¡Guau! Me parece increíble que al final pueda estar escribiendo estas "inhabituales" palabras de presentación, que en esta ocasión se convertirán en una sentida disculpa: jamás me he visto en tardanza tan acusada, ya lo sé. Con algunos he podido hablar, con la mayoría no. A causa de mi reciente apatía no he querido molestar a nadie con insidiosos correos en los que diera larga cuenta de mis problemas, convirtiéndome con ello, diantre, en la clase de persona (al menos en "fanfiction") que trataba de evitar ser.
He sufrido varias semanas de retención en casa (como lo oís), a causa de unas obras que se estaban fraguando en ella, así como en mi dolorido pecho por la tardanza. El ordenador, por tanto, quedaba reducido a una montaña de cables inaccesibles en un rincón. La patética estampa tiene tanto de patética como de cierta. A causa de la imprevisión que, a causa a su vez de la falta de tiempo, se propició, me vi incapaz de responder a mi puntual cita, con lo que me quedé con el culo descubierto. Pero, como dice Quevedo, «con aflojar y comprimir las arcas, cualquier culo lo hace con dos cuescos»; o como también es posible que «ándeme yo caliente y ríase la gente», basta ya de explicaciones, quede dicha la disculpa y en manos del libre vulgo quede el hado del infeliz reo.
Por último, en este improvisado tablón de anuncios (pues no he hecho más que comenzar), comunicó que, a pesar también de mi opuesta voluntad, intuyo (es una mera fórmula suavizadora...) que mis respuestas a vuestros constantes "reviews" serán más cortas, o lo que yo pueda interpretar por cortas; ello se debe exclusivamente a que, aunque es mi segundo año en la Universidad, es mi primero en verdad; y aunque sea arduo y laboriosa empresa, nunca he sentido más dicha. Entiéndase que más rato pasan ahora estos pulmones respirando polvo que bytes. Aunque, no quepa duda, siempre habrá un capítulo de mi tiempo para vosotros.
Ahí va... Respondo a los "reviews":
ISA MORENO FERIAS. Hola, Isa. Disculpa mi desconsideración al no responder el correo electrónico que puntualmente me enviaste y en el que dabas señal de tus buenas intenciones para conmigo. La falta de tiempo, reitero. No obstante, a fin de demostrar que lo leí largamente, he aquí la respuesta al mismo, con que espero compensarte. Muchísimas gracias por tu constancia. La verdad es que hubiera querido actualizar muchísimo antes, pero, como ya he dicho, no era competencia mía decidir eso. No importa que hayas empezado a leer en septiembre; quiero decir, mi consideración no va a ser menor por esa simple observación. Siempre y cuando quieras forjar una amistad, no hay duda; yo aprecio a todos los lectores por igual, todos conllevan algo, todos aportan, aunque cierto es que unos llevan más tiempo que otros, pero eso es secundario, no creas. Te envío un fuerte beso y de nuevo un enorme agradecimiento por tu puesta en comunicación.
SILENCE. Hola, Adriana (por fin empleo este nombre y parece que la boca se te llene de extraños sonidos; extraña pero sensorial experiencia). Me hiciste reír con tu descripción cuando llegaste al punto de "no te creas, soy bastante horrorosa". Fue una explosión definitiva que no hubiera creído (por el cariz que tomaba la descriptio) posible y, bum, de pronto. Si tu boca está predispuesta a la risa, la mía a la carcajada. Soy el más escandaloso ser riente que existe sobre la faz de este sucio planeta; por favor, no me provoques más. Me recordaste a una amiga mía con eso del compromiso político y demás: ella es roja hasta la médula, republicana hasta el juanete y procatalana injustificada. Es mi musa política. Espero no defraudarte, pero yo no sé si entro en esa línea de "sí pero no"; ¡soy anárquico! Me gustaría una nación gobernada por la poesía. Que de pegos digo... No, en verdad soy un chicuelo de izquierdas (poco comprometido, la verdad), republicano por desear democracia y cosmopolita, aunque no haya nada como mi tierra, ni paz más segura que la de mi barrio al crepúsculo, bajo cuya suave luz tan buenos versos salen. Si quieres una descripción física, te prevengo que suelo tender a la caricatura: mi rostro es alargado cual pimiento, mi perfil ahincado como espada, mi nariz larga como "peje barbado", mi cabello moreno y más indócil que Toro Sentado... No creo ser un falso idealista, porque lo mío no es la política, y es por ello por lo que no tengo en ella fuertes convicciones, ya que he dejado de creer en el hombre (soy la renaixença del beatus ille); mis aliados son las producciones de los hombres, versos y palabras conjugadas con maestría labor en algo que se harta en denominar literariedad y que yo estoy desentrañando ahora (tanto la labor como el término). Últimamente me está dando por la poesía. ¿Quieres que te enseñe los versillos que he escrito esta tarde en el autobús? Sea como sea, ahí van: «No mana literatura de mi seno / ni fluyen versos por mis venas / ni dice gongorismos mi lengua / ni escriben greguerías mis dedos. ¿Por qué, Maestro, de tu Parnaso / me repudias?» Se debe a una crisis existencial de mis letras; ¡hace tres meses que no escribo MDUL!... Pero tranquila, hay capítulos como para medio año más. Qué previsor soy. Ah, muchas gracias, pero en verdad no escribo todavía tan bien como tú crees, aún hay mucho que pulir en estos finos y alargados dedos de mis manos, arqueados por el vicio perenne de morderme las uñas. Vaya, me he detenido mucho en ti, pero quería dar larga cuenta de tus palabras; espero haberlo hecho satisfactoriamente. Te mando un beso hasta las islas sureñas.
DRU. Hola, Dru. ¿Qué tal? Sí, ya ves, Helen no murió; es que en MDUL nada parece lo que es, o casi nada (que sí hay cosas ciertas, en verdad). Por ejemplo, la luz violeta, Tim Wathelpun...: no todo lo que sobre existe parece lo que en verdad es. Complicado... Pero es que me gusta intrincar las cosas, en honor a la verdad; me parece más intrigante. En otro caso cualquiera no lo haría, porque, en realidad, no soy admirador de tales procedimientos, pero dado que es ésta una publicación que aumenta periódicamente y da la oportunidad de dejar al receptor con la miel en los labios... ¡qué demonios, se agradece. Pero no me pondré estupendo. Lo de si Matt, sabe Dios, vaya a morir también lo dije únicamente en un arrebato de guasa: aunque no quiero decir con ello que esté el pobrecito mío librado del mal hado; sobre todos sobrevuela el negro buitre. Sólo que no quiero preocuparte. Y... ¡voilá!... Las escenas no presentadas del tercer libro. Espero que las disfrutes. Un beso.
AYA K. Hola, chiqui. Me he quedado media hora pensando el gentilicio de Oviedo y, después de demostrarme mi insidiosa ignorancia, no he encontrado término mejor. Tengo un problema existencial: no sé dónde demonios metí el "review" en que me explicabas lo de los cumpleaños y no sé si se me ha pasado el de Sara o qué, y el tuyo, con el tuyo también estoy agobiado, porque ahora han adelantado la película (porque la han adelantado¿no?) y tampoco ya sé cuándo es. Mira que yo quiero felicitaros, pero me tienes que ayudar. En la universidad estoy fatal (espero que tú estés mejor: el primer año siempre es muy vitalista): no salgo del inmenso depósito de Filología Hispánica donde me rodean centenares y centenares de libros (es un poco agobiante, pero más por la impotencia en mi caso de inabarcabilidad que por otra causa); pero, como dice Plinio, "multum legendum, sed non multa"; o Góngora, "con pocos libros libres (libres, digo, de expurgaciones), paso y me paseo ya que el tiempo me pasa como higo". ¿Lo ves? Esto es precisamente lo que me pasa. ¡Acaba de recitarte estos fragmentos de memoria! Debo abandonar el canutillo de papel apergaminado, el chocolate de tinta añeja y el humo a polvo conservado: me hace delirar. Aunque sé que hace ya mucho de lo de Fernando Alonso y que el campeonato ha concluido incluso (por suerte beneficiando a nuestro equipo favorito), como la conversación quedó anclada ahí, la perduro, aunque sea sólo un poco. Bueno, la verdad es que sólo era para decir que (sí, estoy paranoico) me ha dado por ponerme y escribir un poema épico en alabanza de Alonso. Si quieres, cuando lo acabe te lo paso. Es que últimamente me está dando por la poesía... Por Elena no te preocupes, ya no me da ideas maquiavélicas; soy yo ahora quien se las da a ella: mi mente se ha corrompido y no cesa de imaginar catastróficas escenas. Pero así soy yo: una mente atormentada. Espero pronto noticias tuyas, guapetona. Un beso.
KALA FICTION. Hola, Angélica. Me has dejado mortalmente preocupado; aunque tu entereza me ha encumbrado y he pasado cual bote por tu amargura. Espero que para cuando leas esto muchos de tus problemas, como tragados por una cloaca, hayan desaparecidos. El optimismo es la mejor opción, y en ti, en tus palabras, he visto tanto que bastaría para sanar a medio mundo. Sin embargo, tanto a Elena como a mí nos has dejado preocupados. ¿Y aún tienes tiempo de pasarte a leer mis enajenaciones? Tus halagos son, en tal caso, mucho más emotivos que nunca, y de puro corazón te los agradezco, como también te deseo que pronto acabe todo. Deposita en esa firme fe tuya todos esos buenos propósitos y piensa en tu hija; ¡qué preocupados, en verdad, nos tienes! Es que no encuentro, extraño caso, ni las palabras acertadas para manifestar mi horrorizada expresión. Sabe que desde España te mandamos todo el mejor optimismo y anhelamos tu pronta recuperación. Te envían un fuerte abrazo de oso Quique y Elena.
MARCE. Hola, Marce. ¿Qué tal? Ya sé que tu vida, como habitúa a ser, estará tan complicada como siempre comentas; ya no puedo sentir conmiseración como antes, sino la más sincera depresión de ver reflejada en aguas saladas tan revuelto temporal interno. Pero, eh, piensa que todo es, o sea, por una causa: yo lo hago y funciona. Si a ti te vale... Prueba. Claro que no iba a matar a Helen; la duda ofende. Es un personaje vital en la vida de Remus. Bastantes desgracias le deparan aún como para que yo lo maltrate así, de forma tan inhóspita, de nuevo. No. En cuanto al sexto libro: no, no lo he leído aún, aunque hice firme propósito de intentarlo e incluso Leonita me envío una traducción por correo electrónico. Pero, aunque quisiera, me veo sin tiempo: el que pudiera tener para recrearme en lecturas he de dedicarlo desentrañando los versos del Siglo de Oro. Acaba siendo estimulante si te abstraes. Muchas gracias por tu propósito, pero, ya ves, no puedo... No obstante, el capítulo que corresponde a la parte del sexto libro y los siguientes ya llevan escritos desde hace algún tiempo (tanto así que llevan guardados desde antes incluso que saliera a la venta el libro en inglés); pero la publicación es más lenta y ello ha provocado que el original salga antes que esta burda puesta en escena. Yo ofrezco una posibilidad: lo que a mí se me ha ocurrido que pase ese año, que no tiene que coincidir con lo que paso ni tiene que parecerse ni nada; es mi versión. Quien quiere la acepte y quien no, no. Pero de lo hecho no puedo yo ya detractarme. Espero haber subsanado tus dudas. Te envío un fuerte beso.
PIKI. "Si para el mundo no eres alguien, para alguien eres el mundo"... Esta frase es expresiva, trueque léxico (quiasmo) con repetición bimembre de términos. Pero no creo en ella. Jaja. Me dejo de tonterías. Hola. Contigo es con quien he tenido más contacto en este mes de ausencia, gracias al messenger y a que hemos podido saber el uno del otro gracias al grupo. Sin embargo, me alegro poder hacerlo ahora mismo por aquí, distantemente, porque fue como nos conocimos y como veo florecer más el asunto. Intuyo por tus constantes apariciones por el messenger que ya tienes Internet en casa; ya podrás comer chocolate mientras lees los capítulos; y con éste te pondrás gorda como una foca (sin ofender) ya que es más largo que un día sin pan. Es curioso lo del chocolate: muy a lo Remus (algún día, al hablar de los tópicos del siglo XXI, alguien dirá que el chocolate también forma parte de los topoi). Es por todo lo anteriormente dicho que quizá no tenga nada que contarte ahora mismo, porque de tanto frecuentarnos, malagueña mía, ya nos lo hemos dicho casi todo estas semanas, y nada ha quedado para este encuentro oportuno y necesario. Sin embargo, es aquí donde más te digo: te mando un enorme beso; que con eso te lo digo todo.
NAYRA. Hola, Sarita. Te disculpabas por tu retraso a la hora de dejar el "review". ¿Qué habré de hacer entonces yo: ponerme de rodillas y suplicar misericordia? No, en serio; espero que sepáis disculparme este contratiempo. Aunque cuando venga tu hermano de vacaciones (es sólo consejo de amigo) lo que deberías es aprovechar el tiempo con su compañía en lugar de competir por la posesión del ordenador; vamos, digo yo... En fin, en cualquier caso, estamos de nuevo aquí, y con Helen viva. Como ya he dicho más arriba, la duda ofende, ya que ¿quién podía imaginarse que la fuera a matar realmente? No, Helen es un personaje muy importante, o por tal lo tengo al menos, conque no voy a deshacerme de él con tanta facilidad. Empiezan los capítulos de la saga (ya sucedieron los dos primeros libros en la continuidad cronológica, pero como la mención a sus eventos fue tan somera, tengo éste por el inicio verdadero); ello significa que tu aparición queda próxima. Tendrá lugar en la frontera de lo desconocido para mí, de lo conocido para vosotros; tendrá lugar en la frontera de lo real para mí, de lo imaginado o inventado para vosotros. Tengo ganas de que lo leas, en serio; creo que voy a emocionarte. Eva me dijo que este mes sería tu cumpleaños, pero se me ha perdido el archivo en qué decía cuándo. Quiero felicitarte, y espero hacerlo, pero te prevengo que, en caso de conocer próximamente la fecha, a causa de no tener Internet en casa y tener que acceder desde distintas ubicaciones no siempre habilitadas, no sé si lo haré conforme a la fecha real. En tal caso, espero no me lo tengas muy en cuenta. Y sí, ya comienzan las aventuras Remus-Harry... ¡Al fin juntos! Sin embargo, este capítulo no es uno de mis favoritos porque no me ha permitido moverme libremente, sino que me he visto encorsetado en un argumento rígido, unos acontecimientos claros y previstos y un movimiento único; no es mi tónica, pero se soporta. Y dicho todo esto, tras lo que espero no haberte aburrido en demasía, me despido enviándote un fuerte beso.
PADFOOT HIMURA. Hola, Karina. No te preocupes, o ¿acaso no escuchaste el refrán? Más vale tarde que nunca. Atendiendo al mismo, me siento algo más reconfortado. Sí, tu y yo siempre acabamos hablando de comida, conque en esta ocasión, para romper el tópico, no haré ningún comentario al respecto, ya que acabo de almorzar, además, y estoy demasiado empachado como para hablar de ello. El otro día Elena estuvo a punto de entrar a ver "El cadáver de la novia", pero la induje a ver "La leyenda del zorro" (así soy yo, así mis gustos cinematográficos: si no hay espaditas, tiros o acción... ay, me aburro) porque en adelante ella ya la iba a ver con su hermano. De manera que te agradece tu opinión al respecto y siente no poder apuntar nada sobre la misma. No te disculpes por la brevedad, porque también habré de disculparme yo por la que presenta esta intervención; pero, en verdad, hemos dado poco pie el uno para el otro para conversar. Muchísimas gracias, por cierto, por enviarme los correos electrónicos e interesarte por mí; disculpa, asimismo, mi brevedad a la hora de respondértelos, pero, en la situación en que me veía, me era imposible hacerlo más detenidamente. Un fuerte beso de tu amigo español.
ISAPOTTI. Por fin vuelvo a tener noticias de tu parte. Veo que te has mantenido en una discreta sombra para leer este "fanfic". Me parece bien; quiero decir, que no me importa que no me dejes "reviews" y eso. Espero que ya te hayas adecuado un poco mejor a la página, ya que, cuando te presentaste, me dijiste que eras nueva por aquí. Lo cierto es que es muy sencillo si eres lector (no tanto si autor y tienes que colgar un capítulo por esos senderos inescrutables de vocablos ingleses). Y también espero que me hayas disculpado, o que puedas, por esta terrible tardanza, en tanto que recuerdo de tu primer "review" que lo que más ganas tenías de leer era el encuentro entre los dos merodeadores vivos, Harry y Remus. Sin más demora al respecto, helo aquí para tu disfrute. Un besín fuertote. P.D.¿No serás tú Isabel Moreno Ferias? Es que, como no sé tus apellidos, puede ser... Y, como me dejó tal persona un correo con el mismo asunto casi que el que manifiestas en tu "review", puede ser... Y, como lo hizo con un día de diferencia, puede ser... Aun así, dejaré el mensaje inicial por si acaso no eres tú.
Aviso: No he leído todavía el sexto libro, ni creo poder hacerlo hasta... verano incluso: falta de tiempo. Muchas gracias, empero, a todo el mundo.
(DEDICATORIA: Este capítulo, siendo demagogo, se lo dedico, valga la redundancia, a todos aquéllos que han tenido la moral, el coraje, el ánimo, el impulso, de esperarme y se han pasado de vez en cuando por esta página para ver si había actualizado. Mención especial para Kala Fiction, de quien espero, y así hago constar en esta sección, la más pronta recuperación posible. Un saludo a todos, lectores, medúlfilos.)
PERDONAD POSIBLES FALLOS, PERO NI TIEMPO HE TENIDO PARA REVISAR EL PRESENTE CAPÍTULO.
CAPÍTULO LI (EL PROFESOR DE DEFENSA CONTRA LAS ARTES OSCURAS)Paseó entre los vagones, mirando los compartimentos vacíos del tren. Pronto estarían llenos de escandalosos estudiantes, de chillones pequeños que se comentarían entre sí las aventuras del verano que acababa. Finalmente, escogió un compartimento casi al final, pues pensó que cuantos menos chicos lo vieran, mejor.
Depositó su maleta en el portaequipajes y se dejó caer pesadamente sobre el asiento mullido. Se arrellanó. Se quedó mirando con vaguedad el andén desde el tren detenido. Le comenzó a entrar sueño.
La noche anterior había sido luna llena, y Remus la había pasado escondido en el sótano, dominando su transformación gracias a la poción de matalobos. No obstante, estaba cansado, y le comenzó a entrar sueño. Los ojos se le cerraron lentamente. Antes de quedarse dormido se echó la capa por encima. Se durmió.
Descendió en picado al mundo onírico de los sueños, a la increíble y fluctuante subrealidad de su mente. Soñó que estaba en Hogwarts, que paseaba indolente, tranquilo, por los corredores del castillo, con una larga túnica plateada, que tenía el pelo largo y precioso y estaba fuerte y atractivo. A su lado caminaban Sirius, James y Peter, que eran mucho más bajos que él, vestían idénticas túnicas pardas y lo observaban, siguiéndolo cabizbajos, con sumisión.
Remus, andando princepescamente, se topó con Helen de frente, quien vestía un precioso y brillante vestido completamente de lentejuelas y muy escotado. Tenía el pelo recogido en un alto moño y una diadema en la frente. Era más joven que en la actualidad, al igual que él.
–La hora está más avanzada de lo que piensas, Remus –habló Helen.
El licántropo la observó impasible, con sus ojos dorados centelleando en la oscuridad del pasillo.
–¡Helen! –exclamó el chico–. ¡Helen! Dime cuáles son las visiones que me ocultas. ¿Por qué no me las cuentas?
Helen calló, con sus labios sellados, firmes, marcando una sonrisa tibia y arrebatadora.
–La hora está más avanzada de lo que piensas, Remus –volvió a decir.
–¡Helen! –exclamó Remus con el rostro impertérrito–. Dime. ¿Quién es Wathelpun¿Cuál era aquel trabajo del que me hablaste¿Éste¿Qué me ocultáis Dumbledore y tú¿Qué?
–La hora está más avanzada de lo que piensas, Remus –dijo seria.
Una risa macabra reverberó en el corredor. Remus, con un movimiento exquisitamente elegante, se giró. Postrado en el suelo, como a dos metros de él, Sirius Black se destornillaba de risa en el suelo. Su rostro era decrépito y su risa mordaz como su lengua.
–¿De qué te ríes? –inquirió Remus con voz profunda.
Nada respondió Sirius, sino que se limitó a reír más escandalosamente todavía.
Remus, contrayendo su boca en un gesto de desagrado, apartó los dobleces de su exquisita túnica y sacó una larguísima y dorada espada con la empuñadura con forma de cabeza de lobo. La alzó con las dos manos, con el rostro irradiando odio, y dijo:
–Muere, sucia y asquerosa rata traidora.
Pero no pudo clavarla en el cuerpo de Sirius, pues desde el fondo del corredor provinieron unas extrañas voces, desconocidas:
«¡No dejes suelta esa cosa!»
«¡Apártate de aquí!»
«¡No, Ron!»
El corredor se apagó.
Remus abrió los ojos en un hospital. Estaba tumbado, y una horda insaciable de sanadores lo inspeccionaban con avidez. Les dijo que se apartaran¡les gritó que se apartaran, pero no obedecieron.
–Tranquilo, cariño –dijo Helen a su lado, cogiéndolo de la mano y pasándole un trozo de tela mojado para secarle el sudor–. Todo acabará pronto.
«Disculpe... ¿profesor?»
Remus probó a levantarse, pero estaba atado de manos y pies. Forcejeó, pero sólo consiguió lastimarse las extremidades. Sollozó en vano, pues nadie le prestaba atención. Se volvió hacia Helen, para preguntarle qué ocurría, pero ésta había desaparecido.
–¿Qué van a hacer? –preguntó Remus con hostilidad–. ¿Qué demonios piensan hacer?
–Tranquílicese, señor Lupin –dijo un enfermero que lo estaba asiendo del pelo para que dejara de revolverse–. Todo acabará pronto.
Pero ¿que acabaría el qué, se preguntó Remus. Pero cuando iba a formular la pregunta, lo vio entrar por la puerta de sala de operaciones. ¡Sirius Black! Estaba vestido con una larga túnica blanca y sonreía maliciosamente.
–¿Qué... Qué haces tú aquí? –preguntó Remus mirándolo con odio.
–Ya sólo me quedas tú –pronunció Sirius arrastrando las palabras–. ¡Sujetadlo! –Todos los sanadores se echaron sobre Remus y lo sujetaron por todo el cuerpo–. Ya sólo me queda matarte a ti para que el trabajo del Señor Tenebroso sea completo... Tú fuiste el que quiso desde el principio. Y yo te mataré... Por él.
Y se sacó una varita mágica del bolsillo que apuntó al pecho del licántropo. Éste forcejeó, pero en vano. Su fugitivo amigo se aproximaba más a cada paso, y él sintió ganas de gritar. Cerró los ojos. Sintió ganas de gritar.
«¿Hermione?»
«¿Qué haces?»
«Buscaba a Ron...»
«Entra y siéntate...»
«Aquí no. ¡Estoy yo!»
«¡Ay!»
Remus despertó sobresaltado.
–Silencio –dijo con voz ronca y todos se callaron de inmediato.
No vio a nadie. Reinaba la oscuridad en el compartimento y fuera. Se dio la vuelta; no creía que fueran a asustarse viéndolo, pero lo prefirió así. Hacía tiempo que no practicaba magia sin varita, pero consiguió sin dificultad que una bola de fuego apareciera en su mano. Sacó su varita. Se volvió. Vio que lo miraban con ojos atónitos, pero... ¡Santa Rowling! Había unos ojos que le eran tan sumamente familiares... Miró un momento a Harry Potter con sorpresa, tan crecido, con los ojos verdes esmeralda de su madre, tan parecido a James.
Pero dejó de mirarlo, pues sintió en su interior una sensación de frío y vacío que ya había experimentado con anterioridad. Allí debía de haber un dementor.
–No os mováis –dijo.
Avanzó hacia la puerta del compartimento con el puñado de llamas enfrente de él. Pero antes de que pudiera alcanzar la puerta, ésta se abrió sola, bruscamente.
Ante sí Remus tenía un dementor, una de las oscuras y temibles criaturas de Azkaban, que al respirar viciaba el aire y lo contaminaba de su nostalgia e infelicidad. Levantó una mano llena de pústulas que dirigió hacia el licántropo. Pero la volvió a esconder tras su negro ropaje, y aspiró enseguida el aire del compartimento, llenándolos de frío, de amargura, de pena¡de dolor! Remus vio un momento en su mente el rostro de Sirius Black, sonriendo como un enloquecido, y recordó los dos desagradables sueños que acababa de tener.
Alguien vaciló a su lado, y Remus vio cómo Harry se aferraba a su brazo y caía por delante de él desmayado. Remus, tomando aire y apretando la mandíbula, saltó por encima de él y exclamó:
–Ninguno de nosotros esconde a Sirius bajo la capa. Vete.
Y de su varita surgió una informe luz plateada que ahuyentó al dementor. Corrió por el pasillo del tren y Remus asomó la cabeza para verlo huir. Se entró de nuevo y ordenó a los chicos que se apartaran de Harry. Se arrodilló a su lado y le comenzó a dar palmadas en la cara.
–Harry –lo llamó. Se encendieron las luces y el tren reemprendió la marcha–. ¡Harry¡Harry! –El chico comenzó a abrir los ojos–. ¿Estás bien?
–¿Qué? –inquirió desorientado.
Remus se levantó y lo contempló desde arriba. Ron y Hermione, sus amigos, lo ayudaron a levantarse y lo sentaron en el asiento. Todos se sentaron, a excepción del mago adulto.
–¿Te encuentras bien? –preguntó Ron asustado.
–Sí –dijo Harry dirigiendo una fugaz mirada hacia la puerta del compartimento–. ¿Qué ha sucedido? –preguntó–. ¿Dónde está ese... ese ser¿Quién gritaba?
Remus arrugó el ceño al escuchar su última pregunta. Creyó comprender...
–No gritaba nadie –respondió Ron con la voz ahogada.
Harry echó un vistazo por todo el compartimento. Todos sus amigos lo miraban asustados, pálidos; Remus lo observaba con admiración.
–Pero he oído gritos... –insistió.
El licántropo agachó la cabeza. ¡Lo recordó! Se metió la mano en el bolsillo y sacó la tableta de chocolate que Helen le había dado antes de salir. La partió en trozos y los chicos se volvieron hacia él asustados al escuchar los chasquidos del chocolate al ser partido.
–Toma –le dijo a Harry, entregándole un trozo especialmente grande–. Cómetelo. Te ayudará.
Harry cogió el chocolate, pero no se lo comió.
–¿Qué era ese ser? –preguntó insistentemente.
–Un dementor –respondió Remus en tanto repartía el resto del chocolate entre los demás–. Era uno de los dementores de Azkaban.
Las miradas de los chicos se volvieron hacia el profesor entre asustadas y expectantes. Remus, sin prestarles atención, arrugó el envoltorio del chocolate y se lo guardó en el bolsillo.
–Coméoslo –insistió–. Os vendrá bien. –Avanzó hacia la puerta y se volvió–. Disculpadme, tengo que hablar con el maquinista...
Salió del compartimento. Pasó por los demás como una exhalación, lanzando de cuando en cuando miradas al pasar a los estudiantes que había en otros compartimentos, quienes, a su vez, se volvían asustados, sobresaltados, al verlo cruzar el pasillo al otro lado del cristal.
Llegó por fin al primer vagón y entró en un cubículo sofocante en el que hablaban apaciblemente una viejecita de aspecto soñador y un hombre rollizo, todo tiznado, que elevaba a golpe de varita grandes trozos de carbón y los introducía en el horno a vapor. Ambos se quedaron mirando a Remus y éste sonrió.
–Disculpen –dijo–. Soy el profesor de Defensa contra las Artes Oscuras, Remus Lupin.
–¡Ah! –exclamó el maquinista sin sonreír–. Le estrecharía la mano, profesor Lupin, pero lo mancharía –se disculpó–. ¿Tiene algún problema?
–¿Me lo pregunta? –inquirió Remus riendo irónicamente–. Un alumno de mi compartimento se ha desmayado cuando el dementor ha entrado –explicó.
–¡Ay, Rowling del cielo! –Se tapó la boca con las manos la anciana de las chucherías mágicas.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Remus amablemente–. ¿Por qué han subido los dementores al tren?
El maquinista carraspeó.
–Me han dado el alto –explicó–. No he tenido más remedio, profesor. No quiero tener problemas con los dementores, compréndalo. –Remus le sonrió al tiempo que asentía–. Aquí también han entrado. ¡Se me pusieron los vellos como escarpias! –exclamó–. Mire. –Mostró a Remus los dos brazos remangados, pero éste no pudo encontrar nada anómalo ya–. Lo siento por el chico, pero no he tenido más remedio.
Remus fue a decir algo, pero no lo creyó conveniente. Miró a su alrededor mientras el maquinista elevaba un par de nuevos trozos de oscura turba. El licántropo reparó en una lechuza parda que había en una jaula y preguntó si podía utilizarla para mandar un mensaje al castillo.
–Oh, por supuesto –dijo amablemente la anciana squib–. Aquí tiene pergamino y pluma.
–Quiero poner al tanto al colegio de la inspección de los dementores –explicó Remus sin que nadie se lo pidiera–. Dumbledore no va a estar muy contento. –Terminó de escribir la escueta misiva, la ató a la pata del ave, y la soltó por la ventanilla que acababa de abrir y por la que se coló una asfixiante bocanada de humo–. ¿Cuánto falta para llegar?
–¡Diez minutos! –exclamó vivaz el maquinista, echando un nuevo puñado de trozos en el horno centelleante.
Remus se despidió y alejó, pasando lentamente por los vagones. Llegó por fin al suyo y abrió la puerta del compartimento. Se quedó mirando a los chicos y se sonrió divertido.
–No he envenenado el chocolate¿sabéis? –comentó.
Ginny y Hermione sonrieron tímidas, Ron se sonrojó, pero, a fin de cuentas, el comentario surtió efecto: todos probaron el chocolate, y una sonrisa sincera traicionó a Harry, demostrando que se encontraba mejor de lo que él se esperaba después de haberlo probado.
–Llegaremos a Hogwarts en diez minutos –comunicó Remus–. ¿Te encuentras bien, Harry? –le preguntó.
Harry vaciló al ver que se dirigía directamente a él. Se quedó confuso un momento, pero acabó respondiendo que sí.
Nada más hablaron durante el resto del trayecto. Remus hubo de quedarse de pie, pues todos los asientos habían quedado ocupados al llegar Neville y Ginny, pero no le importaba realmente. Lo cierto es que también se había quedado mirando un rato a Neville, y éste lo miraba y se ponía nervioso, girando el cuello bruscamente. El licántropo se preguntaba por qué su rostro le era tan extrañamente familiar, pero no sería hasta el día siguiente cuando descubriría que era Neville Longbottom, hijo de Alice, a la que tanto se le parecía, y Frank; que era aquel niño regordete y simpático al que tantas veces había tenido en brazos hasta que sus padres fueron atacados y ya no lo volvió a ver.
El tren aminoró la marcha lentamente y se apearon. Los chicos salieron rápidamente, mientras que Remus, sin prisa, se paró a comprobar el portaequipajes y recogió su maleta. Bajó los escalones y salió al andén respirando el aire puro de la noche. Se estiró. Tenía ganas de estirar las piernas.
A lo lejos vio una figura que le era grandiosamente familiar¡Rubeus Hagrid! El semigigante avanzaba hacia las barcas del lago, a lo lejos, acompañado con los de primer curso. Estuvo tentado de salir corriendo y saludarlo, pero ni llegaría a tiempo ni debería retrasarlo. Ya tendrían tiempo de hablar tranquilamente.
Tomó aire y emprendió el camino hasta los carruajes. Se montó en uno ocupado ya por tres chicas ravenclaws, una de las cuales no hacía más que mirarlo indiscretamente, y, aunque él se la quedara mirando, Luna Lovegood no se decidía a apartar la vista del profesor. Remus se resignó. Echó un último vistazo general a las tres chicas, muy calladas, quizá intimidadas por su presencia, y se acordó, no supo por qué, de Helen; no hacía sino unas horas que la había dejado y ya la echaba terriblemente de menos. Decidió que no más acabara el banquete de recepción e inicio del nuevo curso, le mandaría una lechuza diciéndole que había llegado bien y que tenía ganas de verla a ella y a Matt. Se asomó por el ventanuco del carruaje y se quedó un rato observando la enigmática luna blanca, a la que le faltaba un insignificante trozo para estar completa; pero para Remus no era en absoluto insignificante. Respiró hondo.
Los carruajes se detuvieron. Al bajar, Remus, en señal de agradecimiento, le dio unas palmaditas en el cuello al oscuro thestral.
–¡Lárgate, Malfoy! –gritó el chico pelirrojo con que Remus había compartido el compartimento en el tren.
Remus dejó de acariciar al thestral y, con el ceño fruncido, observó la situación.
–¿Tú también te desmayaste, Weasley? –preguntó un chico de rostro afilado y pelo rubio platino–. ¿También te asustó a ti el viejo dementor, Weasley?
No pudiendo reprimirse, se acercó con cautela y preguntó tranquilamente:
–¿Hay algún problema?
El chico rubio, un slytherin según pudo comprobar Remus por el escudo de su solapa, le dirigió una mirada insolente, de arriba abajo. Con cierto sarcasmo en la voz, dijo:
–Oh, no, eh... profesor...
Y se alejó con sus dos amigos, grandes y ceporros, riendo como tontos escaleras arriba.
Remus subió lentamente hacia el castillo, observando desde una prudente distancia a Harry y sus dos amigos. Entonces recordó la palabra que le había dado a Dumbledore: sobre que no debía hablarle sobre sus padres, sobre su relación con ellos; y entonces comprendió por qué el director había insistido tanto en que no iba a ser tan fácil. Respiró hondo, no obstante, y siguió subiendo tranquilo. Llegó al vestíbulo y echó un vistazo alrededor. ¡Cuánto tiempo! Atravesó las enormes puertas del Gran Comedor y caminó tranquilo hasta la mesa del profesorado. Allí lo esperaba sonriente Dumbledore.
–¡Remus! –exclamó viéndolo llegar y lo abrazó–. Suerte que tú estabas en el expreso. No sé qué hubiera pasado si no.
–Mejor no pensarlo –contestó–. Pero sentémonos, que estoy algo cansado. He dormido fatal en el tren. He tenido unas pesadillas terribles. Y apenas he podido conciliar el sueño.
Dumbledore lo escuchó un rato y se sentaron. Al poco, cuando todos los estudiantes hubieron ocupado sus asientos, las puertas se volvieron a abrir estrepitosamente y entró Hagrid encabezando la larga fila de nuevos alumnos.
–¡Chico Remus! –exclamó el barbudo semigigante al llegar a la mesa, donde se sentó al lado del licántropo–. Cuánto tiempo.
Le dio un golpe en la espalda y Remus escupió el pistacho que estaba masticando, y se puso a toser hoscamente, mientras Hagrid se disculpaba sentidamente.
–Estoy bien... Estoy bien... –dijo Remus–. Hagrid, sí, cuánto tiempo. Aunque prefiero que no me llames chico Remus. –Se ruborizó–. No creo que sea acertado.
Hagrid rió.
–Claro que no. ¡Ya eres todo un hombre¿Y Nicked? –preguntando poniendo una voz muy dulce que expresaba el enorme cariño que sentía por la sanadora.
–Lupin. Ahora es señora de Lupin. –Remus sonrió y Hagrid estuvo tentado de darle otro golpe en la espalda–. Fue una pena que no quisieras venir, Rubeus. La boda fue genial. –Luego recordó el pequeño incidente con la niña y el lobo, siempre presente cuando recordaba su maravilloso enlace, y aspiró hondo–. Hubieras pasado desapercibido...
Hagrid sonrió, agradecido. Fue a decir algo (seguramente que ahora era profesor), pero se dio comienzo a la selección y no pudo hablar. Remus la observó muy atento. Hacía muchos años que no veía ninguna, y al hacerlo se sintió más joven que nunca, como si sus pesadas transformaciones no hubieran decolorado su cabello ni estropeado su rostro.
Al dar fin a ésta, las puertas del Gran Comedor se abrieron de nuevo y entraron Harry y Hermione hablando entre sí. Remus fue a decirle algo a Dumbledore, pero al hacerlo vio que seguía a Harry con una mirada soñadora, casi juvenil.
Cuando se hubieron sentado los dos, Dumbledore se puso en pie.
–¡Bienvenidos! –exclamó–. ¡Bienvenidos a un nuevo curso en Hogwarts! Tengo algunas cosas que deciros a todos, y como una es muy seria, la explicaré antes de que nuestro excelente banquete os deje aturdidos. –Dumbledore se aclaró la garganta y continuó–: Como todos sabéis después del registro que ha tenido lugar en el expreso de Hogwarts, tenemos actualmente en nuestro colegio a algunos dementores de Azkaban, que están aquí por asuntos relacionados con el Ministerio de Magia. –Hizo una breve pausa–. Están apostados en las entradas a los terrenos del colegio –continuó–, y tengo que dejar muy claro que mientras estén aquí nadie saldrá del colegio sin permiso. A los dementores no se les puede engañar con trucos o disfraces, ni siquiera con capas invisibles. –Remus recordó con nostalgia los buenos momentos pasados bajo la capa de invisibilidad de James–. No está en la naturaleza de un dementor comprender ruegos o excusas. Por lo tanto, os advierto a todos y cada uno de vosotros que no debéis darles ningún motivo para que os hagan daño. Confío en los prefectos y en los últimos Premios Anuales para que se aseguren de que ningún alumno intenta burlarse de los dementores. –Recorrió la sala con una mirada muy seria y nadie hizo el más mínimo gesto.
»Por hablar de algo más alegre –continuó–, este año estoy encantado de dar la bienvenida a nuestro colegio a dos nuevos profesores. En primer lugar, el profesor Lupin, que amablemente ha accedido a enseñar Defensa contra las Artes Oscuras.
Remus hizo un leve movimiento de mano, tímido. El aplauso que recibió del auditorio fue apagado; tan sólo los que habían estado con él en el tren aplaudieron con ganas.
–En cuanto al otro último nombramiento –prosiguió Dumbledore cuando se hubo apagado el tipio aplauso para Remus–, siento deciros que el profesor Kettleburn, nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, se retiró al final del pasado curso para poder aprovechar en la intimidad los miembros que le quedan. Sin embargo, estoy encantado de anunciar que su lugar lo ocupará nada menos que Rubeus Hagrid, que ha accedido a compaginar estas clases con sus obligaciones de guardabosques.
