Espero que hayáis pasado una genial Navidad, que hayáis disfrutado de la familia, de los manjares que se disponen para el contento de nuestros estómagos y del tiempo libre que espero que vosotros hayáis podido disfrutar. Asimismo, también deseo que hayáis entrado con buen pie en el año nuevo presente. Pero, como ningún inicio es enteramente mío sin una cita, paso a añadir la felicitación que he recibido que más me ha satisfecho, que es ésta y que hago extensible a todos vosotros: «Si un hombre con barba... y vestido de rojo... te coge y te mete en un saco..., no te asustes...: es que he pedido un amigo para Navidad. ¡Feliz Navidad!» Gracias, Ann Thorny (personaje por el que no tendrás que esperar mucho más, te lo prometo).
¡Bienvenidos a la quincuagésimo tercera entrega de MDUL!
Y ahora vienen las respuestas a los "reviews":
MARCE. Hola, Marce. Espero te encuentres mejor y que, por la actuación de una especie de milagro o algo, lo inevitable, cuanto menos, te haya permitido pasar estas señaladas fechas con algo más de ánimo. No te creas que no comprendo tu situación: hace unos días también se me ha muerto mi abuelo paterno de un infarto, pero tenía ya una edad avanzada que no extraña el que ocurriese. Al menos, en lo relacionado a las fechas, me ha permitido pasarlas bien, pero he tenido que hacer un intenso trabajo para Literatura que cuenta como nota de examen y he estado muy ocupado todas las mañanas no festivas en la biblioteca recaudando información. En fin... Conque hoy me duele la cabeza bastante (vine ayer del pueblo de mis padres, tuve que quedarme por la noche pasando los apuntes a ordenador porque no había previsto que tuviese que marcharme a ningún entierro, me he tenido que levantar esta mañana temprano para imprimirlo e ir a clase y ahora mismo estoy rendido, como comprenderás). Sin embargo, el ánimo se regocija cuando se tiene frente a uno (al menos metafísicamente) a los buenos amigos y cuando se retoma esta página olvidada para ofrecer una nueva entrega. (... Me acabo de tomar una aspirina por ver si se me alivia el dolor ...). Creo que tienes razón con respecto al Dumbledore que yo describo: en ocasiones es excesivamente duro; pero es que, en verdad, no me gustaría tampoco dibujar un Dumbledore completamente calmo y benévolo. Creo que cuanto lo representa hace que su carácter tienda de la magnificencia al terrorífico horror que hacía que Voldemort le temiera. No quiero pintarlo como un "soplagaitas". Mark Fosworth, el primo de Matt Lupin, no es malo, tan sólo pequeño; ya te sorprenderás cuando lo veas de mayor: entonces sí que será un pillo de cuidado. Lo de las ranas sólo ha sido un aliciente... Bueno, te deseo todo lo mejor y te mando mi cariño hasta que tengamos de nuevo la oportunidad de cruzar unas palabras. Un beso.
CAMARADA SILENCE-MESSIAH. ¿Cómo ha pasado esta época de consumo y despilfarro una rojilla como tú? Es sólo ironía: ni quiero entrometerme ni deseo parecer grosero. Pero he de reconocer que estos días me he acordado mucho de ti, no sólo por ese interrogante con que principio mi charla contigo, sino porque hace algún tiempo te prometí que te incluiría como protagonista de MDUL y, como todavía no se me ha ocurrido nada, me siento mal. No desesperes, no obstante, que me pondré de nuevo manos a la tarea (últimamente he tenido poco tiempo) para ver si se me ocurre algo; y, a ser posible, haré que aparezca lo más pronto posible, que estoy yo mismo deseando de verte pululando por entre mis personajes, convivir con ellos. La verdad es que en el momento en que convierto a un lector en personaje ocurre como magia: deja de ser alguien lejano, oculto tras unas palabras peregrinas, para convertirse en alguien próximo y que creo que incluso puedo tocar. Desvaríos... Me agradan tus comentarios sobre el capítulo en tanto que me satisface haberte podido transmitir una emoción que deseaba realmente emitir (voy mejorando...). De la sombra del sótano puedo hablar poco (más que nada por eso de mantener la intriga), pero puedo decirte que no es Tim Wathelpun; éste será un terrible hechicero de carne y hueso; más terrible que ningún otro; más terrible que Voldemort; la pesadilla de Remus encarnada; una pesadilla... Aunque la sombra lo conocerá, y algún papel puede que juegue con respecto a unos sucesos importantes en el futuro. Muy importantes; por lo que ruego que esta aparición no se olvide (del mismo modo que pedí que en la boda de Remus y Helen no se olvidará la, al parecer, fortuita aparición de un lobo y una niña). Realmente, te confieso, me dan ganas de contártelo todo, pero así de golpe queda tan poco impactante que me contengo y te hago sufrir la espera como a todos (y me incluyo, que yo también sufro mucho hasta que lo veo todo escrito). ¿Vas a venir hasta Córdoba si resucito a Sirius Black? Huy, me das qué pensar. Sólo digo que... que en MDUL han ocurrido cosas más inhóspitas, conque dejo la puerta abierta tanto para el sí como para el no. O para el "me lo pensaré". No, en realidad ese aspecto ya lo había estudiado y tengo una idea bastante concreta de cómo procederé. Pero gracias por la opinión, me ayuda a ver vuestros gustos y a saberme encaminar por esta complicada historia. Por cierto, lo que más me ha gustado es tu "hiperbólico" comentario sobre que sería digno y sabroso de leer en mi relato esa ansiada resurrección... Pero, remitiéndome de nuevo a tu "review", qué crueles somos los escritores. Un beso muy fuerte, mi rojilla canaria, mi... mi niña, je.
LUNIS LUPIN. Hola. Lamento las "demoras" a las que te refieres, pero, como ya expliqué en alguna otra ocasión, tengo poco tiempo para escribir ahora mismo y no deseo encontrarme de pronto sin capítulos de reserva. No obstante, y es el juicio nada ecuánime del padre que engendra sus obras, considero que esta espera, en el momento actual de la tensión argumental, sólo hace aumentar el hipotético interés. Me agrada que te siga gustando el señor Nicked, ese pedazo de muggle que, te adelanto, no dejará de sorprendernos con sus chistes y ocurrencias. Alguna nueva trastada nos tiene preparada en lo sucesivo. Espero que te guste el capítulo presente, el ansiado de la Orden del Fénix, recordándote que el siguiente es completamente ficticio (es decir, que no tiene nada ver con el sexto libro, inédito en español), en tanto que, como bien sabes, no he tenido tiempo para leerlo. Pero ya no crea que pueda hacerlo hasta que salga en español (falta un mes y escasos días: la cuenta atrás se ha iniciado); los estudios me acaparan casi por completo. Ya cuando lo devoré ofreceré una larga valoración. Lo que sí te recomiendo (porque la película es obvio que la has debido de ver ya) es la banda sonora de la misma, la cual yo estoy escuchando ahora mismo porque me tiene enganchado. Para los escritores (al menos a mí me ocurre) es una buena fuente de inspiración. En este instante me ocupa la pista 18, donde Voldemort y Harry se enfrentan: me inspira un enfrentamiento entre Tim Wathelpun y un Lupin. Bueno, me despido aprovechando para mandarte un beso.
PIKI. Hola, Laura. Chiquilla, no hace falta que te disculpes: comprendo más que sobradamente tu situación y lamento que no hayas podido arreglar todavía tu situación. Yo también estoy un poco igual: como quizá hayas podido comprobar, ya apenas (apenas es un gracioso decir) entro por el grupo en que nos encontramos casualmente, la Orden Lupina, y sólo me paso las horas leyendo en la biblioteca y estudiando. Si alguien me habla de Góngora¡lo mato, lo mato!... Para estas Navidades me dieron un examen (cruel novedad) para hacer en casa; pensarás "hostia, así está chupado"; yo también lo habría hecho; pero después te preguntas por qué hay tanta gente repitiendo y por qué a todos a los que les preguntas les ha ido muy mal en esa asignatura y te preocupas. Tú no lo hagas: lleva con tranquilidad tus exámenes (aunque sean muchos y tediosos, alégrate de que, al menos, no te revienten las navidades, que no he podido ni recuperar sueño todos los días madrugando...). Pero ¿qué hago contándote yo mis penas? Perdón. Remitiéndome a la idea original, no te preocupes, que conozco tu situación con Internet y no es necesario que te disculpes. Lo que sí es preocupante es que sueñes esas cosas, y más aún: que luego las encuentres reflejadas en mis capítulos. Porque si ya es raro de por sí que una persona se ponga a soñar con ranas destripadas, más lo es que luego vaya alguien como yo y se le ocurra escribir sobre ello. ¿No te has parado a pensar que podrías ser adivina? Lamento que hayas tenido que leerte los dos capítulos en miles momentos de cinco minutos: debe ser fastidioso. Me ha hecho mucha gracia cuando dices "que yo te sigo siendo fiel". Se me ha venido inmediatamente a la mente que te señalaba en el brazo la marca tenebrosa y te convocaba a mi lado...: paranoias. Eso ya lo sé, Laura: desde que viniste te dije que me habías conseguido transmitir unas extrañas pero buenas vibraciones que te hicieron un poco diferente; no tampoco diferente, a ver si me explico: hasta que le coges cariño a una persona es preciso que pase un poco de tiempo, pero contigo tampoco fue en exceso necesario; que no quiero que otras personas piensen, en caso de leer esto, que las estoy despreciando; simplemente que lo tuyo fue diferente. Espero que nos volvamos a encontrar pronto y que para entonces ya tengas una miaja más de tiempo... Elena también te desea, aunque con algo de retraso, reconoce, un feliz año 2006. ¡Ah, y no te agobies con los estudios y disfruta también. Un beso, malagueña.
JULYS! Siempre es un placer dar la bienvenida a nuevos lectores; máxime si se presentan con tanta vitalidad como la que tú derrochas. ¡Me has sacado los colores! No, mi historia es bastante mediocre, sólo que tú la miras con muy buenos ojos, cosa que agradezco. Pero antes de entrar en asuntos mayores, como hago siempre, quiero darte oficialmente la bienvenida a MDUL como autor, como amigo, como su insigne representante, y, asimismo, también de parte de Elena, mi amiga inspiradora del relato, inspiradora del personaje de Helen y magnífica dibujante que participa activamente como ilustradora del mismo. Puede que te hable a menudo de ella porque no es desacostumbrado que Elena me pida que os diga cosas o tal y cual, ya que intenta mantener una buena relación con todos los lectores, como yo. Imagino que lo habrás visto: me gusta conversar con todos vosotros largamente para... mantener una buena relación amistosa. También te comunico que me gusta introducir a todos los lectores como personajes del relato, pero para ello es necesario que charlemos más para que me haga una idea del personaje adecuado. Y eso es todo, creo. Algo más: lamento no poder de momento colgar más que de mes en mes, pero estoy saturado. No obstante, tú descuida, que llegada la fecha dicha, el capítulo nuevo no suele faltar. Es mejor que no saber cuándo aparece¿no? Un saludo muy afectuoso, Julys, y espero que nos volvamos a ver pronto.
NAYRA. ¡Cómo le has dado al turrón y a la sidra, Sara, que la resaca te ha durado hasta ahora. No importa: tú sabes que la tardanza o ausencia a mí no me irrita. Hay cosas peores. Aunque, simplemente, me extrañaba vuestro silencio, porque soléis ser muy puntuales; pero nada más. Imaginé que eran unas fechas trágicas y que tendrías poco tiempo. Lo que lamento sinceramente es que he visto tu "review" en el último momento y temo que no lo podré responder tan por detenido como me gusta. Pero trataré de hacerlo rápido y tecleando lo más suave posible, que ya está la gente aquí en la biblioteca mirándome con cara rara. Lamento no poderte decir nada sobre la luz violeta, o sobre la extraña sombra que habita en el sótano, pero es que, de hacerlo, te reventaría la posible sorpresa posterior. Tan sólo te puedo decir que una y otra están muy relacionados con Remus, más de lo que nadie se cree, porque comparten con él muchos lazos... También lamento comunicarte que la resolución de estos elementos de incertidumbre no tendrá lugar todavía (ni siquiera la he escrito todavía), pero ello no es motivo para que, lentamente, se vayan incluyendo algunas pistas y alguien sea capaz de descubrir algo. No te digo más porque, al menos eso creo, esa luz y esa sombra pueden sorprender a más de uno y no quiero ahorrarle a nadie esa emoción (!). Ya sabes que me encantaría complacerte, pero la muerte de Siirius es una realidad que ni yo puedo obviar; como sabes, sigue fidedignamente los acontecimientos expuestos por Rowling hasta el final del quinto libro (capítulo presente), y la muerte de Sirius es algo que, además, viene en este paquete de hoy. Aun habiéndolo querido, no habría habido otro remedio. Pero es que tampoco puedo salvarlo... Entiéndelo. Sin embargo... Habrá otros acontecimientos que puede que te olviden esa pena. Sobre tu historia, aunque nos tienes impacientes y preocupados, somos pacientes y, dado que estás ocupada, tus insistentes y admirados seguidores y lectores no te presionamos; sólo ten en cuenta que estamos ahí para lo que necesites y que, con sólo pedirlo, no habrá distancia que nos separe. Espero que esta respuesta, por breve que sea, te haya satisfecho, que, lamentablemente, no tengo tiempo para más; conque he de dejarlo por hoy deseándote a ti también, de parte mía y de Elena también por supuesto, que tus propósitos para este año se cumplan y todo sea mejor que cualquier año pretérito. Un besazo enorme, Sara (huy, casi digo tu apellido en MDUL. Da igual, ya mismo, mismísimo, lo averiguarás tú misma).
(DEDICATORIA: Hoy, en realidad, quería dejaros una dedicatoria a todos vosotros. Por "soportarme". Por la constancia. Porque cuando hace ya más de un año ingresé en este genial grupo no me creía posible una convivencia tan maravillosa. También porque es preciso que me disculpe: porque la falta de tiempo y la intensidad que se van apagando me impiden ser tan apasionado como lo era antes con respecto a este relato, que me permitía promocionarlo con ánimo y hablar de él con ojos lagrimosos, inventar personajes nuevos a las veinticuatro horas, disponer nueva trama cada cinco minutos y escribir a cada momento. Como siento que todo eso se está perdiendo para dejar paso a una calma en mis sentidos, os agradezco vuestro constante esfuerzo por animarme. Gracias.)
CAPÍTULO LIII (PUÑALES QUE SE CLAVAN EN EL FONDO DE MI ALMA)
–Ha vuelto... –explicó lacónicamente Dumbledore, en pie.
Rubeus Hagrid asintió con solemnidad envuelto en su maraña de cabellos punzantes como púas. Era como si lo llevase esperando desde hacía trece largos años. Escondida en su aparente fragilidad, Arabella se animaba a permanecer impasible.
Voldemort había regresado. Y la Orden del Fénix con él. Dos fuerzas y un destino: «uno de los dos deberá morir a manos del otro, pues ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida...» Para aquella primera sesión, improvisada, de la recién establecida orden, Dumbledore empleó el sótano de la casa de Helen y Remus. Medio ocultos en las sombras, sus miradas brillaban con un velo violáceo. Esas mismas sombras devolvieron a la vista a Sirius Black cuando Dumbledore lo llamó a venir, y explicó a todos que era inocente.
–Debemos hacer todo lo posible por adelantarnos a él –explicó Dumbledore cuando todos se calmaron tras saber que Sirius estaba allí y que, además, no era el culpable de nada de lo que había pasado–. Nadie más sabe que ha vuelto. El Ministerio ni siquiera nos cree. Hemos de reclutar a cuanta más gente podamos. Enviaremos emisarios a los gigantes. –Lanzó una despreocupada mirada hacia Hagrid–. Conseguiremos a cuanta gente colabore en el Ministerio: Arthur Weasley colaborará, de seguro; imagino que Ken y Lafken también. Aún dispongo, espero, de algunos amigos allí. No estaremos solos.
Continuó hablando en aquellos términos un buen rato más, la quijada firme y los ojos centelleantes. Viendo aquella mirada, Remus comprendía por qué Dumbledore era el único hombre al que Voldemort había temido. Nada quedaba de su flaqueza cuando un instante antes les contaba, afligido, la profecía que Trelawney había hecho sobre Harry Potter.
–Estamos en una enorme desventaja –prosiguió explicando el anciano, persiguiéndolos con una lacerada pero inamovible mirada–: el Ministerio de Magia duda de la versión de Harry. Y me temo que éste será un verano muy largo... Por desgracia, Harry ya ha hecho magia con anterioridad en los periodos en que ha estado en casa de sus tíos. No le consentirán nada más y Harry, quizá por culpa mía, se cree protegido ante cualquier castigo o pena. –Insufló, como recuperando fuerzas para continuar–. Nada más salga de Hogwarts iniciaremos unos rígidos horarios de guardia. No lo dejaremos solo ni un momento, aunque él no debe saber que lo vigilamos de cerca. En cuanto los tenga listos os pasaré los horarios de las guardias. –Remus se sorprendió cuando Dumbledore se lo quedó mirando con fijeza–. Me temo que tú, Remus, no podrás hacer las guardias. Harry te conoce y, en caso de descubrirte, peligraría nuestra misión. –Apenas perceptible, le guiñó un ojo.
Remus, azorado, asintió con vehemencia, casi sin darse cuenta.
Por espacio de una hora habló Dumbledore sin descanso aquella noche en que las estrellas habían desaparecido del cielo. Parecía como si fuese a ser su última sesión, como si nunca más volviera a hablar o a verlos y tuviera que darles las recomendaciones pertinentes para el éxito de su misión.
–La Orden del Fénix debe crecer, aumentar –explicó Dumbledore en un arrebato de pasión, alzando el puño–. Volará de nuevo el fénix sobre nuestras cabezas, por toda Inglaterra. Necesitamos conseguir aliados, cuantos más mejor. Aplastaremos a Voldemort cuando nos multipliquemos sobre la faz de la Tierra. Buscaremos, rastrearemos, otearemos; y no cesaremos hasta convencer a todo el orbe de que Voldemort ha regresado, su poder intacto, su furia mayor que antes.
»Cuando ardan las plumas del fénix sobre vuestras cabezas¡estad preparados! Enviaré a Fawkes cuando os requiera, mis amigos, mis leales compañeros. Empleadlo cuando lo creáis necesario; ningún otro medio de comunicación será más efectivo... Ni los polvos flu, ni las lechuzas mensajeras¡nada! El Ministerio nos comenzará a observar de cerca, quién sabe si sus ojos de halcón no nos contemplan ya esta noche. Hemos vuelto al trabajo, camaradas.
Era un final optimista en una arenga cargada de miedo, incertidumbre y dolor. Dumbledore se marchó aprisa, apenas sin intercambiar unas palabras con los que acabara de llamar amigos y leales compañeros. Los otros lo siguieron, quizá para alertar a sus familias, a sus amigos... Aunque quizá, también, para comenzar la misión a la que habían sido llamados aquella misma noche. Helen, echándose sobre el cuello la capa de viaje sin demasiado tiento, también se disculpó y, escurriéndose por la chimenea, se marchó a casa de sus padres diciendo que quizá su madre estaría demasiado intranquila.
Remus y Sirius se quedaron solos. Abrieron la puerta y salieron al porche en aquella extraña noche sin estrellas. Uno junto al otro, se sentaron en el banco del cobertizo. Una brisa de aire frío como una daga de resplandeciente plata los traspasó de hito a hito. Remus se cobijó, refugiándose en su propia capa, perdida la vista en la inmensidad, su alma cansada en su cuerpo cansado.
–Tienes un hijo excepcional –comentó de pronto Sirius. Remus, volviendo como en sí, lo miró intensamente, casi sin parpadear–. Matt es genial. ¿Sabías que se parece mucho a ti?
–Sí, ya me lo habían dicho antes.
Devolvió la mirada hacia el infinito horizonte.
–Te envidio, Remus. –De nuevo lo miró el licántropo, inmerso en la sorpresa y la confusión–. La vida te sonríe. –Sirius intentó sonreír, pero estaba demasiado compungido como para conseguirlo–. Helen, Matt, una casa... La libertad...
–Pronto acabará este martirio, Sirius. Te lo prometo.
