¡FANFICTION ME ODIA! (No sé por qué, pero parece que Ana Espinosa y yo tenemos patentada esta frase). ME CONECTÉ EL VIERNES PARA DEJAR PUNTUALMENTE, COMO ACORDÉ, EL CAPÍTULO, PERO LA PÁGINA NO ME DEJÓ. ESPERO QUE HOY HAYA MEJOR SUERTE (si lees esto, la hubo...). ESPERO DISCULPÉIS EL RETRASO.
DE ENDIMIÓN Y CLICIE
«Sentado Endimión al pie de Atlante,
enamorado de la Luna hermosa,
dijo con triste voz y alma celosa:
"En tus mudanzas ¿quién será constante?
»Ya creces en mi fe, ya estás menguante,
ya sales, ya te escondes desdeñosa,
ya te muestras serena, ya llorosa,
ya tu epiciclo ocupas arrogante;
»ya los opuestos indios enamoras,
y me dejas muriendo todo el día,
o me vienes a ver con luz escasa".
Oyole Clicie y dijo: "¿Por qué lloras,
pues amas a la Luna que te enfría?
¡Ay de quien ama al Sol que sólo abrasa!"»
(Lope de Vega, Rimas, en Rimas humanas y otros versos, ed. de Antonio Carreño, Barcelona, Crítica, 1998).
¡Bienvenidos a la quincuagésimo segunda parte de MDUL! Tenía unas ganas de decir esto...
Respondo "reviews" (también tenía muchas ganas de decir esto):
SILENCE MESSIAH. Mi niña... (cariñosamente, claro). ¿Cómo estás? En primer lugar, mil perdones, mil millones, por decir "anárquica" en lugar de "anarquista"; lo que demuestra que soy más "anárquico" que nunca. Siempre se agradecen las correcciones que aumentan y mejoran el saber. Mil perdones, mil gracias. Yo a ti también te considero una camarada (extraño vocablo cuando conoces toda la carga semántica que en este uso transmite), pero no sólo una camarada política, republicana o roja (por enumerar sucintamente nuestros galardones de guerra), sino, más allá, una camarada poética; ¿o es que acaso los espíritus libres vamos a ser menos y no vamos a tener nuestra propia camaradería? Es más, una persona que critica tan racionalmente todo cuanto escribo no puede soslayar tal título, de manera que espero que empieces a usarlo con orgullo, que yo te encomiendo tal derecho. Me haces enrojecer con todo lo que dices; en realidad creo que sé hilvanar la historia hasta mis propósitos personales porque he trabajado mucho tiempo con el argumento. Cuando se te ocurre una idea y te lanzas en seguida a plasmarla, ¡error!; hay que dejarla madurar, que crezca, que se desarrolle... O incluso que muera si es infructífera. Todo es probar, ya verás. En cuanto al remedio contra la licantropía, fue lo primero a lo que Elena me puso a trabajar; quiero que lo cure... Pero yo siempre dejo la puerta abierta al horror: ...¿y si la poción no resulta conveniente o acertada y muta la licantropía? Habrá que estar pendientes a próximas entregas (ya he dicho algunas veces que MDUL va a ponerse cada vez más interesante). Adriana (empleo este tu verdadero nombre porque me gusta mucho más), te mando un beso enorme en agradecimiento al recibido. Saludos de la Helen Lupin de carne y hueso.
NAYRA. Hola, Sarita. Espero que no hayas esperado triste hasta el día de hoy en que actualizaba, como me prometiste. O, acaso, si has estado triste que no haya sido a causa mía, sino... los exámenes por ejemplo. Espero que éstos te hayan salido bien y las pocas asignaturas que te quedaron a recuperar a este curso las saques adelante con excelentes calificaciones; no esperaría menos de ti. Perdona que no haya aparecido mucho últimamente, que desde el correo en respuesta al que tú me enviaste en agradecimiento a la felicitación, apenas he podido coger un ordenador que tuviera conexión a Internet. Estoy muy liado, sí, pero se sobrelleva con un optimismo que hasta a mí mismo me extraña. No te preocupes por la tardanza en relación a tu "fanfic": esperaremos pacientemente. Es comprensible que, llegada una determinada época, se haga difícil escribir y, por ende, actualizar. Tú ya sabes: en el momento en que termines un nuevo capítulo, me lo notificas y yo, a la menor brevedad espero (el tiempo últimamente no es producto de mis actos), trataré de leerlo para darte mi puntual y jovial opinión. Aunque espero no ser tan crítico como las otras veces; ya sabes por qué lo hacía: por qué me gusta ser un cabronazo (ejem ejem...); habrá que verme a mí de profesor. ¡No, es broma, porque quiero colaborar en tu éxito. ¡Ah, y no me digas tantas lindezas al comentarme los capítulos: critícalos cuanto quieras que es gratuito y, depende del caso, suele dejar a uno con un gustito y una liberación de estrés... Quedas avisada. Espero que Eva no esté muy molesta porque no pude felicitarla en el día exacto; háblale bien de mí para que no muerda al oír mi nombre. Un besazo.
KALA FICTION. Hola, querida Angélica. Tu enorme disertación sobre el capítulo me satisfizo en sumo, porque era una mixtura de optimismo y regocijo internos que llegaron a empaparme de tu estado anímico. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que tuvimos oportunidad de comunicarnos gracias a esta página que ha facilitado la oportunidad de conocernos, conque espero que en este mes que se me ha hecho eterno e intenso haya concedido el destino un resultado favorable a todas tus cuitas, que hayan reverberado tus réplicas en las cavernas celestiales y el eco que retorne sea una maravillosa sensación de paz vital, ininterrumpida hasta que goces de tantos años que no haya memoria en tus sienes para recordarlos. La carta magna, por la que tengo tu anterior mensaje, es, indudablemente, una carta de principios elementales que espero que estés cumpliendo, porque, de hacerlo, no me extraña que tengas tanta calidad de vida. Por mí y por Elena no te preocupes: ahora mismo estamos muy bien. Cierto que en mi caso algo agobiado por los estudios, pero, en caso de no estarlo, qué vida más aburrida; además, gracias a eso me he empezado a dar cuenta del camino que quiero abrirme en la vida y de lo que realmente estaba destinado para mí. En cuanto a MDUL, siempre me haces enrojecer con tus hiperbólicos comentarios, excedidos en todo punto... Ojalá lo termine el relato. Actualmente me he tomado un breve respiro para poder dar paso a otros asuntos apremiantes, pero espero retomar el teclado de mi ordenador en verano al menos. Y sí, quiero, deseo, he hecho firme propósito de no abandonar las palabras hasta que pueda un día poner al término de ellas: FIN. No seré íntegro hasta que esto esté consumido; y no soy partidario de dejar abandonado algo que tanto esfuerzo requiere. Eso sí, lo que no sé si podré evitar es, en cierto modo, algún tiempo de sequía... Pero eso puede ser inevitable. Lo dicho: muchísimas gracias por tus palabras, correspondidas punto por punto, regocijadas y gratificantes, deseando poder departir contigo de nuevo a la mayor brevedad posible. Un abrazo osuno de parte de tus dos cordobeses.
AYA K. ¡Perdón, perdón, perdón!... Hola... ¡Perdón!... Espero que no me guardes rencor... Sólo fueron cinco días, pero me sentó muy mal ver cómo pasaban los días y no podía acercarme a ningún sitio para dejarte un mísero correo electrónico. Es que en la facultad tuve algunos contratiempos con el aula de informática y me fue imposible acercarme a ningún otro sitio, como ya te especifiqué en el correo que espero que te llegara. En cualquier caso, perdón, y ¡felicidades con todo mi ahínco, amén del de Elena. Como ya se ha pasado el cumpleaños de Sara, a lo mejor me dices qué le regalasteis; e igual también lo que ella a ti. Aquí ahora en Navidad también solemos regalarnos nuestro grupo de amigos algo por las fechas y hacemos un juego del amigo invisible; sólo que (je je...), Elena y yo lo estamos tratando de amañar para ver si nos tocamos respectivamente (qué malos); es que yo ya sé qué le regalaría a ella y ella a mí en caso de tocarnos, y no queremos comernos la cabeza mucho. No time. ¡Oh, sacrilegio! Se nota que eres una verdadera universitaria: nadie lo es definitivamente hasta que no pase un mínimo de cinco horas a la semana (verídico) en la cafetería de la facultad. Por eso será que yo no lo soy en lo más mínimo; ni lo seré: pueden pasar días y días sin que pise su suelo, sin que huela el amargo dulzor del café recalentado... Pero no descuides tus estudios...; febrero ya está aquí. En primero, al menos a mí me ocurrió, febrero llega de la manera más imprevista. Gracias por decir que seré un profesor amargado ya que me estreso en la carrera...: eres única para tratar de serenar a alguien. ¡No, es broma! Pero tienes razón: a veces se me va la olla y pienso cómo seré de profesor y... Sólo te digo que... ¡pobres niños! Van a trabajar más que los picadores de minas, que ya está bien de tanto déficit educacional; el remedio está en nuestros manos (imprescindible sea leído con el tono de "la verdad está ahí fuera"). Espero no aburrirte, pero, como me pediste el poema de Alonso, habiéndolo ya acabado por fin, aquí lo hago constar; espero que te guste; y ya sabes: en caso de duda en cualquier punto, pregúntame y trataré de solucionártela: «R25 título Bella eres, en efecto, Samotracia/esplendor pasado/ pagana victoria niquelada. / Brama y ruge la del trueno criatura / al alzarse el ígneo tras la lista flota/ no gozó Lorenzo más suave agonía. / Partida es. Se aparta asustado el ligero / Céfiro y deja el campo abierto a / Ares por que despliegue sus artes, pues / amenazante proa, máscara alada/ lo embiste. A los cantos de sirena / indiferente, prosigue el de Ítaca su periplo. / ¡Goza ahora con mi clarín zampoñero/ inter pares primus, émulo de émulos/ que emular quieren todos ya tus proezas/ mientras tu casco se retuerce / bajo las doradas fauces del tridente gris/ se desate en lid con gigantes el cielo/ triunfante siempre. / Del copero de Ida el néctar tus venas tienen / (y tú escanciando tan vulgar ambrosía / en las laureadas cumbres de Olimpia...)/ domador de cavallos, padre de revoluciones / (pues no en vano tu nombre se grita / desde la baja Tarifa hasta la alta Oviedo)/ dorada cruz sobre azul tendido/ aún germinan de la tierra / Cides, Grandes Capitanes..., Alonsos. / ¡Cuánto más lo eres tú, oh monoplaza/ apogeo rodado/ ungida victoria áurea!» Podrás encontrarlo en Ultraversal (punto) com. Un besazo.
DRU. Hola. No importa la brevedad, lo importante es la calidad del "review" y responderé terriblemente gustoso a todas las preguntas que demandas en él. En primer lugar, ya quisiera yo escribir tan largos todos mis capítulos, pero, por razones de tiempo, no se puede; sin embargo, tengo una buena noticia para ti: a partir de aquí (seducido no sé por qué tipo de locura) los capítulos se alargan y llega un punto en que no bajan de las cuarenta páginas. ¿No querías longitud?... Y, en segundo lugar, Helen sí será de la Orden del Fénix sólo que Harry no la conocerá; ya se averiguará por qué no (quién sabe, a lo mejor Helen muere). Me alegra que gracias a mi humilde colaboración ahora puedas decir que el libro te gusta más; pero recuerda que las escenas añadidas son sólo nuestro acervo. Un saludo enorme.
MARCE. Hola, Marce. ¡Enhorabuena, por fin tienes tu ordenador! Aunque lo suyo ha costado, ¿verdad? No te preocupes por el dinero: un ordenador es tan necesario en cualquier hogar que es indispensable su gasto; imagino que esto no hará falta que yo te lo diga para que lo entiendas o sepas, pero yo, por si acaso, siempre hablo. Sí, ahora te entiendo: la universidad este cuatrimestre (aquí no van por semestres, aunque son lo mismo: sólo es una "deturpación" del nombre) es horrible... horriblemente apasionante. Tengo poco tiempo y siempre estoy camuflado (no hay nada como las apergaminadas hojas para pasar desapercibido) en la biblioteca, pero llegas a acostumbrarte y a darte cuenta de que es verdaderamente ése, el oscuro y recluido, tu mundo. Claro que se resolverán todos los misterios que están ahora apareciendo en la trama más adelante; me hubiera gustado que los hubieras apuntado en tu "review" para que yo hubiera podido darte algunas breves indicaciones, a manera de incitación, sobre cada uno. Pero dejemos las cosas estar. En cuanto al enojo de Dumbledore, a mí tampoco me satisfacía, pero lo requería la escena y yo, como mero partícipe de los hechos que escapan a mi voluntad, lo mandé hacer; aunque el viejo mago (snif... snif...) siempre estará reconciliado con su hijo del alma. Sin más qué decir, sin tiempo para más por desgracia, me limito a mandarte en estas líneas que prolongo un beso que espero que te llegue con satisfacción.
PADFOOT HIMURA. Hola, argentinica. ¿Por qué me tenía que enfadar? Este capítulo anterior tenía sólo dos salidas: bien que gustase al amante idílico del tercer libro que desease verlo desde otro enfoque; o bien que aburriera soberanamente (así por su tamaño, insufrible) al que ya estuviese harto de reinterpretaciones. Mi valoración personal: si yo me hubiera tenido que leer esas ochenta páginas, lo hubiera pasado bastante mal. ¡Si hasta yo mismo lo reconozco! No te preocupes; es más, me gusta que me des tu verdadera opinión, ya que así, cuando me des una "enhorabuena" o similar, sabré que es el más sentido. Cada día me demuestras mediante tus comentarios de cinéfila dos cosas: en primer lugar, mi ignorancia en el terreno; en segundo, tu gran conocimiento en la materia. En efecto, malmetiendo hice que Elena entrase a ver "El Zorro" conmigo, pero porque luego iba a ver la de "La novia cadáver" con su hermano otro día cualquiera. A mí ni me gustó ni me dejó de gustar; tú tienes muchos más argumentos de peso porque eres una chica, como he dicho, experimentada en la materia, pero a mí, que voy por el mero hecho de entretenerme, me es indiferente. O es que tal vez estoy demasiado apático, no lo sé. Fuera en cuestiones literarias, ves, ahí cambiaría un poco la cosa. En cualquier caso, siempre estimo muy positivamente todas tus opiniones cinéfilas porque, como ya he dicho, eres una experta; no me extrañaría acabarte viendo un día de éstos en la sección de "Cartelera" de un periódico de tu país dando puntuaciones a las películas de estreno y redactando críticas. ¿Te imaginas? Ah, y siempre es bueno saber que no podemos abandonar el tema de la comida (jeje); yo ahora lo retomaría, pero es que estoy empachado porque he comido recientemente y no tengo mucho afán, la verdad. Puedo acabarlo expulsando todo sobre el teclado y no es cuestión. Otro día retomaremos nuestras charlas gastronómicas. Y, para acabar, reitero, no te preocupes, que ni me he enfadado ni nada porque no te haya gustado el capítulo; estamos en una página democrática y cada cual puede opinar como se le antoje. Tan sólo espero mejorar para que no se repitan esos desagrados. Un besazo muy fuerte, Karina, y nos vemos próximamente, que ahora me tengo que ir a terminar un trabajo para mañana, qué fastidio.