El aplauso que se levantó en honor de Hagrid fue más caluroso que el ofrecido a Remus, y el licántropo sonrió. Recorrió la sala con la mirada y los que más aplaudían eran los gryffindors, mientras que muchos de los slytherins se miraban entre ellos atónitos, con los brazos cruzados. Vio especialmente al chico de pelo rubio alentando a los demás para que se estuvieran quietos, y apretó la quijada.
–Bien, creo que ya he dicho todo lo importante –dijo Dumbledore–. ¡Que comience el banquete!
Remus observó con atención su fuente, esperando que ésta se llenara de manjares enseguida, como acostumbraba. ¡Plaf! Suculentos y sabrosos platos con los que Remus sintió, de pronto, que tenía un apetito voraz.
Pero se contuvo un momento. Se volvió a Hagrid, que estaba a su lado, con dos piezas de pechuga de pollo en cada mano que mordía con bestialidad. Le dio un golpe en el brazo y el semigigante lo miró con extrañeza.
–Enhorabuena, Rubeus –se limitó a decir el licántropo.
Hagrid, con la boca llena, sonrió y se puso colorado. Remus se volvió hacia su plato y comió con apetito, silencioso, lanzando de cuando en cuando miradas a Harry Potter. Tan parecido a James... Suspiró. Aquél estaba siendo un largo día, y todos los recuerdos tristes de su vida estaban aflorando desde que viera a Harry y al dementor. Todos...
–¡Remus! –exclamó Dumbledore poniéndole una mano sobre el hombro y el mago se sobresaltó–. ¿Te he asustado? –Sonrió–. Lo siento. No era mi intención.
–Oh, no. –Sonrió Remus–. Es que no me lo esperaba.
–Sabe, Remus –cambió de conversación el director–, que puedes ir a visitar a tu familia siempre que quieras, siempre y cuando no faltes a tus obligaciones como profesor... Aparte de lo inevitable...
–¡Oh, qué bien, Dumbledore! –exclamó con regocijo el licántropo–. Menos mal que estás tú aquí, porque ya los estaba echando de menos. ¿Te puedes creer? –Se echó a reír–. Ya los estoy echando en falta. ¿Te lo puedes creer?
–Sí –dijo Dumbledore serio–. Puedo hacerme una idea.
Se callaron ambos.
–Es tarde –dijo Dumbledore. Alzó la vista y vio cómo los prefectos conducían a los alumnos a sus respectivas casas a fin de comunicarles las contraseñas que los jefes de las casas les acababan de proporcionar–. Tengo que irme, Remus. ¡Bienvenido de nuevo a tu hogar!
Remus le sonrió con los ojos brillantes de emoción.
–Gracias... –respondió sin palabras–. Dumbledore... Gracias.
–Sí, bienvenido –dijo con su voz atronadora Hagrid–. El pequeño Remus de nuevo en el castillo. –Se echó a reír–. ¡Esto sí que es inverosímil! –Rió–. Es como ver de nuevo a... –Se interrumpió, serio–. Pobres Peter y James. ¡Canalla Black!
–Rubeus, Rubeus –lo tranquilizó Dumbledore–. La ira no hace sino enceguecer nuestras mentes. Mantenernos firmes ante el enemigo, respirar su misma confianza, nos hará acercarnos más a él. –Le guiñó un ojo al enorme guardabosques–. Buenas noches.
–Buenas noches, señor director –dijo ruborizado Hagrid–. Bueno, Lupin... –dijo con timidez–. Que descanses bien.
–Igualmente, Hagrid –le deseó Remus con cortesía–. Hasta mañana.
–Hasta mañana –le respondió.
Remus se alejó de la mesa de los profesores lentamente, sin prisa. Delante de él, unos pasos más adelantado, andaba con paso endiablado Severus y a Remus le hubiera gustado alcanzarlo, hablar con él; enterrar el hacha de guerra, como Dumbledore habría propuesto. Pero la regia apostura del en otro tiempo mortífago hacía renacer en Remus un sentimiento de culpa infinita; ciertamente no había sido él, sino Sirius, a quien le había parecido extremadamente divertido decirle a Snape dónde podría encontrar a Remus transformado. Pero aquello le recordaba las numerosas veces en que, insensato, él también había puesto a otros en peligro por tonterías análogas. Los casos concretos no compensan el conjunto de la realidad...
Avanzó hasta su despacho con parsimonia, arrastrando los pies. Respiraba el puro aire de los corredores, pasando la mano por los pliegues rugosos de la piedra.
Abrió su despacho y entró. Se quitó la capa y la dejó sobre la cama. Observó su alrededor y sonrió. ¡Cuántas veces habría visto aquel despacho sin pensar siquiera que fuera a ser suyo¡Cuántas veces los habría llevado hasta allí Paige a los cuatro merodeadores para comunicarles un castigo para su fechoría de adolescentes¿Cuántas?
Se sentó en el escritorio. Cogió un trozo de pergamino y mojó la pluma en el tintero. Perfiló una cuidada letra cu, casi gótica, al comienzo. Respiró hondo y, sonriendo, prosiguió más rápido:
Querida Helen:
Te amo. Te amo y te echo de menos, mi amor.
Esta mañana, nada más coger el tren...
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Remus, con una tostada a la mitad, giró el picaporte de la sala de profesores. Algunas miradas se levantaron para verlo aparecer. Flitwick, emocionado, aplaudió su entrada y lo hizo que se sentara a su lado; Remus, ruborizado, obedeció. Se sentó observando a Severus, que gruñía con el rostro pegado al diario mágico.
–¿Qué tal tu primer día? –preguntó el profesor Flitwick con su voz aguda y quebrada–. ¿Cuál es tu primer grupo?
–Los de tercero de Slytherin –respondió el licántropo sin connotación alguna en su voz.
–¿Los de tercero de Slytherin? –preguntó con pavor el profesor de Encantamientos–. ¡Vaya! –Silbó–. No es por desalentarte, Lupin, pero es un grupo conflictivo. Algo torpe si me apuras...
–Le pediría –dijo la voz fría y calculadora de Snape (Remus se giró hacia él y lo vio con las manos apoyadas sobre la mesa en posición amenazante)–, querido profesor, que no critique a mi grupo. Los de Ravenclaw tampoco son unos lumbreras, a pesar de lo que se dice... Debería ver la de barbaridades que cometen en mi clase.
El señor Flitwick lo miró con enorme dignidad a pesar de su pequeño tamaño, pero, en realidad, su mirada no le creaba ningún miedo al temible Severus Snape, de quien se decía que era el profesor más temible y odiado de la escuela.
–¡Oh, me irá a decir... –exclamó Flitwick–. El año pasado, el tonto de Goyle me lanzó un maleficio engrandecedor cuando tan sólo tenía que derretir una cucharilla.
–¡Le pediría –se puso Severus en pie con teatralidad– que no insultara a ningún slytherin bajo mi presencia!
El profesor de Encantamientos, con una enorme apostura, se giró hacia Remus serio, pero al encontrarse frente a éste le sonrió.
–Bueno¿y qué tienes preparado hacer en tu primera clase? –le preguntó.
–¡Ah! –exclamó de pronto el licántropo, como si se acabara de acordar de algo–. De eso precisamente quería hablar con el claustro. –Snape alzó la vista con escepticismo–. La primera lección de los de tercer curso trata sobre los boggarts. –Snape enarcó una ceja–. Necesitaría uno para poder dar la clase¿comprenden?
Snape rió y Remus se volvió hacia él lentamente.
–¿Un boggart? –inquirió riendo–. ¿No me irás a decir que en serio estás tratando de buscar bestias tenebrosas para que los alumnos se enfrenten a ellas? Es una estupidez. –Remus fue a responder algo, pero Snape no le dio lugar–. Los chicos deben aprender la teoría, los conjuros, no sucumbir ante esos peligros en la primera oportunidad. ¿Y qué vas a hacer con los más temibles¿Traerás un vampiro a clase cuando tengas que dar esa clase¿Hasta un licántropo? –Torció una sonrisa mordaz–. Aunque eso, imagino, no te costará tanto de encontrar... –susurró.
–Sí, Severus –dijo Remus guardando los modales–. Pretendo que los estudiantes afronten sus miedos y los resuelvan ahora. Si conocen las criaturas, además de los remedios¡eso que han ganado!
–¡Di que sí! –exclamó el pequeño Flitwick–. Aquí mismo –señaló un armario que había a sus espaldas– me encontré anteayer uno.
–Ya, ya lo sé –respondió Remus–. También yo lo he visto. Tan sólo quería pediros permiso para emplear la sala de profesores en esas primeras clases.
Todos empezaron a aprobarlo, dando graves asentimientos, a los que Remus sonreía satisfecho. Sólo Snape, amargado, volvió el rostro y no dijo nada.
Alguien llamó a la puerta.
–¿Se puede? –preguntó asomando la cabeza Draco Malfoy–. Alguien nos ha dicho que íbamos a tener nuestra primera clase de Defensa aquí.
–Eso parece, eso parece... –respondió Snape poniéndose con gravedad de pie–. Nosotros tenemos que irnos¿no? –inquirió con sarcasmo–. Te deseo un enorme éxito con tu primera clase, Lupin. –La ironía se derramaba por la boca de Snape como una bola de helado sobre el cucurucho.
Lentamente, los profesores fueron saliendo. Remus invitó a los alumnos a que pasaran e hizo que se sentaran en las sillas. Los miró despacio, uno a uno, a los ojos. Vio en los rostros de casi todos arrogancia y soberbia, pero allí estaba él: como profesor.
–Me llamo Remus Lupin –dijo en voz alta–, y soy vuestro nuevo profesor de Defensa contra las Artes Oscuras.
–Sí, eso nos han dicho –dijo Draco sin que nadie le diera permiso, y añadió en voz queda para Goyle–: aunque no lo parezca.
Remus suspiró, tomando fuerzas. Se creía aquel chico que el oído de un licántropo no iba a poder escuchar el comentario absurdo de un slytherin maleducado, por bajo que lo dijera. Pero nada dijo. Avanzó hacia el armario y dio un golpe en la manivela, sin abrirlo. El armario comenzó a tambalearse, y los que estaban más cerca se apartaron, asustados.
–Nuestra primera clase de hoy versará sobre los boggarts –anunció Remus alegremente–. Criaturas diabólicas y extrañas, pero de las que, si se las llega a conocer bien, se pueden obtener unas buenas risas. ¿Alguien podría decirme qué es un boggart?
Indagó con la mirada, los persuadió, pero ninguno sabía nada. Descorazonado, se alejó unos pasos del armario y se apoyó sobre la mesa, sin llegar a sentarse.
–Un boggart –explicó– es una criatura tenebrosa que puede adquirir un sinfín de formas. Estas formas dependerán del objeto que más terror produzca a aquél que tenga en frente. ¿Alguien quiere probar? –Como supuso, ninguno alzó la mano–. ¡Vamos, animaos! Ya veréis cómo os divertís. –No obtuvo ningún resultado con aquellas palabras de ánimo–. No sé... ¡Tú, por ejemplo. –Señaló a Pansy Parkinson–. Ven aquí. Levántate.
La chica de aspecto rollizo y anchos hombros se levantó con desgana aparente. Avanzó hasta donde le indicaba el profesor y se volvió de frente hacia el armario.
–Bien –dijo Remus al verla preparada–. Cuando diga tres, saldrá la forma que más miedo te da en el mundo¿vale? –La interrogó con la mirada–. ¿Estás lista? –Se apoyó en el picaporte–. Uno, dos... –Pansy tragó saliva–. ¡Tres! –Giró el picaporte y una masa, al principio informe, salió del armario.
Era oscura, y parecía que se arrastrara. Pero tenía manos, unas puntiagudas manos de dedos largos y afilados como cuchillos; y ojos que descollaban en la oscuridad rojos, como sangre que se derrama en mitad de la noche.
–¡Relaxo! –Apuntó Remus con su varita al boggart y éste regresó al interior del armario y la puerta se cerró. La enorme chica de Slytherin estaba pálida, petrificada–. ¿Estás bien? –No respondió–. Bueno, ya puedes sentarte. –La chica lo obedeció con la quijada firme–. Bien, eso que habéis visto era un boggart. La próxima vez que se abra la puerta, si la persona que tenga en frente es otra, su apariencia será otra bien diferente. –Esperó que alguien mostrara algún interés, pero en absoluto; todo lo contrario–. Bueno... El conjuro para repeler a un boggart es sencillo. Repetid conmigo. ¡Riddíkulo!
–Riddíkulo... –repitieron con desgana.
–Esta clase sí que es ridícula –dijo por lo bajo Draco a sus dos secuaces.
Remus, que también esta vez lo había escuchado, se volvió hacia él con rostro feroz y le dijo:
–Creo, señor... –consultó la lista de la clase– Malfoy, que debería estar más pendiente de la clase¿no le parece? Y si le parece ridícula –Draco se quedó sorprendido (¿cómo habría podido escucharlo?)– mi clase –señaló la puerta–, es usted libre de salir de ella tan fácilmente como ha entrado. –Y armándose de valor–. Cinco puntos menos para Slytherin. –Balbucearon un par de reproches–. Silencio –ordenó sin parecer demasiado aprensivo–. Veamos... Sí¡señor Malfoy! Ya que le parece tan aburrida mi clase¿por qué no me ayuda a hacerla más entretenida? Venga, levántese. –Draco obedeció a regañadientes. Lanzó una rápida mirada a Crabbe y Goyle como esperando que les ayudara, pero éstos no hicieron nada–. No tengo todo el día, Mafloy... –se quejó Remus con ironía–. Bien –dijo una vez hubo llegado–. Te enfrentarás al boggart. A ver, repite el conjuro.
–Riddíkulo... –dijo Draco con amargura.
–¡Excelente! –aplaudió Remus–. ¿Cómo has podido aprendértelo con tanta rapidez? –preguntó sarcástico–. Ya sabes... ¡Pero saca la varita! –lo apremió–. ¿Qué es lo que más miedo te da en el mundo? –Malfoy balbuceó algo que resultó incomprensible–. ¿Cómo?
–Prefiero no decirlo... –dijo Draco tenaz.
–¿Ah, sí? –Sonrió Remus–. No pasa nada. Enseguida lo veremos. Sea lo que sea, cuando pronuncies el encantamiento, piensa que se convierte en algo que te produzca risa. No sé, cualquier cosa... ¡Imaginación, señor Malfoy! Imaginación...
Y se sentó con las piernas cruzadas. Dio una palmada y la puerta del armario se abrió lentamente. Remus estaba muy intrigado en averiguar qué era la cosa que más miedo le producía a aquel maleducado slytherin, pero en ningún momento se imaginaba lo que vio: la figura regia y adusta del señor Lucius Malfoy, con su lisa y brillante cabellera recogida en una cola baja, avanzando lentamente hacia Draco, quien retrocedía asustado, con una ceja enarcada.
–¡Draco! –gritó el boggart. El chico emitió un gritito agudo–. ¿Éstas son tus notas? –preguntó sacándose una hoja blanca del bolsillo–. ¡Necio! –exclamó respirando fuertemente por la nariz–. Debería darte vergüenza que una chica muggle te haya superado en todos los exámenes, Draco. Debería... ¡Deberías no pertenecer a la larga estirpe de los Malfoy! –El labio de Draco temblaba–. No eres merecedor de...
–Señor Malfoy –apeló Remus al chico de rubio pelo, quien se volvió rápidamente hacia él–. Bueno, yo... Convendría que fueses pensando hacer algo gracioso para conjurar con tu varita¿no?
Draco asintió no muy seguro. Dejó por un instante de mirar al boggart transformado en su padre y lo apuntó con una varita temblona en sus manos. Tuvo un atisbo de idea, y se sonrió.
–¡Riddíkulo! –exclamó.
Y su padre retrocedió alarmado, con la ropa del profesor Lupin. Toda la clase estalló en una carcajada general, y Draco se volvió con las cejas enarcadas, enmarcando una sonrisa hueca y maliciosa.
Remus se levantó tranquilo. Hizo un ligero movimiento de mano y Lucius Malfoy fue disparado de regreso al armario, cerrándose inmediatamente la puerta. Se volvió hacia los alumnos y les dijo:
–La clase ha terminado por hoy. –Los recorrió con la mirada–. Podéis iros.
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Remus acabó aquella primera mañana realmente cansado. Pensaba que el trabajo como profesor sería tranquilo, pero incluso estaba más ocioso en "Transporfácil" que allí.
Llegó al vestíbulo con la cabeza gacha.
–¡Lupin! –lo llamó una voz conocida. Levantó los ojos–. ¿Has acabado ya, eh? –le preguntó Hagrid.
–Oh, sí. ¿Y tú? –le preguntó a su vez–. ¿Qué tal tu primer día¿Ha ido bien?
Hagrid se puso a su lado y anduvieron juntos hasta el Gran Comedor.
–Peor no ha podido ser... –Resopló–. Un chico ha salido malherido. ¡Condenación! Y lo peor es que no es por mi culpa, Remus –dijo exasperado–. Y temo que pueda poner el grito en el cielo; su padre, Lucius Malfoy, es muy influyente.
–¿Lucius Malfoy? –inquirió Remus a grito pelado sin reparar que estaban rodeados de alumnos.
–Sí –dijo tristemente Rubeus–¿lo conoces?
–Sí –respondió Remus en tanto asentía–, por desgracia hemos coincidido un par de veces. Realmente te creo si dices que ese chico se ha herido por su culpa. Es un arrogante y un prepotente... –susurró dejando fluir su tensión comprimida.
–¡Ajá! –Asintió con sus greñas múltiples–. Se adelantó, sin que yo le diera permiso, y Buckbeak, mi hipogrifo, lo atacó y...
–¿Un hipógrifo has dicho? –inquirió Remus y Hagrid respondió que sí–. Pero ¿estás tú loco o qué, Hagrid¿Cómo se te ha ocurrido enseñarles a los alumnos un hipogrifo, eh? –El semigigante, azorado, se sonrojó–. Bueno, lo siento. Sé que no ha sido culpa tuya. Vamos, no te preocupes. ¿Quién va a creer a ese niño consentido, eh?
Y Hagrid, mirándolo con ilusión, sonrió.
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Remus aspiró el aire limpio del lustroso despacho de Dumbledore. El director estaba dando paseos de una pared a otra detrás de su escritorio. De vez en cuando le lanzaba extrañas miradas a Remus y se sonreía.
–Así que te va bien¿eh? –preguntó.
–Sí, bastante –contestó Remus–, aunque...
–¿Aunque? –inquirió Dumbledore con extraña impresión.
–Aunque hay algunos alumnos que... Bueno, mejor no decir nada de ellos.
Dumbledore se sonrió.
–¿Y qué tal con Harry? –Remus se sorprendió de lo rápido que Dumbledore había cambiado de tema para alcanzar el quid de lo que deseaba averiguar–. ¿Qué tal con él?
–Pss –dijo Remus sin énfasis–. Realmente no lo he podido ver mucho. Aún no he tenido ninguna clase con su grupo. Es más, su primera clase la tengo dentro de... –Se remangó la manga para consultar la hora–. ¡Vaya!
–¿Qué? –exclamó Dumbledore.
Remus se puso en pie de un salto.
–La clase empieza ya –dijo–. Ya debería estar allí. Gracias por el té, Dumbledore.
–No hay de qué –le dijo viéndolo desfilar hasta la puerta–. Y suerte. He oído decir que Longbottom es muy peligroso. –Se rió.
Remus se volvió paulatinamente.
–¿Neville está en la clase de Harry? –preguntó.
Recordó de pronto al pequeño hijo de Alice y Frank. ¡Cuánto tiempo hacía que no lo veía tampoco a él!
–¡Oh, sí! –exclamó el director con expresión enigmática–. Recuerda que nacieron el mismo año, y que el Sombrero decidió ponerlos a ambos en la casa de sus padres. –Le guiñó un ojo–. Ya veremos qué pasa con Matthew.
–¡Matt! –lo riñó cariñosamente Remus.
–Para lo que él quiere sí que se llama Matthew –dijo sin mucho interés–. ¡Oh, se te olvida tu maletín, Remus.
Remus, tras recogerlo, abrió la puerta del despacho y anduvo a grandes pasos hasta llegar a la clase destinada para Defensa contra las Artes Oscuras. Vio a los chicos todos sentados, disciplinados, hablando unos con otros pero en voz queda. Sonrió agradecido. Avanzó hasta el escritorio y soltó el maletín.
–Buenas tardes –dijo–. ¿Podríais, por favor, meter los libros en la mochila? La lección de hoy será práctica. Sólo necesitaréis las varitas mágicas.
Los alumnos intercambiaron entre sí algunas miradas de sorpresa y confusión. Remus volvió a sonreírse.
–Bien –dijo cuando los vio a todos preparados–. Si tenéis la amabilidad de seguirme...
Estrepitosamente, se pusieron en pie. Salieron del aula y los condujo por los corredores yendo a la cabeza del pelotón. Cuando se estaban aproximando, al doblar una esquina, se toparon con Peeves, que flotaba en el aire jugando con un chicle, con el que estaba cegando la cerradura de la puerta.
Remus, resoplando, avanzó hacia él y se acercó. Entonces el poltergeist reparó en su presencia y sonrió, sacudió los pies de dedos retorcidos y se puso a cantar una monótona canción:
–Locatis lunático Lupin, locatis lunático Lupin, locatis lunático Lupin...
Remus sonreía, cabizbajo, sin querer pensar demasiado en qué interpretación le darían a aquello los estudiantes.
–Yo en tu lugar quitaría ese chicle de la cerradura, Peeves –dijo Remus con amabilidad–. El señor Filch no podrá entrar a por sus escobas.
Peeves no parecía haber escuchado ni por un momento a Remus. Pero cuando soltó una sonora pedorreta todos supusieron que estaba tomándole el pelo nuevamente. Remus, manteniendo la calma, suspiró y sacó su varita mágica. Se volvió hacia la clase, que estaba tras él:
–Es un hechizo últil y sencillo. Por favor, estad atentos. –Levantó su varita–. ¡Waddiwasi!
El chicle salió disparado a una velocidad de infarto de la cerradura y fue a golpear contra el rostro de Peeves, que salió zumbando de allí en un remolino de maldiciones e imprecaciones.
–¡Chachi, profesor! –exclamó Dean Thomas, asombrado.
–Gracias, Dean –respondió guardándose la varita–. ¿Continuamos?
Remus los condujo por otro corredor y se detuvo en la puerta de la sala de profesores. La abrió y dijo:
–Entrad, por favor.
Fueron entrando todos rápidamente y Remus cerró la puerta tras sí.
–Déjela abierta, Lupin –dijo una voz gélida y Remus por primera vez se dio cuenta de que Severus estaba allí–. Prefiero no ser testigo de esto. –Se puso de pie y pasó entre los alumnos. Ya en la puerta, giró sobre sus talones y dijo–: Posiblemente no le haya avisado nadie, Lupin, pero Neville Longbottom está aquí. Yo le aconsejaría no confiarle nada difícil. A menos que la señorita Granger le esté susurrando las instrucciones al oído.
Neville se puso colorado, Remus pudo verlo. Sintió una gran conmiseración por aquel muchacho, quien, al igual que Harry, también había perdido a sus padres. Se volvió lentamente hacia Snape y levantó las cejas visiblemente.
–Tenía la intención de que Neville me ayudara en la primera fase de la operación, y estoy seguro de que lo hará muy bien.
Remus se volvió hacia Neville, y éste se puso más colorado todavía. Snape torció el gesto y cerró la puerta con un sonoro portazo.
–Ahora –dijo Remus para llamar la atención de todos.
Se acercó hasta el fondo de la clase, donde estaba el boggart; en ese instante el armario tembló, golpeando la pared.
–No hay por qué preocuparse –dijo cuando algunos alumnos se echaron hacia atrás alarmados–. Hay un boggart ahí dentro.
Remus no reparó en sus miradas intranquilas. Rozó la suave madera del armario y se puso a dar pequeños paseos de un lado a otro con las manos detrás de la espalda.
–A los boggars les gustan los lugares oscuros y cerrados –prosiguió–: los roperos, los huecos debajo de las camas, el armario de debajo del fregadero... En una ocasión vi a uno que se había metido en un reloj de pared. La primera pregunta que debemos contestar es¿qué es un boggart?
Hermione levantó la mano.
–Es un ser que cambia de forma –respondió–. Puede tomar la forma de aquello que más miedo nos da.
–Yo no lo podría haber explicado mejor –reconoció Remus condescendiente y Hermione se puso muy contenta a sonreír, sin saber dónde mirar–. El boggart que está ahí dentro, sumido en la oscuridad, aún no ha adoptado una forma. Todavía no sabe qué es lo que más miedo le da a la persona del otro lado. Nadie sabe qué forma tiene un boggart cuando está solo, pero cuando lo dejemos salir, se convertirá de inmediato en lo que más temamos. Esto significa que ya antes de empezar tenemos una enorme ventaja sobre el boggart. ¿Sabes por qué, Harry? –Se volvió rápidamente al que llegó a considerar casi como un sobrino.
Hermione levantó la mano rápidamente y Harry la miró un par de veces de reojo. Se concentró, mirando directamente al profesor Lupin y respondió sin convicción:
–¿Por qué somos muchos y no sabe por qué forma decidirse?
–Exacto –exclamó Remus satisfecho–. Siempre es mejor estar acompañado cuando uno se enfrenta a un boggart, porque se despista. ¿En qué se debería convertir, en un cadáver decapitado o en una babosa carnívora? –Recordó el incidente que se produjo cuando fue a ver por primera vez la casa en que ahora vivía–. En cierta ocasión vi que un boggart cometía el error de querer asustar a dos personas a la vez y el muy imbécil se convirtió en media babosa. –Decidió omitir el detalle de que la otra mitad era él mismo, pues aquello habría provocado una marea de preguntas–. No daba ni gota de miedo. El hechizo para vencer a un boggart es sencillo, pero requiere fuerza mental. Lo que sirve para vencer a un boggart es la risa. Lo que tenéis que hacer es obligarles que adopte una forma que vosotros encontréis cómica. Practicaremos el hechizo primero sin la varita. Repetid conmigo¡Riddíkulo!
–¡Riddíkulo! –gritaron todos a la vez.
–Bien –dijo satisfecho Remus. Sonrió–. Muy bien. Pero me temo que esto es lo más fácil. Como veis, la palabra sólo no basta. Y aquí es donde entrás tú, Neville.
Le puso una mano sobre el hombro y notó que el chico temblaba como un condenado al que fueran a decapitarlo.
–Bien, Neville –dijo Remus apretándole en el hombro para infundirle ánimo–. Empecemos por el principio¿qué es lo que más te asusta en el mundo? –Balbuceó algo que resultó ininteligible–. Perdona, Neville, pero no he entendido lo que has dicho –le dijo despreocupadamente.
Neville miró a su alrededor, con ojos despavoridos, como implorando ayuda. Luego dijo en un susurro:
–El profesor Snape.
Casi todos se rieron. Incluso Neville se sonrió a modo de disculpa. El profesor Lupin, sin embargo, parecía pensativo.
–El profesor Snape... mm... Como a todos –dijo en un tono confidencial a la par que bromista–. Neville, creo que vives con tu abuela¿es verdad? –Sabía que aquello era cierto, pues fue su destino al ser atacados sus padres, él bien lo supo; pero aquella forma de preguntarlo le daba menos importancia al asunto en sí.
–Sí –respondió Neville, nervioso–. Pero no quisiera tampoco que el boggart se convirtiera en ella.
–No, no. –Sonrió Remus, divertido–. No me has comprendido. Lo que quiero saber es si podrías explicarnos cómo va vestida tu abuela normalmente.
–Bueno, lleva siempre el mismo sombrero: alto, con un buitre disecado encima; y un vestido largo... –explicó– normalmente verde; y a veces, una bufanda de piel de zorro.
–¿Y bolso? –Lo ayudó Remus.
–Sí, un bolso grande y rojo –confirmó Neville.
–Bueno, entonces –dijo el licántropo–¿puedes recordar claramente ese atuendo, Neville¿Eres capaz de verlo mentalmente? –Éste dijo que sí–. Cuando el boggart salga de repente de este armario, Neville, adoptará la forma del profesor Snape –le comunicó de antemano–. Entonces alzarás la varita, así –se lo mostró–, y dirás en voz alta: «¡Riddíkulo!», concentrándote en el atuendo de tu abuela. Si todo va bien, el boggart-profesor Snape tendrá que ponerse el sombrero, el vestido verde y el bolso grande y rojo.
Hubo una carcajada general. El armario tembló más violentamente.
–Si a Neville le sale bien –añadió Remus–, es probable que el boggart vuelva su atención hacia cada uno de nosotros, por turno. Quiero que ahora todos dediquéis un momento a pensar en lo que más miedo os da y en cómo podríais convertirlo en algo cómico.
La sala se quedó en silencio. El brujo vio cómo muchos cerraban los ojos y se concentraban. Paseó su mirada entre ellos y percibió por un instante un leve escalofrío de Harry. ¿En qué estaría pensando éste? Remus se puso un poco pálido: seguramente el boggart, al llegar a él, se transformaría en lord Voldemort. O en un dementor. Daba igual; ambos seres indeseables que provocarían el pánico en la clase...
–¿Todos preparados? –preguntó alzando la voz. –Casi todos asintieron y se arremangaron, con las varitas listas–. Nos vamos a echar hacia atrás, Neville, para dejarte el campo despejado. ¿De acuerdo? –Neville se volvió con expresión atemorizada–. Después de ti llamaré al siguiente, para que pase hacia delante... Ahora todos hacia atrás, así Neville podrá tener sitio para enfrentarse a él.
Nadie dijo nada. Un silencio sepulcral hacía pesado hasta el mismo aire de la sala. Neville estaba muy asustado, pero sujetaba con fuerza su varita, herencia de Frank Longbottom, como pudo reconocer Remus al verla.
–A la de tres, Neville –dijo Remus y levantó su varita–. A la una..., a las dos..., a las tres... ¡ya!
De su varita salió un haz de chispas que golpeó el picaporte del armario y la puerta de éste se abrió con gran estrépito. De su interior, con su túnica negra como la noche y la nariz ganchuda, salió Snape, mirando a todos con aprensión; pero en especial su mirada de odio se dirigía a Neville. Éste estaba más pálido que nunca, con la boca abierta, y el boggart se acercaba peligrosamente.
–¡Ri... Riddíkulo! –dijo Neville.
Se oyó un chasquido y Snape apareció vestido con los atavíos de la abuela de Neville. La clase estalló en una sonora carcajada que dejó al boggart, aún con la apariencia del profesor de Pociones, bastante desconcertado.
–¡Parvati¡Adelante!
El boggart de la chica se convirtió en una momia temible, de la que pronto se zafó ella pues sus vendas se soltaron y tropezó con ellas; el boggart se transformó para Seamus en una banshee de aspecto terrible, que al chico dejó petrificado, pero al realizar el encantamiento la criatura se quedó afónica y no pudo cometer la gran venganza a la que tanto temían los de procedencia irlandesa.
–¡Está despistado! –gritó Remus–. ¡Lo estamos logrando¡Dean!
El boggart se convirtió en una mano amputada, pero Dean la atrapó en una ratonera. Cuando llegó el turno de Ron se transformó en una araña gigante, y, aunque Ron parecía terriblemente asustado, sus patas desaparecieron y su cuerpo salió rodando hasta caer a los pies de...
–Harry... –musitó para sí Remus, viendo que el chico levantaba la varita–. ¡Aquí!
Se adelantó hasta ella, interponiéndose entre Harry y el boggart. No podía permitir que aparecieran allí bien lord Voldemort, bien un dementor de Azkaban. Apareció la luna, brillante, terrible, como siempre, cautivadora. Con los labios apretados la apuntó con su varita y salió rodando por el suelo en forma de cucaracha.
–¡Adelante, Neville, y termina con él! –gritó Remus cuando el boggart acabó a los pies de Neville y apareció de nuevo la terrorífica figura de Severus Snape.
En esta ocasión Nevile se adelantó con extraña determinación. Apuntó al ceñudo profesor con su varita y pronunció el encantamiento. Snape volvió a quedar ataviado con las extravagantes prendas de la anciana abuela de Longbottom, y la clase estalló en carcajadas; Snape se quedó mirando un momento a los alumnos con sorpresa, como exigiéndoles con la mirada que se detuvieran. Explotó hacia todas partes, y de él sólo quedó una voluta de humo que provenía, negra, desde el suelo.
Remus sonrió, guardándose la varita. Pensó que aquello habría divertido mucho a James y Peter (si le hubiera gustado a Sirius le importaba en aquel momento un rábano): Severus, vestido como una mujer de extraño gusto a la hora de vestir, explotando por los aires; ¡era un sueño! Sonrió.
–¡Muy bien! –exclamó viendo que todos prorrumpían en aplausos–. Muy bien, Neville. Todos lo habéis hecho muy bien. Veamos... cinco puntos para Gryffindor por cada uno de los que se han enfrentado al boggart... Diez por Neville, porque lo hizo dos veces. Y cinco por Hermione y otros cinco por Harry.
–Pero yo no he intervenido –dijo Harry a modo de protesta.
–Tú y Hermione contestasteis correctamente a mis preguntas al comienzo de la clase –dijo Remus sin darle importancia–. Muy bien todo el mundo –volvió a decir–. Ha sido una clase estupenda. Como deberes, vais a tener que leer la lección sobre los boggart y hacerme un resumen. Me lo entregaréis el lunes. Eso es todo.
Salieron del aula. Remus, satisfecho sobremanera con aquella estupenda clase, se dirigió hasta el escritorio y se puso a recoger su maletín. Sonrió, no supo por qué; sólo estaba contento, muy contento.
«Pero yo no he intervenido», recordó la voz sincera y sentida de Harry. Remus pudo ver en su mirada frustrada que le hubiera encantado enfrentarse, como los demás, al boggart. Pero el licántropo sabía que no era momento aún de que se enfrentara a sus temores, pues eran terribles.
«Pero yo no he intervenido.» ¡Cómo se parecía a James!
Remus se marchó de la clase sonriendo.
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El sábado por la tarde Remus ya no tenía obligaciones. Hubo de hacer una guardia por la mañana con Sinistra y se puso a corregir unos trabajos de quinto de Hufflepuff después del almuerzo. Pero ahora no tenía nada que hacer...
Lanzó un pellizco de polvos flu en el interior de la chimenea y desapareció.
Helen trabajaba aquel día en el turno de la tarde, con lo que había dejado a Matt al cargo de sus padres. Remus conocía este detalle y se pasó directamente por la casa de sus suegros.
El pequeño Matt, sentado con los pies colgando a causa de su corta estatura, y la señora Nicked ocupaban apaciblemente el sofá de estampado colorido. La abuela del niño tenía un libro de vivos colores en su portada que leía mientras el chico lo miraba fascinado, observando seguro las ilustraciones que hubiera en su interior.
Cuando la chimenea tembló al aparecer Remus, Matt saltó estrepitosamente del sofá y corrió a abrazar a su papá. Remus se agachó para recibirlo con los brazos abiertos.
–¡Matt! –exclamó.
–¡Papá! –chilló Matt contento–. ¡Has venido¿Te vas a quedar?
Remus sonrió, tiernamente, y lo abrazó apretándolo exageradamente, como si no quisiera soltarlo, como si quisiera añadirlo a sí mismo, formar un todo: hijo y padre.
–No, hijo –le dijo cuando lo hubo soltado–. Lo siento, pero voy a tener que volver. ¡He venido a haceros una visita! –Se puso en pie–. ¿Qué tal estás, Helen?
–Huy, encantada –respondió su suegra–. ¿Y a ti cómo te va con la escuela¿Muy revoltosos los niños?
–¡No! –exclamó apresuradamente–. No... Son buenos. Unos mejores que otros, pero buenos. Se portan muy bien, y atienden de maravilla. ¡Mucho mejor que cuando yo era estudiante! –Rió–. ¿Qué cuento le estabas leyendo a Matt? –le preguntó por curiosidad.
–¡Oh! –Lo cogió de encima de la mesa y se lo dejó ver–. Caperucita roja.
–Vaya..., nunca me ha gustado mucho este cuento –dijo serio mientras lo hojeaba–. Bueno, hasta los cuatro años sí, pero en adelante me repelía.
–¿Por qué, papá? –preguntó candorosamente Matt.
–Porque... –Pensó rápidamente Remus, sin saber dónde mirar–. ¡Porque no hay quién se crea que un lobo se come a una abuelita y sale luego la abuelita de dentro del lobo tan entera y bien peinada¿No te parece?
Matt se encogió de hombros.
–No sé –dijo–. A mí no me ha comido nunca un lobo.
Remus y la señora Nicked se echaron a reír, aunque la risa del licántropo era agria. Aún recordaba lo poco que había faltado para que él mismo devorara, sin ser consciente de ello, a su propio hijo.
–Pero siéntate, Remus –le ofreció la bruja. Remus hizo lo que le decía–. ¿Quieres tomar algo? –Remus dijo que nada, aunque se lo agradeció–. Si quieres llamar a tu hermano –le dijo–, puedes utilizar la chimenea. Tú como si estuvieras en tu casa. –Sonrió ampliamente–. ¿Te acuerdas cuándo vivías aquí?
–¡Oh, sí!... –Recordó Remus y se echó a reír–. Qué tiempos. –Miró hacia todas partes y entonces notó que le faltaba algo–. ¿Dónde está Matthew?
–¿Matthew? –repitió la señora Nicked–. Oh, se ha ido con Helen a San Mungo. –Remus se quedó mirándola sin comprender–. No te preocupes, no ha pasado nada. Helen está haciendo unos experimentos con él.
–¿Experimentos? –inquirió aprensivamente el licántropo–. ¿Qué clase de experimentos?
–No sé, Remus –dijo intentando mantener la compostura–, no he querido preguntarle.
–¡Pero, Helen...! –exclamó Remus–. ¿Investigación experimental con muggles? Sabes que está prohibida. Podría ser peligroso.
–¡Ya lo sé! –exclamó sulfurada la señora Nicked. Se giró, dándole la espalda a Remus. Le temblaba la barbilla–. Helen se lo propuso, y él aceptó. Helen está progresando en San Mungo. Y no es ilegal siempre que esté controlado. Creo que pueden ascenderla. Una beca en el área de investigación sería una gratificante noticia. –Se giró para mirar a Remus, pero éste seguía tenso–. ¡Qué diantre, es su padre! No va a permitirle que pase nada malo.
