«Y a la decimotercera campanada, más lúgubre y grave que ninguna, sus ojos se cerraron; cerráronse para no ver ya nada más. Y la mano se descolgó muerta entre los dedos de Remus.» (MDUL, cap. 49).

Respondo "reviews", endechas más bien en razón a la calidad de las que muchos han gozado:

AYA K. Hola, qué tal. Parece que hace un siglo desde la última vez que habláramos, pero es que han pasado tantas cosas que me siento así, qué rabia. Entiendo lo de los cumpleaños, estabas bromista y querías hacerme una gracia de acertijo, pero no ha sido muy complicado, de verdad, conque podré felicitaros a ambas puntualmente, o eso espero; sólo deseo que no se me vaya mucho la pinza (más de lo que acostumbra) y se me olvide. No sería raro. Con respecto a lo del PAU (no me acostumbro, para mí es la Selectividad de toda la vida), espero que pronto me digas cómo ha salido todo, si has sacado nota suficiente, si te han admitido, etc., etc. Lo de Protocolo... ¡ni idea! Es la primera vez que escucho la carrera esa. Aquí creo que no se da, o por lo menos yo no la he visto en facultad ninguna. Qué raro. ¿Ya te cuadra la historia?... No, creo que no. Todavía tienen que pasar muchas cosas... difíciles de aclarar. ¿Cuadrar? Creo que esta historia no cuadrará en la vida... Como tú dices –confirmo–, se me va mucho la pinza. Pobres de los que me aguantáis... ¿Qué, sacó al final tu padre el coche teledirigido? Porque al final hubo fiesta, hubo que celebrar. Si ya lo dije yo, iba a ganar. Yo vi la carrera en casa de Elena; parecía aquello una fiesta del azul, toda la habitación en azul: cada uno con sus respectivas prendas alonsistas y demás enseres (Elena incluso sacó cosas de MoviStar –por lo de azul– para dar el pego). Fue muy entretenido. Aunque la carrera bastante sosa, no hubo nada interesante, nada de a lo que nos tiene acostumbrados. Pero ganó, que es lo que cuenta. Bueno, voy a cortar ya aquí mi parlamento, quedándome en esta ocasión mucho más corto que tú, porque tengo que responderos a todos y salgo en menos de una hora para colgar el capítulo. ¿Me dará tiempo? Un besote enorme, guapa.

SILENCE MESSIAH. Qué mensaje más críptico, Silence. Como tu nombre: silencio... La verdad es que, aunque dice muy poco, es uno de los que más me ha emocionado, ya que has sabido emplear muy bien los espacios y los puntos suspensivos para dar sensación de vacío. Qué tierno. Lo único que no me simpatizo es que no me mandases un besín... Oh. Yo no tengo culpa del desagradable acontecimiento que tuvo lugar en la última escena del pasado capítulo. Líbreme de tan ruin pena, de tan zafio pecado, de tan poderosa venganza. Helen era muy joven, le prometía la vida tantas cosas..., dices. ... Callo, pues no puedo decir más de lo que debo. Supongo que era ése un suceso que eclipsa a cuantos otros pudieran haberse podido comentar, pero es que nada más has dicho; nada más sé yo de qué hablarte. Sólo que sigo esperando un nombre, el real; si quieres decírmelo, claro. A lo mejor no te apetece. ¡Ah! Y estuve pensando en tu personaje, pero todavía no se me ha ocurrido nada. Te lo advierto simplemente para que estás al corriente de que pienso en ello pero, como quiero que sea un personaje bueno y no mediocre, lo sigo meditando para no darte el primero que se me ocurra. Sabiendo que pronto te encontrarás más contenta y habrás olvidado el reciente altercado en la vida del licántropo, me despido con la afectuosidad propia de un muchacho desdichado... ¡Y no quiero hablar sobre ello! Te mando un enorme beso que ha de llegar... ¡Si es que no sé ni dónde vives! Eres la eterna desconocida; eres Silence (el silencio).

HERM. Hola, Herm. Perdona mi intromisión o descuido, sea cual sea el caso, pero he introducido incluso en el buscador de Microsoft Word sobre el documento de los reviews tu nombre y no me figura ninguna entrada, cosa que me figuraba, porque no recordaba tu nick. Lo digo simplemente, no te ofendas, porque no tenía ni idea de si habíamos hablado antes o no, de si has comenzado a leer o qué; incluso he contemplado la posibilidad de que seas una tal Herm no sé qué que conocí en otro relato por ahí olvidado. Sea lo que sea, en caso de que respondas quizás lo averigüe. Siento haberte hecho llorar; aunque en el fondo no lo siento, me alegro de haber sido capaz de transmitir una aproximación de ese sentimiento. ¿Provocaré en éste una sonrisa, indecible alegría...? Aún recuerdo la cara de Anthony Black, un amigo mío de mi barro, que también me lee, al leer la primera frase de este capítulo. Pobre... Y el que me había convencido de que lo hiciera, el que tanto se había arrepentido... ¡Para que veas! Bueno, no pienses que estoy loco, sólo que llevo una semanita dándole a los libros de literatura y llega el viernes y se me va la cabeza; además estoy con el discman puesto a todo volumen y estoy ido. Bueno, Herm, te mando un saludo, un beso, cual prefieras, y espero que hablemos próximamente de nuevo.

MARCE. Hola, Marcela. ¿Qué tal? Me ha quedado bastante claro que el capítulo anterior no te ha gustado, muy claro. Claro que fue una muerte tan tonta. ¡Tan tonta que nos hará reír! Y si no se protegió es porque no lo creyó necesario, en tanto que en el momento en que lo intervino aún no se sabía exactamente qué era lo que tenía el paciente. Pero claro que fue una muerte tonta... Si la hubiese sabido escribir mejor... ¿no crees que hubiese parecido más creíble? Por cierto¿te sigues pasando por el Remus John Lupin Fan Club? Sabe que allí tienes un huequito y que cuando quieras puedes echar un vistazo y demás. Yo particularmente te invito a ingresar en la Orden Lupina, de la que soy Gran Maestre y administrador, pero como sé que tienes mucho trabajo tampoco voy a insistir. Me ha sorprendido, a la par que alegrado, que hayas sacado un par de minutos (una hipérbole por defecto, porque seguro que ha requerido más) para pasarte y demás. ¿Cómo te va con tus problemas de ordenador? Espero que todo se solucione puntualmente, no ya sólo para MDUL, que es lo de menos, sino de cara al resto de tus ocupaciones, trabajo y demás. Bueno, Marce, espero que no te hayas enfadado mucho conmigo por la muerte de Helen, aunque sé que me terminarás perdonando. Al fin y al cabo esto es una "novelucha" de intriga. Un besón.

NAYRA. Hola, querida Sarita. ¿Qué tal Asturias estos días? Imagino que de fiesta inextinguible. Qué envidia. Que sepas que no te mentí, me reafirmo: "no habrá posibilidad de que salgan los hijos ni la mujer porque no estarán a disposición del argumento salir en esos momentos". Aunque me das miedo... ¡Guardas las conversaciones! Así no se te escapa ni palabra, qué aguda. Pronto me entenderás, o tan pronto como que acabarán apareciendo esos capítulos en escasos días y podrán ser ya objeto de lectura de todos. Pero, sobre lo de la muerte de Helen, gracias por llamarme cruel, no me esperaba menos de ti. ¿Acaso no me lo merezco? Creo que sí, que me está gustando esto, la crueldad, el dolor... ¡Los acabaré matando a todos! No, es broma. Pero ya no me siento ofendido como antes cuando me llamabas así. Creo que me he acostumbrado y todo. Me enorgullece saber que te has emocionado incluso (espero que en éste también lo hagas...), porque significa que, aunque triste, al menos conmueve. Y, oh, qué ocurrencias las tuyas... ¿Cómo va Remus a dar en adopción a Matt? Aunque no tenga madre, él sigue siendo su padre. Y tiene tíos, abuelos... Mucha familia en definitiva. Pero... aún nos queda saber si acaso Matt muere también. Soy tan cruel... La verdad es que, qué rabia, me has conmovido; así que Helen era tu personaje favorito... Creo que a eso hay que ponerle algún remedio. No puedo resucitarla (ya quedó demasiado patético con el fantasma-madre de Remus), pero intentaré hacer algo al respecto. Te lo prometo. Lo del sótano, la verdad, no puedo explicártelo mucho mejor porque de momento no puedo decir mucho más; pero en este capítulo, y en adelante, van a seguir apareciendo nociones que serán de vital importancia para comprender al final todo. En éste, por ejemplo, se sabrá un poco más sobre la luz violeta. Espero que estés genial con las clases (a pesar de la controversia que en sí origina) y que pronto actualices. Un beso.

LEONITA. ¡Eh! Hola, de nuevo. La verdad es que no sé qué decirte. Hemos hablado tanto esta última semana. Sólo que me alegro mucho de nuestro reencuentro (qué bonito queda ya con el prefijo y todo) y de lo bien que lo pasamos. A ver si es posible lo de ir a Sevilla, pero de momento no podrá serlo porque yo estoy más liado (como tú sueles decir) que la pata de un romano. En cuanto a lo de Helen... Te recuerdo la primicia que te di en la terraza del bar. ¿Acaso iba yo a ser tan cruel? Aunque recuerda que te lo dije porque Elena me lo pidió. ¡Ah! Ella os manda saludos. Muchas gracias por el envío de las fotos y del relato... A ver qué pasa al final con Elena, si quiere leerlo o no. Es que cada día le da por una cosa distinta a la mujer. Uff... La verdad es que no tengo mucho más que decirte. ¡Ya nos lo dijimos todo!... Y no te preocupes por tus retrasos, ya te dije que comprendía, como ahora trabajas y eso, tu ausencia. Sí querría que me respondieras una cosa, me da igual si por "review" o correo electrónico. ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro en Córdoba? Pues bien, cuando íbamos hablando por la calle de San Fernando de ciertas asignaturas que yo tenía, del latín, de las Catilinarias, de los epitafios que tú habías traducido..., Pepe salió al caso, no recuerdo por qué, con no sé qué de la Fundación José Manuel Lara (Dios me lo perdone si lo he escrito mal). Entonces no le di mucha importancia, porque no me creía capaz, o útil, pero ahora, ya que él sabe más, me gustaría, si puedes, que le preguntaras y que me contaras en qué consiste. Está en mi ciudad y no sé nada de eso..., qué fuerte. Muchas gracias por adelantado. Un saludo a la pareja más culta gastronómicamente del autor cruel y de la muerta en funciones.

PADFOOT HIMURA. Hola, Karina. ¿Cómo te voy a hacer huelga de hambre si en nuestros "reviews" no hacemos otra cosa que hablar de comida? Si no has encontrado lo que es el salmorejo, dímelo y te lo explico. Es... typical cordobés. Ñam, ñam, rico, rico. Ya he visto el trailer de la película que mencionas, amén del de Harry Potter (fue al ver la misma película); Elena también está deseando verla. Sois muy parecidas en cuanto al gusto cinematográfico, os llevaríais muy bien. Hablando de Elena... ¡Perdóname por haberla matado (en la ficción, confróntese, y sobreentiéndase, el cap. 49)! Claro que tenía mis motivos. Aunque no pareces excesivamente afectada... No puede ser lo que me estoy temiendo, porque tú no quieres acabar con Remus, sino que sabes que terminarás tus días con Sirius Black. Yo tampoco recuerdo haberte dicho que tú me dijeras que no quisieses leer la escena en que apareces; debe de ser un error por ambos, o no sé. Bueno, te dejo por hoy (y perdona que esté esto tan cortito, pero es que tengo que ir abreviando para que cojan todos: dentro de media hora me voy para colgar el capítulo y no he terminado de responderos a todos). Te mando un beso enorme para Argentina.

PIKI. Hola, Laura. Te perdono por estas semanas de ausencia, aunque ni es necesario hacerlo, porque tú vienes cuando puedes y cuando... no. Además, has tenido quehacer y lo sé, no se puede tener todo el tiempo del mundo. No te he echado, por otra parte, mucho de menos, porque como hemos estado charlando casi a diario en el grupo... como comprenderás. No obstante, bienvenida de nuevo. Realmente, no hace falta nada (nada de nada de nada) por mi cumpleaños. Ni siquiera me acuerdo ya de él; es mejor olvidarlos cuando pasan, no vaya a ser que me sienta muy mayor. Así que no tienes que comprometerte a nada si no quieres. Eso sí, si me quieres emocionar o sorprender, yo te dejo a tu libre albedrío. Imagino todo lo que has contado de las misiones porque es cierto. ¡Qué lío, hasta yo lo he sentido. ¿Has llorado de nuevo? Vaya... Se está volviendo realmente triste. Todo el mundo me está llamando cruel. ¿Tú crees que realmente lo soy? Y... sí, no te vayas a pensar que se me ha olvidado, pero voy a pensar detenidamente qué contarte de mí para no ponerte los tres pegos habituales, conque dame un poco más de tiempo y trataré de describirme mejor. Ah, muchas gracias por los versos, me han venido muy bien para un próximo capítulo. Besos.

KALA FICTION. Mi querida Angélica... Espero que lo de tu enfermedad, de la que no me das muchas noticias, vaya mucho mejor y te libere pronto de sus garras. Te noto un poco baja de ánimos, porque normalmente tus "reviews" son muy optimistas y en éste he notado un tono más bajo en tu dulce voz. Espero que eso se solucione pronto, porque tu buen humor, tu grandioso corazón, no debe estar sombreado por nubes ni eclipses. De verdad, te deseo todo lo mejor; por eso mismo (aunque sea una ridiculez en comparación con las importantes cosas de la vida) te dedico este capítulo, para que tengas un gesto de mi parte en la medida de mis posibilidades. De tu personaje te puedo decir que aparece en uno de los primeros capítulos de la segunda parte, que es muggle, muy entrañable, con una historia muy lograda, con una personalidad muy reflexiva, tanto como tú, bondadoso, caritativo, y en relación con los Lupin, como todos los personajes que hasta el momento he creado. Reafirmándome en la idea, mi estimada amiga, espero que pronto me digas que te has recuperado. Elena también te manda muchos abrazos de oso con dicho fin. Un beso enorme de parte de ambos.