INCREÍBLE, SÍ... Sigo sin haber leído HPyePM... (¿os habéis enterado que quieren traducir de otro modo el título en castellano?... ¡Dios!); pero, aunque hubiera querido, por falta de tiempo, tampoco hubiera podido (todo son contratiempos). Por eso sigo agradeciendo vuestro silencio... Ya que ya suficiente he averiguado de la trama por males artes... Maldigo al asesino y estimaré siempre al muerto. Amén.
Huy, que no iba a dar mi opinión sobre la PELÍCULA: la mejor... Y me quedo corto. Sin duda, la que mejor ha sabido encauzar el argumento del libro y la que, bajo una perspectiva cinematográfica, está mejor conseguida, sin dejarse, por otro lado, arrastrar por los efectos especiales. Increíble.
(DEDICATORIA: Este capítulo se lo dedico a AyaK, porque no pude felicitarla en su día exacto y de alguna manera tenía que resarcirme; a Paula Yemeroly, para que no se agobie por no poder dejar el "review" todavía, y a Leonita, a quien estimo desde su marcha a pesar de que el tiempo me ha impedido hasta mandarle mensajes. Y a todos en general, qué narices. Muchas gracias.
CAPÍTULO LII (UNA SOMBRA EN CIERNES)Estimado Lunático:
Estoy más feliz que unas ascuas. Pese a lo desconcertante de la noche de nuestro encuentro en la Casa de los Gritos, pese a que Colagusano consiguió escapar, conseguí vuestra aceptación, y ya había olvidado qué se sentía. Te añoraba, viejo amigo; tus charlas, tus bromas... y a tu mujer. Salúdala de mi parte, si es que se lo has contado..., aunque nada me hace creer lo contrario. Pero lo más importante, Lunático, es que mi ahijado me cree, cree que soy inocente. Ahora lo siento: no era realmente por venganza contra Colagusano la razón por la que escapé, sino por poder mirar de nuevo a los ojos a mi ahijado y ver en ellos el cariño que el otro día me profesó. Me recuerda tanto a Cornamenta... No pudimos hablar de su muerte. Pero ahora lo sabes todo.
¡Fastidio de Quejicus! Cuando leí tu carta, la arrugué de pura ira. Ese maldito y estúpido narizotas resentido se va a ganar una buena somanta de palos cuando recupere la libertad y me lo encuentre cara a cara. ¿Cómo ha podido contarle a todo el mundo tu amor por la luna? ¡Ojalá se pudra en el infierno!
Se me está acabando la tinta. Debería ir acabando con esto... Si pudieras, hazme el favor de enviarme un tintero nuevo en tu próxima carta.
Se despide de su hermano Merodeador,
Canuto.
P.D.: El hijo de Cornamenta se encuentra bien.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
La mañana del treinta y uno de agosto el sol despertó temprano, nostálgico, enfundado en un capa de brumas plomizas que se levantarían al mediodía, cuando sus primeros rayos, tímidamente, acariciarían la faz de la tierra. Remus se había levantado temprano para ayudar a Helen a preparar un pollo con salsa a la boloñesa para el cumpleaños de un amiguito muggle de Matt. Helen se sentía muy orgullosa de su hijo; había sido capaz de hacer amigos desde pequeño sin revelar su condición de mago.
A media mañana, Remus subió hasta el dormitorio de Matt y lo zarandeó suavemente. El pequeño abrió los ojos con dulzura.
–¿Qué pasa? –preguntó.
–Es hora de levantarse. Es el cumpleaños de Henry. Vamos.
Se vistió abandonando rápidamente su letargo. Cogió la gruesa caja envuelta en papel de regalo que contenía el patín que habían comprado al muchacho muggle y bajó a desayunar.
–Buenos días, Matt –lo saludó su madre–. ¿Qué quieres de desayuno? ¿Cereales? ¿Un tazón de leche?
El chico asintió con fuerzas. Remus le acarició el pelo, abrió el periódico por una página cualquiera y se puso a leerlo sin ánimo. El Profeta no le traía más que desgracias. Aquel periodicucho que se tenía por gran empresa se había convertido, de un día para otro, en un sensacionalista folleto de prensa amarilla. El licántropo lo hojeaba desganado, contemplando con pereza las fotos de personajes sonrientes o tremendamente ofuscados. Lo cerró con fuerza y, de un manotazo, lo tiró en la pila de periódicos usados. Helen lo vio hacer y se volvió confusa, envuelta en una sonrisa de nieblas.
La casa de Henry, el anfitrión de la fiesta de cumpleaños, estaba a las afueras del pueblecito, como la de los Lupin, sólo que escondida tras una alameda de gruesos troncos. Amparada bajo un frondoso jardín que hacía las delicias botánicas de la señora de la casa, la casita, de dos pisos, lucía un color primaveral y unos ventanales abiertos de par en par, con unos cortinajes lisos y blancos. Se instalarían en el jardincito de atrás, no menos espléndido, con columpios de plástico para los pequeños y una piscina que aquel día no usarían por exigencias del tiempo.
Los invitados, con sus respectivos padres, llegaron pronto. Angel era un chico alto y desgarbado de paletas grandes y separadas, que se movía con exagerados ademanes y pronunciando mucho las palabras. Sus padres, comedidos y tranquilos, siempre con una sonrisa dispuesta, trajeron una lasaña humeante que olía exquisitamente. Anthony también era un muchacho alocado, siempre andando de arriba para abajo, entre carreras y gritos, y con un balón bajo el brazo; sus padres llegaron cogidos de la mano, saludando a todos con simpatía, sobre todo la madre, que se puso a charlar con todos amistosamente. A la madre de Henry le ofreció una olla repleta de ternera que, le dijo la otra, olía maravillosamente. Mary, alta, tímida, encorvada, vino sólo acompañada por su madre, puesto que sus padres estaban divorciados. Traía ésta un pudín de patatas que, cuando Remus y Helen se marcharon, aún seguía allí, casi intacto. Helen, la amiga de Mary, vino al poco que ésta, luciendo uno de sus habituales modelitos pasados de moda que a ella tanto la desagradaban, luciendo su alta coleta caballuna que blandía entre feroces carreras. Su madre la vituperaba con frecuencia, elevando la voz con su tono agudo, escondida detrás de sus anchas gafas de sol. Le dio un manotazo a su marido al descubrir que éste venía metiendo los dedos en el pastel de nata que le había hecho llevar. Iesus llegó al poco que todos, rubio, algo regordito, uniéndose a sus compañeros risueño. Sus padres, tranquilos y formales, lo dejaron irse a jugar mientras ellos se refugiaban tímidamente en un rincón aparte, hasta que el padre de Helen fue a buscarlos.
–Qué mañana más mala –dijo la madre de Henry–. Bueno, ¿queréis tomar algo?
Bebieron comedidamente mientras los chiquillos corrían de aquí para allá, fantaseando e inventando juegos con los que pasarían, entretenidos, todo el día.
–No te vemos mucho por aquí, Helen –comentó la madre de Anthony–. ¿Qué te pasa, que ya ni te veo ni en la tienda de Hugo?
–Oh, estoy muy ocupada –se excusó–. Me trae las compras a casa.
–¿Quién, Hugo? –inquirió la madre de Helen.
–No... Mi marido –mintió.
–Tampoco lo veo –informó la madre de Anthony.
–Pues él me las trae.
Helen se refugió en una sonrisa y se escabulló para coger un poco de pudín. La madre de Iesus la asaltó por detrás, encogida, y se presentó.
–Creo que no nos conocemos –le dijo–. Es que me he mudado hace poco aquí. Soy Miranda, la madre de Iesus.
–Encantada. Yo soy Helen, la de Matt. ¡Qué chico más risueño el suyo!
–Sí, no sé de dónde habrá sacado esa vitalidad.
–Es normal en los niños. Les gusta ir de aquí para allá.
Remus tomó una cerveza de lata y se la quedó mirando con asombro y miedo.
–¿Qué le pasa? –le asaltó el padre de Helen.
–Oh, no, nada... Estaba mirándola.
–A mí también me pasa. Me las quedo mirando, pero siempre son iguales –bromeó.
–No... ¡si ya! Es que... ¿cómo se abre?
El padre de la muchacha se lo quedó mirando con asombro un instante. Remus dudó que se fuera a largar de a su lado maldiciendo por lo bajo. Pero se equivocó: al poco estaba tronchado de la risa, con una carcajada estridente y sonora que a nadie pasó desapercibida.
–¡Qué gracioso es usted! –exclamó apretándose con fuerza el vientre–. Usted es de los míos. ¿Cómo se llama? –Le extendió una mano velluda–. Yo soy Bernard.
–Yo, Remus. –Le ofreció la suya–. Encantado.
–Lo mismo digo, es un placer. ¿Cuál es tu hijo?
–Es aquél de allí, Matt.
–¿Ah, Matt? –El hombre volvió a reír, Remus cada vez más perplejo–. Mi hija, Helen, no deja de hablar de él. Para mí que está enamorada. ¿Quién sabe? A lo mejor usted y yo vamos a acabar siendo consuegros...
–Lo dudo –musitó el licántropo volviéndose con disimulo.
Ante la imposibilidad de abrirla, soltó la cerveza donde estaba y se alejó con la boca seca. A la media hora se le acercaría Helen y le preguntaría que si querría beber algo. Él, agradecido, casi con lágrimas en los ojos, le asintió sin poder articular ni palabra.
A la hora del almuerzo, los padres, hombres y mujeres juntos, no cada uno por su lado, se reunieron en lo que parecía una mesa redonda. Remus y Helen, que gracias a su extroversión parecían integrarse sin demasiadas dificultades, no estaban tan tensos como los padres de Iesus o la madre de Mary, quien, con aspecto solitario, sorbía silenciosa en un rincón un vaso hondo de vino rosado.
–¿Quieren que les cuente un chiste? –propuso el padre de Helen.
Nadie se atrevió a decirle que no.
–Pues verán. Esto es una mujer que llega al médico y le dice: «Doctor, doctor, me siento mal.» Y el médico, un hombre muy resabido, le salta: «Pues, mujer, siéntese bien, siéntese bien.»
Aquel genuino chiste no consiguió despegar más que unas leves sonrisas, más de incredulidad que de gracia, que contrastaban mucho con la risa prolongada que al recitador le había provocado. Se había puesto morado y estaba a punto de asfixiarse, el rostro todo morado.
–Ése es muy malo, Bernard... –opinó su mujer riendo con boquita de piñón.
–¡Otro, otro, otro! –exclamó frotándose las manos. Remus deseó que se callara–. ¿Qué le dice una tortilla a un tenedor? ¿A que no lo sabéis? –Puso cara de pócker–. Pínchame, pínchame, que yo tengo más huevos que tú.
A aquel nuevo chiste le sucedió una nueva carcajada y otra intentona de asfixia.
–¡Otro! Veréis como éste si que es bueno de verdad. Éste es... ¡la caña!
Remus, suspirando en su butacón de jardín, pensó que el hombre no podría resistirse a un tímido público que se veía incapaz de decirle a aquel recitador de chistes de pacotilla que los contaba fatal, sin gracia y, por último, que se callase.
–Hay dos tomates dentro de una nevera. –Remus exhaló un resoplido. Tomates, tortillas, ¿qué más da?–. Le salta uno al otro: «Oye, tú, que frío hace aquí dentro, ¿no?», y el otro le contesta –el hombre dio un salto poniendo cara de recién asustado–: «¡Ah! ¡Un tomate que habla!»
Se volvió a partir de la risa con su propio chiste, Remus y Helen cada vez más humillados. Sólo se rieron, y a dúo, cuando se cruzaron sus miradas y les entró la risa floja. Entonces, el pobre desgraciado cómico, con las lágrimas saltadas, les dijo:
–Va... Ustedes lo han cogido.
Intentó contar otros más, pero su mujer lo cogió del brazo, lo hizo sentar y, toda abochornada, le dijo que callara, que la estaba poniendo en evidencia.
Entretanto, Anthony, un poco más apartados, había dispuesto dos macetas como postes de una portería y había improvisado un campo de fútbol allí mismo. Todos jugaron, incluso Helen, y, aunque Mary se negó en un principio, se dejó convencer rápidamente por su amiga. Se echaron a suertes Matt y Anthony para escoger a sus jugadores, pues ellos dos eran los que mejor jugaban. Matt acabó con Henry y con Helen, mientras que Anthony con Iesus, Angel y Mary. Aunque iban en minoría, Matt sabía que iban a ganar, aunque no estaba muy seguro de si aquello también sería una de sus habituales predicciones o sólo una presencia de buen ánimo.
Angel marcó el primero, porque Henry estaba desmarcado de la portería e introdujo el balón con una vaselina. Matt reinició la ofensiva con un regate veloz, acompañado de cerca por Helen, a quien pasó el balón a unos pasos de la portería y chutó, aunque falló. Henry le dijo que era mala y que las niñas no jugaban al fútbol con vestidos, y Helen estuvo a punto de abofetearle. En esto estaban cuando Anthony ascendió por el lateral. Matt les gritó para que volvieran al juego y Helen, corriendo como un rayo, se enfrentó al chico, y éste cayó rodando, con el balón rozando su cabeza.
–Eso ha sido falta –gruñó Angel–. ¡Falta!
–Penalti –opinó Iesus, que nada entendía de fútbol.
–Bueno, falta –concedió Matt con tranquilidad, como si no lo creyese todo perdido aún–. Pero, Helen... Otra vez éntrale más suave, ¿vale? –La chica le sonrió–. Ant, ¿estás bien?
Lo ayudó a levantarse del suelo y éste, limpiándose la suciedad del pantalón y la camisa, le asintió. Cogió el balón y lo depositó en el lugar de la falta. Tomó carrerilla y... Pero en el último momento Matt se interpuso y le dijo que no tirase tan fuerte.
