedicado a él, a su psicología y demás e imagino que ése te gustará. ¡Ah! Y ya has visto la escenita entre Sorensen y Ángela. No te queda saber ni nada... Por cierto¿ha salido tu personaje mencionado, verdad? Es que ya no sé ni en qué capítulo era. Bueno, tendríamos que hablar más, la verdad, como ya dijiste, que estamos perdiendo el contacto. A ver si me puedo poner con el libro nuevo que habéis recomendado, que lo que es ahora estoy fatal de tiempo, pero intentaré sacarlo. Un beso, Laura, y hasta pronto.
AVISO. Sigo sin haber leído el sexto libro; también sigo agradeciendo vuestro silencio.
DEDICATORIA. Hoy, por suerte o infortuna, tengo menos nombres a los que dedicar, con lo que quedará más personalizado. En primer lugar, por prometido: ratificado, a Helen Nicked Lupin, porque lo que es promesa, es obligación, y lo que no, palabras vanas; también a Lafken (Idril Isil), que, aunque dejó de leerme hace ya muchos meses, sigue contando con un pedazo de esta historia en su haber. También a mi estimada Kala Fiction, a quien lo deseo todo lo bueno que pueda existir en el mundo por que se mejore. Y por último, recordando que los últimos habrán de ser los primeros (risas de fondo) a Paula Yemeroly, de quien agradezco que por fin haya dado señales de vida, porque me estaba preocupando. Un besazo a las cuatro y un gran saludo para todos los demás.
CAPÍTULO IL (A LA DECIMOTERCERA CAMPANADA)
Helen, vestida con una larga túnica blanca, refulgente como la luz del sol, abrió la puerta y entró en el interior de un cuartucho de dimensiones mínimas, escaso en luz. Tanteando con los dedos, buscó entre los anaqueles. Se guardó dos frascos verdecinos en el bolsillo de la túnica. Se pasó a la estantería del otro lado. Buscó.
El picaporte giró lentamente. Entró una chica, más joven que Helen, que iba ataviada de la misma forma que ella. Helen la miró por encima del hombro y la saludó. La chica, algo tímida, le respondió con un escueto y rápido gesto. Se puso a espaldas de Helen y buscó entre los frascos del anaquel contrario.
–¿Qué tal te va, Olivia? –preguntó Helen volviéndose un poco hacia ella, pero sin dejar de buscar entre los estantes.
–Bastante bien –respondió sin énfasis–. Aunque... ¿Sabes dónde están los hilos de crisálidas? Los necesito para...
–Están aquí. –Le entregó un frasco menudo–. ¿Para qué los necesitas?
–Es que... –balbuceó–. Estoy preparando una poción rejuvenecedora para la señora Harlin. Creo que es la única manera de que se le recupere la piel. –Sonrió–. ¿Tú qué crees? –preguntó nerviosa.
–Sí, quizá dé resultado –respondió sin prestar mucha atención, volviendo a rebuscar entre las estanterías–. Por cierto¿quién se está encargando de Scamander?
–Mmm. Nadie –dudó–. ¿Por qué?
Helen se volvió bruscamente.
–¿Cómo nadie? –inquirió–. A ese hombre lo estará atendiendo algún sanador¿no? –La chica, recelosa, negó con la cabeza, medio cabizbaja–. Pero¿cómo no? –gritó Helen.
–Yo no sé –tartamudeó la pobre sanadora–. Yo me estoy encargando de la señora Halin, del de la picadura del escorpión gigante y de Serkis, el que ha sido pisoteado por un dragón. Además... –vaciló–. Creo que nadie quiere acercarse mucho.
–¡Tonterías! –exclamó Helen–. Está en su derecho de que lo tratemos¿no¿Acaso me voy a tener que encargar yo de todos los pacientes que entren en este hospital?
Se retiró, ondeando su túnica, abrió la puerta y se marchó. Anduvo deprisa por el largo corredor de la primera planta de Hospital San Mungo, donde trabajaba desde que acabara la carrera. Desde que saliera de la academia, se especializó en heridas provocadas por criaturas mágicas, y por eso la mayor parte de su trabajo se desarrollaba en la planta de "Heridas provocadas por criaturas". Y aquello sin duda había sido a causa de Remus, quien le había motivado a especializarse en aquella rama.
Anduvo por el largo corredor, con su túnica ondeando tras de ella. Se detuvo, torció hacia la izquierda y abrió una puerta, sobre la que ponía "número 9". En ella, bajo la blanca sábana, un hombre de torso descubierto reposaba con los ojos cerrados. Helen echó un vistazo general a los aparatos mágicos a los que el hombre, de tez morena, estaba conectado. Tomó aire y avanzó.
Recogió la carpeta del paciente, que colgaba del pie de la cama. Leyó:
"Nombre: Adam Scamander.
Edad: 31 años.
Síntomas: somnolencia, alta fiebre, incapacidad muscular, desmayos frecuentes...
Observaciones: Magizoólogo de profesión. Recién venido de una expedición por África, su asistenta lo encontró caído en el suelo de su casa. Podría tratarse de ¡una enfermedad muy virulenta, aunque nada apunta a creer que fuera provocada por un nundu."
Helen soltó la carpeta con las anotaciones en el pie de la cama y se acercó al joven explorador. Pasó sus dedos por su barba rasurada y sintió el escalofrío de los débiles pinchazos en sus yemas. Le revolvió el pelo.
–Cuánto has cambiado, Adam –susurró–. Y has llegado a ser magizoólogo, como tu padre, como era tu sueño. Recuerdo que, antes de irnos a dormir, viendo las estrellas en la sala común de Ravenclaw, me contabas lo que harías cuando fueras mayor y te dedicaras a la expedición en el África. –Sonrió–. Esto no te va a doler, valiente.
Sacó su varita lentamente y la apuntó hacia su brazo. De las venas se fue extrayendo un espeso líquido rojizo, que se fue aglutinando como una redonda pelota de sangre, flotando en el aire. Cunado terminó, cogió un recipiente vacío y levitó el contenido hasta depositarlo en su interior.
Cuando hubo acabado, su mente se enturbió, sus ojos se cerraron, su vista alcanzó algo más que el espacio y el momento. Vio a Adam de una forma que la hizo estremecerse. Apretó la mandíbula.
Tapó el recipiente y se lo guardó en el bolsillo de la túnica. Se acercó a Adam y le acarició el pelo.
–No voy a permitir que te mueras –musitó–. No lo pienso consentir.
Salió de la habitación andando deprisa. Llegó hasta el ascensor. ¡Ocupado! Las escaleras estaban al lado. Agarrada a la baranda, bajó los escalones rápidamente. Llegó a la segunda planta del subsuelo y anduvo por un larguísimo corredor de piedra, escasamente iluminado y poco ventilado. Llegó al final del mismo, pero en todo su camino no se habría tropezado con ni una sola puerta.
Alzó la varita al frente y pronunció:
–Resolutionem.
Se materializó una puerta oscura, doble, que Helen se apresuró a atravesar. Al otro lado, diseminados en varios escritorios, sendos medimagos miraban a través de sus microscopios y anotaban sus resultados en un pergamino.
Helen caminó entre ellos hasta...
–¡Tom! –Lo llamó. Tom era un chico de pelo claro y ojos verdes, que la sonrió con unos labios rosados y grandes–. Necesito que me hagas un favor.
–Claro, Helen –dijo–. ¿Qué quieres?
–Quiero –dijo apresurada, extenuada de la sin tregua caminata– que me analices esta sangre con carácter de inmediatez. Y ten cuidado, sospecho que puede ser muy peligroso.
Tom la miró fríamente, pero sonrió al cabo.
–No le temo a nada –dijo, haciéndose el machito.
–Me alegro –dijo Helen, sonriendo–. Vendré a recoger los resultados en una hora.
Se dio media vuelta y desanduvo el camino tan regia y apresurada como antes.
–¿Por qué no mejor dentro de dos horas? –le gritó Tom.
–Estaré aquí dentro de una hora, así que apresúrate –repitió Helen girándose para guiñarle un ojo. Tom se sonrió.
Cuando el minutero del curioso reloj del laboratorio de análisis dio una vuelta completa, Helen bajó puntual a su encuentro con Tom. Recorrió los escritorios donde estudiaban sendas muestras otros magos. Llegó hasta el fondo y saludó con una leve sonrisa a su compañero.
–Ya está listo –explicó el chico.
–Sabía que lo harías –dijo Helen poniéndole una mano en el hombro–. ¿Qué tal?
–He apuntado todo lo que he descubierto en este pergamino. –Le pasó un trozo amarillento de papel que la mujer se guardó en un bolsillo–. Aunque... bueno¿te lo podría explicar bastante mejor si quedáramos ahora mismo para almorzar¿Qué dices?