DRU. Hola, Dru. No te preocupes por lo de los "reviews" tan cortos; éste creo que también a mí me va a salir un poco más escueto de lo que acostumbra. Que es que la falta de tiempo... Cierto, parecía que iban a vivir felices y comer perdices hasta el último día de sus vidas, pero la vida no es tan sencilla. Hay partes de sus biografías que ellos no pueden controlar; quizá no resulten tan agresivas como en una primera lectura pudieran parecer, pero... Es que hay muchos equívocos en la vida. Acerca de con quién dejará Remus a Matt cuando esté trabajando en Hogwarts. ¿Quién dice que Matt no vaya a morir también? Un beso.

ATENEA217. ¡Andrea! Muchas gracias por pasarte y darme señales de vida, eres un sol. Tú ya sabes, te pasas cuando puedas, pero de veras muchas gracias por dejarme unas palabritas. Dice mucho de ti. Que sepas que yo, por mi parte, no me he olvidado de ti y que sigo planeando tu personaje con mucho fervor. Muchos besos.

ISILLE BLACK (PAULA YEMEROLY). Hola, mi queridísima Paula... Sigo empleando este nombre, con tu consentimiento, porque me siento muy cómodo con él, pero es un honor conocerte "por partida doble". Me alegra descubrir que tu enfermedad ya te ha liberado y que puedes volver a pasarte. Por un momento creía que seguías reticente y que por eso no me dejabas "reviews". Yo realmente, tanto como Elena, tengo muy en cuenta que nos hayas hablado más de ti y que te hayas dado a conocer tal como eres. Ese reafirma, multiplica por mil, nuestra amistad. Elena también lo piensa. Es como tener muy lejos un pedacito del corazón que se reparte entre tantos sitios. Espero que ya hayas perdido esa desconfianza momentánea sobre nosotros, porque nosotros a ti te apreciamos mucho y no queremos que nos valores mal, porque a ti nosotros siempre te vamos a tener en gran estima y nunca va a cambiar nuestra concepción sobre ti. Y espero que tú tampoco lo hagas. Es una pena, y lo adelanto desde ya, que te pueda responder tan brevemente, pero es que estoy en un ciber (en este exacto momento) y se me va a acabar el periodo de conexión de un momento a otro. He leído el "review" tuyo de arriba abajo, aunque rápidamente, y he de destacar, como siempre, la profundidad con que sueles valorar todo lo que escribo. Pareces mi crítica literaria, en serio. Si alguien tuviese que analizar lo que escribo, los personajes, los valores incluidos¿quién mejor que tú? Al menos me demuestras capítulo tras capítulo que se te da bien y que haces los deberes, jeje... Como sabes, leeré atentamente el "review" para aprender mucho de él, porque me encanta. Ahora me limito a despedirme de ti con la más grande de las sonrisas viendo que de nuevo este círculo se ha cerrado y que ahora nunca más se abrirá. Muchos besos también de Elena.

AVISO. Lo dicho... Lo he dicho ya tantas veces que, por no rallar más el disco, ni lo repito.

(DEDICATORIA: Este capítulo se lo dedico, única y principalmente, a Kala Fiction, a quien espero que los médicos no la retengan tanto tiempo que nos libren de sus buenos consejos, de sus amigables palabras y de su tan bondadoso corazón. Espero que pronto te mejores; y en vista de eso, como tanto lo deseo, te dedico este capítulo, donde hasta lo más grave parece tener solución, siempre y cuando se trate con AMOR. También, en segundo lugar, a Elena por darme la idea de matar a Helen. Y a Leonita, a quien he podido volver a ver en carne y hueso este fin de semana. Gracias por venir.)

PERDONEN POSIBLES FALLOS, PERO NI TIEMPO HE TENIDO PARA REVISAR EL PRESENTE CAPÍTULO.

CAPÍTULO L (UN FUGITIVO INOCENTE)

Cuando Helen despertó de aquel profundo desmayo, Remus estaba a su lado. Abrió los ojos lentamente, como si volviera a nacer, y respiró el aire denso del sótano en penumbra. El sótano... Miró hacia todas partes asombrada. ¿Y sus visiones? Su maldición se había extinguido.

Respiró aliviada.

–¿Estás mejor? –le preguntó Remus con una dulce sonrisa.

Helen asintió, pues no había palabras en aquel instante que reflejaran su alegría al volver a abrir los ojos.

Remus se levantó, pues, como la señora Nicked no iba a poder venir a tan temprana hora, él mismo habría de administrarle los medicamentos a su mujer.

Cuando terminó de dárselos, Helen, con voz incipiente, le dijo:

–Todo ha acabado por fin... Todo.

–¿A qué te refieres? –inquirió Remus, feliz de ver que ya no desvariaba.

–A mis visiones en el sótano. –Sonrió–. Ya no veo nada. No sé si eso es bueno o no... No sé si volverán, pero mis ojos están velados, Remus. Y estoy curada –dijo mirándolo tiernamente a los ojos–. Lo siento, mi corazón canta con gozo dentro de mí. A más tardar, estaré de regreso completamente sana en unos pocos días.

¡Y aquéllas eran muy gratas noticias para Remus, quien las recibió loco de alegría!

El licántropo le pasó una mano por el pelo a su mujer y le dio un beso en la frente.

–Por las visiones no te preocupes –le dijo–; no te hacían falta. Lo importante es que estés sana y salva. Iré a avisar a Matt, seguro que quiere darte un abrazo. Él siente más añoranza que nadie por ti; sólo es un un niño, tu hijo.

Remus se apartó de su lado, pero Helen, fuertemente, lo agarró de la muñeca. El hombre se volvió y vio que ella dudaba. Al final, habló:

–Pero tuve una última visión. La recuerdo nítida como la bruma de la mañana.

–¿Qué viste? –le preguntó Remus–. ¿Puedo saberlo?

Helen asintió lentamente, sin apartar de él sus oscuros y brillantes ojos.

–Vi un enorme trol con un gran mazo en su mano avanzar hacia mí. ¡Pensé que iba a matarme! Pero, no te lo vas a creer, un lobo enorme, de color plateado, lo aplastó con sólo levantar su pata. Y se esfumó la visión.

–Qué extraño¿no? –dijo Remus con el ceño fruncido.

«Qué extraño¿no?» «Qué extraño¿no?» «Qué extraño¿no?» La mente de Helen bullía con estos pensamientos reiterados. Una visión... Pero no a causa del sótano, pues ésta se producía en el interior de su cabeza y no, como las otras, que las veía a través de sus grandes ojos negros.

La niebla del interior de su cabeza se disipó. «Una enorme torre oscura.» «El dulce canto de un fénix.» «Un cuerno desconocido sonado a la luz de las estrellas.» «La mano de Remus, con los ojos desorbitados, se extendió y gritó: "¡Relaxo!"».

–¿Qué te ha pasado? –preguntó Remus preocupado cuando Helen abrió tranquilamente los ojos.

Pese a lo que hubiera podido ser de esperar, la mujer sonrió indolente.

–Pasa, Remus –dijo–, que estoy de vuelta. –Le acarició la mejilla con una mano aún lívida y fría–. Me quedo en el mundo; siento que he vencido a la enfermedad.

Remus sintió tanta alegría de aquellas palabras que se puso a llorar como un tonto. Pero a la vez reía, pues su llanto era de puro gozo. Y Helen lo abrazó. Y Remus. Se abrazaron...

–Voy a por Matt¿quieres? –preguntó Remus.

Helen se limitó a asentir, gustosa.

Remus volvió al poco con Matt, pronto a cumplir los seis años, cogido de la mano. Empujo la puerta del sótano y lo invitó a pasar. Lo empujó por la espalda, pero el pequeño se mostró reacio, agarrándose al marco de la puerta.

–¿Qué te pasa? –preguntó Remus extrañado.

–No quiero entrar. ¡No quiero entrar! –Pataleó Matt.

–¿Por qué no? –inquirió el padre intentando ser comprensivo–. Mamá se ha puesto buena... ¿Acaso no quieres verla?

El pequeño Matt echó un vistazo al sótano y sintió una punzada en el estómago.

–Esperaré a que salga, papá –dijo–. No quiero entrar ahí...

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Remus no llegó a saber entonces por qué su hijo se negaba a entrar en el sótano. Pensó que estaría traumatizado por el enorme y rabioso lobo de pelaje gris que vio la noche en que se coló por la gatera. Afligido, pensaba que ése era el motivo, y eso le preocupaba; si hubiese sabido entonces cuál era la verdadera razón...

La señora Nicked recibió con gran alegría la noticia de que su hija se había salvado. Todos en general saltaron con regocijo al conocer la noticia. Habían temido por su vida, pero ahora sabían que le quedarían largos años por vivir aún.

Al segundo día de aquel magnífico despertar, Helen sintió ánimos de ponerse en pie. ¡Qué buena señal! Aunque torpe y trastabillando, pues muchos habían sido los días de reposo completo, abandonó la cama del sótano agarrada al brazo de Remus, en quien se apoyaba para no perder el equilibrio; y salió a la luminosa vida exterior.

Matt, firme a sus principios, la abrazó nada más verla aparecer, y Helen estuvo a punto de caer a causa de lo fuerte que la apretaba. Pero era feliz. En realidad, aquélla era la causa por la que había salido tan pronto: tenía ganas de ver a su pequeño ángel.

–No te imaginas, Helen, lo preocupados que hemos estado todos –apuntó tía Ángela cuando se hubieran sentado para cenar en casa de los Lupin–. Aunque, siendo francos a la verdad, los que peor lo han pasado han sido Remus y tu madre. ¡Qué malos ratos hemos pasado!

–Sí, es cierto –dijo la señora Nicked–; pero olvidémoslos ya¿no te parece? –Sonrió–. Por suerte Helen está bien, así que ¿qué más podemos pedir?

–Ya lo dije yo –comentó Dumbledore–: instalarla en el sótano iba a ser satisfactorio a la larga.

–Sí, Dumbledore –dijo Remus asintiendo con gravedad–. Me alegro de que se te ocurriera esa idea. Al principio –sonrió–, para qué nos vamos a engañar, creía que estabas loco. ¡Poner a Helen en el sótano! Pero todo ha salido bien; ¡y hasta ha dejado de ver cosas raras allí abajo!

–¿Ah, sí? –preguntó Dumbledore mirándola intensamente.

–Pero no sé a qué darle tanta importancia al sótano –dijo la señora Nicked empuñando con rápidos ademanes el tenedor–. No me iréis a decir que si se ha salvado ha sido porque estaba en el sótano¿no? –Soltó una risita irónica.

Dumbledore la miró con sus brillantes ojos azules, estrellas del mar, y dijo:

–Estaba muy enferma, mi querida Helen.

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Un único deseo en mente: matar...

Un deseo que no le habían podido absorber.

Confinado entre las sombras, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, un par de ojos oscuros brillaban entre las tinieblas; dos grandes ojos, perlas de cristal, que no menguaban como su carne.

Sintió la bruma en su pecho, la invasión de malestar, la sensación de que nunca más volvería a ser feliz. Sintió cómo se acercaban. La humedad del suelo se convirtió en escarcha, y Sirius Black sintió que su interior se enfriaba, que su corazón dejaba de latir.

¡Maldita existencia¡Malditos doce años a los que la rata traidora lo había condenado!

Estaba harto...

Las puertas de acero forjado de su celda de máxima seguridad se abrieron. Unas hacia arriba, otras hacia los lados, su infranqueable salida había quedado despejada, a excepción de unas rejas, tras de las cuales se encontraban dos dementores que le traían la comida al prisionero, aparte de los dos que siempre lo estaban vigilando.

«Canuto¡despierta!» Sirius vio la separación entre rejas y no se creyó capaz. «¡Canuto! Está en Hogwarts...» Los ojos de Sirius se abrieron esta vez inyectados en sangre. Se levantó, pero la corta sombra que se proyectaba en el suelo ya no era la de un hombre...

Los dementores volvieron sus rostros sin cara, la oscuridad palpitante bajo la capucha, pero nada podían ven. Ni nada hubieran visto. Sirius Black, a cuatro patas, corría por el largo pasillo de celdas comunes, camino de la libertad.

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–Ya sé que estaba muy enferma –exclamó la señora Nicked–¡me lo va a decir a mí, que he tenido que cuidarla todos los días durante casi dos meses! Con esto no quiero hacer parecer que esté enfadada, pero me parece ridículo que el sótano, por más mágico que sea en comparación con el resto de la casa, sea argumento suficiente para decir que mis cuidados han sido vanos.

–Yo no he querido decir eso, mi querida señora Nicked –dijo Dumbledore con voz tranquila y reposada–. En absoluto he querido dar a entender todo eso.

Y, en terminando de decir esto, se volvió fugazmente hacia Helen.

Helen callaba, con la frente arrugada. Ella lo había visto, y no sabía exactamente por qué, pero se le antojaba que no había sido ninguna visión. En las pocas veces que se había despertado y estaba sola en el sótano, una masa inmensa y efímera la rodeaba, brillante y de color malva. No lo habría podido asegurar, pero cierto día creyó ver entre la luz facciones humanas.

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La peor prueba de aquella noche se le presentaba ya a Sirius Black: escapar. La salida se alzaba ante él franqueable, dispuesta para sí; pero en su posición, desconociendo la contraseña, nada más traspasarla sonaría la alarma y un centenar de dementores saldrían en su búsqueda.

«Ay, Canuto... Ahora eres un perro. No te sentirán, pues tu aliento no es humano, y tu cola es tan escurridiza como un pez en el mar. ¡Corre!»