–¿No irás a tirar así, verdad? –Lo había presentido–. Si tiras con esa fuerza vas a darle un balonazo al padre de Helen.
–Que no –respondió el chico tozudamente.
Cuando golpeó la pelota con el empeine, ésta salió disparada con una fuerza de vértigo. Henry, que se había colocado ante la portería, no pudo ni detenerla de tan alta como le pasó. Lentamente fue describiendo la parábola hasta que, sobre el grupo de adultos, impactó con fuerza sobre el rostro de Bernard. Las gafas le habían estallado y aparecían diseminadas, en trocitos, por el suelo. Tenía la cara toda rosa, y las lágrimas, causadas por el impacto en la nariz, le resbalaban por las mejillas manchadas de barro.
–¡Hostia, Matt! –exclamó Angel corriendo a su lado, como todos los demás–. Lo has adivinado.
Matt se quiso disculpar, pero no pudo.
–¡Hostia, qué guapo! –exclamaron todos–. ¡Qué chulo! ¿Cómo lo has hecho? Yo también lo sabía. ¡Qué guay!
Matt creyó que enrojecía por momentos. Y era cierto. Sus mejillas lo abrasaban y su corazón comenzó a palpitarle con fuerza cuando Helen, su amiga, se le acercó y le ofreció un cariñoso beso en la mejilla.
Remus se acercó hasta el golpeado para interesarse por él.
–¿Se encuentra bien? –le preguntó–. ¿Le ha hecho daño?
–No, si le parece me va a haber hecho cosquillas... –le contestó de mal humor.
El licántropo, creyendo que era otro comentario chistoso, rio fingidamente, doblándose y enjugándose lágrimas invisibles. El hombre, enojado, se apartó maldiciendo:
–¿Qué le hace tanta gracia? No estaría tan gracioso si le hubieran dado a usted esos niños de Satanás.
Al poco, Matt se acercó corriendo hasta sus padres, que degustaban un poco de su propio pollo con salsa a la boloñesa. Adoptó un rostro angelical, con las manos atrás, el mentón bajo, los párpados caídos, balanceándose de un lado a otro, del talón a la puntera, y también hacia los lados. Su madre, intuyéndolo, le preguntó qué había hecho.
–Es que... –explicó sin atreverse a mirarlos a los ojos–. Es que yo sabía... Lo había presentido y le dije a Anthony que no tirara tan fuerte, porque le iba a dar al padre de Helen, pero no me hizo caso y chutó... y... Y ellos... Y el balón le dio y... y ellos se creen que lo he adivinado..., porque lo he adivinado, pero...
–¡Anda, eso son cosas de niños –pretextó Remus–. Verás cómo dentro de un rato ya ni se acuerdan.
–Aunque no estaría mal, hijo –habló Helen–, que cada vez que tengas uno de tus presentimientos no se lo comentes a los muggles. Ellos no te entienden como nosotros. Recuerda lo que te dije sobre pasar inadvertido. Nunca hagas ni digas nada que pueda delatarte a ti y a todos nosotros, ¿vale?
–Sí, eso, no lo hagas más –apuntó Remus–. Pero vete a jugar y no te preocupes.
A la llegada del crepúsculo, Remus y Helen explicaron que se tenían que marchar, que era su aniversario y tenían aún que preparar la cena para toda la familia, que se reuniría en breve en su casa.
–¿Vuestro aniversario? –inquirió apartándose la pamela la madre de Helen–. ¿En serio? ¿Y por qué no nos lo habéis dicho antes?
–Hombre, tampoco era para eso –se excusó Helen.
–¿Y cuánto tiempo lleváis casados? –se interesó la madre de Anthony.
–Once años –respondió Remus.
–¡Once años! –exclamó la madre de Angel–. Si llevan más incluso que nosotros –dijo a su marido.
El desarrollado oído licántropo de Remus escuchó cómo la madre de Mary, apartada en un rincón, sin mirar siquiera, murmuraba por lo bajo que habría que ver si aquello seguía. Remus farfulló una maldición, pero, si hubiera conocido la historia de aquella mujer, no lo hubiera hecho.
Gracias a un par de voces bien dadas, consiguieron que Matt abandonará los juegos y a sus amigos por aquel día y se uniera a ellos. Al salir, casi fueron arrollados por Henry, que corría como un bólido con su patín nuevo, sin duda el regalo que más le había gustado.
–¿Mañana te vendrás con nosotros a la colina, Matt? –le preguntó el chico.
El pequeño Lupin dijo que sí, que a lo mejor, y se marcharon.
Helen y Remus, al llegar, decidieron que no tenían muchas ganas de ponerse a preparar nada. Con un juego cómplice de miradas, desenfundaron a un tiempo sus varitas y las apuntaron hacia la mesa del salón. La luz disminuyó y aparecieron velas ensartadas por doquier, el mantel se engalanó de blanco lino y los platos de la más bella porcelana, relucientes, aparecieron encima, conteniendo los más exquisitos manjares que Matt, asombrado y boquiabierto, hubiera visto nunca.
–¿Me dejas tu varita y pruebo, papá?
Remus se la entregó, sonriente. Sabía que no era peligroso, y, en efecto, no lo era: el chico se entretuvo blandiéndola por todos lados consiguiendo únicamente despegar de su punta unos cuantos rayitos plateados.
–¿Has visto, papá? Soy un mago. ¿Has visto eso, mamá?
–Deja ya eso –replicó la adivina–. Vas a tropezar con algo.
Remus se acercó, le tapó los ojos a su esposa desde detrás y le preguntó con un susurro sensual al oído:
–¿Quién soy?
–¿Quién vas a ser? El tonto de mi marido. –Le destapó los ojos y ella se volvió enarcando las cejas–. Si no hay nadie más, tonto.
–¡Qué va, tontorrona! –Le besó el cuello–. Lo has adivinado. Eres una adivina maravillosa.
–Quita o nos verá Matt.
–¿Qué más da Matt? Si él está deseando hacer lo mismo con su amiguita Helen.
–¡Oh, Remus! Que tiene siete años...
En poco rato hubieron llegado todos. Felicitaron a la pareja por su aniversario y se sentaron a la mesa. El señor Nicked, algo reticente, le estrechó la mano a Remus con solemnidad. El licántropo era consciente de que su suegro pensaba que él le había robado a su joya, a su hijita, y que él seguía viéndola como una niña de seis años. Pero había crecido...
–¡Oh, papá, deja ya de decir pegos! –exclamó Helen apartándose de al lado del señor Nicked–. Mamá, dile algo a papá.
–¿Qué quieres que le diga a tu padre, eh? ¿Qué quieres que le diga? –Se acercó a Remus y le besó en la mejilla–. ¿Cómo estás, hijo?
–Bien.
La madre de Helen se aproximó a su hija con rostro de exasperación.
–Si no responde a collejas, si no responde a gritos, ¡si no responde a nada! Sólo responde a... –Se metió la mano en su abrigo y blandió ante su marido su varita–. ¡Insonorus!
El muggle intentó gritar, pero en vano. Ningún sonido salía de su boca.
–Pero esto es cruel –apuntó la señora Nicked realizando de nuevo una floritura con su mano.
El señor Nicked gritó y, al escuchar su propia voz, se relajó. Se sentó cómodamente en una silla, cogió la servilleta y se la metió en el cuello del jersey a modo de babero.
–¿Dónde está mi nieto? –preguntó al cabo de un momento, observado por todos, como si se acabase de acordar de él.
–Fuera. Está jugando con Mark –explicó Helen.
–Está chocheando, madre, ay, ¡está chocheando! –musitó la señora Nicked para que sólo su hija y su yerno pudieran escucharla–. ¿Es que no lo veis? Hombre, ya tenemos una edad, pero es que tu padre se ha puesto de un tiempo a esta parte... ¡tilín, tilín!
La cena se desarrolló tranquilamente, sin demasiadas salidas de tono, a excepción de las ya habituales del señor Nicked. En tales casos solían ignorarlo, hacer todos como si no lo hubieran escuchado, mirar a otra parte o saltar de improviso con otro tema. A veces el muggle pensaba que seguía bajo los efectos del encantamiento insonorus y se ponía a gorgoritear con la boca llena, a dos carrillos.
–¿Sabéis qué? –habló de pronto Remus, precipitadamente, para ahogar otro de aquellos comentarios nefastos del señor Nicked–. Matt se ha echado novia.
–¿Sí? –inquirió Sorensen–. ¿Veis cómo yo sabía que mi sobrinito no iba a salir a mí?
–¿Y cómo se llama? –preguntó Ángela.
Matt se sonrojó y nada dijo.
–Helen –contestó Remus.
El señor Nicked se atragantó con la comida, la escupió y cayó sobre la falda de Ángela, y se puso a toser como un endemoniado.
–¡Incesto, incesto! –exclamaba entre tosiduras y ahogamientos–. Pero si es su madre, por el amor de Dios...
–Pero habrá que ser tonto... –musitó su esposa mirando para otra parte.
–¡Oh, papá! –exclamó Helen–. Se refiere a otra Helen, no a mí. Helen es una amiguita de Matt la mar de guapa.
–Es mentira –se excusó Matt con la mirada sobre el mantel–, no es mi novia.
–Pero ¿acaso estáis viendo lo que le estáis enseñando desde tan pronto al chico? –inquirió el señor Nicked verde de rabia–. Ahora que todavía es casto y puro, ¡lo estáis induciendo a la corrupción! ¡Ay! ¡Ay! –Se llevó una mano al pecho, fingiendo uno de aquellos amagos de infarto a los que Remus estaba acostumbrado a presenciar cuando el muggle lo encontraba con Helen en actitud cariñosa–. Es que... ¡Poca vergüenza hay que tener! Que digo, ¡poca dignidad!
–¡Oh, cállate ya, Matt! –gritó la señora Nicked blandiendo ante él una mirada mortal–. Me estás abochornando, siempre con tus numeritos, siempre con tus lecciones corruptas de moralidad. –Y relajando el tono–: Cállate, por favor. Cállate ya.
–Me callo –dijo con voz ceremoniosa–, pero que conste que es por respeto a mi nieto.
¡Qué ocurrencias las de aquel desdichado muggle!
–Remus –llamó su atención al rato Ken–. Se me había ocurrido que, como hay unas cuantas vacantes en el ministerio ahora –Lafken asintió–, podrías presentar tu currículum. Lafken y yo podríamos hablar en tu favor.
–Te lo agradezco, Ken –dijo Remus, cansado–, pero hay gente en tu mismo ministerio que no quiere a gente como yo.
–¿Por qué has dicho "en tu mismo ministerio"? Ha sonado muy despectivo –le reprochó.
–Porque en absoluto es mi ministerio –contestó–. Hasta que no cambien un poco las cosas, ¡será vuestro ministerio, no el mío!
Se avergonzó al darse cuenta de que había elevado el tono más de la cuenta y que todos lo miraban.
–Pero ¿quién no te quiere allí? –prosiguió Lafken, preocupada.
–Dolores Umbridge, por ejemplo. ¿La conocéis?
Los dos asintieron.
–Es un hueso duro de roer –apuntó Ken.
–Ha elaborado el borrador de una ley antihombres lobo para que no se nos concedan permisos de trabajo. –Bufó de rabia–. Esa mujer... Si me la encontrase frente por frente... Seguro que el ministerio ha tomado esta decisión después de lo que pasó en Hogwarts a principios de verano.
Lafken iba a preguntar qué había pasado, pero Helen, veloz en reflejos, la interrumpió:
–Pero Fudge tiene los días contados. Lleva ya muchos años al mando del ministerio. Imagino que pronto se retirará. Si estuviera haciendo bien las cosas, comprendería que se quedase, pero no es así.
–No se irá nunca –participó Sorensen–. Lo conozco. Es un prepotente. Cuando estaba intentando promocionar la biblioteca para evitar que la cerraran, me mandó a la mierda cuantas veces intenté entrevistarme con él; eso sí, muy educadamente. –Se tomó una breve pausa para darle un sorbo a su cerveza–. Comprendo que a Dumbledore le tirara la docencia, pero creo que no hubiera hecho mal en aceptar el cargo de ministro. Todo el mundo se lo brindaba. De haberse presentado, habría aplastado, y con una amplia diferencia, a Fudge.
–Pues yo pienso que Dumbledore va a ser el próximo Ministro de Magia –opinó Ángela–. No me miréis con esas caras, es sólo lo que yo creo. Aunque ¿por qué no? A Dumbledore aún le queda mucho fuelle. Y sería el ministro perfecto.
–No sé, no lo veo –confesó Helen negando con la cabeza.
–Pues a mí no me importaría –comentó la señora Nicked.
–¡A mí tampoco! –añadió rápidamente el señor Nicked. Y en un susurro a su mujer–: ¿De qué demonios estáis hablando? No podéis hablar un día de algo de lo que me pueda enterar.
–Y a todo esto, ¿por qué no ha venido hoy? –inquirió el bibliotecario.
–Mañana empieza el curso –explicó Remus–. Estaba demasiado ocupado. Aunque no lo suficiente para disculparse al menos un centenar de veces con un número similar de lechuzas.
–Siempre tan ocupado... –habló Ángela–. ¡Eso no es bueno!
–Se toma su trabajo demasiado en serio –añadió Lafken.
–¡Como mi hijita! –apuntó a voces el señor Nicked para reclamar la atención de todos–. ¿Sabéis que la ascendieron el año pasado?
Helen, abochornada, dijo que ya se lo había contado ella a todos el año pasado, que no hacía falta que lo pregonara veinte mil veces.
–¡Oh! Lo siento, querida... Se me había olvidado.
–Y lo peor de todo es que, después de todo, este tonto muggle me da pena –protestó la señora Nicked.
–Sabéis que soy imprescindible en estas fiestas –comentó jactancioso el muggle–. Sabéis que no podéis vivir sin mí.
–¡Oh, cállate, Matt!
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Querido Lunático:
Ojalá para cuando llegue esta carta te encuentres mejor que yo. Aunque eso tampoco es muy difícil... ¿Qué tal la adivina? ¿Y tu hijo? Me alegré muchísimo cuando me contaste en tu anterior carta que habías tenido un chico. La segunda generación de los Merodeadores...
Estoy muy preocupado. Imagino que el viejo chiflado de largas barbas te habrá contado lo de mi ahijado. Por tal razón he decidido volver al país. Opino que mi ahijado está en peligro y debo protegerlo. Las circunstancias en que ha sido elegido "delegado" del colegio me parecen un tanto sospechosas.
Si averiguas algo, espero que me tengas al tanto.
