«La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas» de Aristóteles. (Cedido por Piki (Laura), con quien espero cumplir esta sentencia, así como con todos los demás).

¡Bienvenidos a la... PENÚLTIMA entrega de MDUL!

(AVISO PARA NAVEGANTES) Éste es el penúltimo capítulo de MDUL; pero de la primera parte, que aquí no acaba esto. Espero que, en lugar de resoplar, esta noticia os aliente. Ya sé que lo he dicho por ahí ya, y que aún me queda que decirlo, pero es que no quiero que a nadie pase desapercibido que crearé un nuevo "fanfic" en "fanfiction" con el título MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO (SEGUNDA PARTE) después de colgar el 55. Es decir, aquí ya no aparecerán más capítulos; habréis de buscar ese nuevo relato, mera continuación de ésta, que estará fácilmente disponible en mi página personal de autor. Espero que todos queréis enterados.

LEONITA (LA SIEMPRE ESTIMADA ANN THORNY). Antes que nada (después de un saludo, que es lo menos que se debe hacer)... ¡Sí, nevó! Increíble, pero en Córdoba también nieva. Es una pena que no llegara a hacerlo en Sevilla, porque casi lo hizo en todas partes. Me levanté temprano, a las nueve o así (en un domingo es cosa peculiar cuando suelo quedarme una o un par de horas más), y me fui a la azotea de mi edificio, donde aún quedaba una buena cantidad de nieve, una pátina de hielo de casi tres centímetros de profundidad. Y Elena, que normalmente no es persona hasta las dos del mediodía, me llamó temprano (harto extraño, repito) y quedamos para ir a un parque próximo para hacer batallas de bolas y muñequitos (en efecto, como críos, pero, como ninguno habíamos visto la nieve antes, ni habíamos tenido la oportunidad de hacer algo remotamente parecido, nos divertimos un buen rato). Te agradezco que te acordases de mí y que me enviaras el mensaje de texto. A razón de esto, y hablando ahora de tu "review", ¿cómo pudiste pensar que nuestra amistad se había enfriado como la nieve? En absoluto. Aunque contactemos rara vez, menos escasamente que antes, yo sigo pensando en ti como amiga e imagino, sí, así creo, que tú haces lo mismo. Tal quise demostrarlo poniendo en el encabezado el mensaje que me mandaste durante las Navidades, ya que me pareció lo más original y divertido que he recibido en todas ellas. En segundo lugar, aunque me repita, quiero volver a felicitarte por lo del bufete de abogados; te lo mereces. Sabemos que, de necesitarlo, existe por ahí una excelente picapleitos (o leguleya, término que gracias a ella aprendí) que puede ayudarnos si se tuercen nuestros destinos legales. Bueno, sin mucho más que decir, esperando sólo que volvamos a hablar pronto, me despido; aprovecho sólo para recordarte que, ¡sí, al fin, éste es el capítulo en que tú apareces. Desde entonces serás tan habitual como el día y la noche, te lo aseguro. ¡Ah, y Pepe también saldrá pronto: en el primer capítulo de la segunda parte (creo que esto acrecentará las ganas de leerla). Espero que te guste; y, de ser posible, me gustaría que me dieses tu opinión con respecto a tu personaje cuando puedas y por la vía que más cómoda te parezca, que yo sabré contactarte. Un beso muy fuerte y un saludo para el filósofo filosofante de parte del proyecto de filólogo y de la que, según me confirmó ayer, va a desterrar la filosofía un día de éstos tan hastiada se encuentra.

MARCE. Hola, Marce. Antes que nada, espero, y lo deseo como puedes hacerte una idea seguramente, que te encuentres mucho mejor (aunque el tiempo no es capaz de borrar las hondas huellas que estos sucesos dejan sobre nuestro corazón) y que esos planes de remodelación vitales de los que me hablaste en tu último "review" hayan servido de manera tal que hayan surtido efecto y te sientas diferente (pero bien, sea del modo que sea). Yo, por mi parte, apenas tengo tiempo (como parece ser que intuyes) ni para respirar: la vida de universitario. No obstante, me consuela saber que el curso por el que estoy pasando es el más duro en mi facultad; a lo mejor en próximos tengo más holgura y, sin dejar de hacer las mismas cosas, pero con más tiempo, me lo puedo tomar todo con más tranquilidad y disfrutar un poco. Sin embargo, estoy completamente de acuerdo contigo; aunque creo que nada se aprecia verdaderamente hasta que se ha perdido; imagino que con los años universitarios pasará igualmente. Tengo muchas ganas de comentarte ciertos puntos sobre tu "review" en lo tocante a MDUL: en primer lugar, sé que puede resultar para los verdaderos amantes de Sirius Black doloroso el ver cómo se le vuelve a herir, matar o lo que sea, pero, como ya he dicho muchas veces, no quería despegarme ni un centímetro del argumento de JK hasta el quinto libro. Ahora tengo entera libertad y puedo hacer lo que quiera con los personajes; así que, sintiéndolo mucho, como ves, la suerte de Sirius estaba echada. Con respecto a Mark, creo que es un poco puñetero y, a pesar de la edad que tiene, un poco mandón para con su primo Matt, pero realmente no pasa de ahí, al menos a mi juicio. Bueno, claro está, me refiero hasta lo que habéis leído; es que es todavía muy pequeñito. Dejémosle crecer un poquito más y veremos más maravillosas aventuras de ese fantástico renacuajo. Pero... mortífago, no sé, no lo veo. ¡En todo caso sustituto del mismo Voldemort!... No, es broma, es broma, no te lo vayas a tomar en serio. En efecto, Severus fue un poco crápula en esta entrega y les jugó una muy mala pasada a nuestra parejita, pero, por suerte, los buenos siempre acaban reconciliándose y los malos encerrados en sus oscuras cloacas. Y, por último, sólo te digo que, en relación al sexo, hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que aciertes... Pero no sé yo... A todo esto, a fin de animarte o ponerte los dientes largos, ya que es algo que contigo no he hablado mucho porque siempre nos hemos centrados en otros asuntos, te revelo que... (¡al fin!) tu personaje está muy próximo a aparecer. Imagino que tendrás ganas. No será en ésta, no desesperes; sólo digo que... ya mismo. Un beso muy fuerte y ánimo.