Sirius buscó en los ojos que lo contemplaban la promesa, la esperanza que él necesitaba y que su corazón, enflaquecido, anhelaba.
–Necesito que me perdones, Lunático.
–¿Por qué?
–Porque, aunque digáis lo contrario, yo tuve la culpa de todo. –Remus, apretando la quijada, contempló la lágrima de cristal que resbalaba silenciosa por el macilento rostro de su amigo–. Debí haberlo supuesto. Debí haberme dado cuenta a tiempo de que... Si yo no se los hubiera entregado, James y Lily seguirían vivos.
–Nadie podía saber eso, Canuto.
–Si no lo hubiera hecho...
Se tapó los ojos con sus grandes manos. Sentía vergüenza de que Remus lo viera llorar, de que, allí delante, no pudiera reprimir sus sentimientos, su culpa, sus remordimientos. El licántropo, sorprendido y aturdido, le pasó un brazo por encima del cuello e intentó consolarlo lo mejor que pudo.
–He pasado doce años en Azkaban. Los doce años más terribles que nadie se pueda imaginar jamás –explicó entre hipidos y sollozos–. Y sólo había una cosa que me preocupaba: tú.
–¿Yo?
–Sí, tú. Eras el único amigo que me quedaba. Me enteré que Alice y Frank también cayeron cuando mi prima, Bellatrix, entró en Azkaban. Sabía que me odiarías, que la única persona que me quedaba en el mundo, tú, no podría ni verme. Te agradezco que, cuando me encontraste, me recibieras tan bien.
–No hay nada que agradecer –contestó Remus–. Ni nada de lo que disculparse. Eres inocente y eso es lo que cuenta. No te mentiré: te odié. Pero yo mismo me di cuenta de mi error. Si alguien tiene que disculparse, tranquilo, ése soy yo.
Remus extendió un pañuelo a su amigo que éste cogió con una amarga sonrisa. Se enjugó las lágrimas de los ojos y se sonó la nariz sonoramente.
–Te quedarás aquí –dijo el licántropo de pronto–. Vas a dejar de vagabundear. Te vendrás a casa.
–¿Aquí? –exclamó Sirius con incredulidad–. No. Te lo agradezco, pero no. Te pondría en peligro. A ti y a tu familia. No debo hacer eso. Me transformaré esta noche en perro y volveré a Hogsmeade.
Remus negó con rotundidad:
–No. Si el peligro llama a esta casa, entonces te transformarás en perro. Se acabó el vagabundear por ahí, sin rumbo ni vida. Te cobijarás bajo nuestro techo hasta que encontremos a Peter y podamos demostrar tu inocencia. –Sirius suspiró hondamente–. No te preocupes. No hay nada de que preocuparse. Mientras Dumbledore esté de tu parte, no hay nada que temer.
Sirius, exhalando una bocanada de aire que se convirtió en una nube de vaho, alzó la vista hasta el raso y oscuro cielo, dibujando sobre el perfil de la noche una nuez prominente bajo el vello punzante de su rostro mal afeitado. Remus, calado hasta los huesos, sacó su varita y apuntó con ella al suelo. De su punta surgió una informe bola de fuego que flotaba en el aire como prendida por hilos invisibles. Giraba a su alrededor proporcionándoles calor suficiente.
–No quiero este destino para Harry –confesó Sirius sin mirar a Remus.
El otro, en cambio, sí lo contempló detenidamente. Al cabo, bajando la vista, asintió.
–Yo tampoco.
–¿Y si...¿Y si es Harry quien está destinado a morir? Le prometí a James que cuidaría de Harry si a él llegara a pasarle algo.
–El tiempo lo dirá –contestó Remus, metafísico.
–Es tan sólo un chaval. –Sirius se hundió, echándose hacia delante. Abrió la mano y la bola de fuego fue a parar a ella, deteniéndose a unos centímetros de su palma–. ¿Qué lo habrá de reconfortar, eh¿Quién podrá ayudarlo ahora, eh? Ya no hay nada que podamos hacer nosotros, Remus. La Orden del Fénix ha fracasado. Todo se debate entre un terrible hechicero y un chico apocado.
–Harry no es apocado –repuso Remus–. Es muy valiente. Mira lo de esta noche, si no. Ha vuelto a escapar de Voldemort, por enésima vez.
–¡Escapar! –exclamó Sirius arrebatado por una mueca patética–. Escapar, Lunático. Pero ¿qué pasará cuándo Harry se tenga que enfrentar por fin a Voldemort y deba afrontar su destino?
–No lo sé, Sirius. No lo sé.
Sirius cerró la mano y la bola se alejó de su lado, sumiendo su rostro, hacía tan sólo un momento alumbrado por su brillo anaranjado, en las sombras de la noche. De nuevo alzó la vista, contemplando el firmamento surcado de misterio y silencio. Remus lo imitó, pero pronto, cansado, bajó la vista y se contempló las manos, que entraban lentamente en calor.
–¿Qué crees que pasará? –preguntó Sirius sin apartar la vista.
–Tenemos que confiar en él, o estaremos perdidos.
Sirius se sumió en el silencio. La noche pasaba lenta y tediosa. Todo a su alrededor era mutismo y oscuridad.
–¡Mira! –exclamó de pronto Sirius. Remus se sobresaltó–. ¿Has visto eso?
–¿El qué?
–Una estrella fugaz.
–¿Y qué deseo has pedido?
Sirius lo pensó detenidamente antes de responder.
–Que todo acabe bien –dijo.
Y, aunque él no estaría allí para verlo, todo acabaría saliendo bien.
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Sirius Black hubo de pasar medio verano en casa de Remus, obligado por éste y su mujer. Helen se negó rotundamente a dejarlo marchar; dijo que se enfadaría con él y que no le volvería a dirigir más la palabra. En broma, claro está; pero aquellos comentarios de simpatía y amistad fueron suficientes para producir una sonrisa en Sirius y que dijera trémulamente:
–Vale. Me habéis convencido: me quedo.
Se quedó. Dumbledore no se opuso a su presencia en la casa de los Lupin. Incluso pareció alegrarse de que Sirius hubiera decidido instalarse allí. Decía que, aunque viniera toda la legión de dementores del mundo, aquella casa tenía tales poderes de antitenebrismo, que no conseguiría entrar ninguno. Remus por entonces creía que lo decía únicamente por reconfortar al recién llegado.
Lo cierto es que el director de Hogwarts no quería que Sirius siguiera recorriendo el país convertido en un perro famélico y de aspecto entrañable. Muchos debían de saber ya en el otro bando que Sirius era afín a sus propósitos y podrían descubrirlo, pues muchos debían de conocer ya el secreto poder de Sirius. Pero lo que más temía Dumbledore es que obligaran a Sirius a revelar todo aquello que la Orden del Fénix ocultaba con celo y, lo que era aun peor, incumbía a Harry. Pero todos sabían, incluido Dumbledore, que el amor que Sirius profesaba por Harry era de tal magnitud que antes moriría que revelar cualquier cosa que pudiera poner su vida en peligro.
Sirius pasó los mejores momentos de su vida desde que escapara de Azkaban. Se carteaba a menudo con Harry y se entretenía jugando con Matt, al que había obligado cariñosamente a llamarlo "tito Sirius". A pesar de que a Helen no le gustaba que Sirius saliera afuera, éste a menudo empleaba las mañanas para revolcarse por la blanda hierba bañada de tibio sol junto con Matt.
–No te preocupes, Helen –decía a menudo Remus–. Sirius está aquí a salvo. Descuida, que si veo venir a Cornelius Fudge por aquí para preguntar por él –ironizó–, correré antes para avisarlo.
Matt también se había encariñado con "tito Sirius". Remus había sido sustituido por éste cada noche para leerle un cuento, hábito que aún mantenía. La primera vez que lo hizo, cuando Matt hizo levitar el libro hasta sus manos, Sirius exclamó:
–¡Vaya demonio de chico¿Hay algo en lo que aún puedas sorprenderme?
Matt, ruborizado, le dijo aquella noche que no, pero lo cierto es que Sirius aún no sabía que también presentía algunas cosas, don que todos decían había heredado de su madre. Seguramente guardaba esa noticia para otro momento, para provocar otra sorpresa en "tito Sirius". Pero jamás pudo llegar a contárselo.
Sirius había revolucionado la casa. Remus incluso parecía despreocupado de no haber tenido trabajo durante más de un año. Tampoco Helen bajaba ya tan a menudo al sótano a investigar con su juego de pociones en sabe Dios lo que haría. Cuando la noche caía, se sentaban en torno a la mesa, alumbrados por una luz reducida que amarilleba sus rostros, y hablaban hasta que el sueño los vencía de los tiempos pasados, cuando eran jóvenes y corrían mejores tiempos. Matt, sentado sobre el regazo de Sirius, escuchaba atentamente. No había noche en que no terminasen hablando de James y Lily, o de Frank y Alice, y así se iban a la cama, con un amargo sabor a hiel en la boca, producto de los recuerdos tristes y de los sueños que la madurez les había demostrado son eso: sueños.
Sirius se había negado a dormir cómodamente en la habitación de invitados que Remus y Helen le ofrecieron, en la que Remus se lo había encontrado en más de una ocasión haciendo flexiones, pues, según decía, deseaba recuperar un poco la forma y esconder aquel saco de piel y huesos en que había quedado transformado su cuerpo. Matt y él los convencieron para disponer un colchón junto a la cama del pequeño para que ambos pudieran dormir entre las mismas cuatro paredes. Remus le decía a Helen a veces que Sirius había estado tan solo en Azkaban que no quería permanecer sin compañía ni un solo día más; también pensaba a menudo que su amigo sentía envidia de Helen y de él, y es que había pasado demasiado tiempo solo.
Una mañana se le ocurrió. A finales de junio tuvo la gran idea. Nadie supo jamás si lo soñó o si pasó toda la noche en vela pensando en ello, pero, cuando despertó el alba en su ventana, se desprendió de las sábanas que lo cubrían, saltó del colchón con los pies descalzos procurando no hacer ruido para no despertar a Matt y bajó las escaleras a grandes saltos, llamando a media voz a Remus y a Helen. Fue la mujer quien lo recibió, saliendo de la cocina con un vaso de café en la mano y un gesto de sorpresa plasmado en su rostro. Se había levantado temprano para dedicarse un rato a las pociones en el sótano y se encontraba desayunando cuando Sirius la abordó, sonriendo grácilmente, andando a saltitos, como un pajarillo sobre una rama.
–Se me ha ocurrido –le explicó en un susurro–. ¡He tenido una idea!
–¿Una idea¿Sobre qué? –inquirió Helen en tono normal.
–¡Sobre dónde instalar el cuartel general de la Orden del Fénix!
Tras consultar a Dumbledore, se decidió que el número doce de Grimmauld Place se convertiría en la sede del cuartel general de la Orden del Fénix. La deshabitada casa que había sido el marco de la infancia de Sirius renacería a la vida con un soplo de juventud. Cuando se produjo en aquella vivienda el primer canto del fénix, todos supieron que era el mejor lugar.
Escondido en la cocina, temeroso de los ruidos que había escuchado, encontraron a Kreacher, el antiguo elfo doméstico de los Black. La primera impresión que Remus tuvo de él no fue inhóspita: le recordó a Ñobo, triste, los ojos rojos por el llanto continuado, con una prendecilla sucia y maloliente. Sirius, por el contrario, no fue tan bondadoso en sus pensamientos. Se plantó delante de él, encorvándose el elfo ante su regia y alta estatura, y le explicó que él era el último Black y que estaba obligado a servirlo. Quizá ese día se comenzó a fraguar la maldición de Sirius en la mente de Kreacher, eso nadie lo sabrá nunca. Lo único cierto es que la traición que el elfo doméstico maniobró para el fin de la sangre de la familia a la que sirvió fue tal que no llegaría a ver la resolución de la profecía. Ni tampoco nadie encontraría jamás su cuerpo, pues fue devorado por las llamas que él mismo prendió antes de arrojarse a la caldera.
Mucho esfuerzo debía emplearse en aquella casa, arrebatada por la suciedad y los parásitos mágicos. Más de un secreto, o una sorpresa, se escondía a cada paso. La orden se reunió allí para deliberar sobre el mantenimiento de su cuartel general. Remus, desocupado, se ofreció voluntario para desinfectar y hacer habitable aquel lugar. Sirius, igualmente ocioso, dijo que lo ayudaría. Pero era una casa grande, y numerosas sus habitaciones. Dumbledore opinó que quizá Molly Weasley podría echarles una mano y ésta accedió de buen grado, añadiendo que obligaría a toda su tropilla de hijos a hacer otro tanto.
Los gemelos Fred y George, que pensaban por entonces más en su futuro laboral que en el de la comunidad, fueron arrastrados, llevados de mal humor. Su estancia en Grimmauld Place los primeros días se hizo insoportable. Ciertamente no sabían por entonces que allí descubrirían a sus ídolos, a las personas que habían idolatrado durante tanto tiempo por los servicios prestados.
–No tienes razón, Sirius. Y no quieras tenerla. Mundungus ya lo hizo ayer, y tú no. Así que déjate de tonterías y no nos hagas perder el tiempo ni a Molly ni a mí¿quieres?
–Que yo sí que lo hice. Que Dung tenía que hacerlo ayer pero se fue sin hacerlo y lo hice yo en su lugar. –Remus recrudeció la mirada–. Lunático...
–¡Canuto! –imitó su tono histérico de voz–. ¡Vamos!
Fred y George intercambiaron una mirada nerviosa y radiante de sorpresa.
–¿Lunático? –inquirió George.
–¿Canuto? –hizo otro tanto su gemelo.
–Sí –respondió tímidamente, sin comprender, Sirius–. ¿Qué queréis?
–¿Vosotros dos sois los creadores del Mapa del Merodeador? –preguntaron al unísono.
Los que intercambiaron esta vez una mirada sorprendida fueron Remus y Sirius.
También se decidió que Hermione vendría a ayudarlos. Pero realmente se hacía porque, interiormente, Dumbledore no podía dejar de pensar que tal vez muchos correrían peligro al ser próximos a Harry.
Sirius, consciente del cariz que adoptaba el asunto, corrió feliz al encuentro con Dumbledore y le propuso que Harry también viniera a Grimmauld Place, que también él tenía ganas de verlo. Pero el anciano se negó, dándole por más respuesta que recordase lo que le había dicho la noche en que les reveló que Voldemort había vuelto. Sirius lo sabía: el único lugar en que Harry podría estar completamente a salvo era en casa de sus tíos. Pero insistió.
–¿Quién va a pensar que está aquí, eh? –preguntó Sirius nervioso, tan nervioso como se ponía siempre que le interesaba algo y no sabía si iba a ser capaz de explicarse para conseguirlo–. La casa de mis padres también está protegida bajo hechizos muy poderosos.
–Magia negra –concretó Dumbledore sin reprenderlo–. Tanto a ti como a mí nos consta que Voldemort conoce esta casa y a buena parte de tu familia. Harry no vendrá aquí a menos que no haya otro remedio.
Y pronto no lo habría, y Dumbledore tendría que ceder.
Pero antes de eso la orden habría de sufrir numerosos cambios. El interés mostrado por Dumbledore para extender la noticia de que Voldemort había regresado tuvo sus recompensas. Muchos se unieron a la Orden del Fénix: personas de valor y de coraje, inteligentes y respetuosas. Un ejército que permanecía en la sombra dispuesto a cualquier ataque. Pero también tuvo sus inconvenientes: toparon con personas de ceño fruncido, partidarios de la postura del Ministerio, a quienes no les importó ir corriendo a éste para explicarle el comportamiento de Albus Dumbledore, que reclamaba una hueste para hacer frente a la adversidad. Pero las confesiones y sus palabras las arrastraban el viento; cuando el Ministerio encontró un listado bajo el encabezado de "Ejército de Dumbledore (ED)", encontró una confirmación a sus mayores temores¡cuán equivocados estaban pensando que Dumbledore quería arrebatarles el poder!
Kingsley Shacklebolt era un mago de color, alto y fuerte, de cabeza rapada, mandíbula firme y cuadrada, anchos hombros y mirada firme como un puma. Dumbledore dijo el día que Arthur Weasley, empleando el diálogo y las buenas artes, lo convenció de que Voldemort había regresado que era el mejor logro de cuantos últimamente había conseguido la orden. Kingsley trabajaba en el Ministerio, en el Cuartel General de Aurores. Su misión consistía en buscar a Sirius Black, pero también los creyó en lo referente a ese asunto. Dijo que Dumbledore jamás estaría involucrado en algo que no fuese verdad, de lo que no tuviese pruebas suficientes para saber que merecía la pena perderlo todo luchando por lo que era cierto.
Sirius seguía encariñado con su prima, Nymphadora Tonks, perteneciente al único núcleo de la familia Black con que se sentía identificado. Convenció a Dumbledore, una vez se enteró que había concluido la carrera de auror hacía un año tan sólo, para que la fuese a buscar, la convenciese y la trajese a su lado, a la Orden del Fénix. El anciano director sabía que aquello no era un simple capricho del fugitivo. Con un leve asentimiento, consintió. A los dos días, con su extravagante apariencia de barrio suburbano, Tonks se pasó por primera vez por el cuartel general de Grimmauld Place. Ya aquel primer día tropezó con el paragüero con forma de pata de trol. Remus conoció entonces a la madre de Sirius Black.
Pero no todo habrían de ser buenas noticias para la Orden del Fénix. El día menos pensado acabaría ocurriendo aquello que todos, en silencio, temían que pasaría. Como un lazo serpenteado, la trampa había atado a Harry y la orden nada había podido hacer para remediarlo. El Ministerio había atrapado al niño que sobrevivió y difícilmente permitiría que lo libraran de su botín. Quizá fue aquella la más intensa de las noches vividas por la Orden del Fénix, quizá aquélla fue en la que Dumbledore creyó que todo daba al traste. Pero Fudge, una vez más, hubo de guardar silencio ante los buenos argumentos y la verdad.
–Harry no está seguro en ninguna parte –le dijo un día Remus a Dumbledore.
–Ya lo sé –respondió el anciano trémulamente.
–Propongo que Harry venga a Grimmauld Place –sugirió Remus en la asamblea que se realizó con motivo urgente a razón de los últimos y fatídicos acontecimientos.
Sólo duras miradas y respuestas frías hicieron eco a aquella propuesta. Pero Dumbledore, categóricamente, diría que Harry Potter pasaría los últimos días de la estación estival amparado en el seno de la Orden del Fénix. Remus se encargaría de liderar la cuadrilla que desempeñaría la misión de recoger a Harry en Privet Drive y llevarlo salvo y de una pieza a Londres. Muchos fueron los que se propusieron para aquel cometido, pero pocos los que el licántropo habría de escoger si quería cumplir la máxima de Dumbledore: "efectividad sin llamar la atención". Pidió consejo a Helen y, cuando finalmente estuvo formado el grupo, partieron al rescate del joven Harry. Ya junto a él recorrieron el cielo serpenteando nubes y flotando bajo estrellas montados sobre sus escobas. Aquel viaje por el firmamento de Inglaterra tenía muy nervioso a Remus, pero su esposa le dijo que lo tendría al tanto de cualquier peligro; su mente nunca descansaba, pero ninguna visión tuvo aquella noche. Y Harry alcanzó Grimmauld Place sin dificultad. Un suspiro prolongado emitió Remus cuando el ahijado de su mujer franqueó la puerta y ésta se cerró tras su paso.
–Acaba de llegar. La reunión ya ha comenzado –comunicó de inmediato la señora Weasley.
Remus entró en la estancia donde un grupo numeroso de magos se apiñaban en torno a la mesa, muchos de pie, los más suertudos sentados. Severus ocupaba el asiento más apartado y sonreía maliciosamente cuando Remus entró.
–Me alegro de que las tareas domésticas vayan bien, Black –dijo–. Grande debe ser la preocupación de un hombre por su casa.
Sirius rechinaba los dientes con el ceño fruncido, los puños cerrados y amoratados, tensos sobre la mesa. Dumbledore se volvió con rapidez hacia el grupo que acababa de entrar y sonrió.
–¡Oh¿ya estáis aquí¿Ha salido todo bien? –El licántropo asintió–. Me alegro. Tenía el corazón en anhelo. Entonces ya puede comenzar la reunión. Os pongo en situación: Severus ha recogido información suficiente durante este tiempo y ha llegado finalmente a la conclusión de cuáles son los propósitos de lord Voldemort. –Tensando el rostro–. Estoy ansioso por conocerlos.