–Que eres un encanto, Tom –respondió–. Pero ya te dije que no. Tranquilo, que me enteraré bastante bien con esto. –Señaló el bolsillo en el que se había guardado el trozo de pergamino–. Además, hace diez minutos que se ha acabado mi turno. Remus me tiene que estar esperando.
–¿Quién fuera él? –dijo con rabia el chico.
–Hasta mañana, Tom. –Le sonrió Helen con encanto.
Salió del laboratorio de análisis con paso apresurado, como siempre. Recorrió el sin fin corredor hasta que llegó a los ascensores. Se montó en uno y se apoyó cansada contra la pared. Se echó un vistazo fugaz al espejo y se vio reflejada. Sintió una extraña sensación, y bajó la vista.
La puerta del ascensor se abrió. Helen se apeó. "¡Los análisis!" Hasta aquel momento se había olvidado casi por completo de ellos. Los cogió, los desdobló lentamente. Leyó con avidez.
Una risa macabra recorrió, como un espasmo, sus labios. Se trastabilló y a punto estuvo de tropezar. Vaciló. Miró a los magos que pasaban, con la boca abierta, y éstos, a su vez, se la quedaron mirando. Una sensación terrible la recorrió por dentro y conquistó su estómago. Se sentó en un banco para recuperarse.
Sacó su varita y la contempló con lástima. Se apuntó directamente al corazón y se desapareció con un chasquido sordo. El pasillo, tras esto, quedó silencioso como un cementerio en una noche de luna llena.
–Oh¿ya estás aquí? –preguntó Remus, con una cuchara de madera en la mano–. ¡Genial! Esto ya casi está. Sólo le queda...
–No tengo hambre –dijo Helen con voz apagada–. Voy a ir a echarme un rato, si no te importa... –dijo quitándose la túnica de sanadora.
Remus se asomó por la puerta de la cocina, deseoso de decirle algo, pero la contempló en silencio subir los escalones con los brazos caídos.
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Helen, al día siguiente, abrió la puerta de la habitación de Adam Scamander y entró. Lo observó desde los pies de la cama. Le sonrió. Ella sabía que si él estuviera despierto le diría que sonriera; siempre le preguntaba que por qué no sonreía. Le sonrió.
–Me voy a quedar aquí –dijo, sentándose en la silla que había a su lado y tomándole una mano, que le acarició–. No tengo nada mejor que hacer esta mañana. –Sonrió, bajando la cabeza–. Más bien, no debería hacer nada más esta mañana. –Lo miró con lágrimas en los ojos–. Qué guapo estás, Adam. –Le pasó una fría mano por la mejilla y sonrió–. Qué guapo...
»Ayer estuve triste¿sabes? Creía que el día en que llegara lo peor tendría alguna visión y lo podría solucionar. ¡Oh, no te lo he contado! No te lo he contado nunca... Soy adivina. –Se le escapó una lágrima triste–. Adam... ¿Recuerdas la sangre que te saqué ayer? La llevé a analizar. –Se le hizo un nudo en la garganta–. Yo confío en ti, Adam; eres un chico muy fuerte. –Le apretó la mano–. Tom, un compañero, me dijo que... Que era una enfermedad muy rara, de la que no se conoce cura. Dice que preguntó y que nadie había oído hablar de un virus con las características del tuyo. Un virus tan contagioso...
La puerta de la habitación se abrió y entró la chica tímida con que Helen se había topado el día anterior en el cuartucho de pociones. Helen se giró bruscamente hacia ella, asustada, soltando inmediatamente la mano del paciente. La sanadora se puso en pie y avanzó firme hasta la chica.
–¡Fuera! –gritó, empujándola.
–Pero, yo... –se excusó.
–¡Largo de aquí! –exclamó Helen–. De éste me encargo yo. –Y como la mirara con ojos de no comprender–. Es peligroso, Olivia...
La puerta se cerró y Helen volvió a quedarse sola. Se sentó de nuevo, dejándose caer pesadamente. Recogió la mano de Adam y la estrechó, acariciándola, entre las suyas.
–La muerte... –susurró–. La muerte no es el final –dijo sin mirarlo–. Cuando parece que todo llega al final, es entonces cuando surge la blanca niebla que te envuelve y transporta. Y en ese momento ya no sientes más dolor ni sufrimiento. Cuando se alza el negro velo de este mundo, entonces todo es nuevo... –Se le escapó una lágrima–. ¡Pero no lo pienso permitir!
Se puso en pie de un salto. Salió de la habitación y regresó al poco con un frasco de color mortecino. Lo vació en el suero mágico y la mujer comprobó si aquéllo hacía algún efecto en el paciente. Mientras aguardaba, habló:
–Me casé. ¿Te acuerdas de Remus Lupin? Pues con él. Hemos tenido un niño. –Suspiró–. Se llama Matt. Es un cielo. ¿Tú has tenido algún hijo? Ojalá... Recuerdo que te gustaba Lauren, pero que ella pasaba de ti. –Sonrió–. Era muy divertido, aunque tú lo pasabas fatal. Ojalá te hayan ido las cosas muy bien. –Aunque por un momento, un breve y escaso segundo, a Helen se le pasó por la mente la idea de que ojalá no tuviera familia¡que ojalá no la tuviese!–. Ojalá sí...
Le pasó la mano por la frente y le subió la sábana para arroparlo bien. Se sentó a su lado y se fue quedando dormida; se fue quedando dormida, hasta que se durmió profundamente.
Para cuando despertó era tarde; había pasado su turno y ya debería estar en casa. Se levantó apresuradamente y se acercó a Adam. Le tocó la frente, comprobó el suero y le administró un poco más de poción tranquilizante. Como viera que todo iba bien, se desapareció.
–¿Dónde has estado? –preguntó Remus nada más verla aparecer, con el amargor de los celos oprimiéndole el pecho, como una daga clavada en el centro de su corazón–. ¿Eh, dónde?
–Me he retrasado –se disculpó Helen sin más–. No me he dado cuenta de la hora que era.
–¿Cómo que no te has dado cuenta de la hora que era? –preguntó Remus con voz idiotizada–. ¿En qué cabeza entra eso¿Eh?
–Yo... –fue a responder Helen, pero estaba cansada, y Remus ansioso de saber, de capturar la verdad que creía se ocultaba en los rojos labios de Helen.
Rojos labios de Helen...
Remus se acercó lentamente para besarla. Puso su mano en su nuca y acercó su boca, pero ella lo rehusó. Apartó el rostro y negó con la cabeza, en un gesto más espásmódico que de respuesta a su marido.
Remus la contempló con el mentón vacilante, con los ojos cristalinos. «¿Por qué?», preguntó con la mirada.
–No puedo... Remus... No puedo... –susurró.
–Me estás engañando¿verdad, Helen? –expresó por su boca lo que su corazón ansiaba en interrogar.
Los ojos de Helen temblaron, y un rayo de desesperanza cruzó el alma fría del licántropo. La mujer se giró y pronunció:
–Te quiero tanto, Remus...
Y una lágrima peregrina, que Remus no llegó a ver, le resbaló por la mejilla, expulsando hacia el exterior esa inundación, ese sentimiento de ahogo que la embargaba desde hacía un día.
–Te quiero tanto...
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Helen entró en la habitación número nueve de la primera planta. Adam seguía allí, y sonrió. La única cosa que indicaba que seguía vivo era su diafragma, que subía y bajaba al compás de su respiración. Cerró la puerta.
–Buenos días, Adam.
Respondiole el silencio, un silencio sepulcral.
–Te he comprado un ramillete de flores –dijo, poniendo un precioso jarrón sobre la mesita de la habitación–. Pensé que daría un toque más agradable a la habitación¿no? –Lo contempló a distancia una vez lo hubo puesto–. Sí, no me equivoqué. –Sonrió.
»Bueno¿qué tal andamos hoy, eh¿Seguro que bien? Sí, te veo mucha mejor cara. ¿Ha venido a visitarte alguien? Ah¿no? –Lo miró con compasión–. Realmente nadie quiere venir mucho por aquí, a decir verdad. Pero yo no... Yo no te puedo abandonar. Los informes nunca son certeros¡nunca! Te pondrás bien... Ya lo verás. ¡Lo verás!
Durante todo su turno, Helen no salió en ningún momento fuera de las cuatro paredes del estrecho habitáculo de su compañero de infancia. Con su mano firmemente unida a él, le susurraba palabras de apoyo y coraje al corazón. Pero Adam nada hacía; la miraba con los ojos velados, como un muerto desde su ataúd.
Y un sobrecogimiento que no tiene explicación inundaba a Helen, y algo la oprimía en el pecho; algo más poderoso incluso que el amor. Algo más poderoso e imponderable que la vida misma.
Ajena a toda cierta realidad, aferraba una mano que se le pudría por dentro. Pero al cerrar los ojos sentía una paz inimaginable, y era feliz. Una sonrisa se le escapó en sus labios, bañadas aún las comisuras de lágrimas pasadas.