Ladró, animándose interiormente. Se echó hacia atrás, listo para coger carrerilla. Ladró. Dio un enorme salto y traspasó la obertura en un abrir y cerrar de ojos, antes de que dos afiladas láminas de metal le hubieran podido cortar el paso; o peor aún, el cuello.

Aguardó en la elevada plataforma de blanco marfil. Giró la cabeza y vio una marea de ruidosos dementores que, por el aire, iban tras su rastro. Lo había conseguido; pronto todos dirían que Sirius Black se había escapado de Azkaban, que había sido la primera persona en conseguirlo.

Llegaban los dementores. «Valentía, Canuto, valentía...»

Y el enorme perro negro se lanzó desde la plataforma al agua congelada de la noche, donde se puso a nadar con rapidez.

Los dementores pasaban sobre su cabeza. Aún le quedaba un largo trecho para ser libre. Aún le quedaba demostrar muchas cosas para ser libre. Pero en ese momento sólo sentía ganas de matar a Peter Pettigrew.

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–Bueno¿qué más da? –interrumpió la pacífica disputa Remus–. Helen está bien¿no? –La señaló a ojos de todos–. Pues ¿para qué discutir sobre qué la salvó o no?

–Tienes razón, Remus –dijo Dumbledore sumisamente.

–Pero sin mí –apuntó la señora Nicked–¡ni sótano ni churro migado! –exclamó–. ¿O quién le iba a haber dado sus pócimas mágicas, eh¿Las tablas del suelo tal vez?

–Eso también es evidente –dijo Remus–, pero, como he dicho, por favor, dejemos la discusión. A ver... –mirando a todos–. ¡Sí, Matthew¿Por qué no cuentas un chiste, haces una pantomima...¡Algo!

El señor Nicked lo miró asombrado.

–¿Es que me habéis visto cara de payaso o qué? –inquirió el muggle de mal humor–. No soy ningún bufón.

–¡Huy, qué va! –exclamó Ángela–. Tú eres una miaja más guapo. –Se rió de su propio chiste–. A ver, tontainas, que lo que quiere Remus es que animemos el ambiente antes de que mi hermana y Dumbledore se líen a tortazos.

–Hombre¡tampoco es para tanto! –comentó Dumbledore–. No crees que estás exagerando un poco... Yo, honestamente, reconozco cuando me equivoco; y ha sido un poco jactancioso considerar que la señora Nicked no ha tenido nada que ver en la milagrosa curación de Helen. Mentiría si no. –Sonrió travieso–. Pero también mentiría si no dijese que el sótano tuvo su parte en el asunto.

–Pero... –fue a recriminarle la bruja cuando Remus, poniéndose en pie, gritó:

–¡Ya basta¿No? Os estáis comportando como niños pequeños. Os acabo de decir que, por favor, zanjéis el tema, que no discutierais por esa tontería. Pero vosotros seguís erre que erre. –Suspiró asqueado–. A ver, Dumbledore. –Se volvió hacia el anciano mago–. Lo quieras o no, Helen –refiriéndose a su suegra– se ha dejado la piel en cuidar a su hija, y yo he podido verla. Sería un poco tonto decir que todo su esfuerzo y dedicación han sido suplantados por una fuerza mayor cuya naturaleza desconocemos. Pero, Helen –volviéndose hacia la madre de su esposa–, tú también debes reconocer que el sótano de esta casa tiene ciertas propiedades. El que nos enseñó la casa lo dijo. No me voy a poner ni de una parte ni de otra, pero ninguno lleváis la razón ni ninguno mentís. ¡Así que dejad el tema¿os parece? Que parece mentira que ésta sea la cena de celebración de la curación de Helen...

El anciano Dumbledore y la señora Nicked se sonrojaron, abochornados. Tartamudearon un par de tristes disculpas, cabizbajos, y Remus sonrió, pues no estaba enfadado; sólo quería que todo saliera bien, que allí donde debiera haber armonía, la hubiese.

–Bueno, venga. –Intentó animarlos Sorensen, sonriente, que tenía a Mark, de dos años de edad recién cumplidos, en sus brazos–. No agüemos la fiesta ni nos pongamos de mal humor ni nada. No sé... Si queréis os cuento un poco del nuevo paquete de libros que me han traído esta mañana a la biblioteca.

–¡Ay, no¡Cállate mejor! –le pidió huraña su novia, Ángela–. Te vas a poner a hablar de libros ni de tonterías. Aquí es que lo que falta es un poco de ánimo, de ambiente –comentó. Sacó su varita mágica y, apuntándola hacia el techo, de algún lugar desconocido salió una música romántica y melodiosa, como en los restaurantes de lujo–. Y también falta un brindis. ¿Qué hay de nuestros acostumbrados brindis, eh¡Hay que brindar por Helen, por su lenta pero satisfactoria recuperación!

Brindaron, alzando copas que se vaciaron a la salud de la adivina.

No obstante, a pesar del terrible esfuerzo de Ángela, la cena continuó tan insípida como hasta el momento. Sólo de vez en cuando ésta y su pareja, Sorensen, se levantaron para marcarse unos pasos al compás de la música.

El señor Nicked apenas si abrió la boca durante toda la velada, y todos apreciaron, como no puede ser de extrañar, que estaba menos chistoso que de costumbre; pero el hombre tenía una honda preocupación interna, pasajera, que pronto se disiparía como la niebla a la luz de mediodía: había estado a punto de perder a su hija, y aún no estaba seguro de si la tenía fuertemente asida en sus brazos o se volvería a escapar, como el hilo en la aguja al caer.

Remus, cuando Helen y él se fueron a acostar, le dijo a su mujer que en serio la había echado mucho en falta y que se alegraba, no se hacía ella una idea, de que estuviera de nuevo con él, a su lado.

Después de esto, tras una larga sequía amorosa, hicieron el amor hasta que los cuerpos de ambos quedaron satisfechos y derretidos en su romanticismo ilimitado.

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–Buenos días, cariño. –Despertó Remus a Helen con una suave caricia–. ¿Has dormido bien? –Helen asintió, levántandose lentamente de las tinieblas del sueño–. ¿Quieres que te traiga el desayuno a la cama?

–¡Oh, Remus, amor! –exclamó Helen mirándolo con amor infinito–. No hace falta. Ya estoy bien.

–No, si no es por eso... –dijo–. Es sólo que me apetece mimarte un poquito.

Helen sonrió, débilmente, con la pícara mueca del que sabe y se calla.

–No hace falta que me mientas, Remus –le explicó–. Recuerda que soy legeremántica. A ver, dime¿qué te pasa?

Remus vaciló, pero aquellos penetrantes ojos a los que tanto idolatraba lo estaban mirando, y en su interior sintió una paz inafable, un sentimiento imposible de haber subido a lo más alto del cielo y estar acariciando las esponjosas nubes con las yemas de los dedos.

–Realmente, Helen, siento todavía no haberte creído cuando tuve oportunidad. –Rió estúpidamente–. ¡Me creía que me estabas siendo infiel, figúrate! He sido un tonto... ¿Cómo iba a saber yo que no querías contagiarnos ni a Matt ni a mí?

Helen acarició la áspera mejilla sin rasurar de su marido.

–Exactamente –le susurró–. ¿Cómo ibas a saberlo? Deja de atormentarte¿quieres? No te lo tomé en cuenta entonces ni te lo tomo ahora. Has permanecido fiel todo este tiempo a mi lado, ya has redimido tu culpa.

–Pero es que... –prosiguió Remus, intranquilo–. ¡Es que jode, Helen! Fui estúpido. ¡Completamente estúpido¡Y necio! Hasta Matt pareció darse cuenta de todo... Aunque sería por sus presentimientos, no sé... Sólo sé que metí la pata y no se me va de la cabeza.

–¡Olvídalo ya, Remus! –exclamó Helen con voz dulce–. Yo no le veo mayor importancia. Si te sientes mejor, prepárame ese desayuno... –Remus, excitado, corrió hacia la puerta, preparado para obedecer, pero en el último instante Helen lo llamó–. Te quiero, Remus Lupin; eso es lo que no debes olvidar.

Remus, descalzo, resonando sus pisadas rápidas al marcar el talón, corrió hasta ella y le dio un beso.

Salió de la habitación y bajó las escaleras hasta la primera planta. Sobre la mesa del salón estaba ya el amarillento diario mágico, que una lechuza de plumaje oscuro le traía cada mañana con puntualidad.

Antes de entrar en la cocina se propuso echarle un vistazo a la primera plana, para tener así una pequeña noción de lo más importante que había pasado durante la jornada anterior. Pero al desdoblar el periódico, las fuerzas le fallaron y cayó sobre el sofá. Recogió de nuevo el diario y observó la gran foto de la portada despacio, como si no se atreviera a volver a desvelar el misterio.

Aquellos ojos negros, aquel mentón hendido y mal afeitado, aquel lacio cabello oscuro como su mordaz y frenética sonrisa ¡le eran tan familiares! Pero no podía ser... ¿Sirius Black portada?

«SIRIUS BLACK: FUGADO DE AZKABAN.»

Remus dejó escapar un grito. El periódico se le escurrió entre los dedos como el agua al intentar atraparla. Se llevó una mano a la boca, con la mirada perdida en la foto en movimiento. «Imposible...» Las páginas de pergamino en el suelo estaban aplastadas unas sobre otras.

Helen se estaba haciendo un moño alto, incorporada en la cama, cuando Remus se apareció estrepitosamente a su lado, y ella se asustó, sacando apresuradamente la varita para defenderse.

–¿Qué haces apareciéndote en casa, eh, tonto? –le espetó–. Me has puesto el corazón en la garganta... ¡Oh, qué susto! –exclamó soltando la varita mágica sobre la mesita de noche–. ¿Qué te ha pasado, eh?

Remus no pudo contestarle. Se limitó a soltar el diario de los magos, plegado, sobre la cama, donde Helen lo recogió. Echó un vistazo a la portada, y sus ojos se abrieron inusitadamente y su boca se decolgó como un tobogán.

–No puede ser... –dijo sin apartar la mirada.

–Ese canalla se ha permitido el lujo de huir cuando ni derecho a la vida habría de tener –gritó Remus exaltado–. ¡Mató a James, a Lily y al pobre Peter! –La rabia se retorcía en el estómago de Remus como si fuese una culebra que despertase agitada después de un largo hibernar–. Lo mataré. Con mis propias manos si es necesario¡pero lo mataré!

Helen miró a Remus y éste también a ella, y calló, porque vio en sus grandes ojos también despierto el profundo dolor que sintiera por la pérdida de Lily.

–Voy a ir a hablar con Dumbledore –dijo Remus completamente convencido.

–Sí. –Helen se levantó de la cama–. Es lo mejor. Él sabrá lo que hay que hacer. Quizá fuera conveniente reunir a la orden de nuevo. –Remus la miró entristecido y la cogió de las manos–. Recuerda que es la mano derecha de Voldemort...

–¡Harry! –exclamó Remus–. ¡Estará en peligro!

Remus corrió aprisa. Helen lo siguió. El hombre iba en dirección a su armario para vestirse, decidido a hacer algo de lo que nunca se hubiera creído capaz: desobedecer a Dumbledore. Sabía que no debía acercarse a Harry Potter a no ser que, como en ocasiones anteriores, el propio Dumbledore se lo ordenara. Sabía, aunque no supiera realmente por qué, que Voldemort no podría atacar a Harry Potter mientras estuviera en Privet Drive. ¡Pero no era de Voldemort de quien estaban hablando, sino del vengativo y cruel Sirius Black!

–Remus –Helen le puso una mano cálida sobre el hombro–. No te precipites. Dumbledore dispondrá. –Remus se dio la vuelta y supo que debía obedecerla–. No sé... No puedo ni imaginarme cómo ha podido escapar de su celda de máxima seguridad en Azkaban. ¡Ay!

–¿Qué te ha pasado? –le preguntó Remus preocupado.

–Lo he visto –dijo.

–¿El qué?

–¡Cómo escapó! –exclamó–. He tenido una visión... –Remus calló, anhelante–. Era de noche, y brillaba la luna llena. Iba montado sobre un enorme animal con alas. De lejos parecía un águila. Aunque ¿cómo demonios habrá podido conseguir un águila en Azkaban?

–¿Luna llena? –increpó Remus–. Pero anoche no fue luna llena... ¿Quieres decir que Sirius lleva más tiempo fugado del que el Ministerio reconoce y que lo ha estado ocultando todo este tiempo? –La miró con ojos trémulos–. Hace casi dos semanas desde la última luna llena... –dijo con amargura.

–La hora está más avanzada de lo que parece –dijo Helen–. Quizá Dumbledore lo supiera ya, pero no haya querido decirnos nada por no alarmarnos. –Remus asintió, sin saber qué pensar–. Pero¡vamos, no te quedes ahí como un pasmarote. ¡Vístete¡Rápido!

Abrió el licántropo la puerta del armario y sacó una túnica oscura que puso sobre la cama. Comenzó a desabrochare los botones de la camisa del pijama, cuando Helen, rondando, le echó un vistazo a la túnica que acababa de sacar Remus.

–¿Ésta te vas a poner? –preguntó la mujer con voz chillona–. Pero ¿no ves cómo tienes la manga, toda deshilachada, que da pena¿Cómo te vas a poner esta túnica?

–Bueno, ya se le hará luego un remiendo –protestó Remus quitándosela de las manos.

–Pero ¿estás loco? –exclamó la mujer–. Esto ni con remiendo ni sin remendar. Está vieja, Remus¡vieja! –Abrió la puerta del armario–. ¿No lo ves, eh? Todas las túnicas que tienes están con algún descosido o descoloridas. –Meneó la cabeza–. ¿Qué hiciste con el dinero mágico que te di para que te compraras ropa, eh?

Remus agachó la cabeza.