ISILLE BLACK (O, LO QUE ES LO MISMO, PAULA YEMEROLY, LA POLIFACÉTICA EN RAZÓN DE SU MULTIPLICIDAD DE PSEUDÓNIMOS). ¡Oh, qué largo rótulo! A ver... ¿Cómo me voy a molestar por tu tardanza cuando tantas señales me has dado de tu lealtad y tantas molestias te has tomado para avisarme que estás leyendo? Yo soy el primero que reconozco que, de un tiempo a esta parte, se me ha ido la mano a la hora de componer los capítulos, y que me han salido extensos como ellos solos; eso sí, yo, con toda mi buena intención, he dado largo tiempo para que pudieran ser leídos, pero no soy responsable de las circunstancias personales de cada uno. Quiero decir, lamento mucho que hayas estado de exámenes finales, pero no creo que sea tan malvado como tú me pintas. En fin, bromas aparte, me alegra que, aunque haya sido sólo para avisar de nuevo, te hayas pasado para dejarme unas palabras; es de agradecer. Por cierto, ¿por qué capítulo vas? Ciertamente lamento que el capítulo 51 sea tan largo, ya que creo que es el que te tiene paralizada. Si deseas, puedes saltártelo, aunque convendría que conocieses ciertos aspectos relevantes del mismo que luego repercuten en otros capítulos más adelante (como el 53, éste, etc.). De todas formas, no te preocupes, que yo esperaré calmado, aunque debo confesar que aguardo ansioso el retorno de tus largas digresiones sobre mis capítulos, que, como ya he dicho tantas veces, tanto me han ayudado a reflexionar sobre los personajes y ciertas conductas. ¡Ah! Le he dicho a Elena que te escriba, y me ha prometido que lo hará, pero, dado que sus conexiones son tan escasas como las mías, no te puedo asegurar cuándo eso será posible. Mientras tanto, ten la misma paciencia que tú a mí me imploras, y que yo acepto de buen grado. Aprovecho para enviarte un fuerte beso hasta México (que ya no puedes dudar que sé dónde vives), que espero que sea pronto gratificado con otro.

PIKI. Hola, Laura. Antes que nada, quería disculparme por mi brusca despedida el otro día cuando nos encontramos (casualmente) por el messenger. Es que ya me había pasado algunos minutos de la hora que me correspondía y el hombre que me vino a relevar no lo hizo de muy buen talante, de forma que no estaba el horno como para que yo me demorase en muchos comentarios de más. Espero que lo entendieras. Sobre lo que te dije acerca de que ibas a ser una Black, se lo comente a mi amiga, Elena, y se rio mucho; me dijo que, con todas las pistas que te había dado, deberías haberlo descubierto ya; pero yo casi lo prefiero así. Pronto comenzarás a sospechar de quién se trata. Y ya tengo planeada tu aparición, conque puedo asegurarte que queda realmente poco para tu incorporación a Memorias de un licántropo, enhorabuena. Ya que lo has comentado en tu "review", aunque lo he explicado en el grupo puntualmente, te digo solamente que "he muerto" como Gran Maestre porque no me siento cómodo con esta responsabilidad. Ahora mismo mis estudios me acaparan mucho, lo cual no deja de ser ni bueno ni malo, y el resto del tiempo, en verdad, deseó invertirlo en MDUL, que es de donde realmente extraigo más placer del que nadie puede imaginarse. Como he aclarado algunas veces, tengo mucho argumento, muchos capítulos en mi mente listos para encontrar tiempo y plasmarlos por escrito, por lo que, sin tenerlo, u ocupándolo en otros menesteres, no seré capaz. Además, creo que HPeta, la actual Gran Maestre, podrá encargarse de todo mejor que yo, ya que, por cuanto la conozco, es de natural inquieto y vivaracha. ¿Te puedes creer? Hasta ha empezado a leer este "fic". Le queda mucho para ponerse al día, pero es un gran detalle que le agradezco enormemente. Y el título, despreocúpate, te lo mereces con creces: te hubiera ascendido mucho más, tal era mi intención o gusto, pero no lo hice por temor a que te recriminasen por enchufe. Releyendo tu "review", veo que tienes razón, que somos amigos y, por lo tanto, debo contarte tanto lo bueno como lo malo; por eso hoy aprovecho para no contarte ninguna pena, ya que ninguna padezco, aparte de la que te mencioné de los malos rollos en mi clase, que aún duele. De la misma manera, si quieres usar mi hombro para llorar tus penas, no lo dudes: empápame. Y sí: eres medio adivina o bruja o yo qué sé. ¡Adivinaste en tu anterior "review" una cosa que está por suceder y me quedé a cuadros! No digo cuál, pues suficientes pistas te he dado ya, pero me das verdaderamente miedo. ¡Uh, que yuyu! Dile a tu amiga Mavi que me reí mucho con su comentario, pero que lamento no poder satisfacerla con relatos "slash", ya que mi apetencia o escrúpulo no me mueven a escribir sobre tales asuntos; aunque, de interesarle, sí escribí un pequeño trabajo con determinadas incorporaciones "slash" para un concurso, Adiós, publicado aquí mismo, en fanfiction. Fue una paranoia en la que enamoré a Sirius y a Remus, conque Elena casi me mata. Por cierto, ésta te envía saludos (recuerda que el otro día estuvimos hablando de ti con motivo de que yo te había comentado pistas acerca de tu personaje; es corriente que Elena y yo, en alguno de nuestros corrientes encuentros y paseos, charlemos de estos menesteres, y más aún que lo hagamos de MDUL. ¡Nos encanta!). Por cierto, yo también me alegro mucho de que nos hayamos conocido y mantengamos esta relación amistosa tan fructífera y estable, positiva y agradable, sincera y divertida. Espero que la sentencia de Aristóteles partiera de tal propósito, porque yo, al menos, por tal lo tengo. Espero realmente que siempre estés ahí "dándome la vara" porque no habrá cosa que me satisfaga más. Un beso enorme.