–Hola, Remus –dijo Helen nada más entrar por la puerta de la cocina, donde éste ya comía tranquilamente con Matt–. Oh, hola, Matt...
–Hola, Helen –dijo Remus sin énfasis, sin siquiera mirarla, y la mujer sintió un dolor en el pecho como jamás antes había sentido otro.
La sanadora se sentó en la silla en una incómoda postura. Se quedó mirando por la ventana y vio un par de pajarillos que volaban despreocupados, piando libres. Sintió una punzada en el estómago y dejó de mirar por la ventana. Se percató de que Remus la miraba, y ella clavó en él sus ojos, aunque estaba muy cansada, y apenas si tenía fuerza. Vaciló. Remus abrió la boca, para decir algo, pero se volvió lentamente a Matt.
–Ya he acabado, papá –dijo el pequeño–. ¿Puedo irme a mi cuarto a jugar un rato?
–Claro –respondió Remus con una sonrisa–. Anda, dame un beso.
El niño, con aspecto saltarín, se bajó de la silla y le dio a su padre un sonoro beso. Se acercó a su madre con idéntico propósito y ésta, con un profundo horror, lo rehusó. Matt se la quedó mirando, confuso, pero mayor e inexplicable fue, sin duda, el espanto que acometió a Remus.
–Ahora subo yo arriba y te doy uno –dijo, con los ojos brillantes, la mujer.
Matt se fue sin rechistar. Más bien todo lo contrario, pues parecía que la hubiera comprendido a la perfección. Remus, por el contrario, se levantó sin mirarla y comenzó a recoger los platos de la mesa.
–Yo... –susurró Helen–. Quiero comer...
–¿Ah, sí? –inquirió Remus con enojo–. Pues ahí tienes. –Apuntó su varita delante de ella e hizo aparecer un frío y ridículo plato de blanca y reluciente porcelana. Helen miró el plato y después a Remus con ojos apagados, con sus ojos tornándose en esmaltado gris–. Ahí tienes –repitió–. Conjúrate lo que quieras¡cualquier cosa! Tu hijo te ha pedido un beso. Sólo un beso...
–Y yo... –Helen bajó la cabeza, las lágrimas prontas–. No hagas esto más difícil, Remus...
–¿Qué? –inquirió Remus tirando el paño de cocina al suelo–. ¿Qué, diantre?
Helen, sacando fuerzas de donde no le quedaban, miró a Remus a los ojos, pero la mirada de su esposo la cohibió, y bajó la cabeza. Una lágrima, una única lágrima, cayó silenciosa por su mejilla.
–Dentro de dos semanas se va a casar Ken Fosworth, el primo de Sorensen –explicó Remus de un tono mucho más relajado–. Esta mañana nos ha llegado su invitación. Se va a casar con la chica esta con la que lleva ya unos años, Idril Isil creo que era. Sí. –Le arrojó la postal de invitación sobre la mesa–. Me gustaría que vinieras –dijo atrevesándola con una ardua mirada–. A Matt y a mí nos gustaría que esto volviera a parecer una familia¿no crees?
Y salió de la cocina con paso ligero. La mujer bajó la cabeza y su pelo calló sobre la mesa, ocultando cual telón misterioso su silencioso llanto. Apartó el plato con el codo. No comió nada en todo el día.
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La luz entraba por la ventana, con el blanco visillo volado a causa del viento. Helen había abierto las ventanas para que se airease la habitación del paciente número nueve. Adam Scamander...
El sol le iluminaba la cara al joven explorador. Helen lo miraba con los ojos entrabiertos, con el pelo ondeando por el viento. Dejó escapar un suspiro, como un pedazo de su alma que se marchaba, que expiraba.
Y cuando menos lo esperaba, lo vio. Adam abrió los ojos lentamente. Movió los dedos de la mano diestra, y Helen corrió para agarrársela, para unirlo a algo con vida, para invitarlo a aferrarse al mundo, a pervivir¡a luchar contra viento y marea!
–Pase lo que pase –susurró– yo estoy aquí a tu lado, Adam...
–Helen –musitó con un tremendo esfuerzo el joven magizoólogo–. Helen...
Sonrió. Y Helen le devolvió aquel gesto lleno de vida. Se sonrieron. Estaban llenos de aquel gesto pleno de vida.
–Helen... –reiteró Adam–. ¿Tú¿Qué...?
–Chist. –Le puso uno de sus gráciles dedos en los labios–. No hables. Te estoy curando.
–¿Me voy a morir? –preguntó con voz estertórea.
–No... –Helen fingió una sonrisa.
Se dio la vuelta la mujer. No quería que la viera sorberse sus lágrimas, tragárselas una a una, ahogarlas en su dolido interior.
–Helen... –susurró el enfermo.
La mujer se volvió y le tomó de nuevo la mano. Se la apretó muy fuerte, sujetando lo poco que le pudiera quedar de vida.
–¿Sí? –preguntó.
–Estoy muy feliz de volverte a ver... Una última vez.
–¡No! –exclamó Helen, sin poder reprimir ya las lágrimas que caían por su rostro en tropel–. ¡No!... Adam, no. Vas a vivir. Tenemos que conseguirlo. Vas a ser fuerte, ya lo verás.
Pero los ojos de Adam se habían cerrado ya. Se habían cerrado para siempre. Helen cerró los suyos y su boca se deformó en una expresión horrible y grotesca, con sus ojos inundados en lágrimas saladas que le corroían la piel. En algún lugar lejano, no supo muy bien de dónde provenía, escuchó que alguien daba un toque de campanas.
Se levantó, con las piernas temblando, y se aproximó hasta Adam. Le dio un beso frío de muerte, de despedida, en la frente y le cerró los ojos inertes que, vacíos, miraban el techo de la habitación.
Miró al frente, con los ojos secos como un desierto arenoso que guardaba el agua en su interior pero que ya no debía sacar. Las lágrimas... Las lágrimas habían muerto. Sería fuerte. «La muerte...», se repitió interiormente. « Cuando parece que todo llega al final, es entonces cuando surge la blanca niebla que te envuelve y transporta. Y en ese momento ya no sientes más dolor ni sufrimiento. Cuando se alza el negro velo de este mundo, entonces todo es nuevo...»
Abrió la puerta. El pasillo, inexplicablemente, estaba solitario. Estaba vacío, como vacío sintió su corazón. ¡Vacío! Quiso llenarlo, volver a sonreír, al menos el tiempo que fuera preciso.
Olivia, andando con prisa, apareció al fondo del corredor. Cuando vio a Helen apretó la mandíbula; aún no había olvidado la forma tan grotesca con que la había echado hacía unos días de la habitación del joven explorador, de la habitación en que estaba siempre la sanadora. Lo cierto es que había descuidado al resto de sus pacientes. Cuando pidió a otros compañeros que la revelaran con tal o cual paciente, ellos preguntaron inevitablemente. «¿Por qué?» «No es cuestión de que empeoren», respondía con una amplia y fingida sonrisa.
–Olivia –la interpeló Helen.
–¿Sí? –respondió la chica aparentando afabilidad.
–¿Podrías hacerme el favor de comunicar que se ha muerto el paciente de la número nueve? –le preguntó.
–¿Scamander? –inquirió bruscamente–. ¿Se ha muerto Scamander? No, si ya sabía yo que ése no tenía nada bueno...
Helen probó a sonreír, pero los músculos de la cara no le respondieron.
–Sí –contestó sin ánimo–. Diles que retiren el cuerpo. Pero que lo hagan con material experimentado. ¿Vale? –Olivia asintió con parsimonia, indagando en los glaciares ojos de Helen–. ¿Vale? –La chica asintió con convicción, olvidando el resentimiento que mantenía con la sanadora–. Diles también que me voy a casa. Diles cualquier excusa. Que me duele la cabeza¡yo qué sé!
–¿Te duele la cabeza, Helen? –preguntó Olivia con debilidad.
–Me va a explotar... –susurró–. No se te olvide decirles lo del material. Es importante. Podría resultar contagioso.
–Pero...
–Adiós, Olivia.
Se desapareció en una ágil maniobra de varita, y Olivia se quedó paralizada en el pasillo, observando la blancura de las paredes, entristecida, melancólica. No hacía falta ser una adivina como Helen para saber lo que pasaba.
Remus jugaba en medio del salón, en el suelo, con Matt, cuando un chasquido le reveló que Helen acababa de aparecerse a su lado. La miró, y le devolvió el gesto una mirada ojerosa y entristecida.
–¿Qué te pasa, eh, Helen? –preguntó Remus poniéndose en pie–. ¿Te encuentras bien?
«No.» Negó con la cabeza. Y como Remus la viera de tal forma derrumbada, se acercó a ella y la abrazó fuertemente, y ella se dejó hacer sin oponer resistencia, pues su alma estaba ya muerta, y su cuerpo era un pelele a manos de su ida cabeza.