–Le compré con él a Matt aquel conjunto de ropa y aquellos juguetes que te enseñé –respondió.

–¡Oh! –Se apenó Helen–. Ya me lo temía yo... –dijo–. Pero yo ya le compro cosas a Matt. ¡Ese dinero te lo di para ti! –Miró a su marido con ojos entristecidos, pero le sonrió–. ¿Por qué lo hiciste?

–¿Que por qué? –repitió Remus–. ¿Que por qué, dices? Porque sí, Helen. Yo no me lo merezco. Ese dinero debéis gastároslo Matt y tú, pero no yo, porque yo no gano nada para la casa. ¿Por qué habría de gastar tu dinero en comprar túnicas nuevas para mí cuando me valen las viejas? Nada quiero para mí; nada que vosotros podáis emplear mejor.

–¡Oh, no digas tonterías, Remus! –exclamó medio enojada medio divertida–. Ya hablaremos más tarde de eso. Ahora ¡ve! Debes hablar con Dumbledore.

Remus asintió. Se puso la túnica rápidamente y corrió al cuarto de baño a asearse. Helen, andando lentamente, llegó por detrás, y acarició el hombro de Remus. Éste la miró a través del espejo; su mujer tenía aspecto grave, la sonrisa torcida.

–Hablarás con Dumbledore –dijo–. Pero deberás afrontar la verdad.

–¿Qué verdad? –preguntó Remus.

–Vuestro secreto, aquél que sólo comparto yo. –Remus la miró sin comprender–. Deberías explicarle a Dumbledore que Sirius es un animago.

Remus miró a Helen con miedo, con ganas de llorar. Pero algo más asustadizo, detrás de ella, en el claro de la habitación que se veía a través de la puerta del cuarto de baño, Remus vio una sombra de color violeta. El hombre apartó a su mujer y entró a toda prisa en el dormitorio, seguido de Helen.

–¿Lo has visto? –preguntó Remus a voces–. ¿Eh, lo has visto? –Asustado sacó la varita.

Helen lo chistó.

–¡Calla, que vas a despertar a Matt –le exclamó bajando la voz exageradamente–. ¿Qué luz, eh, Remus? –le increpó–. No me cambies de tema. Sabes perfectamente que Sirius puede estar ocultándose bajo su forma perruna. ¡Tienes que decírselo!

«¡No!», pensó Remus. «Dumbledore ha confiado en mí desde el principio. Su protección es el único tesoro que conservo de mi infancia. No voy a echar todo eso por tierra por un error de adolescentes. Jamás le diré que mis amigos, a los que forcé a convertirse en animagos ilegales, me invitaban a abandonar mi refugio licántropo para vagar por los alrededores del castillo. ¡No!»

Remus miraba a Helen con el pecho respirando agitadamente, con la varita aún en la mano, con la frente mojada de agua y sudor.

–No, Helen –dijo–. Lo siento. No se lo voy a explicar. No puedo.

–¡No seas cobarde, Remus! –le saltó–. Si damos las características del perro en que se transforma Sirius podrían encontrarlo más fácilmente. ¡Y tú las conoces mejor que yo, Remus!

–¡No, Helen! –La amenazó involuntariamente apuntándola con la varita–. ¡No pienso hablar¡Dumbledore no volvería a confiar en mí! –Intentó tranquilizarse–. No volvería...

–¡Remus! –chilló Helen–. No me obligues a que hable yo con él.

–No –dijo Remus cortante–. Me arrepentiré dentro de un rato de esto –levantó la varita–, pero no puedo consentir que, siendo Dumbledore la única persona viva que me queda de mi infancia, también lo pierda. –Apuntó a su mujer con su varita, ésta atónita–. Lo siento, Helen. Pronto te olvidarás de este incidente sin importancia que tanto me va a pesar. ¡Obliviate!

Helen se cubrió el rostro con las manos, pero un resplandor verde la engulló. Los ojos se le pusieron en blanco, los brazos cayeron laxos. Miró a Remus, pasado un momento, sin expresividad ninguna.

–Helen –pronunció Remus con congoja, como si ya sintiera terriblemente lo que acababa de hacer. Intentó sonreírle, pero los nervios le traicionaron–. Lo siento.

–¿Por qué? –preguntó ella demasiado inocente.

–Nada, nada –contestó–. Me voy a ver a Dumbledore.

Y salió por la puerta.

Helen se quedó quieta un instante, hasta que la complicidad la traicionó y sonrió malévolamente.

–No olvides nunca, Remus –se dijo en voz alta a sí misma–, que nunca podrás hacerme perder mis recuerdos; mi poder adivinatorio es lo suficientemente poderoso como para impedírtelo. –Agachó la cabeza. Exhaló un suspiro–. Pero aún así... Tampoco quiero atormentarte con más preocupaciones. Nada diré a Dumbledore sobre su capacidad de convertirse en perro, por mucho que me pese. Para bien o para mal –se extrañó–, siento que no debo hacerlo.

Remus estaba bajando la escalera cuando Helen lo alcanzó corriendo. El hombre se volvió para atrás y la sonrió débilmente, aún acosado por el reciente cargo de conciencia.

–Helen... –dijo.

–¡Remus! –respondió la mujer–. No sé... A pesar de todo, siento que será muy positivo tu encuentro con Dumbledore esta mañana. No sé...

–¿Positivo? –Rió Remus. Pero su risa era hueca y vacía como la botella que se arroja sin esperanza al mar–. ¿Me tomas el pelo, Helen¡Es una locura! Fugado... Creo que, desde que lo sabemos, todos estamos haciendo muchas tonterías... Yo el primero.

–Adiós, Remus –dijo Helen cuando Remus se introdujo en el hueco de la chimenea.

Lo último que vio el licántropo fue a su mujer despidiéndose de él, agitando la mano, hasta que soltó los polvos flu sobre el suelo cenizoso de la chimenea y la habitación se evaporó, apareciendo el amplio despacho de Dumbledore con éste y McGonagall en él.

Remus salió de la chimenea agitando la cabeza. Dumbledore y McGonagall se volvieron hacia él tranquilamente, pero ninguno le sonrió. Dumbledore se limitó a decir:

–Te estábamos esperando. –Consultó su reloj–. Aunque creía que vendrías antes, también es verdad. –Sonrió–. No te extrañes, sabía que nada más enterarte de la noticia vendrías a hablar conmigo. Siéntate –le ofreció–. Supongo que has leído el periódico. –Se puso completamente serio. Remus asintió–. Black era muy listo. No me extraña que haya encontrado el modo de burlar a los dementores y, además, todas las medidas de seguridad de Azkaban. Era precisamente eso lo que le estaba comentando ahora mismo con la profesora McGonagall. Tú lo conocías mejor, Remus. ¿Te imaginas cómo ha podido hacerlo?

–Creía conocerlo –respondió altivo Remus–. Sirius resultó ser alguien que ninguno de nosotros conocíamos. Pero, no obstante, imagino que escaparía haciendo uso de poderes oscuros. Nosotros no conocemos el legado de poderes tenebrosos que se ocultan y transmiten en la sombra, Dumbledore. Sirius podría haberlos aprendido; no me hubiese extrañado en absoluto.

Remus reparó en McGonagall porque ésta echó la cabeza hacia atrás, respirando exageradamente, y la vio afligida. El hombre agachó la cabeza, y no supo que Dumbledore lo estuvo mirando intensamente unos segundos.

–¡Algo hay que hacer! –habló por fin la profesora McGonagall–. Sirius Black suelto. ¡El Ministerio deberá ponerse manos a la obra si quieren apresarlo! De momento anda libre pero sin varita, pero es lo suficientemente astuto como para conseguir alguna. En tal caso, repetirá las matanzas de otro tiempo.

–Hay que impedirlo –intervino Remus, que veía aquella escapada como un asunto personal, una afrenta a su persona.

Dumbledore bajó la cabeza. Parecía triste y cansado.

–¿Qué ocurre, Dumbledore? –preguntó McGonagall.

–Nos olvidamos de lo más importante¿no os parece? –dijo sin levantar la vista, con las manos cruzadas bajo el mentón–. Si ha escapado irá detrás de su amo, a fin de rehabilitarlo. Pero, pero aún, si ha escapado irá detrás de aquél que supuso la caída de Voldemort.

–Harry... –susurró Remus.

–Corre peligro. –Levantó al fin la vista, triste, el anciano mago–. Mientras Sirius Black corra libre, Harry Potter corre un terrible peligro. Y en Privet Drive ya no estará seguro...

–¿Qué vamos a hacer, profesor? –preguntó McGonagall echándose hacia delante.

–No lo sé –dijo–, realmente no lo sé. Estoy tentado de enviarle una carta a sus tíos pidiéndoles que dejen que el chico venga a Hogwarts con un mes de antelación. No creo que les importara, y a Harry menos aún.

Remus rió, a pesar de la tensión del momento.

–Es que menuda ocurrencia –dijo– mandarlo con sus tíos muggles...

–¿Y aquí qué, eh, Dumbledore? –increpó McGonagall haciendo caso omiso del tonto comentario de Remus–. ¡Él no es Quien-Usted-Ya-Sabe¡Él no teme a entrar en Hogwarts! Es más, le dio a ese chico tanta libertad en el pasado que creo equivocarme si pienso que se conoce todos los pasadizos del castillo. –La profesora se relajó–. Potter estará en grave peligro tanto fuera como dentro, a no ser que le pongamos una guardaespaldas personal las veinticuatro horas del día. Pero no creo que el chico esté muy por la labor¿no le parece?

Dumbledore meditó un momento, atusándose su larga y blanca barba.

–Tiene razón, Minerva –respondió–. Nada que decir. Creo que sólo hay que buscar a la persona adecuada cuando la casualidad es nuestra mejor baza.

–¿Casualidad? –chilló con voz estridente McGonagall–. Nunca he criticado su forma de actuar, Dumbledore, pues todo lo contrario, siempre me ha parecido muy oportuna. Pero ¿casualidad? No creo que ésta sea un tema como para permitirse el lujo de jugar al azar.

–No, querida profesora, no –sonrió Dumbledore–; no me ha comprendido usted. Quiero decir que aprovechemos las oportunidades que, por casualidad, se nos presentan. Harry no aceptará un guarda que lo vigile continuamente, pero sí a alguien que lo vigile sin que sea él consciente. Y la mejor forma de ocultarlo es concediéndole el puesto vacante de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras.

–¡Oh, sí! –exclamó McGonagall–. Me parece una estupenda idea.

Dumbledore sonrió.

–Un guardaespaldas... –pensó un momento–. Nada hay mejor que un auror para luchar contra un mago tenebroso. Espero que esté de acuerdo en eso conmigo.

–¡Completamente de acuerdo! –exclamó la profesora.

–Perfecto. –Astintió Dumbledore–. Y estará, espero, también de acuerdo conmigo en que, además de auror, tiene que ser una persona que conozca bien este castillo. Tanto o mejor que el propio Sirius Black.

–Claro que sí –afirmó McGonagall–. Aunque, ciertamente, no creo que haya nadie que conozca mejor Hogwarts que Filch.

–Pero, opino –dijo Dumbledore sin hacerle mucho caso–, que también, para ser completo, debería ser un auror que pudiera saber en cada momento la manera de actuar de Sirius.

–Anticiparse a sus movimientos –comentó McGonagall–. ¡Claro que estoy de acuerdo¿cómo no?

Dumbledore sonrió de nuevo, muy pronunciadamente.

–Entonces, creo que no tendrá ningún inconveniente en que le ofrezca la plaza de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras a Remus¿verdad?

Remus, que estaba un poco despistado, saltó sobre su silla al escuchar su nombre. «¿Qué?», gritó. Dumbledore, sonriendo, le explicó:

–Necesito a alguien competente que proteja a Harry Potter de Sirius y sepa a la vez encargarse de la materia de Defensa contra las Artes Oscuras, y esa persona eres tú, Remus. Sé que ahora mismo no tienes trabajo, así que imagino que no pondrás inconvenientes. Necesito a alguien que vigile a Harry Potter sin que éste se dé cuenta. Y tú conoces a Sirius Black lo suficiente, aunque a ti te parezca lo contrario, como para anticiparte a sus acciones.

–Yo... Pero... –tartamudeó Remus tras esta larga exposición de Dumbledore. Se serenó–. Yo lo haré encantado, Dumbledore. Gracias por pensar en mí. No te defraudaré.

–Eso espero –respondió Dumbledore sonriéndole.

Y con teatralidad simulada, Dumbledore se puso en pie y le extendió una mano para que le estrechara.

–Bienvenido de nuevo a esta tu casa, Remus –dijo Dumbledore–. ¡Bienvenido a Hogwarts!

McGonagall se puso en pie, abrazó a Remus y dijo:

–No podía haber escogido a nadie mejor, Dumbledore.

Tras muchos papeleos y algún que otro plan que McGonagall, Dumbledore y Remus organizaron para el bienestar de Harry, Remus regresó a casa. Era la hora de almorzar, pero cuando llegó Helen aún no había hecho nada, sino más bien iba a ponerse en ese preciso instante.

–¡No, no, no! –exclamó nada más salir de la chimenea al ver que se anudaba a la espalda el mandil–. ¡No! –La abrazó y le dio un beso. Lo cierto es que se sentía culpable por haberle lanzado un maleficio desmemorizante–. Hoy la comida la preparo yo.

Matt vino corriendo y abrazó a su padre, aunque sólo le llegaba por la cintura.

–¡Hola, campeón! –lo saludó Remus–. ¿Qué has hecho hoy?

–Pues me he puesto a dibujar, he leído un rato y me he ido a jugar con un niño que conocí el otro día del pueblo. –Helen sonrió, pues estaba contentísima de que su hijo pudiera juntarse con otros niños muggles sin que pasase nada raro ni les contase lo que eran en realidad y en secreto–. ¿Tú dónde has estado?

–Pues he estado con tito Dumbledore¿sabes? Y me lo he pasado muy bien.