–Pero la especialidad de Helen... –musitó Remus–. Mordeduras de criaturas fantásticas... –dijo–. ¿Qué está intentando probar¿Le va a inyectar veneno de basilisco, aliento de nundu, de licántropo?... –La señora Nicked apretó la mandíbula–. Sabes perfectamente que pocos muggles sobreviven a una mordedura de un hombre lobo como yo –dijo–. Y los que lo hacen comparten la misma maldición...
–Ya lo sé, pero no creo que sea eso, Remus... ¡Eso sí sería ilegal, y Helen no lo consentiría jamás, porque para ella su...
–Papá –llamó Matt a Remus tirándole de una manga. Éste se volvió hacia él–. ¿Qué es un hombre lobo?
Remus se puso morado y miró a su suegra para pedirle ayuda.
–Un don, hijito mío –le dijo la señora Nicked revolviéndole amorosamente el cabello castaño como el de su padre en sus mejores momentos–. Un don al fin y al cabo.
La bruja cogió a su nieto y lo sentó en sus rodillas.
–Un don o una maldición –susurró Remus–. ¿Eh?
La señora Nicked lo miró y suspiró. Le cogió una mano y la acarició entre las suyas. Remus se sintió violento, se sonrojó, pero notó un calor especial en las suaves manos de su suegra y la dejó hacer.
–Sabe, Remus –le dijo sin mirarlo, contemplando sólo su morena mano que acariciaba–, que Helen trabaja sólo para ti. Cada día que transcurre, su esfuerzo, su sudor, todo es por ti. Por ti y por los que son como tú. No hay que ser ninguna adivina para averiguarlo.
Remus no la entendió, pero pensó que estaban aquellas palabras vacías de un significado palpable, real.
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Remus hubo de regresar al castillo, donde tuvo que corregir numerosos resumenes aquel fin de semana. No obstante, también encontró tiempo para charlar distendidamente con Dumbledore en su despacho, con McGonagall o Flitwick cuando se los encontraba en los pasillos, o dar algún paseo por los terrenos del castillo con el alto Hagrid.
Pero el lunes regresó la obligación. Metió todos los papeles en su maletín y salió de su despacho. Se topó con el grupo de tercero de Slytherin, que marchaban en dirección al aula de Transformaciones. Se esperó bajo su puerta hasta que pasaron todos, y después echó a andar.
–Mira cómo lleva la túnica. Viste como nuestro antiguo elfo doméstico, el traidor Dobby –les susurró a Crabbe y Goyle cuando creyó que ya estaban suficientemente alejados.
Sin detener el paso, Remus sonrió maliciosamente. Le gustaba averiguar cómo nadie se daba cuenta de la percepción de su oído licántropo, que podía escuchar por bajo que se hablara y por lejos que se estuviera. Pero al mismo tiempo se entristeció; ¡pobre Dobby, teniendo que compartir su vida con los Malfoy... Sintió por un momento que su condición licántropa tampoco era tan mala en comparación con aquel pequeño elfo doméstico, hijo de Ñobo, que, por cuestiones de mantenimiento, la señora Nicked decidió vender.
Sin detener el paso, le echó un vistazo a su desgastada túnica. Sí, estaba un poco descolorida, y sí, algo raída por debajo, pero aún seguía sirviendo. Se sonrió de nuevo y suspiró hondo. Pensó que realmente no era nada materialista; después de haber visto cómo toda su familia pasó ante sus ojos a tan corta edad, cómo su padre era aliado de Voldemort, cómo los señores Nicked lo aceptaron de tan buen agrado, cómo Helen lo amaba a pesar de sus defectos biológicos, cómo habían muerto sus mejores amigos a manos del traidor Sirius Black, cómo no conseguía trabajo y pasaba en paro toda su vida, pensó que él no se avergonzaba de nada que hubiera de puertas para afuera, siempre que su corazón se mantuviera puro.
Entró en el aula.
–¡Buenos días! –exclamó. Soltó el maletín sobre el escritorio y se sentó sobre el mueble con aspecto juvenil–. Quiero que abráis vuestros libros. –Se escucharon algunos murmullos de disconformidad, amortiguados, pues muchos esperaban que volverían a dar una clase práctica como la del boggart–. Vamos, vamos... No os desmadréis –pidió–. Abridlos por la página cuarenta y dos. Lea, señor Weasley.
Ron se apresuró a abrir su libro por la página indicada y carraspeó sonoramente.
–Los gorros rojos son...
–Muy bien, Ron –lo interrumpió, y el chico levantó la cabeza sorprendido al ver que no le había dejado leer ni una frase siquiera–. Los gorros rojos. –Se paseó entre los pupitres–. ¿Alguien sabe lo que es un gorro rojo? –Hermione levantó inmediatamente la mano. Remus sonrió–. No me cabe la menor duda, Hermione, de que sabrás explicar perfectamente lo que es esta criatura, pero esperemos a ver si alguno de tus compañeros sabe algo. –Hermione se puso muy colorada, pero bajó la mano satisfecha–. ¿Nadie? Veamos, Hermione.
Hermione también carraspeó.
–Los gorros rojos, también conocidos como gorras rojas, gorras sangrientas o peines rojos, son criaturas que se pasean por las ruinas de castillos donde se han disputado cruentas guerras.
–¡Muy bien, Hermione! –la felicitó Remus sonriente–. Diez puntos para Gryffindor. Realmente excelente, Hermione. –Se apoyó sobre la pizarra, vuelto hacia los alumnos–. Eso es un gorro rojo. O, como ha dicho Hermione, un gorra roja, un gorra sangrienta o un peine rojo. No obstante, me gusta más gorro rojo. Gorra es más... ¡para el béisbol! –Algunos rieron el chiste–. Ha sido imposible encontrar un gorro rojo, pero aun habiendo podido, no hubiera traído ninguno –dijo y la clase se sumió en el silencio, aguardando impaciente–. Aunque, de haber querido, hubiera sabido dónde encontrarlos. Las ruinas de castillos antiguos en que se han librado batallas increíbles, las más mortales y sangrientas de las guerras son sus hogares. Los gorros rojos deben su fuerte color carmesí a la sangre de sus víctimas, y el olor de la sangre los llama. –Como al licántropo la luna, pensó inconscientemente–. Pero saben esconderse de los visitantes de estas ruinas. No distingue entre muggle y brujo, siempre y cuando rezume sangre. ¿Alguien imagina por qué?
Se paseó entre la clase, aguardando que alguna mano, aparte de la de Hermione, se levantara. Se detuvo ante Ron y lo miró inquisitivamente.
–¿Ron? –lo apremió.
Ron dudó. Puso cara de pensar, pero, con Hermione rastreando la silla hacia delante en su frenético intento de llamar la atención de Remus, no podía concentrarse.
–¿Porque no hay diferencia entre una y otra? –respondió no muy convencido.
–Así es, Ron, así es –contestó alegremente Remus–. Otros diez puntos para Gryffindor. Enhorabuena, Ron. No existe diferencia alguna entre la sangre muggle y la sangre de los magos, por lo que resulta indiferente para un gorro rojo el que sea una u otra. ¿Y alguien sabe de qué se alimentan los gorros rojos cuando no hay humanos próximos? –Nadie respondió en aquella ocasión, ni tan siquiera Hermione–. ¿Nadie? De animales, evidentemente, del tipo que sean; aunque éstos no son su plato favorito, en comparación con el hombre. –Volvió a sentarse sobre el escritorio y dejó vaga la mirada en el fondo. Los estudiantes estaban impacientes–. Los gorros rojos huelen la sangre caliente, sus oídos escuchan cómo palpita, cómo bombea en el corazón; se lanzan sobre su presa con una precisión milimétrica. Ningún muggle tiene escapatoria posible ante un gorro rojo, razón por la cual el Ministerio de Magia controla muy de cerca su turismo. –Rió y de un salto se bajó del escritorio. Anduvo con paso lento hasta que se detuvo ante el pupitre de Harry, en el que se apoyó–. Sólo hay una forma de vencer a un gorro rojo, de impedir que se abalance sobre uno y le chupe la sangre como un mosquito enorme. –Levantó la varita y escribió en el aire con ella, pero fue en la pizarra en la que se transcribieron, con blanca tiza, sus letras. Leyó lo que había escrito–: «Al principio creó Rowling el cielo y la tierra.» ¿Reconoce alguien estas palabras? –Hermione levantó la mano, aunque lentamente, con paciencia, sin quererse dar a mostrar–. ¿Hermione?
–Bueno... –Vaciló–. Creo que se trata de la Biblia de Rowling¿no? –Remus sonrió y Hermione tomó confianza en sí misma–. Sólo se conserva esa frase, que se presupone es la primera. Si conociéramos el resto... Bueno, ya se sabe...
–Sí, ya se sabe –aprobó Remus sonriente–. ¡Veinte puntos para Gryffindor! –Algunos se volvieron para felicitar a Hermione–. Si no nos queda más remedio que atravesar un castillo abandonado en el que intuimos que puede haber un gorro rojo, habremos de ir mascullando entre dientes esta frase todo el tiempo. Espero que la memoricéis, pues no existe ningún conjuro eficaz contra el gorro rojo. Al escuchar esa frase de la Biblia mágica, el gorro rojo saldrá espantado, dejándonos como única señal de su aparición un diente blanco como el marfil. –Suspiró–. Nadie sabe con certeza cuántos dientes tiene un gorro rojo, pero sí se sabe que al perderlos todos muere. –Consultó su reloj–. ¡Vaya, cómo corre el tiempo. –Algunos chicos sonrieron–. Bueno, teníais que entregarme los resúmenes del boggart¿no? –Neville se tapó la boca sobresaltado–. ¿Qué te pasa, Neville¿Se te ha olvidado? –El muchacho asintió–. No pasa nada. Pásate mañana por mi despacho y me lo das¿vale? El resto quiero que lo dejéis sobre mi mesa cuando salgáis¿de acuerdo?
Los chicos se fueron levantando y dejaron sus pergaminos sobre la mesa del profesor. «¿Siete pergaminos?», escuchó Remus que preguntaba con asombro e incredulidad Ron a Hermione.
Cuando salieron los metió en su maletín y cerró la puerta del aula de Defensa contra las Artes Oscuras.
Bajó silbando, con una mano metida en el bolsillo, hasta que llegó a la puerta de la sala de los profesores. La abrió rápidamente y entró. En su interior sólo estaba Snape que levantó la mirada y echó un golpe de vista a Remus que denotaba un profundo desprecio. Remus, ignorándolo, se sentó frente a él y sacó los trabajos para corregirlos.
Sabía que no tenía por qué, pero buscó el de Harry para leerlo el primero. No estaba seguro, pero sentía curiosidad.
Llevaba ya un rato leído cuando vio qué explicaba Harry acerca de en qué se hubiera podido transformar su boggart. Notó en sus palabras un disimulado desdén y un poco de envidia por no haber participado en la clase. Remus se rió, imaginándose a Harry escribiendo su trabajo con cara de amargura.
Snape volvió a levantar la cara del pergamino en que escribía y contempló a Remus con expresión de repugnancia.
–¿Qué es tan divertido? –preguntó con su voz glácida.
Remus desvió la mirada y se lo quedó mirando en tanto seguía sonriendo, feliz.
–Oh, nada, Severus. ¿Te he molestado? –Parecía preguntarlo con sinceridad–. Lo siento. Sólo estaba leyendo el trabajo de Harry Potter y...
–¿Ah, sí? –inquirió levantando una ceja–. No tenía yo a Potter por tan gracioso... Pero si tú lo dices, Lupin... No seré yo quien te lleve la contraria.
Remus suspiró. Sabía que había madurado; imaginaba que Snape también lo habría hecho. Ya era momento de afrentar todas aquellas cosas que la adolescencia crean como un terrorífico y siniestro destino. Apartó el resumen de Harry y carraspeó.
–Severus¿podemos hablar tranquilamente? –preguntó.
–Creía que lo estábamos haciendo... –Snape sonrió con una mueca torcida.
–Perfecto entonces. –Apretó la quijada–. Es que no sé. Tengo la sensación de que algo no va bien entre tú y yo y no...
–¡Nunca ha ido bien, Lupin! –exclamó Snape con los labios morados–. Tú y tus amigos os entretuvisteis media vida en gastarme bromas de poca gracia... Como aquella última en la que por poco me matas.
–No, Severus, te equivocas –repuso Remus tranquilamente–. Yo no tengo nada que ver en eso. Ya te lo dije. Fue Sirius.
–¡Oh, sí! –Asintió con ganas–. Tu fiel y escurridizo amigo Sirius Black. Entonces lo ayudaste, y ahora también. ¿Por qué no asumes tu parte de responsabilidad, Lupin?
Remus sonrió tontamente, no pudiendo creer lo que oía.
–¡Severus! –exclamó–. Eso es injusto –dijo simplemente–. Yo odio a Sirius ahora mismo tanto como tú. Ni te imaginas lo que me arrepiento de haber malgastado todo este tiempo habiendo sido su amigo. –Snape lo miró por primera vez atentamente–. Y sí, fuimos unos chiquillos maleducados y estúpidos cuando estábamos aquí, Severus, pero ya te he dicho que han cambiado mucho las cosas. ¿Acaso no es posible arrepentirse?
Snape lo miró sin pestañear, meditando en su interior graves consideraciones.
–Sí, Lupin, sí lo es –dijo en voz queda, como no queriendo que nadie más lo oyera a pesar de que estaban sólo ellos dos en la sala–. Pero la derrota infringida es mayor que todas las humillaciones. –Remus no lo comprendió–. ¡Ah! –exclamó para variar la conversación–. Dumbledore me ha pedido que sea yo quien te prepare la poción de matalobos mientras estés aquí.
–¿Ah, sí? –inquirió Remus sorprendido–. Me parece una estupenda idea, Severus.
Y acercó de nuevo sus trabajos para seguir en su tarea de corregirlos.
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–Cerrad los libros –dijo Remus nada más entrar en el aula de Defensa contra las Artes Oscuras, donde ya estaban acomodados los de tercero de Gryffindor. El licántropo iba acompañado de un chico mayor de intercambio, un joven asiático de ojos rasgados, piel pálida y sonrisa serena–. Buenos días.
»Aquí traigo los trabajos sobre los boggarts. Debo reconocer que estoy muy contento. Toma, Hermione. Soberbio. –La chica se puso colorada–. Ron, bastante bien, aquí tienes. Harry, enhorabuena. Parvati, muy bien también, estoy muy satisfecho. ¡Ah! Aquí tienes, Neville; sobresaliente. Espero que esto te anime para esforzarte mucho más en adelante. –Neville sonrió, mucho más colorado aún que Hermione–. Sí, sí, muy bien. Oh, Seamus... Podría haber estado mejor, pero, bueno, ahí tienes; imagino que estarás trabajando más a fondo con los gorros rojos. –Seamus pronunció un triste «sí».
Y así continuó hasta que hubo entregado todos los trabajos.
–Bien, bien –dijo cuando terminó–. Os estaréis preguntando por qué demonios he traido a Lin Chi a clase¿verdad? –Algunos asintieron, entre ellos Ron–. Veréis. La clase que nos toca hoy versa sobre el kappa. –Hermione alzó la mano y Remus rió divertido, con una carcajada pura y plena como el mar–. ¡Todavía no he preguntado nada, Hermione! Aunque no me extraña en absoluto que sepas lo que es un kappa. No, hoy dejaremos que este chico nos lo muestre¿de acuerdo? –Se volvió al alumno japonés–. Lin Chi¿estás preparado? –El alumno asintió con gravedad, como un antiguo guerrero samuray–. Entonces... –Arrastró una pesada caja que pasaba desapercibida en un rincón hasta el centro de la clase–. Cuando diga tres, la abriré. –Lin Chi, con la mandíbula muy apretada, formando un surco en la mejilla, volvió a asentir–. A la de una, a la de dos, y... ¡Tres!
Abrió la caja.
Remus se apartó unos centímetros, y de la caja todos vieron salir un ser extraño y horrible. Era un ser diminuto, con rostro escamado y un duro caparazón en la espalda. Se quedó mirando durante un instante a toda la clase, pero concentró sus ojos finalmente en el chico japonés, que ahora estaba muy nervioso.
–Es un boggart... –susurró al oído Hermione a Parvati.
Lin Chi parecía como petrificado, y muchos lo miraban a él más ansiosos que al propio kappa. Fuera como fuere, ninguno se dio cuenta de que Remus avanzaba por detrás y le ponía una mano amiga en el hombro izquierdo para conferirle fuerza. De alguna ayuda hubo de resultar, porque el chico de intercambio sacó su varita, que tenía un gracioso motivo decorativo con forma de dragón, y apuntó con ella al kappa.
–Riddíkulo.
Una explosión. Del kappa no quedaba nada; sólo su grueso caparazón, panza arriba, dando vueltas como un peonza mareada. Se escuchó alguna risa distante.
–Muchas gracias, Lin Chi –dijo Remus–. Puedes volver a tu clase. Muchas gracias. –El chico salió tímidamente, con las orejas coloradas–. Ahí lo tenéis. He tenido la suerte –sonrió– de haber encontrado a alguien que temía profundamente a los kappas. Y no es de extrañar... –susurró–. Según me ha contado, su madre tuvo un feo accidente el verano pasado.
Se sentó sobre el escritorio, costumbre juvenil que en él era ya muy peculiar. Todos los alumnos lo seguían expectantes, animados, ansiosos de seguir sus palabras, los movimientos de su boca.
–El kappa es autóctono de Japón, como imagino que sabréis. Es muy dañino en su medio natural, el agua, pues...
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Remus se encontró un día observando el tibio paisaje que se dibujaba desde la ventana de su despacho, interrumpido un breve instante en la labor de escribir una romántica carta de amor a Helen. Pero le faltaba la inspiración. Espero encontrarla en las hojas muertas, doradas lágrimas que se descolgaban de los árboles; en el arroyo de agua serena y clara que atravesaba el Patio de Rowena; en las nubes de formas maravillosas que se perfilaban en el azul maravilloso del cielo.
Suspiró. ¡Cuán rápido pasaba el tiempo!
Se iba a disponer a mojar su pluma de pavo real en el tintero cuando vio desfilar por el mencionado patio a una gritona caterva de estudiantes, que marchaba dichosa a pasar el día en Hogsmeade. El licántropo los estuvo observando un rato, pero cuando se hartó regresó a su mester.
Se afanó en la letra, perfilando con ella la hermosa cabellera de Helen, las curvaturas de sus pestañas, la comisura de sus labios al sonreír. ¡Oh, cuánto la amaba! Y estaba tan lejos. Sin remediarlo, miró de nuevo a lo lejos, al horizonte; miró el cielo azul, elevando el rostro, y pensó que ella, dondequiera que estuviera, también lo estaría mirando; y la sintió más próxima. Cerró los ojos, y creyó escuchar el latido de su corazón, su sonrisa clara y alegre, su voz dulce y melódica... Pero todo era fantasía¡un producto insano de su enloquecida imaginación! En realidad sólo oía pasos.
«¿Quién habría quedado allí cuando todos habían ido a Hogsmeade?», pensó.
La curiosidad pudo más que ninguna otra cosa; se levantó y abrió la puerta. Era Harry Potter. ¿Harry Potter¿Por qué no estaría Harry en Hogsmeade junto a sus amigos, sino allí, solo? Una pesada realidad lo abrumó: Harry era huérfano; los únicos que habrían podido firmar su autorización eran aquellos abominables tíos suyos, muggles desconsiderados, que de seguro no lo habrían hecho; y por eso seguramente tendría que estar padeciendo la soledad del frío y húmedo pasillo.
Sintió por él ¿conmiseración, y decidió invitarlo a pasar.
–¿Harry? –lo llamó. El chico se volvió sobresaltado–. ¿Qué haces? –le preguntó dulcemente, sonriéndole–. ¿Dónde están Ron y Hermione? –De sobra lo sabía, pero creyó que Harry estaba algo tirante, y quizá de aquella manera, con una liviana pregunta, se relajaría.
–En Hogsmeade –respondió.
–Ah –dijo Remus sin querer insistir en el tema. No había que ser un legeremántico como Dumbledore o Helen para saber que aquello le sufría en aquel momento más que ninguna otra cosa en el mundo–. ¿Por qué no pasas? –lo invitó–. Acabo de recibir un grindylow para nuestra próxima clase.
–¿Un qué? –preguntó Harry contrayendo el rostro.
Remus le indicó al entrar un enorme depósito de agua que había en un rincón. Harry se acuclilló frente a él y pegó mucho el rostro contra el cristal: en su interior había una criatura de un color verde asqueroso, con pequeños cuernos afilados, de groseros modales.
–Es un demonio de agua –explicó Remus en tanto observaba al grindylow ensimismado–. No debería darnos muchas dificultades, sobre todo después de los kappas. El truco es deshacerse de su tenaza. ¿Te das cuenta de la extraordinaria longitud de sus dedos? Fuertes, pero muy quebradizos. –Pensó que podía estar aburriendo al chico–. ¿Una taza de té? –preguntó buscando la tetera–. Iba a prepararlo –mintió.
–Bueno –dijo Harry, algo embarazado.
Remus le dio a la tetera un golpe suave con la varita y por el pitorro salió un chorro de vapor.
–Siéntate –le ofreció Remus a Harry, destapando una caja polvorienta–. Lo lamento, pero sólo tengo té en bolsitas. Aunque me imagino que estarás harto del té suelto.
Remus se quedó mirando a Harry, y Harry enseguida también a Remus, y sus miradas se cruzaron un instante.
–¿Cómo lo sabe? –preguntó Harry con la voz ronca.
–Me lo ha dicho la profesora McGonagall. –Rió Remus. Lo cierto es que hablaba con Dumbledore, McGonagall y Hagrid muy a menudo, y hacía unos cuantos días la profesora de Transformación le dijo a Remus qué estaba dando en clase. Le dio una taza descascarillada–. No te preocupa¿verdad?
–No –respondió Harry, sintiéndose algo incómodo, aunque Remus hizo todo lo posible por relajar la tensión.
Se produjo un molesto silencio. Harry bajó la mirada y se estuvo contemplando un rato la punta de los zapatos. Remus lo estuvo observando también un rato, risueño. Pero apartó la mirada; era igual que James. Sintió, por un momento, un apasionado deseo de hablar con él de su padre, de su madre, de decirle quién era. Pero Dumbledore se lo había prohibido. Había considerado que era mejor apartar de ese camino a Harry, y Remus opinaba que tenía razón.
–¿Estás preocupado por algo, Harry? –le preguntó al final.
–No –contestó Harry con las orejas coloradas–. Sí –respondió de súbito, soltando la taza de té frente a sí–. ¿Recuerda el día que nos enfrentamos al boggart?
–Sí –respondió Remus con un grave movimiento de cabeza.
–¿Por qué no me dejó enfrentarme a él? –le preguntó directamente.
Remus suspiró, enarcando las cejas, sorprendido de lo directo y lanzado que había sido el chico. Como James... En un principio no supo cómo responderle.
–Bueno –dijo–, pensé que si el boggart se enfrentaba contigo adoptaría la forma de lord Voldemort.
Remus vio cómo el rostro de Harry se tersaba en una mueca sorprendida cuando pronunció el nombre del tenebroso hechicero. Pero ningún salto, ninguna contorsión mostraron que se hubiera asustado.
–Es evidente que estaba en un error –confesó Remus, frunciendo el ceño–. Pero no creí que fuera buena idea que Voldemort se materializase en la sala de profesores. Pensé que se aterrorizarían.
–El primero en quien pensé fue Voldemort –reconoció Harry con voz tranquila. Remus no quedó menos sorprendido cuando vio que el chico también decía su nombre–. Pero luego recordé a los dementores.
–Ya veo –dijo Remus meditabundo–. Bien, bien..., estoy impresionado. –Sonrió–. Eso sugiere que lo que más miedo te da es... el miedo. Muy sensato, Harry.
Harry, azorado, con las orejas más rojas que nunca, tomó otro sorbo de su taza.
–¿Así que pensabas que no te creía capaz de enfrentarte a un boggart? –se atrevió a preguntar Remus.
–Bueno..., sí –dijo Harry sonriéndole–. Profesor Lupin, usted conoce a los dementores...
Alguien llamó con pausados golpes a la puerta.
–Adelante –invitó Remus.
Entró Snape, portando una copa de la que salía un poco de humo. Se detuvo confuso al ver a Harry. Entonces entornó sus ojos fríos y negros.
–¡Ah, Severus! –exclamó Remus con gratitud–. Muchas gracias. ¿Podrías dejarlo aquí, en el escritorio? –Snape, sin decir ni media palabra, soltó la copa donde se le indicaba–. Estaba enseñando a Harry mi grindylow –le dijo cortésmente.
–Fascinante –respondió Severus con ironía, sin lanzar ni siquiera una mirada al animal–. Deberías tomártelo ya, Lupin.
–Sí, sí, enseguida –respondió Remus con una amplia sonrisa que no hacía sino estorbar a Snape.
–He hecho un caldero entero. Si necesitas más...
–Seguramente mañana tomaré otro poco. Muchas gracias, Severus.
–De nada –respondió Severus lanzándole una cruel mirada antes de salir de la habitación.
Remus se quedó mirando a Harry, y éste a él, y Remus sonrió, imaginando lo que podía éste pensar.
–El profesor Snape, muy amablemente, me ha preparado esta poción –explicó–. Nunca se me ha dado muy bien lo de preparar pociones y ésta es especialmente difícil. –Cogió la copa y la olisqueó. Su olfato licántropo, agudizado, denotaba todos aquellos aromas que para otros podían pasar inadvertidos, y el sabor era muchísimo más repugnante y nauseabundo; aunque el de Snape, si cabe, sabía mucho peor que el que preparaba Helen–. Es una pena que no admita azúcar.
Mojó los labios y sintió una punzada extrema en la base del estómago, y un escalofrío terrible recorrió su médula, y se estremeció por completo, tan asqueroso estaba.
–¿Por qué...? –comenzó Harry.
Remus lo miró y respondió a la pregunta que Harry no había acabado de formular:
–No me he encontrado muy bien. Esta poción es lo único que me sana. Es una suerte tener de compañero al profesor Snape; no hay muchos magos capaces de prepararla.
Se echó otro trago a la boca.
–El profesor Snape está muy interesado por las Artes Oscuras –barbotó Harry.
–¿De verdad? –preguntó Remus desinteresadamente (si Harry supiera tanto sobre Severus como él...).
–Hay quien piensa... –dijo, tímido–, hay quien piensa que sería capaz de cualquier cosa para conseguir el puesto de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras.
Remus, una vez terminó el brebaje de matalobos, estuvo a punto de soltar una sonora risotada al oír aquello. De no ser por su mirada brillante como la esmeralda y su gran cicatriz con forma de rayo, Remus hubiera pensado que quien le decía aquella frase era James Potter. Sintió algo extraño en el estómago, no supo entonces si producto de la poción o no.
–Asqueroso –reconoció–. Bien, Harry. Tengo que seguir trabajando. Nos veremos en el banquete.
–De acuerdo –dijo Harry levantándose educadamente.
Salió.
La oleada en el vientre de Remus no remitía. La vista se le nubló, y habría pensado que Snape realmente lo había envenenado de no ser porque eran gruesas lágrimas. James Potter... ¡Cómo lo añoraba! A él y al pobre Peter.
–No llores –dijo una cálida voz detrás de él.
Remus, asustado, pegó un brinco sobre el asiento, volviéndose del revés. Helen se echó a reír. Remus, por el contrario, tumbó la silla y se echó sobre su esposa con un abrazo de oso.
–¿Cuándo has entrado¿Cómo? No te he oído llegar.
Helen rió.
–Hace un momento –dijo–. He asomado la cabeza, pero estaban Severus y un chico.
–Era Harry –le explicó.
–¿Harry? –inquirió Helen con sorpresa–. ¿Ése... era...¡Vaya! –exclamó emocionada. Se sentó en la silla que un instante atrás ocupaba Harry–. He vuelto a asomar la cabeza y te he visto llorando con la cabeza sobre la mesa. –Le sonrió–. ¿Qué te pasa?
Pero Remus no sentía palabras. Sentía su amor, encogido en el estómago, reventándolo por dentro. Rodeó la mesa en dos pasos y traspasó a Helen, ésta sorprendida, con un beso que la inflamó.
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–Sí, un dragón –explicaba Hagrid muy orgulloso–. Lo llamé Norberto. –Sonrió, nostálgico–. Me adoraba. Era...
Unos cuantos alumnos de Slytherin gritaban en la puerta del Gran Comedor. Remus interrumpió, con gran pesar, a Hagrid y avanzó hasta ellos.
–¿Qué ocurre aquí? –les preguntó con enojo. Lo cierto es que no sentía ningún aprecio por aquella casa, donde habían estado seres tan viles y despreciables para él como Voldemort, su propio padre o Lucius Malfoy, entre otros–. ¿Qué os pasa, que se os ve tan alterados, gritando en el Gran Comedor? Si queréis festejar algo, os recomiendo que vayáis a vuestros dormitorios y montéis poco jaleo; Filch hará la ronda. –Los chicos se ríeron entre sí, y Remus pareció más enfadado–. ¡Venga, a vuestros dormitorios! –les espetó–. No quiero que nadie estropee la magnífica fiesta que hemos tenido para Halloween.
–Eso ya es imposible –dijo uno de los chavales.
Remus le preguntó por qué decía aquello, y los chicos rieron más todavía.
–Alguien ha atacado el retrato de los de Gryffindor –dijo uno de los slytherins con voz de misterio–. Corre el rumor de que ha sido Black¿sabe?
Se pusieron a reír entre sí, y Remus se enojó.
–¡Veinticinco puntos menos para Slytherin! –exclamó.
–¿Por qué? –inquirió con voz estridente uno de los muchachos.
Pero Remus no respondió. Se apartó de su lado, pasando por al lado de los relojes de arena en el momento exacto en que un pellizco de esmeraldas ascendía en el reloj de los slytherins. Pero no se detuvo a mirarlo.
Tomó la escalera de mármol y corrió por ella. Fue corriendo hasta la torre de Gryffindor, pero no hizo falta; Dumbledore le salió al paso.
–¡Dumbledore! –exclamó Remus sin aliento–. ¿Qué ha pasado?
El rostro del director irradiaba por sus ojos una extraña sensación de desazón. Remus se lo quedó mirando y agachó la cabeza, cohibido. Dumbledore lo empujó suavemente por la espalda y bajaron juntos, desandando Remus el camino.
–Lo que temíamos –explicó–. Sirius ha entrado en el castillo.
–¿Qué? –gritó espantado Remus–. ¿Cóm...?
Agachó la cabeza. Sentía que los "merodeadores" no era un título que se hubieran autoasignado porque sí.
–Aún puede estar en nuestros dominios –apuntó Dumbledore con seriedad–. Encuéntralo, Remus. ¡Búscalo!
–Pero... –lo cortó Remus–. ¿Por qué ha atacado al cuadro? Harry no estaba todavía allí. ¡Imagino que sabrá qué día es hoy! El banquete... ¿Iba a esperarlo en...?
–No tengo respuestas para todas tus preguntas, Remus –lo interrumpió Dumbledore agarrándolo por el brazo con fuerza. Le dio un leve empujón alejándolo de sí–. Ahora, corre. ¡Búscalo! No dejes que se escape. No hay tiempo que perder.
Remus asintió y salió corriendo.
¿Por dónde comenzaría? Se acordó del Mapa del Merodeador y se arrepintió de haberlo desechado tan a la ligera. Con un simple vistazo, de haberlo tenido, hubiera averiguado por dónde huía Sirius.
Pero aunque no pudiera ver a Sirius en un mapa mágico, todavía recordaba la ubicación exacta de los pasadizos y sus contraseñas; y su agudizado oído licántropo le revelaría si alguien andaba cerca.
Probó todos los pasadizos, uno a uno. Desmoralizado ya casi por completo, corrió a través de los terrenos. Se escabulló por entre la entrada del sauce boxeador y recorrió el pasadizo hasta la Casa de los Gritos cuan largo era.
De pronto se detuvo. Había escuchado algo, y no parecía estar muy lejos. Anduvo despacio, atento a la más mínima percepción. ¡Otro chasquido!
–¡Lumos!
Sólo era una rata descolorida que corría como alma que lleva el diablo.
Remus se dejó caer en el suelo, sentándose con la espalda apoyada en la quebradiza y polvorienta pared. Se calentó las congeladas manos con el vaho de su aliento, pero había algo que no podía calentar: Sirius se le había escapado.
Aquello comenzaba a parecerse a un reto personal, una cuestión de principios en la que Remus se sentía ultrajado. Tenía que ser uno u otro. Pero en aquella ocasión Sirius había vuelto a huir, pese a lo cerca que había estado de él.
–¡Mierda! –gritó Remus golpeando la pared con el puño cerrado.
Una nube de polvo cayó sobre su cabeza, cubriéndolo como una capa de nieve en invierno. Así permaneció no supo cuánto tiempo, pensando en lo que había sido y ya no era.
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Snape llegó al poco rato de que Remus se empezara a preguntar cuándo diantre iba a venir. Le dio la habitual copa con la poción de matalobos, que Remus tomó con el mismo desprecio que siempre. Tuvieron unas escuetas palabras, por las que Remus se enteró de que iba a ser Snape quien lo sustituyera durante aquella transformación; pues Dumbledore había creído conveniente que los alumnos no perdieran más clases, como había ocurrido en las ocasiones anteriores.
Al poco de salir Snape, Remus abrió la ventana. Necesitaba que aire puro entrara en su despacho. Asomó la cabeza por el resquicio del muro y la brisa del atardecer bañó su rostro.
El sol fue muriendo en la línea del horizonte, la luz fue perdiendo lugar, y la noche se fue apoderando del mundo lenta, pero concienzudamente. Anaranjada, grande y hermosa, la luna apareció en lo alto, rodeada de estrellas, y unos ojos plateados la miraban con melancolía; tras una sinfonía de huesos que se recolocaban y tejidos que se amoldaban a su nueva forma, Remus tenía los ojos negros como la noche que lo invadía desde dentro.
Se bajó de la silla, andando a cuatro patas, se acercó al escritorio y agarró por el hocico el periódico, que sobresalía ligeramente de la mesa. Lo depositó en el suelo y lo hojeó pasando las páginas con su pata diestra.
El instinto lo llevó, y aulló con una fuerza insuperable.
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La puerta del despacho de Remus se abrió.
–¿Se puede? –preguntó Dumbledore asomando tan sólo su poblada barba.
–Oh, sí –respondió Remus con voz apagada.
Dumbledore entró con suavidad, con paso galante, observando todo a su alrededor como si fuera la primera vez que entrara.
–¿Qué tal? –preguntó–. ¿Qué tal te encuentras? –Remus se encogió de hombros, desganado–. Perdona que no haya podido venir antes –sonrió–, pero es que he estado muy liado... –Esta vez ya no sonrió.
–No importa –respondió condescendiente Remus–. No pasa nada. Mientras me recuperaba he tenido tiempo para corregir algunos trabajos. Estaba un poco atrasado. –Sonrió con esfuerzo que a Dumbledore no pasó desapercibido–. ¿Ha habido algún problema con mi sustitución?
–Oh, ninguno –se apresuró a responder Dumbledore–. Creo... Aunque imagino –sugirió con voz melosa– que te incorporarás a tus clases en cuanto puedas¿no? Mañana mismo, quizá.
–Por supuesto –contestó Remus con decisión–. No es mucho más entretenido estar aquí sin hacer nada. –Sonrió–. Es más, tengo ganas de ver a unos cuantos chicos. –Bajó el rostro y se sonrió mirándose las punteras lustrosas de sus zapatos–. Te voy a confesar un secreto, Dumbledore. Siento un especial aprecio por Harry. –Su sonrisa se fue desdibujando lentamente–. Es como si viera en él a James, pero sin serlo. –Volvió a animarse–. Bueno, Ron y Hermione también son un par de chicos encantadores, pero Neville... ¡oh, cuánto ha crecido el condenado! –Dumbledore rió–. Se parece muchísimo a Alice también. Y su varita... –Exhaló un suspiro–. ¡Nadie me había dicho que Neville tenía la varita de su padre! –El anciano asintió–. Creo que he perdido muchas cosas a lo largo de mi vida –confesó Remus poniéndose nostálgico.
Dumbledore se sentó en el filo de la cama, junto a Remus, y le echó el brazo por encima del hombro.
–Siempre te he dicho, Remus –le habló–, que te gusta mirar más al pasado que al presente o al futuro. –Suspiró–. Cierto, el pasado es gris como una nube de tormenta, pero el futuro se presenta con mejores expectativas¿no te parece? –Le sonrió, pero el gesto de Dumbledore se torció cuando Remus desvió la atención. El director de la escuela le puso una de sus arrugadas manos sobre las del joven y las palmeó, dándole ánimo. Se puso en pie–. Harry está en la enfermería –comentó distraídamente.
–¿Qué? –inquirió Remus sobresaltado–. ¿Harry Potter?
–¿Qué otro Harry conoces? –le preguntó Dumbledore intentando tranquilizarlo–. Está bien. Un poco aturdido, no más.
–¿Qué le ha pasado? –preguntó Remus sin disimular su preocupación.
Dumbledore se puso serio: sus facciones se alisaron, sus grandes ojos de azul claro brillaron como estrellas errantes en un rostro de furia.
–Fue durante el partido de Gryffindor contra Hufflepuff –explicó, escuchando Remus con suma atención–. Entraron unos dementores en el terreno de juego y se precipitó contra el suelo, desmayado. Pude suavizar su caída a tiempo, pero... –Sus expresiones se tensaron–. ¡Los dementores no debieron entrar en el campo de quidditch¡Su obligación es vigilar las entradas de acceso, nada más! –Suspiró con ira–. Si de mí dependiera, le diría a Fudge que se largara de aquí con sus queridos dementores. –Tomó una larga pausa–. Si llega a pasarle algo a Harry, no me lo hubiera perdonado en la vida...
Remus no supo qué responder para tranquilizarlo. Acabó diciendo:
–Pobre Harry... No quiero ni imaginar qué será lo que pasa por su mente cuando un dementor está cerca. Sirius doblemente lo maltrata: ahora obligándonos a ponerle dementores para protegerlo. –Agachó la cabeza–. Para protegerlo... ¡Qué cruel paradoja!
El licántropo sintió que su anciano mentor le ponía una mano en el hombro, una mano cálida y grata que lo reconfortaba como un bálsamo.
–Pero eso no es todo –le dijo, y Remus alzó la vista–. Físicamente se encuentra bien, pero... –Remus lo indagó con la mirada. Detestaba que se tomara tanto tiempo en decir las cosas que lo impacientaban, pero aguardó con tiento–. Está destrozado por dentro.