–¡Cuánto te quiero, Remus! –gritó.
Y en esto, el dique que había creado en sus ojos fue destruido. Las lágrimas que hacía un momento contenía, cayeron desbordadas por sus ojos sobre el hombro de Remus, quien no entendía nada. Y así permanecieron unos minutos, abrazados, unidos como un solo cuerpo; pero se separaron al cabo, como todo hombre está destinado a separarse de toda mujer. Se murió el abrazo...
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–No, pues eres guapa –dijo Ángela–. Vamos, que lo que te diga el tonto este –refiriéndose, claro está, a Soresen– no te lo tomes en serio. Es un bromista de cuidado.
–No, si no me preocupo –dijo Idril Isil, la prometida de Ken Fosworth, quien un momento atrás había dicho que prefería la llamaran Lafken, cual era su nombre indígena. Su acento demarcaba una notable procedencia sudamericana, lo que era cierto. Había emigrado a Inglaterra cuando su padre fue destinado a otra sucursal de la empresa multinacional en que trabajaba–. Si eso son tonterías de este caballerete. Además, que yo no soy nada presumida. Soy una chica de lo más normal¿no, Ken? –dirigiéndose a su futuro marido–. Me gusta la naturaleza, las cosas de la buena vida. Digamos que en eso mantengo la fiel filosofía del pueblo del que procedo. Allí son menos alocados que acá¿no les parece?
–Sí, sí, eso me parece perfecto –dijo Ángela, cortante, a quien las directrices que había tomado la conversación no le satisfacían–. Pero a lo que íbamos, Lafken, que a ti el velo te iba a quedar genial. Te resaltaría los pómulos. Pena –dijo haciendo una mueca– que seas tan blanca de piel, pues el blanco no te va a resaltar nada. Porque te casarás de blanco¿no¿Tú qué opinas, Helen?
Se dirigió a su sobrina, quien hasta aquel momento había estado pendiente en todo momento de la conversación, pero extrañamente silenciosa, hundida en el sillón, sorbiendo su té caliente en profunda contemplación.
–¿Eh? –Se sobresaltó–. ¿Estás hablando conmigo?
–¿Pues con quién voy a estar hablando si no? –preguntó de malos modos–. ¡Helen, Helen! –llamó, histriónica–. Yo no veo otra...
–Perdón, estaba un poco... –pensó–¡distraída!
Lafken sonrió, más que nada por aliviar un poco la tensión.
–Bueno¿queréis otro té? –preguntó Ken para apagar el silencio–. ¿Tú, Remus; te parece? Ya te lo has acabado¿no?
–Sí, pero no me apetece más, gracias –contestó.
–Bueno... –dijo Ken soltando la tetera lentamente.
–¿Por qué no nos contáis cómo os conocisteis? –preguntó Sorensen.
–Ya te lo dije –respondió con una mueca de cansancio–. Ella trabajaba en el Departamento de Seguridad Mágica y yo en la Oficina Internacional de Ley Mágica. Sin más... Yo la vi un día, y como era tan guapa –Lafken sonrió complacida–, no pude menos que caer rendido a sus pies.
–Pero qué tonto eres, Kenito –dijo Lafken entre risas pícaras.
–¿Kenito? –inquirió Sorensen divertido–. ¿Así llamas a mi primo? Kenito. –Asintió mientras sopesaba el nombre–. No sé, puede que empice a utilizarlo a partir de ahora.
–¡No, te lo prohíbo! –gritó Ken rojo de furia–. Así sólo me llama ella. ¡Nadie más que ella!
Se callaron. Lafken estaba cohibida, sonrojada. Cabizbaja, miraba los zapatos de todo el mundo. Remus la contempló un momento y pensó que se sentiría mal por haber sacado a colación lo de "Kenito". Pero, instintivamente, sus ojos pasaron de la guapa chica peruana a Helen. Seguía sumida en su propio mundo, con los ojos casi cerrados por completo, con la cabeza echada hacia delante, el cuello cansado.
–¡Menuda imagen le estáis dando a la pobre chica de nosotros! –exclamó Ángela con indignación–. Hay que integrarla. ¿No? –Remus fue el único que demostró que la escuchaba encogiéndose de hombros–. Es que aquí, venga a sacar, venga a pinchar¡mirad si sois malas personas! Verás, Lafken, te vamos a dar unos apuntillos la mar de curiosos y verás lo pronto que te integras en esta tu nueva familia. Y para eso, claro está –sonrió pícaramente–, tienes que conocernos un poco mejor.
Lafken, intrigada, levantó la cabeza con aspecto de incredulidad, esperando cualquier cosa.
–Mira, empezaré por mí. Yo estuve casada cerca de diez años con un hombre al que no amaba apenas antes de conocer a Sorensen. –Le puso una mano sobre la del hombre, sonriéndole–. Un día, mira qué casualidad, me acosté con éste, borrachos como una cuba. –Las mejillas de Sorensen se encendieron de pura vergüenza–. Y tuvimos a Mark, que ahora está con tita Helen. Ya la conocerás... ¡Y a su marido¡Ése sí que es un personaje! Es que es muggle. –Rio–. Bueno, pues eso, tuvimos un hijo y me separé de mi anterior marido, Ryan. –Lafken sonrió, para complacerla, aunque se había quedado sorprendida. ¡Si hubiera sabido lo que le quedaba por averiguar...!–. Pero lo más gracioso del asunto es que éste –señalando a Sorensen– era marica. –Rio. Lafken no pudo reprimir una risita de incredulidad–. Yo no sé cómo ni cuándo –volvió a reír–, pero se cambió de acera. Yo no sé vosotros, pero para mí es morboso que se haya acostado con tíos antes que conmigo. –Rio picarona–. No sé, además he tenido que enseñarle mucho.
–Ah, claro... –dijo para demostrar que estaba pendiente a las palabras de Ángela. Lo cierto es que se había quedado petrificada.
–Pero eso no es todo. –Rio. Miró a Remus y la expresión de éste fue tornándose paulatinamente del estado normal a la incredulidad, la esperanza de que no lo hiciera y al grito reprimido de «no»–. Remus, por ejemplo, ahí donde lo ves tan vigoroso, es hombre por partida doble.
Se calló para que la duda y la incertidumbre corrieran paralelas por el interior anhelante de Lafken.
–¿Por qué? –terminó preguntando, curiosa.
–No lo digas –dijo Remus en tono severo, sin abrir los ojos.
–¡Oh, vamos, Remusín! –exclamó Ángela–. Si va a ser de la familia...
–¡Como si quiere ser Rowling en persona! –exclamó Remus–. ¡No! Y punto.
–Mira qué remilgado eres –dijo Ángela meneando la cabeza con aspecto de asqueada–. Vamos, lo malo que va a ser que le digamos que eres un licántropo. –Se llevó una mano a la boca, despacio–. Huy. Se me ha escapado. –Y parecía cierto.
Remus se derrumbó, incapaz de hacer ya nada contra su tía política (o cuñada, depende del punto de vista que adoptemos). ¡Santa Rowing bendita del cielo! Le entraron ganas de cogerla del cullo y ahogarla, pero ¿qué solucionaría aquello? Se contentó con ver cómo el rostro de Lafken pasaba del tono normal al morado de asfixia, al blanco de impresión y al rojo de terror. ¡Y todos consecutivos!
–¿No te habrás enfadado, verdad, Remus? –preguntó Ángela con exagerada preocupación–. Mira que no era mi intención. ¿Te has enfadado?
–¡No! –exclamó Remus con cansancio–. Pero no sé de qué te disculpas, pues se lo ibas a decir quisiera yo o no.
–¿Yo? –preguntó descaradamente–. ¡Nunca! Por que me muera aquí ahora mismo que no –contestó, pero le traicionó su carácter y se sonrió–. De ahí el juego de palabras¿comprendes? –dijo a Lafken–. Hombre por doble sentido: hombre y hombre lobo. –Ángela rio a mandíbula batiente, mientras Lafken en absoluto; estaba más preocupada en si aquello era peligroso o no, seguramente–. Ya ves, Remus es muy ambiguo.
–¡Ah! –Rio Sorensen a carcajadas–. Creía que el ambiguo era yo.
Todos explotaron en carcajadas estridentes, y Lafken se contagió del bullicio. Sólo Helen permanecía impertérrita en su sillón, como barco contra corriente.
–Bueno, eso es lo más cantoso, diríamos –comentó Ángela volviendo al tema de lo de sacar trapos sucios de la gente–. No sé... De Ken y de mi sobrina no hay mucho. Bueno¡qué diantre! No hay nada de nada. Helen es la persona más transparente que haya conocido en mi vida. –Helen levantó lentamente los ojos y miró a su tía con el rostro gris, apagado–, y Ken... Pues, la verdad, yo no creo que tenga algo así...