Helen se lo quedó mirando un momento, y enseguida increpó al pequeño Matt para que fuera a jugar a otra parte. Remus y Helen quedaron solos en la cocina, Remus poniéndose el delantal.

–¿Qué ha pasado? –preguntó la mujer.

–¿Qué ha pasado de qué? –increpó él.

–¡Pues qué te ha dicho, Remus! –exclamó Helen.

–Nada. ¿Qué me iba a decir? –Se agachó y sacó las cacerolas–. Está tan preocupado como yo, pues le ha pillado tan desprevenido también como a nosotros. Tiene miedo, lo he podido ver en sus ojos. Y teme por Harry; incluso en Hogwarts creen que puede correr peligro.

–¿Y van a tomar alguna medida o algo? –preguntó la mujer.

–Sí –respondió escueto el licántropo.

–¿Cuál? –gritó curiosa Helen.

–Van a poner como profesor de Defensa contra las Artes Oscuras a un auror que se encargue de vigilar a Harry y sepa enfrentarse, en caso de necesidad, a Sirius.

Helen pensó un momento.

–Podrían ponerte a ti... –opinó.

Remus se secó las manos en el paño gris de cocina y se volvió lentamente hacia su mujer. Le sonrió.

–Soy el nuevo profesor de Defensa contra las Artes Oscuras.

–¿Sí¡No me digas!

Helen lo abrazó, besó y volvió a abrazar, llena de regocijo y satisfacción.

–¡Esto hay que celebrarlo! –propuso–. Una buena cena para festejar el primer trabajo en condiciones que consigues desde que acabaste la carrera.

Remus sonrió tristemente.

–Y para lo que me sirve... –comentó–. Lo he conseguido por enchufe.

–¡Qué enchufe ni nada! –le soltó–. Convéncete de que valías para profesor. El día que dimos las charlas en Hogwarts me quedé impresionada. Lo digo en serio. Esto hay que celebrarlo. Mira, con la alegría ya se me ha olvidado y todo tu intento de desmemorizarme. –Rió.

–¿Qué? –Remus estuvo a punto de caerse–. ¿Cómo es posible que te acuerdes?

–Huy, nada, nada... ¡Que he dicho un pego!

–¿Acaso lo has visto en alguna visión! Yo no lo he hecho ni pienso desmemorizarte¡que conste! Pero ¿cómo puedes saberlo, eh?

–¡Ay, dejémoslo... ¿Vale?

–Pero...

–¡Ya está, Remus!

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Pasados varios días de aquello, por fin se pudieron reunir todos. Remus, Helen, Sorensen, Ángela, Ken Fosworth, Lafken y los señores Nicked se reunieron para cenar en casa de los Lupin.

–Enhorabuena, Remus –le dijo muy contento su hermano–. Ya sabía yo que algún día llegarías lejos. ¡Profesor de Hogwarts! –silbó–. Fenomenal. Muy bien. –Levantó el dedo pulgar en señal de ánimo.

–Hombre, está muy bien –apuntó Ken–. ¿Puedo servirme otra copita de vino? –preguntó.

–¡Oh, Ken! No bebas más¿quieres? –lo regañó su mujer.

Los señores Nicked se rieron por lo bajo.

–Bueno, sí, sí –dijo el señor Nicked–. Remus lo ha hecho muy bien. ¡Pero no le quitéis mérito a mi princesita! –exclamó–. Que ella lleva diez años con el mismo trabajo y no estamos montando aquí fiestecitas para celebrarlo. Que no es que no me alegre, Remus...

–¡Oh, cállate, Matt! –le espetó su mujer–. ¿Aprenderás algún día a hablar coherente a tu edad o seguirás comportándote como si tuvieras la edad de tu nieto, eh?

–El mono, aunque lo vistas de seda, mono se queda –comentó meneando la cabeza Ángela.

–¿Y eso qué tiene que ver, tita? –preguntó extrañada Helen.

–No sé, Helen –se excusó, encogiéndose de hombros–, pero a mí me apetecía decirlo.

Sorensen soltó una risotada estridente.

–Genio y figura hasta la sepultura –comentó él–. Tanto tú como el querido muggle.

–Me llamo Matthew, no muggle –repuso el señor Nicked muy digno.

–¿Por qué no vas a por el piscolabis que he dejado sobre la mesa de la cocina, eh, Remus? –preguntó Helen.

Remus, asintiendo, se levantó del sofá y fue a la cocina. Volvió al instante con el plato en la mano. Se encontró con que Sorensen había cogido El Profeta de encima de la mesa y lo hojeaba rápidamente.

–¿Habéis leído este artículo? –preguntó el bibliotecario muy interesado. Los demás se fueron callando paulatinamente–. Os leo. –Carraspeó. El silencio ya era absoluto. Remus soltó el plato sobre la mesa baja y se sentó–. Black sigue suelto. El Ministerio de Magia confirmó ayer que Sirius Black, tal vez el más malvado recluso que haya albergado la fortaleza de Azkaban, aún no ha sido capturado.

»"Estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para volver a apresarlo, y rogamos a la comunidad mágica que mantenga la calma", ha declarado esta misma mañana el ministro de Magia Cornelius Fudge. Fudge ha sido criticado por miembros de la Federación Internacional de Brujos por haber informado del problema al Primer Ministro muggle. "No he tenido más remedio que hacerlo", ha replicado Fudge, visiblemente enojado. "Black está loco, y supone un serio peligro para cualquiera que se tropiece con él, ya sea mago o muggle. He obtenido del Primer Ministro la promesa de que no revelará a nadie la verdadera identidad de Black. Y seamos realistas¿quién lo creería si lo hiciera?"

»Mientras que a los muggles se les ha dicho que Black va armado con un revólver (una especie de varita de metal que los muggles utilizan para matarse entre ellos), la comunidad mágica vive con miedo de que se repita la matanza que se produjo hace doce años, cuando Black mató a trece personas con un solo hechizo.

Sorensen levantó la vista del periódico y paseó con la mirada por todos y cada uno, que lo miraban anhelantes, con la boca abierta.

–¿Trece personas de un solo hechizo? –increpó Ken con un silbido–. ¡Vaya! No me acordaba de eso.

–¡Y cómo te ibas a acordar! –le espetó su primo Sorensen–. Si eras un niñato cuando pasó. De eso tiene que hacer diez años más o menos...

–Doce –lo rectificó lacónicamente Remus, muy serio.

–Doce¿ves? –dijo Sorensen–. ¿Cómo diantre te ibas a acordar?

–¿Quién es ese tal Sirius? –preguntó tímidamente Lafken, la esposa de Ken.

Sorensen la miró con los ojos abiertos, muy incrédulo.

–¿Me vas a decir que nunca has oído hablar de Sirius Black? –preguntó extrañadísimo–. Fue un hombre muy malvado, aliado de Quien–Tú–Sabes. –Lafken sí pareció reconocer aquel nombre, pues ahogó un grito–. Pero no un mero aliado, sino su principal, su lugarteniente... ¡Su mano derecha! –Lafken parecía asustada, pues Sorensen le ponía mucho énfasis a cada palabra, viviendo la exposición–. Y ahora se ha escapado.

–¡Y mira que decírselo a los muggles! –Rió Ken–. Es una estupidez. ¡Una completa y absurda estupidez¿Qué va a hacer un muggle si se encuentra frente a frente con Sirius Black?

–¡Estar prevenido! –respondió la señora Nicked ofendida, pues su marido era muggle–. Les han mostrado su fotografía por televisión. Si se encuentran con él frente a frente, al menos podrán huir.

–¿Huir? –inquirió Sorensen–. Ojalá... –comentó con pena–. Ya has visto lo que pasó la última vez. ¡Trece muggles!... Y un mago.

Se produjo un pesado silencio.

–Entiendo lo suficiente de leyes mágicas –lo rompió Ken– como para saber qué puede hacer el Ministerio si Black se le resiste. Lo que realmente me extraña –contrajo el rostro– es que no hayan pedido todavía ayuda a mi departamento. ¡Es realmente inconcebible! Yo, personalmente, considero que Black ya no estará en Inglaterra. Se debería alertar antes al resto de ministerios de magia que al primer ministro muggle. –Se sonrió al recordar lo absurdo que le parecía que los muggles tuvieran que saberlo–. ¡A los muggles!

–¡Sí, a los muggles! –gritó la señora Nicked–. ¿Tienes algún problema, Ken Fosworth?

–Ninguno, señora Nicked –respondió acongojado.

–Pero ¿qué puede hacer el Ministerio si no consigue atrapar a Sirius Black? –preguntó tranquilamente Ángela.

Ken sonrió subrepticiamente.

–Recurrirían al mordaz plan be. Desplegarían sobre la faz de la tierra una horda incontable de dementores que lo perseguirían hasta los confines del mundo. Hasta atraparlo... Y una vez lo hubieran hecho... ¡el beso! –Lafken lo miró respirando agitadamente, con el labio inferior temblando–. Si no consiguen atraparlo, mandarán a los dementores que le den el terrible beso de muerte, el que atrapa el alma del cuerpo escogido y lo condena a una vagancia sin esperanza ninguna.

Helen, que había estado todo aquel tiempo, sin que ninguno se diera cuenta, con el ceño fruncido, la cabeza baja, se levantó violentamente y huyó con lágrimas en los ojos hacia la cocina.

–¿Qué le pasa? –preguntó bruscamente Ken.

Remus se levantó también, lentamente, y se quedó mirando a Ken directamente a los ojos, como si lo retara. Desvió la mirada a la señora Nicked y vio que ésta le hizo una indicación con la cabeza para que viera a ver cómo se encontraba su hija.

–Sirius Black es un canalla –explicó Remus antes de ir–, pero hace doce años Helen y yo lo teníamos por uno de nuestros mejores amigos. Nos traicionó a nosotros tanto como a James y a Lily o al pobre Peter, pero aún no nos hemos hecho a la idea.

Y se marchó dignamente, andando despacio. Cuando hubo desaparecido por la puerta, Ken comentó:

–¿Que conocían a Sirius Balck¡Toma ya! –exclamó–. ¿Por qué no lo han dicho antes?

–¡Oh, cállate, Ken! –exclamó indignada Lafken.

–Muy bien, hija, muy bien –aprobó la señora Nicked–. Por fin me has hecho caso.

–¿Qué te pasa, Helen? –preguntó Remus cuando hubo llegado a su lado–. Dime qué te pasa.

La abrazó. La mujer se volvió lentamente, cabizbaja, pues sentía vergüenza de mostrar su rostro plagado de lágrimas.

–Lo siento, Remus –gemía mientras lloriqueaba–. No sé. Le tengo un profundo odio a Sirius¿sabes, pero era nuestro amigo... ¡No sé cómo no nos dimos cuenta, Remus, no lo sé! –No pudo reprimir nuevas lágrimas amargas–. Pero me duele que hablen de él así... ¡No sé! Lo siento...

Remus la abrazó.

–No tienes por qué sentir nada –le dijo al oído–. Yo te comprendo. Te comprendo.

–¡Ay!

Remus se apartó.

–¿Qué ha pasado? –inquirió.

Helen dejó de llorar. Miró a Remus agitada. Empezó a hablar, pero se trababa. Remus la agarró de los hombros y la obligó a serenarse.

–Harry..., Remus.

–¿Qué pasa con él, eh¡Di!

–He sentido que Sirius y Harry Potter se miraban directamente a los ojos¡el uno al otro! –gritó–. ¡Están juntos, Remus¡Harry está en peligro!

–¿Cómo? –increpó Remus–. Tengo que hacer algo.

Sacó su varita mágica del cinto y se señaló con ella al pecho. Pero Helen lo miraba asustada. Él, mirándola tiernamente, sonriendo, le dijo:

–Le prometí a Dumbledore que protegería a Harry, aunque con ello pusiera en peligro mi vida. Ten fe, volveré a casa.

Y se desapareció.

–Ojalá –dijo Helen–. Ojalá no te pase nada. Ojalá me haya equivocado. Ojalá por una vez.

Remus se había aparecido en la oscuridad reinante de Privet Drive, donde sabía que Harry vivía. Alzó la vista. ¿Seguiría allí Fawkes, el fénix de Dumbledore, vigilando constantemente al pequeño? Pues el día en que fue a visitar al director no lo había visto en su percha.

Una puerta se abrió y un haz de luz alargada alumbró a Remus.

–Menos mal que nuestro servicio es rápido –dijo una voz grave.

–¿Rápido? –gritó una voz hirsuta en tono grosero–. ¡Fuera de aquí¡Largo¿No esperarán que les demos las gracias¡Largo!

–Pero, señor... –repuso un hombre de mono azul al que le estaban cerrando la puerta en las narices.

–¡Largo! –gritó un hombre gordo de ridículo bigote–. ¡Fuera de aquí, bicho!

Remus, armándose de valor, avanzó por el camino empedrado entre el cuidado jardín y adelantó al mago que se encargaba de deshacer los problemas de la magia accidental. Extendió la mano e impidió que la puerta se cerrara. Vernon asomó su cabeza sin cuello con miedo por el resquicio de la entrada.

–¿Quién es usted? –preguntó con miedo el rollizo muggle.

–¿No me recuerda, Vernon Dursley? –inquirió sin sonreír Remus, enarcando una ceja–. Soy Remus Lupin. Nos conocimos en la boda de su cuñado, James Potter.

–Ah, sí, recuerdo... –dijo Vernon poniéndose morado.

–¡Calle! –exclamó Remus desquiciado–. ¿Dónde está Harry Potter?

La risa de Vernon era más desquiciante todavía. Remus estaba perdiendo los nervios.

–¡Le he dicho que dónde demonios está Harry Potter! –gritó agarrando al inflado hombre del chaleco y zarandeándolo–. ¡Di!

–Yo... Yo no sé –dijo con los ojos entornados, asustado–. El muy tunante se ha escapado.