AYA K. Hola, Eva. Debo felicitarte: creo que éste ha sido el "review" más largo que me has dejado; y, lo más sorprendente, no es tan psicoanálitico como antes, ¿te acuerdas, en que parecía que nos contábamos mutuamente las penas. Me alegra saber que vamos evolucionando. A ver..., abordaré los principales puntos de tu "review". No te preocupes por lo del retraso: más vale tarde que nunca (y tú eres una de las más puntuales y constantes, conque no tienes nada de lo cual disculparte); y, hablando de tarde, tampoco hay nada que agradecer con respecto a lo de tu cumpleaños; aunque me ha dejado un poco pillado lo de "lo que menos me esperaba era un email tuyo"... ¡Qué fuerte, ¿pensabas que no te iba a felicitar? Snif, snif... No, es broma. Me han hecho mucha gracias las anécdotas de vuestros cumpleaños... ¡Me hubiera gustado estar presente para poder reírme de lo lindo! Eso demuestra que tenéis un ánimo saludable. Yo sólo suelo hacer esas cosas en Carnaval, y para mí ya es un logro; aunque creo (snif) que este año no me voy a disfrazar (snif). ¿Y tú (es que dices que te vas a disfrazar, pero no de qué)? En Asturias, cambiando rotundamente de tema, es normal que nieve, pero en Córdoba no. ¡Y nevó! ¡¡¡Nevó! ¿Te lo puedes levantar? Es como si un día se levantase uno en medio del desierto y se lo encontrara todo cubierto de un manto blanco (vale, un símil un poco hiperbólico... pero casi, casi). Me fui con mi hermana a la azotea de nuestro piso (donde quedaba más nieve) e hicimos una batalla de bolas, me caí, hicimos un muñeco de nieve (con zanahoria y todo, que creo que sigue allí arriba), el cual, la verdad sea dicha, quedó un poco (bastante) deforme. Le hice una foto, no sé si para dejar para la posteridad mi poco arte modelador. Después, a pesar de que al día siguiente tenía un examen de Fonética y todavía no me lo había terminado de estudiar (es que era muy fácil qué excusa más vaga), salí un rato con Elena (¡¡¡es que en Córdoba no nieva, no, y había que aprovechar!) y nos fuimos a un parque próximo porque sobre la hierba aún quedaba mucha nieve. Como nos veíamos incapaces de proporcionarle una forma redondeada a la nieve, construimos una pirámide, que resultó más cómoda de hacer porque la moldeábamos con el pie; que teníamos ya las manos tan ateridas que ni nos las sentíamos. Lo malo es que luego vino una chiquilla repelente de seis años, de ésas que las ves a distancia y dices: "ésta de mayor va a ser una yonqui", y le metió dos patadas y se la cargó después que nos habíamos ido, viéndolas nosotros en la distancia. A Elena se le pasaron ganas de volver y estrangularla. Y te preguntarás: ¿para qué me cuenta todo esto, y yo te responderé: ¡porque en Córdoba no nieva nunca! Vale, sí, puedes decir que estoy un poco alucinado. Bueno, a petición popular, te diré que me trajeron los Papás y Hermana Magos: un cuentakilómetros para la bici (que me gusta a mí saber si bato mis propios récords), la tercera película de HP (que aún no la había adquirido), dos libros (La pasión del ángel y La hermandad de la Sábana Santa, después que le hice descambiar a mi hermana Ángeles y demonios, jiji...), una mochila nueva para el cole (que la que tenía se me caía a pedazos), un abrigo (amarillo y azul, qué casualidad), calcetines (mi madre siempre dando su nota humorística), un radiocassette (que, como soy tan basto, me había cargado el otro) y no sé cuántas cosas más, pero ya no muchas más. Es que ya hace de aquello varias semanas. Con respecto a tu regalo, tuve que informarme de lo que era una PSP (estoy muy poco puesto); así que, después de una larga investigación, puedo inferir que es un buen regalo. Bueno, sin mucho más que poder decirte, pero, eso sí, recomendándote que estudies mucho, muchísimo, me despido. Te confirmo que, sí, éste es el capítulo en que, ¡por fin, aparece Sara; estoy deseando saber qué opina. Como en el momento en que escribo no he recibido nada de ella, dile de mi parte que Dios ha escuchado sus plegarias y que ya forma parte de MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO. Y a ti también puedo decirte, jeje, que en el capítulo próximo, como doy un avance de la segunda parte, encontrarás alguna sucinta aparición que te producirá... qué sé yo. Un beso enorme, friolera asturiana.

DRU. Hola, Dru. No te preocupes en absoluto por el retraso. Date cuenta que yo apenas si me fijo en eso, aunque venga la fecha. Yo recaudo los "reviews" que hay nuevos antes de la colocación del capítulo próximo y los respondo más o menos largamente; pero, si eso te aflige, no seré yo quien pueda evitarlo, ya que creo que ya te he comentado muchas veces que, por el esfuerzo que le dedicáis a dejarme aunque sea sólo unas líneas, da igual si es antes o después. Espero, asimismo, que tus exámenes vayan resultando bien, y todo eso; yo ahora mismo también estoy de exámenes, pero no por ello dejo de escribir ni de responderos, o colgar, que estoy deseando que aparezca la segunda parte. Muchísimas gracias por tu opinión: me alegra saber que coincides con Elena y conmigo en que éste es uno de los mejores capítulos escritos hasta ahora; lo he leído cientos de veces para saber qué lo hace diferente, para tratar de igualar su frescura en los nuevos que escribo ahora, pero nunca sé qué tiene de especial. En fin... Aunque ahora estoy escribiendo uno que me parece que también está muy bien: el cap. 5 de la segunda parte; pero tendré que esperar a acabarlo y leerlo junto a Elena para saber su opinión y contrastarlo. Y, por último, muchas gracias también por demostrarme que no tengo que enfrentarme a Rowling (lo cual tampoco no es mi intención): yo hago aquí buenamente lo que puedo, lo que a veces se me antoja; trato de poner a Remus en situaciones que me parecen cómicas algunas veces; otras, en situaciones heroicas para otorgarle un papel protagonista; etcétera. Pero porque esto no es Harry Potter y..., sino Memorias de un licántropo. Me alegra saber que tú te das cuenta; pero habrá personas que no serán capaces de discernir A de B. Bueno, sin más que decir, me despido con un fuerte beso y esperando volver a "vernos" pronto.