Snape carraspeó.
–Como todos sabéis, he estado observando de cerca a los seguidores del Señor Tenebroso durante todo este tiempo; he dado a conocer en partes puntuales las informaciones sueltas que iba recogiendo. Pero hoy todo ha adquirido sentido por fin. Quizá irreflexivamente, poniendo en peligro mi propia vida –a Remus no pasó desapercibida la mirada de triunfo que paseó jactancioso sobre Sirius–, anoche asalté a uno de ellos y le lancé la maldición imperius. –Antes de que Dumbledore dijera nada, Snape prosiguió–: Sé que no fue lo más acertado ni lo más correcto éticamente, pero no son momentos éstos de paz, ni usaría aquella maldición contra nuestro enemigo, sino en nuestro favor. Gracias a ello sé por fin lo que sus movimientos con celo velaban, por qué sus pasos conducían al mismo lugar: el Ministerio de Magia.
–Así que por fin se ha decidido a tomar el Ministerio por la fuerza¿no? –inquirió Tonks mordiéndose el labio.
–No –respondió Snape en una contorsión del rostro tal que parecía que estuviese escupiendo la palabra–. No el Ministerio. Algo del Ministerio, algo que necesitan poseer. Un arma dijo. –Guardó silencio por un instante–. Lo rondan, sí, lo están rondando. Me reveló que el Ministerio la guarda en el Departamento de Misterios y que el Señor Tenebroso la necesita para sí, la quiere en su mano y no se detendrá hasta conseguirla. Le es un bien muy preciado me reveló. Pero no se atreve a exponerse. ¡Mandará a todos sus mortífagos si es necesario hasta desvalijar por completo el Departamento de Misterios! –Volvió a tomar una pausa–. Nada más pude averiguar. Desafortunadamente escogí a un mortífago de carácter temperamental y los efectos de la maldición tuvieron pronto escaso efecto sobre Lucius Malfoy. Por desgracia, nada más pude averiguar, pero sabemos con certeza que, sea lo que sea lo que el Señor Tenebroso busca, se enconde detrás de la puerta del Departamento de Misterios.
–Hay que convencer al Ministerio. ¡Ahora tenemos pruebas! –exclamó Remus.
–No tienes a Voldemort enjaulado en una gatera, Remus. –A la sola mención de su nombre y a causa del alto tono de Dumbledore, muchos se encogieron asustados–. Nadie lo tiene. Harapos, heridas y un rastro que se pierde en el ascensor del Ministerio: eso es lo único que tenemos. Fudge no nos creerá a menos que Voldemort se manifieste; pero, como ha dicho Severus, por lo visto no estará por la labor. Estamos solos.
–Pues solos protegeremos el Departamento de Misterios –sugirió Kingsley con su tranquilizadora y aletargada voz grave.
–Pero ¿cómo? –inquirió Dedalus Diggle–. Ni siquiera sabemos qué es lo que Quien–Vosotros–Sabéis está buscando.
–Otto, –interpeló Sturgis Podmore–, usted fue inefable. Quizá pueda ayudarnos.
–¿Yo? –Visiblemente nervioso, enrojecidos los ojos, habló–: Un juramento me prohibe contar cuanto allí existe. Si lo hiciera, pasaría los restos convertido en un pollo desplumado hasta que el Ministerio me absolviese. –Respiró entrecortadamente un momento–. Misterios, enigmas, incógnitas... Tras esa puerta se esconden poderes que ni el propio Ministerio conoce, objetos tan peligrosos que de caer en malas manos... ¡cualquiera sabría lo que podría pasar! Quién sabe si Quien–Vosotros–Sabéis sabe cómo utilizar algunos de ellos... De caer en sus manos el Velo...
–¡Silencio! –gritó Dumbledore–. Fugas por tu boca todos tus nervios, mi querido Otto. No quisiera acabarte viendo transformado en una gallina pelona, si me lo permites. No soportaría que tu cacareo me despertase por las mañanas. –El chiste cobró una risita ahogada y sonrisas ocultas. El anciano se puso serio–. Poco sé del Departamento de los Misterios, pero cuanto sé puedo contar pues sobre mí no pesa el juramento que has mencionado. Amigo tan valiente he tenido entre los inefables, a quien no le importó convertirse en pollo pelón, que me contó algunas cosas de ese departamento. A pesar de que consiguió justificar ante el tribunal del Ministerio su falta, desde entonces está un poco tocado del ala. –Algunos entendieron el juego de palabras y rieron–. Ha llegado el momento de que os haga una revelación.
El silencio se extendió como una duda que prendía e inflamaba sus corazones.
–Antes de eso –lo interrumpió Remus–. Si Otto no ha podido hablarnos de los misterios que se ocultan allí¿quién se lo ha dicho a Voldemort? El Ministerio lo sabrá¿no?
–No necesariamente –explicó Otto–. El juramento que se practica sobre los inefables es un conjuro regulado por una legislación antiquísima, tan antigua que muchos colegas se quejan de que carece de valor. Su poder se ha desvirtuado con el tiempo y, gracias a los nuevos inventos en el campo de las artes oscuras, un inefable puede romper el juramento sin que nadie sino él lo sepa. Pero..., Dumbledore, díganos lo que quería contarnos. Ande.
–Gracias, Otto. –El rostro de Dumbledore, cabizbajo, estaba tan tenso que sus arrugas parecían desaparecer–. En el ala oeste las estanterías conforman un bosque de esferas plateadas cuyo brillo enloquece. Cuantas profecías y visiones se producen en Inglaterra, desde la más remota antigüedad, son recogidas y etiquetadas por los inefables con sumo cuidado de no ponerles un dedo encima. Hace quince años se registró una profecía sobre Voldemort y alguien que, ahora no cabe duda, es Harry Potter.
–¿De quién es? –inquirió Snape–. ¿De Helen?
–No. De Trelawney. Voldemort conoce la primera parte de esa profecía, pero carece de la segunda mitad, la más importante. Por suerte –sonrió–, yo estaba presente. No hace falta ni que diga que esta información es confidencial, que de caer en manos de Voldemort sería tremendamente peligrosa. Sin embargo, todo ha ocurrido ya. Harry debe acabar sus estudios pues es el único mago capacitado en todo el mundo, el único con un poder suficiente para destruir a Voldemort. –Remus recorrió el auditorio y observó una marea de ojos atónitos y atentos–. Su destino es matar a Voldemort o ser muerto por él. –Tonks tosió y reverberó el sonido entre las cuatro paredes–. Si Voldemort conociese esta información, movería cielo y tierra hasta destruir a Harry, ahora que todavía es un muchacho. Por eso este verano nos hemos esforzado tanto en proteger al chico, porque es vital. La Orden del Fénix ya no tiene como cometido la destrucción de Voldemort, acaso sí la de sus seguidores, sino la protección de Harry.
»Espero que no sea necesario imitar al Ministerio de Magia y teneros que lanzar un juramento para que nada de lo dicho aquí supere estas cuatro paredes. Ni siquiera lo habléis con Harry, pues es joven todavía para comprenderlo.
–Lo subestimas, Dumbledore –reconvino Sirius.
–No es así, Sirius –repuso–. Yo he sido quien todos estos años he tenido fe en él. Yo he visto sus proezas y sus logros. Llegará el día en que lo sepa, así como aquél en que habrán de enfrentarse, pero postergando ambos momentos conseguimos el tan preciado tiempo que corre en nuestra contra. Cincuenta y cuatro años de experiencia distan a Harry de Voldemort. –Sirius, encogido, guardó silencio–. Cuando considere que Harry esté preparado, yo mismo se lo contaré todo. –Dumbledore se calmó un instante–. Ni entre vosotros comentéis esto, pues los agentes de Voldemort se escapan de nuestro dominio; tiene ojos y oídos escondidos por doquier y ninguna palabra es segura. Si realmente queréis que esta vez tengamos éxito, hacedme caso, por favor.
Unos asintieron, otros observaron a Dumbledore con cordialidad y respeto. Remus sabía que todo el mundo lo obedecería.
–Pero algo habrá que hacer –apuntó Kingsley–. Si cae en manos de Quien–Vosotros–Sabéis esa profecía, nuestro silencio habría sido inútil, como cualquier otro intento de proteger a Harry.
–No habría lugar en el mundo en que pudiésemos ocultar al chico de él –añadió Otto.
Dumbledore lo meditó un instante.
–Haremos guardias –acabó diciendo–. Voldemort no se atreverá a entrar en el Ministerio de día ahora que todo el mundo cree que sigue perdido y sin poder. Cuando la protección disminuye en el Ministerio, al caer la noche, entonces tenderá su anzuelo. Haremos guardias, nos apostaremos ante la puerta del Departamento de Misterios.
–No es por reventar la ilusión –comentó Tonks con una sonrisita hueca–, pero será peligroso. Muy peligroso.
–Sí, lo es –dijo el anciano sin dejar de mirarla–. Pero yo mismo moriría si con ello protejo la vida del único entre nosotros que importa para que todo acabe por fin. También yo, como su madre, sacrificaría mi vida por entregarle todo mi amor.
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El día que Helen y Sirius se reencontraron después de trece años de distanciamiento forzado, las palabras habían desaparecido entre ellos. Se contemplaban mudos, recorriendo la figura del otro, dibujando sonrisas que se hundían en la timidez. Habían cambiado tanto...
–Lamento haber desconfiado todo este tiempo de ti, Sirius –se disculpó la adivina.
–No tienes de qué disculparte. Si yo no hubiera desconfiado de Remus, habría sido a él a quien le hubiera entregado a James y a Lily.
Remus salió de la cocina secándose las manos con un paño oscuro. Traía la camisa remangada y el pelo echado hacia atrás. Se quitó el delantal que lucía y lo depositó sobre el respaldo de la silla que le quedaba más próxima.
–¿Qué tal está tu madre? –preguntó Remus–. ¿Asustada?
–Bastante –respondió la mujer mirando a Remus y, de vez en cuando, lanzando miraditas a Sirius–. Intenta ocultarlo, pero yo sé que está horrorizada. Por papá, por ti y por mí. En el fondo sabe que pueden volver a ocurrir los terrores de su primera época de horror.
Pronto Sirius y Helen volvieron a ser los de antes. Su impresión desaforada al encontrarse de nuevo, después de tanto tiempo, después de tantas mentiras y tanto odio, se había superado. Charlaban frecuentemente, pues no había placer más agradable para Sirius en aquel momento, y éste los ayudaba a cuanto podía en el menaje del hogar. Helen le repetía casi todas las noches a Remus, antes de dormirse, que Sirius había madurado.
–Sí –le respondía Remus con el gesto torcido–, pero la forma en que lo ha hecho lo ha hundido también.
La mañana que Sirius se acordó de su casa deshabitada en Grimmauld Place, Helen se había levantando temprano para trabajar en el sótano en su proyecto de investigación para el laboratorio del hospital San Mungo en que colaboraba. Desayunaba relajada cuando las voces de Sirius la sorprendieron. Muchas cosas cambiaron a partir de ese día, pero sin duda la más importante fue la de que Remus y Helen ya no se veían tan a menudo. El licántropo se había prestado voluntario, gracias a su posición de desocupado, para arreglar aquella casa con la ayuda de Sirius y cuantas personas se unieran a la tarea; Helen pasaba mucho tiempo en el hospital, trabajando, y cuando llegaba a casa no quería despegarse ni un instante de Matt.
La única vez que Helen acudió a la casa oculta de Grimmauld Place aquel verano fue el día en que Sirius, con gran pompa, la inauguró. Todos estuvieron invitados a pesar de que sólo les había dado tiempo de desinfectar la cocina. Ante el denodado empeño mostrado por el anfitrión, cruzaron el vestíbulo de puntillas y hablando en voz queda.
–Huy, Helen¡cuántas ganas tenía de verte! –exclamó Molly Weasley cuando el grupo entró en la cocina–. ¿Os ha enseñado Sirius ya la casa? –Negó con rotundidad–. ¿No? Es perfecta. A Dumbledore le ha parecido así, al menos. Se ha ido corriendo, tenía mucha prisa al parecer. Snape y yo la hemos visto con él.
–¿Snape? –inquirió con sorpresa Helen.
Molly se apartó lentamente de bajo el umbral de la puerta y, sentado al fondo de la mesa de la cocina, Severus levantó una mano al tiempo que decía:
–Hola, Helen.
Los ojos le brillaban. Aunque los de Helen también. Molly se los quedó mirando un instante, pero enseguida retomó la conversación con la joven.
–¿Y tu madre¿No piensa venir? –indagó. Helen le dijo que no–. Qué lástima. Tenía tantas ganas de verla... Hace ya unos cuantos meses de la última vez que nos vimos, sí. Quizá le envíe una lechuza para invitarlos un día a pasarse por La Madriguera ya que todos... –Frunció el ceño–. Ya que los niños están aquí.
–Eso. ¿Cómo están los niños?
–Bien –respondió lacónica y sin mirarla a la cara–. Creciditos. Aunque... Percy... ¡Oh! Aquí está Ron. ¿Te acuerdas de él? La última vez que lo viste era un bebé pelirrojo y monísimo¿verdad? Mira, Ronald, ésta es Helen Lupin, la esposa del profesor Lupin.
–Encantado. –Le estrechó la mano sin aspavientos, Helen sonriéndole afablemente.
–¿Y esta niñita de aquí tan guapa? –preguntó Helen contemplando a la señora Weasley–. ¿Acaso es...¿Ginny era?
–Sí, es Ginny. Pero no, ésta no es Ginny. Es Hermione, la amiga de Ronald y de Harry. –Otra chica pelirroja llegó caminando con suavidad por delante del cuadro velado–. Ésta es Ginny. Ginny, te presento a Helen Lupin, la esposa del profesor Lupin.
–Mucho gusto –dijo tímida.
–Vamos, quiero enseñarle a Remus la casa¡dejaros de cháchara! –protestó Sirius–. Molly¿te apuntas?
–Oh, por supuesto. Vamos, Helen...
–No, yo... Yo mejor me voy a quedar un momento charlando con Severus, si no os importa.
–¿Charlando con Severus? –repitió Molly. Helen asintió. La señora Weasley la contempló un momento seria–. ¿No puedes dejarlo para después?
–Mejor no.
Encogiéndose de hombros, la señora Weasley empujó a sus dos hijos y a Hermione para que salieran fuera. Remus y Sirius se alejaron conversando en voz baja, quizá sin darse cuenta siquiera de que Helen se había quedado atrás, sola con Severus Snape.
–Vaya, menuda sorpresa... –La fría sonrisa del rostro de Snape corroyó las entrañas de Helen–. No sabía que fueras a venir hoy. De haberlo sabido, hubiera venido más elegante.
–La mona, aunque se vista de seda, mona se queda. –La adivina se apoyó en la mesa de madera y acercó su rostro al de Snape de forma que su nariz ganchuda casi rozaba el perfecto tabique de la bruja–. Estás putrefacto por dentro, Severus.
Intimidado, sorprendido, Snape optó por reír. La carcajada se expandió por toda la casa, falsa e hipócrita. Intensificó la cruda mirada con que Helen lo observaba. Sonreía; cuanto más enfadada pareciese, más sonreía él.
–Si te has cabreado con tu maridito –comentó por fin Severus–, no soy yo con quien debes explotar tu ira, querida. Por cierto¿qué tal tu hijo?
–¡Eso a ti no te incumbe! –escupió–. Sólo quería decirte dos cosas, Severus. Una: muchísimas gracias por revelar la licantropía de Remus y hacerle perder el único trabajo digno que ha tenido durante mucho tiempo. –La sonrisa de Snape la hizo desaparecer una fría brisa que le produjo un escalofrío. Contempló a la adivina con la quijada firme, la mirada centelleante–. Y dos: muchísimas más todavía por querer deshacerte de mi marido enviándolo a los dementores. –Snape apartó la dura mirada que le dolía contemplar–. ¿Qué te proponías¿Es que acaso creías que deshaciéndote de Remus ibas a conseguir que acabara fijándome en ti, eh?
–Mejor para nadie si no estabas conmigo.
Sonora fue la bofetada que Severus recibió en todo el carrillo. Sonora la carcajada de éste cuando se recuperó de la sorpresa.
–Eres una serpiente –lo insultó–. Tus palabras son el veneno que escupes por tu lengua bífida. Por corazón tienes una piedra helada en el pecho.
Helen salió altiva de la cocina dejando a Snape solo y encogido, frotándose con una mano la zona en que le había golpeado.
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Matt le había cogido un poco de miedo a su primo chico Mark a pesar de que se llevaban cuatro años. A la escena de las ranas le siguieron otras cuantas igualmente escatológicas y de grandes magnitudes para un chiquillo de su edad: dejó toda su casa sin electricidad cierto día, se entretuvo otro en llamar a la lechuza y arrancarle plumas del trasero e incendió un cobertizo deshabitado al hacer magia accidental.
Cuando Ángela y Sorensen venían a casa de los Lupin, que era muy a menudo, Matt se quedaba lo más cerca posible de su madre, no queriendo arriesgarse a tener que sufrir otra humillación semejante como la producida con la matanza de ranas. Ángela lo instó en aquella ocasión para que se fuera a jugar al porche con Mark, al solecito, pero Matt negaba aprisa, volviéndose para abrazar a su madre.
–Está enchochado contigo –dijo Ángela tomando un sorbo de su taza de té–. Eso no es bueno. Tu madre lo estaba con el abuelo. En el caso de los niños me parece que se llama "complejo de «Erribo»" o algo así.
–Es Edipo –apuntó Sorensen.
–Da igual, como sea. Matt es muy tímido y eso no es bueno.
–No es tímido –explicó Remus–. Lo que ocurre es que está en una edad difícil. A los ocho años ya te empiezas a dar cuenta de que no eres un niño y te estás convirtiendo en un hombre. Estará conociendo a niñitas cuando sale fuera a jugar y se estará enamorando. Son cosas normales.
–¿Enamorando? –inquirió Matt elevando la cabeza del pecho materno–. ¡Yo no estoy enamorado!
–¿No hay ninguna chica que te guste, Matt? –se interesó curiosa Helen.
–No...
–¿O un chico? –preguntó Sorensen. Ángela le dio un pisotón–. ¿Qué? Hay que irlo educando de forma que vea que eso es completamente normal.
–¡No, a mí no me gustan los chicos! –protestó Matt enojado.
–Di que sí, Matt. –Su madre le dio un beso–. Me vas a buscar una nuera guapa y alta con la que no tema dejarte que vayas a vivir. Porque...
La interrumpió un fogonazo en medio del salón. La luz de la tarde, que entraba de lleno por el muro de la fachada, quedó un momento eclipsada por una luz más intensa y fuerte que aquélla, pero se escindió tan pronto que no pudieron observar sus finos trazos de hebras rojizas. Cuando se recuperaron de la impresión, Ángela secándose el té que se había derramado sobre la blusa, descubrieron a Dumbledore con su fénix, Fawkes, en el centro de la estancia.
–Dumbledore –exclamó Helen poniéndose en pie–. ¿Qué haces aquí¿Por qué te has aparecido con Fawkes¿Ha pasado algo?
–No, nada grave, tranquilízate –le dijo–. Me he aparecido con el fénix porque tengo la impresión de que el Ministerio está vigilando mi chimenea.
–¿En serio? –le espetó el bibliotecario–. Pero ¡no deberían!
–Si Fudge nos hubiese creído desde el principio... –refunfuñó Helen–. ¿Y por qué no damos un golpe de Estado en el Ministerio¿Por qué no sentamos a un miembro de la Orden del Fénix allí, eh? Quizá así solucionaríamos algo las cosas¿no?
–No digas necedades, Helen –farfulló Dumbledore de pronto de mal humor–. No venceremos al Mal con maldad.
–Pues a mí me daría igual –apuntó Ángela encogiéndose de hombros–. Eso sí, mientras a quien escogiéramos estuviese como el café: dulce, caliente y quitase el sueño.
–¿Puede que el Ministerio también esté vigilando nuestra chimenea? –preguntó intranquilo Remus.