Ojalá estuviera cerca para que charlásemos un rato. Tengo ganas de ver a tu mujer y de conocer a tu hijo.
Un abrazo de
Canuto.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Matt terminó de cenar temprano, como tenía acostumbrado, bajo la atenta mirada de su padre, que lo observaba sin quitarle ojo de encima. El chico, callado, sorbía su sopa en silencio.
–Ya he terminado –dijo apartando el cuenco de sí.
Remus lo recogió.
–¿Y este fondo? –preguntó–. ¿Qué pasa, no lo quieres?
–Es que no me gusta el caldo solo –explicó–. ¿Me puedo quedar un ratito viendo la televisión? Anda, porfis.
–No... –consultó su reloj ajado de pulsera, con una correa mohosa y el cristal de la pantalla rayado–, es tarde. Muy tarde. Vamos a la cama, campeón.
El pequeño Matt salió correteando de la cocina y subió a grandes saltos las escaleras de la casa, Remus con el temor de que fuera a caerse. Ya en el cuarto le preparó la cama y lo arrebujó bajo las gruesas mantas. Tan sólo la naricita y el pelo de Matt asomaban sobre la almohada. Remus se sentó en el filo de la cama y le dio un beso en la frente a su hijo.
–Papá...
–¿Qué?
–Te quiero.
–Yo también te quiero.
–¡Léeme un cuento! –pidió de pronto, sacando los brazos por encima de la colcha.
–No, es tarde –alegó Remus.
El chico, ni corto ni perezoso, se fijó en la estantería e hizo levitar de ella un grueso tomo que su madre le había comprado el otro día en la librería del pueblo. Lo condujo levitándolo hasta las manos de Remus. Éste lo cogió y lo soltó rápidamente sobre la mesita de noche.
–Papá... –protestó.
–Matt, es tarde.
–Pero yo quiero un cuento.
–¡Y yo que te duermas! –Le concedió otro beso en la mejilla–. Buenas noches, hijito. Que sueñes con las angelitas.
–Y con el Espíritu Santo –replicó enfurruñado, cruzándose de brazos.
–Sueña con quien quieras, ¡pero sueña! –Apagó la luz–. Buenas noches, Matt.
–Buenas noches, papá –lo despidió en voz queda.
Cerró la puerta con suavidad. Bajó las escaleras a todo correr y después las escaleras del sótano.
–¡Helen! –llamó.
–¿Qué quieres? –se volvió ella.
Se encontraba trabajando con pociones, sosteniendo un par de probetas en su mano conteniendo vivos colores. Había instalado en el sótano una mesa para convertirlo en su lugar de trabajo, en tanto que ya no veía extrañas apariciones en él y Remus, gracias a la poción matalobos, podía transformarse en su dormitorio y dormir con su mujer sin peligro.
–¿Qué pasa? –le espetó.
–Vamos, deja eso. Te tengo preparada una sorpresa.
Al caer una gota de la poción rosa chicle sobre el vaso de cristal de contenido azul celeste, se produjo una explosión y el vaso salió disparado en trocitos diminutos en todas direcciones.
–¿Estás bien? –preguntó Remus corriendo a socorrerla.
–Sí, creo... Vaya. No creía que fuera a suceder esto.
–Pero ¿qué estás manejando? –preguntó Remus con preocupación–. ¡Es muy peligroso! Ha sido un milagro que no te haya salpicado en los ojos.
–Despreocúpate, tonto. –Rio–. ¿Qué te crees, que me pongo aquí a investigar como una tonta, sin protección ni nada de nada? Me he practicado un conjuro repulsor en la cara, tonto.
–Perdona, no sabía que tuviera que ser tonto por preocuparme por ti –se ofendió Remus en broma.
Helen se levantó. Hizo una floritura con su varita y las probetas se guardaron en una caja de madera que había sobre la mesa. Arrimó la silla y, volviéndose, sonrió a Remus.
–¿Cuál era esa magnífica sorpresa que querías darme? –inquirió curiosa.
Remus sonrió, juguetón. Se dio la vuelta, avanzó hasta la puerta con aire solemne, aún ofendido, y después se volvió con ambas cejas enarcadas.
–¿De verdad quieres saberlo? –inquirió.
–Oh, no te hagas el remolón, ¿quieres? Lo haces fatal además.
–Tú siempre quitándole el encanto a las cosas, Helen –bromeó acercándose y cogiéndola de las caderas.
–¿Qué te ha entrado de pronto, Remus? –le preguntó su mujer mirándolo directamente a los ojos, con aquellas dos estrellas de su cara abierta cuales platillos.
–No sé –contestó–. Un subidón de hormonas y el amor que siento por ti, Helen.
Helen rio. Se zafó de él y se aproximó a un perchero que había colocado en un rincón, semioculto entre las sombras. Se desprendió de su blanca bata de sanador y la colocó en uno de los brazos del delgado mueble.
Al hacerlo escuchó un murmullo, un apenas audible sonido de voces ahogadas, muertas, consumidas. Sintió un escalofrío y el vello de los brazos se le erizó.
–¿Lo has escuchado? –preguntó al licántropo en un susurro.
–¿El qué?
–Esa voz.
–No. ¿Qué voz? No he oído nada –hablando con naturalidad.
–Me lo habré imaginado. –Sonrió–. Aún estoy esperando saber qué es esa sorpresa que me tienes preparada.
Remus volvió a poner cara de circunstancias. Volviéndose a dar la vuelta, anduvo hasta la puerta del sótano y subió las escaleras, dejando a Helen sola, sumergida en la curiosidad y la intriga. De improviso, asomó solo la cabeza a través del marco de la puerta, sonriéndole enigmáticamente.
–¿Qué quieres? –le preguntó Helen corriendo hacia él.
A punto estuvo de asaltarlo a cosquillas, cuando vio que Remus tenía en una mano la percha con el mejor vestido que poseía la adivina: una pieza negra, de lentejuelas brillantes como las estrellas, con un chal que se envolvía alrededor del cuello y un bolso a juego.
–¿Qué haces con ese vestido?
–Es que esta noche es la fiesta de drac-queens en el pub del pueblo y... estaba pensando que a lo mejor me lo podías dejar. Pues ¿qué voy a querer? –Rio ante la cara de estúpida que se le había plasmado a Helen, parada en seco como un pasmarote–. Quiero que te lo pongas esta noche. Te tengo preparada una sorpresa.
–¿Y me vas a decir lo que es o voy a tener que esperar a adivinarlo? –preguntó mientras subía con su vestido sobre las manos la escalera de regreso a la sala de estar.
Remus la ayudó a soltar sin pliegues el vestido sobre el respaldo de una silla y la cogió de las manos. Sus miradas se encontraron un minuto, un silencioso minuto en que sus sonrisas fueron su medio de expresión.
–Hoy, Helen –dijo Remus al fin–, un día como hoy, seguimos juntos. Después de veinte años... –Helen sonrió–. Hoy, Helen, hoy se cumplen veinte años desde que te pidiera de salir.
Helen se llevó una mano a la boca y ahogó un grito.
–Se me había olvidado por completo –dijo con los ojos desorbitados, moviéndose inquieta–. ¡Lo siento! Feliz aniversario, cariño.
Lo abrazó con ímpetu. Remus la recibió riendo.
–No te he podido comprar nada, lo siento –se excusó la mujer.
–No importa. No hay regalo que me guste más que tu amor.
Helen, complacida, lo besó.
–Qué cursi te has vuelto en estos veinte años, Remusín. –Lo cogió de la cara, acercó su rostro al suyo y lo besó comedidamente–. Voy a ponerme el vestido.
–Vale. Te esperaré aquí.
La adivina, sin desear parecer aprensiva, lo miró de arriba abajo con una ceja enarcada. El licántropo vestía una túnica vieja, raída, de cuello sucio y mangas descoloridas.
–¿No pensarás ir con eso, verdad? –le reconvino.
–¿Qué hay de malo? –preguntó sonriendo cómplicemente.
Helen bufó. Subió las escaleras y se detuvo a mitad. Agarrada a la balaustrada, miró a Remus de nuevo y le dijo:
–Ahora mismo te busco yo algo apropiado y te cambias, ¿vale?
–Vale... –dijo Remus con voz cansada–. Pero date prisa, ¿quieres?
Cuando desapareció entre refunfuños, Remus se sonrió a sí mismo. Se sacó dos papelitos alargados del bolsillo de la túnica y los puso sobre la mesa. Se dirigió hacia la cocina y abrió la despensa que había detrás de la puerta, junto a la nevera. Colgado de la manivela en una percha, doblado exquisitamente, reposaba en silencio el traje que Remus se había comprado especialmente para aquella ocasión. Sacó el traje y un par de mocasines negros bien lustrosos. Se vistió en silencio en el salón; se ajustó la chaqueta, observándose en el espejo. Se metió un pañuelo blanco en el bolsillo de la solapa, a imitación de los snobs ingleses. Se ajustó la pajarita oscura y se bajó delicadamente el cuello de la camisa blanca. Se calzó los zapatos. Se observó una última vez en el espejo del salón y se sonrió.
En el cuarto de baño del piso inferior, se mojó el pelo con agua en abundancia y se peinó hacia atrás. Al verse, creyó ser un tipo distinto. Sacó un frasco de colonia de la estantería y se roció con el pulverizador por todas las partes de su anatomía.
–Ya estoy –gritó Helen.
–Y yo –se dijo Remus en un susurro.
Al aparecer en el salón de estar, Helen miró a Remus con la boca abierta, dejando que una espasmódica sonrisa se abriera paso lentamente en sus comisuras, los ojos brillantes y bien abiertos.
–Estás... –dijo–. Estás guapísimo.
–Tú también –dijo acercándose y dándole un beso.
Lo cierto es que Helen estaba deslumbrante, con su largo vestido negro de lentejuelas ensartadas como lágrimas de cristal, con sus zapatos negros de puntera afilada asomando entre los lisos pliegues, los hombros desnudos y el cuello ensartado con una alhaja resplandeciente. Tocada con un moño altísimo, regio y espectacular, las facciones de Helen parecían elevadas, con sus grandes y preciosos ojos abiertos, su sonrisa perfecta de piezas inmaculadas y sus orejas culminadas en dos blancas perlas, finas y diminutas.
–¿Puedo saber ya dónde vamos, mi don Juan?
Remus, aproximándose lentamente, le besó el cuello y las mejillas. Le lamió la oreja y Helen se dejaba hacer.
–Estás preciosa –le susurró. Se apartó un poco de ella–. Tanto que podríamos visitar el Cielo hoy mismo y volver en un gran Mercedes con el pelo revuelto. –Helen se rió complacida–. Pero he comprado un par de entradas para un concierto esta noche. Se llama "La noche del amor". Estaba destinado para nosotros.
–¿Un concierto dónde? –le preguntó Helen frunciendo el ceño–. Por aquí no suele haber...
–Es en Londres.
Helen se quedó mirándolo boquiabierta. Repuesta al cabo, le sonrió. Le ofreció la mano que él le pedía, con su palma tendida, y se marcaron un vals improvisado en la inmensidad del salón. Los giros se sucedieron sobre la alfombra, bajo la atenta mirada de los muebles, testigos de su silencioso amor, de su juego de miradas. De ninguna parte comenzó a surgir una pausada melodía que acompañaba sus movimientos.
La lechuza de la familia, Hatter, se acercó volando hasta posarse sobre el antebrazo de Remus. Éste le susurró:
–Si hay algún problema, si pasa algo con Matt..., llámame enseguida.
Se volvió hacia su esposa.
–¿Me acompañas?
Helen asintió.
Y bajo sus miradas encendidas, se desaparecieron en el fragor de sus corazones.
El vestíbulo del teatro londinense se abrió ante ellos como un capullo en la mañana, bañado de luz, plagado de terciopelos. Recorrieron la alfombra roja, que los condujo hasta una galería repleta de blancos mármoles.
–He conseguido un par de entradas para la platea –le explicó Remus.
Hasta allí se dirigieron. Se situaron en sus asientos, incómodas sillas de respaldo curvado, en las que Helen se sentó con decoro. Con una inclinación de cabeza saludó a una anciana que, a través de unos anteojos, observaba el escenario; una vieja aristócrata, sin duda, de capa caída, que sacaba de su armario sus últimos vestigios de una vida de derroche y fastuosidad.
La adivina se apoyó sobre la balaustrada de hierro y observó embelesada a los músicos afinando sus instrumentos, aquel cacofónico trasfondo musical, antesala de las más sutiles notas desprendidas de las arpas y violines, de los clarinetes y flautas, de los tambores y platillos.
–¿No es precioso? –comentó Helen a Remus–. Me recuerda cuando era pequeña. Solía ir a menudo a conciertos con el colegio, visitas guiadas. La profesora sabía que me gustaban y me hacía sentar a su lado, lejos de los constantes murmullos y risitas de mis compañeros.
–Sabía que te gustaría –dijo Remus por toda respuesta, mostrando indeleble la mejor de sus sonrisas.
Como lento peregrinaje, desde su posición, cuales pequeñas hormigas entraban los demás curiosos o expectantes, ocupando sus butacas, llenando el aforo completo; sobre ellos, la enorme lámpara de araña, colgada del techo como por encantamiento, chorreando sobre pisos lágrimas de esmaltado cristal. Remus quedó arrebatado, suspendido, al descubrirla.
Las luces se fueron consumiendo lentamente, y la más absoluta penumbra invadió sus corazones. La lámpara del techo también desapareció en las sombras y por más que Remus intentó atisbarla entre las tinieblas, había desaparecido.
Para cuando sobre el escenario apareció un hombre enjuto, de rostro adusto y albino pelo despeinado, Remus no sabía que se trataba del director de la orquesta. Ni siquiera cuando con un inclinación se presentó al público ni cuando alzó su batuta con dos dedos respingones y delicados. Al violento movimiento de muñeca del director, los arcos de los violines se deslizaron por las cuerdas despegando notas nostálgicas. Se les unieron los instrumentos de la familia de viento con un sonsonete lejano, tímido, rescatando notas musicales de un horizonte olvidado. El del contrabajo punzaba su instrumento arrancando dolorosos gritos sinfónicos y el de los platillos rozaba sus dos mitades produciendo un eco vahído.
El licántropo se reclinó en su asiento, observando con curiosidad y extrañeza el espectáculo. Su mujer, reclinada hacia delante, admiraba el concierto con los ojos brillantes, repleta de la pasión nostálgica de cenizas apagadas que reavivan el corazón con una llama inflamada.
–¿Te está gustando? –le susurró Helen en el oído, inclinándose hacia él.