–¿Por qué? –acabó inquiriendo.
–Su escoba –dijo–. Está hecha añicos. –Remus se tapó la boca con una mano. Sabía lo que significaba su escoba para Harry–. El viento la arrastró hasta... bueno. La arrastró hasta un poco más allá y...
–¿Cómo puede quebrarse una escoba voladora sólo con el viento, eh, Dumbledore? –inquirió Remus impaciente.
–Bueno, en realidad... –titubeó el anciano de plateada barba–. Voló hasta el sauce boxeador y... y... y el sauce se encargó de... Ya te imaginas.
Remus se encogió en su regazo, con el rostro pálido, los ojos brillantes. Elevó la vista y Dumbledore pudo ver en él una expresión próxima al miedo y a la culpabilidad. Se levantó el joven profesor de un salto.
–¿Adónde vas? –lo interrogó Dumbledore.
–A la enfermería –respondió–. Quiero verlo.
–No¡no puedes! –exclamó–. Debes comportarte como otro profesor cualquiera, parecer imparcial hacia él.
–¡Pero no puedo, Albus! –exclamó a su vez Remus utilizando por primera vez su nombre de pila–. Harry es como un hijo para mí.
Dumbledore lo miró con los ojos grises.
–Lo siento, Remus. No deberías hablar con él en caliente. Le contarías demasiadas cosas...
Y Remus entonces empezó a sentirse un poco cansado de no poder hablar con Harry de lo que le apeteciera.
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Llegó algo temprano aquella mañana al aula de Defensa contra las Artes Oscuras, cuando los de tercero de Gryffindor aún no habían llegado siquiera. Soltó su maletín sobre el escritorio y se sentó, profundamente cansado. Se ojeó un rato las manos, pálidas, arrugadas, envejecidas, como su pelo que languidecía; pero él no se sentía viejo, a pesar de que sus transformaciones lo obligaban a consumirse un poco más que los demás.
Hermione Granger asomó la cabeza por la puerta y Remus sonrió, viendo que ya habían llegado. Se fueron sentando en sus pupitres y el profesor se puso de pie con disimulado esfuerzo.
–Buenos días a todos –saludó–. ¿Qué tal la sustitucion con Snape?
–¡Horrible! –exclamó Ron, y en ese instante todos estallaron en protestas.
–Se saltó medio libro... –protestó Hermione con voz aguda–. ¿Para qué queremos un programa entonces, eh?
–No es justo –opinó Dean Thomas–. Sólo estaba haciendo una sustitución. ¿Por qué tenía que mandarnos trabajo?
–¿Que os ha mandado un trabajo? –se interesó Remus, paseando despacio la mirada por los estudiantes.
–Sí –respondió Hermione, pues de súbito las voces se callaron–, sobre los hombres lobo. Cómo reconocerlos y cómo matarlos.
–No sabemos nada sobre los hombres lobo... –prorrumpió en gritos una segunda voz.
–...¡dos pergaminos! –exclamó alguien con profundo desprecio.
–¿Cómo reconocerlos? –repitió el profesor–. ¿Cómo matarlos? –reiteró con mayor sorpresa aún, con el ceño fruncido–. Pero ¿está loco? –Se tranquilizó, pero una vena imperceptible apenas palpitaba en su sien–. Así que os ha mandado un trabajo¿eh? –Sonrió–. ¿Le dijistéis al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí?
–Sí, pero nos dijo que íbamos muy atrasados...
–...no nos escuchó...
–...¡dos pergaminos!
Remus sonrió ante la indignación que se dibujaba en todas las caras.
–No os preocupéis. Hablaré con el profesor Snape. No tendréis que hacer el trabajo.
–¡Oh, no! –exclamó Hermione por lo bajo–. ¡Yo ya lo he terminado!
Tuvieron una clase muy agradable. Remus había conseguido una caja de cristal que contenía un hinkypunk, una criatura pequeña de una sola pata que parecía hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.
–Atrae a los viajeros a las ciénagas –explicó mientras sus alumnos tomaban apuntes–. ¿Veis el farol que le cuelga de la mano? Le sale al paso, el viajero sigue la luz y entonces...
El hinkypunk produjo un chirrido horrible contra el cristal.
Al sonar el timbre todos se dispusieron, veloces, a recoger sus cosas. Remus, en tanto metía los papeles revueltos del escritorio en su maletín, llamó a Harry, que llegaba ya a la puerta:
–Espera un momento, Harry; me gustaría hablar un momento contigo.
Harry dejó a sus dos amigos y avanzó hasta el profesor Lupin. Esperó hasta que éste hubo tapado la caja de cristal del hinkypunk con una sábana vieja.
–Me han contado lo del partido –dijo serio, metiendo los libros en su maletín ahora para no tener que mirar a Harry directamente a los ojos–. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será posible arreglarla?
–No –contestó Harry con voz queda–, el árbol la hizo trizas.
Remus suspiró, sintiéndose profundamente culpable de todo aquello.
–Plantaron el sauce boxeador –explicó sin atender a los cuidados que Dumbledore se había tomado durante todo este tiempo– el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un chico llamado Davey Gudgeon perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna escoba habría salido airosa –concluyó como quien suelta un último suspiro.
–¿Ha oído también lo de los dementores? –preguntó Harry, haciendo un considerable esfuerzo para que la voz le sonara grave.
Remus lo miró por primera vez en todo el rato.
–Sí, lo oí –contestó–. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore. Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los terrenos del colegio... Fue la razón por la que te caíste¿no?
–Sí –dijo Harry. Dudó un instante–. ¿Por qué¿Por qué me afectan de esta manera¿Acaso soy...?
–No tiene nada que ver con la cobardía –le explicó Remus rápidamente, interrumpiéndolo y hablando de manera tajante–. Los dementores te afectan más que a los demás porque en tu pasado hay cosas horribles que los demás no tienen. –Intentó sonreírle, pero no pudo, porque por un instante pensó que le recordaba a sí mismo cuando pequeño–. Los dementores están entre las criaturas más nauseabundas del mundo. Infestan los lugares más oscuros y más sucios. Disfrutan con la desesperación y la destrucción ajenas, se llevan la paz, la esperanza y la alegría de cuanto les rodea. Incluso los muggles perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se acerca mucho a un dementor, éste le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta el último recuerdo dichoso. Si puede, el dementor se alimentará de él hasta convertirlo en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Le dejará sin otra cosa que las peores experiencias de su vida. Y el peor de tus recuerdos, Harry, es tan horrible que derribaría a cualquiera de su escoba. No tienes de qué avergonzarte.
Remus, tras aquel largo discurso, vio que Harry se sentía reconfortado, y aquello lo satisfizo.
–Cuando hay alguno cerca de mí... –reveló Harry sin poder mirar al profesor Lupin directamente– oigo el momento en que Voldemort mató a mi madre.
Remus se sintió tirante y estuvo a punto de darse la vuelta. Pensó que debía mostrar entereza, pues lo que por nada del mundo quería explicarle a Harry era que su padre era su mejor amigo; y que su madre era la mejor amiga de su esposa. No deseaba tener que responder a todas las preguntas que le hiciera.
–¿Por qué acudieron al partido? –preguntó Harry con tristeza.
–Están hambrientos –explicó Remus tranquilamente mientras cerraba el maletín–. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de forma que su suministro de presas humanas se ha agotado... Supongo que no pudieron resistirse a la gran multitud que había en el estadio. Toda aquella emoción... El ambiente caldeado... Para ellos tenía que ser como un banquete.
–Azkaban debe de ser horrible –masculló Harry.
Remus asintió con melancolía, a pesar de que nunca había estado allí.
–La fortaleza está en una pequeña isla, perdida en el mar. Pero no hacen falta muros ni agua para tener a los presos encerrados, porque todos están atrapados dentro de su propia cabeza, incapaces de tener un pensamiento alegre. La mayoría enloquece al cabo de unas semanas.
–Pero Sirius Black escapó –dijo Harry despacio–. Escapó...
El maletín de Remus cayó de la mesa. Tuvo que inclinarse para recogerlo.
–Sí –dijo incorporándose–. Black debe de haber descubierto la manera de hacerles frente. Yo no lo habría creído posible... En teoría, los dementores quitan al brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.
–Usted ahuyentó en el tren a aquel dementor –dijo Harry de repente.
–Hay algunas defensas que uno puede utilizar –explicó Remus–. Pero en el tren sólo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta defenderse.
–¿Qué defensas? –preguntó Harry inmediatamente–. ¿Puede enseñarme?
–No soy ningún experto en la lucha contra los dementores, Harry. –Recordó el ataque en la boda de los Potter, en el que había caído inconsciente–. Más bien todo lo contrario...
–Pero si los dementores acuden a otro partido de quidditch –repuso Harry con tristeza–, tengo que tener algún arma contra ellos.
Remus vio a Harry tan decidido que dudó un momento y luego dijo:
–Bueno, de acuerdo. Intentaré ayudarte. Pero me temo que no podrá ser hasta el próximo trimestre. Tengo mucho que hacer antes de las vacaciones. Elegí un momento muy inoportuno para caer enfermo. –Harry sonrió, agradecido–. Ahora bien, Harry –consultó su reloj de bolsillo–, es tarde, y tengo que ir a hablar con un profesor¿de acuerdo? –El chico asintió muy jovial–. Bien. –Cogió su maletín y avanzó hasta la puerta–. Hasta luego, Harry.
Anduvo por los corredores con la mandíbula apretada y con la mano que asía el maletín morada por la fuerza con que sus dedos lo oprimían. Había renacido en él el malestar que había sentido hacía tan sólo un rato, cuando toda la clase le empezó a hablar en gritos y pensó que lo mejor sería que se lo tragara allí mismo la tierra.
Bajó por pasillos angostos y sin luz, por recovecos diminutos y húmedas galerías. Con un portazo abrió la puerta de la mazmorra vacía de Snape.
–¿Qué...? –inquirió levantando el rostro del escritorio el profesor de Pociones–. Oh, Lupin. –Sonrió mordazmente–. Cuánto me alegro de verte recuperado. Supongo que habrás vuelto a tus quehaceres¿no?
El licántropo llegó hasta el escritorio y, soltando el maletín con fuerza en el suelo, se apoyó en la mesa con ambas manos y acercó mucho el rostro a la nariz ganchuda de Snape, que sonreía divertido.
–¿Cómo te atreves a inmiscuirte en mi clase dando los licántropos? –inquirió sin dejar de apretar los dientes con malicia y rabia.
Snape rió.
–¡Oh! –Se puso en pie, evitando a Remus–. No creí que te fueras a molestar tanto. Al fin y al cabo –se volvió galantemente–, algún día tendrás que dar esa clase. –Sonrió astutamente–. Te he ahorrado ese mal trago.
Remus corrió hacia Severus y lo agarró con furia de las solapas de la túnica, con tanta fuerza que lo elevó unos centímetros del suelo y lo golpeó con rabia contra la pared húmeda. La sonrisa de Snape se borró inmediatamente de su cetrino rostro y, viendo que Lupin no lo soltaba, cogió en un veloz gesto su varita y apuntó con ella directamente al rostro de Remus.
–Suéltame –susurró.
Remus levantó la mano más rápidamente todavía y la varita salió disparada de la mano de Severus. Éste, atónito, se preguntó cómo lo había hecho.
–Magia sin varita –explicó jactancioso–. He progresado más de lo que crees en estos últimos años, Quejicus. –Snape rechinó los dientes–. ¿Cómo destruir y cómo matar a un licántropo? –inquirió–. ¡Eso es muy rastrero!
Volvió a golpearlo contra el frío muro de la mazmorra.
–Suéltame, Lupin –murmuró Snape–, o no será preciso que estudien las formas de descubrir a un hombre lobo, pues yo mismo se las diré a todo el mundo. –Remus, tenso aún, lo soltó lentamente–. Eso está mejor. –Despreocupado, se arregló la túnica–. No te lo tomaré a mal, Lupin, pues sé que es propio de tu especie, y acabas de salir de un largo trance; es comprensible.
Remus apretó los nudillos, intentando controlarse. Pero no lo consiguió, y lanzó un puñetazo a Snape que lo derribó en el suelo con la nariz sangrante. Éste, aún sin levantarse, con la mano temblorosa llena de su propia sangre, miró a Remus con desprecio absoluto.
–No esperes que te entreguen ese trabajo, Severus –dijo–. Les he librado de él.
Recogió su maletín y se largó.
Subiendo los altos escalones que conducían a las mazmorras, se acariciaba los nudillos de la mano derecha, dolorida. Supo que había hecho mal en pegarle a Snape, pero con ello había fugado toda la tensión comprimida que estaba viviendo en aquellas últimas semanas.
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El último fin de semana del primer trimestre, mientras todos los alumnos mayores iban camino de Hogsmeade a pasar un buen rato, Remus se dirigió al despacho de Dumbledore. Llamó a la puerta y aguardó a que le dejara pasar.
–¿Sí? –contestó una ronca voz al otro lado.
–Soy yo, Dumbledore –dijo Remus con voz enérgica.
–Oh, pasa –dijo abriéndole la puerta y sonriéndole–. ¿Qué tal estás, Remus?
–Bien –respondió sin demasiada efusividad–. Tan sólo quería charlar un rato, vamos, si a ti te apetece. No quiero hacerte perder el tiempo si estás ocupado.
–¡En absoluto! –Sonrió el director, quien también se sentó en su regio asiento–. Siempre estoy desocupado para ti, Remus. Siempre estoy deseoso de conversar contigo. –Sonrió–. ¡Ah! Antes de que se me olvide. Es una pena que el día de Navidad tengas que acometer una de tus transformaciones... –Remus suspiró, pues él ya lo sabía desde hacía tiempo–. No obstante, siendo como es una de las noches más importantes del año, me he tomado la libertad de invitar a Helen y a Matt a venir a tu despacho a celebrar una cena de Navidad.
–¿En serio? –inquirió Remus con regocijo.
–Así es. –Sonrió Dumbledore orgulloso de verlo tan contento–. Sé que has ido a verlos unos cuantos fines de semana, pero cuando más se echa de menos a una persona es la noche de Navidad. –Exhaló un suspiro–. Por tal razón, mi querido Remus, te añoraré mucho esa noche. –Le sonrió–. Pero la familia es lo primero¿no?
–Gracias, Dumbledore; ¡gracias! –exclamó Remus alegre–. Qué bien. Eso compensa parte de la nostalgia que me venía produciendo ese día. –Se entristeció de súbito–. Por si fuera poco, tener que pasarla convertido en lobo no es nada halagüeño. –Sonrió–. ¡Bah, da igual. Gracias, Dumbledore. Pero hablemos de otras cosas –dijo con los ojos enrojecidos–, que no tengo ganas de ponerme triste.
–A veces es inevitable –comentó Dumbledore despreocupadamente–. Ah, otra cosa, Remus. Me alegro de que seas tan fuerte como para ser capaz de no hablar a Harry de vuestro pasado en común. –Le sonrió de una forma especial, como un padre orgulloso de su hijo–. Sabía que serías capaz.
Remus, cabizbajo, se sintió mal por primera vez por haberle contado al joven Harry que el árbol en el que se destrozó su escoba fue plantado el año en que él ingresó en la escuela. Pero de alguna forma quería compensar el daño interior, la molestia, que se había generado en su interior desde que supo lo ocurrido. Pero la culpabilidad que Remus experimentaba fue mayor cuando Dumbledore añadió, sonriendo:
–Es mejor así. Harry es muy listo, más de lo que tú te imaginas. Junto con Ron y Hermione no hay secreto que se le escape. Juntos descubrieron todo acerca de la Piedra Filosofal; juntos descubrieron cómo hacer frente a los peligros de la Cámara Secreta. –Tomó una pausa–. Atarían cabos, Remus. Siempre lo han hecho. Si hablas más de la cuenta, lo averiguarán.
Remus no dijo nada. Pensaba interiormente que, por haberle dicho aquello del sauce boxeador, Harry no iba a ser tan listo como para averiguar que lo habían plantado exclusivamente por él, porque es un licántropo, para proteger al resto de los alumnos; era demasiado complejo, y sólo de pensarlo le abrumaría la cabeza.
Deseó cambiar de conversación.
–¿Sabes qué? –preguntó a Dumbledore–. Harry me ha pedido que le dé clases antidementores. –Sonrió–. No sé por qué, no me extrañó.
Dumbledore se echó a reír tranquilamente.
–A mí tampoco, Remus. A mí tampoco...
–Lo que sí me extraña –comentó Remus– es que sea un dementor y no Voldemort lo que más miedo le dé. ¡Oh! –En ese preciso instante fue cuando se le ocurrió a Remus que podía usar un boggart para enseñarle a Harry cómo combatir contra los dementores.
–¿Qué pasa? –inquirió Dumbledore. «Nada», dijo Remus–. No puedo responderte a eso, no sé... Digamos que –se tomó una pausa para responder– con Voldemort se siente confiado; tres veces ya ha salido vivo de sus tentativas. Cree estar a su altura, mientras que los dementores son para él criaturas superiores. Se desmaya ante ellas, sufre. –Se echó hacia atrás en su asiento–. Creo que Harry piensa que saldría antes vivo de un combate con Voldemort que contra un dementor.
–Cosa extraña¿no te parece? No he conocido a nadie que tema tan poco a Voldemort. Aparte de toda la Orden del Fénix...
Dumbledore apartó el rostro, giró su silla y se puso a mirar por la ventana. Remus le increpó varias veces qué le pasaba, pero Dumbledore parecía no prestar atención. Finalmente se volvió, con los ojos rojos, brillantes, de un azul acuoso.
–¿Qué pasa, Dumbledore?
–Recuerdas que te dije que Helen tenía visiones de vez en cuando que me comunicaba exclusivamente a mí¿verdad? –El licántropo asintió–. Hace dos semanas tuvo una. –Remus entrecerró los ojos, aguardando–. Soñó con la Orden del Fénix. –Dumbledore volvió el rostro–. Cree que va a instaurarse de nuevo. Y sabes lo que significa eso¿no, Remus? –El joven asintió lentamente–. Voldemort va a regresar.
–Pero ¡eso no tiene por qué ser así! –exclamó Remus–. Quizá surja por otra cosa. O quizá esté Helen equivocada; ha tenido decenas de visiones sobre un tal Wathelpun y no se ha manifestado¿no?
Dumbledore se atragantó y comenzó a toser frenéticamente. Remus se levantó y lo socorrió, dándole pequeños golpecitos en la espalda. Cuando se hubo encontrado mejor, le conjuró un vaso de agua.
–¿Helen te ha hablado de Wathelpun? –preguntó Dumbledore aún con la respiración agitada. Remus asintió con el ceño fruncido–. Creía que no.
–Bueno¿eso qué tiene que ver? –inquirió Remus sin entender.
–Nada. Nada. Creo... –Agachó la cabeza y la volvió a levantar al cabo de unos segundos algo más sereno–. ¿Y qué tal te va con Severus?
–Oh... Bien... –mintió–. Aunque es un metomentodo.
–¿Por qué? –inquirió el anciano con tranquilidad, consciente por su don legeremántico de que Remus le estaba engañando.
–¡Bah! Redecillas del pasado. Hay quien no olvida.
–Sí, suele pasar –comentó Dumbledore despreocupadamente. Consultó su reloj de pared–. Ahora, si no te importa, Remus, quisiera escribir unas cartas. Nos veremos en el almuerzo¿te parece?
Remus asintió y se puso en pie.
–Hasta luego, Dumbledore.
–Adiós.
Remus cerró la puerta tras sí y bajó los escalones con gravedad. Apartó la gárgola que le cerraba el paso y salió al amplio corredor.
–¡Lupin! –exclamó una voz aguda a sus espaldas.
Se volvió asustado, enarcada una ceja, cuando una mano se posaba sobre su hombro; una mano de largas uñas y venas marcadas por su rancio color morado.
–Trelawney –dijo Remus a modo de saludo–. ¿Qué tal? –La miró de arriba abajo intentando no parecer aprehensivo, pero creyó no haberlo conseguido.
–Estoy muy bien, chico. ¡Huy, qué mal aspecto. Parece como si alguien te acabara de dar una mala noticia. ¿A qué viene esa cara, hombre?
–Oh, nada en particular.
Se sentía acorralado, dando su espalda contra la pared.
–¡Oh! –exclamó Sybill y se tuvo que subir las gafas apoyando el dedo sobre el puente porque se le estuvieron a punto de caer–. Qué idea, Lupin. ¿Te apetece subir a mi torre para que te lea el futuro en la bola de cristal?
Dudó que pudiera decir algo cierto, pero no le apetecía en absoluto.
–No, gracias. Tengo prisa –mintió.
Se retiró un poco de ella, pero la decrépita adivina le insistió, y él hubo de seguir derogando su "agradable" petición.
–No, en serio, gracias, Sybill –dijo Remus en tono cortante–. Pero no puedo... ¡No me apetece! Adiós.
Y salió andando a un paso que más corría que otra cosa.
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–¿Dónde te has metido, Matt? –gritaba Helen con preocupación–. ¡Matt! Y dónde demonios se habrá metido tu padre –hablaba para sí, andando en círculos en el despacho de Remus, deteniéndose cada poco para observar por la chimenea–. Suerte que te dije que tuvieras cuidado. ¡Matt! –chilló en el hueco de la pared, reverberando su grito entre las blancas cenizas–. ¡Matthew Lupin¿dónde estás¡Uf¿Dónde habrá ido a parar? –inquirió casi sollozando.
Una voz atronadora, proveniente de la chimenea, resonó por todo el despacho:
–Helen, creo que se te ha perdido algo. Pásate por mi despacho.
–Oh, menos mal –dijo Helen tranquila al escuchar la voz de Albus Dumbledore.
Helen, elegantemente vestida para la situación, rebuscó en su bolso buscando un sobrecito individual de polvos flu. Se introdujo con dificultad en la chimenea del despacho de su marido y se desapareció cuando dos altas lenguas de fuego la engulleron.
–Querida Helen –la saludó Dumbledore no más la vio–. Qué gusto verte.
–Dumbledore –dijo ella con voz dulce–. Feliz Navidad.
–Oh, sí, Feliz Navidad –dijo él con los ojos relucientes. Se giró y contempló a Matt, sentado obediente en una silla–. Creo que se te ha perdido algo.
–Sí, cierto. –Rió la adivina–. Menos mal que ha aparecido aquí. No quiero yo figurarme lo que hubiera pasado si llega a... ¡No quiero ni pensarlo¿Estás bien, Matt? –El chicó asintió–. Menos mal. Oye, Dumbledore¿sabes dónde está Remus?
–Creo que ha bajado al despacho de Snape a tomar la poción de matalobos –explicó tranquilamente.
Helen se lo pensó varias veces, pero se atrevió a preguntar:
–Dumbledore... ¿Por qué no me dejaste que fuera yo quien le siguiera preparando la poción sanadora a Remus¿Por qué Severus?
–Porque hay que fomentar la concordia –dijo– en aquéllos que hace tiempo la perdieron. Soy consciente de que nadie sabe prepararla como tú, más últimamente, pero consideraba oportuno que Remus y Severus tuvieran algo en común que los ayudara a, al menos, guardar las apariencias. Confío en Remus, y en Severus también, pero sé de lo que son capaces ambos. Sobre todo Severus; no olvida.
Helen bajó la cabeza.
–Bueno, voy a ver si lo pillo –dijo Helen sonriente–. Que pases una feliz Navidad¿eh, Dumbledore?
–Igualmente, querida.
–Dale recuerdos a McGonagall y Flitwick si no los veo.
–Con mucho gusto. Dile a Remus tú también de mi parte que espero que todo vaya bien.
–Gracias. –Se volvió hacia Matt–. ¡Vamos, campeón! –El chico se levantó de la silla sin separar los brazos que llevaban un buen rato cruzados–. Vamos a ver a papá¿no tienes ganas? Hasta luego, Dumbledore.
–Adiós, Helen. –Levantó una mano para despedirlos–. Adiós, Matthew.
El chico se volvió y levantó una hosca mano para despedirlo.
Se cerró la puerta sola una vez la hubieron traspasado.
–¿Por qué tiene Dumbledore que llamarme siempre Matthew? –inquirió Matt a su madre–. A mí no me gusta. ¿Por qué no puede llamarme Matt como todo el mundo?
–Porque es un hombre mayor –respondió Helen–, y le gustan más los nombres tradicionales. En tu vida habrá muchas personas que te llamen Matthew, y eso no quiere decir que te aprecien menos o no te respeten. ¡Al contrario, hijito! Al contrario.
Anduvieron un rato en silencio. Finalmente, Matt, hastiado, preguntó:
–¿Adónde vamos¿Queda mucho?
–No –respondió Helen con tono lánguido–. Vamos al despacho del profesor Snape, un colega de tu padre. Es el profesor de Pociones. Pórtate bien, dale una buena impresión. Será profesor tuyo dentro de cuatro años. –Matt tragó saliva–. Tiene pinta de huraño, pero es muy buena persona. Sobre todo, no toques nada.
–¡Helen! –exclamó una aguda vocecita tras ellos.
La adivina se volvió pestañeando, confusa. Matt también se giró, y enseguida se escondió detrás de su madre, asomando sólo la cabeza.
–¿Quién es, mamá? –inquirió.
–No sé –dijo confusa–. Perdone¿quién es usted¿Nos conocemos?
–Oh, no seas boba –dijo acercándose y dándole un golpe amable en el hombro–. Si fuimos amigas de la infancia... ¡Sybill¡Sybill Trelawney!
A Helen se le escapó una corta risita. Pero la sorpresa era mayor que el evidente humorismo de la escena. Se la quedó mirando de arriba abajo, observando su extraño pelo despeinado, sus gruesas gafas de culo de vaso y montura grotesca que se escurrían despacio por su nariz; la ropa no era menos llamativa: zapatos hasta la espinilla, ajustadas mallas de motivos florescos y una ancha camisa rosada de cuello de pico, con una enorme caterva de colgantes pendiendo de su huesudo cuello.
–¿Sybill? –inquirió Helen sin creerlo posible, con una expresión grotesca.
–Oh, sí –respondió muy feliz–. ¡Te has acordado! Con lo bien que nos llevamos nosotras... –Helen pensó que era evidente que se le habían olvidado sus problemas en la juventud: sobre todo el último, en el que se prometieron no volverse a dirigir la palabra–. Como has visto, me he hecho un cambio de look. ¿A que me queda bien?
Dio una vuelta sobre sí misma.
–Mamá, vámonos –dijo Matt con voz acongojada.
–Sí, muy bien –mintió Helen intentando sonreír–. ¿Has visto a Remus?
Sybill cerró los ojos, se concentró. Se puso un par de dedos en la sien y movió la cabeza hacia un lado y otro, como si esperara de un momento a otro entrar en trance.
–¡Oh! –exclamó al pronto–. Está en su casa –poniendo voz mística–, se ha ido, para celebrar la Navidad en familia. Lo veo con sus padres, y... ¡sí! Con...
–¡Oh, cállate! –exclamó Helen no pudiendo soportarlo más–. Ya te dije que de adivina no tenías tú sino el puesto que Dumbledore te dio equivocadamente.
Trelawney pareció no entenderla, porque le acabó diciendo:
–Gracias.
–No es un halago, Sybill.
–¿Y éste quién es?... –preguntó Sybill agachándose y señalando al pequeño Matt–. ¿Tu hijo?
–Sí, y de Remus.
La falsa adivina miró a Matt a los ojos y le preguntó a Helen:
–¿Seguro que es de Remus?
–¡Oh! –exclamó Helen asqueada–. Esto es lo que me quedaba ya por oír, Sybill.
Cogió al niño en brazos y se dispuso a marchar.
–¡No! –exclamó Sybill haciéndola detener–. Sus ojos, negros.
–¿Qué pasa? –inquirió Helen de mal tono. Matt, en sus brazos, temblaba de terror.
–Es un mal áurea –respondió Trelawney.
–¡Déjanos en paz, Sybill! –gritó Helen alejándose de ella–. ¿Sabrás tú lo que es un mal áurea? Son unos ojos negros y ya está. –Se volvió, irritada–. Yo he tenido muchas visiones sobre mi hijo y es muy buen chico. ¡Con el doble de corazón que tú y yo juntas! Que Remus también tenía los ojos negros, y mira adónde va ir a parar: a m... –Se detuvo–. Adiós, Sybill. Encantada de volverte a ver.
Y se alejó con él en brazos.
–Mamá, esa mujer estaba chiflada¿verdad? –comentó Matt cuando llegaban a las mazmorras.
–¿Chiflada? –repitió Helen aún malhumorada–. Chiflada es poco. ¡Y los pelos que me llevaba la muy... chiflada! –Se tranquilizó cuando llegó a la puerta del despacho de Snape–. Es aquí, Matt. Recuerda lo que te he dicho. Pórtate bien y no toques nada. –Se lo quedó mirando y el niño asintió. Vio cuánto se parecía a su marido y le cogió los carrillos con cariño–. Ay, cuántas ganas tengo de ver a tu padre.
Llamó a la puerta.
–Adelante –respondió una fría voz al otro lado de la puerta.
Helen giró el picaporte con suavidad. Asomó la cabeza y Snape se la quedó mirando con asombro, los ojos totalmente desorbitados, la boca ligeramente abierta.
–¡Nicked! –exclamó.
–Hola, Severus –dijo entrando y haciendo pasar a su pequeño vástago–. ¿Qué tal?
Lanzando una rápida mirada a Matt:
–Bien... Pero ¿cómo tú por aquí, Nicked?
–Bueno –sonrió Helen incómoda–, preferiría que no me llamaras así... Ya. Ahora soy Helen Lupin. –Le sonrió, pero Snape se limitó a enarcar una ceja–. Te presento a Matt Lupin, mi hijo.
Severus le sonrió.
–No hace falta que digas que es de Lupin –sugirió–; es un clon suyo. –Helen rió la broma, pero Snape no encontró tan divertido su propio comentario–. ¿Qué te trae por aquí, Nicked?
–Ahora soy Helen Lupin... –comentó sin apenas separar los dientes–. Pues, verás, me habían dicho que Remus estaba aquí. Lo estaba buscando.
–Sí, ha venido –explicó Severus–, pero se ha ido ya.
–¡Vaya! –exclamó decepcionada Helen–. ¿Hace mucho?
–No... –respondió con voz melosa–. Pero te quedarás a tomar algo¿no, Nicked? Es Navidad.
–Bueno, en tal caso... –respondió bastante incómoda–. ¿Me puedo sentar aquí?
–Por supuesto –respondió Snape–. Oh. ¿Podrías hacerme el favor de decirle a ese clon de Lupin que no me toque mucho las estanterías? –Helen se volvió y vio a Matt curioseando los extraños tarros de pociones–. Son... peligrosos.
–¡Matt! –lo regañó–. ¿Qué te he dicho¡Estate quieto!
Matt se volvió con cara de no haber roto un plato en su vida, y se puso un rato a balancearse con la puntera de los pies y los talones.
–¿Qué se cuece ahí? –se interesó Helen señalando un enorme caldero de bronce con el culo calcinado.
–La poción de matalobos de Lupin –explicó Severus sin mirar siquiera, concentrado en vaciar el contenido de una botella de largo cuello en dos vasos–. ¿El clon de su padre querrá tomar algo?
–¿Quieres algo, Matt? –preguntó Helen, a lo que Matt negó con la cabeza–. ¿Te importa si le echo un vistazo a la poción?
Snape se la quedó mirando abstraído.
–¿No creerás que estoy envenenando a Lupin? –insinuó.
–¡Oh, no! –Helen rió–. Es por curiosidad. –Severus, con un gesto de mano, le hizo entender que podía. Helen se levantó y observó con atención el contenido del caldero: cómo hervía, su color, la textura de la superficie...; con el cucharón de madera recogió un poco y se lo llevó a la boca–. Sí, bien... Quizá algo agrio. La poción acepta algo de vainilla¿no lo sabías, Severus? –Éste dijo que no–. Remus no lo sabe, pero ello permite que su sabor sea algo más... suave.
–Qué interesante –dijo Snape–. Ya lo sabré para la próxima vez.
Matt se volvió con odio hacia aquel hombre: había tenido el presentimiento de que nunca a partir de ese momento se le iba a ocurrir echar vainilla en la poción de matalobos de su padre.
–No habrá esa tal próxima vez... –masculló entre dientes Matt.
Y se puso de nuevo a toquetear los botes de las estanterías de Snape, que tanto le llamaban la atención.
–¡Deja eso, clon de Lupin! –gritó encolerizado Snape corriendo hacia el niño para quitarle las pociones personalmente de las manos.
–Matt, pórtate bien –le dijo Helen con un tono de voz mucho más agradable.
–¿Es que Lupin no le enseña modales a su hijo? –inquirió Snape resoplando.
–¿Y a ti no te enseñaron a ser un poco más agradable? –Severus se quedó sorprendido de lo directa que acababa de ser Helen–. Es un niño, no lo hace con mala intención.
Severus se la quedó mirando, abstraído, y avanzó hacia la poción donde se encontraba.
–¡No! –gritó Matt y Severus se volvió hacia él enseñando los dientes–. Se quemará si se acerca. Su capa se prenderá.
Severus se rio.
–Qué imaginativo el chico¿no? –Siguió avanzando sin temor y Matt se dijo para sí: «¡Que le zurzan!»–. Así que no soy agradable... ¿Eso es lo que crees?
Helen sonrió, tomó otra cucharada de poción matalobos y humedeció sus labios.
–Sí, le falta ese maravilloso toque de vainilla –lo ignoró–. La vainilla, con su dulce sabor, la hace a la poción más deliciosa, y estoy tratando de demostrar que tiene incluso capacidades para...
–Nicked...
Snape se apoyó sobre el caldero guardándose de echar a un lado su capa; pero ésta ya estaba prendida de la tranquila lumbre que ardía bajo el caldero. Snape no se daba cuenta cómo su capa se consumía rápidamente.
–Nicked... –repitió.
–¡Estás ardiendo, Severus! –exclamó Helen.
–¿Yo? No... –Se echó a reír.
Sintió de súbito la humarada de negro humo que ascendía a su lado y se desprendió de la capa, la tiró al suelo y saltó sobre ella, apagando las llamas. Matt reía abiertamente.
Cuando Severus hubo concluido, se volvió furibundo hacia Matt.
–¡Tú! –exclamó–. Tú me la has prendido fuego –amenazándolo con ira con un dedo estirado y lívido.
–¡Severus! –gritó Helen y éste se volvió–. No es más que un niño; aún no sabe controlar sus poderes. Él no ha sido. Te has acercado al fuego y... ¡Vamos! –Snape se la quedó mirando sin comprenderla–. Matt tiene un don de precognición, como yo; es capaz de presentir algunas cosas antes de que ocurran. –Severus arrugó el ceño, lanzando extrañas miradas insidiosas al niño que lo miraba como retándolo–. Él no ha sido.
–Pero... –titubeó Snape–. Pero... ¡ese clon de Lupin, Nicked...
–Dos cosas, Severus –argumentó Helen aparentando calma–: no soy Nicked, sino Helen Lupin, esposa de Remus; y otra¿qué problema tienes con Remus, eh? –Snape se volvió violentamente–. Él nunca te ha hecho nada.
–¡Eso es lo que tú te crees! –gritó Severus. Se tomó una pausa–. Te apartó de mi lado.
Helen suspiró. Se acercó lentamente hasta el escritorio donde Severus se había sentado y tomó asiento frente a él. Sacó tranquilamente su varita y conjuró un círculo insonorizado, para que nada pudiera escuchar su hijo, que había quedado fuera de él.
–¿Me apartó de tu lado, eh, Severus? –inquirió Helen tranquilamente–. Nunca estuve a tu lado. Nunca te pertenecí. No soy un objeto, Severus. Tampoco pertenezco ahora a Remus, pero lo amo, y estoy a su lado.
–A eso me refiero –dijo Snape con sus oscuros ojos brillantes–. Si no hubieras estado con él, no me hubieras dado calabazas a mí. ¡Me arrebató lo único que quise con dieciséis años!
Helen apretó la quijada. Le sonrió y Snape se sintió tirante.
–Ya hablamos de eso, Severus. Te lo expliqué en su día. Como amiga encontrarías en mí todo lo que quisieras. Pero no me iba a alejar de Remus, porque lo quería.
Snape, cabizbajo, se sonrió malévolamente, como aquél que escucha reiteradamente su pena capital. Sacó lentamente su varita e hizo desparecer el círculo insonorizado.
–Encantado de haberte visto, Nicked –dijo Snape fríamente. Tomó su vaso y se lo bebió todo de un solo trago–. Imagino que tu maridito te debe de estar esperando.
Helen se levantó sin haber probado siquiera un sorbo de su bebida.
–Hasta luego, Severus. Yo también me alegro mucho de verte. –Fue hasta la puerta–. Vamos, Matt.
Salieron cogidos de la mano. Cuando la puerta se cerró. Snape cogió el vaso de Helen y lo estrelló contra el muro opuesto, chorreando su líquido contenido hasta el suelo por las grietas de las piedras.
–Pues si ese hombre va a ser mi profe, yo no quiero venir. ¡Qué hombre más antipático! –comentaba Matt a su salida–. Me ha regañado tres veces. –Le señaló a su madre tres deditos de su mano.
–¡Vamos, date prisa! –le apremiaba su madre, sin hacerle mucho caso–. Tu padre nos debe estar esperando.
Pronto llegaron a la puerta del despacho del profesor de Defensa contra las Artes Oscuras. Helen llamó a la puerta, y Remus corrió a abrirla.
–¡Helen! –exclamó, tomándola en sus brazos y abrazándola contra sí. Cuando la soltó–¡Oh, Matt! Estás hecho ya todo un hombrecito, y eso que te vi hace sólo tres semanas.
–Es que ya soy un hombre, papá –dijo con su peculiar voz aguda.
El matrimonio se rió de la ocurrencia de su hijo.
–Sentaos, sentaos –los invitó–. Estaba decorando con guirnaldas un poco el despacho, para que quedara más divertido. –Se las quedaron mirando y Matt aplaudió y saltó de júbilo–. Veo que te gustan, señor hombrecito. –Rieron–. Aún me queda un poco, pero esto ya lo acabó en un periquete. –Se sacó su varita y conjuró un hechizo en dirección al techo. Las guirnaldas se estiraron y sujetaron, bien colocadas, y aparecieron diseminadas luces de colores entre ellas. Matt quedó muy sorprendido–. Ya está. ¿Os gusta?
–Está maravilloso –respondió Helen abrazándolo, reposando sobre su hombro su cabeza–. ¿Qué hora es? –preguntó.