–No –respondió el anciano–, no creo. No tienes motivos para dudar de vosotros, a no ser que esté vigilada la Red Flu al completo, cosa que es casi imposible. Me he aparecido con Fawkes para que no os relacionen conmigo; sería perjudicial para vosotros y para mí. –Tosió y Helen le ofreció un vaso de agua que Dumbledore denegó con un gesto de mano–. No, gracias. Estoy bien. Necesito que vengáis al cuartel general.
–¿Yo también? –puntualizó Sorensen.
–Es fundamental.
–¿Y yo? –inquirió Helen–. Quiero decir, nosotras, Ángela y yo. ¿También tenemos que ir? –Lo cierto era que Helen no quería encontrarse de nuevo con Severus Snape. No había pisado de nuevo la casa de Grimmauld Place para no encontrarse con él y evitar así un nuevo enfrentamiento–. ¿Eh?
–¡Oh, sí, vamos! –exclamó agitada Ángela–. Mientras ellos hablan de las guardias y sus cosas, tú me enseñas la casa¿vale, sobrinita?
–Tampoco te creas que la conozco muy bien. He ido sólo una vez y la vi a medias.
–Bueno, da igual. Indagaremos. Porque podemos ir¿no, Dumbledore?
–Por supuesto.
–¿Qué hacemos con los niños? –comentó Helen–. ¿Los dejamos con mi madre, tía?
–Sí, mándalos por la chimenea. –Abrió la puerta de la casa–. ¡Mark, para adentro! Te vas a ir con tita Helen y tito Matthew.
Matt fue obligado a coger de la mano a su primito de cuatro años para que no se perdieran en el torbellino de chimeneas. El pequeño Lupin arrojó el puñado de polvos flu sobre el resbaladizo suelo del hogar de la pared y apretó con fuerza la mano sudorosa de Mark; lo último que deseaba en aquel momento era perderlo y tener que ser regañado por su culpa.
Cuando se hubieron librado de los niños se aparecieron en Grimmauld Place. Había bastante gente ya allí, esperando ansiosos la aparición de Dumbledore. Éste se extrajo un rollo de pergaminos de debajo de la túnica y Helen y Ángela, aburridas, decidieron dar un paseo por la casa.
–¡Cuidado con el vestíbulo! –las previno a voces Molly.
–He hecho un calendario –explicó Dumbledore entregando un pergamino a cada uno–. Cada noche uno de vosotros franqueará la puerta del Departamento a fin de que nadie pueda atravesarla. Alastor a puesto al servicio de la orden su capa de invisibilidad; os será muy útil para llegar hasta allí sin ser vistos por el guardia de seguridad. Pero hay otros muchos modos de reconoceros, todos señalados en el reverso del pergamino. Leedlos atentamente y preguntadme si tenéis alguna duda.
Snape se quedó paralizado cuando Dumbledore le tendió también a él un macilento pergamino. Extendió la mano y lo recogió con una ceja enarcada y los labios ligeramente entreabiertos.
–Creía –dijo en voz susurrante– que los profesores de Hogwarts no íbamos a hacer las guardias.
–Pues te equivocabas –contestó el anciano director sin detenerse de entregar los calendarios con las guardias–. Quedarás eximido de hacer guardias en el castillo cuando hayas de estar en el Ministerio. Deja eso de mi cuenta, Severus.
–Hablando del castillo –intervino Arthur sin dejar de mirar su propio pergamino–¿has encontrado ya algún candidato para el puesto de Defensa contra las Artes Oscuras?
–No –respondió cabizbajo–. Pero no hay por qué preocuparse. Aún tenemos unas cuantas semanas. Seguro que tenemos suerte.
–Albus, aquí hay un error –apreció Remus observando su horario–. Esta noche, aquí, en diciembre, me has puesto noche de guardia pero esa noche es luna llena. No puedo.
–Cierto. ¿Te parece, Arthur, cambiársela? –El señor Weasley se encogió de hombros al tiempo que asentía con franqueza–. He cometido un error, sin duda. Entonces así queda: tú, Remus, te colocas la noche anterior y tú, Arthur, harás la guardia del día siguiente. ¿Correcto? –Ambos implicados asintieron–. Correcto.
–No, correcto no –intervino Sirius–. En este calendario –echando un ojo al de Tonks puesto que él no había recibido ninguno– no aparezco yo. ¿De qué días me encargo yo de hacer la guardia?
Dumbledore intercambió una profunda mirada con Kingsley. Éste se adelantó y habló con su tranquilizadora voz de jefe de tribú:
–Sirius, sabes que no te puedes exponer. No debes salir del cuartel general. Si lo haces, todos nuestros esfuerzos por protegerte habrán sido estúpidos. Recuerda cuando fuiste a la estación, si no.
–¡Pero yo también quiero proteger la profecía!
–¿Qué dije sobre hablar sobre la profecía? –inquirió Dumbledore súbitamente muy enfadado.
–Pero estamos en la orden, aquí no va a haber nadie que nos oiga –se defendió entre tartamudeos Sirius, observando la patética sonrisa que se extendía como una culebra en el rostro de Snape.
–¡Da igual donde estemos, Sirius! –exclamó Dumbledore–. Pedí que ni una palabra y ni una palabra quiero, por favor... Te quedarás aquí. Obedecerás a Kingsley y permanecerás oculto en el cuartel general. Demasiados riesgos está corriendo él como para que tú los estropees por un simple antojo.
–No es un antojo –escupió Sirius–. Estoy harto de estar aquí. Llevo ya mes y medio. ¿Hasta cuándo¿Eh, hasta cuándo?
–Hasta que sea necesario, Sirius Black –zanjó el asunto Dumbledore.
Helen y Ángela bajaron las escaleras charlando animosamente. La sobrina chistó a la tía previniendo que nadie quería despertar los recuerdos ocultos en las paredes. Ángela no entendió nada, pero prefirió no preguntar. Llegaron riendo a la cocina como un par de quinceañeras. Apenas si se dieron cuenta del silencio abrumador que reinaba en la estancia tras el cruce de exigencias por parte de Dumbledore y Sirius.
–¿Dónde están los chicos? –inquirió Helen sin reparar en Snape–. Creía que me encontraría a Harry aquí.
–Han ido a La Madriguera –explicó sonriente la señora Weasley–. Han ido a recoger unas cuantas cosas antes de volver a Hogwarts. ¡No pongas esa cara, han ido con Mundungus y Moody.
–¿Mundungus? –Helen rió–. Podrías decirle, Remus, que se pasase un día por casa. ¿Sigue tan alocado como de costumbre? –Casi todos asintieron–. ¿A qué se dedica ahora?
–Nadie lo sabe –respondió Arthur Weasley–. Es un misterio. Nada bueno, seguro.
–Qué hombre. Nos hacía reír muchísimo en la primera Orden del Fénix. Remus, nos vamos a ir Ángela y yo que no nos fiamos de que los niños estén bien con mi padre. ¿Quieres algo?
–No.
–Entonces, me voy. –Se acercó hasta él–. Dame un beso, cariño.
Se besaron prolongadamente unos instantes y Helen, inflamada, le echó los brazos por el cuello. Sirius creyó que Snape había bufado y se volvió hacia él con asombro. Al girar el rostro se encontró con que Molly Weasley también lo observaba intrigada.
–Hasta luego, cariño. Adiós a todos.
Y se marcharon las dos.
–¿Has escuchado lo mismo que yo? –preguntó Sirius en un susurro apenas audible a la señora Weasley.
–¿Qué exactamente?
–A Snape.
Molly rió con complicidad.
–Sí... Me ha dado la impresión como si el beso le hubiera... ¡molestado! Quién sabe, quizá le guste Helen.
–¿Helen? –repitió Sirius con énfasis. Enseguida bajó el tono de voz de nuevo–. No creo. No es por meter cizaña, pero para mí que Remus... ¡Para mí que a éste le tira Remus!
–Anda ya...
–De pequeño siempre iba detrás de Remus, observándolo, interesándose por él. ¿Acaso alguien sabe de alguna novia conocida que haya tenido?
Sirius levantó con expresividad las cejas mientras Molly cabeceaba de un lado a otro, inaudita. La semilla de la duda y la incertidumbre acababa de ser sembrada. El fruto se recogería cuando el rumor se expandiera pronto por el resto de la orden.
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Después de aquel día en que apenas si había mirado a Snape, Helen no volvió a pisar el cuartel general de la Orden del Fénix en muchos meses. Remus, hablando en broma, le decía que ya no los quería ni deseaba tener nada que ver con ellos. Lo cierto era que la adivina siguió siendo la enfermera oficial y reconocida de la Orden del Fénix. Por San Mungo se pasaban muchos miembros de la orden para curarse algunas heridas ocasionadas durante las misiones que ella les curaba rápidamente. Si otro hubiese sido el sanador en cuyas manos se hubiesen puesto, los hubiese sometido a un sinnúmero de preguntas que no habrían podido responder.
Cuando estaba en casa deseaba pasar el mayor tiempo posible junto a Matt, a quien decía que veía menos de lo que le gustaría. Remus lo cuidaba mientras ella estaba trabajando y vigilaba fehacientemente que hiciese los deberes y estudiara sus lecciones. Su materia favorita era Historia; decía que lo entretenía mucho más que las Matemáticas, por ejemplo, con las que se aburría soberanamente. Remus le leía libros adecuados para su edad que narraban los episodios históricos como relatos infantiles.
Pero Remus se acordaba a menudo de su amigo Sirius, solo en el cuartel general, y, cuando Helen venía de trabajar, se ausentaba por espacio de unas dos horas, un par de cervezas de mantequilla en mano, para hacerle compañía en Grimmauld Place. Charlaban al calor de una lumbre cuando el sol del otoño desaparecía tras las casas de alrededor. Remus había deseado en más de una ocasión llevarse a Sirius a dar una vuelta por ahí, pero sabía que no podía hacerlo.
Muchas manos fueron las que ayudaron en la rehabilitación del cuartel general, pero las paredes y el suelo parecían segregar una infección constante que destrozaba su trabajo y lo hacía casi imposible y eterno. Diciembre los había alcanzado sin que hubieran terminado con la casa. Remus, agobiado, como los demás, pidió a Helen que acudiera unos cuantos días para ayudarlos, pues en aquel mes tenía una quincena de vacaciones. Helen consintió afablemente, aunque por dentro temía la posibilidad de tener que reencontrarse con Snape; pero, fuerte, se dijo que le haría frente de nuevo. Los últimos dos días de sus vacaciones decidió emplearlos en ayudarlos. Y el último de ellos se reencontró con Severus Snape.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó ella con indiferencia mal disimulada.
–Suelo venir a menudo. –Su voz denotaba calma, cordialidad, incluso culpabilidad. Helen empezó a sentirse un poco culpable también al verlo tan serio y con los ojos negros tan resplandecientes de vergüenza–. No esperaba encontrarte aquí. Aguarda un instante.
Lo hizo, preguntándose adónde iría dando aquellos ridículos saltitos por la escalera. Deseó que no despertara la sombra del vestíbulo, pero, como nada escuchó, imaginó que aminoró el paso. Regresó al poco con un par de refinadas copas de cristal brillante. Contenían zumo de calabaza. Le entregó una a Helen sonriendo plácidamente.
–Te debía una disculpa¿no crees? –Helen sonrió tímidamente, sintiéndose respondable de aquel malestar general–. Estaba en este cuarto, había encontrado un rastro de ashwinders y no sé si es reciente o no. De todas formas, creo que hay un nido de hadas atascado en la persiana de la ventana. ¿Me ayudas? –Helen lo contempló, recorriendo su mirada con indiscreción, muy seria–. Quisiera charlar contigo entretanto, decirte todo lo que me ha carcomido por dentro todo este tiempo.
Snape empujó la puerta que había a su lado y la invitó a pasar. Helen entró un poco cohibida. La habitación era un dormitorio de matrimonio con una cama de cabecera de raída madera y una cómoda polvorienta. Apenas había luz, con la ventana velando los rayos que se filtraban como rotos por un requiebro de diamante.
–Qué poca luz –se quejó Helen con la voz ahogada.
–Ya te he dicho que la persiana estaba atascada.
Snape empujó la puerta para cerrarla, pero la manivela estaba rota y cedía. La empujó un par de veces, con furia descontrolada, y sólo consiguió reducir el resquicio lo más posible: medio palmo aproximadamente.
–Aquí están las huellas de las ashwinders. –Snape señaló unas manchas oscuras, como de tizna, impresas en la madera del suelo–. Pero creo que salieron de la casa, porque su rastro se pierde en el muro.
–Sí, quizá, no sé. –La adivina soltó su copa con zumo de calabaza sobre la polvorienta cómoda y se remangó las mangas del jersey–. Algo habrá que hacer con las hadas¿no?
–Lo he intentado –dijo colocándose ante la ventana en cuestión y aferrando y golpeando con fuerza la persiana–. Las hadas están atrapadas y no pueden obrar su propia magia para liberarse.
Helen escuchó voces titilantes, agudas como diminutas campanillas y cascabeles agitados con emoción. Sus voces eran ininteligibles, rotas en lamentos casi inaudibles, producidos bajo la confusión reinante de la oscuridad y la opresión.
–¿Cómo las vamos a sacar de ahí? –preguntó preocupada la adivina.
–No lo sé. Antes se han asustado cuando he intentado quitar la persiana. Creían que las iba a aplastar o algo y la han inmovilizado. Las hadas, como sabes, son un poco desconfiadas.
–Tú también sabes que han tenido motivos.
–Como tú conmigo¿no?
–Eso es diferente.
–No, no del todo. Sé que me comporté como un estúpido, Helen. Aunque no me creas, lo hice sin pensar. –Helen depositó su dura mirada en sus ojos resplandecientes–. Estoy muy arrepentido de lo que le hice a Remus, en serio.
–Severus... –dijo calmada–. Antes de que siguieras mintiéndome debería decirte que soy legeremántica.
–Oh... Esto... –De pronto Snape parecía confuso y ausente–. ¡Vale, no puedo negar que detesto a Remus, no puedo... Y también he intentado olvidarte y no puedo. –Agachó la cabeza, arrepentido–. Siento mucho que te enfadases conmigo. No podía soportar la idea de que tú me odiaras por eso.
Helen resopló.
–No te odio, pero te comportaste como un canalla. Hace veinte años ya que dejamos de tener quince, tan sólo creía que lo recordarías. Pero no te odio...
–Es que tu belleza –paseó sus largos y gélidos dedos por su rostro– es difícil de olvidar.
–Pero debes intentarlo –respondió tajante, apartándose unos metros de él–. No quiero pelearme contigo ni con nadie, pero no podré tenerte en gran estima si sigues comportándote como un chiquillo. No voy a dejar a Remus y sólo te voy a poder querer como un amigo. No me pidas más. ¿Prometes que me olvidarás, eh?
–Sí...
–¿Por qué me mientes, Severus?
–¡Porque es difícil! Porque es muy complicado, Helen... ¿Podrías acaso tú hacerme caso si yo te pidiese que olvidaras a Remus¿Eh?
–Es distinto.
–Sí, es distinto. Ojalá te olvidase, Helen, ojalá. –Se dio la vuelta, el mentón hundido en el pecho, el largo y grasiento cabello negro cayendo por su cara como un cortinaje de luto–. Sí te prometo que no me inmiscuiré más en tu relación con Remus.
La bruja dio unos pasos hacia delante. Posó su mano susurrante de palabras de aprecio y cariño en el hombro de Snape. Giró éste la cabeza y se encontró con el rostro sonriente y agradable de la adivina, que le ofreció un trémulo...:
–Gracias.
Snape recogió la copa de la mujer y se la tendió con una gran sonrisa. Elevó su propia copa, observando a través del cristal las formas de Helen.
–Brindemos. Brindemos por un principio nuevo y diferente. Brindemos por una amistad fundamentada en el cariño y el respeto mutuo. Brindemos por tu perdón, Helen Nicked...
–Lupin –corrigió Helen con un leve asentimiento.
–Lupin, perdón. Es la costumbre. Brindemos por todo ello. Y por el amor: el pasado, el presente y el futuro.
Tintineo de copas al chocar y un largo sorbo camino de sus gargantas sedientas. Snape tragó todo el zumo de calabaza de un sorbo y soltó la copa sobre la cama exhalando un exagerado resoplido de asfixia. Helen, más comedida, se lo bebió en varios sorbos. Dejó la copa sobre la cómoda y retiró la capa de polvo del mueble con un dedo. Chasqueó la lengua.
–Además de quitar animalitos podríais limpiar más a menudo¿no crees?
Snape se acercó por detrás y paseó su aliento por su nuca. Helen sintió un escalofrío cuando las manos del profesor de Pociones le apartaron su larga cabellera a un lado y sus labios probaron su cuello. No pudo reprimir un murmullo de placer. Se dio la vuelta con lentitud, los ojos entornados.
–Helen... Te quiero.
La adivina abrió la boca y Snape, como una serpiente, se coló por ella. Sus lenguas se buscaron y gozaron prendiéndose una a otra. Las manos de Severus se descolgaron de sus mejillas a sus hombros, de éstos por su espalda, buscando sus caderas y sus piernas. Helen, recorriendo con sus labios su cuello, comenzó a desabrocharle la camisa, lentamente, botón a botón, mientras a pie juntillas, borrando el misterioso rastro de las ashwinders, tantearon en busca de la cama. Snape, retirando las manos de su trasero, la ayudó. Se deshizo de la camisa con un gesto y una furia tigrescos. Al desnudo dejó un torso pálido y plano con un reducto de espeso vello sobre el esternón. Helen le besó el cuello, la nuez y las clavículas mientras el hombre trazaba con sus manos el fino talle de su cuello y buscaba sus formas por debajo de su jersey.
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Sirius silbaba tranquilamente. Estaba radiante; pronto sería Navidad y Grimmauld Place estaría tan a rebosar como en verano. Tenía ganas de bullicio y charlas que se extendiesen hasta altas horas de la madrugada, a pesar de que era en esos días cuando más veces tenía que soportar a su molesta madre.
Al pasar por el vestíbulo detuvo su monótona cancioncilla. Al pie de la escalera se encontró con Kreacher, que de seguro estaba tramando algo, y la subió con el ceño fruncido y refunfuñando maldiciones para sus adentros. Se percató de que la primera puerta a la izquierda estaba entreabierta. Llevaba algún tiempo queriendo arreglarla y, ahora que estaba sin quehacer, decidió que no había razón para retrasarlo.
Al abrirla escuchó gemidos ahogados y se quedó medio paralizado, con la mano que sostenía el picaporte engarrotada. Entrecerró de nuevo la puerta como estaba procurando no hacer ni pizca de ruido y dejó el espacio suficiente como para que su curioso ojo derecho pudiese ver lo que sucedía en el interior. Apenas había luz, pero consiguió perfilar dos formas en pie que se besaban con apasionamiento. La del hombre se deshizo de un violento golpe de la camisa y la arrojó tan cerca de la puerta que Sirius se asustó y apartó de un salto. Se acercó gateando y observó un rato más, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y entrevió sus rostros, dibujados uno frente al otro, unidos. Se apartó de la puerta y se escurrió contra la pared, pasándose la mano por su negrísimo cabello.
–¡La hostia, Rowling! –exclamó en voz baja–. Pobre Remus.
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–Helen... Helen... –murmuraba Severus mientras la mujer indagaba sus oídos con su boca–. Me haces cosquillas.
Le sostuvo la cabeza un instante y la apartó. Helen se lo quedó mirando con ojos grises y glaciares. Volvieron a besarse, abriendo mucho las bocas y encontrándose uno al otro en su interior. Snape descendió sus manos por su cuello y magreó sus pechos cuanto se le antojó. Helen, en cambio, caracoleaba con los dedos el escaso vello del pecho de Snape.
Algo en su mente, embotada, le susurraba palabras cargadas de humo que no lograba entender. Se dejaba arrastrar, sin pensar, sin sentir, sin comprender. Vahída tenía la mente y ahogado el corazón de sentimientos y pasión. «¡Helen!» Sus manos aferraban los hombros de Severus y la obligaban a acercarlo hasta su cuerpo, compartiendo su aliento y su saliva. «Helen...»
–Desnúdame, Helen –le susurró Snape al oído, arrastrando las palabras con un apetito lujurioso–. Desnúdate para mí. Hazme el amor.