–¿Se ha escapado? –repitió Remus soltándolo–. ¿Adónde?

–¡Ja! –Rió Vernon–. ¿Se cree que lo voy a saber? Ni quiero saberlo. ¡Es un delincuente¡Un desagradecido!

Remus, inconscientemente, sacó su varita y la apuntó a Vernon, quien, más asustado que nunca, pues era la segunda vez que lo amenazaban con una varita aquella noche, cerró los ojos y gruñó con los dientes apretados.

–¡Cállese, Vernon Dursley! –gritó–. ¡Cállese! Su sobrino está en peligro.

–¿Usted es el tío de Harry Potter? –preguntó el otro mago con admiración, quien aún seguía desde una preventiva distancia la conversación con curiosidad.

Remus miró al mago con malos modos. No estaba para perder el tiempo. ¡Tenía que encontrar a Harry Potter, como fuese! Se guardó la varita y se marchó del número cuatro a grandes zancadas, calle abajo. «¿Adónde iba?», se preguntó.

–A la casa de Arabella Figg –se respondió en un susurro.

Cuando llegó a su puerta llamó con un aldabonazo seco. Se quedó esperando unos segundos, pero estaba tan impaciente que volvió a llamar una segunda vez, con más fuerza todavía.

–Ya va. ¡Ya va! –contestó una voz chillona desde dentro.

La puerta se abrió con un gemido fantasmagórico.

–¡Madre de Rowling! –exclamó Arabella–. ¿Es cierto lo que mis ojos ven¡Remus!

–Señora Figg –dijo Remus respetuosamente y la abrazó.

–Pero pasa, pasa –lo invitó, y Remus entró en una habitación sucia y desordenada, con pobladas telarañas en los rincones y los muebles polvorientos–. ¿Qué vas a querer tomar¿Un café, un té? No tengo cerveza de mantequilla, lo siento, cariño; ya sé lo que te gustaba.

–No tengo tiempo, Arabella –le dijo–. Lo siento. He venido para preguntarte si me dejarías utilizar tu chimenea.

–¿Mi chimenea? –preguntó sorprendida–. Oh, sí, claro. Pero para eso te podrías haber desaparecido¿no¡Pillín! –Lo cogió de un carrillo y lo apretó muy fuerte–. Reconoce que, después de tanto tiempo, querías verme un ratito.

–Bueno, sí, Arabella... –dijo Remus intentando sonreír, pues tampoco quería herir los sentimientos de la anciana, a la que no había visto en mucho tiempo–. Pero es que ocurre algo.

–¿Qué te pasa, Remus? Te veo en vilo.

–Harry Potter se ha escapado de casa de sus tíos –habló Remus apresuradamente.

–¡No! –gritó la señora Figg llevándose las manos a la cara–. ¿En qué está pensando? Con el peligro que corre... ¿Y adónde habrá ido?

–No lo sé... –respondió Remus, a quien el temor de Arabella le aumentaba su propia impaciencia–. Por eso necesito tu chimenea, para ir a hablar con Dumbledore en Hogwarts. No puedo ir si no es así.

–Claro, chico, claro –respondió asintiendo numerosas veces–. Vamos a ver a Dumbledore. –Cogió una rebeca–. Pero yo voy contigo.

–No, Arabella –respondió tan rápido Remus que pareció grosero–. No te ofendas, pero alguien tiene que estar pendiente de que Harry vuelva, para avisar...

–¡Ah, claro! –respondió contenta de poder ser eficiente la anciana–. Saldré a dar un paseo por el barrio a ver si me lo encuentro. A lo mejor está en el parque...

–¡Estupendo! –aprobó Remus–. ¿Tienes polvos flu?

Y tras dárselos, Remus se desapareció por la chimenea, viajando en su peculiar espiral de llamas verdes.

–¡Es incocebible, Dumbledore! –gruñó Severus Snape dándole la espalda al director.

Dumbledore, saliendo de detrás de su escritorio, pasando por delante de la chimena, pusó una mano en el hombro de Snape y éste se volvió lentamente.

–Dale una oportunidad, Severus –dijo sonriéndole–. Se la merece.

–¡Oh, por favor! –bufó–. No sé cómo confía tanto en él. Es un licántropo, fue el mejor amigo de Black... –Miró a Dumbledore irradiando odio–. Puede ser peligroso para los estudiantes.

Dumbledore lo miró impasible. Dijo:

–Confío en él porque lo conozco. ¿Puedes decir tú otro tanto?

La chimenea, apagada, se iluminó, y Remus salió escupido de ella. Se levantó del suelo sacudiéndose las cenizas, y saludó a Dumbledore con impaciencia. Vio a Snape y lo saludó con mayor timidez. Éste se limitó a devolverle una mueca de desagrado.

–¡Oh, bien! –Sonrió Dumbledore–. Dos de mis profesores más importantes. Parece esto una reunión en toda orden.

Snape bufó. Remus se dio cuenta y lo miró con el ceño fruncido, pero no tenía tiempo que perder. Se dirigió a Dumbledore y lo cogió del brazo.

–Harry se ha escapado de su casa –le comunicó.

–¿Qué? –preguntó Dumbledore abriendo mucho los ojos.

–Lo que has oído –dijo Remus–. Se ha escapado. Ha hecho magia y se ha escapado.

Snape se rió, con su larga túnica negra remangada al tener los brazos cruzados.

–¿De qué os extrañáis? –preguntó encogiéndose de hombros y poniendo una cara de sorpresa fingida–. Es Harry Potter. ¡Si no llama la atención no se siente... contento!

Remus lo miró a punto de recriminarlo, pero se contuvo. Se volvió a Dumbledore de nuevo:

–Y Helen ha tenido una visión, un presentimiento o no sé qué en el que cree que Harry y Sirius se han encontrado.

Dumbledore, con los ojos completamente desorbitados, sin pestañear, indagó la mirada de Remus, y vio en ésta profunda sinceridad. Asintió, aunque asustado. Se dio un momento la vuelta y pensó, con la mano frotándose la barbilla.

–Snape –dijo sin volverse–. Ve en busca de McGonagall. Convoca a Alastor, Mundungus y Hagrid. –Se giró lentamente–. El fénix ha vuelto a volar sobre el peligro. ¡Aprisa!

Snape, asintiendo tan fuerte que pareció una reverencia, salió del despacho con un ligero ondeo de su larga capa negra. Remus y Dumbledore se quedaron solos, mirándose intensamente el uno al otro.

El anciano mago cogió un bote que había sobre la repisa de la chimenea y se lo alargó a Remus. En él había polvos flu, y el licántropo tomó un pellizco.

–¿Adónde vamos? –preguntó Remus.

–Al Ministerio de Magia –respondió Dumbledore cogiendo también él un poco–. Si se ha encontrado con Sirius, como Helen dice, habrá usado magia. Como es menor de edad, el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia es el único que nos puede dar ahora una respuesta.

Uno a uno, pasaron por el viaje de la chimenea, y llegaron a un abarrotado vestíbulo del Ministerio, con la fuente brillando en el centro, con sus elevados chorros de agua repiqueteando como unos acordes celestiales.

Dumbledore, andando muy deprisa para su edad, apartó a la muchedumbre que aguardaba fila para los ascensores, siguiéndolo Remus atónito.

–¡Un respeto! –gritó un mago bajito pero de carácter endiablado–. ¡Aguarde su turno!

Dumbledore se volvió hinchado.

–Tengo que hablar inmediatamente con el ministro. Sé dónde está el fugitivo Black.

El mago, cohibido, se sonrojó. Nadie más se opuso. Dejaron pasar a Dumbledore y Remus, y en cuanto vino un ascensor lo tomaron. Se detuvieron y salieron en su planta.

–¡Sígueme, Remus! –exclamó con voz de trueno.

Llegaron al despacho del ministro, y Dumbledore abrió la puerta sin llamar siquiera. Fudge estaba dentro hablando tontamente con la secretaria, subida ésta sobre el escritorio. Al ver a Dumbledore se bajó de un salto, y Fudge cogió unos papeles e hizo que los ordenaba.

–Dumbledore –dijo con voz pomposa el ministro–. ¿Qué haces aquí? Y sin llamar.

–No hay tiempo que perder, Cornelius –dijo serio–. Harry Potter se ha escapado de su casa. Ha hecho un conjuro y se ha largado. ¡Con Sirius Black suelto a causa de la incompetencia del Ministerio! Y se han encontrado.

–¿Quién? –inquirió el pequeño mago–. ¿Black y el pequeño Harry¿Cómo¿Cómo lo saben?

–Una adivina lo acaba de profetizar –dijo Dumbledore secamente.

–Pero... –Rió el ministro–. ¡Eso tampoco es de fiar!

–¡Cornelius Fudge! –gritó Dumbledore, y la misma lámpara del techo tembló. El ministro se acobardó–. Si gustas de hacerlo, bajaremos inmediatamente al Departamento de Misterios, donde seguramente ya se haya cristalizado esa profecía, como todas las demás. –Bajando el tono–. Pero, si somos conscientes del poco tiempo que tenemos, bajaremos al Departamento contra el Uso Indebido de la Magia, donde nos dirán que Harry ha hecho seguramente magia...

–Magia ilegal –repuso Fudge con gallardía.

–¡Delante de Sirius Black! –gritó Dumbledore enérgico–. ¿Acaso debe cumplir las leyes cuando su vida está en peligro, Cornelius? –El diminuto mago fue a abrir la boca–. No digas nada. Vayamos al departamento ese.

Fudge lo pensó un momento antes de decir:

–Seguidme –con voz ácida.

Volvieron a subir a un ascensor, en esta ocasión sin tantos problemas, pues la baja figura del ministro hizo que todos se apartaran con una inclinación. Se apearon en una planta mucho menos concurrida, y su tránsito fue apresurado. Fudge avanzaba por delante, se detuvo en una puerta y llamó con los nudillos en alto.

Abrió.

–Perdona, Mafalda –dijo–. Pero estos señores quieren hablar contigo.

La señora Hopkirk era una bruja de aspecto redondo y mofletes rosados, con el pelo rizado y moreno, y una sonrisa desagradable en la cara. Remus sintió que iba a ser difícil tratar con ella, aunque con Dumbledore a su lado, y más de aquella forma, no temía nada.

–¿Ha recibido constancia de que Harry Potter haya practicado algún encantamiento esta noche? –preguntó Dumbledore acercándose.

–¡Oh, sí! –Respondió Mafalda asintiendo con gravedad–. Ahora mismo estaba escribiendo la carta en que se le cesaba.

–¿Cesarle? –inquirió Dumbledore–. ¡Imposible! Está en apuros¿sabe¿Qué tipo de encantamiento ha practicado?

Mafalda consultó el pergamino.

–Han sido dos, ni más ni menos –dijo–. Un maleficio "zampabollos" y un conjuro para solicitar auxilio.

–¿Auxilio? –repitió Remus–. ¡Harry se ha encontrado esta noche con Sirius! –dijo con voz de amargura.

Fudge observó con gravedad la situación, la sopesó y dijo:

–Mafalda, destruya inmediatamente ese documento. Harry Potter no será expulsado esta noche. Un conjuro de auxilio no es un encantamiento para fardar delante de otros niños ni mucho menos. No ha puesto el secreto en duda por una irresponsabilidad. ¡Está en apuros! –exclamó–. ¿Puedes decirnos dónde realizó ese hechizo?

–En la calle Magnolia, señor ministro –respondió tras consultar su informe–. Muy cerca de su domicilio.

–¿Y respondió alguien a esa llamada? –preguntó impaciente Fudge.

–No, señor ministro, no hay constancia de que ningún mago se apareciese.

Dumbledore calló, con los ojos cerrados.

–¿Y no hizo ningún otro conjuro? –preguntó extrañado el ministro.

–No, señor ministro. Ninguno más –respondió Mafalda–. No hay registrado ningún conjuro ilegal en ese distrito a esa hora.

–No le dio tiempo –musitó Remus con un nudo en la garganta–. Lo ha matado...

–Si le parece, señor ministro –comentó Mafalda–, puedo solicitar una pesquisa más profunda de los agentes mágicos que actuaran en esa calle a esa hora justa.

–¡Sí, inmediatamente! –gritó Fudge–. ¡Te lo ordeno!

–Tardará unos minutos... –repuso.

–¡Pues no pierdas más tiempo! –gritó el ministro perdiendo los estribos.

Mafalda se levantó y abandonó el despacho. Volvió a los pocos minutos con un nuevo informe en la mano. Extendió el pergamino sobre su escritorio y lo analizó tranquilamente, a pesar de que Dumbledore bufaba, impaciente, continuamente.

–¿Qué ves, eh, Mafalda? –preguntó Fudge, mirando de reojo al director de Hogwarts.

–A esa hora había tres agentes mágicos en esa calle. –Señaló un punto rojo–. Éste debe de ser Harry Potter. Es el único que porta una varita. Éste de aquí –señaló un punto pequeño de color verde– parece ser un animal. No tiene varita, pero sí poderes, así que imagino que se trata de una criatura fantástica.

–¿Qué tipo de criatura? –preguntó Remus temiéndose lo peor.

–No lo sé –respondió Mafalda encogiéndose de hombros–. Eso no podemos averiguarlo. Así como tampoco se puede averiguar el tipo de hechizos que hace un mago adulto... Y esta luz que viene por aquí –señaló por último un grisáceo punto más grande que los otros – parece tratarse de un vehículo mágico.

–¿Un vehículo mágico? –inquirió Fudge con sorpresa–. ¿Quizá alguien haya podido encantar un coche y haber raptado con él a Harry Potter?

–No –contestó con convicción la bruja–. Parece más grande. No puede ser un simple coche muggle. Yo diría, por esta diminuta señal, que se trata del autobús noctámbulo, pero tendría que cerciorarme.