–Las ocho y media –respondió Remus–. ¿Por qué?
–¿Cómo que por qué? –inquirió Helen–. Hay que darse prisa. ¡La luna está a punto de salir! –Sacó su varita y comenzó a apuntarla aquí y allá, haciendo aparecer una mesa amplia, un festín, sillas..., todo ello sin dejar de hablar–: Verás, he pensado que podríamos cenar tú y yo, Remus, y que Matt esté aquí con nosotros pero que cene luego en casa de mis padres, que se van a juntar allí mi tía y tu hermano.
–Me parece bien –respondió tranquilo el licántropo–. Pero ¿qué vas a hacer tú luego?
–Me quedaré aquí contigo. –Remus fue a decir algo, pero Helen no le dio tiempo–: No va a haber ningún peligro; he visto la poción de Snape y es correcta. Pasará como ha pasado siempre. Me quedaré a tu lado; hoy es Navidad.
–¿Has visto a Snape? –inquirió Remus–. ¡No, eso da igual; ¿cómo que te vas a quedar? Y si pasa algo. Y si...
–No va a pasar nada –contestó serena Helen–. No hay por qué preocuparse. Te transformarás en un lobo manso, como pasa desde que tomas la poción.
–¡Helen! –la recriminó–. Está aquí Matt.
El chico los miraba uno a otro, sin decir nada.
–No pasa nada –respondió–. Ya se lo he explicado todo.
–¿Todo? –Remus se asustó–. ¿Qué es todo?
–Lo de tu licantropía.
El brujo se echó a reír, pero la risa se fue extinguiendo lentamente en sus labios. Miró a Helen y, como viera que no reía, le espetó:
–¿Cómo has sido capaz¡No está preparado¡A saber cómo se lo ha tomado!
–Te he ahorrado ese mal trago, Remus.
El licántropo bufó.
–Es la segunda vez que me dicen eso en este trimestre, y la última acabé dándole un puñetazo a alguien. –Helen estuvo a punto de preguntarle de qué hablaba–. Es aún muy pequeño.
–¡Remus! –Sonrió la adivina–. Tu hijo no es tonto. Es más maduro de lo que tú crees. Hay que explicarle las cosas como son, y las entenderá. ¿Verdad, Matt? –El niño asintió con gravedad, sintiéndose importante–. Si acaso, te tiene más cariño que antes. Sabe lo que has sufrido, sabe que eso no es nada de lo que avergonzarse; le expliqué cómo te mordieron cuando tenías cuatro años. –Remus se derrumbó, sentándose en la silla–. Sí, lo sabe todo, Remus. Y te sigue queriendo.
–Sí, papá –aclaró Matt acercándose a su padre y cogiéndolo de las manos para que se levantara–. Mamá me lo explicó. Los lobos molan. Y tú no tienes la culpa de convertirte en uno cuando sale la luna llena; mamá me ha dicho que es tu maldición.
Remus sonrió al verlo explicar aquello con su voz dulce y sus palabras llanas. Se volvió a Helen, aún rencoroso, y le preguntó:
–Pero ¿por qué se lo has tenido que explicar ahora, cuando aún es tan pequeño?
–Verás... El otro día estábamos sentados en el porche y me estaba señalando el cielo. Me decía que veía un pájaro rojo de hermoso plumaje, pero yo no lo veía.
–¡Sí! –exclamó–. Lo escuché cantar –aseguró.
–Pero yo tampoco lo oí –reconoció Helen pausadamente–. Quiso saber por qué él lo veía y escuchaba y yo no. Tan sólo le expliqué por qué había heredado unas cuantas propiedades mágicas de su padre. ¡Oh, Remus, no me mires así! Sabes que no sé mentir.
Remus se tranquilizó. Contempló a su pequeño hijo y le sonrió.
–¿Ves y escuchas más lejos que el resto de gente? –le preguntó.
El chico asintió, y Remus sonrió aún más pronunciadamente.
–Como yo... –susurró.
–Y mamá me ha dicho –apuntó Matt precipitadamente– que tus días como licántropo están contados...
–¿Qué? –Remus se la quedó mirando intrigado–. ¿Qué quiere decir eso?
–¿Eso? –exclamó Helen sonrojada–. ¡Eso te lo has inventado, Matt! –lo regañó poniéndose roja de cólera.
–Pero... No, mamá...
–Te he dicho, Matt, que no digas mentiras –puntualizó su madre y el pequeño se calló.
Remus se volvió hacia la ventana para tomar un poco de aire, tiempo que aprovechó Helen para acariciarle el pelo a su hijo y sonreírle.
–Bueno, y ya que hablamos de extrañas propiedades de la gente... –dijo de pronto Helen y Remus se apartó de la ventana–. Digamos que Matt va prosperando.
–¿Con qué? –preguntó Remus–. ¿Con su capacidad de presentir las cosas?
–No –exclamó Helen–. Tiene un nuevo poder.
–¿Un nuevo poder? –inquirió Remus sorprendido–. ¿Qué poder?
–Matt –le espetó su madre.
–Vale –dijo el pequeño entristecido–; pero antes de nada una cosa¡que yo no digo mentiras!...
Helen se tapó la boca para que no la vieran reírse. Se agachó, puesta en cuclillas, y le dio un beso a su pequeño hijito.
–Vamos, Matt. Enséñale a tu padre lo que llevas practicando desde entonces.
Matt asintió con gravedad. Se quedó mirando la librería del despacho de Remus y arrugó mucho la frente. Remus lo contemplaba preocupado.
–¿Qué va a hacer? –le musitó al oído a su mujer.
–Ya lo verás –le dijo ésta chistándole.
Remus volvió a quedárselo mirando, y sintió que un pesado silencio poblaba el despacho. De súbito, un libro de la estantería comenzó a temblar y salió limpiamente de entre los demás, flotando en el aire, acompañado de la mirada de Matt. Se detuvo el libro a dos palmos de su nariz, y se abrió en horizontal; las páginas comenzaron a hojearse como movidas por un extraño viento huracanado. Se detuvieron de pronto, y el libro giró en torno a Matt.
–¿Puedes levitar cosas? –increpó su padre alucinado–. ¿Telequinesia?
–¿Telequinesia? –repitió Matt extrañado, siendo la primera vez que escuchaba aquella palabra.
–No –respondió por él Helen–, sólo libros. Cuando deja su mente en blanco incluso pueden moverse los libros sin que él los esté mirando. –Le dio un par de palmaditas a Matt en la cabeza como premio–. ¿No crees que sería un buen estudiante de Pociones? Con su caldero y los libros levitando alrededor de él.
–¡Pero eso es genial! –exclamó Remus cogiendo a Matt y montándolo sobre sus hombros. Imitando a un caballo lo paseó por todo el despacho–. ¡Matt! Estupendo. Qué niño más fantástico tenemos. Si nosotros a su edad hubiéramos tenido la de capacidades que él...
–Dirás «si yo a su edad»... –lo corrigió Helen–. Yo adivinaba cosas.
–Pero eso fue con diez¡lista! –le recriminó bromista, sin enfadarse.
Remus bajó a Matt de encima de sus hombros y lo puso en el suelo. Se sentaron a la mesa y degustaron los platos aparecidos bajo encanto. Matt, que iba a comer en casa de los señores Nicked, le pedía a su madre o a su padre que le dieran, de vez en cuando, algún trozo de alguna cosa en particular, con lo que su pequeño estómago se fue llenando paulatinamente.
–Que se te van a quitar las ganas de comer en casa de tus abuelos –le dijo su padre.
Transcurrido un buen rato, deliciosa la cena, Matt tenía que irse a casa de sus abuelos a razón de que no viera la transformación licántropa de su padre.
–Pórtate bien –le dijo su madre arreglándole el jersey de lana de vivos colores y sacándole el cuello de la camisa porque le quedaba más gracioso–. ¿Te has traído el dibujo que habías hecho de la abuela? –Matt asintió muy contento–. Dáselo; verás qué contenta se pone.
–¡Sí! –respondió vivaz el chicuelo.
–Vamos, a la chimenea. –Lo acompañó cogido de la mano su padre–. Dame un beso¿vale¡Y saluda a todos de mi parte¿quieres? –El pequeño asintió–. Que no se te olvide. ¡Vamos, adentro! Aquí tienes los polvos flu, a ver, extiende la mano... Muy bien. No olvides de quedarte muy quieto cuando estés en el torbellino de chimeneas. Los tiras los polvos y dices...
–¡Papá! –exclamó molesto–. Que yo ya sé hacerlo. Que ya soy mayor.
–¿Ah, sí? –Rió su padre–. Eso está bien. Anda, entras y dices «a casa de los Nicked».
Matt asintió obedeciéndolo. Lanzó desde la chimenea sendos besos a sus padres y arrojó los polvos sobre el suelo cenizoso de la chimenea.
–Espero que esta vez no se extravíe –comentó Helen–. Antes se me fue al despacho de Dumbledore.
–¿Sí? –Remus se sonrió–. Si me lo llegas a decir antes lo acompaño y así saludo a los otros, que también tengo ganas de verlos.
–No te preocupes –le dijo su esposa–. Le he dicho a mi madre que me avise en cuanto llegue Matt a su casa.
–¿Que te avise? –inquirió Remus–. ¿Cómo?
Con un sonido sordo apareció ante ellos la cabeza de Sorensen.
–¡Hola, Remus! –exclamó–. Cuánto tiempo.
–Hola, Sorensen –saludó Remus muy sonriente.
–¿Qué tal va el profesor¿Te hacen caso los niños?
–Pues sí, la verdad es que sí.
–Me alegro. –La cabeza parlante se giró hasta Helen–. ¡Hola! Feliz Navidad.
–Feliz Navidad también para ti, Sorensen –saludó la adivina–. ¿Ha llegado ya Matt a casa de mis padres?
–Sí, ya está aquí –contestó–. Le he preguntado a tu madre si me dejaba que fuera yo quien hablara con vosotros por la chimenea, y me ha dejado. –La cabeza comenzó a temblar, se giró hacia dentro–. ¡No tires de mí, Ángela! Hemos dicho que hablaba yo. –Sonrió a la pareja–. Nada, Ángela, que sigue tan loca de remate como de costumbre...
–Oye¡un respeto! –se escuchó la voz amortiguada de tía Ángela a través de la cortina verde de fuego esmaltado en la chimenea, que gritaba en casa de los señores Nicked–. ¡Helen¡Remus¡Feliz Navidad!
–Dile que feliz Navidad también de nuestra parte –dijo Remus–. A ver si un día de éstos me deja Dumbledore pasarme por casa. ¡Que estamos en vacaciones!
–No estaría mal –apuntó Sorensen–. No es por nada en concreto, Helen, pero es que tu padre la ha tomado ahora conmigo. Necesito un descanso. –Sonrió.
–¡Helen! –seguía chillando al otro lado Ángela.
–Nada, Sorensen, no pasa nada. Te entiendo –dijo Helen–. ¿O es que te crees que mi padre no me ha hecho pasar por lo mismo? Menos mal que no lo has llevado a la biblioteca, que si no, entonces es cuando no te dejaba en paz.
–¡Pero si eso es lo que quiere que haga! –protestó Sorensen.
Remus consultó la hora.
–Es tarde –exclamó espantado–. Faltan cinco minutos para que salga la luna. –Sorensen se quedó boquiabierto, mirando a todas partes–. Debes irte, Soren.
–¿Ya¡Pero si no hemos hablado casi apenas!
–Le pediré permiso a Dumbledore para salir un día de éstos. Venga, márchate. Tengo que descambiarme y... ¿Quién sabe si no tengo el reloj un poco atrasado?
Remus, nervioso, salió corriendo por el despacho, guardando las cosas.
–¡Deséale una feliz Navidad a los otros de nuestra parte¿vale? –dijo Helen.
–Lo haré –respondió Sorensen, el bibliotecario–. Hasta luego.
Y su cabeza se esfumó, extinguiéndose las llamas verdes.
–¿Por qué estás tan nervioso? –inquirió la adivina al licántropo–. ¿Por qué guardas todo eso? –La mujer sonrió–. Tus transformaciones ya no son como antes. Ahora no vas a destrozar nada. ¿Quieres calmarte?
Remus se detuvo en seco.
–Perdón –dijo–. Es la costumbre. –Se dio la vuelta–. No sé, me da reparo transformarme contigo delante. ¿Y si algo sale mal?
–¿Quieres dejar de pensar en eso? –le espetó Helen cariñosamente acercándose a él y besándolo–. En primer lugar, nada va a salir mal; y en segundo, soy una bruja cualificada. –Sonrió–. Estarías frito antes de conseguir atacarme.
Remus sonrió, divertido, ante el comentario de su esposa. Más relajado, se sentó en una silla y comenzó a desabrocharse los botones de su camisa. Como viera Helen que aún sus manos temblaban se prestó a ayudarle. Remus, no pudiendo estarse quieto, aprovechó para descalzarse.
–¿Tienes que desnudarte completamente? –interrogó Helen mirándolo.
Remus se limitó a asentir. Se puso en pie y, algo azorado, se dio la espalda y se quitó lentamente los calzoncillos.
–Es lo mejor –explicó–. Si no, con mi transformación, lo rompería todo. –Se sonrió–. Al menos ahora puedo dejar la ropa en el mismo lugar en que me transformo. Es una suerte...
Se volvió lentamente, completamente desnudo, algo azorado y sonrojado; pues a pesar de que Helen lo había visto desnudo en multitud de ocasiones, se sentía extraño de que ella, completamente vestida, lo estuviera mirando también incómoda.
–Falta poco –dijo Remus mirando por la ventana, tiritando de frío.
–¿Quieres que te traiga una manta? –sugirió Helen–. Eso no se va a romper si te la echas por encima.
El licántropo respondió que sí, y Helen se la trajo y echó por encima con dulzura. Lo abrazó junto a sí para darle calor. Se separó y cerró la ventana.
–No hace falta que esté abierta –dijo–. La luna llena saldrá de todas maneras.
Remus se sentó en una silla, cubierto con la manta verde hasta la barbilla. Lanzó una rápida mirada a Helen y le sonrió. Ésta imitó el gesto.
–Nunca nadie había estado a mi lado durante una transformación –mencionó Remus.
Helen se acuclilló frente a él y le puso una mano sobre una de las suyas. La estuvo acariciando unos segundos, sin saber qué decir. Se limitó a sonreír.
Remus sintió un extraño zumbido en el oído y se volvió lentamente hacia la ventana. En ella, tras un jirón de nube, comenzaba a aparecer la luna, redonda y brillante, y los ojos de Remus, hasta ahora dorados, brillaron como dos estrellas de plata.
Helen se apartó, asustada, pues la mano de Remus que acariciaba se comenzó a convulsionar. El licántropo se levantó de la silla y tiró sobre el suelo, todo su cuerpo dolorido. Su piel vibraba, su cuerpo se estremecía a causa de frenéticos impulsos.
–Remus... –susurró asustada Helen.
Pero éste ya no podía oír. Sus orejas, hasta entonces menudas y rosadas, se hicieron puntiagudas y finas hebras de vello surgieron de ellas. Sus dedos se quebraron cuando sus huesecillos se partieron, y las garras aparecieron terribles y amenazadoras. Ante el dolor ocasionado, Remus se arañó la cara, cuya mandíbula crujía, en pos de aparecer las fauces. La espalda se curvó y la espina dorsal rugía en tanto sus vértebras se desmenuzaban.
–Remus –llamó Helen acongojada, con los ojos muy abiertos, pálida.
Una mirada oscura, en un rostro lobuno, jadeante, observó a Helen un instante. Remus, convertido en un cuadrúpedo lobo, se sentó en el suelo, cansado.
–Remus... –dijo Helen–. ¿Estás... Estás bien?
El lobo asintió con esfuerzo, sin ímpetu.
–Eso ha debido dolerte mucho. –Se acercó y le acarició la boca, que sobresalía–. Remus... No sabía que fuera tan... ¡Oh, Remus! –Abrazó al enorme lobo–. Ahora te entiendo mejor que nunca. –Comenzó a llorar, no supo por qué–. Te quiero.
Remus, que en su forma de lobo no podía hablar, se limitó a lamerle el rostro en señal de cariño mutuo.
Durmieron juntos; Helen se acostó en la cama de su marido, en la habitación aledaña a su despacho, y Remus junto a ella, por encima de las mantas, vuelto de espaldas porque no quería que lo viera.
Así los recibió la mañana.
Un rayo de luz incidió sobre Helen y ésta se desperezó suavemente, sin querer despertar a Remus. Se incorporó lentamente. Se sonrió; Remus, a su lado, completamente desnudo, dormía hecho un ovillo. Se levantó sin molestarlo, para que no despertara, y le echó una manta por encima.
Recogió sus cosas y las guardó en su bolso. Cuando hubo acabado fue hasta donde Remus dormía y lo zarandeó con suavidad.
–Remus –lo llamó–. ¡Remus! Soy yo. –Éste despertó con los ojos entreabiertos–. Me voy.
–¿Cómo, te vas? –inquirió con voz ronca–. ¿Adónde? –Fue a mirar la hora que era, pero se acordó de pronto que también se había quitado el reloj–. ¿Qué hora es? –Vio el cielo apenas despuntado que asomaba por la ventana–. Pero si es aún muy temprano.
–Lo siento. –Le acarició el pelo como si de su hijo se tratara–. Tengo que irme. Tengo turno de mañana en el hospital. ¿Quieres que te prepare algo de desayunar antes de irme?
–No, gracias –dijo incorporándose lentamente–. Pero... ¿Turno de mañana¿Por qué no se lo has cambiado a alguno de tus compañeros?
–¿El día después de Navidad? –Helen sonrió–. No es fácil encontrar a nadie que se preste. Además, tengo que dar ejemplo.
–¿Por qué? –inquirió frotándose un ojo.
–Porque me han nombrado encargada de mi planta.
–¿Qué? –Remus parecía ya más despierto–. ¿Cuándo¿Y cuándo ibas a decírmelo?
–Bueno, ya hace unos meses –contestó orgullosa–, pero no sé... Quería darte una sorpresa, esperar a que vinieras a casa o algo así. –Sonrió–. Al menos me han subido el sueldo. –Remus se rió–. Y también me han nombrado ayudante-jefe del laboratorio de investigación.
–¿Sí? –inquirió el mago–. ¡Pero es estupendo! –La abrazó–. No te voy a perdonar que no me lo hayas dicho antes¡pero eso es estupendo! Enhorabuena. Por una vez nos sonríe la vida¿no crees¡Ambos tenemos un trabajo fijo que prospera!
–Bueno, aún va a ir mejor –dijo Helen sin mucho interés–. Bueno, que...
–¿Qué has querido decir con eso? –se interesó Remus.
–Oh, nada.
–¿Es algún tipo de visión que has tenido o algo?
–¡No! No...
–¿En serio?
–¡Sí! Sí...
Remus sonrió, y Helen también lo hizo.
–Me voy, Remus. –Le dio un beso–. Me gustaría quedarme un rato más, pero en serio que no puedo. Hoy hay mucho lío en el laboratorio y quiero estar. –Le dio otro beso–. Adiós, cariño.
–Hasta pronto.
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Cuando Helen volvió de trabajar, se encontró a su hijo viendo la televisión.
–¡Hola, Matt! –exclamó Helen.
–Hola, mamá –dijo éste sin apartar la vista de la pantalla–. ¿Te lo has pasado bien?
–Sí –dijo colgando la chaqueta en el perchero–, pero aléjate un poco del televisor¿quieres, cielo? Te vas a dejar la vista en la televisión. ¡Mamá! –exclamó.
De la cocina apareció esbozando un gracioso mandil la señora Nicked, con una enorme paleta de madera en la mano.
–Hola, Helen querida –la saludó–. ¿Qué tal el día?
–Bien... ¿Y tú¿Te ha dado mucha guerra Matt?
–¡Qué va! –exclamó–. Si se ha portado muy bien¿verdad que sí, Matt? –El chico asintió–. ¿Qué tal Remus?
–Bien –dijo escueta, sonriéndose–. Me hubiera gustado quedarme más rato, pero...
–No pasa nada –dijo la señora Nicked–. Te lo agradecerá. Me he tomado la molestia de prepararte la comida. No te importa¿no?
–Pues sí, sí me importa –respondió la hija–. ¿Cómo se te ocurre? No tenías por qué. Oye¿y papá? Oh, Matt. ¿Quieres quitarle un poco de volumen a la tele?
El niño cogió a desgana el mando a distancia y pulsó el botón. Pero se equivocó, y en lugar de sustraerle volumen lo que hizo fue añadirle.
–Vuelve, a casa vuelve, por Navidad. Que hoy es Nochebuena... ¡Vive la felicidad! –cantaba la voz en off de un anuncio publicitario de turrones.
Un estallido en la chimenea hizo que Matt se volviera. Allí, de improviso, había aparecido su padre, con su desvencijado maletín en la mano. Lo dejó caer pesadamente y abrió los brazos, esperando el abrazo del hijo suyo que corría hacia él.
–¡Mamá¡Mamá¡Es papá!
Remus estrechó a Matt contra sí, como si no lo viera desde hacía mucho tiempo.
Helen reapareció en la puerta de la cocina y se quedó boquiabierta.
–Dumbledore me ha permitido venir a casa lo que queda de vacaciones –explicó incorporándose con Matt en brazos.
La adivina corrió a recibirlo.
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Remus se sintió también muy contento cuando volvió a Hogwarts; sobre todo, cuando cruzó el umbral de la puerta del aula de su asignatura y todos los alumnos de tercero de Gyrffindor lo miraron impacientes de dar una nueva clase. Los observó a todos uno a uno, sin decir nada, y se detuvo unos instantes en Harry.
–¡Buenos días a todos! –acabó diciendo–. Espero que hayáis pasado unas felices vacaciones. Pero hoy toca volver a los libros. ¡Sí, sí, sacad los libros. –Ron emitió un largo "oh"–. Hoy pasaremos al siguiente nivel: los vampiros.
Algunos comentaron y susurraron opiniones de júbilo por lo bajo.
–Debo presuponer –dijo poniéndose delante de la pizarra– que ninguno de vosotros ha visto un vampiro en su vida¿no? –Nadie dijo nada–. Yo tampoco. Pero si alguna vez tuvierais esa suerte o desgracia, dudo que jamás os dierais cuenta de que estáis ante uno de ellos. Los vampiros son, a diferencia del resto de criaturas que hemos visto hasta ahora, criaturas muy similares a los humanos; tan sólo se les puede diferenciar por su rostro paliducho y su delgadez excesiva. Aunque tampoco son éstos rasgos inequívocos, pues ¿quién no ha podido ver alguna vez a una persona normal que sea delgada y sin color en la tez? –Se sonrió. Seamus levantó la mano. –¿Sí, Seamus?
–¿Y los colmillos? –preguntó–. ¿No se puede reconocer a un vampiro por sus colmillos?
–Muy buena pregunta, Seamus –loó Remus–. Aunque en ella está muy presente la creencia popular, más que el rigor científico, debo decir. Las piezas dentales, en concreto los colmillos, de un vampiro no difieren en nada de las de una persona normal. Sólo cuando se irritan o van a comer sus colmillos se agrandan hasta alcanzar un tamaño inimaginable. Se dice que los jefes de los clanes vampíricos pueden alcanzar una longitud de hasta siete centímetros, y que sobresalen por debajo del labio. Yo realmente no puedo confirmarlo.
»Pero hablemos antes de otros aspectos de los vampiros antes de introducirnos de lleno en sus colmillos, letales armas. Por ejemplo, su origen. Ni ellos mismos –sonrió– se ponen de acuerdo. Los clanes se enfrentan entre sí para demostrar quién fue el vampiro original. No obstante, los más entendidos parecen ponerse de acuerdo en que fue Vlad Tepes, un gobernante del siglo V de la hoy Rumanía. Sin embargo, éste no era su nombre más conocido: se hacía llamar "Vlad Dracul", que viene a significar algo así como "Vlad, hijo del Diablo". –Algunos chicos contuvieron la respiración–. Y tal fue lo que parece que pasó. En su empeño, este mago tenebroso intentó alcanzar por todos los medios la vida inmortal. Y lo consiguió. Pero obtuvo, por el contrario, una vida maldita. Se convirtió en el primer vampiro.
»A partir de entonces, las cruentas costumbres de que había hecho gala como brujo, se convirtieron en el modo de vida de toda su especie. El tal Vlad tenía acostumbrado bañarse en la sangre de los muggles que su despótica dictadura mandaba ejecutar; para sobrevivir como vampiro, tendría que ser esa misma sangre la que lo alimentara. Pero por el contrario también, solía matar personalmente a los reos atravesándoles una estaca de madera en el pecho; esta cruel forma de asesinar, se convertiría en la peor pesadilla de un vampiro. Aunque, no obstante, existen otras formas de alejar o asesinar a un vampiro.
»El más famoso de los vampiros es, sin duda, Bram Stoker, quien fomentó la separación racial entre su especie. Nacieron los clanes, división de los vampiros a modo de..., por ejemplo, las comunidades mágicas en el mundo. Existen numerosos clanes, pero los más influyentes, sin duda, son el de Transilvania, Rumanía y Japón. Son frecuentes las guerras entre vampiros, pero, como a esta especie no le interesa la vida en común con los humanos, pasan desapercibidas a nuestros ojos.
Ron levantó la mano. Remus le hizo una indicación con la mano, y éste habló:
–Yo... Bueno... Quería saber si también se producen guerras entre licántropos y vampiros.
Remus hizo como que pensaba la respuesta, pero lo cierto es que la conocía perfectamente.
–Mmm... Respuesta rápida: no; respuesta compleja: sí, pero... Sí, Ron, eh... Se producen batallas entre licántropos y vampiros, pues ambos desean apoderarse de los reinos de la noche. Sin duda alguna, son los vampiros los más sangrientos: odian a los licántropos y su única ambición es destruirlos, a cualquier precio. Lo cierto, no obstante, es que esta cuestión no es simplemente a o be, Ron. También tiene mucho que ver la educación que haya recibido el licántropo o vampiro en cuestión. Es siempre la voluntad la que domina a las personas, Ron, no lo olvides; y debajo del licántropo hay una persona; ¡y en el caso de los vampiros también! –añadió apresuradamente–. ¿He respondido a tu pregunta? –Ron asintió enérgico.
»Bien. Estaba hablando de los clanes, creo. Da igual, eso no es muy importante. Lo único que debéis saber es que la estructura social de los vampiros es jerárquica: a su cabeza se encuentra el vampiro-jefe, que tiene poder absoluto y decisión inapelable. El mandato lo ocupan los más ancianos. Normalmente hay tres o siete vampiros-jefe, que se turnan la soberanía cada cien años. Los regicidios son múltiples y los combates por el poder constantes en las comunidades vampíricas más primitivas. Por debajo del vampiro-jefe se encuentra el resto, que tiene que acatar sus órdenes. Éstos sí que luchan por ascender en el escalofón. En ocasiones, los vampiros–jefes más coherentes se hacen acompañar de un círculo de sabios o consejeros; en estos casos, el vampiro-jefe tiene poco poder, pero su administración, de cara a su especie, es más equitativa.
»Bueno... –Consultó el reloj–. Abrid vuestros libros por la página trescientos doce. Os dejaré el resto de la clase para que hagáis esas actividades siempre y cuando las traigáis acabadas para el próximo día¿de acuerdo? El próximo día daremos las formas de combatir a un vampiro. Trabajad en silencio, por favor.
Se sentó en su escritorio y se puso a corregir unos trabajos de los alumnos de séptimo curso. El tiempo se le fue como un suspiro, y pronto estuvo sonando la señal que indicaba el cambio de clase.
Remus se puso en pie y despidió a los chicos amablemente.
–Profesor Lupin... –Se acercó Harry–. Quería preguntarle si había decidido ya algún día para lo de las clases antidementores.
–Ah, sí –soltó el licántropo–. Veamos... ¿qué te parece el jueves a las ocho de la tarde? El aula de Historia de la Magia será bastante grande... Tendré que pensar detenidamente en esto... No podemos traer a un dementor de verdad al castillo para practicar... –De pronto se acordó que ya había tenido hacía algunos días una idea–. ¡Ah, sí! Ya sé cómo lo haremos. Nos vemos, Harry.
–¡Hasta luego, profesor! Y... gracias –añadió tímidamente.
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–Como iba diciendo... –dijo Remus–. ¡Ah, sí! Los vampiros, en primer lugar, detestan la luz del sol. ¿Alguien sabe por qué? –Nadie alzó la mano, ni siquiera Hermione–. ¿Nadie? –Se sonrió–. Bueno, en realidad es una pregunta complicada, quizá con un poco de trampa, pensaréis, pero da igual que os equivoquéis. ¿Hermione? –Ésta negó con la cabeza–. ¿Nadie? Por todo el mundo es sabido que el sol es un símbolo de la verdad y bondad, dos cualidades que no coincidían con la condición maldita del vampiro. Por eso no pueden recibir sus rayos directamente sin morir abrasados.
–Pero, profesor Lupin... –Levantó la mano impaciente Hermione. Éste le asintió–. ¿Qué hay de los licántropos? –Remus la miró sorprendido, y ella se lo quedó mirando también un rato, sin decir nada–. ¿Acaso no son ellos también malditos¿Por qué no sufren igualmente ante los rayos del sol?
–Interesante pregunta... –se recuperó Remus–. No sé dónde habrás leído acerca de "la maldición de los hombres lobo", pero no es más que un juego de palabras. –Sonrió–. Los vampiros perdieron su condición humana para convertirse en vampiros, inmortales; son muertos vivientes, criaturas ponzoñosas; por el contrario, la maldición de los hombres lobo hace tan sólo alusión a su dolor, a su... sí, a su maldición de tenerse que convertir cada noche en una criatura espantosa. ¿He respondido a tu pregunta? –La chica asintió dignamente.
»Bien, como iba diciendo, el sol es una de las principales causas de muerte de la raza vampírica. Tan sólo tenéis que acompañar a un vampiro a donde el sol incida directamente y se derretirá como una vela. Aunque los vampiros también tienen forma de protegerse de él. ¿Habéis dado en clase de Transformaciones ya lo que son los animagos? –Algunos asintieron–. ¡Magnífico! –Se rió de pronto, acordándose del señor Nicked. Algunos se lo quedaron mirando entre extrañados y divertidos–. Bien –dijo cuando se recuperó del ataque de risa–. Los vampiros son animagos por naturaleza, aunque no pueden decidir en qué animal quieren transformarse; bueno... Tampoco los magos lo hacen. Los vampiros, todos, sin excepción, pueden convertirse en murciélagos, y bajo esta forma no importa si los rayos del sol inciden sobre sus cuerpos. Esto es muy importante, espero que hayáis tomado nota. –Algunos se apresuraron a ponerlo por escrito–. No obstante, también pueden más o menos luchar contra este mal hibernando.
–¿Hibernando? –estalló Hermione, quien no se pudo controlar.
–Sí, Hermione –respondió el profesor Lupin–. Esos enormes ataúdes que se ven por ahí tan a menudo en la noche de Halloween no son una patraña, créeme. Sin embargo, mientras la mayor parte de las criaturas hiberna en los meses de frío, los vampiros (sólo los más adultos, he de aclarar, y aun así en ocasiones) lo hacen en las estaciones de primavera y verano, cuando el día es más largo que la noche. Se encierran a dormir en sus cálidos ataúdes y se sumergen en un profundo sueño, del que emergen el equinoccio de otoño puntualmente. A este despertar se le conoce técnicamente con el nombre de "palingenesia vampírica". No es necesario que os lo aprendáis, pero por si lo oís por ahí, ya sabéis lo que significa.
»Pero no sólo el sol sirve para reducirlos. Hay otras formas, más expandidas de lo que os imagináis. ¿O quién no ha oído hablar del ajo?
Ron se rió, y Remus se acercó hasta él, divertido. Se apoyó en su pupitre sin parecer aprensivo y le preguntó qué le pasaba.
–Nada –contestó azorado–. Es que me he acordado de pronto que el profesor Quirrell olía a ajo y me ha entrado la risa.
Remus se sonrió divertido.
–Pues sí, me han hablado de ese tal Quirrell. Un elemento... Durante un tiempo estudió los vampiros, y se convirtió en un gran experto sobre la materia, pero bueno... Lo demás imagino que ya lo sabéis. Y como gran conocedor de la materia, Quirrell sabía que lo que ahuyentaba a un vampiro sin tener que enfrentarse directamente a él era el olor de ajo. Os recomiendo que si visitáis Transilvania tengáis una ristra a mano.
»Y por último lugar, pero no menos importante: las estacas. También muy conocidas, aunque hay que discernir que, pese a lo que se cree, las estacas de plata no tienen ningún efecto sobre los vampiros, por mucho que se las clavemos y reclavemos en el corazón. La plata tan sólo... hace peligrar la vida a los licántropos, y tan enfrentadas están estas dos razas que ni los mismos medios para ser vencidas comparten. Si tenéis que atravesarle el corazón a un vampiro¡recordad: de madera o hierro. ¡Nunca plata! –Sonrió–. No vaya a ser que la ostentación os juegue una mala pasada.
»¡Ah, claro! –exclamó–. Se me olvidaba... Y luego están los remedios de exorcismo: agua bendita, oraciones, crucifijos... No son tan efectivos como los anteriores, pero si vuestra fe en santa Rowling es fuerte, podréis vencerlos con estas armas. No obstante, a aquellos en los que la fe esté cogida por pinzas, les recomiendo que usen los otros remedios. ¡Más efectivos, dónde va a parar.
Sonó el timbre y los alumnos se levantaron atropelladamente.
–No os olvidéis –gritaba el licántropo– de hacer las actividades que os mandé al principio de la clase. ¡Harry¡Acuérdate de lo de esta tarde!
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El profesor Flitwick le dijo a Remus dónde podría encontrar un boggart con el que practicar con Harry. Lo introdujo fácilmente en una caja de embalar y lo cogió a cuestas recorriendo el castillo. Llegó al aula de Historia de la Magia, donde, impaciente, Harry lo aguardaba.
–Buenas tardes, Harry –saludó tranquilamente el licántropo.
–Ah... ¡Hola, profesor Lupin! –respondió. Se fijó en la caja que el adulto portaba y preguntó–¿Qué es?
–Otro boggart –explicó Remus, quitándose la capa–. He estado buscando uno por el castillo desde el martes y he tenido la suerte de encontrar éste escondido dentro del archivador del señor Filch. Es lo más parecido que podemos encontrar a un auténtico dementor. El boggart se convertirá en dementor cuando te vea, de forma que podrás practicar con él. Puedo guardarlo en mi despacho cuando no lo utilicemos, bajo mi mesa hay un armario que le gustará.
–De acuerdo –respondió Harry al cabo.
–Así pues... –Remus decidió no andarse con prerrogativas: sacó su varita e invitó con un gesto de mano a Harry a que hiciera lo mismo–. El hechizo que trataré de enseñarte es magia muy avanzada... Bueno, muy por encima del Nivel Corriente de Embrujo –especificó para no desmotivar a Harry–. Se llama «encantamiento patronus».
–¿Cómo es? –preguntó Harry, nervioso.
–Bueno, cuando sale bien invoca a un patronus para que se aparezca –tomó una pausa, recordando que ni él mismo había sido capaz nunca de convocar un patronus corpóreo– y que es una especie de antidementor, un guardián que hace de escudo entre el demetor y tú.
»El patronus es una especie de fuerza positiva, una proyección de las mismas cosas de las que el dementor se alimenta: esperanza, alegría, deseo de vivir... y no puede sentir desesperación como los seres humanos, de forma que los dementores no lo pueden herir. Pero tengo que advertirte, Harry, de que el hechizo podría resultarte excesivamente avanzado. Muchos magos cualificados tienen dificultades con él.
–¿Qué aspecto tiene un patronus? –dijo Harry con curiosidad.
–Es según el mago que lo invoca.
–¿Y cómo se invoca?
–Con un encantamiento que sólo funcionará si te concentraas con todas tus fuerzas en un solo recuerdo de mucha alegría.
Pensó un instante.
–Ya –dijo al fin.
–El encantamiento es así. –Remus se aclaró la garganta–. ¡Expecto patronum!
–¡Expecto patronum! –repitió Harry entre dientes–. ¡Expecto patronum!
–¿Te estás concentrando con fuerza en el recuerdo feliz?
–Sí. –Y como si quisiera infundar ánimo a sus palabras, repitió con mucho énfasis el encantamiento–. Expecto patrono, no, patronum... perdón... ¡Expecto patronum¡Expecto patronum!
De repente, ante su sorpresa, Remus vio cómo una fina hebra de informe plata surgía de la varita del joven aprendiz.
–¿Lo ha visto? –preguntó Harry entusiasmado, con un par de luceros en los ojos–. ¡Algo ha ocurrido!
–Muy bien –lo animó Remus–. Bien, entonces... ¿estás preparado para probarlo en un dementor?
–Sí –contestó Harry.
Remus cogió la tapa de embalaje y tiró de ella. Un dementor se elevó despacio de la caja, volviendo hacia Harry su rostro encapuchado. Una mano viscosa y llena de pústulas sujetaba la capa.
Las luces que había en el aula parpadearon hasta apagarse. El dementor salió de la caja y se dirigió silenciosamente hacia Harry, exhalando un aliento profundo y vibrante. Una hola de intenso frío se extendió sobre él.
–¡Expecto patronum! –gritó Harry con energía–. ¡Expecto patronum! –Pero su voz se apagaba–. ¡Expecto...!
Harry cayó inconsciente sobre el suelo y Remus, abriendo mucho los ojos, se aproximó hasta él y se situó ante el dementor. Inmediatamente, el boggart se transformó en una luna plateada y brillante, que Remus se quedó mirando como retándola; elevó su varita y quedó convertida en un globo que acabara de estallar, saliendo disparado hacia todas partes.
El licántropo se acuclilló al lado del chico y le alzó la cabeza. Lo llamó varias veces, pero Harry no le oía.
–¡Harry!
El chico abrió por fin los ojos y miró a todas partes con rapidez.
–Lo siento –musitó incorporándose lentamente, bajo la ayuda del profesor.
–¿Te encuentras bien? –le preguntó Remus preocupado.
–Sí...
–Toma. –Le alargó una rana de chocolate–. Cómetela antes de que volvamos a intentarlo. No esperaba que lo consiguieras la primera vez. –Sonrió–. Me habría impresionado muchísimo que lo hubieras hecho.
–Cada vez es peor –confesó Harry, mordisqueando el dulce que le había dado Remus–. Esta vez la he oído más alto aún. –Remus se volvió lentamente, para no parecer brusco–. Y a él... a Voldemort...