–Una barbaridad –ironizó Remus, quien no comprendía mucho la música muggle.
Cuando una señora gorda ocupó el escenario, engalanada con fastuosas prendas y tocada por un moño insostenible, y empezó a cantar con una melódica y soprana voz en una lengua incomprensible, Remus se preguntó qué significaría aquello.
El concierto se acabó cuando la voz de la soprano se apagó entre las últimas notas que los crines de caballo consiguieron despuntar de los diminutos violines de madera acerada. Helen aplaudió con ganas, y Remus la imitó no queriendo quedar mal. Se pusieron en pie y el teatro parecía ceder por una salva de aplausos que provenían de todos los rincones. Los músicos, levantándose como uno solo, se inclinaron hasta casi rozar con sus narices las puntas de sus brillantes zapatos y desaparecieron en tanto caía, lento y acompasado, el terciopelo rojo del telón. Las luces se encendieron y, en lo alto, reapareció la maravillosa lámpara de araña.
–Ha sido emocionante –dijo la anciana que los acompañaba con el rostro surcado de lágrimas, instantes andes de desaparecer.
–Gracias, Remus –dijo Helen acariciándole la mejilla–. Me ha gustado mucho.
Salieron a la gélida y húmeda calle, Helen unida a su brazo, con el cuello ladeado y la cabeza reposando sobre su hombro. Caminaban a un paso acompasado, sin prisa, alargándose sus sombras bajo el titilante brillo anaranjado de las farolas, la luna creciente apenas un vaho fantasmagórico sobre la azotea de un edificio.
–¿Quieres que te invite a cenar? –preguntó Remus a media voz, sin querer alzar el tono para no romper el hechizo que la noche les concedía.
–Se hace tarde. No quiero dejar a Matt más rato solo. Volvamos, cenaremos en casa.
Se internaron en las pérfidas sombras de un callejón sin salida, donde el brillo de sus varitas los engulló en el momento exacto en que convocaban su desaparición.
Helen preparó sobre la mesa de la cocina cuantas sobras pudo encontrar en la nevera del almuerzo y del día anterior. Remus, bromista, cogió una rosa del florero de la entrada y la puso sobre un largo vaso de tubo.
–Le falta un toque romántico a nuestra noche de aniversario –añadió.
–No es que sea precisamente esto una cena romántica –adujo Helen observando a su alrededor la vajilla sucia sobre el fregadero, el cepillo y el recogedor en un rincón, y el ruido estertóreo que producía el frigorífico, eco lejano del concierto que acababan de presenciar, últimas notas despistadas.
Comieron en un sepulcral silencio sólo roto por miradas cómplices y sonrisas oxigenadas.
Al terminar, Helen, sin previo aviso, besó a Remus en los labios y le sonrió.
–¿Qué pasa? –preguntó éste.
–Antes te mentí. –Remus frunció el ceño–. Sí que me acordaba de que hoy era nuestro aniversario.
Salió de la cocina sin mediar más palabra, volviendo al punto con un estuche azul marino alargado que extendió a Remus sin pomposidad.
–Es para ti –le dijo–. Mi regalo.
–¿Qué es?
La adivina le hizo un gesto con los ojos para que lo abriera. Remus abrió la tapa con suavidad y encontró una brillante pieza de color nacarado. En su interior, reposaba dormido un reloj de bolsillo de cuerda de oro blanco, que Remus cogió en su mano con sorpresa y admiración, extrayendo la larga cadena plateada. La tapa, externamente de cristal, dejando ver los números romanos de su interior, remataba en el centro con un círculo metálico en el que figuraban, grabadas, las iniciales de Remus en letras mayúsculas y de sinuosas curvaturas. Al abrirlo, Remus descubrió que, internamente, la tapa estaba encantada y era completamente opaca, sin asomo alguno del cristal transparente de fuera; sobre ella, inscrito en brillantes letras, rezaba: «¿Qué es poesía, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú.» Y al momento las letras se desvanecieron en una niebla oscura, y aparecieron en vivos colores los rostros de Helen y Matt junto al suyo propio sobre un florido paisaje, una de las fotografías favoritas del licántropo.
–Es precioso, Helen –dijo Remus con voz consumida por la emoción.
–Sabía que te gustaría. Me costó decidirlo. Había uno completamente esférico, grabado con los cráteres de la luna. Pero era demasiado grotesco y, como era para ti, de demasiado mal gusto, me parece.
–Es precioso –repitió–. Aunque... no sé si va a desentonar un poco con la ropa que suelo llevar normalmente. Es un reloj muy elegante.
–Y tú algún día tendrás que vestir elegantemente –opinó distraídamente–, ¿no? Se hace tarde y me caigo de sueño. Vayamos a la cama, quiero dormir.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Querido Lunático:
Gracias por preocuparte, pero estoy bien. Algo hambriento, no te lo voy a negar, pero bien. La gente se porta bien con los animales, pero quiero compartir todo con Buckbeak; ahora es el único amigo con el que puedo hablar cara a cara. Aunque cuando llegan tus cartas, créeme, se enfada. Para mí que está celoso de ti.
Mi ahijado sigue bien, pero no por ello dejo de estar preocupado. El asunto es bien misterioso, la verdad. Hace unas semanas conseguí hablar con él por una chimenea (no te enfades, tenía que hacerlo) y lo vi cagadito de miedo. Imagino que el viejo chiflado de blancas barbas ya te habrá dicho en qué consisten sus pruebas; si con su edad sale vivo de todo eso, cuando lo vea lo felicitaré. Pero si me preguntas qué es lo que opino ahora, creo que hay algún infiltrado del bando contrario en el castillo. Pienso que puede ser Quejicus; en la Casa de los Gritos ya nos demostró su aversión, y nosotros éramos miembros de la orden; aunque también puede ser el búlgaro que tú ya sabes. Suerte que el ojo enloquecido está allí; eso es lo único que me tranquiliza, créeme.
Buckbeak me está dando cabezazos para que deje de escribir. ¡Qué gracioso es! Dale saludos de mi parte a tu mujer y sabe que tengo muchísimas ganas de conocer a tu hijo.
Se despide con un abrazo
Canuto.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
–¿Quieres tomar algo, tía Ángela? –se ofreció Helen educadamente.
–No, Helen querida, no te molestes. Aunque... –lo pensó mejor– no le haría feos a una taza de té. ¿Quieres que te ayude?
–En absoluto, ni te levantes siquiera. Vienes a mi casa en calidad de invitada, ¿de acuerdo? –Ángela asintió sonriente–. ¿Y tú, Sorensen, quieres tomar algo?
–Una cerveza de mantequilla, si no es molestia.
–¡Y dale! –exclamó la adivina entre risas–. Si fuera molestia, ni te lo preguntaría siquiera. Huy, cuánto tarda Remus.
Volvió al momento con las bebidas y se las entregó, reservándose para sí una taza de leche humeante. Se echó dos terrones de azúcar y movió la cuchara con énfasis.
–Bueno, ¿qué os contáis? –preguntó.
Se reclinó sobre el sofá, descansando el cuello, que tenía dolorido. Hacía unos cuantos días que no se sentía muy bien.
–No mucho, la verdad –dijo Sorensen concisamente–. Y a ti... ¿qué te pasa? No se te ve con muy buen aspecto.
–Es que no lo tengo –dijo Helen con amargura–. Me duele la cabeza. Creo que me va a explotar.
–¿Y eso? ¿Estás resfriada? –se interesó su tía.
–No... Me lo vais a tomar a locura –rio con aflicción–, pero llevo unas semanas preocupada. Creo que me está consumiendo desde dentro. –Los otros dos, expectantes, no la interrumpieron–. Una sombra ha crecido en mi interior desde hace unos cuantos meses. La siento, la presiento. No sé lo que puede significar.
–¿Estás segura de eso, Helen? –le preguntó Sorensen con el ceño fruncido.
La adivina se limitó a asentir con gravedad. Ninguno dijo nada, ninguno habló durante un minuto. Los rostros graves, las miradas extraviadas en la vaguedad de lo inmenso, se limitaban a callar.
–¿Es una profecía, Helen? –rompió el silencio Ángela.
También en esta ocasión se limitó a asentir con aspecto adusto.
–Pero no sé lo que significa –dijo–. Creo que es... que alguien va a morir.
Un silencio gélido y vahído los cubrió como una niebla sorda. Helen, en la distancia, volvió a escuchar un murmullo inconstante y se encogió. Nadie más pudo escucharlo.
–¿Por qué crees que alguien va a morir? –inquirió Sorensen con expresión senil a pesar de su joven edad.
–Porque... Porque siento en mi interior dolor y sufrimiento... Llanto. Siento dentro de mí voces, y creo que se avecina algo, algo terriblemente doloroso. Presagio infelicidad y lágrimas.
–Todos esos síntomas no sólo los produce la muerte –dijo Sorensen con solemnidad, los ojos entornados, como si lo estuviera leyendo de un libro–. La muerte los conduce a su final solamente. Hay cosas más terribles y dolorosas que perder a un ser querido, créeme. –Le puso una mano encima de la rodilla y le dio unas palmaditas, infundándole ánimo, sin que Ángela, tranquila y reposada, les reconviniera–. Sé que estás en lo cierto, nunca te equivocas. Pero créeme por una vez tú a mí. Estate tranquila, nosotros te protegeremos. No te va a pasar nada.
La adivina sonrió tímidamente, esbozando una hierática sonrisa con los labios resecos. Se llevó otro sorbo a la boca y sintió que le costaba tragar.
–Sorensen está en lo cierto, Helen –apuntó Ángela–. Es muy listo, y pocas veces se equivoca. Aunque ya podrías ir presagiando cosas más alegres, que llevas una rachita, hija mía... –Soltó su taza sobre la mesa baja y se puso en pie–. Ahora, si me permitís, tengo que ir al cuarto de baño a desfogar.
Escondida detrás de una sonrisa hermética, Helen la vio desaparecer escaleras arriba con paso menudo y presto, sin recordar entonces que el cuarto de baño del piso superior estaba siendo ocupado.
–Tranquilízate, ¿vale? –le dijo Sorensen amparado en una expresión de confianza y cordialidad. Se puso también en pie–. Voy a aprovechar para ver cómo están los niños, si te parece. Llevan demasiado tiempo fuera, ¿no crees?
Helen se limitó a asentir, sin fuerzas ni ganas para nada más.
En el instante en que Ángela abría la puerta del cuarto de baño, Remus salía de la ducha en pelota picada. Sus miradas se cruzaron con horror y sorpresa, alternando la bruja la mirada del licántropo y su entrepierna. Éste, lentamente, cogió una toalla y se la lió alrededor de la cintura.
–Está ocupado –dijo con un hilo de voz.
–Ya, ya veo –dijo ella igualmente compungida.
A pesar de que el mago había ocultado sus vergüenzas, Ángela seguía mirando el cuenco que sus piernas húmedas formaban en la toalla, como si pudiera ver a través de ella y siguiera deleitándose con el panorama.
–Estoy ocupado –dijo Remus con voz de acero.
–Y yo me estoy haciendo pipí –dijo bajando el tono de voz hasta convertirlo en un susurro–. Anda, cuñado majo, vuelve a meterte detrás del cristal y me dejas que evacúe, que no puedo aguantar más...
Remus, todavía sorprendido de sí mismo, volvió a introducirse en la placa ducha y cerró la puerta corrediza con la mirada perdida en la vergüenza y el reparo. Escuchó el sutil rasgueo de una cremallera y la precipitación de la sofocante micción. Se encogió imaginándose la escena.
–Ya salgo, majo.
Cuando terminó, Ángela cerró la puerta dejando a Remus solo, sumido en un acobardamiento de inefable descripción, con la sangre palpitándole en los oídos, los dedos tensos y las rodillas, acobardadas, tiritando de frío. Hubiera jurado que, al salir, su tía postiza y cuñada había proferido un gritito de júbilo.
Bajó la bruja por las escaleras entonando un silbido de difícil clasificación, con una sonrisita torcida y maligna impresa en sus labios. Se sentó en el sillón y retomó entre sus manos la taza de té. Lo olió y puso cara de placer, exhalando una bocanada de aire. Después, volviéndose mojigata hacia Helen, le sonrió.
–Vaya partidazo, sobrinita. Con lo que tiene tu marido entre las piernas se puede hacer una gran reserva de balones para un campo de fútbol. –La ceja derecha de Helen fue ascendiendo lentamente, entre la sorpresa y la incredulidad–. No que acabo de subir al cuarto de baño y me lo encuentro al pobre en cueros. Qué vergüenza que ha pasado el pobrecillo, me ha dado un reparo. Yo no quería mirar, pero se me han ido los ojos. He visto una chispilla, pero, vamos, que me he tapado en seguida los ojos. Pero... ¡que lo tiene de fábula!
Helen intentó decir algo, pero de su boca sólo surgían sonidos indiferenciados, quejidos rotos y murmullos atónitos. Finalmente, estalló en una carcajada sincera. Ángela, divertida, la acompañó.
–Vaya con los hermanos Lupin –exclamó Ángela dándose coba–. Pues qué bien que nos han salido los dos. –Rio–. Hombre, tú no has visto a Sorensen, pero yo estoy en calidad de comparar. Remus la tiene un poco más gordilla, pero la de mi novio es más larga. Aunque como tu marido acaba de salir de la ducha, no sé...
–¡Ya basta! –gritó Helen con los ojos como platillos–. Sólo faltaba ya que me dieras una fotografía del "género" de Sorensen.
–Huy, cuando quieras. Tengo una colección entera.
Helen se sorprendió a sí misma imaginándose a Sorensen desnudo. Sacudió la cabeza, tomó un sorbo de su taza y se refugió en otros pensamientos.
Afuera, los pequeños Matt y Mark jugaban sentados sobre la mullida hierba. A pesar de su cortísima edad, Mark, un chico avispado, le había dado las indicaciones a su primo de que fuese a la charca vecina a coger unas cuantas ranas vivas. Antes de salir le dijo que no olvidase un cuchillo, que el pequeño Lupin se introdujo en el bolsillo.
–¿Qué quieres hacer con las ranas? –inquirió inocentemente Matt.
Las ranas croaban ajenas a su sino en una bolsa de plástico a su lado. Mark cogió una y hundió el cuchillo en su estómago. Matt profirió un grito. La sangre resbaló por su mano como una bendición de sacrificio indígena, reflejándose su brillo escarlata en las piezas de marfil de su boca, que sonreía.
–Es asqueroso –escupió Matt.