–¿El autobús noctámbulo? –repitió Dumbledore. Remus recordó brevemente el escaso tiempo en que había estado ocupado como cobrador de billetes en aquel rápido autobús–. Un autobús lleno de magos y brujas adultos. –Sonrió, con los ojos brillantes–. Al final va a resultar que Harry sí recibió auxilio.

Fudge asintió levemente varias veces al director de Hogwarts. Después, bruscamente, se volvió a Mafalda, y le increpó:

–¡Vamos, no te quedes ahí quieta, señorita! –le gritó–. ¡Ve a comprobar si se trata en efecto del autobús noctámbulo o si estás equivocada¡Date prisa!

Mafalda, con pasos torpes, salió corriendo. Dumbledore y Fudge se cruzaron una rápida mirada, pero ninguno dijo nada. Remus, por su parte, se separó unos pasos y se apoyó de cara a la pared, dándose un pequeño golpe en la frente contra el muro.

«Éste de aquí parece un animal», recordó las palabras de aquella mujer. ¿Y si era Sirius¿Y si aquél había sido el encuentro que Helen había profetizado? Aquello demostraría que Sirius iba detrás del pequeño Potter, el único que en la noche fatídica se le escapó. Y él seguía sin atreverse a decirle a Dumbledore que Sirius Black era un animago ilegal. Era incapaz de confesarle que no había sido capaz de obedecerlo, a pesar de la enorme confianza que en él había depositado, y que había vagado por la noche aun sabiendo los riesgos horribles que con ello corría. Se dio otro leve cabezazo contra la pared, con los ojos fuertemente apretados.

La puerta se abrió fuertemente y Remus se volvió interesado. La bruja volvía sin aliento siquiera. Fudge se adelantó y la espetó para que hablara.

–He ido... He ido al... al Departamento de Transportes Mágicos –dijo doblada por la cintura–. Y... Y... Me han confirmado que el autobús noctámbulo ha hecho parada en la calle Magnolia. Todo hace confirmar que Harry Potter subió al autobús; que el autobús atendió su llamada de auxilio.

–Bueno¡pues asunto zanjado! –exclamó alegremente el ministro.

–No tan fácilmente –dijo Dumbledore con la voz algo más suave–. Harry sigue en peligro, pues Sirius Black sigue suelto. Mientras no sepamos dónde está –dijo con la voz engarrotada–, estaremos alerta.

Fudge asintió. Mafalda regresó a su escritorio y se sentó. Cogió un pergamino del cajón, mojó su larga pluma en el tintero y se puso a escribir. El ministro se la quedó mirando y le preguntó de malos modos:

–¿Qué haces?

–Redactar una carta, señor ministro –explicó–. El chico habrá pedido auxilio la segunda vez, pero el primer maleficio es claro. Ha desobedecido las leyes y es reincidente. No puedo hacer nada.

–¡Sí puede! –exclamó Fudge mirando a Dumbledore en lugar de a ella–. Lo habrá hecho inconscientemente, no sé. No se le expulsará del colegio. –Dumbledore sonrió a medias, y Fudge abiertamente al verlo–. Ahora hay mayores preocupaciones que si ha practicado magia o no.

–Ha hinchado a su tía –gritó Mafalda con voz chillona–. Hemos tenido que enviar a un mago para que lo deshaga todo.

Fudge evitó reírse.

–¡Da igual! –gritó–. No importa. Lo importante ahora es que descubramos adónde puede ir el muchacho. Encontrarlo antes de que lo haga Sirius Black.

–El Ministerio no recibe constancia de las solicitudes de paradas que recibe el autobús, señor ministro –explicó educadamente Mafalda.

–¿Ah, no? –inquirió Fudge contrariado–. ¡Vaya¿Adónde puede haber ido? –Se puso a pensar.

–No me cabe duda –dijo Dumbledore– que sólo a dos sitios. Dos sitios donde encontrará todo lo que necesita. Bien a La Madriguera, donde vige su mejor amigo, sitio en el que creerá encontrarse a salvo; bien en el callejón Diagon, donde podrá escabullirse entre la multitud y vivir holgadamente gracias a su herencia. –Rió por primera vez aquella noche–. El pobre se creerá un fugitivo.

–¿La Madriguera? –preguntó Fudge con extrañeza–. No conozco aquello. ¿Le importaría, Dumbledore, ir para allá y quedarse por si va?

–En absoluto –respondió Dumbledore–. Lo haré de sumo agrado.

Fudge se volvió a su subordinada y le dijo:

–Vaya usted al Caldero Chorreante y espérelo allí por si aparece.

–¡No puede ausentarme del trabajo, señor ministro!

Fudge bufó.

–¿Es que todo lo voy a tener que hacer yo? –Miró a Remus, esperando que éste se ofreciera–. ¡Bah! Iré yo mismo. Tengo ganas de dar una vuelta –reconoció. Se acercó a Dumbledore y le estrechó la mano–. Encantado de volverlo a ver, Dumbledore. –Se dirigió a Remus y se la estrechó también–. Encantado. –Se giró hacia Mafalda y le dijo:– Manténgame informado de cualquier movimiento que haga Harry Potter¿entendido? Y nada de mandarle una de sus cartas a menos que yo se lo ordene. Estaré en el Caldero Chorreante.

Y se desapareció.

Remus y Dumbledore, con suaves inclinaciones, se salieron de aquel despacho. Ambos parecían más tranquilos, aunque la fatiga de aquella noche los había traído irritados.

–Me voy a casa de los Weasley, Remus –dijo Dumbledore.

–¿Y qué hago yo? –preguntó Remus sintiéndose incapaz.

–Quédate al lado de Helen y mantenme informado también si averigua algo nuevo. –Remus asintió con gravedad–. Cuídate¿quieres? –Remus asintió y se dieron un abrazo.

–Avísame si Harry llega a La Madriguera –pidió Remus–. Si no, estaré preocupado toda la noche.

–Tranquilo –dijo Dumbledore sacando lentamente su varita–. Aunque hazme un favor antes de volver a casa¿quieres? Ve a mi despacho. Allí encontrarás a Severus. Dile que avise a la orden que ha sido una falsa alarma.

Remus asintió sin gana.

Dumbledore, con un chasquido amortiguado, se desapareció.

Remus se quedó un momento meditabundo. ¡Menuda ocurrencia la de Dumbledore de mandarlo a él a hablar con Severus Snape! Con lo bien que se llevaban... Aunque el licántropo entendía las secretas razones del anciano: pronto, uno y otro se convertirían en colegas, se volverían a ver todos los días, y había que enterrar por completo el hacha de guerra. Para Remus aquello era fácil, pero ¿y para Severus?

Remus llamó a la puerta de Mafalda Hopkirk y entró. Le preguntó si podía usar su chimenea y ésta, sin ánimo, le respondió que adelante. Le pidió también un puñado de polvos flu y se metió por el hueco de la pared. Apareció en el despacho de Dumbledore en Hogwarts.

Al escuchar el restallido de las llamas, Severus Snape se dio la vuelta lentamente. Al ver a Remus salir del hueco de la chimenea, enarcó las cejas y sonrió maliciosamente.

–Remus... –dijo–. ¿Cómo tú por aquí?

–Severus –pronunció Remus con gravedad poniéndose frente a él–. Dumbledore me ha pedido que te diga que desconvoques a la orden. Harry está a salvo, al parecer.

–¿En serio? –preguntó el profesor de Pociones con voz cándida, pero inmediatamente lo volvió a preguntar con la voz grave, indiferente–. ¿En serio? Es un chico con suerte...

–En efecto –respondió Remus sonriéndole–. Aunque lo conozco más bien poco. Sería realmente útil que algún día me hablases un poco de él –comentó educadamente–¿no te parece?

Snape sonrió, entornando los ojos. Se acercó hasta Remus.

–Para provocarme arcadas no es necesario que hable de Potter –escupió–. Conozcos otros métodos menos aburridos. Tampoco es necesario que le des tanto protagonismo, Lupin. Si Potter ya de por sí se cree un héroe, no es necesario que tú le metas más pajaritos en la cabeza. –Le sonrió–. ¿No te parece?

–Oh, sí, claro –consintió Remus, que no tenía ganas de discutir–. Me voy. Seguramente Helen esté preocupada. –Los ojos negros de Snape brillaron un segundo–. No se te olvide avisar a la Orden del Fénix, Severus.

Se volvió y cogió el bote de la repisa. Tomó un pellizco de polvos flu y se dirigió a la chimenea. Snape, antes de que se metiera en su interior, lo agarró del brazo, y Remus se volvió lentamente.

–¿Sí? –preguntó mirándolo con los ojos muy abiertos y las cejas enarcadas.

–Más te vale –le dijo con voz sibilina– que no mantengas contacto con tu viejo amigo, Remus, o entonces sí me veré en la obligación de avisar a la orden.

Remus lo miró un instante y le sonrió.

–A ver quién tiene que avisar antes a la orden¿eh, Severus? Nos vemos. –Le dio un golpe en el brazo y se escabulló por la chimenea.

Cuando Remus regresó a casa ya se habían ido todos. Helen aguardaba dormida tumbada cuan larga era en el sofá, arropada con una diminuta manta, contraída, aterida de frío. Remus se arrodilló a su lado y le dio un beso en la frente mientras le acariciaba tiernamente el pelo. La mujer se revolvió lentamente y se despertó.

–Remus... –dijo al verlo con los ojos aún dormidos.

–Estoy aquí –dijo él–. Ya he vuelto.

–¿Qué tal? –preguntó la mujer con la voz apagada por el sueño–. ¿Eh, qué tal?

–Bien. No he visto a Sirius, tampoco a Harry. Ha huido de casa. Ha cogido el autobús noctámbulo. Pero está a salvo.

Helen sonrió.

–Tan travieso como su padre –comentó–. Si Lily lo viera se tiraría de los pelos...

–Imagino que sí –apuntó Remus.

Se levantó y se encaminó hacia las escaleras.

–¿Adónde vas? –preguntó Helen incorporándose torpemente.

–A por Hatter –explicó Remus deteniéndose en el primer escalón–. Quiero enviársela a Arabella para decirle que Harry está bien. Imagino que estará preocupada.

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Dumbledore había enviado a Remus una carta aquella mañana. Le decía que quería verlo cuanto antes mejor, y Remus se aseó y vistió rápidamente. Helen le había preparado un copioso desayuno, pero el licántropo apenas si lo probó. Pasó al lado de su hijo y le dio un sonoro beso. Se desapareció por la chimenea.

–¡Remus! –exclamó Dumbledore al verlo aparecer. Parecía de muy buen humor–. Me alegro de verte. Menuda noche la de ayer¿verdad? –Remus asintió, sonriendo–. Fudge me acaba de enviar una lechuza diciéndome que Harry ha aparecido en el callejón Diagon, tal y como temía. –Sonrió–. Le ha pedido que no salga de allí bajo ningún concepto. Espero que obedezca, por su bien.

–Yo también –apuntó Remus–. Allí Sirius no se atreverá a atacarlo.

–Así es. –Sonrió el director, echándose un poco hacia atrás–. Así es. He pasado toda la noche en La Madriguera, y los Weasley me han prometido que se hospedarán también en el Caldero Chorreante a fin de hacerle compañía a nuestro quebradero de cabeza. –Sonrió de nuevo.

Remus se adelantó un poco y sonrió también. Se sentó.

–Dumbledore –dijo. Éste le empezó a prestar atención–. Ayer hable con Severus tal y como me pediste. –Dumbledore se inclinó hacia delante, atento. Remus sonrió–. Se cree que sigo en contacto con Sirius.

Dumbledore no pareció preocuparse. Incluso se rió.

–Severus desconfía de todos los profesores de Defensa contra las Artes Oscuras que designo, al parecer –confesó Dumbledore–. El año pasado, con Lockhart, me dijo que era un farsante. ¡Lástima que no le hiciera caso! –comentó con sorna–. Resulto ser un absoluto desastre.

–¿Y por qué no me contrataste a mí? –preguntó Remus con seriedad–. ¿Por qué has tenido que esperar a que Sirius se escape de Azkaban para pensar que podría ser útil?

El anciano agachó la cabeza, contrariado. Se puso a manosear su juego de plumas y desvió en todo momento la mirada penetrante del hombre que tenía en frente.

–Dumbledore –insistió Remus.

–No te he llamado aquí para eso –dijo Dumbledore.

–Pero te he hecho una pregunta –apuntó el licántropo.

Dumbledore alzó la vista y sus miradas se cruzaron unos segundos.

–Y yo te la responderé, siempre que esté en mi haber –dijo–. Y lo está. Has crecido tanto... Ya eres todo un hombre. No te enfades conmigo¿quieres? No te enfades. –Remus no lo interrumpió, expectante. Aguardó a que el anciano mago pusiera las cosas en orden dentro de su cabeza–. Tal fue mi intención. Pensaba contratarte, muerto Quirrell, pero alguien me convenció de lo contrario.

–¿Quién? –inquirió Remus con brusquedad.

–Tu mujer –confesó el director tristemente.

–¿Helen? –le espetó Remus con la boca abierta–. ¡Imposible! Pero ¿por qué?

Dumbledore rebuscó en un cajón y al fin sacó un pergamino que extendió a Remus. Éste lo cogió rápidamente y lo leyó con avidez.

«Querido Dumbledore. Me ha parecido una excelente idea la de contratar a Remus como profesor de Hogwarts, aunque creo que has hecho mejor diciéndomelo a mí antes que a él. Anoche tuve un sueño, y vi en él muerto a Remus. No debe ir a Hogwarts, este año no. Correría un grave peligro. Espero que lo entiendas. Atentamente, Helen Lupin.»

–¡No me dijo nada! –exclamó Remus una vez la hubo acabado, confuso.