Agachó la cabeza. Pensó que aquello tal vez fuera demasiado para un chico de tan sólo trece años. Por primera vez se le pasó por la mente que no era contra los dementores contra quienes había que armarlo, sino contra Sirius Black. Pero su deseo era...
Se volvió.
–Harry, si no quieres continuar, lo comprenderé perfectamente...
–¡Sí quiero! –respondió Harry con energía, y aquello terminó por demostrar a Remus la entereza de un verdadero gryffindor–. ¡Tengo que hacerlo¿Y si los dementores vuelven a presentarse en el partido contra Ravenclaw? –Remus se sonrió¡su único interés ahora mismo era el quidditch! Cuán equivocado debía estar...–. No puedo caer de nuevo. ¡Si perdemos este partido, habremos perdido la copa de quidditch!
–De acuerdo, entonces... –dijo Remus–. Tal vez quieras seleccionar otro recuerdo feliz. Quiero decir, para concentrarte. Éste no parece haber sido bastante poderoso... –Harry asintió, hizo ademán de asentir y, al cabo, asintió con renovadas fuerzas–. ¿Preparado?
–Preparado.
–¡Ya! –exclamó mientras levantaba la caja de la que, enseguida, saldría el boggart.
Y Harry volvió a esgrimir su varita, y volvió a convocar el conjuro y volvieron a desfallecer sus fuerzas. Cayó en el suelo pesadamente y Remus tuvo que reducir al boggart e introducirlo en la caja de nuevo.
El profesor se arrodilló a su lado y le palmeó el rostro como hiciera hacía tan sólo un instante. Tardó bastante hasta que Harry volvió por fin en sí.
–¡Harry! Harry, despierta...
Cuando Harry abrió los ojos, los paseó vagamente por la habitación. Parecía cansado, enfermo. Pero de pronto, como si de súbito hubiera adquirido real conciencia de lo ocurrido, se incorporó de un salto y sus ojos perseguían una sombra impacientes.
–He oído a mi padre –balbuceó Harry–. Es la primera vez que lo oigo. Quería enfrentarse a Voldemort para que a mi madre le diera tiempo de escapar.
Cuando Remus vio al chico incorporarse con el rostro plagado de lágrimas mezcladas con el sudor, fingió anudarse los cordones de los zapatos para que se pudiera enjugar el rostro. Pero cuando se volvió, su rostro también estaba agitado:
–¿Has visto a James? –preguntó acaloradamente.
–Sí –respondió sereno, mirando a Remus directamente a los ojos–. ¿Por qué? Usted no conocía a mi padre¿o sí?
Remus apretó la quijada, devolviendo aquella clara y firme mirada que Harry le mantenía. Había llegado el momento: vencer su miedo y hablar de lo que sabía a pesar de las numerosas advertencias de Dumbledore o callar.
–Lo... Lo conocí, sí –se escuchó decir, como si una voluntad en su estómago, más fuerte que él, lo empujara a decir aquellas palabras–. Fuimos amigos en Hogwarts –explicó concisamente–. Escucha, Harry. Tal vez deberíamos dejarlo por hoy. Este encantamiento es demasiado avanzado... No debería haberte puesto en este trance...
–No –repuso Harry y, tomando fuerzas, se volvió a levantar–. ¡Lo volveremos a intentar! No pienso en cosas bastante alegres, por eso... ¡espere!
Se concentró en un nuevo pensamiento. Por primera vez, Remus deseó saber en qué estaría pensando Remus. Se sonrió para sus adentros, con un pensamiento agridulce: pensó que ojalá pudiera transmitirle él recuerdos que, por ser Harry entonces tan pequeño, no podía recordar: cuando era un bebé y sus padres lo mecían, las fiestas que se celebraron en su honor o la única navidad que pasaron juntos, junto a la agradable chimenea de los Potter, cantando villancicos y riendo. De poseer aquellos recuerdos, pensó el licántropo, Harry habría conseguido vencer a una horda de hambrientos dementores.
Harry se puso ante la caja que contenía el boggart y colocó en posición de ataque su varita. Remus, comprendiendo, levantó la caja lentamente.
–¿Preparado¿Te estás concentrando bien? De acuerdo. ¡Ya!
Y el dementor volvió a salir, terrible y fantasmagórico. Pero la concentración de Harry en esta ocasión fue extraordinaria y, tras conjurar varias veces el encantamiento, una fina membrana de gas plateado lo protegió del dementor, que intentaba traspasarla arañándola con sus manos plagadas de pústulas. Remus, que observaba a Harry a través de la mampara del patronus, vio como al otro lado Harry sonreía de plena satisfacción.
El profesor sacó su varita y la apuntó hacia el boggart.
–¡Riddíkulo! –conjuró.
El dementor se desvaneció y se encogió hasta quedar encerrado en la caja de embalaje, rodando hasta ella con la forma de una luna esférica en la que Harry no reparó, tal era su felicidad. Remus se volvió tras cerrar la caja y le sonrió.
–¡Estupendo! –exclamó dándole una palmadita en la espalda–. ¡Estupendo, Harry! Ha sido un buen principio.
–¿Podemos volver a probar? –sugirió Harry con insistencia–. Sólo una vez más.
–Ahora no –dijo Remus con firmeza–. Ya has tenido bastante por una noche. Ten... –Ofreció a Harry una tableta del mejor chocolate de Honeydukes–. Cómetelo todo o la señora Pomfrey me matará. ¿El jueves que viene a la misma hora?
–Vale –dijo Harry entusiasta. Le dio un mordisquito al chocolate y se volvió pausadamente–. Si conoció a mi padre, también conocería a Sirius Black.
Remus se volvió con rapidez. Quizá no hubiera sido buena idea hablarle sobre aquello. No obstante, entrecerrando los párpados, respondió enigmáticamente:
–¿Qué te hace pensar eso?
–Nada. Quiero decir... me he enterado de que eran amigos en Hogwarts.
El rostro de Remus se relajó. Si conocía aquel detalle, la pregunta de Harry era de lo más normal; aunque no por ello dejaba de arrepentirse de haberle soltado aquel comentario.
–Sí, lo conocí –dijo lacónicamente–. O creía que lo conocía. Será mejor que te vayas, Harry. Se hace tarde.
Cuando Harry abrió la puerta del aula de Historia de la Magia, una figura se dibujó entre las sombras, una figura en la que Harry apenas si reparó, a pesar de que aquélla era la primera vez que la veía, aunque no la última...
–Helen... –dijo Remus caminando hacia su esposa.
Iba a salir al pasillo a encontrarse con ella cuando fue ella la que entró, empujándolo dentro, en el aula y cerró la puerta tras de sí.
–Remus... –devolvió a modo de saludo–. ¿Cómo te atreves?
–¿Qué pasa? –inquirió.
Sacó su varita, la apuntó hacia los lamparones de los muros y la luz no sólo dejó al descubierto las negras paredes de la clase, sino también los surcos de lágrimas en las mejillas de Helen.
–¿Qué te pasa? –le preguntó preocupado.
–¿Por qué haces pasar a Harry esas penalidades? Escucha a sus padres. Lo sé. Yo también los he oído. He escuchado las voces en su mente¡es terrible! –Remus tragó saliva–. Lily gritaba a Voldemort que la matara a ella antes que a Harry. Ha sido insoportable. No es bueno para él..., Remus.
–Pero él ha insistido –adujo lacónico.
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Remus estaba en su despacho, tranquilamente sentado, desayunando una tostada que sostenía en una mano mientras hojeaba el periódico con la otra. Le dio otro mordisco y masticó mientras leía insaciablemente. Pasó la hoja, cansado.
–¿Hola¿Se puede?
Por la chimenea acababa de aparecer la señora Nicked, con una enorme bolsa en una mano.
–Buenos días, Remus. ¿Qué tal? Recuerdos de tu hermano, de Ángela y de Matthew.
–Oh, buenos días –dijo Remus con la boca llena.
Esperó a tragar e invitó a su suegra a que se sentara. Apartó el diario mágico y le ofreció una tostada.
–No, gracias –denegó sonriente. Se sentó–. Ya he desayunado. Aunque no tengo mucho tiempo, la verdad... He venido a traerte un plato de gachas que hice ayer. Es que me acordé de ti, me acordé de que te gustaban y te he preparado un gran plato, para que te sacies.
–Muchísimas gracias, Helen. –La señora Nicked le tendió la bolsa con la fiambrera. El licántropo la destapó–. Huele de maravilla.
La bruja sonrió.
–Gracias –respondió agradecida–. ¡Ah! Y te he traído un poco más para Dumbledore, que me ha dicho Helen que lo dulce le pirra. Dáselo de mi parte cuando lo veas, que yo no me puedo llegar.
–Lo haré –consintió Remus–. ¿Y Helen¿Y Matt?
–Bien, bien –contestó la señora Nicked sin concretar–. Helen en el hospital, como sabes, y Matt viendo la televisión con Matthew. Es que teníamos la tele en su despacho, pero para entretenerlo, para que viera los dibujitos y esas cosas se la hemos bajado.
–Me parece estupendo. –Sonrió Remus. Sus facciones se volvieron más agrias y su suegra le preguntó qué le pasaba–. ¿Has leído el periódico de hoy?
–No¿por qué?
–Nada... –Resopló–. Dice que los dementores le darán el beso a Sirius.
Bajo la habitual apariencia de compostura que mantenía la señora Nicked, un asomo de terror y desesperanza cruzó su fuerte mirada. Se frotó las manos y apartó los ojos de la triste mirada de Remus.
–¿Por qué te preocupas, eh, Remus? No es a ti a quien van a besar, ni tampoco a un ser querido. –Remus levantó la vista y se encontró con las cejas enarcadas de la señora Nicked–. Hace mucho tiempo que dejó de serlo. Os traicionó a todos. –Pese a su firmeza, Remus descubrió en su voz un leve titubeo–. Pobre Peter, cada vez que me acuerdo de él.
–Pero... ¿la muerte es la mejor solución?
–Azkaban no llegó a serlo –se limitó a responder la señora Nicked–. Me tengo que ir. –Sonrió. Se puso en pie–. Deja de pensar en esas cosas¿quieres? Remus, eres la persona más amable y humilde que haya conocido en mi vida –el hombre se sonrojó–, pero nada puedes hacer para influir en el carácter de los demás, por más que te intereses por el asunto. Deja que el caso sobre Sirius siga su propio rumbo, y recorre tú el tuyo. No te preocupes por esas cosas que a la gente corriente se nos escapan de las manos. –Le volvió a sonreír y Remus le devolvió el gesto, más por satisfacerla que por sentirlo–. Dime qué te han parecido las gachas cuando las pruebes. A ver si te puedes pasar este fin de semana por casa, hijo.
Se metió en la chimenea y, antes de que Remus saliera de su anonadamiento, se desapareció; y es que el licántropo no pudo explicarse en los siguientes cinco minutos por qué lo había llamdo "hijo" sino de una manera.
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La textura plateada que protegía a Harry se escindió cuando su mano, engarrotada, dejó de apretar con fuerza la varita. Remus leyó en el rostro del joven aprendiz su esfuerzo y, al mismo tiempo, su fracaso.
–Esperas demasiado de ti mismo –le dijo–. Para un brujo de trece años, incluso un patronus como éste es una hazaña enorme. Ya no te desmayas¿a que no? –dijo para alentarlo.
–Creía que el patronus embestiría contra los dementores –dijo Harry desalentado–, que los haría desaparecer...
–El verdadero patronus los hace desaparecer –contestó Remus–. Pero tú has logrado mucho en poco tiempo. Si los dementores hacen aparición en tu próximo partido de quidditch, serás capaz de tenerlos a raya el tiempo necesario para volver al juego.
–Usted dijo que es más difícil cuando hay muchos –repuso Harry.
–Tengo total confianza en ti –aseguró el licántropo sonriendo–. Toma, te has ganado una bebida. Esto es de Las Tres Escobas y supongo que no lo habrás probado antes...
Sacó dos botellas de su maletín.
–¡Cerveza de mantequilla! –exclamó Harry irreflexivamente–. Sí, me encanta. –Remus alzó una ceja–. Bueno... Ron y Hermione me trajeron algunas cosas de Hogsmeade –mintió Harry a toda prisa.
–Ya veo –dijo Remus, aunque parecía algo suspicaz–. Bien, bebamos por la victoria de Gryffindor contra Ravenclaw. Aunque en teoría, como profesor no debo tomar partido –añadió inmediatamente.
Bebieron en silencio la cerveza de mantequilla, hasta que Harry mencionó algo en lo que llevaba algún tiempo meditando.
–¿Qué hay debajo de la capucha de un dementor?
El profesor Lupin, pensativo, dejó la botella sobre el escritorio.
–Mmm..., bueno, los únicos que lo saben no pueden decirnos nada. El dementor sólo se baja la capucha para utilizar su última arma.
–¿Cuál es?
–Lo llaman «Beso del dementor» –dijo Remus con una amarga sonrisa–. Es lo que hacen los dementores a aquellos a los que quieren destruir completamente. Supongo que tendrán algo parecido a una boca, porque pegan las mandíbulas a la boca de la víctima y... le sorben el alma.
Harry escupió, sin querer, un poco de cerveza de mantequilla.
–¿Las matan?
–No –se apresuró a responder Remus–. Mucho peor que eso. Se puede vivir sin alma, mientras sigan funcionando el cerebro y el corazón. Pero no se puede tener conciencia de uno mismo, ni memoria, ni nada. No hay ninguna posibilidad de recuperarse. Uno se limita a existir. Como una concha vacía. Sin alma, perdido para siempre. –Se echó un trago de la cerveza y prosiguió–: Es el destino que le espera a Sirius Black. Lo decía El Profeta esta mañana. El Ministerio ha dado permiso a los dementores para besarlo cuando lo encuentren.
Harry, imbuido, se quedó un momento pensativo. Remus, sin desearlo, se encontró pensando con un dementor que le sorbía el alma a su antiguo amigo, que gritaba y pataleaba sin remisión. Se pasó una mano por el flequillo, tranquilizándose, cuando Harry le comentó:
–Se lo merece.
–¿Eso piensas? –dijo, como sin darle importancia–. ¿De verdad crees que alguien se merece eso?
–Sí –dijo Harry con altivez–. Por varios motivos. –Remus supo por su rostro y por su boca abierta que se había quedado con ganas de hablar; que algo en su mente empujaba fuerte por salir, pero que un sentimiento más poderoso la retenía. Remus se preguntó qué sería lo que Harry sabría sobre Sirius. Deseó que no todo, pues la historia era más terrible de lo que parecía–. Bueno..., se está haciendo tarde, debería irme. Gracias, profesor. ¡Y gracias por la cerveza!
Y salió del aula de Historia de la Magia, seguido por la triste mirada de Remus.
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Remus no había bajado aquella noche a cenar, ni muchas otras. Dumbledore se comenzó a preocupar, pero lo cierto era que, caído el sol, a Remus le gustaba protegerse, confinarse en su despacho de su melancolía, arrebujarse en su propia manta desprovista de esperanza. Recordaba las palabras de la señora Nicked, pero su enloquecida mente no conseguía dejar de figurarse cómo sería el terrible beso del dementor practicado en Sirius Black.
Aquella noche tampoco acudió a cenar, falto de ganas y fuerzas como se encontraba. Se tumbó sobre la cama y encendió el candil de la mesita de noche.
Un golpe en el vidrio de la ventana lo sobresaltó. Una lechuza inquieta picoteaba el cristal evidenciando su presencia. Remus corrió hasta ella y abrió el postigo. Traía un largo pergamino amarillento cuya letra pronto reconoció: era de su hermano, Sorensen.
Se volvió a recostar sobre la cama, aproximando el candil y leyó:
Querido hermano Remus Lupin:
Sé que no has recibido una carta en condiciones de mi parte desde hace unas semanas, pero créeme si te digo que estoy bastante ocupado. Mark crece cada día, para cuando lo veas te sorprenderás, y Ángela le consiente todos sus caprichos. No me importa: crece sano y fuerte, que son mi única preocupación.
Anoche organizamos una reunión en tu casa y te echamos bastante de menos. Helen estuvo bastante alicaída, se nota que te echa en falta. ¡Todos te añoramos! Pero en Hogwarts hacía falta ya un profesor que supiera de lo que hablaba, y por fin se ha sentado.
Matt está muy revoltoso. Helen lo achaca a la edad o a las hormonas, pero yo creo que es que siente algo que los demás no podemos. Estoy bastante metafísico hoy...
Creo que estoy divagando... ¿Sabes lo que realmente echo en falta? Aquellas conversaciones que solíamos tener tú y yo; conversaciones nada triviales de hermanos maduros. Creo que las hemos descuidado un poco¿no te parece? El pergamino es un tanto austero, quisiera que el verano llegara pronto y pudieras regresar, y en el porche de tu casa, te prometo, tendremos las conversaciones más largas que se hayan visto nunca.
Se despide,
Sorensen Fosworth.
P.D.: Maullidos ha muerto. Lo enterramos ayer en el jardín. Apareció todo estirado en las escaleras que dan al sótano. Helen dice que se cayó, aunque yo no lo creo.
No había hecho más que terminar la carta cuando Remus escuchó que alguien llamaba a la puerta del despacho. Se enfundó el batín, el rostro irradiando preocupación. Tropezó con el candil, que cayó y se apagó. La carta se desprendió de sus dedos y la encontró a los dos días, debajo de la cama.
Se preguntó quién podría ser a aquellas horas. Pero salió de dudas cuando al abrir un resquicio una barba blanca y pujada lo empujó hacia dentro.
–Dumbledore... –dijo con voz cansada–. ¿Qué haces?
El anciano sacó la varita y la apuntó hacia el techo. Un contorno de luz alumbró la estancia. Al ver su rostro, Remus preguntó, con voz más decidida:
–¿Qué ha pasado?
–Sirius Black. Ha entrado en la torre de Gryffindor.
Remus se lo quedó mirando atónito, observando como sus ojos azules brillaban en medio de la penumbra sin pestañear. Dio un paso al frente, hacia la puerta, pero Dumbledore se lo impidió, agarrándolo del brazo.
–Ya no está. Se ha ido.
–¿Cómo...?
–Conocía las contraseñas. –A Remus se le desprendió la mandíbula–. Alguien lo debe de estar ayudando desde dentro.
–¿Cómo alguien?
–Alguien, o algo...
–¿Algo?
–Sí, Remus. Hay que estar alerta. Ron Weasley dice haberlo visto con un cuchillo enhiesto junto a su dosel. Y él duerme al lado de Harry.
–Pero ¿cómo lo han dejado pasar?
–Conocía las contraseñas –se limitó a responder, como si estuviera tan cansado que abrir la boca le supusiera un trabajo hercúleo.
–Pero... –tartamudeó Remus.
–Se ha ido, Remus. Habremos de estar alertas. Me temo que no cesará en su empeño de matar a Harry Potter.
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A la mañana siguiente, ante el barullo de rumores que se extendió rápidamente, como la póvora, en el castillo, Remus se sentía aturdido. En el desayuno, que pasó silencioso, Rubeus Hagrid le insistió varias veces para que se mostrara de mejor humor.
Remus, que no consideraba que fuera un buen momento para gracias, subrepticiamente contó a su grandullón amigo casi todos los detalles que conocía sobre el ataque. Hagrid, moviendo constantemente su espesa barba, exclamaba de vez en cuando reproches.
Nadie quedaba en el castillo que no supiera nada sobre lo ocurrido. Ni siquiera fuera. Remus no tardó en extender la noticia a su mujer, pidiéndole que le comunicara rápidamente algo si es que llegaba a tener una visión sobre el caso. Pero Helen no parecía muy segura de sí misma.
–Ya sabes que no puedo tener visiones a mi antojo –le recordó.
Remus se sentía abandonado. Su cometido era proteger a Harry Potter, y por dos veces Sirius había alcanzado el cuadro de acceso a la torre en que dormía Harry. Se preguntaba qué habría pasado si Ron no hubiera llegado a despertar. ¿Acaso estaría Harry muerto ahora?
Se acordó no supo por qué de su madre, a la que hacía infinidad de tiempo que no veía ni como persona ni como fantasma. En su interior sabía que estaba muerta, que, a pesar de la imposibilidad del hecho en sí, alguien la había destruido aunque no fuera corpórea. Y ese alguien, temía, era Sirius Black.
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Otro día. Un día más... Remus los veía pasar sin prestarles demasiada atención. Sentía nostalgia en Hogwarts. Recordaba momentos mejores, y peores. Recordaba la época de confinamiento a que Dumbledore lo sometió. Acariciaba las frías paredes y se sentía próximo a una maldición incalificable; porque fuera de aquellos muros estaba Sirius, el único amigo que había tenido que quedaba con vida. Y debajo de aquel deseo de encontrarlo, también estaba el deseo de volverse a encontrar cara a cara con una de las personas que había convertido su vida de historia de terror en un cuento de hadas.
Golpeó el muro. ¡No podía pensar así! Sirius ya no era asunto suyo, como bien le había recordado la señora Nicked. Ni su amigo tampoco. Los había fallado. ¡Los había traicionado!
Tenía los nudillos amoratados. Se preguntó por qué habría golpeado el muro, pero no lo recordaba. Se encaminó hacia la ventana y respiró una bocanada de aire puro. Sintió los pulmones inflamados, la mente despejada. Pero el paisaje lo traicionó: desde allí era capaz de ver el lugar exacto en que había matado a su padre, Julius Lupin, cuando la transformación licántropa lo acometió mientras charlaban.
Nunca se había arrepentido de haberlo devorado, pero en su recuerdo estaba la muerte de su madre, asesinada en sus manos.
Se sentó despacio en una silla cochambrosa. Definitivamente aquel día estaba algo alicaído.
–¡Lupin! –provino una voz resonadora desde la chimenea–. ¡Quiero hablar contigo!
–¿Snape? –musitó para sí el licántropo.
Se preguntó para qué, cuando había intentado cruzarse lo indispensable con Severus desde que le partiera el labio.
–¿Llamabas, Severus? –preguntó Remus tranquilamente al aparecer por el hueco de la chimenea.
Se asombró al ver a Harry allí. Se preguntó en qué nuevo lío andaría metido. Aunque más intrigante todavía era la razón por la que él estaba allí.
–Sí –respondió Snape con su frío tono–. Le he dicho a Potter que vaciara los bolsillos y llevaba esto.
Se quedó paralizado cuando Snape le tendió el Mapa del Merodeador. Hacía una eternidad desde la última vez que lo vio, y la última noticia que tuvo sobre él era que a Ken Fosworth, el primo de Sorensen, se lo había sustraído Argus. ¿Cómo habría llegado hasta Harry¿Acaso se lo había robado a su vez al conserje?
–¿Qué te parece? –dijo Snape con teatralidad–. ¿Qué te parece? Este pergamino está claramente encantado con Artes Oscuras. Entra dentro de tu especialidad, Lupin. ¿Dónde crees que lo pudo conseguir Potter?
Remus se limitó a echar un vistazo con atención al mapa, como si fuera la primera vez que sus manos rozaran su desgastado pergamino, y enarcó una ceja.
–¿Con Artes Oscuras? –repitió con voz amable–. ¿De verdad lo crees, Severus? A mí me parece simplemente un pergamino que ofende al que intenta leerlo –adujo observando los interesantes comentarios que los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta habían dejado. Le costó concentrarse para no reírse–. Infantil, pero seguramente no peligroso –comentó divertido–. Supongo que Harry lo ha comprado en una tienda de artículos de broma –inventó.
–¿De verdad? –preguntó Snape como si lo pusiera en duda–. ¿Crees que una tienda de artículos de broma le vendería algo como esto¿No crees que es más probable que lo consiguiera directamente de... los fabricantes?
Remus se quedó un momento serio, consciente de que Severus habría podido alguna vez escucharlos llamarlos entre sí por sus pseudónimos. No obstante, decidió adoptar un carácter bromista.
–¿Quieres decir del señor Colagusano o cualquiera de esas personas? –prosiguió–. Harry¿conoces a alguno de estos señores?
–No.
–¿Lo ves, Severus? –inquirió Remus con aire triunfal–. Creo que es de Zonko.
En ese momento entró Ron en el despacho. Llegaba sin aliento. Se paró de pronto delante de la mesa de Snape, con una mano en el pecho e intentando hablar.
–Yo... le di... a Harry... ese objeto –explicó con la voz ahogada–. Lo compré en Zonko hace mucho tiempo...
–Bien –dijo Lupin sonriente–. ¡Parece que eso lo aclara todo! Me lo llevo, Severus, si no te importa. –Plegó el pergamino y se lo metió en la túnica–. Harry, Ron, venid conmigo. Tengo que deciros algo relacionado con el trabajo de los vampiros. Discúlpanos, Severus.
Al salir, Harry se volvió a Remus:
–Señor profesor, yo...
–No quiero disculpas –dijo Remus. Miró a su alrededor–. Da la casualidad de que sé que este mapa fue confiscado por el señor Filch hace muchos años. Sí, sé que es un mapa –dijo ante los asombrados Harry y Ron–. No quiero saber cómo ha caído en vuestras manos. Me asombra, sin embargo, que no lo entregarais, especialmente después de lo sucedido en la última ocasión en que un alumno dejó por ahí información relativa al castillo. No te lo puedo devolver, Harry.
Harry ya lo suponía, y quiso explicarse.
–¿Por qué pensó Snape que me lo habían dado los fabricantes?
–Porque... porque los fabricantes de estos mapas habrían querido sacarte del colegio. Habrían pensado que era muy divertido.
–¿Los conoce? –dijo Harry impresionado.
–Nos hemos visto –adujo lacónicamente. Miró a Harry más serio que nunca–. No esperes que te vuelva a encubrir, Harry. No puedo conseguir que te tomes en serio a Sirius Black, pero creía que los gritos que oyes cuando se te aproximan los dementores te habían hecho algún efecto. Tus padres dieron su vida para que tú siguieras vivo, Harry. Y tú les correspondes muy mal... cambiando su sacrificio por una bolsa de artículos de broma.
»Ahora, si vuelves a escaparte –señaló el mapa–, lo sabré...
Se marchó, consciente de que aquel sermón, sentido por más señas, habría tenido algún efecto en Harry. Tal vez se hubiera pasado, o al menos eso pensó caída ya la tarde, pero él era el encargado de proteger a Harry, y acababa de descubrir que Harry tenía medios para librarse de cualquier protección.
Pero ahora los medios los tenía él... y con ellos podría vigilar a Harry más atentamente que nunca.
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–No llores, Hagrid –le pidió Remus sin saber qué palabras utilizar para tranquilizarlo–. Lo siento.
–¡Ya te lo dije! –exclamó alzando el puño–. Ese maldito de Lucius Malfoy se iba a meter a la comisión en el bolsillo. Pobre Buckbeak... ¡Él no tuvo la culpa de nada! Fue Malfoy.
–Lo sé, lo sé –dijo Remus.
–Si ese chico se hubiese quedado quieto... ¡Pero no!
–Pero algo se podrá hacer... –adujo Remus.
–He apelado. El día de la ejecución me darán una respuesta.
El licántropo tragó saliva. Tal y como lo había dicho, daba la impresión de que estuviera ya completamente decidido.
–¿Y para cuándo será... eso? Ya sabes...
Hagrid prorrumpió de nuevo en abundantes sollozos.
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Remus empleaba con frecuencia el Mapa del Merodeador. Lo desplegaba cuan largo era y observaba con vaguedad cómo Harry se movía de un lado a otro, siempre en los dominios del castillo, quizá afectado por su regañina o impotente sin el mapa.
Pero una noche encontró algo más: Ron, Hermione y Harry salían, ya caído el sol por el horizonte y alzadas las brumas, muy juntos por los terrenos. El corazón estuvo a punto de salírsele por la boca. ¡No podían salir a aquella hora¿Adónde demonios irían? Se detuvieron en la puerta de la cabaña de Hagrid y entraron. Entonces se despreocupó, pensando que tan sólo le estarían haciendo una visita para animarlo con respecto al sacrificio del hipogrifo.
Se levantó del escritorio. Anduvo hasta la ventana y contempló el paisaje. Cuánto faltaría para el nacimiento de la luna llena, pensó.
Cuando se volvió a sentar lo vio. Pálido, petrificado, reparó en una etiqueta en la que ponía «Peter Pettigrew», junto a Ron. Como si de una película se tratase, un aluvión de imágenes confusas y rápidas pasó ante sus ojos: la mascota de Ron¡una rata!; Sirius meciendo a Harry cuando era bebé mientras que Peter no se atrevía; «¡está en Hogwarts, está en Hogwarts!», le había contado Hagrid que clamaba en gritos Sirius por las noches cuando estaba en Azkaban.
–Peter está vivo –musitó.
Aún no lo terminaba de comprender, pero en su mente se perfilaba la cruel realidad que haría a Sirius un fugitivo inocente y a Colagusano un falso difunto.
Volvió a plantar la mirada sobre el mapa y comprobó que ya habían salido los chicos con Peter. Una nueva etiqueta se aproximaba corriendo. Remus se quedó sin aliento. Tropezó con Ron y Peter y los arrastró hasta el sauce boxeador. Harry y Hermione corrían detrás.
–¡Sirius!...
Trepó la silla, salió corriendo sin siquiera acordarse de cerrar el mapa y vagó por los pasillos. Apretó el nudo del sauce boxeador y recorrió la galería que llevaba hasta la Casa de los Gritos, el corazón impaciente, el alma en anhelo. Escuchó voces, gritos. Apresuró el paso.
–¡Estamos aquí arriba! –gritó Hermione–. ¡Estamos aquí arriba¡Sirius Black¡Dense prisa!
Era evidente que lo habían escuchado, que Sirius estaría ya allí. Corrió. Se encontró con la puerta cerrada y, a un golpe de varita, cedió. Entró y observó la escena con disimulado nerviosismo, con el rostro exangüe. Con la varita preparada, la apuntó hacia Harry, que la tenía también en ristre, y lo desarmó. Lo mismo hizo con las dos que sujetaba Hermione, con lo que sólo él quedó armado.
Miró un instante a Harry, que tenía el rostro contraído, lanzó una fugaz mirada a la rata que se revolvía nerviosa en manos de Ron y, por último se dirigió hacia Sirius. Vio en su mirada un brillo especial, el refocilo de volver a ver a las personas queridas después de tan largo tiempo.
–¿Dónde está, Sirius?
Remus aguardó con impaciencia contenida. Sirius, mirándolo con sorpresa, la boca entreabiertos, lo contempló durante unos segundos, impertérrito. Sus miradas, viejas amigas que llevaban tiempo sin encontrarse, se cruzaron con ansias. Con esfuerzo, Sirius levantó la mano y señaló a Ron.
–Pero entonces... – murmuró Remus, mirando tan intensamente a Sirius que parecía leer sus pensamientos–¿por qué no se ha manifestado antes? A menos que...– De repente, los ojos de Remus se dilataron como si viera algo mas allá de Sirius, algo que no podía ver ninguno de los presentes– ...a menos que fuera él quien... a menos que te transmutaras... sin decírmelo...
Muy despacio, sin apartar los hundidos ojos de Remus, Sirius asintió con la cabeza.
–Profesor Lupin¿qué pasa?– interrumpió Harry en voz alta–. ¿Qué...?
Pero se interrumpió. Remus, sin pensar en nada más, sin pensar en lo que los alumnos pudieran pensar, avanzó hacia Sirius y tiró de él sin esfuerzo: su cuerpo cadavérico y sus carnes consumidas lo hacían casi un peso pluma. Cuando lo tuve en pie frente a él lo abrazó con unas fuerzas arrolladoras, con un ímpetu que rayaba la amistad: era el encuentro de un par de hermanos. Los hermanos de una hermandad: los Merodeadores.
–¡No lo puedo creer!– grito Hermione.
Remus soltó a Sirius y se volvió hacia ella. Hermione se había levantado del suelo y señalaba a su profesor de Defensa contra las Artes Oscuras con ojos espantados.
–Usted...usted...
–Hermione...
–¡...usted y él!
–Tranquilízate, Hermione –le pidió.
–¡No se lo dije a nadie!– gritó Hermione– ¡Lo he estado encubriendo!
–¡Hermione, escúchame, por favor!– exclamó Remus–. Puedo explicarlo...
Avanzó hasta ella, pero la chica lo apuntó con un dedo acusador más terrible y más doloroso que una varita conjurando una maldición asesina hacia su pecho.
–Yo confíe en usted –gritó a Remus, flaqueándole la voz– y en realidad era amigo de él.
–Estáis en un error –explicó Remus serenamente, la cabeza gacha, a modo de una disculpa que realmente no tenía por qué dar–. No he sido amigo suyo durante estos doce años, pero ahora si... Dejadme que os lo explique...
–¡No! –gritó Hermione–. Harry, no te fíes de el. Ha ayudado a Black a entrar en el castillo. También él quiere matarte. ¡Es un hombre lobo!
Se hizo un vibrante silencio. Todos miraban a Remus que parecía tranquilo, pero nada más lejos de la realidad: en su interior una niebla gruesa le había embotado la mente, y sintió los músculos tensos y la voz desaparecida.
–Estás acertando mucho menos que de costumbre, Hermione –dijo sonriendo fingidamente–. Me temo que sólo una de tres. No es verdad que haya ayudado a Sirius a entrar en el castillo, y te aseguro que no quiero matar a Harry... –Se estremeció visiblemente–. Pero no voy a negar que soy un hombre lobo.
Ron hizo un esfuerzo por volver a levantarse, pero se cayó con un gemido de dolor. Remus se le acercó preocupado, pero Ron exclamó:
–¡Aléjate de mí, licántropo!
Lupin se detuvo en seco. Y entonces, con un esfuerzo evidente, se volvió a Hermione y le dijo:
–¿Cuánto hace que lo sabes?
–Siglos –contestó–. Desde que hice el trabajo para el profesor Snape.
–Estará encantado –dijo Lupin con poco entusiasmo–. Os puso el trabajo para que alguno de vosotros se percatara de mis síntomas. ¿Comprobaste el mapa lunar y te distes cuenta de que yo siempre estaba emfermo en luna llena¿Te diste cuenta en lo que el boggart se transformaba en luna al verme?
–Las dos cosas –respondió Hermione en voz baja.
Remus lanzó una risa forzada.
–Nunca he conocido una bruja de tu edad tan inteligente, Hermione.
–No soy tan inteligente –susurró Hermione, visiblemente sonrojada–. ¡Si lo fuera, le habría dicho a todo el mundo lo que es usted!
–Ya lo saben –dijo Lupin–, al menos el personal docente lo sabe.
–¿Dumbledore lo contrató sabiendo que era usted un licántropo? –preguntó Ron con voz apagada–. ¿Está loco?
–Hay profesores que opinan que sí –admitió Remus con pesadumbre–. Le costó convencer a ciertos profesores de que yo era de fiar.
–¡Y estaba en un error! –gritó Harry con saña–. ¡Ha estado ayudándolo todo este tiempo!
Señalaba a Sirius, que se había dirigido hacia la cama adoselada y se había echado encima, ocultando el rostro con mano temblorosa. Croockshanks saltó a su lado y se subió en sus rodillas ronroneando. Ron se alejó, arrastrando la pierna.
Remus, negando con la cabeza como si aquella discusión le pareciera absurda, dijo:
–No he ayudado a Sirius. Si me dejáis os lo explicare. Mirad... –Separó las varitas de Harry, Ron y Hermione y las lanzó hacia sus respectivos dueños. Harry cogió la suya asombrado–. Ya veis –prosiguió Lupin, guardándose su propia varita en el cinto–. Ahora vosotros estáis armados y nosotros no. –Lo que ellos no sabían es que Remus se guardaba una carta en la manga: él era capaz de hacer magia sin varita, así que no era un problema interceptar sus ataques, en el hipotético caso de que aquella muestra de confianza no les hubiera servido–. ¿Queréis escucharme?
Harry no sabía que pensar. Observaba a Remus con una mirada dura y rebelde que a éste no pasaba desapercibida.
–Si no lo ha estado ayudando –dijo mirando furiosamente a Sirius–¿cómo sabia que se encontraba aquí?
–Por el mapa –explicó Remus–. Por el mapa del merodeador. Estaba en mi despacho examinándolo...
–¿Sabe utilizarlo? –le pregunto Harry con suspicacia.
–Por supuesto –contestó Lupin, haciendo con la mano un ademán de impaciencia–. Yo colaboré en su elaboración. Yo soy Lunático... Es el apodo que me pusieron mis amigos en el colegio.
–¿Usted hizo...?
–Lo importante es que esta tarde lo estaba examinando por que tenía la idea de que tú, Ron y Hermione intentaríais salir furtivamente del castillo para visitar a Hagrid antes de que su hipogrifo fuera ejecutado. Y estaba en lo cierto¿a que sí? –Comenzó a pasear sin dejar de mirarlos, levantando el polvo con los pies–. Supuse que os cubriríais con la vieja capa de tu padre, Harry.
–¿Cómo sabe lo de la capa?
–¡La de veces que vi a James desaparecer bajo ella! –dijo Lupin repitiendo el ademán de impaciencia–. Que llevéis una capa invisible no os impide aparecer en el mapa del merodeador. Os vi cruzar los terrenos del colegio y entrar en la cabaña de Hagrid. Veinte minutos mas tarde dejasteis a Hagrid y volvisteis hacia el castillo. Pero en aquella ocasión os acompañaba alguien.
–¿Qué dice? –interrumpió Harry–. Nada de eso. No nos acompañaba nadie.
–No podía creer lo que veía –prosiguió Remus, todavía paseando sin escuchar a Harry–. Creía que el mapa estaría estropeado. ¿Cómo podía estar con vosotros?
–¡No había nadie con nosotros!
–Y entonces vi otro punto que se os acercaba, con la inscripción "Sirius Black". Vi que chocaba con vosotros, vi que arrastraba a dos de vosotros hasta el interior del sauce boxeador.
–¡A uno de nosotros! –dijo Ron enfadado.
–No, Ron –dijo Remus con la voz lacerada–. A dos.
Dejó de pasearse y miró a Ron.
–¿Me dejas echarle un vistazo a la rata? –dijo con amabilidad.
–¿Qué? –preguntó Ron–. ¿Qué tiene que ver Scabbers en todo esto?
–Todo –respondió Remus con ese tono enigmático que tanto le había irritado de Dumbledore–. ¿Podría echarle un vistazo, por favor?
Ron dudó. Metió la mano en la túnica. Scabbers salió agitándose como loca. Ron tuvo que agarrarla por la larga cola sin pelo para impedirle escapar. Croockshanks, todavía en las rodillas de Black, se levantó y dio un suave bufido.