Sus ojos, nublados, vieron el rostro de Severus desaparecer de delante, descender por su cuello, rastrear por su pecho mordiendo el cuello de su jersey. Pestañeando con fuerza, sintiendo tambores que resonaban en su cabeza, lo tomó de la mandíbula y lo arrastró hasta su boca, donde volvió a entregarle toda su vívida pasión.
Sus ojos se abrieron mucho, ahogados, asfixiados, y se encontraron con los ojos velados de Snape, que se relamían de placer. La niebla de su mente se desvanecía lentamente y las palabras eran percibidas con mayor claridad. El mundo había dejado de ser mundo; ya nada existía; todo había acabado con un sorbo del pecado. Sus ojos y su mente estaban empañados de su nocividad.
Entrevió, como en una visión, una figura que se alejaba enfundado en una gabardina en una noche cerrada, andando por mitad de la calzada mientras llovía, el sombrero calado hasta las cejas. El misterioso hombre se volvía y, melancólico, daba un golpe a su sombrero para despedirse de ella.
–Remus... –intentó susurrar Helen con Snape dentro de su boca, abriendo lentamente los ojos que habían vuelto a adquirir su habitual vividez ocre–. ¡Ah!
Empujó a Severus con fuerza y éste cayó sobre la cama, despeinado, descompuesto, con un reguero de lasciva saliva en su comisura. La adivina lo contempló un instante respirando entrecortadamente, intentando articular las palabras, debatiéndose si abalanzarse sobre él y abofetearlo de nuevo.
–¡Asqueroso! –susurró con antipatía, con profundo odio–. Me has envenenado el zumo de calabaza. Cualquier cosa para aprovecharte de mí¿no? –Severus dejó de sonreír al comprobar que silenciosas y amargas lágrimas rodaban dolorosas desde sus ojos atónitos–. Tienes el alma podrida, Severus. –Intentó incorporarse, levantarse, ofrecerle una torpe explicación–. ¡Quieto! –Helen se apresuró a sacar su varita y amenazarlo con ella–. ¡Quieto o te obligo a bajar desnudo hasta la cocina!
–Helen...
–¡Cállate! –gritó–. Eres una alimaña, Severus. ¿Qué digo? Una rastrera garrapata, una serpiente que arrastra su cuerpo por la inmundicia de la tierra. Tú, todo tú conformas un veneno. Te odio, Severus Snape¡te odio!
–Yo...
–¡Cállate! –gritó aún más fuerte–. ¿Cuándo se te ocurrió drogarme con tus pociones¿Eh, cuándo? –Snape permaneció en respetuoso silencio–. ¿Es que querías que Remus entrase de sopetón y nos encontrase, verdad¿Cuándo tornaste tu vida en demencia y perversión, vil insecto? –Anduvo hasta la puerta a grandes pasos. Se agachó para recoger la camisa con dos dedos, con aprensión y repugnancia, como si la cogiese con pinzas, y se la tiró encima–. Viste tu vergüenza y olvídate de mí. Si me ves por la calle, no oses saludarme.
–Helen...
–¡Vete a la mierda!
Y lo dejó solo, contemplando la habitación en penumbra. Se dejó caer pesadamente sobre la colcha respirando con suficiencia y grabando en su mente el dulce sabor de los labios de aquella mujer. Al otro lado, Helen corría enjugándose los ojos, alejándose lo más posible de aquel monstruo que había mancillado su lealtad a Remus Lupin, el único hombre a quien había querido y quería.
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A la tarde siguiente, el despreocupado Remus volvió a Grimmauld Place para hacer compañía a Sirius Black otro rato y colaborar en las labores de rehabilitación. El amigo fugitivo estuvo silencioso mucho rato, cuando intentaba retirar la persiana y sacar a las pocas hadas que quedaran con vida después del destropicio que Severus Snape había hecho la noche anterior. Helen no había vuelto aquel día al cuartel general pues tendría que regresar al trabajo en el turno de madrugada.
Remus se dio cuenta de las inquisitivas miradas que Sirius le lanzaba de cuando en cuando, las cuales se apresuraba a disimular cuando el licántropo se lo quedaba observando con fijeza.
–¿Te pasa algo, Sirius?
–¡Oh, no! –mentía con suficiencia–. Sólo que menuda chapuza hizo Severus ayer¿no te parece? Para mí que no estuvo muy concentrado en... lo que tenía que hacer.
–No lo sé –respondió–. No lo vi hasta que se fue, y entonces no me dijo mucho.
–¡Ah! –exclamó Sirius sin prestarle demasiada atención.
Remus sonrió al ver a su amigo tan distante. Estaba en aquella habitación físicamente, pero su cabeza distaba mucho de encontrarse bajo aquel techo. Por suerte Remus no sabía entonces lo que había pasado.
–Y Helen –indagó Sirius con mal fingida despreocupación–¿qué, la has dejado en casa?
–Sí, ya te he dicho –contestó con tono de desgana– que luego tendrá que irse a trabajar.
–¡Ah! –Evitó mirarlo a los ojos–. ¿Y la has dejado sola, no? Con Matt¿me equivoco?
–No. Se ha quedado Tonks. A estas horas suele pasarse por casa y hay días que también se queda a comer, ya lo sabes. Cuando yo me he venido para acá, tu prima ya llevaba cosa así de media hora aproximadamente. Se ha encariñado también con Matt, debe de ser cosa de familia.
–¡Hablando de Matt! –saltó de pronto Sirius y salió un instante de la habitación. Regresó al poco con un objeto de vivos colores en la mano–. Lo encontré el otro día. Tómalo.
Era un extraño muñeco, de cuerpo redondo como un muñeco de nieve, todo éste de un vivo rojo. Su carita, diminuta, inmersa en una maraña de aterciopelado pelo verde en punta como púas de un erizo, estaba formada simplemente por un hociquillo menudo y un par de zafiros brillantes que parecían poder escrutar a uno cuando se lo miraba de cerca. No tenía brazos, y por patitas unas diminutas bolas blancas que parecían hechas de algodón.
–¿Qué es? –inquirió Remus observándolo con detenimiento.
–Un juguete de mi infancia –explicó–. Lo encontré el otro día de casualidad; pensé que mi madre o Kreacher lo habrían tirado. Fue el primer regalo que me hizo mi madre, al menos que yo recuerde, cuando aún me quería. Si lo aprietas, pronuncia el nombre de su dueño.
Sirius apretó el cuerpo redondo y escarlata del muñeco escrutador y éste abrió la boquita, tan gracioso que daban ganas de reírse, y dijo con una vocecita aguda y ahogada: «Sirius». Remus soltó una apetecida carcajada.
–Toma –insistió Sirius y Remus lo cogió en su mano. Lo apretó y el muñeco volvió a pronunciar el nombre de Canuto–. Quiero que se lo des a Matt. Me haría mucha ilusión que él lo tuviese. –Remus se quedó mirando los ojitos negros del juguete y asintió con una sonrisa perenne, de regocijo–. ¿Lo aceptas? –Remus asintió con insistencia, sin despegar la mirada del muñequito–. Apriétalo ahora, entonces.
Remus lo hizo y el muñeco ya no dijo el nombre de Sirius, sino «Matt». El licántropo volvió a reír. Acabaría acostumbrándose a aquella vocecita ridícula e infantil cuando su hijo, encantado, apretase el muñeco cada dos por tres y la aguda voz del mismo resonara por la casa hasta que, cansado, lo dejara sobre el escritorio para acordarse de su tito Sirius todos los días.
–Muchas gracias, Sirius –dijo Remus–. Se lo daré de tu parte en calidad de regalo de Navidad.
–¿Eso de regalo de Navidad? –inquirió con una mueca de desagrado–. ¡Ni siquiera es un regalo! Me lo he encontrado de casualidad. No. Te daré mi llave, si consientes hacerme el favor, e irás a Gringotts a sacar un poco del oro que tengo almacenado en mi cámara.
–¡Me niego, Canuto! –exclamó Remus cabeceando–. No voy a consentir que te gastes nada por un regalo. Tienes que guardarlo todo, para cuando seas libre y hayas de pegarte una vida padre.
–No, no, no... Quiero hacerle ese regalo. Aunque sea una menudencia. Y tú no vas a ser quien no me lo consienta. Si no eres tú, ya le pediré a otro que me saque un poco de oro de Gringotts. Pero comprende también que en ti me puedo fiar más que en Dung, por ejemplo. Además, de todas formas tenía pensado comprarle a Harry algo. No sé qué, pero quiero hacerle un regalo.
–¡Oh, qué buena idea! Si quieres, yo te ayudaré. ¿Te importa? –Sirius negó–. ¿Y no sabes qué regalarle? –Volvió a negar–. A ver, déjame que lo piense. Mmm... No sé. Bueno, ya se nos ocurrirá algo¿no? Vale, dame luego la llave y me paso por Gringotts mañana mismo. ¡Pero a Matt le regalas una tontería de nada, que conste! Que no quiero que empieces a despilfarrar, Sirius.
–Tranquilo... Me apetece gastar unos diez galeones en él. Con eso no se va a acabar el mundo...
–¿Diez? –repitió atónito–. Dos y es mucho. ¡Sirius!
–¡Remus! –exclamó medio enfadado–. Es mi dinero, puedo hacer con él lo que quiera. Gracias por preocuparte, pero... sé apañármelas. Además, tengo ahorrado todo lo que ganamos con la primera Orden del Fénix y buena parte de la herencia de mi tío. Si no lo gasto yo¿quién¿Eh? –Remus, enfurruñado, se mantuvo en silencio–. Vale. Así mejor. –Se metió la mano en el bolsillo y se extrajo una larga cadena oxidada de cuyo extremo pendía una llave también corroída y diminuta–. Ten. Saca unos cien galeones en total.
–¿Y qué piensas hacer con tanto dinero?
–Comprar todos los regalos atrasados de Navidad que os debo. –Remus fue a recriminarlo duramente, pero Sirius se adelantó–. No digas nada, Lunático. Por favor... –Cogió su mano, le abrió el puño y depositó la llave sobre su palma–. Hazme ese favor, Remus. –El licántropo asintió con desgana–. Y no me devuelvas la llave. Quédatela. –Remus arrugó el ceño, confuso–. Nadie mejor que tú sabrá guardarla¿verdad? –Sirius desvió la atención hacia la ventana, por la que se filtraban los rayos como en una catarata–. Algo tendremos que hacer con esto.
–Sí...
Se pusieron manos a la obra. Sirius inmovilizó la persiana mientras Remus intentó abrir el tabique para liberar a las hadas, pero éstas, más asustadas todavía que el día anterior, se removían inquietas y cayó un poco de su polvo sobre la nariz del licántropo. Estornudó y cayó al suelo de espaldas.
–¿Estás bien? –preguntó Sirius ayudándolo a incorporarse.
–Sí.
Se aferró a su brazo y se puso en pie.
–¡Malditas hadas! –refunfuñó Sirius–. ¿Por qué no las terminamos de matar a todas¿Cuántas pueden quedar¿Cinco, seis, siete...? Si no lo hacemos, no nos dejarán quitar la persiana. ¡Nos llevará media tarde! Para lo que nos lo van a agradecer...
–Nos lo agradezcan o no, hagamos lo correcto, Canuto, por una vez. Sujeta la persiana con fuerza, la voy a hacer desaparecer y serán libres.
–Perfecto. Pero ellas la tienen asida por el otro lado con sus encantamientos. No se la puede hacer desaparecer.
–No de golpe. Pero la puedo hacer desaparecer a trozos. Probemos.
Sirius confió en él y, aunque les llevó el resto de la tarde, consiguieron quitar la persiana. Las hadas, encerradas como las golondrinas, en un pequeño nido de luces y brillantinas, salieron rápidamente, empujándose para escapar aprisa. Tenían largos brazos y cuatro patas, y sus alas, parecidas a las de los insectos, se agitaban con el frenesí de un colibrí. La última de las hadas, contrayendo su rostro con furia, lejos de ser un hada hermosa, se aproximó volando hasta Sirius y lanzó un puñado de sus polvos brillantes sobre su rostro. Se alejó aprisa, reuniéndose con sus otras compañeras que se alejaban de aquella casa a toda velocidad, antes de comprobar como sus polvos habían ocasionado una centena de granos repletos de pus a punto de explotar en el rostro de Sirius. Remus intentó contener la risa, pero apenas pudo. Sirius hizo un mohín de contravención.
–No te enfades, Sirius. Es que... ¡tendrías que verte! –Soltó otra carcajada estertórea–. Perdón. Siéntate ahí. –Le señaló la cama.
–¿Aquí? –inquirió con aprensión–. ¿Tiene que ser aquí?
–¿Qué pasa?
–No, nada...
Se sentó con desagrado. Le incomodaba pensar que Severus y Helen habían compartido aquella misma cama el día anterior. Contempló a Remus que lo observaba con una divertida sonrisa y se sintió mal. Agachó el rostro y hundió las manos entre sus muslos.
–Espera ahí¿vale? Voy a buscar a Helen.
–¿A Helen¡No! –Remus se volvió sorprendido–. Quiero decir... –Estaba súbitamente nervioso y hablaba entre tartamudeos–. Eso lo puedes hacer tú¿no¿Para qué la vas a molestar, no? –Hizo gala de una risita tonta que a Remus hizo reír también.
–Vale. No te toques. Voy abajo a por el botiquín.
Regresó al poco con una caja de latón que depositó en el suelo. Hizo que su amigo echase la cabeza hacia atrás y empapó una gasa con agua. La pasó delicadamente por el rostro de Sirius.
–¿Qué tal la guardia de anoche? –se interesó Sirius.
–Bien –contestó indiferente–. No pasó nada, por suerte.
–¿Qué haces? –inquirió Sirius agitándose de pronto–. ¿No creerás que me vas a quitar los granos estos con agua, no?
–No. Pero al menos así te quito los polvos de hada que siguen sobre tu piel antes de que se filtren por los poros y lleguen a tu sangre. Tampoco sé muy bien qué tengo que hacer, ya que no quieres molestar a Helen.
Sirius notó el retintín empleado por su amigo en aquellas últimas palabras, pero tal vez sólo fuera producto de su imaginación desvariada, que se carcomía por el rencor hacia Snape y la complicidad que tenía con lo ocurrido al no habérselo contado todo a Remus. El licántropo se apartó de su lado y cubrió otra gasa con un mejunje de extraño color.
–No te muevas, Sirius. ¿Qué te pasa, estás inquieto?
–No...
–Pues estate quieto.
–¡Ayer...! –exclamó con demasiada fuerza–. Ayer tuve un sueño la mar de extraño. –Remus lo escuchaba con atención en tanto proseguía con mimo sus cuidados–. Tenía... Tenía una novia, se llamaba He... He... ¡Hannah! Y me era infiel.
Remus se rió.
–Últimamente te las dan por todos lados, hasta en sueños.
–Sí, vaya... –Rió simplonamente–. Es cierto. ¡Vaya, caray! –Remus lo observó extrañado, pero Sirius no se dio ni cuenta–. ¿Tú... Tú cómo te tomarías una infidelidad?
En aquella ocasión Remus rió con más ganas. Sirius se le unió, por disimular, pero su carcajada era tan floja y hueca que daba espanto escucharla.
–¿Una infidelidad? –repitió Remus–. No sé. Nunca me lo había planteado. No, no hace falta. Helen no es de ésas.
–¡Oh, no, claro! –añadió apresuradamente Sirius–. ¡Caray! Ha sido una pregunta, por curiosidad. ¡Ya sabes! –Volvió a sonreír con torpeza–. Vaya...
De pronto, sin que Remus se lo esperase, se echó hacia delante y se tapó la cara llena de granos con las manos. Le temblaban sus largos dedos y gimoteaba en silencio.
–¿Qué te pasa¿Qué haces?
–No puedo ocultártelo más. ¡No puedo!
Remus lo observó muy serio.
–¿El qué?
Sirius se descubrió el rostro y los ojos le brillaban. Evitó tener que mirar a Remus, pero sus ojos dorados lo perseguían constantemente. Aun así, rehuía.
–¡Sirius! –Lo agarró de la barbilla–. ¿Qué te pasa?
–Fue sin querer. Yo no sabía... –Sollozaba entre los murmullos ahogados de lamentos guturales–. Subí las escaleras ayer por la tarde y abrí la puerta de este cuarto. Estaban Helen y Severus. ¡Se estaban besando!
Remus se quedó helado, de una pieza, el rostro sin color. Consiguió un extraño movimiento con las cejas, la mirada centelleante, e intentó sonreír.
–Estás de broma.
–No, no lo estoy. Severus se quitó la camisa y la arrojó al suelo. Ya no quise ver nada más.
Remus se quedó un instante contemplando el suelo, con las manos temblorosas. Tenía las pestañas húmedas y una sonrisa crónica en los labios. A los dos minutos, riendo sin ganas, se incorporó y obligó a Sirius a que volviera a adoptar la posición de antes para poder proseguir con sus curas.
–¿Remus?
–¿Sí? –inquirió con la voz rota.
–¿Estás bien?
–Oh. Oh, sí... –mintió. Embadurnó toda la cara de su amigo con unos golpes temblorosos y nerviosos que a éste no le pasaron desapercibidos–. Pero... Pero tú estás seguro¿no?
–Si tuviera mis dudas no te lo habría dicho, Remus. –El licántropo exhaló un suspiro con el que se le quebró el alma entera–. Lo siento. No quería contártelo, pero tampoco podía callarme.
–No, Sirius –habló con los ojos rojos, encogiéndose de hombros y sorbiendo las lágrimas–, si tú has hecho bien. –Retiró la mirada–. Sí... ¿Estás seguro, no? –Sirius cabeceó con lástima–. Oh, vaya...
–Ojalá no hubiera visto nada¡en serio! Pero... ¡Oh! Y con Severus...
Remus ahogó un gemido. Cerró los ojos y tranquilizó su interior. Creyó que su corazón, destrozado, ya no latía. Las manos le seguían temblando con ira.
–Me voy a ir, Sirius.
–¡Oh, claro! –Se puso en pie y pasó al lado de un espejo sin reparar en su aspecto. Aquello no importaba en aquel momento–. Lo siento...
–No, Sirius. –Remus se volvió y extendió una sonrisa muerta–. Gracias... Acompáñame hasta la chimenea, por favor.
Bajaron hasta la cocina y Remus se introdujo en el hogar de la chimenea sin ser muy consciente de dónde lo conducían sus pasos, de qué hacía. Sirius lo contemplaba serio, entristecido. Las tripas le rugían por dentro, arrepentido de haberle dicho nada. Remus cogió un pellizco de polvos flu y se quedó mirando vagamente a Sirius. Consiguió sonreír.
–Síguete practicando un poco lo de las gasas delante de un espejo, anda –le dijo–. Tienes todavía muchos granos. Te lo he hecho fatal. Como todo...
–Hasta mañana, Remus.
–Adiós.
En su casa aún seguía Tonks. Cuando lo vio aparecer reparó en la hora que era y dijo que era muy tarde y que se tenía que ir. Remus le preguntó si es que tenía acaso algo urgente que hacer.
–Tú no tienes guardia esta noche¿no? –inquirió en voz queda.
–No, le tocaba a Arthur. ¿No te acuerdas?
–Oh, es cierto. Que se la cambié. Entonces¿por qué no te quedas a cenar?
Tonks, encogiéndose de hombros, dijo que, si a ellos no les importaba, ella no tenía inconveniente. Sonriente, cogió a Matt de la mano y con él fue a la cocina para ayudar a poner la mesa. Remus se sentó en el sofá, echado hacia delante con las manos entrelazadas como en actitud de oración. La había invitado porque no quería quedarse solo con su esposa. Helen salió de la cocina con una olla humeante de estofado que puso en el centro de la mesa. Se quitó las manoplas y las soltó al lado de Remus, acodándose sobre el respaldo del sofá, detrás de Remus.
–¿Qué te pasa¿Estás cansado?
–Sí...
–¡Oh, bueno! Tú quédate ahí hasta que terminemos de poner la mesa y luego te sientas. ¡Ah! Acuérdate de tomarte luego enseguida la poción de matalobos, que la dosis de esta noche es la más importante. ¿Vale?
Remus asintió automáticamente.