–Así es –confirmó Dumbledore–. Ambos lo creímos conveniente. Helen lleva teniendo numerosas visiones de las que nada te dice. Son asuntos que, por el momento, nadie más debe conocer. –Remus recordó como, hacía mucho tiempo, había encontrado a su anciano protector y a Helen hablando a escondidas en el tranco de acceso al sótano–. Ahora que sé todo lo que pasó el pasado curso, supongo que tu mujer tenía razón. Tal vez a ti te hubiera matado el basilisco.

Remus tragó saliva. Adoptó por no pensar en ello. Sonrió y Dumbledore se tranquilizó.

–Bueno, supongo que no era para eso para lo que me has llamado –dijo Remus.

–No, en absoluto era para eso –repitió el director de la escuela.

–¿Entonces? –inquirió.

–Quería hablar contigo sobre Harry Potter y tú.

–¿Qué pasa? –preguntó Remus preocupado.

Dumbledore sonrió a fin de tranquilizarlo.

–El chico y tú –tomó aire– tenéis numerosas cosas en común, pero él no debe saberlas. Espero que comprendas que queda terminantemente prohibido que le hables sobre sus padres, que los conociste, que conociste a Sirius Black. –Remus asintió–. Él debe verte como a un profesor más. No debe sospechar que lo estás custodiando.

–Por supuesto –dijo Remus–. No habrá problemas en eso.

–Sí habrá problemas. –Dumbledore se echó hacia delante–. Desde la última que viste a Harry, ha cambiado mucho. Se parece increíblemente a su padre. Espero que esto no te suponga un inconveniente.

Remus negó inconscientemente con la cabeza. Luego, adoptando mayor gravedad, lo reafirmó con la palabra.

–Estupendo –dijo Dumbledore–. Aunque eso no es todo. –Remus escuchó impertérrito, cpm rpstrp adusto–. El Ministerio acaba de confirmarme que se ha decidido apostar dementores alrededor de Hogwarts y Hogsmeade.

–¿Están todos locos? –exclamó Remus casi poniendose en pie. Se dio cuenta de lo irreflexible que había sido y se sentó–. ¿Dementores? –inquirió con un tono más suave–. ¡Dumbledore! No responden ante nadie más que sus propios instintos. Pueden ser más peligrosos que el propio Sirius.

–Ya, Remus, ya –dijo Dumbledore entristecido–. Ya lo sé de sobrra, pero el Ministerio está convencido. Acabo de venir de allí y no entran en razón. Los dementores camparán a su voluntad por estos terrenos. Por eso quiero que me concedas otro favor, Remus, hijo.

–El que desees, Dumbledore –concedió el licántropo–. Siempre y cuando esté en mi mano conseguirlo.

–¡Oh, sí! –Sonrió Dumbledore–. Necesito que cuides a Harry un poco antes de lo esperado. Por eso viajarás en el expreso de Hogwarts el uno de septiembre.

–¿Cómo? –exclamó Remus sorprendido, y se echó a reír–. Sé que no estás hablando en broma. –Rió hoscamente–. Pero es una locura. No pasaré por un estudiante, a menos que quieras que me tome también una poción multijugos y me adentre entre ellos como un estudiante extranjero de intercambio. ¡Por Rowling, Dumbledore! –Rió divertido.

–Estoy hablando completamente en serio –dijo Dumbledore–. En un tren en el que sólo una entrañable squib repartiendo golosinas y un maquinista algo torpe con los maleficios son los únicos adultos que pueden proteger a Harry Potter, créeme, Harry es vulnerable. Y tú estarás ahí para protegerlo, para vigilarlo. No creo que Sirius sea tan estúpido como para asaltar un expreso en movimiento, sin varita ni nada, que está repleto de jóvenes estudiantes ávidos de hacer magia después de un verano de sequía –rió de su propio chiste–; pero Sirius ha demostrado ser muy estúpido últimamente.

»Irás a Hogwarts en el expreso.

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–Es una sorpresa –dijo Remus guiando por las escaleras a Helen, la cual tenía los ojos vendados.

–¿Adónde me llevas? –preguntó Helen con una sonrisa traicionera–. ¿Eh, adónde¿No iremos al sótano? Mira que, aunque haya dejado ya de tener esas visiones¡te machaco, eh!

–No, no es eso –dijo Remus con voz apresurada–. Y date prisa, que no tengo mucho tiempo. ¿Has acostado a Matt ya? –Helen respondió que sí–. Bien. –La detuvo en seco y le dio un beso en la nuca. Helen se estremeció con un escalofrío. Le preguntó qué hacía–. Preparar el terreno. ¿Sabes qué día es hoy¿No?

–Pues ¿cómo no lo voy a saber? –inquirió divertida–. 31 de agosto.

–¡Ajá! –contestó el licántropo triunfal desanudando el nudo de la venda–. ¡El día de nuestro décimo aniversario!

Y cuando la venda cayó al suelo una imagen fantástica se abrió a sus ojos: Remus había preparado una suculenta cena, dispuesta magníficamente sobre la mesa del salón, con unas altas velas presidiendo el entorno en penumbra.

–Siéntate –invitó a Helen. Desarrimó su silla y la empujó, caballeroso, conforme ella se sentaba.

–Gracias –dijo Helen complacida–. Todo un caballero. ¿Te has tomado la poción de matalobos? –inquirió preocupada de pronto.

–No, aún no –respondió–. Está aquí. –Señaló una copa dorada que había sobre la mesa–. Otros toman cerveza de mantequilla, a otros les gusta el zumo de calabaza, pero a mí... ¡Que va! Poción de matalobos, más sana... –Vio la cara de su mujer y dejó de decir tonterías–. Despreocúpate, Helen. Quedan un par de horas para la luna llena; podemos disfrutar de una cena, algo adelantada, pero cena al fin y al cabo. ¿Quieres un rollito de primavera?

Disfrutaron de la cena, apetecible manjar para sus paladares, y, al término de ésta, se unieron de las manos mientras la cera se derretía a sus lados. Se miraron a los ojos, brillantes, y las palabras sobraron. Remus le acarició la mano a su esposa y le susurró un tímido «te quiero».

–No puedo dormir... –susurró una voz soñolienta en la escalera.

Remus y Helen se volvieron asustados, sorprendidos de pronto. Remus, inconscientemente, extendió su mano diestra y un chorro de luz salió de ella. Matt, cegado por el caudal de luz, se tapó los ojos.

–Papá... –dijo con tono sulfurado–. Te aprovechas de que yo no tengo varita.

Remus sonrió. Cerró el puño y la luz se consumió lentamente.

–Ven aquí –le dijo a su hijo. Éste fue correteando hasta él con su pijama liso rojo de una pieza–. Súbete. ¡Aúpa! –Lo sentó sobre su rodilla–. ¿Qué te pasa, por qué no puedes dormir¿Has probado a contar ovejitas?

–No hay remedio –dijo con una graciosa expresión y se cruzó de brazos con el rostro enfurruñado–. No consigo dormirme y ¡no me duermo! Pero he pensado que... ¡Vaya¡Rollitos de primavera!

Y se lanzó con las manos abiertas hacia el plato. Remus, medio divertido, resopló, y Helen se echó a reír con ganas.

–Ni cenar podemos tranquilos el día de nuestro aniversario –comentó Remus.

–¿Qué te pasa, papá? –le preguntó Matt mirándolo con los dos carrillos abultados.

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Remus despertó a su mujer con una suave sacudida. Abrió ésta los ojos lentamente, y Remus le susurró:

–Me voy.

Helen se puso en pie con estrépito.

–¿Pensabas irte así? –le preguntó–. ¿Así sin avisar casi?

–Te acabo de decir que me iba –contestó el hombre, excusándose.

–¡Ya, ya! –exclamó Helen impaciente, poniéndose una bata–. Pero hay que despedirte en condiciones. ¿Lo has cogido todo¿No se te olvidará nada?

–No, lo llevo todo –respondió Remus con desgana–. He revisado la maleta varias veces.

–Voy a despertar a Matt –dijo decidida Helen.

Y salió por la puerta, con Remus tras ella diciéndole que no era preciso que el niño se levantara tan temprano.

–¿Temprano? –inquirió Helen–. ¡Matt querrá despedirse de ti! –Se volvió y se acercó a Remus, escudriñándolo–. Ay, vaya ojeras¡santa Rowling! –Se puso a caminar de nuevo–. Échate una cabezada en el expreso nada más llegues, que después de una noche de luna llena debes estar cansado –le sugirió.

–¿Qué crees, Helen –le preguntó ofendido–, que soy un niño pequeño? Si tengo sueño¡me dormiré, y si no... ¡también, porque tengo sueño...

–¡Ay, no, Remus! –Se volvió hacia él y lo abrazó–. Es que me da pena que te tengas que ir a Hogwarts. ¡Pena y alegría, no nos confundamos. Pero es que nunca nos hemos separado durante tanto tiempo. Bueno, te iremos a visitar algún día¿no? Algún fin de semana... ¡o en Navidad! –Llegó hasta la cama de su hijo–. Despierta, Matt. Que tu padre se va.

–¿Ya? –preguntó con cara de sueño–. ¿Y por qué te tienes que ir, eh, papá?

–Ya te lo explique ayer, Matt –le respondió–. Tengo que enseñarle a unos niños muchas cosas. Voy a ser profesor. –Le sonrió–. Voy a ganar algo de dinero, así que cuando vuelva podré comprarte lo que quieras. ¡Cualquier cosa!

–¿En serio? –inquirió con ilusión. Pero enseguida se puso otra vez triste–. Pero ¿quién me va a poner ahora a leer y a sumar y a restar y todo eso? –preguntó.

–Mamá –respondió Remus–. Verás cómo lo hace tan bien como yo. –Helen lo miró sonriéndole–. ¡Dame un beso, campeón! –El niño se incorporó en la cama y lo besó en la mejilla. Remus le dio un abrazo y se fue–. Qué pena, no quiero separarme de él.

–No pasa nada –dijo Helen, que bajaba con él–. Ya te lo llevaré algún fin de semana para que puedas verlo. Aunque Dumbledore supongo que te dejará que salgas del castillo algún día para venir a vernos a nosotros¿no? Hombre, eres un profesor con familia, y tienes que cuidar de ella.

Remus se rió. ¡Profesor, qué raro le sonaba.

Al llegar abajo Helen vio una única maleta. Supuso que en ella Remus habría metido alguna de su ropa vieja y remendada.

–Te podrías haber comprado ropa nueva antes de ir a Hogwarts –comentó.

–Da igual –dijo–, da igual. Si en eso no se fija nadie...

Helen cogió la maleta y la inspeccionó.

–Y una maleta nueva también te podrías haber comprado –apuntó–, que ésta también es bastante vieja. ¿Por qué no has cogido la mía? Pero si ésta me parece que la llevamos a París... –exclamó–. Pero mira qué de nudos tienes. Si da pena mirarla.

Remus la dejó hablar sin ponerle pega ninguna. La mujer sacó su varita y apuntó con ella a la maleta.

–¿Qué vas a hacer? –preguntó el licántropo.

Un brillo grisáceo salió de la varita de la mujer e inundó la maleta. Remus se la arrebató de las manos y pudo leer en una de las esquinas: «Profesor R. J. Lupin».

–¿Para qué pones esto? –le inquirió Remus disgustado–. Ni que se me fuera a perder. Que no soy un niño.

–Por si acaso se te pierde –se defendió Helen–. Y deja de rascarlas las letras, que se van a despegar. ¡Mira cómo has dejado la ele! Eres un caso... No las toques que se caen. –Puso cara de tristeza súbita y se abalanzó sobre él y lo abrazó–. Te voy a echar muchísimo de menos, Remus. ¡Muchísimo! También podrás mandarnos cartas¿no?

–Sí, sí, claro –respondió Remus–. Y vendré a visitaros siempre que Dumbledore me lo permita.

–Y te comprarás algo de ropa si vas a Hogwmeade –le recriminó Helen–¿vale?

–Sí, sí –asintió Remus.

–Cuídate mucho¿vale? –Le dio un beso–. Y enséñales mucho.

Remus se sonrió.

–¡Ah, toma! –exclamó Helen. Fue corriendo hasta la cocina y regresó con una tableta de chocolate de la cocina–. Recuerda lo que Dumbledore dijo. –Remus asintió cogiendo el chocolate y se lo guardó en el bolsillo–. Cuídate, cariño.

–Lo mismo digo –dijo Remus besándola–. Y dale un beso cada mañana a Matt de mi parte¿vale? Te quiero. –Se volvieron a besar–. Hasta que nos volvamos a ver.

–Que espero que sea pronto –susurró Helen mientras la capa de Remus ondeaba al desaparecerse.

El licántropo, portando su ridícula maleta de mano, anduvo por la abarrotada estación sin que nadie sospechara de él. Pasó entre los andenes observándolo todo con tranquilidad. Finalmente llegó: allí estaban las barreras de los andenes nueve y diez, y entrambos ¡el andén nueve y tres cuartos!

Miró a su alrededor y comprobó que nadie lo observaba. Echó a andar con despreocupación, hasta que traspasó la barrera con naturalidad. Sonrió. ¿Cuánto tiempo haría de la última vez que lo vio? Pero allí estaba, el expreso a Hogwarts, en vivos colores escarlatas, con el escudo del colegio sobre el vagón del maquinista.

Tomó aire y entró en el tren.

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¡Helen está viva! Y la aproximación de Remus a Hogwarts queda más que patente. ¡La saga queda viva, real¿Cuándo? Dentro de dos semanas, como se suele acostumbrar. El viernes, 21 de octubre sabéis que podréis encontrar una nueva continuación a esta inacabable historia. Digan y cuenten de la Historia interminable, que más significa es ésta.

Avance del capítulo 51 (EL PROFESOR DE DEFENSA CONTRA LAS ARTES OSCURAS): Tercer año de Harry Potter en Hogwarts. Hay un nuevo profesor de D.A.O. ¿Quién es? Veremos escenas no presentadas por Rowling, como si entrásemos en las bambalinas de un teatro durante la representación.

Muchas gracias. Un saludo.