Remus se acercó mas a Ron. Contuvo el aliento mientras examinaba detenidamente a Scabbers. Era ella, la reconocía. Se revolvía en su puño inquieta, consciente del peligro que corría. Remus se preguntó qué haría allí; cuál sería el terrible destino que los había engañado durante una década completa.
–¿Qué? –volvió a preguntar Ron, con cara de asustado y manteniendo a Scabbers junto a él–. ¿Qué tiene que ver la rata en todo esto?
–No es una rata –graznó de repente Sirius.
–¿Qué quiere decir¡Claro que es una rata!
–No lo es –dijo Remus en voz baja–. Es un mago.
–Un animago –aclaró Sirius– llamado Peter Pettigrew.
Era tan absurdo que les costó un rato comprender lo que había dicho. Luego, Ron dijo lo mismo que Harry pensaba:
–Están ustedes locos.
–¡Absurdo! –dijo Hermione con voz débil.
–¡Peter Pettigrew esta muerto¡Lo mató hace doce años!
Señaló a Sirius, cuya cara sufría en ese momento un movimiento espasmódico.
–Tal fue mi intención –explicó, enseñando los dientes amarillos–, pero el pequeño Peter me venció. ¡Pero esta vez me vengaré!
Y dejó en el suelo a Croockshanks antes de abalanzarse sobre Scabbers; Ron grito de dolor cuando Black cayó sobre su pierna rota. Remus se abalanzó sobre su amigo, lo cogió de un brazo y lo apartó de un tirón, el rostro contraído en un grito.
–¡Sirius, no¡Espera¡No puedes hacerlo así¡Tienen que comprender¡tenemos que explicárselo!
–Podemos explicarlo después –gruñó Sirius intentando defenderse de Lupin y dando un zarpazo al aire para atrapar a Scabbers, que gritaba como un cochinillo y arañaba a Ron en la cara y en el cuello, tratando de escapar.
–¡Tienen derecho...a saberlo...todo! –jadeó Remus, sujetando a Sirius–. ¡Es la mascota de Ron¡Hay cosas que ni siquiera yo comprendo¡Y Harry...¡Tienes que explicarle la verdad a Harry, Sirius!
Sirius dejó de forcejear, aunque mantuvo los hundidos ojos en Scabbers, a la que Ron protegía con sus manos arañadas, mordidas y manchadas de sangre.
–De acuerdo, pues –dijo Sirius sin apartar la mirada de la rata–. Explícales lo que quieras, pero date prisa, Remus. Quiero cometer el asesinato por el que fui encarcelado...
–Están locos los dos –dijo Ron con voz trémula, mirando a Harry y a Hermione, en busca de apoyo–. Ya he tenido bastante. Me marcho.
Intentó incorporarse sobre su pierna sana, pero Remus volvió a levantar la varita apuntando a Scabbers. No quería que se marchara, ahora no.
–Me vas a escuchar hasta el final, Ron –dijo en voz baja–. Pero sujeta bien a Peter mientras escuchas.
–¡No es Peter, es Scabbers! –gritó Ron, obligando a la rata a meterse en su bolsillo delantero, aunque se resistía demasiado.
Ron perdió el equilibrio. Harry lo cogió y lo tendió en la cama. Sin hacer caso de Sirius, Harry se volvió hacia Remus, lívido de rabia.
–Hubo testigos que vieron morir a Pettigrew –dijo– Toda una calle llena de testigos.
–¡No vieron, creyeron ver! –respondió Sirius con furia, vigilando a Scabbers, que se debatía en las manos de Ron.
–Todo el mundo creyó que Sirius mató a Peter –confirmo Remus– Yo mismo lo creía hasta que he visto el mapa esta noche. Porque el mapa del merodeador nunca miente... Peter está vivo. Ron lo tiene entre las manos, Harry.
Remus pensó que Harry no lo creía. Lo observó cruzando una mirada de cejas enarcadas con su amigo Ron. Sintió un aguijonazo en su cabeza, el principio de una jaqueca provocada por las extrañas experiencias de aquella noche sin fin.
Entonces habló Hermione, con una voz temblorosa que pretendía parecer calmada, como si quisiera que el profesor Lupin recobrara la sensatez.
–Pero profesor Lupin: Scabbers no puede ser Peter Pettigrew... Sencillamente es imposible, usted lo sabe.
–¿Por qué no puede serlo? –preguntó Remus tranquilamente, como si estuvieran en clase y Hermione se limitara a plantear un problema en un experimento con grindylows.
–Porque si Peter Pettigrew hubiera sido un animago, la gente lo habría sabido. Estudiamos a los animagos con la profesora McGonagall. Y yo los estudié en la enciclopedia cuando preparaba el trabajo. El Ministerio vigila a los magos que pueden convertirse en animales. Hay un registro que indica en que animal se convierten y las señales que tienen. Yo busque "Profesora McGonagall" en el registro, y vi que en este siglo solo ha habido siete animagos. El nombre de Peter Pettigrew no figuraba en la lista.
Remus, asombrado, estuvo a punto de aplaudir a la chiquilla, pero la sorpresa de aquella metódica revelación le despegó una carcajada.
–¡Bien otra vez, Hermione! –dijo– Pero el Ministerio ignora la existencia de otros tres animagos en Hogwarts.
–Si se lo vas a contar, date prisa, Remus –gruñó Sirius con voz ronca, que seguía vigilando cada uno de los frenéticos movimientos de Scabbers–. He esperado doce años. No voy a esperar mas.
–De acuerdo, pero tendrás que ayudarme, Sirius –dijo Remus–. Yo sólo sé cómo comenzó...
Remus se detuvo en seco. Había oído un crujido tras él. La puerta de la habitación acababa de abrirse. No fue el único: los cinco se volvieron hacia ella. Remus se acercó y observó el rellano.
–No hay nadie.
–¡Este lugar esta encantado! –dijo Ron.
–No lo está –dijo Remus, que seguía mirando a la puerta intrigado–. La Casa de los Gritos nunca ha estado embrujada. Los gritos y aullidos que oían en el pueblo los producía yo. –Se apartó el ceniciento pelo de los ojos, meditó un instante y añadió–: Con eso empezó todo... cuando me convertí en hombre lobo. Nada de esto hubiera sucedido si no me hubieran mordido... y si no hubiera sido tan temerario.
Estaba tranquilo pero fatigado. Iba Ron a interrumpirle cuando Hermione, que observaba a Remus muy atentamente, se llevó el dedo a la boca.
–¡Chitón!
–Era muy pequeño cuando me mordieron –prosiguió Lupin–. Mis padres lo intentaron todo, pero en aquellos días no había cura. La poción que me ha estado dando el profesor Snape es un descubrimiento muy reciente. Me vuelve inofensivo. ¿Os dais cuenta? Si la tomo la semana anterior a la luna llena, conservo mi personalidad al transformarme... Me encojo en mi despacho, convertido en un lobo inofensivo, y aguardo a que la luna vuelva a menguar. Sin embargo, antes de que se descubriera la poción de matalobos, me convertía una vez al mes en un peligroso lobo adulto. Parecía imposible que pudiera venir a Hogwarts. No era probable que los padres quisieran que sus hijos estuvieran a mi merced. Pero entonces Dumbledore llegó a director y se hizo cargo de mi problema, dijo que mientras tomáramos ciertas precauciones, no había motivo para que yo no pudiera asistir a clase. –Remus suspiró y miró a Harry–. Te dije hace meses que el sauce boxeador lo plantaron el año que yo vine a Hogwarts. Esta casa –Remus miró a su alrededor melancólicamente–, el túnel que conduce a ella... se construyeron para que los usara yo. Una vez al mes me sacaban del castillo furtivamente y me traían a este lugar para que me transformara. El árbol se puso en la boca del túnel para que nadie se encontrara conmigo mientras yo fuera peligroso.
Se detuvo a hacer memoria, la vista cansada perdida en la inmensidad de sombras. Aparte de su propia voz, los chillidos constantes y aterrados de Scabbers taladraban sus oídos.
–En aquella época mis transformaciones eran... eran terribles. Es muy doloroso convertirse en licántropo. Se me aislaba de los humanos para que no los mordiera, de forma que me arañaba y me mordía a mí mismo. En el pueblo oían los ruidos y los gritos, y creían que se trataban de espíritus especialmente violentos. Dumbledore alentó los rumores... Ni siquiera ahora que la casa lleva años en silencio se atreven los del pueblo a acercarse. Pero aparte de eso, yo era mas feliz que nunca. Por primera vez tenía amigos, tres estupendos amigos: Sirius Black, Peter Pettigrew y tu padre, Harry, James Potter. Mis tres amigos no podían dejar de darse cuenta de mis desapariciones mensuales. Yo inventaba historias de todo tipo. Les dije que mi madre estaba enferma y que tenia que ir a mi casa a verla... Me aterrorizaba que pudieran abandonarme cuando descubrieran lo que yo era. Pero al igual que tú, Hermione, averiguaron la verdad. Y no me abandonaron. Por el contrario, convirtieron mis metamorfosis no solo en soportables, sino en los mejores momentos de mi vida. Se hicieron animagos.
–¿Mi padre también? –preguntó Harry atónito.
–Sí, claro –respondió Remus–. Les costó tres años averiguar cómo hacerlo. Tu padre y Sirius eran los alumnos más inteligentes del colegio y tuvieron suerte porque la transformación en animago puede salir fatal. Es la razón por la que el Ministerio vigila estrechamente a los que lo intentan. Peter necesitaba toda la ayuda que pudiera obtener de James y Sirius. Finalmente, en quinto lo lograron. Cada cual tuvo la posibilidad de convertirse a voluntad en un animal diferente.
–¿Pero en qué benefició eso a usted? –preguntó Hermione con perplejidad.
–No podían hacerme compañía como humanos, así que, lo hacían como animales –explicó Remus–. Un licántropo sólo es peligroso para las personas. Cada mes, abandonaban a hurtadillas el castillo, bajo la capa invisible de James. Peter, como era el mas pequeño, podía deslizarse bajo las ramas del sauce y tocar el nudo que las dejaba inmóviles. Entonces pasaban por el túnel y se reunían conmigo. Bajo su influencia, yo me volvía menos peligroso. Mi cuerpo seguía de lobo, pero mi mente parecía mas humana mientras estaba con ellos.
–Date prisa, Remus –gritó Sirius, que seguía mirando a Scabbers con una horrible expresión de avidez.
–Ya llego, Sirius, ya llego... Al transformarnos se nos abrían posibilidades emocionantes. Abandonábamos la Casa de les Gritos y vagábamos de noche por los terrenos del castillo y por el pueblo. Sirius y James se transformaban en animales tan grandes que eran capaces de mantener a raya a un licántropo. Dudo que algún alumno de Hogwarts haya descubierto tantas cosas sobre el colegio como nosotros. Y de esa manera llegamos a trazar el mapa del merodeador, el que firmamos con nuestros apodos: Sirius era Canuto, Peter Colagusano y James Cornamenta.
–¿Qué animal...? –comenzó Harry, pero Hermione lo interrumpió:
–¡Aun así era peligroso¡Andar por hay, en la oscuridad con un licántropo¿Qué habría ocurrido si les hubiera dado esquinazo a los otros y mordido a alguien?
–Ése es un pensamiento que aún me reconcome –respondió Remus en tono de lamentación–. Estuve a punto de hacerlo muchas veces. Luego nos reíamos. Éramos jóvenes e irreflexivos. Nos dejábamos llevar por nuestras ocurrencias. A menudo me sentía culpable por haber traicionado la confianza de Dumbledore. Me había admitido en Hogwarts cuando ningún otro director lo habría hecho, y no se imaginaba que yo estuviera rompiendo las normas que había establecido para mi propia seguridad y la de los otros. Nunca supo que, por mi culpa, tres de mis compañeros se convirtieron ilegalmente en animagos. Pero olvidaba mis remordimientos cada vez que nos sentábamos a planear la aventura del mes siguiente. Y no he cambiado... –Las facciones de Remus se habían tensado y se notaba en la voz que estaba disgustado consigo mismo–. Todo este curso he estado pensando si debería decirle a Dumbledore que Sirius es un animago. Pero no lo he hecho. ¿Por qué? Porque soy demasiado cobarde. Decírselo habría supuesto confesar que yo traicionaba su confianza mientras estaba en el colegio, habría supuesto admitir que arrastraba a otros conmigo... y la confianza de Dumbledore ha sido muy importante para mí. Me dejó entrar a Hogwarts de niño y me ha dado un trabajo cuando durante toda mi vida adulta me han rehuido y he sido incapaz de encontrar un empleo remunerado debido a mi condición. Y por eso supe que Sirius entraba en el colegio utilizando artes oscuras aprendidas de Voldemort y de que su condición de animago no tenia nada que ver...Así que, de alguna manera, Snape tenia razón en lo que decía de mí.
–¿Snape? –dijo Sirius bruscamente, apartando los ojos de Scabbers por primera vez desde hacía unos minutos y mirando a Remus–. ¿Qué pinta Snape?
–Está aquí, Sirius –dijo Remus con disgusto–. También da clases en Hogwarts. –Miró a Harry, a Ron y a Hermione–. El profesor Snape era compañero nuestro. –Se volvió otra vez hacia Sirius–: Ha intentado por todos los medios impedir que me dieran el puesto de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras. Le ha estado diciendo a Dumbledore durante todo el curso que no soy de fiar. Tiene motivos... Sirius le gastó una broma que casi lo mata, una broma en la que me vi envuelto.
–Le estuvo bien empleado. –Sirius se rió con una mueca–. Siempre husmeando, siempre queriendo saber lo que tramábamos... para ver si nos expulsaban.
–Severus estaba muy interesado en saber dónde iba yo cada mes –explicó Remus a los tres jóvenes–. Estábamos en el mismo curso¿sabéis? Y no nos caíamos bien. En especial le tenía inquina a James. Creo que era envidia por lo bien que se le daba el quidditch... De todas formas, Snape me había visto atravesar los terrenos del colegio con la señora Pomfrey cierta tarde que me llevaba hacia el sauce boxeador para mi transformación. Sirius pensó que sería divertido contarle a Snape que para entrar detrás de mí sólo bastaba con apretar el nudo del árbol con un palo largo. Bueno, Snape, como es lógico, lo hizo. Si hubiera llegado hasta aquí, se habría encontrado con un licántropo totalmente transformado. Pero tu padre, que había oído a Sirius, fue tras Snape y le obligó a volver, arriesgando su propia vida, aunque Snape me entrevió al final del túnel. Dumbledore le prohibió contárselo a nadie, pero desde aquel momento supo lo que yo era...
–Entonces, por eso lo odia Snape –dijo Harry–. ¿Pensó que estaba usted metido en la broma?
–Exactamente –admitió un voz fría y burlona que provenía de la pared, a espaldas de Remus.
Severus Snape se desprendió de la capa invisible y apuntó a Remus con la varita. Éste, incrédulo, tragó saliva, con la varita a dos centímetros de sí.
Hermione dio un grito. Sirius se puso de pie de un salto. Harry saltó también como si le hubieran dado una descarga eléctrica.
–He encontrado esto al pie del sauce boxeador –dijo Snape, arrojando la capa de invisibilidad hacia un lado y sin dejar de apuntar al pecho de Lupin con la varita–. Muchas gracias, Potter, me ha sido muy útil.
Snape estaba casi sin aliento, pero su cara rebosaba sensación de triunfo.
–Tal vez os preguntéis como he sabido que estabais aquí –dijo con ojos relampagueantes–. Acabo de ir a tu despacho, Lupin. Te olvidaste de tomar la poción esta noche, así que te lleve una copa llena. Fue una suerte. En tu mesa había cierto mapa. Me basto un vistazo para saber todo lo que necesitaba. Te vi correr por el pasadizo.
–Severus... –comenzó Remus, pero Snape no lo oyó.
–Le he dicho una y otra vez al director que ayudabas a tu viejo amigo Black a entrar en el castillo, Lupin. Y aquí esta la prueba. Ni siquiera se me ocurrió que tuvieras el valor de utilizar este lugar como escondrijo.
–Te equivocas, Severus –dijo Remus, hablando aprisa–. No lo has oído todo. Puedo explicarlo. Sirius no ha venido a matar a Harry.
–Dos más para Azkaban esta noche –dijo Snape, con los ojos llenos de odio–. Me encantará saber cómo se lo toma Dumbledore. Estaba convencido de que eras inofensivo¿sabes, Lupin? Un licántropo domesticado...
–Idiota –dijo Remus en voz baja–. ¿Vale la pena volver a meter en Azkaban a un hombre inocente por una pelea de colegiales?
¡Pum!
Del final de la varita de Snape surgieron unas cuerdas delgadas, semejantes a serpientes, que se enroscaron alrededor de la boca, las muñecas y los tobillos de Remus. Éste perdió el equilibrio y cayó al suelo, incapaz de moverse, los ojos inyectados en sangre de furia. Con un rugido de rabia, Sirius se abalanzó sobre Snape, pero Snape apuntó directamente a sus ojos con la varita.
–Dame un motivo –susurró–. Dame un motivo para hacerlo y te juro que lo haré.
Sirius se detuvo en seco. Era imposible decir que rostro irradiaba mas odio. Remus se revolvía inquieto y nervioso en el suelo, pensando que aquello había sido una tontería... A quien tenía que haber avisado era a Dumbledore.
Harry se quedó paralizado sin saber que hacer ni a quien creer. Dirigió una mirada a Ron y a Hermione. Ron parecía tan confundido como él, intentando todavía retener a Scabbers. Hermione, sin embargo, dio hacia Snape un paso vacilante y dijo casi sin aliento:
–Profesor Snape, no... no perdería nada oyendo lo que tienen que decir¿no cree?
–Señorita Granger, me temo que vas a ser expulsada del colegio –dijo Snape con un tono de malicia que no les pasó desapercibido–. Tú, Potter y Weasley os encontráis en un lugar prohibido, en compañía de un asesino escapado y de un licántropo. Y ahora te ruego que, por una vez en tu vida, cierres la boca.
–Pero si...si fuera todo una confusión...
–¡Cállate, imbécil! –gritó de repente Snape descompuesto–. ¡No hables de lo que no comprendes! –Del final de su varita, que seguía apuntando a la cara de Sirius, salieron algunas chispas. Hermione guardó silencio, mientras Snape proseguía–. La venganza es muy dulce –le dijo a Sirius en voz baja–. ¡Habría dado un brazo por ser yo quien te capturara!
–Eres tú quien no comprende, Severus –gruñó Sirius–. Mientras este muchacho meta a su rata en el castillo –señaló a Ron con la cabeza–, entraré en él sigilosamente.
–¿En el castillo? –preguntó Snape con voz melosa–. No creo que tengamos que ir tan lejos. Lo único que tengo que hacer es llamar a los dementores en cuanto salgamos del sauce. Estarán encantados de verte, Black... Tanto que te darán un besito, me atrevería a decir...
El rostro de Sirius perdió el escaso color que tenia. Remus, encogido, con las cuerdas torturando su piel, tragó saliva. Alzó el rostro y vio una sonrisa macabra en los delgados labios de Snape.
–Tienes que escucharme –volvió a decir–. La rata, mira la rata...
Pero había un destello de locura en la expresión de Snape que Remus no había visto nunca. Parecía fuera de sí.
–Vamos todos –ordenó. Chascó los dedos y las puntas de las cuerdas con que había atado a Remus volvieron a sus manos–. Arrastraré al licántropo. Puede que los dementores lo besen también a el.
Remus sintió una punzada de miedo en el pecho. Apretó la quijada, irradiando un gesto de desprecio hacia Severus que éste pasó desapercibido. Estuvo tentado de salir corriendo y saltar sobre él, lanzarle un puñetazo, matarlo allí mismo. Pero se contuvo al ver correr a Harry y bloquear la puerta ante la ganchuda narizota del profesor de Pociones.
–Quítate de en medio, Potter. Ya estás metido en bastantes problemas –gruñó Snape–. Si no hubiera venido para salvarte...
–El profesor Lupin ha tenido cientos de oportunidades de matarme este curso –explicó Harry–. He estado solo con él un montón de veces, recibiendo clases de defensa contra los dementores. Si es un compinche de Black¿por qué no acabó conmigo?
–No me pidas que desentrañe la mente de un licántropo –susurró Snape–. Quítate de en medio, Potter.
–¡Da usted pena! –gritó Harry y Remus pegó un bote, impresionado–. ¡Se niega a escuchar sólo porque se burlaron de usted en el colegio!
–¡Silencio¡No permitiré que me hables así! –chilló Snape, más furioso que nunca–. ¡De tal palo tal astilla, Potter¡Acabo de salvarte el pellejo, tendrías que agradecérmelo de rodillas¡Te estaría bien empleado si te hubiera matado! Habrías muerto como tu padre, demasiado arrogante para desconfiar de Black. Ahora quítate de en medio, o te quitaré yo. ¡Apártate, Potter!
Harry se decidió en una fracción de segundo. Antes de que Snape pudiera dar un paso hacia él había alzado la varita. Remus iba a gritarle que no lo hiciera, pero...
–¡Expeliarmo! –gritó.
Pero la suya no fue la única voz que gritó. Una ráfaga de aire movió la puerta sobre sus goznes.
Snape fue alzado en el aire y lanzado contra la pared. Luego resbaló hasta el suelo, con un hilo de sangre que le brotaba de la cabeza. Estaba sin conocimiento.
Harry miró a su alrededor. Ron y Hermione habían intentado desarmar a Snape en el mismo momento que él. La varita de Snape planeó trazando un arco y aterrizó sobre la cama, al lado Croockshanks. Remus se rió por lo bajo al ver a Sirius inconsciente; hubiera deseado haberlo hecho él mismo. Aunque lo más asombroso fue ver que Sirius, lejos de alegrarse o emocionarse ante aquel espectáculo del que pocas veces habían gozado, tenía el rostro tenso, los ojos perdidos y nostálgicos.
–No deberías de haber hecho eso –dijo mirando a Harry–. Tendrías que habérmelo dejado a mí...
Harry rehuyó los ojos de Sirius. No estaba seguro, ni si quiera en aquel momento, de haber hecho lo que debía.
–¡Hemos agredido a un profesor...! –gimoteaba Hermione, mirando asustada a Snape que parecía muerto–. ¡Vamos a tener muchos problemas!
Remus forcejeaba para librarse de las ligaduras. Sirius se inclinó para desatarlo. Remus se incorporó, frotándose los lugares entumecidos por las cuerdas.
–Gracias, Harry –dijo.
–Aun no creo en usted –repuso Harry.
–Entonces es hora de que te ofrezcamos alguna prueba –dijo Sirius–. Muchacho, entrégame a Peter. Ya.
Ron apretó a Scabbers aun mas fuertemente contra el pecho.
–Venga –respondió débilmente–¿quiere que me crea que escapó usted de Azkaban sólo para atrapar a Scabbers? Quiero decir... –Miró a Harry y Hermione en busca de apoyo–. De acuerdo, supongamos que Pettigrew pueda transformarse en rata... Hay millones de ratas. ¿Cómo sabía, estando en Azkaban, cuál era la que buscaba?
–¿Sabes, Sirius? Ésa es una buena pregunta –observó Remus volviéndose hacia Black y frunciendo ligeramente el entrecejo–. ¿Cómo supiste dónde estaba?
Sirius metió dentro de la túnica una mano que parecía una garra y saco una pagina arrugada de un periódico, la alisó y se la enseñó a todos. Era la foto de Ron y su familia que había aparecido en el diario El Profeta el verano anterior. Sobre el hombro de Ron se encontraba Scabbers.
–¿Cómo lo conseguiste? –preguntó Remus a su amigo, estupefacto.
–Fudge –explicó Sirius–. Cuando fue a inspeccionar Azkaban el año pasado, me dio el periódico. Y ahí estaba Peter, en primera plana... en el hombro de este chico. Lo reconocí enseguida. Cuántas veces lo vi transformarse. Y el pie de foto decía que el muchacho volvería a Hogwarts, donde estaba Harry...
–¡Santa Rowling! –dijo Remus en voz baja, mirando a Scabbers, luego a la foto y otra vez a Scabbers–. Su pata delantera...
–¿Qué le ocurre? –pregunto Ron poniéndose chulito.
–Le falta un dedo –explicó Sirius.
–Claro –dijo Remus–. Sencillo...e ingenioso. ¿Se lo cortó él?
–Poco antes de transformarse –dijo Sirius–. Cuando lo arrincone, gritó para que toda la calle pudiera oírlo que yo traicione a Lily y a James. Luego, para que no pudiera echarle ninguna maldición, abrió la calle con la varita en su espalda, mató a todos los que se encontraban a siete metros a la redonda y se metió a toda velocidad por la alcantarilla, con las demás ratas...
–¿Nunca lo has oído Ron? –le preguntó Remus volviéndose hacia los adolescentes–. El mayor trozo que encontraron de Peter fue el dedo.
–Mire, seguramente Scabbers tuvo una pelea con otra rata, o algo así. Ha estado con mi familia desde siempre.
–Doce años exactamente ¿No te has preguntado nunca por que vive tanto?
–Bueno, la hemos cuidado muy bien –adujo Ron.
–Pero, ahora no tiene muy buen aspecto¿verdad? –observo Remus–. Apostaría a que su salud empeoró cuando supo que Sirius se había escapado.
–¡La ha asustado ese gato loco! –repuso Ron, señalando con la cabeza a Croockshanks, que seguía ronroneando en la cama.
–Este gato no esta loco –dijo Sirius con voz ronca. Alargó una mano huesuda y acarició la cabeza mullida de Crookshanks–. Es el más inteligente que he visto en mi vida. Reconoció a Peter inmediatamente. Y cuando me encontró supo que yo no era un perro de verdad. Pasó un tiempo antes de que confiara en mí. Finalmente me las arreglé para hacerle entender qué era lo que pretendía, y me ha estado ayudando...
–¿Qué quiere decir? –preguntó Hermione en voz baja.
–Intento que Peter se me acercara, pero no pudo... Así que se apoderó de las contraseñas para entrar en la torre de Gryffindor. Según creo, las cogió de la mesilla de un muchacho...
Remus se sorprendió de la explicación. ¿Así que de aquella forma había pasado todo?
–Sin embargo, Peter se olió lo que ocurría y huyó. Este gato¿decís que se llama Croockshanks, me dijo que Peter había dejado sangre en las sábanas. Supongo que se mordió... Simular su propia muerte ya había resultado en una ocasión.
Estas palabras impresionaron a Harry y lo sacaron de su ensimismamiento.
–¿Y por eso fingió su muerte? –preguntó furioso–. Porque sabia que usted lo quería matar, como mató a mis padres.
–No, Harry –dijo Lupin.
–Y ahora ha venido para acabar con él.
–Sí, es verdad –dijo Sirius, dirigiendo a Scabbers una mirada diabólica.
–Entonces yo tendría que haber permitido que Snape lo entregara –gritó Harry.
–Harry –dijo Remus apresuradamente–¿no te das cuenta? Durante todo este tiempo hemos pensado que Sirius había traicionado a tus padres y que Peter lo había perseguido. Pero fue al revés¿no te das cuenta? Peter fue quien traiciono a tus padres. Sirius le siguió la pista y...
–¡Eso no es cierto! –gritó Harry–. ¡Era su guardián secreto¡Lo reconoció antes de que usted apareciese¡Admitió que los mató!
Señalaba a Sirius, que negaba lentamente con la cabeza. Sus ojos hundidos brillaron de repente, Remus mirándolo con conmiseración hacia él.
–Harry..., la verdad es que fue como si los hubiera matado yo –gruñó–. Persuadí a Lily y James en el ultimo momento para que utilizaran a Peter. Los persuadí de que lo utilizaran a él de guardián secreto y no a mí. Yo tengo la culpa, lo sé. La noche en que murieron había decidido ir a vigilar a Peter, a asegurarme de que todavía era de fiar. Pero cuando llegué a su guarida, ya se había ido. No había señal de pelea alguna. No me dio buena espina. Me asusté. Me puse inmediatamente de camino a la casa de tus padres. Y cuando la vi destruida y sus cuerpos... me di cuenta de lo que Peter había hecho. Y de lo que había hecho yo.
Su voz se quebró. Se dio la vuelta.
–Es suficiente –dijo Remus, con una nota de acero en la voz–. Hay un medio infalible de demostrar lo que verdaderamente sucedió. Ron, entrégame la rata.
–¿Qué va a hacer con ella si se la doy? –preguntó Ron con nerviosismo.
–Obligarla a transformarse –respondió Remus–. Si de verdad es solo una rata, no sufrirá ningún daño.
Ron dudó. Finalmente puso a Scabbers en las manos del licántropo. Scabbers se puso a chillar sin parar, retorciéndose y agitándose. Sus ojos diminutos y negros parecían salirse de sus órbitas
–¿Preparado, Sirius? –pregunto Remus.
Sirius ya había recuperado la varita de Snape, que había caído en la cama. Se aproximó a REmus y a la rata. Sus ojos húmedos parecían arder. Asintió.
–¿A la vez? –preguntó en voz baja.
–Venga –respondió Remus, sujetando a Scabbers con una mano y la varita con la otra–. A la de tres. ¡Una, dos y... TRES!
Un destello de luz azul y blanca salió de las dos varitas. Durante un momento Scabbers quedó petrificada en el aire, torcida, en posición extraña. Ron gritó. La rata golpeó el suelo al caer. Hubo otro destello cegador y entonces...
Fue como ver la película acelerada de un árbol. Una cabeza brotó del suelo. Surgieron las piernas y los brazos. Al cabo de un instante, en el lugar de Scabbers se hallaba un hombre, encogido y retorciéndose las manos. Croockshanks bufaba y gruñía en la cama, con el pelo erizado.
Era un hombre muy bajo, apenas un poco mas alto que Harry y Hermione. Tenía el pelo ralo y descolorido, con calva en la coronilla. Parecía encogido, como un gordo que hubiera adelgazado rápidamente. Su piel parecía roñosa, casi como la de Scabbers, y le quedaba algo de su anterior condición roedora en lo puntiagudo de la nariz y en los ojos pequeños y húmedos. Los miró a todos, respirando rápida y superficialmente. Remus comprobó que sus ojos iban rápidamente hacia la puerta, deseando sin duda escapar.
–Hola Peter –dijo Remus con voz amable, como si fuera normal que las ratas se convirtieran en antiguos compañeros de estudios–. Cuanto tiempo sin verte.
–Si...Sirius. Re...Remus –incluso la voz de Pettigrew era como de rata. Volvió a mirar a la puerta–. Amigos, queridos amigos...
Sirius levantó el brazo de la varita, pero Remus lo sujetó por la muñeca y le echó una mirada de advertencia. Entonces se volvió a Pettigrew con voz ligera y despreocupada.
–Acabamos de tener una pequeña charla, Peter, sobre lo que sucedió la noche en que murieron Lily y James. Quizás te hayas perdido alguno de los detalles más interesantes mientras chillabas en la cama.
–Remus –dijo Pettigrew con voz entrecortada, y éste vio gotas de sudor en su pálido rostro–, no le creerás¿verdad? Intento matarme a mí...
–Eso es lo que hemos oído –dijo Remus más fríamente– Me gustaría aclarar contigo un par de puntos, Peter, si fueras tan...
–¡Ha venido porque otra vez quiere matarme! –chilló Pettigrew señalando a Sirius, y Remus se encogió al ver que utilizaba el dedo corazón porque le faltaba el índice–. ¡Mató a Lily y a James, y ahora quiere matarme a mí...¡Tienes que protegerme, Remus!
El rostro de Sirius semejaba más que nunca una calavera, mientras miraba a Peter Pettigrew con sus ojos insondables.
–Nadie intentará matarte antes de que aclaremos algunos puntos –dijo Remus.
–¿Aclarar puntos? –chilló Pettigrew, mirando una vez mas a su alrededor, hacia las ventanas cegadas y hacia la única puerta–. ¡Sabía que me perseguiría¡Sabía que volvería a buscarme¡He temido este momento durante doce años!
–¿Sabías que Sirius se escaparía de Azkaban cuando nadie lo había conseguido hasta ahora? –preguntó Remus frunciendo el entrecejo.
–¡Tiene poderes oscuros con los que los demás sólo podemos soñar! –chilló Pettigrew con voz aguda–. ¿Cómo, si no, iba a salir de allí? Supongo que El–Que–No–Debe–Nombrarse le enseñó algunos trucos.
Sirius empezó a sacudirse con una risa triste y horrible que llenó la habitación.
–¿Qué Voldemort me enseñó trucos? –dijo y Peter Pettigrew retrocedió como si Sirius acabara de blandir un látigo en su dirección–. ¿Qué te ocurre¿Te asustas al oír el nombre de tu antiguo amo? –preguntó Sirius–. No te culpo, Peter. Sus secuaces no están muy contentos de ti¿verdad?
–No sé... que quieres decir, Sirius –murmulló Pettigrew, respirando más aprisa aún. Todo su rostro brillaba de sudor.
–No te has estado ocultando doce años de mí –dijo Sirius–. Te has estado ocultando de los viejos seguidores de Voldemort. En Azkaban oí cosas. Todos piensan que si no estás muerto, deberías aclararles muchas dudas. Les he oído gritar en sueños todo tipo de cosas. Cosas como que el traidor les había traicionado. Voldemort acudió a casa de los Potter por indicación tuya y allí conoció la derrota. Y no todos los seguidores de Voldemort han acabado en Azkaban¿verdad? Aun quedan muchos libres, esperando su oportunidad, fingiendo arrepentimiento... Si supieran que sigues vivo...
–No entiendo de que hablas... –dijo de nuevo Pettigrew, con voz más chillona que nunca. Se secó la cara con la manga y miró a Remus–. No creerás nada de eso, de esa locura...
–Tengo que admitir, Peter, que me cuesta comprender por qué un hombre inocente se pasa doce años convertido en rata –respondió Remus impasible.
–¡Inocente pero asustado! –chilló Pettigrew–. Si los seguidores de Voldemort me persiguen es por que yo metí en Azkaban a uno de sus mejores hombres: el espía Sirius Black.
El rostro de Sirius se contorsionó. Remus pensó que iba a saltar sobre Peter y lo iba a masacrar allí mismo.
–¿Cómo te atreves? –gruñó, y su voz se asemejó de repente a la del perro enorme que había sido–. ¿Yo, espía de Voldemort¿Cuándo he husmeado yo a los que eran más fuertes y poderosos? Pero tú, Peter... no entiendo como no comprendí desde el primer momento que eras tú el espía. Siempre te gusto tener amigos corpulentos para que te protegieran¿verdad? Ese papel lo hicimos nosotros: Remus y yo...y James...
Pettigrew volvió a secarse el rostro; le faltaba el aire.
–¿Yo, espía...? Estás loco. No sé cómo puedes decir...
–Lily y James te nombraron guardián secreto sólo porque yo se lo recomendé –susurró Sirius con tanto odio que Pettigrew retrocedió–. Pensé que era una idea perfecta... una trampa. Voldemort iría tras de mí, nunca pensaría que los Potter utilizarían a alguien débil y mediocre como tú... Sin duda fue el mejor momento de tu miserable vida, cuando le dijiste a Voldemort que podías entregarle a los Potter.
Pettigrew murmuraba cosas, aturdido. Remus captó palabras como "inverosímil" y "locura" y se sintió tentado de mandarlo callar.
–¿Profesor Lupin? –dijo Hermione, tímidamente–. ¿Puedo decir algo?
–Por supuesto, Hermione –dijo Remus cortésmente.
–Pues bien, Scabbers..., quiero decir.. este hombre... ha estado durmiendo en el dormitorio de Harry durante tres años. Si trabaja para Quien–Usted–Sabe¿cómo es que nunca ha intentado hacerle daño?
–Eso es –dijo Pettigrew con voz aguda, señalando a Hermione con la mano lisiada–. Gracias. ¿Lo ves, Remus¡Nunca le he hecho a Harry el más leve daño¿Por qué no se lo he hecho?
–Yo te diré por que –dijo Sirius con voz tranquila–. Porque no harías nada por nadie si ni te reporta un beneficio. Voldemort lleva doce años escondido, dicen que está medio muerto. Tú no cometerías un asesinato delante de Albus Dumbledore por servir a una piltrafa de brujo que ha perdido todo su poder¿a que no? Tendrías que estar seguro de que es el más fuerte en el juego antes de volver a ponerte de su parte. ¿Para qué, si no, te alojaste en una familia de magos? Para poder estar informado¿verdad, Peter? Sólo por si tu viejo protector recuperaba las fuerzas y volvía a ser conveniente estar con él.
Pettigrew abrió y cerró la boca varias veces. Se había quedado sin habla.
–Eh...¿Señor Black... Sirius? –pregunto tímidamente Hermione. –A Sirius le sorprendió que lo interpelaran de esa manera, y miro a Hermione fijamente, como si nadie se hubiera dirigido a el con tal respeto en los últimos años. Remus no pudo disimular una sonrisita causada por la inocencia de su alumna–. Si no le importa que le pregunte¿cómo escapo usted de Azkaban? Si no empleo magia negra...
–¡Gracias! –dijo Pettigrew, asintiendo con la cabeza–. ¡Exacto¡Eso es precisamente lo que yo...!
Pero Remus lo silenció con una mirada. Sirius fruncía ligeramente el entrecejo con los ojos puestos en Hermione, pero no como si estuviera enfadado con ella: más bien parecía meditar la respuesta.
–No sé cómo lo hice –respondió–. Creo que la única razón por la que nunca perdí la cabeza es que sabía que era inocente. No era un pensamiento agradable, así que los dementores no me lo podían absorber... Gracias a eso conservé la cordura y no olvidé quién era...Gracias a eso conservé mis poderes... así que cuando no pude aguantar más me convertí en perro. Los dementores son ciegos como sabéis. –Tragó saliva–. Se dirigen hacia la gente porque perciben sus emociones... Al convertirme en perro, notaron que mis sentimientos eran menos humanos, menos complejos, pero pensaron, claro, que estaba perdiendo la cabeza, como todo el mundo, así que no se preocuparon. Pero yo me encontraba débil, muy débil, y no tenía esperanza de alejarlos sin una varita. Entonces vi a Peter en aquella foto... comprendí que estaba en Hogwarts, con Harry... en una situación perfecta para actuar si oía decir que el Señor de las Tinieblas recuperaba fuerzas. –Pettigrew negó con la cabeza y movió la boca sin emitir sonido alguno, mirando a Sirius como hipnotizado–... Estaba dispuesto a hacerlo en cuanto estuviera seguro de sus aliados..., estaba dispuesto a entregarle al último de los Potter. Si les entregaba a Harry¿quién se atrevería a pensar que había traicionado a lord Voldemort? Lo recibirían con honores...