La cena se desarrolló silenciosa, sólo rota por las claras carcajadas de Matt al ver las facciones que Tonks variaba tras cada nueva cucharada. Helen miraba ininterrumpidamente casi a Remus, pero éste comía callado, observando sólo su plato, su mente sumida en oscuros pensamientos. Después del postre, Tonks se marchó de inmediato, un poco incómoda quizá por la tensa situación de la noche. Remus dijo que era tarde y mandó a Matt a la cama. Éste le preguntó si podía estar un rato con la luz encendida, leyendo, y su padre le dijo que sí sin prestarle demasiada atención. Mientras subía la escalera, Remus se sentó en el sofá, echando un brazo sobre su respaldo y, empuñando en la otra mano el mando a distancia, encendió la televisión.
–¡Remus, la poción! –gritó desde la cocina Helen.
–Ya voy –respondió sin ganas.
A los cinco minutos, como viera que no iba, llegó Helen por detrás y le echó los brazos por encima del cuello, ahogándolo en un abrazo. Le acarició la barriga, pero Remus la apartó educadamente.
–¡Oh¿Qué te pasa esta noche? Menuda cena. No sé qué habrá pensado Tonks, pero no has podido estar más antipático.
–No tenía muchas ganas de nada –respondió torciendo el gesto de mal humor–. A ver, todos no podemos tener tu agradable simpatía constante.
–¿Qué te ha pasado? –indagó–. ¿Te has peleado con Sirius, tal vez?
–¡Ja¿Con Sirius? Él es la única persona fiel a mí.
Helen apretó la quijada.
–¿Qué has querido decir?
–¡Oh, vamos! No te hagas la tonta. Lo sé. ¡Todo lo sé! –Irritado, nervioso, se puso en pie–. ¿Es que pensabas que el cuartel general era un buen escondite para ponerme los cuernos con Severus¿Eh?
Helen apartó la vista, agachó la cabeza y tomó aire. Chasqueó la lengua y cabeceó repetidas veces, los ojos brillando en la distancia.
–No, Remus. No es lo que te imaginas.
–¡Oh! –Remus exclamó haciéndose el ofendido–. Claro. Hombre, por supuesto. ¡Pero no has tenido narices ni de negarlo¿Cómo has podido ser tan...? –Contuvo las lágrimas que afloraban a sus ojos, pues no quería mostrar ni pizca de debilidad. Helen también tenía las lágrimas a flor de piel–. ¡Sirius te vio! Y si no llega a ser por él sería un cornudo inconsciente.
–Cometí el error de no contártelo yo antes.
–¡Ah¿Acaso habrías sido tan cínica?
–Sí, porque no pasó nada.
–¿Por qué me mientes ahora? Te he dicho que Sirius te vio. Asomado al resquicio de la puerta –las palabras que pronunciaba lo herían como dagas que hiciesen sangrar sus labios con su brillante hoja pulida– vio vuestros besos y ¡hasta cómo le desprendías de la camisa¿Qué hay de negar ahí?
–Remus, escúchame...
–No me digas nada. ¿Desde cuándo? Sólo dime eso. –Helen bufó asqueada–. ¡Maldita sea¿Por qué, si me decías que me querías? –Helen intentó hablar, pero Remus sepultó sus palabras con gritos–. ¿Por qué, si todo iba bien¿Por qué, Helen, por qué¿Ha habido más además de Severus¿El técnico de la Red Flu del otro día, quizá¡Oh! –Pareció acordarse de pronto de algo y rió con cinismo–. O tu querido amigo Adam Scamander. –Helen no creía que fuese cierto cuanto escuchaba–. ¿Cuántas veces me engañaste con él cuando al caer la noche regresabas con tus queridos ravenclaws, eh?
–¡No hables de alguien que no puede defenderse¡No hables de él así, porque está muerto! –gritó herida.
Remus pareció contrariado, pero sentía la sangre bombear con fuerza en su sien y no se detuvo.
–¡Oh...¿Y cómo sabes tú eso, eh?
–Porque murió en el hospital de una gravísima enfermedad. Por él me infecté de aquella enfermedad hace un par de años con la que casi muero.
Remus rió inaudito.
–¿Y cómo te contagiarías, eh? –Sonrió con tono de drama–. No me respondas, me hago una idea. Qué buenos últimos días hubo de pasar el Scamander¿no?
–¡No! –gritó Helen–. ¿Estás loco¿Cómo puedes...? Remus. Mírame. ¡Mírame!
–¡No me grites! –gritó a su vez.
–¡Vale! Lo siento. Sólo dime¿confías en mí, eh¿Confías?
Remus se tomó su tiempo para responder. Cuando lo hizo su rostro estaba serio y sus labios estirados y resecos como una morcilla puesta a secar.
–No, Helen. Me temo que ya no.
La adivina lo apartó de un manotazo y subió las escaleras llorando más amargamente incluso que el día anterior. Por suerte, Matt había regresado a su cuarto hacía tan sólo un instante llorando también de impotencia. La bruja cerró la puerta estridentemente.
Remus se dejó caer en el sofá y apartó el mando a distancia de su lado de un golpe seco. Observó los minutos pasar lentamente en el reloj de la pared pensando solamente si cuanto había ocurrido había sido un sueño, una pesadilla o el amargo y cruel destino, que lo perseguía con furia. Le dolía todo el cuerpo y sentía ganas de llorar, pero no podía derramar su pena por su rostro.
Permaneció de esta guisa no supo cuánto tiempo, hasta que su piel comenzó a vibrar y su cuerpo entero a estremecerse. Cuando se percató de que estaba sufriendo su habitual transformación licántropa, intentó incorporarse y correr a la cocina para tomar la poción. Sin embargo, tenía los músculos atenazados y el cuerpo todo engarrotado. La mandíbula le crujió y surgió el prominente hocico con el que aulló. A la altura de la puerta de la cocina, arrastrándose por el suelo, el dolor fue tan intenso que esperó a que todo terminara por fin, que su mente se perdiese entre los entresijos del animal. Incluso deseaba que así sucediese y no necesitara tener conciencia nunca más. Otro aullido: el aullido de un lobo herido.
Saltó por la ventana y se perdió en la oscuridad de la noche. Cuando despertó, completamente desnudo, comprobó con pavor que tenía sangre cuajada en sus labios. Sangre humana.
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Lloviznaba cuando Remus abrió los ojos después de sueño tan sombrío. Había perdido su gris pelaje y en cueros caminaba entre matorrales, y lucía de nuevo su brillante mirada de monedas engastadas de oro en su limpia mirada. Un amargo sabor pendía de sus labios: sangre, sangre humana. Nervioso, a tientas buscó su varita y descubrió entonces que ni un jirón de ropa cubría su cuerpo. Miró a su alrededor, asustado, pero estaba cobijado por altos árboles y la oscuridad reinante en aquel paraje boscoso. Su varita, sin duda, debía de habérsele caído al suelo al acometer su transformación. Y allí la encontraría cuando más tarde regresase a casa, cuando Helen aún no había vuelto de trabajar, pues ésta no la había visto al salir, como así tampoco el resto de ropa hecha trizas en el suelo. Creyó, sin más, que Remus se había marchado aquella noche.
Por suerte, Remus encontró una casita perdida en el monte en la que a nadie encontró a la vista. Del tendedero pendían las prendas de ropa mecidas por la fresca brisa como banderas de libertad. De un tirón arrancó unas cuantas. Se vistió mientras huía. Agradeció no estar muy lejos del pueblecito de sus suegros. Subió unas colinas y atravesó unos parajes desiertos. Anduvo mareado, el paso seseante, por el arcén de una carretera comarcal, hasta que un coche piadoso se detuvo a su lado.
–¿Quiere que le lleve a alguna parte, amigo? –le preguntó el afable conductor.
Remus ocupó el asiento del copiloto y agradeció un par de veces el caritativo gesto que había tenido con él. El hombre, mayor que él, de amplia frente y barriga saliente, lo observaba con preocupación, cosa que a Remus no pasó desapercibida; observaba los feos arañazos que cubrían su rostro y la liviana camisa, por más señas de varias tallas más grande, que lo hacía tiritar de frío. No le pillaba de camino el lugar que Remus le indicó, pero, viéndolo tan desasistido, decidió conducirlo hasta donde le pedía. Lo dejó en la misma puerta de los señores Nicked. Remus se apeó, se lo agradeció varias veces y el coche arrancó de nuevo dejando tras de sí una estela de humo.
–¿Qué te ha pasado, por el amor de Dios? –preguntó la señora Nicked al abrirle la puerta–. ¿Dónde habías estado? Helen me ha traído a Matt a las cuatro de la mañana antes de irse al hospital.
Lo obligó a pasar y lo hizo sentar. Remus, sin prisa, pasó a contar su olvido de ingerir la poción matalobos y su escapada por la ventana mientras su suegra lo obligó a desabrocharse aquella camisa surcada de diminutos regueros de sangre que se habían pegado a la piel del licántropo y tanto dolor le ocasionaron al tirar de la prenda. Prosiguió, con lágrimas en los ojos, con la sangre que había encontrado en su boca. ¡Sangre humana! Cuanto sufrimiento había albergado desde el día anterior fugó en afligidas lágrimas al intuir que por su culpa alguien estaría atado al mismo destino que él, al mismo padecimiento cada luna llena, o peor¡muerto!
–Tranquilo. Tranquilo, Remus, tranquilo. No me pongas esa cara, alma de cántaro. Tú no tienes la culpa –lo tranquilizó, mesiéndole el pelo como a un niño pequeño, cubriéndolo con sus abarcadores brazos de protección materna–. ¿A que Helen nunca te ha dicho en qué experimento trabaja en el laboratorio de investigación del hospital? –Remus cabeceó–. En una cura para los licántropos. Una cura completa, que evite la transformación. Han conseguido muchos fondos y el proyecto va adelante. Si es cierto que has mordido a alguien, ten calma, que no padecerá lo mismo que tú.
Aquello consiguió aliviar un poco al licántropo. En cambio, la mención de Helen lo puso bastante más nervioso. La señora Nicked le preguntó qué había pasado, pues se olía algo desde que, cuando le hubiera dejado a Matt de noche, le preguntara qué era de Remus a su hija y ésta le respondiese con indiferencia. Remus no pudo mentirle, pero le contó la historia de la forma más liviana posible. Aquella mañana Remus había logrado a su mayor aliada en una guerra silenciosa que Helen y él mantendrían durante demasiado tiempo.
Después de curarlo, la señora Nicked le dio polvos flu para que regresara a su casa y recogiera su varita. Remus aprovechó para recoger todo lo que consideró indispensable y se marchó a Grimmauld Place.
Helen, al volver del hospital, también consiguió a su mayor aliado. Fue hasta Grimmauld Place y se encontró con Sirius, con quien quería hablar. Por suerte, Remus había salido a comprar algunas cosas en el ultramarinos que Canuto necesitaba en la casa después de que lo había obligado a contarle todo lo sucedido; verlo con una maleta en el cuartel general le produjo una desazón horrible.
–¿Por qué se lo has contado, Sirius? –La voz de la adivina no era de resentimiento, sino de inmensa pena–. ¿Por qué? Podrías habérmelo preguntado antes a mí¿no?
–Helen, yo... –Sirius evitó tener que mirarla–. Para mí fue muy fuerte encontrarte con Snape. ¿Qué querías que hiciera¡Remus es mi amigo!
–¡Y mi esposo! Y lo quiero, lo sigo queriendo; siempre lo he querido. –Sirius la contempló y tragó saliva al no poder contener sus lágrimas–. Yo no quiero a Severus, tú lo sabes. Si me hubieras consultado a mí primero, habrías sabido la verdad de una fuente más fidedigna. Y no te habrías equivocado. Todo ha sido un error.
–Pues menudo error¿no te parece?
–Sí. Y por eso él ya no confía en mí. –Sonrió amargamente, como un gesto despótico que embarga a uno contra su voluntad–. Porque los errores se pagan aunque una no los quiera cometer. –Extrajo su varita del bolsillo–. Me voy, Sirius. Gracias por perder unos minutos escuchándome. –Se desapareció con un chasquido que dejó a Sirius atontado.
Como la pólvora, en silencio se extendían los murmullos, los rumores. Al tiempo que la gente, preocupada, conocía la noticia del ataque al señor Weasley también aquella misma noche, en corrillos se conocía igualmente la separación de Remus y Helen Lupin. Nadie sabía muy bien qué había pasado, pues las versiones que se contaban unos a otros ocultos en la sombra distaban en muchos detalles de la realidad, pero Sirius no tenía inconveniente de narrar el suceso tal como aconteció, añadiendo siempre al final su total apoyo a Helen, a la que había defendido a ultranza desde aquella última conversación. Remus no lo entendía, pero su amigo se obstinaba casi a diario en convencerlo a que diese su orgullo a torcer.
Pero también aliados en aquella contienda moral tuvo Remus, sin duda el más importante lo encontró en la señora Nicked, que creyó que aquello que había hecho su hija no tenía nombre. La castigó con su silencio, sólo interrumpido cuando necesitaba comunicarse con ella por razones de fuerza mayor o cuando al ir a trabajar le traía a Matt para que el señor Nicked y ella lo cuidasen. Entonces aprovechaba Remus para verlo, yendo a menudo a la casa de sus suegros, donde el señor Nicked lo regañaba tan a menudo como lo veía. El muggle se había convertido en el mayor defensor de su hija, aunque sus argumentos distaban mucho del buen orador y sus modales del conservador impoluto.
–Si has decidido liarte con ese hombre, ese tal Snape¡por algo será! –le decía el señor Nicked a su hija en un arranque de pasión en tanto Helen bufaba, cargada de cólera–. Remus era muy buen mozo pero se acabó. Mi hija es la que tiene decisión sobre a quien quiere o a quien no. ¡En el corazón no se manda!
Otra fiel protectora de la adivina era su tía Ángela, que quería a su sobrina como a nadie en el mundo, quizá sólo a Mark, y había decidido defenderla. Sorensen, su pareja de hecho, no había tomado cartas en el asunto y no había optado ni por un bando ni por otro, aunque lo lógico hubiese sido que arremetiese a favor de su hermano. En contra de lo previsible, Sorensen permaneció neutral, como la amplia mayoría. Tonks también quiso permanecer neutral, pero su primo la malmetió y consiguió convencerla de que apoyase a Helen sin descuidar a Remus. La chica, que a menudo se veía envuelta en absurdos planes ingeniados por su primo para volver a juntar al matrimonio, estaba segura de que Sirius se sentía culpable de su ruptura.
Porque, en efecto, aquello tenía toda la pinta de ser una ruptura. A los pocos días de la disputa se volvieron a encontrar, y muchos presagiaron entonces que ya nada se podía hacer, que se había marchitado la florecilla del amor. Conste que esta expresión tan vulgarmente poética sólo podía pertenecer a las excentricidades de Mundungus Fletcher.
El reencuentro se produjo en San Mungo, cuando Remus había ido a acompañar a los vástagos Weasley, a Hermione y a Harry a visitar a Arthur, gravemente herido después de que fuese atacado durante la guardia ante la puerta del Departamento de Misterios. Le comunicaron que estaba en la cuarta planta y subieron allí sin demora. Compartía la habitación con un recién mordido por un hombre lobo; Remus, temeroso, supo sólo con verlo que él era el causante de la maldición de aquel pobre desgraciado, pero no se atrevió a decirle nada. Helen se pasó sólo un momento al saber que todos habían ido a visitar a Arthur Weasley. Pero no esperaba que Harry, a quien tenía muchas ganas de ver, se hubiera ido a tomar una taza de té con sus amigos ni que Remus estuviera allí, observándola como a una ramera cualquiera; o al menos así debió de antojársele a ella por las duras miradas que le brindó.
Nada se dijeron, ningún beso se dieron. Era normal que los demás cayeran en la cuenta de que a la pareja más romántica de la Orden del Fénix le ocurría algo. Callaron por educación, pero acabarían conociendo los vericuetos de su discusión por ahí, como desperdigados por un buitre carroñero. Algunos, más atrevidos, se envalentonaron y le preguntaron al licántropo si sucedía algo cuando la mujer se marchó con la cabeza alta y el paso majestuoso, y Remus les ofreció una vaga respuesta que no fue sino un tartamudeo gimoteador de su alma dolida.
Aquella noche, el día de Navidad, Remus lo pasó por primera vez solo, aunque rodeado de muchísima gente. Sin Helen y sin su hijo Matt a su lado se sintió acabado. Odiaba a Helen por cuanto había hecho, pero no podía remediar seguir queriéndola.
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Lo que peor llevaba Remus de vivir con Sirius en Grimmauld era las pocas veces que veía a Matt. Al marcharse de casa y ver Helen que no regresaba, le envió por la chimenea un baúl entero con sus pertenencias, incluido el reloj de bolsillo tan bonito que le había regalado por su penúltimo aniversario de noviazgo, que encontró en el fondo del arca. Así, Remus no se atrevía a regresar a casa ni para ver a Matt, pues pensaba que Helen debía detestarlo mucho más a él de lo que él conseguía aborrecerla a ella, que no podía en absoluto. Al dormir, cada noche recordaba el tajante no que por respuesta le había dado a su pregunta de si confiaba en ella. Se arrepentía por ello, pues no había sentido aquel no en absoluto, pero recordar que Helen le había sido infiel lo hacía sentirse un poquito mejor.
Por fortuna, la señora Nicked seguía queriendo a Remus como al hijo varón que nunca tuvo. Cuando Helen se había ido a trabajar y dejaba a Matt en casa de sus padres, la señora Nicked le daba un aviso en el cuartel general y Remus iba a verlo. Se abrazaban, se estrechaban, se palpaban como si hiciese una eternidad que se habían visto por última vez. Remus sufría por Matt, por aquellas visitas forzadas, por aquellos tácitos convenios que tanto incumbían a él y que nadie le había consultado. Pero nadie mejor que Matt comprendía cuanto estaba sucediendo, quizá mejor incluso que los propios implicados. Cuando Remus lo cogía en sus rodillas pese a lo crecido y le explicaba la situación, él ya la entendía. Decía que Tonks lo había consolado, pero Remus llegaba a sospechar algunas veces incluso que sus presentimientos habían mejorado como los poderes de cualquier joven mago al ir creciendo.
Aquel día la señora Nicked había hecho aparecer el habitual pañuelo verde en la chimenea de Grimmauld Place que indicaba a Remus que «el gorrión ya estaba en el nido». Al licántropo le parecía que a la señora Nicked le placía aquel deje de secreto y complicidad al emplear un código que llegaba a ser, en buena medida, completamente innecesario. Se quedaría a almorzar, a pesar de las quejas y pataletas de las que hizo gala el señor Nicked.
–¡Se va¡Ya! –gritó a la señora Nicked en la cocina lo suficientemente alto como para que Remus, en el salón, lo oyese–. No pienso permitir que ese hombre que ya no tiene nada que ver con nuestra familia se quede a comer.
–¡Oh, cállate¿quieres? Me produces dolor de cabeza. Eres tú quien le metes ideas absurdas a Helen en la cabeza para que no se hable con él. Y que yo sepa, es ella quien lo ha engañado.
–¡Es tu hija!
–Y él mi yerno. Y sí, seguirá siendo mi hija toda la vida, pero le dimos una educación... Le di una educación lo suficientemente buena como para enseñarle que la infidelidad es el peor pecado de una mujer responsable¿no te parece?
Remus nunca llegaría a responderse por qué Helen entonces calló, por qué no gritó a los cuatro vientos la verdad y señaló con un dedo acusador a Severus Snape. Tal vez fue la impotencia, quizá el enfado que sentía y que la había convertido en una marioneta apática. Si hubiera sabido lo que pasó en realidad mucho antes, antes también habría acabado todo. Pero sabía que ella estaría igualmente iracunda por la escasa confianza que le había demostrado.
Nada dijo el obstinado y testarudo señor Nicked durante aquel almuerzo ni los muchos que le siguieron, si acaso palabras sueltas o murmullos incomprensibles, aunque las menos veces también se ponía a discutir con su mujer aun con Remus delante. Después de demasiado tiempo, el muggle se daría cuenta de su error para con su yerno y le pediría perdón casi con lágrimas en los ojos. El licántropo, que no podía albergar rencor a aquel entrañable personaje, lo abrazó por primera vez en su vida.
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–¿Los has traído? –inquirió con seriedad Remus al ver aparecer a Sorensen en la cocina del cuartel general.
–Sí, los traigo conmigo. –Le mostró un sobre de papel amarillento–. ¿Has pensado bien en ello?