CAMARADA SILENCE-MESSIAH. Hola, ¿qué tal? Espero que bien. Debo reconocer que estaba ansioso de leer tu "review", y, como tardabas, he llegado incluso a impacientarme. Bueno, no era realmente tardar, sino que, como te has dado unos cuantos días de margen, yo me he puesto de los nervios. Espero que me hayas entendido a pesar de este grueso lío que me he hecho... Es que con todos mis lectores tengo un cariño especial, por el mero hecho de haberme escogido, de haberme aguantado tanto tiempo, de pasarse todos los capítulos para escribirme... ¡Me parece algo digno de elogio! Espero que no suene mal: pero es que creo que he llegado hasta a cogerte cariño, a pesar de la distancia, y creo que no miento si te digo sinceramente que te considero una amiga isleña a la que no he visto en toda mi vida pero que me cae de p... m... Por eso lamento doblemente el no haber encontrado todavía un personaje que se adecue a ti; pero a Dios (o Rowling, dado el caso) pongo por testigo que no volveré a dejar pasar un día sin reflexionar sobre ese punto. Tuve que releer qué te había escrito en el capítulo anterior porque no sabía qué te había dicho acerca de Wathelpun y de Sirius Black; lamento, de paso, que la muerte de éste te haya dejado un salado sabor de amargura en la boca, pero, como ya dije, la historia es la historia, y no me iba a mover ni un punto de ella hasta el quinto libro. Ahora sí, en cambio, abro la caja de Pandora (lo digo porque soy muy imaginativo, y tiendo a las desgracias en ese aspecto) y todo lo que salga será únicamente mío (con alguna esporádica pero necesarísima ayuda de Elena, es decir, Helen Nicked); pero, en el fondo de la caja, quedará la incertidumbre de todos vosotros. (Risas de fondo). No voy a decirte ahora nada más sobre lo que queda por venir, ya que he estado unos cuantos días preparando una extensa síntesis de la segunda parte de MDUL para ofrecérosla en el próximo capítulo, fin de la primera parte. Ahora sólo te digo que estoy deseando colgar el primer capítulo de la segunda parte, ya que creo que éste a ti particularmente te va a gustar mucho. O eso espero. (Quique se toma unos segundos para releer tu "review"). ¿Cuáles crees que son mis planes misteriosos sobre Sirius? No sé, me estás asustando; espero que no creas nada extraño que luego, por no aparecer, te decepcione. En fin... Sí, he embarazado (como autor; Remus es el real artífice) a Helen para que Matt tenga un hermanito o hermanita (aún no me está permitido decir qué es, aunque lo descubrirás en breve). Sólo te advierto, y lo hago únicamente para que no me pegues después, que finalmente no se llamará Sirius, como éstos han previsto. Gracias, por cierto, por todas tus felicitaciones sobre el capítulo; veo que te gusta que incluya detallitos: en adelante intentaré satisfacerte en ese punto; en eso me recuerdas a Elena, a quien le agrada más a veces los propios detalles secundarios que la trama en sí. Bueno, me voy a despedir por este capítulo, lamentando haber tenido tan poco de interés que contarte, pero, bueno, hay días que estoy espeso y otros que no; aprovecho para mandarte un fuerte beso y un abrazo de este camarada tuyo andaluz.

PETITA O (COMO YO TE CONOCÍ) HPETA. ¡Hola! Aunque ya dejé algunos comentarios en la web en que nos conocimos, no quiero dejar de pasar por alto aquí (también porque es el sentimiento que me domina todavía) la inmensa satisfacción y felicidad que me produce que alguien a quien yo estimara tanto se haya atrevido con MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO. Pues la sorpresa es doble: en primer lugar, no me pensaba que ya nadie se atrevería a leerme, por lo menos hasta la aparición de la segunda parte, hecho que ocurrirá en breve; y, en segundo lugar, porque de cara al exterior son cincuenta y tres capítulos (ahora cincuenta y cuatro), y eso es a menudo incompatible para mucha gente. Sin embargo, mi ánimo y esperanza es que, conforme lo vayas desentrañando, te guste, y yo confío que sí, porque a mucha gente le ha parecido bueno, y los únicos que han opinado contrariamente han sido los que no han soportado no encontrar en él nada de slash. No obstante, debo pedirte paciencia: los primeros capítulos, a mi juicio, son tediosos, intragables, depende de quién lo mire, pero los últimos son mucho más emocionantes porque convino más intriga y, según me ha dicho algún avispado lector, casi parecen una "telenovela". Yo considero que son más entretenidos. Asimismo, me gustaría que cualquier duda que te plantease el "fic" (es decir, que no entiendas) me la planteases, ya que creo ser capaz de responderlas en tanto que yo seré capaz de descifrar o explicar por qué escrito tal cosa y tal cosa no. No te desanimes, yo procuraré hacértelo entender. ¡Ah, que ya casi se me pasaba; que me parece un detalle muy bonito por tu parte que hayas empezado a leerme hasta en época de exámenes, porque eso me demuestra que seguirás adelante; hay personas que se asoman aquí por casualidad, pero luego no siguen; pero a ti, como ya te conozco de antes, sé que no lo harás. Por último, y no menos importante, quería explicarte, un último aliciente, que me gusta incluir a los más importantes lectores para mí como protagonistas secundarios del argumentos. En el capítulo 45 en adelante comienzan a aparecer los primeros. Espero que podamos debatir este punto en alguna conversación. No te desanimes: MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO somos todos. ¡Ah, y, aunque me enorgullezcas diciendo que soy tu proyecto de vida, creo que eres exagerada en sumo; te he conocido personalmente y sé que vales tanto o más como cualquiera, que no tienes nada que envidiar a nadie, que ya eres lo suficientemente madura como para que los demás aprecien lo bueno en ti; no obstante, sin desmerecerlo, te lo agradezco. Ahora bien, para acabar me gustaría hacer algunas referencias sobre la Orden Lupina; pocas, la verdad. Simplemente, que lo dejé porque me veía sin tiempo y porque "mi proyecto de vida" lo conforma MDUL, que es lo que más me apasiona en la Tierra. Sin embargo, me pasaré tan frecuentemente como pueda; no obstante, ahora tú eres la Gran Maestre, y ese cargo conlleva una enorme responsabilidad: tirar de todo el grupo. Nadie hará nada si no lo propones tú; las misiones quedarán invalidadas si no creas nuevas; ahora tú tienes el poder de hacer ascender o descender los cargos; en definitiva, te escogí como Gran Maestre porque, además de que me caes muy bien, sabía perfectamente que lo harías fenomenal; conque, cuando tengas tiempo, pásate por la Orden y organiza un poco aquello, de manera que vuelva a estar en activo. Y, para acabar (¿cuántas veces habré dicho esto?... Como comprobarás, ya sabes por qué me dicen que soy el que más por extenso respondo de todo "fanfiction"), yo creo que, aunque no nos conozcamos personalmente, sí nos conocemos, al menos interiormente, que es cuanto vale; y puedo decirte que gracias a Internet, a esta página, a Harry Potter, y, sobre todo, a este relato, por el que han pasado geniales personas, muchas de las cuales encontrarás hablando en los "reviews", he conocido personas que, sin conocerlas, me parecen estupendas, y considero mis amigas. Tú eres una de ellas, Brendis. Un beso.