–Mamá lo hace con los pollos –alegó el otro con su vocecita aguda y sus movimientos menudos pero concienzudos–. Verás qué sorpresa les vamos a dar cuando les llevemos las ranas. Yo creo que se pueden comer.
–Yo creo que también –dijo sin confianza–. Un día, mi padre me llevó a una taberna, el Caldero Chorreante, y en el menú me parecía que había picadillo de rana. Pero tiene que saber asqueroso.
–No creo. –Le tendió el cuchillo por el mango–. Prueba tú.
Matt cogió el instrumento con una mezcla de pánico y emoción. Se vio reflejado en su larga hoja plateada y sintió pavor de lo que iba a hacer. Metió la mano en la bolsa sin mirar y sintió sus cuerpos escasomos y todavía húmedos y sus patas revoltosas moviéndose con agitación, sin espacio. Escogió una y la puso sobre la hierba, sujetándola con un trémulo dedo. Levantó el cuchillo y atisbó la sonriente satisfacción que se entreveía en la mirada de su primo. Hundió la hoja lentamente, sin saborear la muerte, más bien todo lo contrario. A la primera punzada una gota de sangre se derramó por un costado, la rana agitándose más nerviosamente que nunca, expirando en las manos de dos niños que jugaban a ser adultos.
–Ponla ahí –le indicó Mark el sitio en que había dejado a la otra rana, encharcada en su propia sangre y miedo–. Eso es, al sol. Así se van tostando. Luego llega tu madre y las mete en el horno y nos las comemos. O las fríe. Qué hambre, ¿no?
Matt sintió de todo menos hambre. La repugnancia y el olor a sangre fresca le hicieron tener una arcada. Mark arrojó otra rana más al foso de los cadáveres. Le tendió el cuchillo y Matt lo volvió a coger, debatiéndose en su interior entre si salir corriendo o sacrificar otro animal. Cogió otra rana que se escurría entre sus dedos y la miró con repugnancia.
Sorensen salió al porche. Respiró el aire puro del campo, observando el sol anaranjado que declinaba en el horizonte, tras una larga jornada propia del mes de junio. Matt, al verlo aparecer, escondió el cuchillo tras su espalda y sonrió con inocencia. El bibliotecario contempló un instante a los pequeños y les sonrió.
–¿Estáis bien? –Asintieron a dúo–. ¿Qué hacéis?
–¡Nada! –corearon.
–Ya mismo os venís para dentro, ¿vale? –Volvieron a asentir. Sorensen se olió algo–. ¿De verdad no estáis haciendo nada? –Los pequeños se encogieron de hombros, sin responder nada–. Bueno, me voy para dentro. Si necesitáis algo...
Cuando su alta figura desapareció, Mark, llevándose un dedo a los labios, le dijo a su primo:
–Es una sorpresa...
Y cogiendo una rana él, la traspasó de hito a hito con un palo seco. La rana se estremeció, pero mayor fue el escalofrío de Matt, que contempló a su primo pequeño con incredulidad.
Remus bajó al momento, vestido, con el pelo aún rezumando olor a champú. Se sentó al lado de Helen, intentando no darse cuenta de las sonrisas pícaras que demostraba Ángela.
–Hola, Sorensen –dijo sin afectación–. ¿Qué tal?
–Bien, ¿y tú? Espero que no os moleste la visita.
–¡Qué va, qué va!
–Es que habíamos pensado Ángela y yo que a lo mejor os apetecía pasar la velada acompañados. –Sonrió–. Pero que si teníais pensado algo, de verdad, decídnoslo.
–Soren, hermano –le dijo serio Remus–, te estamos diciendo la verdad. Que hay confianza, vamos.
Se rieron.
–Estoy muy preocupado por Helen, ¿sabes, Remus? –mencionó Sorensen.
La adivina suspiró, rogando en vano que no siguiera hablando de aquello. Remus, preocupado, le preguntó y el bibliotecario se vio obligado, o tal vez lo veía necesario, a responder.
–Tu mujer dice que está teniendo unos presentimientos muy raros.
–¿Qué presentimientos? No me ha dicho nada. ¿Por qué no me has dicho nada?
–Porque es una tontería –se excusó–. A lo mejor es que sólo estoy resfriada y hago un mundo de un montoncito de arena. Olvidad lo que he dicho antes, por favor, haced como si no lo hubierias escuchado.
–Pero es que eso es un poco complicado, compréndelo, Helen –apuntó Ángela–. Es como si, de pronto, vieras algo que no deberías, y te lo intentas quitar de la cabeza, pero no puedes. Por mí zanjo la cosa ahora mismo. Pero se te ve mal, pero mal, ¿eh? Cuando nos lo has contado antes... Yo creía que te ibas a echar a llorar y todo.
–¡Dejadlo ya, ¿vale? –gritó con la voz ronca–. ¡Ya basta!
Los tres la miraron sorprendidos. Incluso ella misma se miró sorprendida, atónita del procedimiento al que había terminado por recurrir. Se acomodó en el sofá, tomó la taza y fue a echarse un trago. Descubrió que ya lo había acabado. Se levantó para echarse más.
–¿Adónde vas? –le inquirió Ángela siguiéndola.
–Sólo a rellenar mi vaso –explicó–. No voy a salir escapándome por detrás.
–Por si acaso, te sigo –sugirió bromista, y Helen, ya mejor, la dejó hacer.
Sorensen lanzó una mirada relajada a Remus, quien a su vez también lo observaba con curiosidad, esperando que hablase de un momento a otro. Sin embargo, Sorensen no lo hizo, y Remus se le adelantó.
–¿Qué crees que es?
–¿El qué?
–Sus visiones. Sus presentimientos. Esta familia es la cosa más rara que he visto –se quejó–. Parece un oráculo. Temo que el día menos pensado me venga Helen con lágrimas en los ojos y me diga que mañana, irremediablemente, la voy a cascar de la manera más cruel posible.
Sorensen sonrió imaginándose la escena. Se humedeció los labios con la cerveza.
–Yo también lo he pensado alguna vez. Pero es un riesgo con el que hay que correr –dijo–. La vida está plagada de riesgos, se entretiene así. Es lo mismo que tú, antes de que se conociese la poción matalobos, podías mordernos, y vivíamos con esa duda constante.
Remus alzó la mirada, plomiza. No le había gustado la comparación. Las mujeres regresaron en el momento que Sorensen soltó este último comentario.
–Se va haciendo tarde –dijo Ángela–. Ya mismo cae la noche y nos sorprende con los niños ahí fuera muertos de frío. Voy a decirles que entren.
Abrió la puerta de la entrada, se asomó al umbral y los llamó a voces. Dejó la puerta entornada y en unos minutos, con las culeras sucias y las mejillas encendidas, entraron, arrastrando el pequeño Mark una bolsa por el suelo. Al llegar ante su madre se la tendió con ceremoniosidad, sonriendo de oreja a oreja. Matt, por su parte, fue a cobijarse en el abrazo paterno.
–¿Qué es esto? –dijo recogiendo la bolsa con curiosidad.
Al abrirla y descubrir las ranas muertas y con las costras rojizas sobre su piel mugrienta, dejó caer la bolsa en el suelo y profirió un grito.
–¿Cómo habéis hecho eso, eh? ¡Decidme! –exclamó enojada, restregándose las manos para retirarse la sangre cuajada que había impregnada en el asa y que había transferido a sus manos.
Mark levantó un dedo acusador que dirigió a Matt. Entretanto, Sorensen y Helen se habían levantado para inspeccionar el contenido de la bolsa de plástico. Quedaron atrapados en un sueño surrealista al observar la grotesca hecatombe de ranas que habían arrastrado hasta el salón de la casa. Remus, viendo adónde indicaba su sobrino, miró a Matt con ojos firmes. El pequeño, sentado sobre su rodilla, se sintió morir, las orejas abrasadas, el mentón vacilante. Sin saber realmente por qué, todo el miedo y el asco que había experimentado aquella tarde fugó en una concatenación de lágrimas sin fin.
–Teníamos un cuchillo –consiguió tartamudear entre sollozos desesperados–. Y las hemos matado.
–Para la cena –concluyó triunfante Mark.
–¿Cena? ¡Oh! ¿Cena? –vociferaba Ángela–. Sois muy pequeños para jugar con esas cosas, ¿me habéis escuchado los dos? Mirad a las pobres ranitas, que las habéis dejado con las tripas espachurradas y para fuera.
Matt no se atrevió a levantar la vista. Su padre, viéndolo tan alicaído y arrepentido, lo recogió en un abrazo de inmensa paz y disculpa, en el que el vástago se refugió, aferrándose como a su última esperanza.
–Son cosas de críos –opinó el licántropo. Se acercó y, cariñosamente, le revolvió el pelo a su sobrino. Lo aupó y lo tomó en brazos entre carantoñas–. Me recuerdan a mí y a Sirius cuando éramos jóvenes.
Ángela, acercándose con expresión grave, le arrebató a su hijo de sus brazos.
–No lo compares con un vil asesino –se limitó a decir.
Remus y Helen compartieron una mirada en la sombra, cuando todos los ojos se volvieron. No habían tenido oportunidad, o más bien no habían querido, de confesarles la verdad que habían extraído sobre la muerte de los Potter. No sabían cómo. Lo habían intentado un par de veces, a decir verdad, pero en todas habían caído rendidos antes incluso de empezar.
–Voy a tirar las ranas a la basura –dijo Sorensen cogiendo la bolsa con un par de dedos y encaminándose hacia la cocina, de donde regresó al momento.
Matt, viendo las ranas pasar a su lado, su último viaje, se sintió feliz de no tener que volverlas a ver nunca más. Entornó los ojos a su paso y en la bendita inocencia de su edad invocó una oración por el descanso de sus almas.
–Y el cuchillo, jovencito –pidió Remus sin pizca de aprehensión, mostrándole a su hijo la palma de su mano extendida.
Matt lo soltó sin disconformidad, la vista gacha. Remus sonrió asqueado, viendo cómo la sangre destilaba por la larga hoja y caía sobre su mano. Con el pantalón manchado, Helen subió arriba a su hijo y lo cambió. Remus, entretanto, había cogido a Mark, su sobrino, y lo entrenía montado en sus rodillas, imitando el trote de un caballo. Al llegar a las horcajadas, Mark reía como un despavorido, y Remus, contagiado, se inflamaba de su inocente carcajada.
–Estos niños son un caso –dijo Helen al bajar la escalera con Matt cogido de su mano, renovada la muda, manso como un corderito al que se le acabaran de aparecer las orejas del lobo.
–Pasa hoja, cuñada –le recomendó Sorensen–. Aún son pequeños y no sabemos lo que son capaces de hacer. Además, quien diga que a su edad no cometió alguna fechoría parecida miente.
–Yo era una niña muy buena –soltó Ángela quedándose a sus anchas–. Aunque... Aunque recuerdo una vez, sí. Tendría yo siete años, quizá seis, no lo recuerdo bien. Mamá, que en paz descanse, me llevaba a la casa de un prestigioso conjurista. Creían que yo tenía dones. –Se rió–. Figuraos, porque mamá creyó que un día hice temblar la casa entera, aunque en realidad fue papá, a quien le gustaba inventar hechizos en el granero. Bueno, ése no es el asunto. Me llevaba a un prestigioso conjurista para que me examinase a fin de que me admitiera y pudiera irme ya dando clases para mejorar. Mamá se encontró con una amiga de la infancia y me dejó suelta. ¡Qué locura! Corrí hasta un sucio grupo de chicos muggles. Cuando mi madre volvió a por mí, estaba enfangada hasta las cejas, la ropa nueva que me había comprado, ajada. Todavía recuerdo la cara que se le quedó a la muy bruja. Me castigó dos semanas.
–Pero los castigos a ti no te duraban un suspiro –intervino Helen–. Me contó mi madre que juntas habíais ideado no sé qué para escapar.
–¡Oh, sí! –recordó con fruición–. Lo llamábamos "El camino de la libertad". Lo tuvimos que construir nosotras mismas, y nos llevó algún tiempo, pero conseguimos añadir algunos maderos a la parte de detrás de la casa y, cuando nos castigaba mamá, que era más a menudo de lo que os podéis imaginar, nos descolgábamos por "El camino de la libertad" como si de un tobogán se tratase. Papá lo sabía; más de una vez nos había visto bajar, pero se reía como un cosaco mientras nos veía alejarnos. Y luego, a la hora de la cena, si mamá nos reñía porque no nos había encontrado en nuestro cuarto al subir, papá le mentía diciéndole que le habíamos estado ayudando en el granero.
–Será mejor que calles –opinó Sorensen–, que Mark está poniendo la oreja y el niño no es sordo.
Ángela rió con inocencia.
–Oh, vamos... –dijo–. Así podrá ver que nosotros tampoco éramos unos santos a su edad, pero que hemos madurado. ¿O acaso ninguno de vosotros hizo alguna travesura cuando chico, eh? ¿Sorensen? ¿Helen? ¿Remus?
Ninguno dijo nada por un instante. Remus abrió la boca varias veces, pero ningún sonido salió de ella. Cuando al fin pudo hablar, arrastraba las palabras con nostalgia y dolor, la mirada extraviada, las manos inquietas. Lo miraban sorprendidos, dejándolo hacer, pues era la primera vez, incluso hasta para Helen, que Remus se aventuraba a hablar del día en que fue mordido por un hombre lobo.
–Tenía cuatro años. Mi madre me llegó un día y me hizo prometer que no saldría de casa bajo ningún pretexto, sobre todo de noche. Pasaron los días y la promesa que consiguió despegar de mis labios cayó en el más absoluto olvido. Aquella noche, mamá se marchó. La tía Mary había muerto y mamá tuvo que acudir al velatorio en Londres. Me dejó solo con mi padre. Ya entonces lo detestaba. Cayó la noche sin que yo me diera apenas cuenta, como por ensalmo. Discutimos, aunque no recuerdo bien por qué; creo que ya llevábamos una tarde de perros. Salí, escabulléndome entre los árboles, me encaramé a uno y aguardé en silencio. Me dije, lo recuerdo, que no volvería a casa jamás mientras mi padre siguiera allí solo. Había roto la promesa que le había hecho a mamá. Mi padre salió al poco, asustado, la varita en la mano, buscándome. Se internó en el bosque. Ya para entonces los había visto: un par de ojos terribles, grandes y brillantes; en ellos se reflejaba la luna, y su luz plateada me mordió. Saltó sobre mí como una bestia y noté sus largas dagas clavándose en mi piel. Desperté en el hospital, convertido en un hombre. –Suspiró–. Al contrario que el resto de los niños, yo tuve que madurar con sólo cuatro años. No estaba preparado, ni mis padres tampoco. Sólo Dumbledore. Si no hubiera sido por él, creo que ahora estaría... muerto.