–Sí...
Pero a Sorensen se le antojaba que respondía con demasiada arbitrariedad.
–Remus. –Desocupó la silla que había a su lado y se sentó–. Remus, mírame. Yo también sé lo que es eso. He estado enamorado muchas veces antes de estar con Ángela y también he tenido mis riñas. ¡Quieres llamar la atención del otro como sea! Pero ¿qué pasará cuándo le envíes esos papeles de divorcio a Helen, eh¿Crees que dirá: «¡Oh, vaya, Remus me está dando un toque de atención»¡No! Cogerá la pluma que tenga más a mano y los firmará con la misma rabia con que tú se los enviarás a ella. Y entonces, hermanito, no habrá mucho por hacer. Sé que tienes ganas de saber de ella. ¡Son tres meses de...! Bueno, ya sabes. Piénsalo bien, hombre. ¿En serio quieres eso?
–No –respondió el licántropo con desgana y tirantez.
–Pues entonces... –Le alargó el sobre que contenía los formularios de anulación del matrimonio–. Tú sabrás lo que haces.
Remus se los quedó contemplando en su mano con una especie de vacío e imbuición que nublaba su mente.
–Pero... ¡es que ella no da el primer paso! Ella fue quien lo hizo –protestó Remus.
–Pero tú tampoco lo estás dando –le explicó tranquilamente–. Ambos sois demasiado orgullosos como para reconocer vuestros fallos. ¿Crees que enviarle eso será dar el primer paso? Hermano, para mí que sería el primero y el último. ¿Los vas a enviar?
Remus lo dudó un instante, paseando la mirada de Sorensen al sobre y del sobre a Sorensen. Sentía una maraña de celos aún en su estómago que lo devoraba por dentro, pero no deseaba realmente que Helen firmase aquellos papeles. Pero quizá ella viniera a hablar con él antes de hacerlo. Era un mar de dudas que lo asolaban como una marea que, lentamente, iba mojando sus pies, sus rodillas, su cintura, paulatinamente, sin que él pudiese hacer nada para remediarlo.
En ese instante, con aspecto vivaracho, entró en la cocina Sirius, silbando tranquilamente. Vio el sobre en la mano de Remus y se lo arrebató con curiosidad, preguntándoles de qué se trataba aquello. Al abrirlo y comenzar a leer los formularios que contenía, abrió los ojos atónito. Sacó los pergaminos de dentro con rabia, arrugándolos, y los rajó y volvió a partir.
–¿Estás loco? –inquirió a Remus que lo miraba sorprendido en tanto seguían multiplicándose los papelitos que caían al suelo–. ¿En serio pensabas firmar esto, eh?
–Ya no –respondió divertido Sorensen.
–¡Te dije que Helen era inocente!
La adivina había hablado con Sirius muchas veces y Sirius se lamentaba muchísimo haberle contado lo ocurrido a Remus sin habérselo consultado a ella previamente. De sus propios labios conoció que Severus la había drogado para que su corazón se inflamase de amor y pasión y que por eso lo había besado, pero que, no sabía cómo, la poción tuvo escasos efectos sobre su mente y consiguió zafarse de él antes de que hubiera ocurrido algo peor. Remus sabía todo esto porque su amigo se lo había contado enseguida, pero el licántropo se obstinaba en pensar que era una mentira de Helen, una excusa bien premeditada para volver a su lado. En el fondo Remus era incapaz de volver a confiar en ella.
–Te demostraré que es inocente –anunció Sirius perseverante.
No tuvo muchas oportunidades, ni realmente sabía cómo iba a hacerlo, pero, cuando se le presentó la oportunidad, no dudó en lanzarse. El penúltimo día de mayo, el día anterior al cumpleaños de Helen como Remus había anunciado con nostalgia durante el pobre desayuno, Dumbledore improvisó una reunión en el cuartel general, corta, que trajo a todos al salón de reuniones que ahora se asentaba en la higiénica segunda planta. Al acabar, Sirius susurró unas indicaciones al oído del licántropo, que salió escopetado de la habitación, y esperó sonriente a que Severus pasase a su lado en el pasillo, donde lo aguardaba impaciente.
–¡Hola, Severus! –le dijo con una voz aguda que denotaba su nerviosismo. Snape lo miró de arriba abajo–. ¿Quieres que te invite a tomar algo en la cocina?
Lo miró de arriba abajo antes de decirle no y continuar su camino como si no se hubiese tropezado con él. Sirius se plantó a su lado, como un perrito faldero de lengua cansada y ademanes juguetones. Le insistió.
–¿Qué tramas, Black? –inquirió con desinterés.
–Una tregua, Severus. ¡Una tregua¿Es que todo el mundo tiene que decirte lo que está tramando? Por favor, ven. –Empezaba a quedarse sin argumentos. Pensó que había llegado el momento de tirar del hilo de la imaginación–. ¡Oh, Severus! Ni te imaginas la de oportunidades que Azkaban me ha dado para recapacitar sobre cuanto ocurrió entre nosotros dos en Hogwarts.
–Me alegro –dijo Snape sin detenerse–. Quizá entonces deberías volver allí. No te sienta mal reflexionar. –Para su sorpresa, Sirius le rió la gracia con una risa hueca y estúpida
–¡Oh, vamos! Ven a la cocina. Te tengo una sorpresa...
–¿Crees que voy a picar ante tan estúpida maniobra?
–Sí, porque no es estúpida, estoy hablando en serio; completamente en serio...
Finalmente Snape cedió, no sin sentir un poco de intriga, y lo acompañó hasta la cocina. Estaba vacía y ocuparon los asientos que se le antojaron.
–¿Quieres tomar algo, Severus¿Una cerveza de mantequilla¿Un café, un té¿Un zumo¿Un zumo de calabaza tal vez?
–No, gracias. Quiero irme lo más rápido posible. Dime cuanto tengas que decirme y podré marcharme de una vez.
–Quería decirte –Sirius se acodó frente a él, con una taza en la que aplastaba con delicadeza la bolsita de la infusión que se había preparado– que estoy enterado de cuanto pasó con Helen. Ella me lo ha contado.
–Oh. –Snape rió–. No sé de qué me extraño. Sirius Black, el génesis de ese rumor sin fundamento, obligándome a una entrevista cara a cara. Si tú no hubieses dado el chivatazo, nada de cuanto está pasando hubiera ocurrido. Pero estar tanto tiempo de casero me temo que te ha debido convertir en una maruja. Cuanto ha pasado ha sido por tu culpa¡de nadie más! Si hubieras mantenido el hocico cerrado... ¡Muerto el perro, se acabó la rabia!
Sirius se contuvo las ganas de sacar su varita, apuntarlo y lanzarle un maleficio. Contó hasta diez y, cuando lo hizo, abrió los ojos para encontrar de nuevo la escatológica sonrisa que se abría frente a él como un abanico chino. Intentó guardar la compostura y manejar de nuevo la situación. Debía permanecer impasible si quería que todo saliese bien.
–Sí, tienes razón –confesó–. Me comporté como una nenaza. Pero es que no supe reaccionar en aquel momento. Me aturrullé. Para mí verte con Helen fue un golpe muy duro. Ahora ya no lo sería tanto, ya que Helen y Remus se han divorciado –mintió.
–¿Se han divorciado?
–Sí, eso he dicho. –Snape esbozó una sonrisa de suficiencia que no pudo disimular–. Así que ya da igual. Creo que deberías incluso ir tú ahora por Helen, ya que está sola.
–¿En serio lo crees¿Estás hablando en serio, Sirius?
–Completamente. Remus ya no la ama. Cuenta que son muchos meses separados uno del otro. Aunque hay algo que me sorprende cantidad... ¿Cómo pudiste liarte con ella si no te quería?
–¿Quién te ha dicho que no me quería?
–Ella –respondió Sirius dignamente–. Y me dijo que después de besarte salió como de una especie de trance. ¿Cree que la drogaste?
–¿Drogarla yo? –inquirió Snape con aspereza, poniéndose en pie y amenazando a Sirius con gesto furibundo. Sirius ni se inmutó.
–Sí, eso dice. Dice que le diste un zumo que desvirtuó sus sentimientos. –Severus murmulló cosas por lo bajo y se rió como un demente–. No pasa nada. Yo también di una poción a una chica una vez. ¿Te acuerdas de Paige Hallywell? –Severus asintió con desinterés–. Me hizo un trabajito limpio cuando le di una cerveza de mantequilla que en realidad era tres cuartos de cerveza y una de poción. Comparto esa política, Severus; si estás enamorado y no eres correspondido¿para qué se inventaron las pócimas? Tú lo sabrás mejor que yo, ya que es tu especialidad.
–¡Te digo que yo no la drogué!
–¡Oh, vamos, Severus! –explotó harto Sirius–. Ella me lo contó. Se tomó una pócima de la verdad para que viera que decía lo cierto –mintió–. ¿Por qué intentas engañarme¿Crees que voy a ir con el cuento a Remus? Helen ya no le interesa para nada. Ya se lo conté cuando ella me lo dijo y no me creyó. No hace falta que me mientas.
–Entonces¿para qué quieres hablar de eso?
–No sé... ¿Para qué me digas por qué la drogaste?
–No la drogué. Ella me gusta, estoy enamorado de ella. –Se escuchó un crujido. Sirius se quedó un momento como paralizado, blanca la cara–. No podía soportar verla en los brazos de otro hombre, menos de Remus. No la drogué. Las pociones no son una droga.
–Pero, bueno... –Procuró no sonreír–. Una poción sí le diste¿no?
–Ya te he dicho que sí.
Sirius se levantó con furia y lo comenzó a insultar como una máquina lanzapelotas, sin interrupción. Snape, inaudito, también se puso en pie y apretó los dientes con rabia.
–¿Qué te pasa ahora a ti, eh? –le inquirió.
–¿Qué me pasa¡Que eres un desalmado canalla, una rata de cloaca, un violador pocionero, una víbora con veneno! Pero lo más gracioso de todo es que tú lo has resuelto todo sin saberlo. ¡Sal, Remus!
Snape no se esperaba aquello, seguro. La puerta de debajo del fregadero se abrió cuando una pierna dentro le dio una patada. Salió la pierna, luego la otra y después el resto del cuerpo de Remus que, en una posición bien incómoda, había aguardado allí escondido para ver cómo Sirius le arrancaba una confesión a Severus de sus labios viperinos. Al salir y erguirse, irradiaba una furia y fuerzas que acobardarían al más pintado.
–¿A que he hecho un buen trabajo, eh? –preguntó Sirius emocionado.
Remus asintió al pasar a su lado. No se detuvo hasta llegar hasta Severus, quedando frente por frente de su rostro cetrino y su nariz superlativa.
–Me place comunicarte –le dijo en tono de presentador de informativos– que Helen y yo no nos hemos divorciado¡so pedazo de cabrón!
Le dio un primer puñetazo que le partió el tabique y provocó un torrente de sangre negruzca sobre su labio. Pese a que a Remus le dolían los nudillos, no se detuvo y lo sometió a una somanta de palos digna del gamberro más malvado del patio del colegio.
–¡Remus, Remus! –Sirius corrió a sujetarlo–. ¡Detente! –Lo agarró con un brazo que le rodeó todo el torso y lo separó unos centímetros de él–. Tranquilo, tranquilo¡que lo vas a matar! –Pero él no se detenía y, también colérico, le daba pataditas por lo bajo–. Tranquilo. –Patada–. ¿Qué... –patada– ...consigues... –patada– ...liándote... –patada– ...a... –patada– ...palos... –patada– ...con... –patada– ...él? –Y el último puntapié le dio en el tabique herido y Severus se desplomó en el suelo, inconsciente.
Aunque desmayado, Remus estaba tan enojado con el profesor de Pociones que seguía forcejeando contra Sirius para zafarse de su lazo. A horcajadas, como el jinete enredado entre las bridas de su caballo, Sirius soltó a Remus en la puerta de la cocina, éste gritándole que lo soltara, que lo quería matar. Un grito más alto, un aullido más terrible lo sacó de su paranoia asesina.
–Ya has despertado a mi madre –gritó Sirius corriendo al próximo vestíbulo.
–Sirius, Helen tenía razón –exclamó Remus agitando los brazos con impotencia–. ¡La he perdido para siempre!
–En estos casos un ramo de flores es lo mejor.
–¡Tú, cállate¿Qué sabrás tú? –gritaba el cuadro–. ¿Qué sabrás tú de cómo se comportan esos animales campestres¡Sirius! No me cubras. ¡No me cubras!
–Mañana es su cumpleaños –susurró Remus con el corazón comprimido–. Debería comprarle algo. –Resopló–. Pero no tengo nada de nada. ¿Crees que Dumbledore me concedería un préstamo?
–¡Oh, insoportable Lunático! –Sirius se aferró a su hombro y lo apartó del vestíbulo–. ¿Recuerdas que te di la llave de mi cámara en Gringotts? Coge cuanto necesites.
–Pero no...
–Y sin intereses, sin prisa por devolvérmelo. ¿Qué digo? Coge cuanto necesites y cómprale un bonito regalo. A mí no hace falta que me lo devuelvas. A mí no me hace falta el dinero.
–¡No voy a cogerte nada, Sirius!
–Como a estas horas Helen y tú mañana no estéis reconciliados¡te vas a enterar de quién soy yo! –Le sonrió–. Suerte, viejo amigo.
–Gracias. Todo te lo debo a ti.
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Remus apareció en la chimenea de su casa bien peinado y vistiendo un elegante traje de chaqueta que le había prestado Sorensen y que se le antojaba le quedaba ridículo, ocultando tras su espalda un inmenso ramo de rosas blancas que asomaba por encima de su cabeza como inscribiéndola en una aureola de cristal. Helen sonrió despóticamente al verlo aparecer. Pegó una voz y ordenó a Matt, que corría a abrazar a su padre, que se fuese arriba a su cuarto, a leer o a hacer cualquier cosa, pero que se fuera.
–No hace falta que escondas el ramo detrás de ti –le dijo con tono apagado, casi sin mirarlo–. Es tan grande que asoma por detrás de tu estúpida cabezota.
Remus estaba nervioso. No parecía sorprendida de su repentina aparición; quizá lo hubiera adivinado.
–Es para ti. Feliz cumpleaños.
–Yo hoy no cumplo nada.
–Sí. En los años venideros hoy será el aniversario de tu nacimiento y de nuestra reconciliación.
Helen rió.
–Eres demasiado vanidoso si te piensas que te voy a perdonar.
–¿Y si te pidiera que me perdonases?
–Entonces no lo haré.
–¡Pues yo te lo suplicaría!
Se puso de rodillas en el suelo y le extendió el ramo para que lo recogiera, cerrando los ojos, esperando quizá un beso o una bofetada. La adivina cogió el ramo de rosas, hizo aparecer un jarrón y las introdujo en el agua.
–¿Por qué quieres que te perdone¿No pensabas que era una fulana buscona¿No decías que no confiabas en mí¿Acaso has cambiado de parecer?
–Sirius ha hecho confesar a Severus.
–¡Ah! –Aquella respuesta no parecía que fuera la que Helen estuviese esperando–. De no ser así¿cuánto tiempo más hubieras esperado?
–¿Por qué no me dijiste la verdad antes?
–Te la dije –confirmó seria–. Te la hice llegar a través de Sirius. Pero tú no me creíste. Yo debía de ser una fulana buscona cualquiera. Y claro, Severus es tan atractivo. Aunque hay que reconocer que besa muchísimo mejor que tú.
–Vale¡vale! De acuerdo. Me lo merezco. Me merezco tu rencor y tus palabras cargadas de veneno. Pero por encima de todo eso, Helen, te sigo queriendo.
–Qué exitoso discurso –se burló–. Ahora creerás que me tiraré como una boba y te besaré la boca como hacía antes¿no? No, Remus, no soy una buscona.
–¡Déjalo ya¿quieres? Déjalo. Estoy arrepentido. Cometí un error, un gran error. No es necesario que me lo restriegues por la cara. Te amo, Helen Lupin. Pese a los sucios engaños de Severus no he podido olvidarte. Pero ¿tú me sigues queriendo¿Eh? Por favor... –Helen permaneció callada–. Dime si quieres que me quede o si, por el contario, deseas que me marche.
Helen guardó silencio de nuevo. Se giró, muda. Remus se levantó lentamente, el mentón hundido en el pecho. Se acercó a la chimenea.
–Detente.
La adivina se acercó hasta él y se refugió en el abrazo osuno que le brindó. Remus olió su pelo, besó sus manos y buscó sus labios.
–¿Cómo pudiste ser tan tonto de pensar que iba a dejarte por otro, por el piltrafilla de Severus?
–No quería perderte.
–Tus celos casi te hacen perderme.
–Nunca más.
Remus y Helen se llegaron cerca de mediodía hasta Grimmauld Place para recoger las cosas de Remus. Sirius, después de felicitar con ánimo a la adivina por su cumpleaños, saltó de júbilo al conocer la feliz noticia de su reconciliación. Cuando se marcharon al rato, extendió la noticia al resto de la Orden del Fénix. Entretanto, Canuto, con gran énfasis, contó cómo heroicamente había conseguido engañar a Severus para que le revelase la verdad. Remus le agradeció que omitiese los detalles del final, un poco despiadados ahora vistos desde la distancia.
–Te he echado muchísimo de menos, Helen. –La terraza de la heladería Florean Fortescue estaba a rebosar de gente. Era un día soleado y la gente quería disfrutarlo después de tantos días plomizos y lluviosos–. Quise disculparme muchas veces, pero no me atrevía. –Helen sonrió complacida–. Yo... Helen, siento mucho todo lo que dije cuando discutimos... por allá en diciembre. –Sonrió incómodo–. Sobre todo lo del pobre Scamander y lo de que no confiaba en ti.
–No pasa nada. –Dio un largo sorbo a su granizada de limón–. No pasa nada. ¡Ah! –Sonrió–. Severus besa fatal.
Remus se sonrió disimuladamente, divertido.
A la noche, tras la cena y el suculento postre que Helen había hecho aparecer a golpe de varita, Remus le dio su regalo de cumpleaños, adquirido con el dinero de Sirius que nunca tendría la oportunidad de devolverle. En una caja de cuero le tendió una pulsera de diamantitos blancos y relucientes, chiquititos, como lunitas diminutas que en Helen produjo una exclamación ahogada, los ojos abiertos como platos. No se lo esperaba. Abrazó a su marido con unas ganas y una pasión tales que éste dedujo que lo había perdonado para siempre, que ya no albergaría más rencor. Jamás.
Pero fue a la noche, al volver a ocupar el lecho olvidado, cuando los temores regresaron al pecho del licántropo. Cuando se desnudaron, vueltos de espaldas el uno contra el otro como dos desconocidos, Remus curioseaba por encima de su hombro las delgadas líneas del torso de Helen, anhelando su cuerpo con un instinto casi animal. Temeroso, dudoso, se acercó hasta la cama, donde Helen ya yacía con su nacarado camisón, y se refugió bajo la manta, vestido tan sólo con unos ajustados boxers de color negro.
Helen aproximó sus cálidos pies a los de Remus y éste sintió sus orejas arder. Se puso colorado, pero, vuelto de espaldas a Helen, sentía la seguridad de que ella no se había dado cuenta. Las manos de la adivina acariciaron sus costillas, sus brazos, se acercaron hasta su pecho e hizo caracoles en su vello. Remus respiraba hondo, los ojos cerrados, ahogando la tentación. De haberse vuelto y haberla besado habría parecido demasiado fogoso, animal, y aquella noche no quería cometer ningún error.
–Remus¿qué te pasa? –dijo al pronto Helen–. ¿Acaso no quieres hacerme el amor?
–No, si sí. –Se volvió lentamente y le sonrió. Se volvió a ruborizar cuando Helen se arrebujó entre sus brazos–. Sólo... Sólo que yo no quería cometer ningún error. Pensé que quizá a ti no te apetecería.
–¿Tú quieres?
–Lo... Lo estoy deseando.
–Bésame, Remus.