ATENEA217. Hola, Andrea. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? Me alegra muchísimo que hayas encontrado tiempo para leerme y pasarte un rato, y, sobre todo, que te hayas molestado en dejarme unos cuantos "reviews", porque hay gente que pasa con desgana, lee y no comenta nada. Bueno, sí, vas un poco atrasada, pero tampoco te creas que gran cosa: unos cuantos capítulos de nada; sólo que son los más largos de toda la saga y puede que eso te incomode o haga tomar la lectura con menos gana, pero, bueno, espero que, fuere como fuere, llegue ésta a buen término. Te aseguro, antes de pasar a otros asuntos, que Helen está viva y bien viva, que no es ningún sueño de Remus ni nada por el estilo; superó la enfermedad, conque lo que lees es lo cierto. Tienes razón en parte: creo que Ángela debió mostrarse, aunque hubiera sido mínimamente, arrepentida por cuanto le había hecho al desgraciado de Ryan Simmons, pero, a la par, estaba tan regocijada de que el niño fuera del hombre que ella realmente amaba (porque ya había dejado, como reconoce, de amar a Ryan). La verdad es que la escena es un tanto extraña, conque no le demos más vueltas, es lo mejor. Pero, de cualquier forma, ya te lo he aclarado (que en los capítulos siguientes no se dice nada): Ángela amó verdaderamente a su marido durante un luengo tiempo, pero, después de conocer a Sorensen, la cosa se torció y el fuego se consumió en la relación. ¿Queda más o menos así claro? Y sobre lo demás ya te he dicho: Helen está viva, no muerta; el apunte final del capítulo 49 era simplemente para meteros algo de miedo en el cuerpo, que es algo que particularmente me encanta. No obstante, espero que no me motejes de cruel autor como muchos han hecho. Espero que, si esto no, pueda satisfacerte con otra cosa en breve. Con tal pensamiento me despido deseando que nos reencontremos pronto. Un beso.

(¿HARRY POTTER Y EL MISTERIO DEL PRÍNCIPE? Vaya caca de título... En fin... Sólo quería deciros, creo que por última vez, que aún no lo he leído, pero espero podéroslo comentar tranquilamente en la próxima entrega, la que, recuerdo, es "la última entrega de la primera parte de MDUL".

Eso sí, como no lo he leído, quisiera simplemente haceros ver que este capítulo, El príncipe mestizo, es una interpretación mía, subjetiva, con respecto a este personaje, que escribí (todo deba aclararse) muchísimo antes incluso de que saliese la entrega en inglés, conque nada sabía al respecto, como ahora. Sólo espero que no me comparéis con Rowling, o con el sexto libro, porque no pretendo emular a nadie, sino abarcar una serie de puntos que son de toda suerte necesarios para el argumento. Gracias.).

(DEDICATORIA: Este capítulo querría dedicárselo a las dos personas que figuran en él por primera vez: la una es una de mis favoritas asturianas, Nayra, para quien reservo un personaje que, para mí personalmente, es muy apreciado, aunque podáis pensar otra cosa; la otra es mi genial amiga Leonita (Ann Thorny), a quien he tenido el gustazo de conocer en persona, y a quien no me he cansado de repetir que no descansaré tranquilo hasta que no la haya casado con Joseph, su novio. Un beso a ambas, y espero que os gusten los personajes que os he preparado).

CAPÍTULO LIV (EL PRÍNCIPE MESTIZO)

Remus no podía comprender cómo Sirius se había ido, cómo él también se había marchado para siempre, para no volver jamás. No sabía cómo. Casi todas las noches soñaba con él, con su fatídica suerte atravesando el arco del Velo y desapareciendo tras su curva maligna; se despertaba ahogando un grito, la cara y el torso sudados, y Helen lo calmaba susurrándole palabras al oído y pasándole una fría mano por su hombro desnudo. Hasta que el sueño cargado de pesadillas acababa venciéndolo otra vez, con sus ojos dorados bien abiertos en la oscuridad, en la infinidad perdidos, se culpaba a sí mismo si no habría podido hacer algo para rescatarlo.

Rememoraba los pasos lentamente, uno a uno, y siempre encontraba una salida para Sirius. «Si en lugar de dejarlo para correr detrás de Harry, lo hubiera ayudado con Bella...», se decía a menudo. Helen parecía advertir sus pensamientos, pues lo abrazaba en la cama, le arrimaba sus cálidos pies y le susurraba con su voz adulcorada:

–No fue culpa tuya. Duérmete, cariño.

Días había en los que, inconscientemente, se detenía delante de la chimenea con dos botellines de cerveza de mantequilla prendidos en su mano por sus largos cuellos. Retrocedía sobre sus pasos y guardaba las botellas en el frigorífico, observándolas un instante con melancolía; su brillo áureo y espumoso le traía a la memoria las largas horas que pasaban en la cocina de Grimmauld Place su amigo y él observando el horizonte de libertad por la ventana mientras el ocaso declinaba sobre sus recuerdos. Lentamente, tan abstraído como hacía un instante, cerraba con parsimonia la puerta de la nevera, pensando qué fatal hado rezaba sobre su cabeza acarreándole tantas desgracias. El destino, se repetía; no era sino el destino...

Realmente no sabía ni cómo de puro abstraído era capaz de coger los botellines de cerveza y encaminarse a la chimenea; aparte del hecho de que el pobre Sirius estaba muerto, no podía explicar cómo no tenía en cuenta que el número doce de Grimmauld Place había dejado de ser el cuartel general de la Orden del Fénix.

–No es seguro –había dicho Dumbledore.

Gracias al elfo doméstico de los Black, Kreacher, lord Voldemort debía saber que en aquella casa, antigua atalaya de su poder que renacía, se habrían asentado todos sus enemigos. Se hizo necesario, por tanto, un urgente traslado. Y nadie sabía dónde iban a ir ahora.

–Pues no lo sé –dijo Kingsley frotándose el robusto mentón–. No se me ocurre ningún lugar. Es tan sólo una tontería, quizá, pero tal vez a Dumbledore no le importe concedernos unas cuantas aulas en Hogwarts. Necesitamos poco para nosotros y en el castillo hay sitio suficiente para meter a todos los magos de Inglaterra casi. –Algunos asintieron, confirmando sus palabras–. No sé... –concluyó.

–Mejor que no –respondió Dumbledore deteniéndose a pensarlo sólo un momento–. Nos serviría para ayudar y vigilar a Harry casi de continuo, pero podría ser también una amenaza. Después de lo del Departamento de Misterios me temo que Voldemort no se va a detener hasta acabar con todo al fin.