El silencio se extendió por la sala como una sombra invisible. Hasta los pequeños, habitualmente sonrientes, mostraban aflicción en sus facciones, compungidos por la seriedad súbita que había aflorado en los corazones de sus padres.
–Creo que voy a empezar a preparar la cena –habló Helen sin saber dónde posar la vista–. Tía Ángela, ¿te importaría ayudarme?
–En absoluto, querida.
Desaparecieron bajo el umbral de la puerta de la cocina.
–¿Por qué no vais a tu cuarto, Matt –sugirió Sorensen a su hijo y su sobrino–, y jugáis un rato, eh? A la hora de cenar os llamamos. ¿Vale? –Los chicos asintieron, reanudando un apagado paso–. Y portaos bien, no me entere yo que volvéis a las andadas.
Soltó el vaso de cerveza vacío y se reclinó en el sillón, la vista puesta sobre Remus, el cual, a su vez, rehuía la mirada de él, suspirando inquieto.
–¿Estás bien? –le inquirió el bibliotecario.
–Hoy en día... sí –contestó.
–Nunca me habías contado eso, Remus. –Se echó hacia delante, la sonrisa apenas pronunciada en sus labios–. No te voy a negar que siempre tuve curiosidad sobre ese punto. A veces pienso que eres un desconocido.
Remus sonrió.
–Estoy hablando en serio –apuntó su hermano, también pronunciando su gesto divertido–. ¿Dumbledore ha sido alguien muy importante para ti, verdad? –Remus asintió–. Es el mejor hombre que haya conocido en mi vida. En el pasado también fue una importante atalaya para mí. Lo quise como a un padre, como el padre al que nunca conocí.
–Sí lo conociste –dijo Remus con los ojos esmaltados–. Él era tu padre, el nuestro. El otro no existía, no lo era. Tan sólo era una sombra de lo que debió ser. Aunque en el fondo no puedo guardarle rencor, Soren. Porque la mayor tontería que hizo fue regalarme un hermano.
–Después de destruir tu familia... –apuntó Sorensen.
–Ya está muerto. Lo maté yo. Expió sus culpas. Dondequiera que esté, que alguien lo tenga en su amparo. Vivir en el rencor es asfixiante, Soren; prefiero olvidarle para siempre.
–Sabias palabras de un sabio corazón –sentenció Sorensen con una sonrisa radiante–. Quien habla así se merece todo lo bueno del mundo. La vida no nos trata con respeto.
–Nunca lo hace.
–Pero lo hará, algún día, no me cabe duda. Siempre lo hace, es su modo de obrar. Lentamente, pero, al final, arriba a buen puerto.
–¿Quieres otra cerveza, Soren?
–¿Otra? No, gracias. No...
Remus se puso en pie, cogió el vaso vacío de su hermano y lo llevó hasta el fregadero. Besó a su mujer y ésta le sonrió distraídamente, envuelta en la envolvente conversación de su tía. Cuando el licántropo regresó al salón, Sorensen observaba la negrura que, subrepticiamente, se había apoderado en el exterior.
–¿Te ocurre algo? –preguntó Lupin.
–Nada –respondió, observando la figura de su hermano en el reflejo del cristal–. Es una extraña noche, ¿no te parece? Ni una sola estrella se ha alzado en el cielo.
Se plantó a su lado.
–No me había fijado.
–¡Remus, ve poniendo el mantel, haz el favor! –ordenó a voces Ángela desde la cocina.
Remus hizo tal y como le indicaba. Fue a la cocina y preguntó qué podía llevar. Se armó con los cubiertos, los platos, el pan, las servilletas, y los fue repartiendo solícitamente sobre la mesa.
–Qué par de joyitas tenemos –comentó Ángela a su sobrina por lo bajo, cuando Remus salía y no pudo escucharla.
Los niños bajaron corriendo a empujones y patadas, esos juegos de infancia que ningún adulto comprende pero que, entre los más pequeños, siempre acaban en risas y, cuanto menos, alguna rodilla magullada. Se sentaron a la mesa con rostros ardientes y ojos famélicos, devorando con la mirada cuanto había ya dispuesto sobre la mesa.
–Mark, aguarda a que vengan tu madre y tu tía –lo riñó cuando el pequeño fue con sus manitas de ángel a por una croqueta–. Es de mala educación.
–¡Déjalo! –lo contradijo Remus destinando una sonrisa pícara a su sobrino, que quería mucho al licántropo–. Qué sólo se tiene una vez tres años. Anda, coge una croqueta. Pero ten cuidado, que aún están bastante calientes. Espera, que te las troceo.
Con el cuchillo le partió una en dos sobre su plato y, pinchando una mitad, la sopló de forma que no estuviera tan caliente cuando el pequeño la masticase. Se la llevó a la boca y Mark la tragó con fruición.
–Está muy rica –dijo balanceando las piernas de atrás hacia delante.
–Ya está la ensalada –anunció Ángela portando una enorme ensaladera de transparente cristal que soltó en el centro de la mesa–. "Typical Ángela". Esto es lo que los españoles llaman comida mediterránea. Me enseñó a hacerla una amiga que tuve que era andaluza.
–¡Ay, como Ñobo!
Remus se acordó de pronto del elfo doméstico que los señores Nicked tuvieron cuando él vivía con ellos, una criatura muy salerosa que bailaba sevillanas cuandos sus amos no lo miraban y que sólo obedecía a fuerza de palmas y tacones.
–¿Cuánto queda? –inquirió Remus–. Dile a Helen que venga, que se le están enfriando los filetes y que deje lo que tenga entre manos para más tarde.
–Se lo diré –aseguró Ángela–. Pero no prometo nada, que ya sabes tú cómo es mi sobrina.
Cuando se sentó, comieron opíparamente de los manjares allí dispuestos, que eran suficientes para llenarlos y hartarlos a todos. Los primeros que se abandonaron en la empresa de concluir sus platos fueron los niños que, sin aliento siquiera y apretándose las tripas, decían estar con las últimas croquetas en la garganta.
–Esta ensalada está muy rica –felicitó Remus a Ángela.
–Ya lo sé. No es por falsa modestia, pero es que la amiga esta nos deleitaba, ¿eh? Habéis probado la tortilla de patatas.
–Oh, sí. Cuando fuimos a Mallorca –dijo Helen.
–Eso sí que está bueno –dijo su tía relamiéndose de gusto–. Lo que pasa es que a mí no me sale con su punto, lo reconozco. No debe de ser complicado, es verdad, pero a mí no me sale igual que a ella, qué le vamos a hacer.
–¿Podemos ponernos a ver la tele un rato, mamá? –preguntó Mark tirando de la manga de Ángela–. Anda, mamá..., di.
–Sí, id –respondió por ella Helen, sonriéndoles–. Enciéndesela, anda, Matt, y ponéis los dibujitos o lo que queráis. Pero no la pongas muy alta, hijo.
–¿Y qué tal te va en la biblioteca? –se interesó Remus–. ¿Sigue yendo gente?
–Oh, sí –contestó Sorensen asintiendo repetidas veces–. Está muy bien. Aquello ya no es como lo conociste, vacío y oscuro. Sólo me falta poner una bola esférica como en las discotecas y rayos láser de colores. No, es broma. Deberías pasarte a menudo. Ya no sé cuáles son tus preferencias y no me atrevo a sacarte ningún libro porque vaya a ser que luego no te guste.
–Da igual, confío en tu criterio.
–Yo puede que me pase uno de estos días –comentó Helen sin darle importancia al asunto en sí–. Necesito documentarme... sobre mordeduras de hombres lobo.
–¿Para qué? –inquirió su marido.
–¿Como que para qué? –le espetó–. Trabajo en la planta de mordeduras mágicas. Lo menos que puedo hacer es documentarme de vez en cuando sobre las novedades, ¿no?
–Yo personalmente te guiaré –le dijo Sorensen–. Es que el Ministerio ha enviado un ayudante, pero es un palurdo. Cada dos por tres se confunde de galería y me trae todo el día de cabeza. El chico es amable, no obstante, pero no sólo se vive de buenas intenciones. Le falta un poco de empeño.
–Gracias, Sorensen. ¿Qué queréis de postre? Mark, Matt, ¿queréis una fruta, un flan, un yogur...?
Al terminar de cenar, mientras los niños se habían apoderado del mando a distancia y de la televisión, los adultos se sentaron en el sofá y los sillones y conversaban a media voz, saboreando un rico café que Helen les había preparado. El café era su especialidad; sabía hacerlo con miles de aromas y siempre era una delicia para el paladar. Las vecinas del pueblo venían a menudo a visitarla por su café, no se avergonzaban en admitirlo. Remus bromeaba diciéndole que causaba sensación y que algún día la cafetera los haría ricos.
–Nosotros vamos a ir teniendo que pensar ya en nuestra boda –comentó de pronto Ángela, sonriendo con descaro disimulado–. Ya llevamos rejuntados mucho tiempo, Sorencito, y Mark ya mismo se nos pone en el metro y medio. Tendríamos que ir pensando en casarnos.
–Oh, sí, sería maravilloso –opinó Helen–. Hace tiempo que no celebramos nada.
Remus fue a decir algo, pero sintió un rasguño en la puerta principal y volvió sigilosamente la cabeza. Se percató de que su hijo, que también había adquirido su capacidad auditiva, también lo había escuchado, porque miraba, como él, en aquella misma dirección con el ceño arrugado.
–¿Qué pasa?
Sorensen le zarandeó el brazo y Remus creyó despertar. Le respondió que nada, aunque siguió escuchando el rasguño, cada vez más frenético, en la puerta. ¡Guau!
–¿Qué ha sido eso? –inquirió Ángela mirando en todas direcciones.
–¡No puede ser! –exclamó Remus.
Saltó del sillón, corrió hasta la puerta y la abrió sin miramientos. Arrastrando su pelaje negro, su larga cola y asomando una cansada lengua de casi medio metro, apareció el can en que Remus descubrió los ojos de su amigo Sirius.
–¿Qué hace ese chucho aquí? –preguntó Ángela con el rostro contraído.
–Es Ladridos, un perro del pueblo –inventó el licántropo sobre la marcha–. Le gusta merodear por la casa de vez en cuando. Lo cierto es que es muy "inoportuno".
Al decir esta última palabra, Sirius alzó la vista y sus miradas se encontraron un momento, a cual más férrea y perenne. Sirius, derrotado, se dirigió hacia un rincón y permaneció en la sombra, quieto, muy erguido, casi convertido en una estatua de porcelana.
–Pero, Remus, ¡échalo! –le recomendó su hermano–. Si dejas que el perro entre aquí cuando le dé la gana, ¡lo que haces no es sino animarlo a que siga viniendo por aquí! Tienes que espantarlo.
–No, hombre, si es un buen chico... –apuntó Helen.
–¡Pues yo no he visto a ese perro en mi vida! –reconoció Matt.
–¿Cómo que no, Matt? Éste es el perrito que viene a visitarnos a veces, ¿no te acuerdas?
Su padre enarcó las cejas y Matt presintió que debía seguirles la corriente. Con un hilo de voz dijo que sí, sintiendo que la mirada de aquel extraño y fiel animal se derramaba por su rostro, que le lamía en silencio y en la distancia, reconociéndolo.
–Ya se largará –dijo Remus–. Hay veces que se cuela por la ventana, se entretiene en morder la pila de periódicos viejos de la cocina y se larga.
–Aún no entiendo cómo dejáis que entre aquí –confesó Ángela–. Pero allá vosotros. Helen, ¿te importa que me eche otra taza de café?
–¿Te importa que le llene un platito a Ladridos? –le preguntó Remus.
–En absoluto –respondió Helen con firmeza.
Se levantó y acarició el lomo de su viejo amigo, que la miraba con ojos centelleantes.
–Cuánto tiempo –le susurró al oído–. Ya creía que no te ibas a dejar caer por aquí. Aunque podrías habernos avisado.
Un estruendo en la chimenea les reveló una aparición. En la sombra se deslizó Albus Dumbledore, su figura más alta y regia que nunca, su boca más firme y apretada que en otras ocasiones, sus ojos observando a su alrededor con una dureza incontenible.
–Veo que ya está aquí –se limitó a decir.
–¡Oh, Dumbledore! –Se levantó para estrecharle la mano Sorensen, la cual el anciano le ofreció sin prestar demasiada atención–. Tenía ganas de verte. A punto estuve el otro día de pasarme por Hogwarts para hacerte una visita, pero supuse que estarías muy ocupado con esto del Torneo de los Tres Magos.
Canuto se había acercado silenciosamente y se había puesto a lamerle la mano a Matt. El chico, al principio confuso, se dejó hacer. Después, tomando confianza con el perro, le acarició las orejas y el cuello en un gesto cariñoso.
–Es tarde –dijo Dumbledore mirando a los dos niños–. Deberían estar ya en la cama. Deberían subir y dormir.
Helen, observando a Dumbledore con reticencia, mandó a los dos pequeños escaleras arriba. Ordenó a Matt que ayudara a su primito a ponerse su antiguo pijama y se acostaran, que enseguida subiría ella a leerles un cuento y a darles un beso.
–Dumbledore, ellos no saben... –dijo Remus como hablando un código.
A pesar de la brevedad de la frase, el director del colegio comprendió. En su rostro no había ni atisbo de sonrisa, sus labios resecos, mirando a Remus con unos ojos que traspasaban e infundaban miedo.
–¿Por qué no, Remus? –preguntó–. Yo confío en Ángela y en tu hermano. Y tú deberías haber hecho lo mismo. Sirius, muéstrate.
El perro, junto a Helen, asintió y se transformó en un instante en un hombre de rostro y cuerpo enflaquecidos, que sonreía con una mueca hueca. Ángela y Sorensen, al verlo, retrocedieron espantados, sus voces consumidas.
–¿Hermano? –inquirió Sirius–. ¿Has dicho hermano, Dumbledore? ¿Desde cuándo tiene Remus un hermano?
–Ahora sí lo tengo –dijo Remus corriendo a su encuentro y abrazándolo después de un año completo de ausencia–. Lo siento, se me olvidó mencionártelo en las cartas.
–¿Se te olvidó? –le inquirió, bromista. Volviéndose a Helen–. Estás preciosa.
–Y tú necesitas un buen plato de fundamento, Sirius. –Lo abrazó–. Me alegro de verte. Esto... Perdona que desconfiáramos de ti... Yo...
–No tiene importancia. Hasta yo mismo lo hice.