Una bocanada de aire traspasó el visillo de la cortina cuando Remus y Helen se fundieron en un abrazo eterno. El licántropo saboreó aquellos labios con los que durante cinco meses había soñado noche tras noche, mientras sus manos devoraban la piel y los pechos de su mujer. Le retiró el camisón con delicadeza extrema, acariciando aquel hermoso cuerpo con la misma precisión que el alfarero el barro. Descendió por su cuello y buscó sus senos, su ombligo, mientras ella se estiraba en un grito de placer reprimido. Sus manos la encontraban exhausta, arrebatada, ausente del frío, y, cuando las manos de ella se alejaron para agarrar con fuerza la sábana empapada, Remus se las cogió y rodeó su propio cuerpo. Se deslizaron por su espalda, su trasero, sus muslos, en tanto tomaba su boca con expresión de infinito.
Una caricia barrió el rostro de barba áspera de Remus y una mano sencilla y blanca como de una muñeca de porcelana le sujetó el mentón. El pelo de Helen se derramaba por su cuello y su espalda como una aparición onírica, como una ninfa de las aguas, del amor. El licántropo la observó con los labios brillantes, humedecidos, su pecho agitado por una respiración lujuriosa. La mano blanca de porcelana se descolgó por su cuello, rastreó su peludo pecho, acarició la fina hebra de vello de su abdomen y lo desprendió de la ropa interior de una delicada y simple maniobra, sin apartar la mirada de los ojos resplandecientes, dorados, que brillaban en la noche y alumbraban su amor.
Remus se dejó abrazar, se refugió en la profundidad del placer, se ocultó tras sus ojos cerrados y su boca entreabierta. Sus cuerpos mojados de sudor se rozaron con fruición contemplándose las almas prendidas de sus bocas, recorriendo con la lengua los recovecos más ocultos de su ser. Los brazos, más activos que nunca, se registraban con cuidado, depositando sus dedos crispados, inquietos, en la piel, en la espalda del otro, encerrándose en un abrazo sensual. Por sus bocas se escapaban miles de suspiros ahogados, miles de exclamaciones impetuosas, un único aliento desgañitado de placer.
Helen cerró los ojos lentamente. Acabó hundiéndose en el mundo de los sueños. Remus sonreía, dichoso, acariciando la negra cabellera de Helen prendida de gotas de rocío. Cuando ella se durmió, el sueño terminó por vencerlo a él también.
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Mas ¡ay, si el destino no les hubiera jugado tan mala pasada...¿Cuántas escenas de amor podría relatar antes de concluir este episodio? Infinitas, de seguro. Pero la suerte no los iba a acompañar todo el tiempo. El lazo que Voldemort tendía a Harry era demasiado fuerte como para que el joven Potter no acabase sucumbiendo en el engaño de su traición. Y el poder de Voldemort era suficientemente grande como para engañar a muchos más fuertes y más sabios que Harry Potter. Sirius Black fue el cebo; Sirius Black lo pagó.
Remus llegó al cuartel general conversando tranquilamente con Tonks. Kreacher, una despiadada sonrisa impresa en sus labios de impostor, les comunicó que Sirius estaba arriba, curando al hipogrifo. Los aurores Kingsley y Moody conversaban tranquilamente en la cocina; por poco tiempo. Cuando estuvieron juntos en la cocina ocurrió: Snape dio el aviso, dos plumas de fénix chamuscadas por la punta que habían surgido de un fogonazo de luces, como de fuegos de artificio. De cuanto pasó después Remus no estaba muy seguro: todo el mundo gritaba, daba instrucciones, aplastando unas voces con otras. El guirigay se quebró cuando Dumbledore se apareció, regio y firme, contemplándolos a todos con una decidida mirada escrutadora. Pocos lo habían visto desde que huyera. Dio las indicaciones oportunas y se aparecieron en Londres. El anciano se demoró, pues tomó otra senda: se internó en el Bosque Prohibido en busca de Harry Potter, evitando su fatal escapada; aunque no los encontró, tuvo que salvar a Dolores Umbridge de los amenazantes arcos de los centauros. Maravillas obró Dumbledore con su varita; de maravillas como aquellas no volverían a ser espectadores los centauros hasta muchos años después.
La cabina de teléfonos, entrada secreta del Ministerio de Magia, expendió las chapas con los rótulos de «Misión de Rescate de la Misión de Rescate» que Remus y los otros integrantes de la Orden se pusieron nerviosamente. Atravesaron el vestíbulo del inmueble en una carrera rápida, hasta los ascensores. Lejos estaba el licántropo de imaginar siquiera que aquel vistazo fugaz supondría la última vez que habría de contemplar la Fuente de los Hermanos Mágicos. Una nueva fuente se alzaría en su lugar y Remus por fin se sentiría orgulloso de algo de aquel Ministerio.
Cuando abrieron la puerta del Departamento de Misterios les embargó una sensación de desazón. Nada sabían sobre qué encontrarían allí adentro; quizá a Harry muerto... Remus, inconscientemente, apresuró el paso, pero se detuvo en cuanto pisó la sala circular de suelo de mármol negro brillante como una nube de tormenta. Cuando los que lo seguían se detuvieron también, la habitación comenzó a dar vueltas sin fin a la vista. Estaban muy nerviosos, pues ninguno había estado allí dentro antes.
Moody, más sereno, decidió abrir una puerta cualquiera cuando se detuvo finalmente la sala. Estaba cerrada y, por más que la forzó, no consiguió abrirla. Kingsley sonrió.
–Imagino qué puede haber ahí dentro. Muchos son los rumores que corren por el Ministerio acerca de su contenido. Hay quien dice que contiene...
Pero no le dio tiempo a decirlo. Remus lo apremió y corrieron a abrir la puerta siguiente. Estaba ésta completamente vacía, a excepción de numerosas puertas que se abrían en la blanca pared. Tonks abrió una rápidamente y dio un largo paso: su pie rozó la fina y minúscula arena dorada del desierto; el sol le incidía con fuerza y una tormenta de polvo avanzaba hacia ella. La cerró. Probaron con otras, hasta que, de improviso, una los llevó hasta la parte más alta de las gradas del Velo. ¡Jamás se le olvidaría a Remus la cara que los mortífagos pusieron cuando los vieron aparecer!
Harry huyó. La Orden del Fénix se abalanzó sobre los mortífagos de Voldemort como un león sobre su presa. Las varitas desenvainadas produjeron un espectáculo de luces y chasquidos digno de contemplar. Corriendo como un poseso llegó hasta Remus, despeinado y esgrimiendo sus facciones como un animal, Lucius Malfoy. El licántropo se enfrentó contra él con maestría; giraba su varita como el espadachín ducho en esgrima y Malfoy retrasaba los pasos en tanto los hechizos contrarios le mordían el terreno.
–¿Dónde te has dejado a tu hermanito, lobo? –preguntó Malfoy esgrimiendo su mirada perversa, más terrible que cualquiera de sus maldiciones–. ¿Se está tirando a algún efebo por ahí?
Lejos de distraer a Remus, éste elevó su varita con destreza y Lucius salió disparado como lanzado por una catapulta. El licántropo no se entretuvo ni un momento: corrió hasta Harry, para ayudarlo, y en su camino lanzó con puntería maestra contra los enemigos que con ahínco bregaban contra sus camaradas. Sin embargo, nada pudo hacer para salvar a Sirius Black. Al alzar la vista y contemplar de nuevo a Harry, Remus comprobó que había lanzado a Malfoy demasiado cerca del chico; el mortífago también corría hacia él. Llegó antes que él, forcejeó con él. El licántropo dio un gran salto y se sitúo entre ambos, esbozando una mirada tétrica y apuntando con su varita a Lucius.
–¡Harry, recoge a los otros y sal de aquí! –gritó. El chico asintió y se fue con Neville–. Acabemos con esto de una vez por todas, Lucius. ¡Impedimenta!
–¡Avada...!
Remus había sido más rápido: había conseguido lanzar su maleficio antes de que Lucius terminara de convocar el suyo. Pero el relámpago verde de muerte surgió de la varita de Malfoy como una serpiente enroscada, amenazadora. En su enfrentamiento con Bellatrix, Sirius dio un gran salto hacia atrás y coincidió con Remus. Ambos cayeron al suelo, al tiempo que Lucius quedaba impedido, mientras la maldición asesina pasaba voraz por encima de sus cabezas. Sirius alzó su varita e impidió que su prima los aplastase a ambos con una burbuja de cristal. Agitó su varita y levitó hasta quedar de pie, en posición retadora.
–¡Remus! –le gritó contemplando de reojo cómo se levantaba–. ¡Ayuda a Harry!
Remus asintió y echó a correr hacia él. En ese momento, inscrito en la tenebrosa luz de la sala circular, apareció bajo el umbral de la puerta Albus Dumbledore y su aparición se le antojó tan reveladora como la de los santos en las estampitas. Descendió las gradas sin asomo de debilidad senil, seguido por las incrédulas miradas de los mortífagos, asustados.
Como saliendo de su ensoñación, lentamente se volvió Remus para ver a su amigo por última vez, cuando oyó el rasgueo de un maleficio poderoso que golpearía en su pecho; atravesó el Velo, desapareció tras su transparencia. Remus no lo podía creer¡el último de sus amigos acababa de morir¿Qué maldición era aquella que lo obligaba a perder a los que más quería?
A su lado vio pasar como una saeta de estela de lágrimas a Harry, intentando atrapar con sus brazos extendidos el áurea gris de Sirius, que se desparramaba como un ungüento cuyo frasco se hubiera quebrado. Lo detuvo cogiéndolo del borde de la capa. Lo detuvo rodeándolo con sus aguerridos brazos. Le explicó que se había ido. Conteniendo las lágrimas que luego no podría evitar, con la apatía que provoca el dolor poderoso le dijo que se había ido, que ya nada se podía hacer.
Los acompañó un trecho hasta donde se refugiaban el resto de sus amigos. Dumbledore ya tenía casi toda la situación controlada. Pero Bellatrix, que también había herido a Kingsley, quien en todo había protegido a Sirius, echó a correr gradas arriba y desapareció. Nada pudo hacer Remus para evitar que Harry la siguiera, rojo de cólera. Lo intentó seguir, pero la voz atronadora y cercana, pese a la distancia que lo distaba de él, de Dumbledore lo hizo volverse:
–¿Dónde está Harry?
–¡Va detrás de Bellatrix! –gritó–. ¡Ha salido detrás de ella en cuanto la ha visto huir! Voy a por él.
–¡No! –exclamó Dumbledore con viveza–. Quédate aquí. Ocúpate de este desconcierto. Hazte cargo de él. –Aunque increíble, Dumbledore ya había llegado, sin cansarse, hasta donde estaba su hijo adoptivo–. Yo iré a por él –le anunció en un susurro.
Y desapareció. Remus desanduvo las gradas y ayudó a incorporarse a Kingsley. Le dijo que estaba bien, que tan sólo tenía el tórax un poco dolorido. Remus le pidió que acompañase a Neville y rescatara a los chicos. «En Hogwarts estarán seguros», le dijo, y Kingsley asintió. Corrió hasta el lado de Moody, que apretaba con fuerza la mano izquierda de Tonks, que perdía su calor.
–Se nos va... –musitó Moody moviendo la cabeza con impaciencia.
–¡Quédate aquí, Alastor! –le ordenó Remus–. Vigila a los mortífagos. Me llevaré a Tonks al hospital. –El auror asintió enérgicamente–. Helen la atenderá de inmediato.
El traslador que conjuró los condujo hasta San Mungo. Hizo aparecer una camilla en la que depositó delicadamente a Tonks. Recorrió infinidad de pasillos con la joven por delante hasta que en uno, exhausto ya, se topó con su mujer caminando lentamente con una carpetita negra en la mano. Al verlo se asustó y corrió hacia ellos.
–¿Qué ha pasado?
–La han herido. Está casi... ¡Ayúdala!
Helen la introdujo en una habitación vacía y le aplicó cuantos procedimientos había a su alrededor. Hizo llamar a una enfermera y le pidió que trajese un sinfín de pócimas y medicamentos cuyos nombres Remus no pudo retener. Cuando la muchacha se fue a buscar lo que le habían pedido, Remus le explicó a su mujer cuanto había pasado. Al contar lo de Sirius, Helen se sintió estúpida. Continuó las curas de Tonks vuelta de espaldas a él para que no la viera llorar.
–Está bien –dijo al poco Helen volviéndose con los ojos agrietados–. Se repondrá.
–Me alegro. Voy a avisar a Dumbledore. ¿Dónde hay una chimenea, eh? Espero que esté ya en su despacho.
Allí lo encontró, tapándose la cara con las dos manos. Cuando Remus le preguntó qué le pasaba, su rostro irradiaba ancianidad por todos lados y su mirada estaba quebrada puesta en la inmensidad.
–Se lo he contado todo –dijo–. A Harry. Se lo he contado por fin. No sé si he hecho bien. No sé nada, Remus. –Se tapó la cara de nuevo–. No puedo hacerme cargo de un peso tan grande yo solo...
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Tonks, recuperada, se pasó a los pocos días por casa de Remus. Le agradeció que la llevase tan deprisa a San Mungo. Si se había salvado había sido por la urgente intervención de Remus. Éste le entregó una taza de té, que sabía le gustaba mucho, y le ofreció unas palabras de ánimo en relación a la pérdida de su primo. La mirada de la chica se estremeció y se escabulló entristecida en los juegos que hacía con la cucharilla, aplastando la bolsita del té. Enseguida Tonks le preguntó para qué la había llamado.
–Necesito que me ayudes –le explicó–. Yo ya no sé qué hacer...
Tonks, precedida por Remus, subió las escaleras sin saber muy bien qué iba a hacer o decir. El mago levantó el puño y llamó a la puerta. Abrió. Matt estaba sentado en la cama, jugando en sus manos con el juguete que de Sirius había legado. El pequeño levantó la vista cansada y sus labios permanecieron sellados hasta que Tonks, avisada por una mirada del licántropo, entró. El hombre cerró la puerta y los dejó solos, dentro.
–Hola, Matt. –Le acarició el pelo. Él no la saludó. La bruja frunció el ceño–. Es un muñeco muy bonito¿no?
–Sí –dijo con la voz quebrada–. Me lo regaló... Fue Sirius.
–¡Ah! –exclamó Tonks fingidamente–. Ya me parecía a mí... Qué bien que lo tengas tú ahora. –Lo contempló un instante, sin decir nada.
–¿Por qué se ha ido? –se atrevió a preguntar Matt–. Yo no quería.
–Ni yo tampoco. A veces sucede. La gente... se muere, sin más. Es triste y nos provoca mucho daño. No podemos hacer nada, pero tampoco afligirnos. Sirius no querría que estuvieses ahí, tan triste por él. Tus padres están muy preocupados.
–Pero... ¿volverá?
–¿Por qué preguntas eso? No... no...
–Yo quiero que vuelva. –Contempló distraído un pajarillo que se había posado en el alféizar de su ventana–. Algún día volverá.
–¡Oh, claro! –asintió Tonks. Puso su mano en el pecho del niño y éste, sorprendido, ahogó un gemido–. Está aquí. En tu corazón. Nunca lo olvides. Manten su recuerdo fresco. Pronuncia su nombre todas las mañanas. Él vivirá para siempre en tu corazón. Su alma se ha refugiado en los que lo queremos.
–¿Tú lo querías? –inquirió–. ¿Lo conociste?
–Sí –respondió solemnemente–. Sirius era mi primo, el hombre más apuesto y gallardo que haya conocido en mi vida. Por las agallas ha perdido la vida, pero sus agallas nos han contagiado a todos de su espíritu emprendedor. No te preocupes, Matt, vengaremos su muerte.
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Remus recordaba que la señora Nicked, en la época en que vivió con ella, decía a menudo que una desgracia siempre venía acompañada de una fuerte alegría. Remus no se acordó de sus palabras hasta que, de pronto, las vio cumplidas en verdad. Aquello habría sido lo último que se hubiera imaginado tras dos semanas tan horribles, pero, cuando lo supo, no pudo reprimir una sonrisa.
Sucedió el día que habían ido a despedir a Harry a la estación y a prevenir a sus tíos para que lo tratasen bien; les metieron el miedo en el cuerpo, les dijeron que pasarían a menudo por Privet Drivet, aunque en principio era una simple falacia para ayudar a Harry, pero que acabaría convirtiéndose en una realidad. Remus regresó a casa con una sonrisita burlona y divertida que se esfumó al imaginarse la cara que hubiera puesto Sirius con los rostros aterrorizados de la familia Dursley. Helen llegó como un fantasma, sin hacer ruido, pálida como la cáscara de un huevo. Mojadas traía las comisuras de los labios; fría y vacía, en los cuencos de sus ojos, una mirada enferma.
–¿Qué te pasa, Helen?
–¡Oh, nada! –Sonrió–. Voy a lavarme la cara. –Entró en el cuarto de baño, seguida de cerca por Remus–. Es que acabo de vomitar en el jardín.
–¿Estás enferma¿Te pasa algo¿Te duele algo¿Quieres que vayamos a San Mungo?
–Oh, no, no hace falta. –Cuando mojó su rostro con abundante agua, parecía recuperada. Su sonrisa había vuelto cristalina, sus mejillas sonrosadas y sus ojos brillantes como pedruscos de plata–. No es la primera vez que me pongo así.
Remus seguía muy preocupado. La siguió todo el rato instándole a que fuese a San Mungo a hacerse alguna prueba o algo.
–¡No, Remus, en serio que no hace falta –le contestó un poco molesta, pero enseguida se le pasó–. ¿Qué me van a decir¿Que estoy embarazada de un mes? Eso ya lo sé yo.
Una lenta sonrisa creció en los labios del licántropo. Helen se la apagó con dos dedos que posó en ellos, más tarde con un beso.
–Sé que no es el mejor momento, después de lo de Sirius, pero el bebé ha venido cuando él ha querido, no cuando a nosotros se nos ha antojado. Si es un niño te prometo que lo llamaremos Sirius. Sirius Lupin.
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Se fue. La vida para Sirius ha acabado. Y para este capítulo. Espero que os haya gustado porque a mí, francamente, me gusta mucho. Quizá porque fue en el que mejor supe encauzar comentarios irónicos que tanto me gusta y porque creo que los personajes viven en este capítulo como en ningún otro he podido infundarles vida. Aunque os dejo que opinéis por vosotros mismos. Ya sólo quedan dos capítulos para que se acabe MDUL: el 54 y el 55, pero no desesperéis, que "MDUL. Segunda parte" ya está listo (aunque aparecerá, como se apunta más abajo, en otro documento o "fanfic"). El penúltimo capítulo aparecerá el día lunes, 13 de febrero. Espero que lo leáis atentamente porque, de aquí en adelante, cuanto aparezca es trascendente.
Avance del capítulo 54 (EL PRÍNCIPE MESTIZO): Ni que decir tiene que, como no me he leído todavía el sexto libro, la trama del capítulo que colgaré próximamente nada tiene que ver con éste (y si algo tiene en común es mera coincidencia); por ello solicito que, cuando lo leáis, seáis condescendientes y tratéis mi labor, no tanto compararlo con la historia de Rowling. Dicho lo cual, el verdadero avance empieza aquí: Al fin se revelará quién es el Príncipe Mestizo (al menos mi interpretación acerca del mismo). La lucha por el fin será iniciada; y en ella Voldemort retomará un frente olvidado: Remus. El licántropo será enfrentado a la mayor prueba de su vida, que lo conducirá indudablemente a su destino: al fin de los tiempos, al acabar de la era.
Nota más entrañable: dos de vosotras debutaréis como protagonistas en MDUL. Lo llevo avisando con mucho tiempo, pero, como cuelgo con cierto retraso con respecto a lo que escribo, el resultado es esta especie de demora. No quiero decir quiénes son, pero daré pistas: una tiene el "derecho" de figurar aquí porque es una de las primeras personas que me conoció, ya le revelé de qué trataba su personaje y ella, sin conocerlo, casi lo adivina, además de que prometí juntarla bien; la otra es norteña, me lee con mucha frecuencia (muy muy fiel), me conoció por el influjo de la amistad y le prometí que su personaje le provocaría lágrimas.
Hasta pronto.
¡Ah! Quiero ir avisando que a "MDUL. Primera parte" le quedan los días contados. La segunda parte comienza con el capítulo hipotético 56, que será 1, entiéndase, por ser de la "Segunda parte". Hago este aviso para dejar largamente expuesto (ya seguiré incidiendo en ello) que la "Segunda parte" aparecerá como una nueva historia y que ésta se dejará ya para siempre.