Exhaló un suspiro.

Remus estaba muy preocupado por él. Cada día lo encontraba más afligido desde que le dijera que le había contado toda la verdad a Harry. Aunque acompañado y respaldado por el valor y la entrega de los aguerridos miembros de la orden, Dumbledore creía que soportaba sobre sus espaldas un gran peso, que sobre sus hombros recaía la responsabilidad de cuidar y velar por Harry, sin ayuda. Cuando Remus hablaba con él tratando de hacerlo entrar en razón, Dumbledore le reconocía con una forzada pero sincera sonrisa que todo habría acabado mucho antes, y más perniciosamente, si el anciano director no hubiese contado a su lado con aurores tan entregados y personas de valor; sin embargo, el licántropo se veía obligado a darle la razón cuando le comentaba con un nudo en la garganta que lord Voldemort no era un hueso fácil de roer.

Pronto vendría, como caído de los cielos, el único capacitado para auxiliar a Harry Potter, para sobrellevar sobre sus espaldas tan importante responsabilidad.

–Pues en tal caso –prosiguió Tonks–, a mí sólo me cabe una posibilidad: que el Ministerio nos ceda algún despacho o estancia en el Wizengamot para que podamos celebrar nuestras sesiones y reunirnos.

Dumbledore consideró con optimismo aquella sugerencia, pero Mundungus, eufórico, la voz quebrada de alegría mal expresada, pegando saltos y elevando la mano sobre los demás, lo interrumpió diciendo:

–¿Y por qué no le pedimos a Fudge que reinstaure el antiguo cuartel general? Imagino que seguirá bajo el suelo, ¿no?

La antigua casa del fénix, donde un árbol solitario sellaba la entrada de la esperanza, de la salvación del mundo, despertaría. Aquel árbol se había consumido bajo lágrimas de fénix que habían provocado rojas llamas como su plumaje; las lágrimas de Fawkes harían recobrar la vida perdida a aquellas raíces enterradas en el olvido de la tierra húmeda y, como el mismo fénix, la orden renació de sus cenizas. El frondoso y florecido árbol del extenso prado verde se abrió sobre sus cabezas como una mariposa.

Fudge se desapareció con un deje de indiferencia tras estrecharle su gélida y sudorosa mano a Dumbledore con rapidez. El miedo de toda la comunidad, la vergüenza de asumir tarde y con la cabeza gacha sus errores se traslucían en una única persona, símbolo de todos: el Ministro de Magia. El licántropo lo vio disiparse con desagrado, pues poca era la simpatía que sentía por aquel hombre bajito y refunfuñador que tantos indisolubles quebraderos de cabeza les había costado. Sin embargo, lo que más le dolía a Remus era que Fudge se preocupase sólo del destropicio ocasionado en la sala de las profecías cuando su mejor amigo, su único amigo, acababa de morir.

Con los ojos entornados, recordando aquella fragancia típica de hedor a tierra húmeda que ahora se entremezclaba con el de la humedad y el polvo, Remus entró en el salón común examinándolo todo con detenimiento. La mesa, el sofá y los sillones en que tantas veces habían perdido la noción del tiempo los chicos cuando se habían puesto, de noche, a charlar; la chimenea ennegrecida y, sobre todo, la puerta mágica que guardaba tras su marco de metal los mil y un secretos de aquel lugar, a cual más interesante: todo permanecía igual, impasible, como si el tiempo no hubiese transcurrido. Tal era así que Remus esperaba ver salir de un momento a otro a Sirius enganchado del cuello de James, a Lily riendo con Alice, a Frank...

–¿Estás bien? –le preguntó Dumbledore sonriéndole.

–Sí... Cuánto tiempo, ¿no?

–No tenía otro remedio que traeros aquí, compréndelo, Remus. Sé que esto fue para ti no sólo una casa, sino también el hogar de tus recuerdos. –Le puso una mano balsámica sobre el hombro–. Coraje, hijo.

Pero el mayor coraje lo tenía en casa, en el seno de su mujer, donde lentamente se gestaba la criatura, el segundo descendiente que portaría con orgullo el apellido Lupin. Sirius Lupin, como Helen le prometió que lo llamaría. Remus pasaba las horas muertas contemplando a su mujer mientras ésta leía, observando su tripa creciente, su barriga enhiesta, su rostro endulzado de buena esperanza y rubor maternal. Ponía sobre su vientre inflamado sus manos ambas y esperaba notar de un momento a otro la presencia del bebé. Helen, sin perder su sonrisa, apartaba el libro y le decía a Remus:

–Es demasiado pequeño aún. No esperes que vaya a estar dando pataditas ya.

Pero aquella vez la sintió. Se apartó sorprendido. Una patadita; una patadita corta pero potente que Helen también notó y que la hizo incorporarse. Remus exclamaba, ella anonadada. Se abrazaban y anhelaban en silencio el advenimiento de aquella criaturita que había hecho desaparecer sus penurias y nostalgias.

«Después de una terrible noticia, después de una tragedia o una desgracia», solía decir la señora Nicked, «siempre le sucede una fuerte alegría, algo que consigue eclipsar incluso la tristeza más honda.» Cuánta verdad se ocultaba tras aquellas sabias palabras.

Cuando consideraron que Matt estaba recuperado de la pérdida de Sirius, cuando ellos también lo estuvieron para afrontar aquella conversación, sus padres lo asaltaron en el jardín de atrás y lo hicieron sentarse en la blanda hierba. Dos francas e impacientes sonrisas se abrían ante los incrédulos ojos del pequeño Matt, que miraba a uno y otro con impertinente curiosidad.

–¿Qué pasa? –preguntó al fin con su dulcecita voz de niño.

–Mamá y yo tenemos que explicarte algo, Matt –le dijo su padre–. Verás. –Cuando iba a comenzar a hablar, notó la dificultad, sintió el vacío en su mente, la imposibilidad de contar las cosas dando rodeos, evadiendo la mitad.

–Lo que queríamos decirte, Matt –lo socorrió la adivina–, es que tu padre y yo nos queremos. Y cuando los papás se quieren, a veces... ¿Cómo decirlo? Pues ¡juegan! –Matt la miró con incredulidad–. Es un juego de papás. Y cuando el juego sale muy, muy bien, los papás reciben un premio. La mamá recoge la semillita de papá, se la mete dentro y se queda embarazada. –Remus, cohibido, asintió–. Entonces los papás esperan un bebé.