–¡Ah, sí! –exclamó Sorensen loco de alegría–. Pues claro que tiene. Antes de ti se ha liado por lo menos con veinte chavalas, aunque él se obstina en ocultarlo. ¿Te lo ha contado alguna vez?
La barbilla de Lafken tembló ligeramente. Se volvió a Ken con dura expresión y después a Sorensen, a quien le respondió:
–No... No me había dicho nada...
–¡Pues no es ligón tu novio ni nada! –exclamó Ángela, pronta a meter bulla–. Todo un donjuán. Mira que hasta a mí un día me tiró los tejos en la puerta del cuarto de baño.
Lafken se volvió hacia su prometido con la boca muy abierta, descolgada, seguramente, como su confianza por el joven.
–¿Cómo¿Qué? –preguntó sorprendido Ken–. ¿Eso cuándo fue?
–¿Lo preguntas? –inquirió Ángela haciéndose la sorprendida–. Vamos, en una de estas navidades, no me acuerdo ya. Es que hace tiempo de eso... Coincidimos en la puerta del cuarto de baño, aguardando para entrar, y me dijite que pasara primero, porque veías que me estaba meando hasta las trancas.
–¿Y eso qué tiene de malo? –preguntó Ken.
–¿Que qué tiene de malo? –repitió Ángela riendo–. ¡Tú lo que querías era echarme un polvo en el cuarto de baño! Que te pillé yo desde el principio: a ti las que te van somos las maduritas.
–¿Eso es cierto? –preguntó Lafken con expresión de enojo.
–Y si no –intervino Sorensen–¡lo de las veinte chicas no hay quien se lo discuta!
Lafken se levantó de improviso y golpeó a Ken, pero un golpe suave, cariñoso (?), de ésos que se dan las parejas conciliadoras en medio de una disputa rutinaria. Se marcharon a una habitación de interior, discutiendo acaloradamente.
–Pero... ¡Huy, que se pelean! –exclamó Ángela–. Os seguiréis casando¿no? Mira que tenía yo ya unas ideas para la despedida de soltera... Porque habrá despedida¿no? Huy. –Se le puso el cuerpo malo de sólo imaginarlo–. Es que figúrate tú viendo aparecer unos "boys" de ésos que Rowling manda, con todo muy bien puesto y con un mondongo bien grande. –Se rio con sólo pensarlo–. Pero... Os seguiréis casando¿no?
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Cuando la voz se apaga y sólo queda el ronco estertor, entonces ya nada sirve... Se apagan las luces y se baja el telón. La función se acabó...
–¿Te encuentras bien, mamá? –preguntó Matt con cara entrañable.
–Oh, nada –respondió Helen como regresando de una ensoñación–. Sólo estaba distraída. –Le revolvió el pelo en un gesto cariñoso y maternal a su hijo–. Anoche dormí muy mal.
El día era perfecto para una celebración, y el convite de boda a propósito del enlace de Lafken y Ken era una oportunidad envidiable. Celebrado al aire libre, en medio de un frondoso y verde jardín, el cielo se extendía como una sábana clara, y la brisa corría limpia y pura; un aire puramente descontaminado.
Lafken estaba preciosa. Su largo velo, blanco esmaltado, caía por su espléndida y brillante cabellera. Se había coronado la cabeza con un lazo de flores muy colorista, cosa que resaltaba sus orígenes indígenas.
En aquel moemento, Ken, su ya marido, y ella posaban ante el fotógrafo, con la maravillosa fuente de motivos barrocos a sus espaldas. Sonreían con esa felicidad propia de los que incian una andadura hasta entonces desconocida. El amor les hacía relucir sus ojos, y sus bocas sonreían cuando no se besaban entre ellos.
–Hacen una bonita pareja¿no? –comentó Remus.
–Sí, es cierto –dijo Helen.
–¡Mira, que yo me cambio! –exclamó Ángela, que venía discutiendo con Sorensen y andando rudamente. Estaba la tía de Helen vestida con un largo e impresionante vestido de lentejuelas, más propio de una celebración nocturna que ésta, pero, después de todo, había sido elección de Ángela–. Que yo me siento allí.
–Pero, Ángela... –replicaba Sorensen con rostro de desesperación–. ¿Cómo vas a...?
–¿Cómo? –lo interrumpió. Habían llegado a la mesa de Remus y Helen, y la mujer se dejó caer pesadamente–. ¿Os importa? –preguntó.
–En absoluto –respondió Remus contrariado, haciendo caso omiso de los exagerados ademanes que Sorensen hacía a espaldas de su novia para que le dijera que no.
–¡Perfecto! –exclamó Ángela–. Es que mira que sentarnos tu primo con tus abuelos y tu tía...
–¿Qué tiene de malo? –inquirió Sorensen sin comprender–. Es mi familia.
–Es tu familia, es tu familia... –remedó Ángela groseramente–. Pues podrías habérmelos presentado antes, que menuda situación más violenta. Y ya sabes que ese tipo de encuentros no me gustan. Tus abuelos no hablan. A nada que va a decir algo el pobre anciano se le descuelga la dentadura postiza, que ya que estamos podrías hacerle algo. Tu abuela... ¡Tu abuela! –exclamó–. ¿No la has visto? No hacía más que mirarme de arriba abajo. Y tu tía y yo no tenemos confianza... No sé, es una mujer muy fría. ¡Es que si me traes a la boda de tu primo sin habérmelos presentado antes, pues normal! Así que me vengo aquí, con mi familia, que por lo menos me río un rato¿no? –Respiró, tomó aire después de tan desenfrenado discurso.
Sorensen terminó por suspirar. ¿Qué remedio había? Había que acatar las órdenes de Ángela o sufrir las posteriores consecuencias. Era preferible lo primero¿dónde iba a parar?
–¿Y Mark? –preguntó Helen.
–Lo he dejado con tus padres que están dando un paseo por un parquecillo que hay ahí detrás –explicó–. Matt también se podría ir, si quiere. Con lo que él se ríe con el abuelo Nicked¿verdad? –Le sonrió–. Las bodas son muy aburridas para los niños si no tiene otros niños con los que jugar. ¡Anda, ea! –exclamó–. ¿Por qué no te vas con los abuelitos un ratito y así te pones a correr y a jugar y esas cosas¿Te parece?
Matt asintió sonriendo y se bajó del asiento de un salto.
–Pero, Ángela... Deberías hacer un intento. ¿O es que acaso yo no tolero a tu familia? –preguntó Sorensen volviendo a lo mismo.
–¡Claro que la aceptabas! –Rio Ángela–. ¡Como que ya era la tuya!
–No sé cómo lo hacéis –dijo Remus–, pero siempre estáis de bronca. Bronca tras bonca¿no os aburrís?
–No –respondió Ángela de lo más convencida y normal, ignorando que aquélla había sido una pregunta retórica.
Una tropa de camareros afloró como salidos de la misma tierra. Tenían lustrosas camisas rojas y pantalones negros muy limpios. Iban erguidos como estacas y tenían un inmaculado paño de cocina en el brazo. Pasaron por las mesas y fueron convocando los vinos de la bodega.
–Excelente cosecha –comentó Sorensen cuando vio la etiqueta–. Yo no soy enólogo ni mucho menos, pero un poquito entiendo. –Sonrió un poco jactancioso.
–¡Pero qué listo eres! –exclamó Ángela agarrándolo de los carrillos–. Es que esto de tener un novio bibliotecario tiene mucho filón. Al Trivial mágico no hay quien le gane.
–Ni al "Monopoly" –comentó Remus–. Para mí que hace trampas.
–¡Qué va! –Se ofendió en broma Sorensen–. Lo que pasa es que sé invertir. Tengo espíritu de empresario.
–Y por eso te metiste a bibliotecario –soltó Ángela de sopetón–. Muy lógico...
–¡Dumbledore! –exclamó Remus.
Se levantó. En efecto, el anciano mago, con su barba alisada y su amplia sonrisa, estaba allí delante.
–¡Qué pena que Ken te haya sentado en una mesa aparte¿verdad? –comentó Remus.
–Bueno, no estoy aparte –dijo Dumbledore con voz tranquila–. Estoy con McGonagall y algunos otros profesores. Tenía ganas de verlos.
Remus rio.
–Pero si los ves todos los días... –dijo.
Dumbledore bajó la cabeza, de pronto súbitamente serio.
–No te lo había querido decir, Remus, por no alarmarte.
–¿Decirme qué?
–El consejo escolar me ha vedado del cargo de director de Hogwarts.
–¿Qué? –gritó Remus asombrado.
–Los ataques aquellos que te comenté han continuado, y cada vez son más persistentes. El consejo ha considerado buena idea destituirme.