Dumbledore, sin variar su gesto senil, explicó a la atónica pareja, algo apartada del grupo, qué hacía allí el que consideraban era un peligroso fugado de Azkaban. El director se mostró más conciso de lo habitual, pero explicó lo suficiente, ayudado por Remus y Helen, para que los otros dos se acercaran sin miedo, aunque sin perder del todo el recelo.
–Aunque no es para eso para lo que hemos venido –concluyó–. Esta noche ha sucedido, por fin, lo que veníamos aguardando con temor. Ha vuelto...
–¿Ha vuelto quién? –exclamó Remus.
–Él –dijo Sirius y todos se volvieron hacia él. Vieron en su rostro una sombra ajena al espectro pálido y desfigurado de su rostro–. Lord Voldemort ha regresado.
–Imposible –masculló Sorensen–. No... Dumbledore, ¡no!
–Sí, Sorensen, sí –dijo Dumbledore, el rostro plagado de arrugas hundidas en su carne macilenta. Arrancó un par de pasos desgarbados y se dejó caer en un sillón. El resto, con rostros apesadumbrados y ojos atónitos, lo acompañó–. Esta noche ha vuelto.
–Pero... ¿cómo? –le inquirió Remus, la mente vacía.
Dumbledore suspiró, y, en vista de su cansancio, fue Sirius quien tomó la palabra.
–El Torneo de los Tres Magos que se estaba celebrando en Hogwarts era una farsa, una tapadera. Voldemort había conseguido colocar a uno de sus secuaces en el mismo castillo para hilar su pérfido plan. La copa que esta noche han asido Harry y Cedric Diggory los ha llevado a un campo desierto e infértil: un cementerio. Cedric ha muerto, y Harry ha conseguido escapar de milagro. No sin antes... Lo que sigue es un tanto farragoso: Voldemort era corpóreo, una sombra en recuerdo con su esplendoroso pasado, de acuerdo, pero sólo necesitaba lo suficiente para conseguir recuperar su propio cuerpo. Y lo ha conseguido. Pero lo peor de todo es que ha empleado a Harry para ello: ha tomado su sangre para no sé qué poción...
–Hueso del padre, carne del vasallo libremente ofrecida... y sangre del enemigo –musitó Dumbledore.
El silencio de un camposanto continuó a esta revelación.
–Ha vuelto –repitió el anciano con la mirada puesta en el infinito–. Más fuerte que antes, con nuestra única posibilidad de éxito recorriendo ahora sus venas.
–Algo se podrá hacer, ¿no, Dumbledore? –Helen se arrodilló a su lado, asiéndole la mano y acariciándosela. La sonrisa que le mostró apenas fue un engaño. La imagen que le devolvió Dumbledore se asemejó a una figura de asilo que casi no pudiera reconocer su rostro–. Si nos esforzamos... Acaba de regresar; si le plantamos cara...
Dumbledore negaba tristemente con la cabeza, sonriéndole a Helen con un gesto vacío de pensamiento.
–No –terminó diciendo–. No, Helen, no. Pero aún hay esperanza. –Sonrió y sus ojos se inflamaron con parte de aquel brillo celeste que los caracterizaba–. Sí, Helen, aún somos más fuertes. Esta noche resucitaremos también sus enemigos. La Orden del Fénix ha sido llamada. Convocaremos una reunión y destruiremos sus esperanzas de éxito. Esta vez no habrán once años que valgan.
–Eso es –lo apremió Ángela con una sonrisa tímida–. Con decisión.
–¿Remus corre peligro? –inquirió Helen con un hilillo de voz.
Hasta aquel momento Remus no había caído en la cuenta de que lord Voldemort podría regresar tras él. Sintió una punzada en el estómago pensando en Matt, pensando en que tal vez en aquella ocasión lo podría atacar por donde más le doliese. Cuando Dumbledore le negó con un grave gesto, el licántropo pensó que se mostraba demasiado seguro de sí mismo.
–No está en sus planes atacar a Remus de nuevo, imagino –explicó–. Tendrá pensamientos mucho más elevados, seguro. No me cabe ninguna duda... –La sonrisa que marcó sus facciones fue igual que un escalofrío de muerte–. La Orden del Fénix llamará inmediatamente aquí. Convocaremos una asamblea para cuanto antes mejor, quizá esta noche. Seguiremos los pasos de Voldemort desde hoy mismo, sin falta. Detendremos a los mortífagos, los vigilaremos de cerca. Si el Ministerio no quiere colaborar, ¡allá él! Fudge está demasiado ensimismado en su carrera. Y en cuanto salga Harry del colegio, se le vigilará día y noche, a todas horas.
–¿Por qué tal ofuscamiento? –inquirió Sirius relajadamente, apoyado contra el marco de una puerta–. También pensabas, y moviste medio mundo, que yo iba a matar a Harry, y te equivocaste. ¿Es que después de trece años crees que Voldemort va a seguir interesado en matar a Harry? ¿Acaso crees que pone tanto empeño en lo que hace para cumplir de forma tan exacta y limpia sus ejecuciones?
Dumbledore, vuelto el cuello, lo miró unos instantes. Seguidamente recorrió con sus ojos agrietados el resto de miradas, perdidas en el inmenso océano de sus grises pupilas. Cabizbajo, se puso en pie con parsimonia.
–No, no te levantes –le recomendó Remus–. Quédate sentado.
–Ha llegado el día de que os cuente la verdad –reveló Dumbledore y Remus se quedó a medio camino, petrificado, interrogando su mirada resbaladiza–. La verdad sobre por qué murieron James y Lily. La verdad sobre Voldemort y Harry. Una verdad que os he estado ocultando todo este tiempo por miedo. –Alzó la vista hacia todos y se encontró con rostros anhelantes–. Sirius, haz el favor de sentarte.
Sin rechistar, el enflaquecido hombre hizo lo que el anciano le ordenaba.
–Ayúdame, Helen, si me quedo en blanco. –La mujer asintió–. Todo comenzó con Sybill Trelawney, una adivina de la que pocos méritos se recuerdan. Sólo dos profecías ciertas ha hecho, de las que yo, por lo menos, tenga constancia. En la última, estando Harry presente, vaticinó los acontecimientos de esta noche. Yo tuve el placer de presenciar la primera, en la que hablaba de la única persona que sería capaz de vencer a lord Voldemort. –Observó cejas enarcadas, ceños fruncidos y labios secos, temblorosos, pero nadie dijo nada–. No esperéis que os la recuerde, pues esta noche creo que no podría ni recordar qué he almorzado este mediodía. Esa persona, la única capacitada para enfrentarse con poder para destruirlo, era... Harry Potter. –Remus sintió un profundo vacío en su interior–. Su sino es morir o ser muerto en manos de su adversario. Voldemort conoció en parte esta revelación, y por ello ordenó la muerte de los Potter... James y Lily cayeron, mas cuando llegó a Harry se encontró con algo que no esperaba: acababa de conseguir el poder que lo haría fuerte e invulnerable: el amor de su madre. Por ese motivo hay que proteger a Harry, por esa razón hay que custodiarlo, vigilarlo constantemente y evitar que haga magia. Lo expulsarían y no podemos dejar que, dado el caso, ello suceda. Él es nuestra única esperanza.
–Pobre Harry –musitó Sirius.
–O gran Harry –dijo el anciano–. Es eso lo que tenemos que esperar a ver. Por esa razón Voldemort fue detrás de él; por esa razón Harry lo ha visto esta noche; por esa razón no cesará en su empeño de matarlo. Sabe que Harry es el único con poder suficiente para vencerlo. Ahora os pediría que guardarais esto en secreto, entre vosotros y entre Harry. ¡Sobre todo con Harry! Seré yo quien se lo diga cuando lo crea oportuno. Sirius... –Depositó su mirada en el demacrado rostro de éste–. No se lo digas. Sólo cuando yo crea que ha llegado el momento, cuando yo crea que ha madurado... Prometedmelo.
Asintieron gravemente.
–Cuando acabe el curso, Harry podría venirse aquí –sugirió Remus.
–No –contestó Dumbledore aprehensivamente–. Debe volver con sus tíos muggles. La razón por la que lo envié con ellos no fue precipitada. Es el único lugar en que Harry está completamente seguro de lord Voldemort. Al aceptarlo Petunia, entre ella y Harry se estableció un vínculo tan fuerte como el sacrificio que Lily hizo con su hijo. Así, Voldemort no puede acercarse hasta Privet Drive sin sentir un dolor inigualable. –Hizo una pausa–. Debe quedarse allí, aunque vigilado, para que no haga magia... Me temo que Fudge va a cometer muchas tonterías.
Consultó su reloj y enarcó una ceja.
–Imagino que la gente debe de estar al caer. La sesión dará pronto comienzo. Sorensen, avisa a tu primo Ken y a su mujer, Lafken. Cuanta más gente del Ministerio tengamos a nuestro favor, mejor. –Sorensen asintió con vehemencia y se desapareció con un chasquido–. Ángela, ¿te importaría llegarte a casa de tu hermana y contarle lo sucedido? Esta vez la quiero en la orden. Nos será muy útil tener a alguien infiltrado en el hospital, aparte de ti misma, Helen.
–Cuando se lo digas –apuntó la adivina–, sé cuidadosa. Mamá podría desmayarse.
Ángela, asintiendo a ambos, también se desapareció.
–¿Necesitas algo de mí? –inquirió Remus a media voz. Dumbledore cabeceó–. Entonces, si no te importa, voy a acostar a los niños.
Se giró y comenzó a subir las escaleras cuando Sirius, el rostro dichoso, le dijo que lo acompañaba. Mientras subían le contó que quería hablar con Matt, que ardía en deseos de verlo y de que lo viera, a pesar de que lo fuera a encontrar más disminuido que como en otro tiempo fue.
–Has hecho bien –dijo Helen cuando se quedaron solos, acariciándole la mano tiernamente–. Ahora lo saben todos, y ninguno dirá nada. Ahora comprenderán los motivos que, alguna vez, pusieron en duda. Has hecho bien... –Dumbledore sonrió con parsimonia, pero aquella sonrisa le obligó a Helen a volverse, una lágrima resbalándose lentamente por su blanca mejilla–. ¿Quieres que te prepare algo? No te encuentras bien. Déjame –se puso en pie– que te traiga un té. Te reconfortará.
Dumbledore la vio alejarse, sumido en el sillón con su rostro acobardado y las manos temblorosas. Se arropó en su capa, cansado. Cerró los ojos. Los cerró. Pero los abrió de inmediato: había escuchado un murmullo en la distancia. Se levantó lentamente, mirando a todas partes. Abandonó el salón y bajó por la trémula y desvencijada escalera de madera que conducía al sótano. Abrió la puerta, que rechinaba terriblemente. Se adentró en la oscuridad, mirando a todas partes con avidez, sin escuchar nada más. De un rincón provino una risa hueca, podrida, y Dumbledore, sin inmutarse, sacó su varita.
–No puedes matarme... –dijo una voz fría y lejana.
–¿Quién eres?
–¿Ya me has olvidado, Albusín?
En la tabla sobre la que Dumbledore se encontraba, la tabla suelta del suelo del sótano, comenzó a aparecer un parpadeo violáceo, una luz que se reflejó en las hebillas doradas de sus zapatos. Ascendió por su pierna, rozando su muslo sin que él se percatara, recorriendo su brazo, hasta que alcanzó su varita y se reflejó en su punta como un inmenso haz de luz violeta, proyectado hacia la pared donde, ante el asombro del anciano, había aprecido una sombra oscurecida, encorvada, de hombros robustos y mentón saliente.
–¿Qué haces aquí? ¿Quién eres? –inquirió Dumbledore.
–Así que Quien–Tú–Sabes ha vuelto, por fin –habló la sombra, tapándose con una mano los ojos para evitar la insidiosa luz violeta que incidía sobre ella–. Tarde. –La sombra rio al ver la cara que ponía Dumbledore–. Descuida, viejo carcamal, que no le voy a decir nada a Quien–Tú–Sabes. Se ha vuelto un viejo chocheras, como tú, sólo pendiente de Harry Potter... Hay que elevar las miras para llegar a ser el más grande de los magos tenebrosos.
Ante el rostro de asombro de Dumbledore, entre la luz violeta, surgió un rostro de facciones lisas y ojos brillantes, de color fucsia, que transparentaban la luz que había al otro lado. Entre aquellos ojos, Dumbledore pudo seguir viendo la sombra proyectada en la pared, su perfil diabólico moviéndose de un lado a otro como si la recorriese un escalofrío invernal, su boca dibujada bajo su nariz prominente.
–Creo que yo he tenido la culpa... –habló con voz sentenciosa, que sólo pudo escuchar el director de Hogwarts, el rostro surgido de la luz–. Ha sido por mi culpa.
–Es hora de que se instaure un nuevo poder –continuaba hablando la sombra, ensimismada en su ir y venir–. Es hora de que el mundo que conocemos caiga, Albusito.
Unos pasos en la puerta detuvieron a la sombra. Helen asomó la cabeza con curiosidad.
–¿Con quién hablas, Dumbledore? ¿Te encuentras bien?
La luz violeta se escindió como un rayo y la sombra, convertida en una ráfaga de viento, traspasó a la adivina y huyó de aquel lugar con un grito agudo que hería a las almas desprevenidas e incautas. La bruja se descubrió a sí misma, jadeante, vislumbrando a Dumbledore en la oscuridad, dibujando su perfil oculto entre la penumbra, con la boca entreabierta pidiendo una explicación.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó.
–Si no lo sabes tú, que eres la adivina, a mí no me preguntes...
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
El próximo capítulo, el 53 al fin, será actualizado, siguiendo la costumbre de ir en mes en mes según las razones que ya expuse, el día viernes, 13 de enero del año 2006. ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo! Espero que esperéis con ansias esta entrega porque, sin ninguna razón aparente, es el capítulo preferido tanto por Elena como por mí.
Avance del capítulo 56 (PUÑALES QUE SE CLAVAN EN EL FONDO DE MI ALMA): Voldemort ha regresado; la Orden del Fénix debe aprisa tender algún tipo de remedio, salvar a Harry. Remus lo sabe, ésa es su principal prioridad. ¿O no? Su prioridad es contemplar cómo lo que más ama en el mundo se desvanece como el agua fluyendo hacia la alcantarilla. Todo por culpa de Sirius... Y una guerra sin igual se trenzará hasta que la prenda sea devuelta a su dueño.
Tareas: si alguien quiere conocer algunas pistas que den más indicaciones sobre el tema de este capítulo, puede leer los tres sonetos de los mansos de Lope de Vega.
Un fuerte saludo.