–¿Voy a tener un hermanito? –inquirió Matt con los ojos iluminados.

–Así es –confirmó Remus radiante de felicidad, más joven que nunca–. Tendrás que esperar unos cuantos meses todavía, pero pronto tendrás un hermanito en casa con el que jugar. Ya lo verás.

Desde aquel día Matt dejó de preguntar por Sirius, dejó de apretar el muñequito que éste le había dado y que pronunciaba su nombre; a cada rato preguntaba por el bebé, por su hermanito, y cuando su madre le explicó que ella lo tenía dentro, Matt, inocente, creyó que se lo había comido. Helen le enseñó a poner sus manitas sobre su barriga desnuda y sentir el calor del ser que se formaba en su interior.

–¿Sientes algo? –le preguntaba la bruja.

–Sí. Es vida, fuerza... –Helen lo observó incrédula–. Lo siento no en mis manos –él le devolvió la mirada a su madre ahora–; lo noto en mi cabeza.

También a causa del bebé y la alegría que le reportaba, Matt ya no hacía tanto caso como antes a Tonks, aunque esto también podía deberse a que antes la veía ocasionalmente en alguna comida a la que se uniera o visita que hiciera, mientras que aquel verano se había ido a vivir con ellos y la veía a diario. Sin embargo, la verdadera razón estribaba en que el pequeño Lupin se ruborizaba cuando ella le hablaba o le hacía carantoñas y que deseaba espiarla sin que ella se diese cuenta. Algo más fuerte que su corazón latía en su pecho y su inexperiencia era incapaz de decirle de qué se trataba.

Si poca había sido la suerte de Tonks aquel fatídico junio, al volver a su habitación de alquiler de Londres se encontró con la casera embutida en un camisón floreado y aderezada con unos rulos violetas por toda la cabeza que le recogían no sólo el pelo, sino también le estiraban la piel de la cara, ya de por sí huraña y antipática. Era una muggle grosera e impertinente que le comunicó que, además de deberle ya dos meses de alquiler, el resto de inquilinos se había quejado de su apariencia libertina y que no la quería volver a ver más por allí. Le tendió una maleta desvencijada en la que había metido desordenadamente cuantas pocas pertenencias había encontrado en su desordenado cuarto y, a empujones, la mandó a la calle en la oscuridad de la noche.

Con Grimmauld Place impracticable, sin un cuartel general donde refugiarse, se apareció llorando en casa de los Lupin. Amablemente la acogieron y le ofrecieron el cuarto de invitados, por el que Tonks, entre hipidos, dijo que pagaría la misma cantidad que en el que vivía hasta hacía una hora. Remus y Helen se opusieron, pero Tonks no quería vivir de su hospitalidad; adujo que se sentiría mal, que ella habría de colaborar pues sería una boca más que alimentar y, además, tenían un bebé en camino y no quería suponer ella un estorbo en la economía familiar. Aquello le recordó al licántropo que aún guardaba en su haber la llave de la cámara de Gringotts de Sirius. La cogió y se la tendió a Tonks, su prima, la que legítima y moralmente debía heredar el oro mágico de su primo. Éste dijo a Remus que nadie mejor que él sabría guardarla, pero, dondequiera que estuviese, el gran perro negro estaría satisfecho de que Tonks la conservase ahora.

Al término de la primera noche que Tonks pasó en su casa, Matt estaba desayunando cuando quedó mudo, la leche derramándose de la cuchara sobre el bol de cereales que degustaba, boquiabierto, contemplando la hermosa aparición que acababa de hacer entrada sin darse ni cuenta siquiera ésta de su rostro embobado y sus pupilas enamoradas. Helen entró con la cestilla de la colada, la soltó en el suelo, abrió la puerta del tambor de la lavadora e introdujo las prendas con prisa. La cerró con fuerza y pulsó el botón del agua caliente.

–Buenos días, Helen –saludó Tonks.

La bruja se giró sonriente, pero no fue la misma Tonks de siempre la que encontró. Acostumbrada a sus extraños peinados de vivos pero estrafalarios colores, una nueva imagen de la chica se abría ante sus ojos: la tez fina, los ojos de un resplandeciente azul mar y la cabellera larga y negra como el tizón de la chimenea. Tonks sonrió al verla dudar.

–Buenos días, Tonks –vaciló–. No sé por qué te pones siempre tan extravagante. Con lo guapa que estás si te pones sencilla, colores normales en el pelo y esas cosas.

Rio.

–Así soy en realidad –explicó.

–¿En serio? –Matt seguía mirándola deslumbrado, sin capacidad para llevar la cuchara a sus labios–. ¿En serio, Tonks? ¿Por qué entonces vas tan extraña siempre? Eres muy guapa, sí, mucho. Te pareces a...

–Sirius, ¿verdad? –la cortó Tonks–. Mi madre también lo decía. ¿Has desayunado ya? ¿Quieres que te prepare unas tostadas?

–No, gracias. Me he levantado temprano para trabajar en el proyecto de investigación en el sótano y desayuné casi con el alba. Sin embargo –rio–, no he hecho nada. Se me enroscó un ratoncillo en los pies y he salido pitando. Ya le diré a Remus que lo atrape o algo.

Aquella cacería trajo a la memoria del licántropo que Pettrigrew seguía vivo, que, de cuantos amigos había tenido, sólo el falso y el impostor sobrevivía. La oscuridad del sótano lo invitaba a reflexionar, pero también a la melancolía; nítidas se le aparecían las voces de sus amigos muertos y no sabía si, como Helen, aquel mágico sótano también conseguía que él tuviera visiones. Mente desvariada que se refocilaba en su propia desgracia.

Una mañana por fin, un ratoncito de pelaje color canela apareció con el cuello atravesado y una gota carmesí en la trampa que Remus había dejado en el suelo. Un diminuto mordisquito presentaba el trozo de queso, el anzuelo traspasado en la trampa, el último festín de aquel animalillo que Remus, resoplando, dejó caer sobre el cubo de la basura. Matt, asqueado, contempló sus patillas tiesas y su hocico inerte, entreabierto. Reconoció que le daba lástima, aunque en secreto le recordaba la matanza de ranas que protagonizó con su primo; Remus no era de la misma opinión: aquellos cuadrúpedos veloces que se escondían y roían tan bajo como murmullos le recordaban a Colagusano.