–¡Pero eso es una locura! –exclamó Remus–. ¡Tú no tienes la culpa de nada! –Dumbledore sonrió halagado, pero en su mirada existía un remilgo de tristeza–. ¡Es injusto!
–Así es la vida. –Sonrió el anciano–. Pero aún no ha acabado todo. Mientras haya personas que me sean fieles dentro del castillo, yo estaré ahí. Y tú tampoco lo olvides –le dijo–. Algún día podría hacerte falta.
Remus no lo comprendió, pero aquello tampoco era sustancial. Las más de las veces lo extraño era comprenderle. Se despidió de él y le dijo que deseaba de todo corazón que las cosas se solucionaran pronto.
Al rato regresaron los señores Nicked con su nieto y su sobrino, el primero correteando alrededor de ellos y el segundo durmiendo tranquilo en los maternales brazos de la señora Nicked, que sonreía abiertamente, como si rememorara sus viejos años de madre de un precioso bebé.
El señor Nicked se fue a sentar cuando Matt, travieso, le quitó la silla y el muggle estuvo a punto de caerse. Lo maldijo con el puño en alto, pero al momento se contagió de la travesura y se echó a reír. El pequeño quiso volverle a quitar la silla, pero el señor Nicked la agarró con manos de hierro, y Remus se apresuró a levantarse y regañar a su hijo.
–Pero es que si se sienta el abuelo ahí –dijo con cara de morritos–¡se va a caer!
–¿Qué estás diciendo, eh... eh... eh? –preguntó el señor Nicked.
Pero el ruido de la silla al resquebrajarse ahogó sus últimas palabras, balbuceantes ante su inminente caída. Se levantó pesadamente del suelo, con el trasero dolorido y rascándose la cabeza.
–¿Cómo...? –preguntó Remus–. ¿Cómo has sabido...¿Eh, Matt?
El pequeño, de sólo cinco años, se encogió de hombros, jactancioso, pues él tenía razón.
–¿No habrá tenido una visión? –participó Helen con ahínco–. A ver, Matt –se puso en pie la mujer–¿tú has visto algo¿Algo en tu mente, cualquier cosa¿Has creído que se te llenaba la cabeza de niebla y has visto caerse al abuelo? A ver, di.
–No, no he visto nada –respondió inocentemente.
Un silencio abrumador sepultó aquella mesa. Entretanto, la señora Nicked reparó la pata de la silla de su marido, que se había resquebrajado porque la madera esstaba podrida por dentro.
–¡Menuda casualidad¿no? –exclamó Sorensen vivaracho–. Dice un pego, así, sin más, y lo acierta. –Rio–. A ver si es que va a traer buena suerte. Qué pena que no haya loterías mágicas, como las muggles... Nos forraríamos.
–No digas tonterías –repuso la señora Nicked tranquilamente, sin parecer demasiado reprensora–. Ya era hora de que el niño sacase algo de mi hija, pues en lo físico nadie puede discutir que sea hijo de Remus –comentó–. No habrá tenido una visión, pero siendo hijo de quien es –le sonrió a su hija, que la escuchaba atentamente–, no me extrañaría que tuviese algún tipo de don, heredado por supuesto. Quién sabe, presentimientos, impulsos...
Y había acertado.
Se echaron una nueva copa de vino, y otra. ¡Cuánto se retrasaba la comida! No hacían más que consultar sus relojes, impacientes, escuchando los propios y ajenos rugidos de sus estómagos famélicos.
Una orquesta deprimente se subió al escenario y comenzó a tocar una triste pieza. Como no tuvieran nada mejor que hacer, Sorensen y Ángela, y los señores Nicked salieron a la vez a marcarse un baile; otras parejas de otras mesas los imitaron, igualmente deseosos de desoír las llamadas interiores del hambre.
–¿Bailamos, Helen? –le propuso Remus.
–No me apetece –respondió con desgana–. Si no te importa...
–¡Vamos, Helen! –intentó animarla–. Que ahí sentada pareces un mamotreto arrugado. –Se puso en pie–. ¡Vamos!
–Pero los niños... –dijo.
–¡Matt es ya grande! –dijo Remus–. ¿Verdad que sí, hombrecito? –Su hijo asintió honroso–. Y si hay algún peligro, pues tiene un presentimiento y se acabó; que para familia peculiar la nuestra... Y Mark está durmiendo en el carrito. ¡Vamos!
Helen se levantó desganada, cogida de la impetuosa mano de Remus. El pequeño Matt indagó el rostro ofuscado de su madre, y su boca se descolgó lentamente, al mismo tiempo que fruncía el ceño.
La música palpitaba en los oídos de Helen como la sangre impulsada del corazón. ¿O acaso era su circulación? El cielo se tiñó violeta y las persona que pululaban a su lado se deformaron en grotescas y horrendas figuras esperpénticas.
–Vamos, Helen –dijo la voz de Remus, distorsionada por un malvado avenimiento.
Sintió que la cogía de la cintura y ponía su mano junto a la suya y la llevaba al compás de una música que a ella se le antojaba infernal.
El mundo daba vueltas alrededor de ella. Todo era movimiento. Pálpito, mareo, duda, desconierto; el cuello no sostenía el peso de su cabeza. Desquebrajo, voces, náuseas, dolor.
–¿Helen?
Helen cayó derrumbada en los brazos de Remus, respirando con dificultad.
–¡Helen! –gritó Remus–. ¡Helen!
Pero sus oídos sólo percibían un cacofónico distorsionamiento.
–¡Helen! –clamaba una voz desgarrada–. Helen...
Una mente embotada, unos oídos muertos y unos ojos fríos y vacíos.
–¡Señora Nicked! –llamó Remus con desesperación.
Se arrodilló en el suelo, reposando sobre sus brazos la cabeza de su mujer, que se iba para los lados.
Pasos alrededor. Miradas y murmullos. Alguien más se arrodilló al lado de la mujer. Le tocó la frente y tomó el pulso.
–¿Qué le pasa? –preguntó Remus a su suegra.
–No lo sé... –respondió con impotencia–. Hay que llevarla al hospital.
–Helen –invocó una vez más Remus–. ¡Helen!
Los ojos de ésta pestañearon.
–Remus...
Se desmayó.
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La impotencia aquel día de todos los allegados a Helen fue mayúscula. Cuando llegaron a San Mungo les comunicaron que no atenderían a Helen.
–¿Por qué? –preguntó la señora Nicked, de tan mal humor que estaba a punto de subirse por las paredes.
–Pues verá, señora Nicked –explicó su jefe con mucha paciencia y sangre fría–. Tengo entendido que la señora Lupin estuvo en contacto con un paciente antes de saber que padecía una rarísima enfermedad muy contagiosa. El paciente murió, y, pese al enorme cariño que le tengo a Helen, me temo que no podemos correr el mismo riesgo otra vez. –Tomó una pausa–. Lo siento.
Con todo, la mejor idea que se les ocurrió¡pues no existía más remedio, fue la de cuidar ellos mismos a Helen. No iban a dejar que Helen cayera en las garras de la enfermedad sin recibir al menos un tratamiento que pudiera salvarla.
Grande fue la discusión sobre dónde establecerla, y la única idea en claro a la que llegaron es que los sitios no les sobraban. Hubo propuestas descabelladas, como que Sorensen podría cerrar la biblioteca durante su cuarentena e instalarla allí; pero al final se decidieron por la que, sin duda, era la más descabellada de todas: bajaron a Helen al sótano...
Consideraron que pocas visiones tendría dormida. Pero no pudieron ahorrar el primer mal trago. En cuanto la ayudaron a entrar, el sótano se deformó como venía siendo costumbre, y vio algo inimaginable... Un trol negruzco y de rostro achatado avanzaba hacia ella, con un mazo repleto de pinchos pronto a apastárselo en la cabeza. Sobre su cabeza, relucientes estrellas de fuego caían del cielo. Hasta el suelo temblaba a causa de los pasos del trol. Pero algo más grande y más fuerte llegó por detrás; cuando Helen, que se creía delirando, vio mejor, antojábasele que desvariaba: un enorme lobo de glaseado cristal, de siete metros y pico de alto, por lo menos, aplastó al trol con sólo pisarlo con su enorme pata peluda. Helen se lo quedó mirando, y el lobo a Helen, y la mujer volvió a desmayarse.
Ya no habría más visiones en el sótano.
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Remus entró en la cocina. Estaba muy silenciosa, aunque en ella la señora Nicked preparaba la poción que administraría enseguida a su hija.
–¿Puedo ayudarte, Helen? –preguntó Remus con voz cansada.
La mujer se giró lentamente, con ojos tristes, y le sonrió sin ganas.
–No, hijo –respondió–. Es una pócima complicada. Hay que medir con mucha precisión hasta el último ingrediente.