–Así que ya veis, tenía que hacer algo. Yo era el único que sabia que Peter estaba vivo. Era como si alguien hubiera prendido una llama en mi cabeza, y los dementores no pudieran apagarla. No era un pensamiento agradable..., era una obsesión... pero me daba fuerzas, me aclaraba la mente.
Por eso, una noche, cuando abrieron la puerta para dejarme la comida, salí entre ellos, en forma de perro. Les resultaba tan difícil percibir las emociones animales que se confundieron. Estaba delgado, muy delgado... Lo bastante para pasar a través de los barrotes. Nadé como un perro. Viajé hacia el norte y me metí en Hogwarts con la forma de perro... He vivido en el bosque desde entonces... menos cuando iba a ver el partido de quidditch, claro...Vuelas también como tu padre, Harry... –Miró al muchacho, que esta vez no apartó la vista–. Créeme –añadió Sirius–. Créeme. Nunca traicioné a James y a Lily. Antes habría muerto
Y Harry lo creyó. Asintió con la cabeza, con un nudo en la garganta.
–¡No!
Pettigrew se había arrodillado, como si el gesto de asentimiento de Harry hubiera sido su propia sentencia de muerte. Fue arrastrándose de rodillas, humillándose, con las manos unidas en actitud de rezo.
–Sirius, soy yo, soy Peter... tu amigo. No..., tú no...
Sirius amagó un puntapié y Pettigrew retrocedió.
–Ya hay bastante suciedad en mi túnica sin que tú la toques.
–¡Remus! –chilló Pettigrew volviéndose hacia el licántropo, retorciéndose ante el implorante–. Tú no lo crees. ¿No te habría contado Sirius que habían cambiado el plan?
–No si creía que el espía era yo, Peter –dijo Remus acordándose de las diferencias que Sirius y él tuvieron en aquel tiempo–. Supongo que por eso no me lo contaste, Sirius –dijo Remus despreocupadamente, mirándolo por encima de Pettigrew.
–Perdóname, Remus –dijo Sirius, mirándolo como un perro entristecido.
–No hay por qué, Canuto, viejo amigo –respondió Remus, subiéndose las mangas–. Y a cambio¿querrás perdonar que yo te creyera culpable?
–Por supuesto –respondió Sirius, y un asomo de sonrisa apareció en su demacrado rostro. También empezó a remangarse–. ¿Lo matamos juntos?
–Creo que será lo mejor –dijo Remus con tristeza.
–No lo haréis, no seréis capaces... –dijo Pettigrew. Y se volvió hacia Ron, arrastrándose–. Ron¿no he sido un buen amigo¿una buena mascota? No dejes que me maten, Ron. Estás de mi lado¿a que sí?
Pero Ron miraba a Pettigrew con repugnancia.
–¡Te dejé dormir en mi cama! –dijo
–Buen muchacho... buen amo... –Pettigrew siguió arrastrándose hacia Ron–. No lo consentirás... yo era tu rata... fui un buena mascota...
–Si eras mejor como rata que como hombre, no tienes mucho de que alardear –dijo Sirius con voz ronca.
Ron palideció más a causa del dolor, alejó su pierna rota de Pettigrew. Pettigrew giró sobre sus rodillas, se echó hacia delante y asió el borde de la túnica de Hermione.
–Dulce criatura... inteligente muchacha... no lo consentirás... ayúdame...
Hermione tiró de la túnica para soltarla de la presa de Pettigrew y retrocedió horrorizada.
Pettigrew temblaba sin control y volvió lentamente la cabeza hacia Harry.
–Harry, Harry... que parecido eres a tu padre... igual que él...
–¿Cómo te atreves a hablar a Harry? –bramó Sirius–. ¿Cómo te atreves a mirarlo a la cara¿Cómo te atreves a mencionar a James delante de él?
–Harry –susurró Pettigrew, arrastrándose hacia él con las manos extendidas–, Harry, James no habría consentido que me mataran... James habría comprendido, Harry... Habría sido clemente conmigo...
Tanto Sirius como Remus se dirigieron hacia él con paso firme, lo cogieron por los hombros y lo tiraron de espaldas al suelo. Allí quedó, temblando de terror, mirándolos fijamente.
–Vendiste a Lily y a James a lord Voldemort –dijo Sirius, que también temblaba–. ¿Lo niegas?
Pettigrew rompió a llorar. Era lamentable verlo: parecía un niño grande y calvo que se encogía de miedo en el suelo.
–Sirius, Sirius¿qué otra cosa podía hacer? El Señor de la Tinieblas... no tienes ni idea... Tiene armas que no podéis imaginar... Estaba aterrado, Sirius. Yo nunca fui valiente como tú, como Remus y como James. Nunca quise que sucediera... El Que–No–Debe–Ser–Nombrado me obligó.
–¡No mientas! –bramó Sirius con furia incontenible–. ¡Le habías estado pasando información durante un año antes de la muerte de Lily y James¡Eras su espía!
–¡Estaba tomando el poder en todas partes! –dijo Pettigrew entrecortadamente–. ¿Qué se ganaba enfrentándose a él?
–¿Qué se ganaba enfrentándose al brujo mas malvado de la historia? –preguntó Sirius, furioso, como si la sola mención de la duda acribillara sus oídos–. ¡Sólo vidas inocentes, Peter!
–¡No lo comprendes! –gimió Pettigrew–. Me habría matado, Sirius.
–¡Entonces deberías haber muerto! –bramó Sirius escupiendo saliva al gritar–. ¡Mejor morir que traicionar a tus amigos¡Todos habríamos preferido la muerte a traicionarte a ti!
Remus y Sirius se mantenían uno al lado del otro, con las varitas levantadas.
–Tendrías que haberte dado cuenta –dijo Remus en voz baja– de que si Voldemort no te mataba, lo haríamos nosotros. Adiós, Peter.
Hermione se cubrió el rostro con las manos y se volvió contra la pared.
–¡No! –gritó Harry. Se adelantó corriendo y se interpuso entre Pettigrew y las varitas–. ¡No podéis matarlo! –dijo sin aliento–. No podéis.
Tanto Sirius como Remus se quedaron de piedra. Remus bajó la cabeza, consciente de la misericordia y el perdón de Harry, arrastrando su pena, su propia maldad. Había deseado matar a una persona, a un traidor: el traidor de la Orden del Fénix¡el asesino de sus amigos! Quería convertirse en asesino por asesinar a un asesino vil.
–Harry, esta alimaña es la causa de que no tengas padres –gruñó Sirius–. Este ser repugnante te habría visto morir a ti también sin mover un dedo. Ya lo has oído. Su propia piel maloliente significaba más para el que toda tu familia.
–Lo sé –jadeó Harry–. Lo llevaremos al castillo. Lo entregaremos a los dementores. Puede ir a Azkaban. Pero no lo matéis.
–¡Harry! –exclamó Pettigrew entrecortadamente, y rodeó las rodillas de Harry con los brazos–. Tú... gracias. Es más de lo que merezco. Gracias.
–Suéltame –dijo Harry, apartando las manos de Pettigrew con asco–. No lo hago por ti. Lo hago por que creo que mi padre no habría deseado que sus mejores amigos se convirtieran en asesinos por culpa tuya.
Remus asintió amparado detrás de la sombra, mirando a Harry con sus ojos de color miel centelleantes.
Nadie se movió ni dijo nada, salvo Pettigrew, que jadeaba con la mano crispada en el pecho. Remus y Sirius se miraron y bajaron las varitas a la vez.
–Tu eres la única persona que tiene derecho a decidir, Harry –dijo Sirius–. Pero piensa, piensa en lo que hizo.
–Que vaya a Azkaban –repitió Harry–. Si alguien merece ese lugar es él.
Pettigrew seguía jadeante detrás de él.
–De acuerdo –dijo Remus–. Hazte a un lado, Harry. –Éste dudó–. Voy a atarlo –añadió Remus–. Nada más, te lo juro.
Harry se quitó de en medio. Ésta vez fue de la varita de Lupin de la que salieron disparadas las cuerdas, y al cabo de un instante Pettigrew se retorcía en el suelo, atado y amordazado.
–Pero si te transformas, Peter –gruñó Sirius, apuntando a Pettigrew con su varita–, te mataremos. ¿Estás de acuerdo, Harry?
Harry bajó la vista para observar la lastimosa figura y asintió de forma que lo viera Pettigrew.
–De acuerdo –dijo de repente Remus, como cerrando un trato–. Ron, no sé arreglar huesos como la señora Pomfrey, pero creo que lo mejor será que te entablillemos la pierna hasta que te podamos dejar en la enfermería.
Se acerco a Ron aprisa, se inclinó, le golpeó en la pierna con la varita y murmuró:
–¡Férula!
Unas vendas rodearon la pierna de Ron y la ataron a una tablilla. Remus lo ayudó a ponerse en pie. Ron se apoyó con cuidado en la pierna y no hizo ni un gesto de dolor.
–Mejor –dijo–. Gracias.
–¿Y qué hacemos con el profesor Snape? –preguntó Hermione, en voz baja, mirando a Snape postrado en el suelo.
–No le pasa nada grave –explicó Remus, inclinándose y tomándole el pulso–. Sólo os pasasteis un poco. Sigue sin conocimiento. Eh... tal vez será mejor dejarlo así hasta que hayamos vuelto al castillo. Podemos llevarlo tal como está. –Luego murmuró–: Mobilicorpus.
El cuerpo inconsciente de Snape se incorporó como si tiraran de él unas cuerdas invisibles atadas a las muñecas, el cuello y las rodillas. La cabeza le colgaba como una marioneta grotesca. Estaba levantado unos centímetros del suelo y los pies le colgaban. Remus cogió la capa invisible y se la guardó en el forro de la túnica.
–Dos de nosotros deberían encadenarse a esto –dijo Sirius, dándole a Pettigrew un puntapié–, sólo para estar seguros.
–Yo lo haré –se ofreció Remus.
–Y yo –dijo Ron con furia y cojeando.
Sirius hizo aparecer unas esposas macizas. Pettigrew volvió a encontrarse de pie, con el brazo izquierdo encadenado al derecho de Lupin y el derecho al izquierdo de Ron. El rostro de Ron expresaba decisión. Se había tomado la verdadera identidad de Scabbers como una ofensa a su persona. Crookshanks saltó ágilmente de la cama y se puso el primero, con la cola alegremente levantada.
Atravesaron todo el pasadizo como una alegre y extraña comitiva. Al llegar a la obertura de salida, Remus, clavando la punta de su varita en la espalda de Pettigrew, le dijo:
–Un paso en falso, Peter, y...
Salieron a la ventisca de anochecido, se alejaron unos pasos del sauce cuando Remus se detuvo en seco, y con él todos. Un resplandor plateado a sus espaldas había proyectado, larga y oscura, su sombra, pudo percibir mientras su labio inferior se estremecía con espasmos incontenibles. Se giró. Un jirón de nube dejó al descubierto la luna llena, plena, brillante, embriagadora. Remus se la quedó mirando con inmenso dolor, recordando de pronto que no había tomado la poción aquella noche.
–¡Dios mío! –dijo Hermione con voz entrecortada–. ¡No se ha tomado la poción esta noche¡Es peligroso!
–Dejádmelo a mí –ordenó Sirius–. ¡Corred!
Los tres chicos obedecieron, y corrieron de allí a toda prisa, aunque Harry se volvió un par de veces, intranquilo.
–Remus. ¡Remus! –gritó Sirius acercándose a su amigo, cuya transformación se estaba acometiendo, los ojos plateados, la boca rebosante de baba espumosa–. Aguanta, amigo. No eres un animal¡eres una persona! Una buena persona. Lo que hay dentro de ti es lo que importa. ¡Es este corazón el que te domina, Remus!
Pero Remus dejó de esucharlo. Su mente se enturbiaba, sus ojos se apagaban... Su conciencia humana se perdió en la oscuridad del instinto del animal licántropo. No supo qué hizo, pues su mente se había consumido en un sueño maldito.
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Remus despertó medio desnudo en la inmensidad del Bosque Prohibido. Gotas de sol se derramaban por su cuerpo tan brillantes como si traspasasen un rosetón gótico. Miró el follaje de verde despertar, por el que se filtraba la luz, con aspecto adormilado, cansado. Tardó unos minutos en adquirir conciencia de lo ocurrido la noche anterior.
Cuando lo hizo, se incorporó de un salto. Obviando el pudor que hubiera podido sentir en otro cualquier momento, salió corriendo, atravesando el bosque, los terrenos desiertos, pues aún era hora temprana. Subió los peldaños de la escalera de mármol de dos en dos e incluso de tres en tres, hasta llegar al despacho del director, ante cuya gárgola pronunció la contraseña.
–Buenos... –Dumbledore lo miró de arriba abajo al entrar el licántropo en su despacho– ...días. ¿Qué te ha pasado? –Se sentó detrás de su mesa–. Cualquiera diría que has pasado la noche a la intemperie.
–¡Dumbledore! –exclamó, sentándose, en pos de recuperar el aliento–. Tengo que hablar contigo.
–Te escucho –dijo con solemnidad.
–Esta noche... Yo... –No sabía cómo iba a comenzar a explicárselo. Era consciente de que tendría, por fin, que explicar todo aquello a lo que sentía un pavor horrible tener que confesárselo a su padre adoptivo–. Me he encontrado con Sirius.
Dumbledore enarcó las cejas.
–¿Sí?
–¡Sí! Y con Peter.
Dumbledore abrió mucho los ojos.
–¿Qué Peter?
–Pettigrew.
–Está muerto, Remus. ¡No digas sandeces!
–No estoy diciendo sandeces. –Tomó aire–. Tengo que confesarte algo, Dumbledore. –El anciano enarcó las cejas y prestó mucha atención–. Cuando estuvimos en Hogwarts, cuando debía estar en la Casa de los Gritos... yo... Te desobedecí. –Remus hubiera deseado que Dumbledore lo interrumpiera con cualquier pregunta, por banal que fuera–. Me paseaba por el castillo... Con Sirius, Peter y James.
–¿Cómo es eso posible? –inquirió Dumbledore.
–Se conviritieron en animagos ilegales. James era un ciervo; Sirius, un perro; y Peter, una rata. ¡Así escapó Sirius de Azkaban! Pero es inocente. Creyó que James y Lily estarían más seguros con Peter, porque nadie creería que estarían con él. ¡Colagusano era el traidor! Sirius no lo mató. Peter escapó transformado en rata por las alcantarillas. Y ha estado todo este tiempo escondido, convertido en mascota de Ron. ¡Hay que hacer algo!
Dumbledore se puso en pie con teatralidad.
–Vaya –fue lo único que dijo–. Si me lo hubieras dicho un poco antes...
–¿Qué quieres decir? –preguntó volviéndose, preocupado.
–Snape lo capturó anoche. Al parecer, no fuiste el único que te encontraste con él. Fudge vino. Los dementores le han dado el beso.
Remus se apretó con fuerza el pecho, sintiendo que algo lo oprimía desde dentro. Se dejó caer en su asiento, escurriéndose lentamente, pensando que todo había sido en vano; pensando que el único culpable aún seguía con vida.
Dumbledore le puso una mano en el hombro y el licántropo se volvió. Vio en el anciano director una expresión que nunca había utilizado con él.
–¿Por qué me desobedeciste¿Por qué me mentiste?
–¿Cómo?
–Cuando yo pensaba que estabas seguro en tu escondite¡estabas poniendo en peligro la vida de mis estudiantes!
Remus, sin poderlo soportar ya más, se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente, con un manantial de lágrimas deslizándose por sus sin color mejillas.
–No sabes cuánto me pesa. Fuimos unos inconscientes, lo sabemos. Pero..., Dumbledore.
–¡Me desobedeciste! –exclamó Dumbledore sin disimular su creciente enojo–. Creí en ti, Remus. Te ayudé. ¿Y cómo me lo pagaste, eh? –Remus sollozó–. ¿Cómo¡Poniendo en peligro la vida de tus compañeros, la de tus propios amigos¡Oh, Remus¡Remus! –gritó, y éste alzó la cabeza impresionado un momento para volverla a bajar–. ¿Cómo pudisteis? Os creía más sensatos. Tres animagos ilegales y un licántropo. ¿En qué estabais pensando? –Se sentó en su silla con el rostro ahogado en arrugas pronunciadas–. Con lo que me costó... Con lo que tuve que pasar para que te aceptasen, Remus... me lo pagaste así, de esa forma. ¿Cuándo pensabas decírmelo, eh¿O pensabas decírmelo alguna vez?
–Yo...
–Mejor no digas nada –lo interrumpió–. Me has defraudado, Remus. Creí en ti, te apoyé, te ayudé. Eras la persona que más me importaba en el mundo. Y es así como me lo pagabas... Así. Remus. Así. Me has defraudado, Remus.
–Yo... Dumbledore, yo...
–Me has defraudado... ¡Cuánto hice por ti, así es recompensado, Remus¿Cómo volveré a confiar en ti¿Acaso todo ha sido mentira? Tu cariño, tu obediencia... ¿acaso fingidos¿Te conozco, Remus, o también hay un engaño detrás de tu rostro?
–Yo...
–Paseándote de noche... convertido en lobo... ¡Con la de protección que habíamos ideado! En vano... Toda mi confianza desechada; mi protección burlada; ¡yo mismo, burlado! Remus. ¡Burlado por ti!
–Yo... Lo siento, yo...
Dumbledore se levantó de súbito, le cogió el mentón y le alzó el rostro a fin de que no pudiera bajarlo y lo mirara directamente a los ojos.
–Repite eso –le pidió amablemente.
–Lo siento –dijo.
Dumbledore asintió. Se sentó detrás de su escritorio con las manos cruzadas.
–Yo también lo siento –confesó–. Pero me has fallado, Remus. Y me duele, bien que lo sabes. Tampoco nunca me ha gustado darte escarmientos, cosa que hoy he hecho, pero debo confesar que no ha sido divertido. –Remus no lo comprendió, y esperó atento en la interminable pausa que el anciano se concedió–. Sirius no está muerto, Remus. Escapó. –Un vuelco en el pecho, de regocijo y contento, lo hizo casi exclamar y saltar de júbilo. Se limitó a sonreír, derramando sanas y silenciosas lágrimas de felicidad, olvidando por un instante el enojo de su mentor–. Voló sobre Buckbeak anoche.
–Pero Buckbeak debe de estar muerto –replicó–. Lo iban a sacrificar anoche.
–Cierto. Lo iban. Harry y Hemione liberaron anoche al hipogrifo y volaron hasta el despacho de Flitwick, donde se encontraba Sirius. Lo liberaron.
–¿Cómo? Es imposible... No pudo ser, porque...
–Un giratiempo –explicó concisamente Dumbledore, que todavía seguía reticente, y Remus, sonriendo, asintió–. Interrogué a Sirius y vi que en sus ojos no había mentira. La versión coincidía con la de los chicos, y ahora con... la tuya. Con todos menos con la de Severus. Le dije lo que tenían que saber para salvarlo; porque si no, a estas horas, nuestro amigo estaría... muerto.
Remus respiró aliviado.
Dumbledore se puso en pie y caminó hasta la chimenea, en cuya repisa tomó algo.
–Toma –dijo–. Esto me lo ha dado Severus. Es tu varita. –Se la alargó–. Se te cayó al afrontar tu transformación y la dejaste olvidada al internarte en el bosque.
–Gracias –se limitó a responder Remus.
El director se volvió a sentar.
–¡Ah! Antes de pasar a las malas noticias... Me consta que Harry ha aprovechado las clases antidementores que le has dado. –Remus sonrió–. Anoche conjuró un patronus corpóreo.
–¿Que hizo qué?
Dumbledore sonrió, recordando el momento en que, asomado él por la ventana, había visto cómo un Harry surgido detrás de un seto convocaba un brillante y poderoso patronus. Así es. Cuando te internaste en el bosque, al grupo, desfallecido, lo atacó el conjunto de dementores. Harry convocó un ciervo plateado.
–¿Un ciervo? –repitió impresionado.
–Sí, un ciervo. Y según se me ha explicado esta noche por dos veces, su padre era Cornamenta.
Remus, sin saber dónde posar la mirada, notó en la voz del director cierto resentimiento al pronunciar aquellas últimas palabras. Asintió esperanzado, consciente de la grandeza de Harry Potter. Se sentía como un padre para él.
–Esta noche ha salido mejor de lo que imaginaba –dijo.
–¿Eso crees? –lo interrogó Dumbledore con una profunda mirada, la sonrisa nada pronunciada, el rostro lívido, la expresión del rostro conferida en una tristeza contagiosa. Remus volvió a bajar la cabeza, avergonzado–. Baja a la enfermería. No estás bien.
Dio la vuelta a la silla y se quedó contemplando el lienzo de vivos colores que se abría desde la ventana. Remus, nostálgico, se levantó despacio, sin apenas hacer ruido, y salió del despacho con una agobiante sensación de desapego a aquel hombre que para él era más que un padre.
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El licántropo dormía profundamente cuando escuchó murmullos a su alrededor, susurros femeninos que lo despertaron. Las siluetas que los producían, dibujadas en el blanco dosel de la enfermería bañado por el sol, se revolvían inquietas.
–¿Qué? –inquirió con una vocecita aguda la señora Pomfrey–. ¿Cómo es eso posible, Minerva?
–Pues como te he dicho, Poppy, como te he dicho... Yo tampoco lo he creído posible. No sé cómo se lo vamos a decir al pobre. No sé cómo se lo va a tomar.
–Pues ¿cómo se lo va a tomar? Pero ¿cómo se le ha ocurrido a Severus contarlo? El director nos prohibió completamente decir ni una palabra.
–Ya, ya. Al parecer, dice, se le escapó.
–¿Se le escapó¡Ja!
–¡Poppy! –la reprendió McGonagall–. No creo que Severus fuera con la intención de contarles a todos... –bajó el tono de voz– que Remus es un hombre lobo.
Remus no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. La señora Pomfrey, alarmada, descorrió el dosel con violencia y corrió a socorrer al licántropo, a quien creía en proceso de ahogamiento.
–¿Lo saben? –inquirió sin voz–. ¿Lo saben ya todos?
McGonagall se volvió entristecida. La señora Pomfrey lanzó una hirsuta mirada a su compañera y, seguidamente, una cálida al profesor. Le asintió con dulzura, sonriendo a medias: una triste mueca que denotaba su dolor.
El mundo de Remus se había derrumbado en una mañana, así como en una noche había crecido. Su corazón palpitaba con violencia en un pecho que no le pertenecía, que se ahogaba en lamentos y dudas ajenas.
Se levantó de un salto, se quitó la camiseta de la enfermería y se puso la túnica.
–¿Adónde vas, Remus? –inquirió con voz chillona la enfermera.
–A mi despacho –sentenció Remus deteniéndose–. Me voy. Sí, sí, me voy –reiteró ante las incrédulas miradas de ambas mujeres–. Dimito. Prefiero ser yo quien dimita a que venga pavoneándose Lucius Malfoy liderando el Consejo de Estudiantes y me diga con una media sonrisa que me largue de aquí. Me voy.
–No, Remus –lloriqueó la señora Pomfrey, que había tenido hacia Remus un gran cariño desde pequeño al tenerlo que tratar directamente ella cuando ingresó en Hogwarts–. Reconsidéralo.
–Lo siento, Poppy. Gracias por todo. McGonagall¿podrías decirle a Dumbledore que me prepare un coche? Tengo ganas de dar un paseo para despejarme. –Resopló–. Se veía venir. Esta situación era insostenible.
Sonrió, aunque su gesto estaba vacío, hueco.
–Pero... ¿por qué? –gimoteó la enfermera.
–Porque no puedo arriesgarme, Poppy, a que de nuevo vidas inocentes corran peligro por mi culpa. Me voy ya. Dile eso a Dumbledore, por favor. Díselo.
Y salió de la enfermería con paso ligero.
En un principio pensó dirigirse al despacho de Severus y volverle a partir el labio, pero no estaba de humor. Su secreto se había extendido. Guardando la compostura entró en su despacho y recogió todos sus enseres, parándoselos a mirar de vez en cuando y comprobando el poco cariño que aquella escuela había tenido para con él. Encontró el mapa en el escritorio, tal y como lo había dejado la noche anterior, abierto, con los letreros paseándose por doquier. Vio el de Severus en su despacho y le hirvió la sangre. Después, viendo el suyo propio, observó que una mota con la etiqueta «Harry Potter» se aproximaba por un corredor aledaño. En unos minutos había llegado.
Harry llamó a la puerta.
–Te he visto venir –dijo Remus sonriendo, aparentando normalidad.
–Acabo de estar con Hagrid –dijo Harry sin andarse por las ramas. Remus bajó la vista y plegó el mapa–. Me ha dicho que ha presentado usted la dimisión. No es cierto¿verdad?
–Me temo que sí –repuso con tristeza.
Comenzó a abrir los cajones de la mesa y a vaciar su contenido.
–¿Por qué? –preguntó Harry–. El Ministerio de Magia no lo creerá confabulado con Sirius¿verdad?
–No. El profesor Dumbledore se las ha arreglado para convencer a Fudge de que intenté salvaros la vida. –Suspiró–. Ha sido el colmo para Severus. Creo que ha sido muy duro para él perder la Orden de Merlín –explicó lo que McGonagall le había dicho antes de pasar las últimas cinco horas en la enfermería–. Así que él... por casualidad... reveló esta mañana en el desayuno que soy un licántropo.
–¿Y se va sólo por eso?
Remus sonrió con ironía.
–Mañana a esta hora empezarán a llegar las lechuzas enviadas por los padres. No consentirán que un hombre lobo dé clase a sus hijos, Harry. Y después de lo de la última noche, creo que tienen razón. Pude haber mordido a cualquiera de vosotros... No debe repetirse.
–¡Es usted el mejor profesor de Defensa contra las Artes Oscuras que hemos tenido nunca¡No se vaya!
Remus se sintió halagado; esperó que el rubor en las mejillas no lo traicionara. Se limitó a negar, solícito, con la cabeza, mientras proseguía vaciando los cajones. Se sorprendió de la cantidad de chismes que había conseguido almacenar en tan poco tiempo.
–Por lo que el director me ha contado esta mañana –dijo Remus–, la noche pasada salvaste muchas vidas, Harry. Si estoy orgulloso de algo es de todo lo que has aprendido. Háblame de tu patronus.
–¿Cómo lo sabe? –preguntó Harry anonadado.
–¿Qué otra cosa podía haber puesto en fuga a los dementores?
Harry contó a Remus lo que había ocurrido. Al terminar, Remus, más alegre, volvía a sonreír:
–Sí, tu padre se transformaba siempre en ciervo. Lo adivinaste. Por eso lo llamábamos Cornamenta. –Vio la capa invisible y se la tendió a Harry–. Toma, la traje la otra noche de la Casa de los Gritos. Y... –titubeó cuando su mano se encontró con el Mapa del Merodeador. Pensó que a James le hubiera gustado que su hijo lo conservara–. Ya no soy profesor tuyo, así que no me siento culpable por devolverte esto. A mí ya no me sirve. Y me atrevo a creer que tú, Ron y Hermione le encontraréis utilidad.
Harry, al aceptarlo, le hizo una pregunta:
–Usted me dijo que Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta me habrían tentado para que saliera del colegio..., que lo habrían encontrado divertido.
–Sí, lo habríamos hecho –confirmó Remus, cerrando la maleta–. No dudo que a James le habría decepcionado que su hijo no hubiera encontrado ninguno de los pasadizos secretos para salir del castillo.
Alguien llamó a la puerta. Harry se guardó rápidamente en el bolsillo el mapa y la capa invisible. Era Dumbledore, que saludó a ambos con una de sus enigmáticas sonrisas de anciano.
–Tu coche está en la puerta, Remus –anunció con solemnidad.
–Gracias, director.
Remus cogió su vieja maleta desvencijada y el depósito vacío del grindylow.
–Bien. Adiós, Harry –dijo sonriendo–. Ha sido un verdadero placer ser profesor tuyo. Estoy seguro de que nos volveremos a encontrar en otra ocasión. Señor director –dijo para mantener las apariencias delante de Harry, además de la evidente distancia que aquella mañana se había solapado entre ellos como una insondable muralla de piedra–, no hay necesidad de que me acompañe hasta la puerta. Puedo ir solo.
–Adiós entonces, Remus –dijo el anciano escuetamente, alargándole una mano que Remus, no sin mirarla asombrado antes, le estrechó. El anciano la apartó rápidamente.
Al salir, Remus dirigió una mirada cómplice y una sonrisa sentida a Harry, y se marchó.
Recorrió los que serían sus últimos pasos en Hogwarts, los últimos que daría hasta que mucho tiempo después, cuando el mundo de nuevo hubiera bendecido a Remus con su varita de gracia y goce de fortuna, tendría que regresar.
A la puerta, efectivamente, lo aguardaba un carruaje tirado por sendos thestrals. Remus, que tenía ganas de partir del castillo, se acomodó rápidamente en el coche y sintió la fuerte embestida de los animales. Ni siquiera se asomó por la ventanilla para ver el castillo desaparecer en el horizonte, achicándose más y más bajo el sol abrasador. Dejó la cortinilla rosa solapando su vista, los ojos cerrados, el alma cansada: habían sido tantas vivencias en tan poco tiempo...
Se apeó en la estación de Hogsmeade y compró un billete para la estación más próxima. Quería tomarse su tiempo, despejar las ideas sobre el traqueteo de las vigas, observando el veloz paisaje moverse a su paso. Se acomodó en uno de los últimos vagones, donde lo acompañaron un par de brujos gordos y barbudos y una bruja joven que lo miraba lasciva, de forma que Remus, rehusando su mirada, no pudo concentrarse; además sus pensamientos seguían siendo borrones de tinta en su mente, chorreando, destilando su negra perfidia sobre él. Cerró los ojos. Hubiera deseado dormir, olvidarse de todo por unos instantes, pero no lo consiguió. De pronto, como alzado de los mismísimos infiernos por una mano amiga, se acordó de Sirius y de Helen; al primero lo acababa de recuperar, el único amigo que le quedaba; a la segunda estaba en ciernes de reencontrarla. El corazón se despejó de toda preocupación, como las nubes que se abren al sol de primavera y el rocío brilla sobre todas las flores del campo; entonces ya nadie se acuerda de lo malo.
Abrió la puerta de la casa con la llave y soltó la maleta en la entrada. Cerró la puerta con un portazo para ver si alguien acudía a él. Se desprendió del abrigo y lo soltó sobre el perchero, tranquilamente.
–¿Quién es? –preguntó Helen desde el piso superior.
–Soy yo –respondió Remus escuetamente.
–¡Remus! –gritó.
Bajó la escalera corriendo para abrazarlo y besarlo. Al recibir Remus tan acogedora bienvenida, se olvidó por completo de si ya sabía medio mundo que él era licántropo o si Peter estaría libre por ahí, descubierto por fin.
–No te esperaba todavía –reconoció Helen–. ¿Qué haces tan pronto aquí¿Dumbledore te ha dado ya las vacaciones?
–No, Helen, no es eso. –La apartó cortésmente y se dejó caer sobre el sofá–. He dimitido.
En el rostro de Helen, la sonrisa que instantes antes se dibujara se fue consumiendo lentamente, hasta que de ella sólo quedó un ceño fruncido y un "por qué" que no conseguía pronunciar. Se sentó a su lado, le cogió una mano que le acarició y lo miró a los ojos.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó con el tono de voz más dulce que Remus había escuchado en su vida.
–Severus le ha dicho a todo el mundo que soy un licántropo.
–¿Que ha hecho qué¿Qué? –Soltó la mano de su marido, pues las suyas mismas se empezaron a crispar. Se puso en pie, nerviosa–. ¿Está loco?
Fue a la chimenea y cogió un tarro de encima de la repisa.
–¿Qué haces? –le preguntó Remus.
–¿Qué hago? Pues ir a hablar con ese gilipollas demente.
Remus, de un salto, se plantó ante ella. La tomó del antebrazo delicadamente y le pidió solícitamente que no lo hiciera. «No lo hagas, por favor. No lo hagas, por mí.»
–Pero ¿por qué¿Por qué lo ha hecho?
–Dice que se le ha escapado. –Remus rió amargamente–. La verdad es que no se lo cree ni él.
Helen agarró la espalda del licántropo con sus manos y lo abrazó, arrebujándose en su pecho falta de cariño.
–Lo que has tenido que pasar, mi vida.
Remus se apartó suavemente. Anduvo hasta la mesa y se apoyó sobre ella con el cuello tirante. Helen se acercó por detrás, le puso una mano encima y lo interrogó con la mirada.
–Anoche... Anoche me encontré con Sirius Black.
Los oscuros ojos de Helen se abrieron inusitadamente. Indagó con ellos en la mirada clara de ojos brillantes y dorados de su marido. El brillo, las estrellas, se hacían cada vez más evidentes en los de Helen.
–¿Lo viste¿Viste a ese canalla¿Le diste su merecido?
–No, Helen. –La estrella de un ojo de la adivina se vació en una gruesa lágrima–. Sirius... Sirius es inocente.
La mujer apretó el ceño, sin desviar su inquietante mirada. Al cabo se apartó, vuelta de espaldas, la boca ligeramente abierta, la mente confusa.
–¿Cómo? –preguntó sin voz–. Tus ojos no mienten, Remus. Pero Sirius...
Remus se plantó delante de ella y le puso su dedo índice sobre sus labios. La mujer, mirándolo, calló.
–Déjame que te lo explique. –Acercó su rostro al de ella, los ojos completamente abiertos–. Mírame a los ojos y leerás en ellos la verdad que a mí me costó comprender. El asesino, el traidor, es Peter. –Helen ahogó un grito, pero no desvió ni un ápice sus ojos de los de Remus–. Él vive también. No en nuestro recuerdo ni esas chorradas. Lo vi anoche también a él. ¿Recuerdas que podía transformarse en rata? –Helen asintió–. Sirius le confió a él a James y Lily. Pensaba que Voldemort iría detrás de él y que tal vez lo torturaría. Prefería morir que ser sometido a la maldición imperius y sucumbir a ella. Protegió a James y Lily más allá de su propia existencia, pero se equivocó. Creyó que nadie pensaría que Peter... –Rió con esa mezcla de desesperanza y desasosiego que embarga a los corazones tristes–. Los entregó. Sirius fue detrás de él para matarlo, y lo encontró. No fue Sirius quien mató a aquellos muggles, sino Peter. Usándose de la despiadad que lo había apoderado aquella noche, lanzó el maleficio sobre su hombro y se escabulló entre las alcantarillas convertido en una infesta rata de cloaca. Anoche lo vi, Helen¡lo vi! Con mis propios ojos. Sirius llevaba detrás de él todo este tiempo, pero se ha vuelto a escapar. ¡Y Sirius también! Tienes que creerme. Sirius es inocente.
La mujer asintió repetidas veces.
–Te creo –dijo–. Te creo, Remus, te creo.
Remus se desplomó sobre el sofá. Se pasó la mano por los ojos, cansado. Helen se sitúo a su lado y le sonrió.
Helen abrió la boca varias veces, pero la cerraba inmediatamente, la vista perdida en la inmensidad. Por fin la posó sobre Remus y le preguntó:
–¿Qué te pasa?
–Me preocupa algo más.
–¿Qué? A mí puedes contármelo.
–Es sobre mi madre. Yo creía que la había matado Sirius.
–¿Sirius? –Helen cabeceó como quitándose un pensamiento extraño de encima–. Pero Sirius no... Remus, a tu madre la mató tu padre, me dijiste.
–Ya. Eso ya lo sé. Pero como fantasma desapareció de una forma muy extraña. Dumbledore nunca me supo decir qué fue de ella. Yo creo que la mataron. Y hasta ahora creía que fue Sirius. ¡Pero ya no puede ser!
Helen sintió un zumbido en los oídos, se encogió y profirió un grito de sorpresa. Remus la zarandeó suavemente, preocupado. Helen alzó la vista lentamente, con la frente sudada.
–¿Qué has visto? –le preguntó.
–A tu madre –reveló–. Murió por un encantamiento llamado deletrius. Consigue hacer desvanecer hasta lo que no es corpóreo, Remus. –Se detuvo, Remus interrogándola con la mirada–. Ahora no tengo más remedio que creerte, Remus. Me tengo que dejar arrastrar por la evidencia. Lo he visto. A tu madre la volvió a matar Peter.
Remus flexionó la espalda. Se echó hacia delante, se agarró del pelo y se lo despeinó, respirando con irregularidad. Al levanterse, Helen vio en sus facciones un nuevo ímpetu.
–Voy a matar a esa rata traidora –exclamó el licántropo–. Con estas manos lo ahogaré hasta que me pida clemencia. Pero no habrá ni asomo de ella.
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¡Ahí va! Poco largo que era... Ya os previne sobre ello. Ochenta capítulos de memorial, ochenta de capítulo... Y es que últimamente MDUL está que se sale. Espero que os haya gustado, aunque el final (sobre todo en la Casa de los Gritos) es un poco precipitado. Pero, pese a todo ello, espero que haya sido de vuestro agrado. Sin embargo, como vosotros, los lectores, sois un grupo bastante heterogéneo, no quiero sino dejaros más tiempo del habitual para que podáis leerlo sin holgura, ya que considero que dos semana es tiempo escaso para poder leerlo, en verdad. Por ello pienso dar en esta ocasión aproximadamente un mes hasta el próximo capítulo: el 9 de diciembre es la fecha electa de aparición del siguiente capítulo. Y espero que lo comprendáis todos: porque, aunque haya quienes puedan cogerlo con muchas ganas y leerlo de una sentada, también hay para quienes esto será un muermo intragable y se necesitará más tiempo y también habrá los habituales, como yo, con poco tiempo hasta para respirar. Por eso creo que un mes es más que fecha suficiente de respiro hasta colgar el próximo capítulo y así podernos poder todos a la altura. Y es que ochenta páginas son muchas páginas...
Avance del capítulo 52 (UNA SOMBRA EN CIERNES): Descubriremos el baúl de la correspondencia de Remus de esos meses. Remus recibirá un hermoso regalo que le será de utilidad dentro de tres años, cuando todo sea diferente, pues... «¿Qué es poesía, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¡Qué es poesía¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú.» Las risas no escasearán, esta vez gracias, fundamentalmente, a Ángela Fosworth, quien expondrá el ensayo "el género fálico Lupin". Los batracios serán exterminados por mano sin conciencia. Mas será al final, tras el reencuentro con Ladridos, cuando "una sombra en ciernes", "la" sombra, aparezca, y nos deje estupefactos, pues de su mano vienen el terror y la destrucción prontos a ocurrir.
Un fuerte saludo.