Remus asintió, comprendió. No quería intervenir si su participación iba a ser contraproducente para Helen. Helen... Hacía sólo dos días que estaba allí abajo, y el mundo parecía que se hubiera acabado sin ella a su lado.
–Pues quiero bajar –dijo Remus tras mucho pensarlo–. Yo también quiero bajar al sótano.
–No, Remus –contestó la señora Nicked inflexible–. Es peligroso. –Exasperada, soltó un prolongado suspiro–. Podrías contagiarte.
–¿Y tú? –inquirió Remus sin ofrecer tregua–. ¿Qué pasa entonces contigo?
–Bajaré con una mascarilla –explicó sin énfasis–. Alguien tiene que bajar a cuidar de ella. ¿No te parece?
Remus asintió. Pero enseguida replicó:
–¡Pues yo voy también! –exclamó–. Tú la cuidarás, pero ¿quién le dará el cariño, eh?
La señora Nicked se volvió lentamente. Quiso ofenderse, pero no pudo. Le dolía demasiado el corazón como para conseguirlo.
–Remus, también es mi hija –dijo–. Yo también sé lo que es el cariño. –Le desbordó una lágrima–. Yo también quiero que se recupere¿sabes? Yo tampoco quiero que muera. –Contrajo el rostro, intentando evitar que su rostro, normalmente impasible, se viera surcado por un caudal de lágrimas de cristal. Sacó su varita y la apuntó hacia la mesa. Apareció una mascarilla de color verde–. Ahí tienes –dijo–. Pero sabe a lo que te expones.
–Lo sé –cogiéndola–, y no me importa. Si ella muriese... –Intentó no pensar en ello–. Si ella muriese, yo me moriría.
–No va a morir –dijo la señora Nicked autoconvenciéndose.
La sanadora cogió un diminuto frasco de la repisa y lo introdujo en la olla hirviente. La pócima, espesa y de un asqueroso color terroso, se hinchaba en pompas que explotaban con mucho ruido.
–Bajemos –dijo la señora Nicked.
Salieron de la cocina. Atravesaron el salón vacío. Llegaron al pasillo oscuro y descendieron por la raquítica escalera de madera podrida. Abrieron la puerta del sótano y la cama de Helen apareció entre la penumbra.
Avanzaron hasta ella. La señora Nicked sacó su varita y la apuntó al rostro de su hija, que abrió los ojos con tremendo esfuerzo.
–¿Estás mejor? –preguntó la madre.
Helen balbuceó, pero nada coherente salió por su boca. Remus la vio tan desvalida que sintió ganas de llorar, de abrazarla, de arroparla con su cuerpo, armarla de besos, recuperarla con sus besos y protegerla.
La señora Nicked le incorporó con una mano la cabeza y la ayudó a tragar la poción, que debía saber a perros muertos por la expresión del rostro de Helen.
–Helen... –dijo Remus.
Estaba dormida.
–¿Qué le has dado? –preguntó Remus a su suegra–. ¿Una poción somnífera o qué?
–No, Remus –dijo la señora Nicked–. Es un remedio, o al menos espero que lo sea –dijo bajando la cabeza y el tono–. Helen se ha desmayado de nuevo. Está crítica, Remus.
–¿Qué quieres decir con eso? –inquirió el hombre con un nudo en la garganta que le provocó que sus palabras sonaran ahogadas y rotas.
–No lo sé, Remus –dijo apartando la mirada–. No lo sé.
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Una cálida lágrima salpicó la tersa piel de la mano de Helen. Remus se enjuagó las mejillas, surcadas del ratro de la salada agua, con los ojos rojos y los labios apretados.
Estaba sentado a su lado, en el sótano, cogido de su mano y besándosela de cuando en cuando. Aquello le provocaba desazón¡la mano de la mujer estaba fría como un témpano! Todo su cuerpo tiritaba en sueños por un frío interno.
Subió a por una gasa húmeda y se la puso sobre la frente. Le acarició la mejilla, evitando las lágrimas.
–Helen... –le susurró–. Helen...
Abrumador silencio.
–Sé que me estás escuchando. Sé que, aunque tus ojos estén cerrados, tú me escuchas. –Sintió que no podía evitar las lágrimas, y bajó la cabeza. Miró al techo y respiró hondo, tragándoselas–. Lo presiento. ¿Y sabes qué? Lo peor de todo es que me siento culpable. –Lloró–. Tú me evitabas porque no querías contagiarme, y yo pensaba... Yo pensaba... ¡Cuán cretino soy! Helen... Quisiera que despertaras. Quisiera que estuvieras bien y me pudieses perdonar. Estoy sufriendo tanto... Helen... Por favor, no me dejes.
Y soltó su mano inerte sobre la blanca sábana de lino.
Subió los escalones del sótano a la primera planta sin poder evitar el llanto que se le había descontrolado. Con la cabeza agachada subió hasta el último de los escalones, deseoso de echarse un rato. Pero no podía...
Tropezó con alguien al final de la escalera.
–¡Helen!
–Oh, perdón, no quería asustarte –dijo la señora Nicked–. Vengo con un poco de retraso.
–¿Qué, es que tienes que administrarle alguna otra poción a Helen? –preguntó.
–No –respondió mirándolo con ojos brillantes–. A ti. –Le alargó un frasco con taponadura de corcho–. ¿Cómo diantre pensabas transformarte esta tarde, eh? –inquirió–. Es poción de matalobos. Suerte que me acordé. Aunque podrías habérmela pedido. –Le sonrió–. Yo soy como una madre para ti¿vale?
Remus asintió.
Se abrazaron y lloraron, con Helen a pocos metros de ellos agonizante.
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Matt dibujaba en la mesa del salón, con Remus en el sofá contemplándolo con ojos cansados. Acariciaba el lomo de Maullidos, que se dejaba hacer de buen talante. Había puesto a dibujar al pequeño Matt porque, a pesar de sus inocentes cinco años, no quería que descubriera que su madre agonizaba en el sótano.
Pero Matt era un chico muy avispado.
El pequeño hijo Lupin soltó el lápiz de color rojo. Se volvió lentamente hacia su padre con la mirada muy abierta y penetrante, y le preguntó:
–Papá¿mamá está mala?
Remus dejó de acariciar al gato, y miró a su hijo con ojos tristes.
–Sí, Matt –respondió–; está muy malita.
–¿Se va a morir? –preguntó el pequeño con expresión triste.
–¡No! –exclamó Remus levantándose y abrazándolo–. Jamás. No pienses en eso¿vale? Mamá no se va a morir. Se va a poner bien. Ya lo verás.
Pero hasta a él mismo le costaba convencerse.
Una llamarada de verdes lenguas brillantes se alzó en la chimenea. Dumbledore, vestido con una discreta túnica lisa y un gorro picudo en la cabeza, entró en el salón.
–Remus¿qué tal? –preguntó tras abrazarlo.
–¿Qué tal qué? –inquirió Remus a su vez–. ¿Helen? –Dumbledore asintió lentamente–. Te mentiría si te dijese que bien. –Bajó el tono de voz para que Matt no pudiera escucharlos–. Lleva así ya una semana y media. –Evitó un par de lágrimas que le subieron desde la nariz–. No creo que salga de ésta.
–No digas eso –lo consoló Dumbledore–. Helen es una mujer fuerte, intrépida. Ganará a la enfermedad, no me cabe duda.
–¿Sí? –preguntó Remus mirándolo con ojos cristalinos.
Dumbledore asintió.
–No olvides que en el sótano hay una fuerza, un poder desconocido. –Sonrió–. Para bien o para mal, a Helen la ayudará.
Remus sonrió. Necesitaba escuchar palabras de ánimo, falacias intrépidas. Su corazón flaqueaba. Su mente discurría un futuro incierto.
–¿Quieres tomar algo, Dumbledore? –preguntó Remus.
–No, nada –respondió el anciano sentándose en el sofá.
Remus se sentó a su lado.
–¿Y tú qué? –preguntó el licántropo–. ¿Qué tal van las cosas por el colegio? –Deseaba que una conversación ajena lo distrajera por un rato.
–¡Oh, bien! –dijo Dumbledore sonriendo–. Harry Potter descubrió al culpable. Y he sido readmitido en el cargo. Ha sido algo muy curioso: el consejo dice que Malfoy los amenazó con echar una maldición sobre sus familias y sus casas si no accedían a destituirme.
–¿Dices que Harry descubrió al culpable? –preguntó con curiosidad Remus–. ¿Quién era?
Dumbledore sonrió ampliamente antes de responder:
–Voldemort.
–¿Voldemort?
–Así es.
–Pero Voldemort... ¿Ha vuelto al poder?
–En absoluto –respondió Dumbledore–. Pero cuando tenía dieciséis años dejó un cuaderno, un diario en el que existiría para siempre como un recuerdo. Alguien ha abierto ese diario este año. Pero ya ha sido destruido para siempre. Y también lo que había en la Cámara de los Secretos.
–Pero... ¿la cámara esa no era una patraña?
–No, en absoluto. Slytherin construyó en verdad esa cámara. Harry la ha descubierto. Sólo pueden acceder a ella los que tienen el poder más sublime de los slytherins: hablar con las serpientes.
–¿Harry sabe pársel?
–Eso parece –respondió el anciano–. Según creo, Voldemort le transfirió algunos de sus poderes en el momento en que le dejó su famosa cicatriz.
Remus sopesó en un instante todo lo que acababa de averiguar.
–¡Vaya con Harry Potter! –exclamó–. Está dando de sí más de lo que nadie jamás hubiera imaginado¿verdad?
–No te imaginas cómo –contestó Dumbledore.
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Por las tardes, aquello parecía cualquier cosa menos una casa. La señora Nicked se tiraba el santo día preparando pociones. Incluso había dejado de ir a trabajar, tal había sido su enojo por que no aceptaran a su hija. El señor Nicked, Sorensen y Ángela se sentaban en el salón silenciosos, aguardando no sé qué. Hasta un día se llegaron los recién casados, Ken y Lafken, que estaban muy preocupados por Helen.
Pero ésta seguía igual, congelada, dormida la mayor parte del tiempo, cosida a la cama como al final de su vida.
–¿Y no ha tenido Matt ningún presentimiento? –preguntó Sorensen por lo bajo a su hermano–. Quizás ese don suyo fuese ahora muy positivo.
–Nada –contestó Remus–. O si ha sentido algo, no ha dicho nada. –Suspiró–. Perdonadme, pero tengo que ir al cuarto de baño.
Se levantó del sillón y se agarró a la baranda de madera. Subió despacio los escalones, como todo lo que hacía últimamente: sin ánimo, desganado. Avanzó por el largo pasillo cuando sintió pasos detrás de él.
Se volvió y vio la apagada figura del señor Nicked.
–Matthew –dijo Remus–. ¿Qué quieres?
–¡Que no se muera! –explotó, rompiendo a llorar, echándose sobre su yerno, quien lo recibió asombrado; quien lo abrazó lloroso–. ¡Oh, Remus! Tenía que hablar con alguien. Con mi mujer me daba vergüenza, después de todo. ¡Oh, Remus! –exclamó otra vez–. No quiero que se muera.
–Yo tampoco –comentó Remus entre gemidos–. Pero la veo tan mal... Y el otro, el que la contagió... ¡Muertos, todos muertos! La muerte me persigue como un fantasma. ¡Fantasmas! –Recordó a su madre, Nathalie Lupin–. Cuánta desgracia...
–Ay, mi pobre niña –se compadeció el señor Nicked–. ¿Sabes qué? –Puso cara de amargada alegría–. Recuerdo cuando era un bebé y la recogía en mis brazos –hizo como que la acunaba en ese momento–; sus llantos, sus risas, sus parloteos... ¡Ay, mi pequeña princesa! Ay...
Remus pensó un momento. Le dijo a su suegro que aguardara a que él entrase en el cuarto de baño, que después le tenía que dar una sorpresa. Lo llevó hasta el dormitorio de matrimonio, plagado de fotos mágicas en las que sonreían muy felices Remus y Helen. El señor Nicked sintió un gran abatimiento en el corazón.
Remus se agachó con la doble puerta del armario abierta. Abrió un cajón y sacó un recipiente que el señor Nicked no había visto en su vida.
–¿Qué es eso? –preguntó sin exaltarse. Y aquello demostró a Remus lo profundamente solitario y dolido que se sentía, pues, aun sabiendo que debía tratarse de un objeto mágico, no se había emocionado.
–Un pensadero. El pensadero de tu hija –explicó Remus–. Podrás verla como entonces. Y así sabremos que está viva. Más viva que nunca. Entremos.
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Remus se despertó muy temprano aquella mañana. Pero no era nada nuevo; no podía conciliar el sueño; ojeroso y con el pelo enmarañado, avanzó bostezando hasta el cuarto de baño. Se mojó la cara con agua fría un par de veces, hasta que se creyó bien despierto, y al levantar la cabeza se vio reflejado en el espejo. Unos ojos tristes, una piel cetrina y apagada, y un pelo cada vez más cano. Se pasó los dedos entre el cabello y suspiró.
Se anudó un batín. Bajó las escaleras en silencio, no queriendo despertar a Matt. Como todas las mañanas, bajó hasta el sótano, empujó la puerta y se sentó al lado de su mujer, besándole la mano, para darle los buenos días.
–Hola, Helen. ¿Qué tal? –habló sin esperar respuesta alguna. Sabía que no se la daría–. ¿Has dormido bien? Yo no. Estoy preocupado. Aunque te veo mejor cara. Tu madre me ha dicho que esta mañana no iba a poder venir tan temprano, así que te tendré que dar yo las pociones. Sé que están asquerosas, pero tienes que tomártelas... –Sonrió, creyendo que a Helen aquel comentario le hubiera hecho gracia–. Así –le acarició la mejilla–, dormida, pareces... muerta. –Una lágrima le resbaló por la mejilla–. Pero yo sé que eres fuerte.
Los labios de la mujer, resecos, se despegaron, pero Remus no se dio cuenta.
–Lo conseguiremos, ya lo verás –seguía diciendo–. No me separaré de tu lado hasta que abras los ojos para siempre.
–Remus...
El corazón del licántropo palpitó a cien por hora. Ahora, en el momento de la verdad, no supo qué decir. Sentía tal regocijo en su interior...
–Helen... –dijo, besándole la mano innumerables veces–. Oh, Helen...
En la lejanía, una campanada, triste, grave y elegíaca sonó en alguna parte del recóndito mundo.
–Oh, Helen –dijo Remus llorando ahora de alegría–. Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero...
Y a cada "te quiero" le seguía una marea de besos en la mano.
Otra campanada...
–Remus... –susurró Helen sin voz–. Lo siento, Remus.
Lágrimas en los ojos de ambos.
–Tú no tienes nada que sentir, Helen –dijo Remus.
Otra campanada...
–Quien tiene que sentir algo soy yo –prosiguió el licántropo–. ¡No te apoyé! –Derramó sendas lágrimas sobre la mano de su mujer–. Y no te imaginas cuánto me pesa. Con lo que yo te amo...
Otra campanada...
–Te amo, Remus –dijo Helen sin voz–. Nunca podré olvidarte.
Otra campanada...
Un largo silencio prosiguió a aquella tenue afirmación de la enferma sanadora.
Otra campanada...
–Remus, escucha –dijo Helen–. Recuerda siempre que estés mal que yo te quiero, que te quiero como nunca a antes ha querido persona alguna a otra. ¡Mi vida has sido tú! Y yo seguiré viva mientras tú sigas aquí.
Otra campanada...
–Pero vas a tener que ser fuerte¿eh? –Remus no podía contener lágrimas amargas que derramaba por sus ojos como fuente inacabada–. Recuérdalo¿vale?
Otra campanada...
–Cuida de Matt...
–¡Helen, no! –exclamó Remus con el gesto contraído–. No hagas esto. No te despidas.
–Cuídalo, por favor... –dijo sin hacerle caso.
Otra campanada...
–Yo no tengo fuerzas para nada –dijo la mujer–. Mis ojos se nublan. Mi cuerpo no me responde. Sólo te veo a ti, Remus. No me olvides, Remus.
–¿Cómo iba a poder, eh? –gimoteó el hombre.
Otra campanada...
–Nunca te entristezcas por mí. Me fui feliz. Me fui pensando en ti, y en Matt. Recuerda siempre que os quería mucho. Y que os querré dondequiera que esté. Te amaré hasta el infinito, y cuando sufras, desde el cielo te reconfortaré. Nunca¡nunca, te abandonaré.
Otra campanada...
–Sabe –prosiguió la mujer– que he sido la mujer más feliz del mundo a tu lado. Nunca me he sentido más regalada y grata que con tu amor, Remus. Allá donde vaya... Te quiero tanto, Remus... Te quiero tanto...
Otra campanada...
–Remus...
Y a la decimotercera campanada, más lúgubre y grave que ninguna, sus ojos se cerraron; cerráronse para no ver ya nada más. Y la mano se descolgó muerta entre los dedos de Remus.
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El capítulo quincuagésimo aparecerá, como se acostumbra, dentro de dos semanas, es decir, el viernes, 7 de octubre. Supongo que os sorprenderá, porque será "nuevo".
Avance del capítulo 50 (UN FUGITIVO INOCENTE): Se sabrá cómo se sucede lo próximo: entierro y demás. ¿Amargor, lágrimas...? (El autor opina: snif, snif...). ¡Reaparece Sirius! Qué fuerte, unos se van y otros vienen. (De nuevo, comentario de autor: no me peguéis ni digáis que soy cruel).
Un saludo para todos.