Volvió a bajar al sótano con un temor aumentando en su interior. Roían. Ni él ni Helen habían pensado que nada de valor hubiera en el sótano que los ratones pudieran destrozar royendo. Levantó el licántropo la tabla suelta del piso del sótano y sacó de ella el objeto que durante más de un decenio dormía bajo el suelo, la pieza que ocultaba desde que en su boda se hubiera hecho con ella, sorprendido, confuso. Brillaba en sus manos, contagiada de la luz violeta que, en ocasiones, se extendía por el sótano y vagaba como con vida propia; resplandecía como una barra de neón que lo cegara. La dejó en su sitio y depositó de nuevo la tabla suelta sobre ella. Algún día vendrían a reclamarla.

El resto de la mañana empleó en el sótano, pues donde había un solo ratón bien podría encontrarse toda una camada. Alumbrándose con el haz de luz proveniente de su varita, inspeccionó el licántropo todos los rincones, todos los resquicios de aquella sucia estancia que olía continuamente a polvo por más que se la limpiara. Sus frutos tuvo su esfuerzo: encontró la abertura diminuta por donde debían entrar los ratones. Blandió su varita arrodillado sobre el resquicio y lo sepultó con un rayo de luz. Ya no quedaba hendidura alguna.

–Ya está –dijo Remus a su mujer–. Ya he tapado el agujero por el que entraban los ratones. Ya no hay problema para que bajes, ¿verdad?

Verdad. A la mañana siguiente bajó al rayar el alba, el sótano oscuro como en un día de tormenta. Nada veía cuando entró, pero no detuvo el paso. Sacó su varita, presta a hacer aparecer un reguero de luz que la alumbrara, pero tropezó antes de lograrlo. Creyó que había caído, pero cuando abrió los ojos se descubrió flotando sobre una nube de vapor violáceo; atónita bajó de ella cuando la luz la descendió hasta el suelo. Helen habría jurado que, durante todo el rato, aunque asustada, había escuchado una dulce voz tarareando una suave nana.

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El sol rayaba la línea del horizonte manchando de tibia y amarillenta luz el cielo surcado de nubes rasantes, despegando leves notas brillantes de color en los tejados ocres de Privet Drive. Todo era normal aquella mañana; todo era habitual como habitual venía siendo aquel verano, con aquel hombre abrazado en su gabardina que dormitaba con las piernas extendidas en un banco, calado un antiguo sombrero de ancha ala que le ocultaba medio rostro. Despertaron los aspersores: giraban, salpicaban, chisporroteaban; su vapor cristalino como una cortina de agua pasó rozando como si le asperjara y el hombre se revolvió inquieto. Extendió tan sólo su mano diestra, ningún otro movimiento hizo, y el aspersor redujo lentamente el chorro de agua hasta que se detuvo, estropeado, emitiendo un largo y profundo alarido. La puerta del número siete se abrió con estridencia y un chucho terrible, de pelaje oscuro, un salchicha, salió trotando con sus orejillas largas brincando sobre su cabeza. Era el mismo recorrido, el hombre desconocido lo sabía, pero volvía a dormitar con el mentón hundido en su pecho. Sólo cuando sintió un súbito calor en la pierna despertó, consciente entonces ya de que el maldito chucho se le había meado encima. Los dorados ojos de Remus se abrieron entonces, enojado, y amagó un puntapié con el que obligó al chucho a alejarse de su lado.

–¡Ven, Rubigo! –gritaba la anciana del número siete lanzando despectivas miradas al licántropo bajo su fea cofia.

El hombre se puso en pie, asqueado. Sacudió su pierna y estrujó un poco el pantalón. Bufó. No le pasaba desapercibido que con aquel atuendo muggle desvencijado y deshilachado todos tenían la impresión de que era un pobre mendigo que recorría las calles de Little Whinging en busca de unas míseras monedas con las que subsistir, pero tener que soportar los orines infestos de un chucho maleducado lo sobrepasaba.

Se hundió las manos en los bolsillos y echó a pasear rastreando los pies con parsimonia. Grande era su paciencia, pues grande era la confianza que Dumbledore había depositado en él.

–Los mortífagos se han fugado de Azkaban –le dijo cierto día.

–¿En serio? –Remus estaba atónito–. ¿Los dementores han terminado por liberarlos a todos?

–Sí. Empiezo a preocuparme –le confesó–. El curso acaba mañana y Harry habrá de volver a Privet Drive. Temo que la paciencia de su tía tenga un límite, que olvide su promesa y eche a Harry de su casa.

–¿Puedo hacer yo algo?

–Tal vez. Habla con sus tíos cuando vayan a recogerlo a la estación –Remus lo miró incrédulo–, asústalos. Amenázalos con cualquier cosa, con cualquier estupidez. Si temen que una horda de magos se presente en su casa si lo echan, no se atreverán a hacerlo. ¿Cuento contigo?

–Sí. –Remus sonrió, empezando a concebir en su cabeza el malévolo plan de persuasión–. Algo se me ocurrirá, seguro.

–Aun así –prosiguió el anciano–, no las tenemos todas con nosotros. Sólo Voldemort no puede entrar en Privet Drive sin sentir un terrible dolor, él lo sabe; el resto sí puede. Habremos de reanudar las guardias de vigilancia de Harry. Tú las liderarás en esta ocasión. –Dumbledore sonrió y sus cristalinos ojos centellearon un instante–. Necesito depositar en alguien mi confianza, Remus, hijo, y tú eres la piedra angular sobre la que se asienta todo mi plan. –Sonrió cabizbajo–. De incógnito pasearás por Privet Drive. Mientras tú estés allí, yo estaré tranquilo. Y Harry, seguro.

–Pero ¿es que acaso voy a vigilar yo solo a Harry? –inquirió el licántropo.

–No. Yo te ayudaré.

Elevó durante su paseo la vista el licántropo. Lejos, muy lejos, planeaba el rojo fénix de Dumbledore graznando alegremente, un canto divino que acompañaba constantemente a Remus y lo hacía sentirse menos solo. Dumbledore lo ayudaba.

Aunque el director de Hogwarts también había congregado al resto de la orden y le había comunicado la intención de volver a vigilar al muchacho, a pesar de que Mundungus, principalmente, también desempleado, y también el resto habían sido provistos de guardias, Remus ostentaba la mayor parte de ellas. Si por Dumbledore hubiera sido, constantemente hubiera vigilado su hijo adoptivo la calle en la que habitaba Harry, pero entendía que éste necesitaba pasar parte de su tiempo con su familia. Lo que dejaba más intrigado aún al licántropo era la razón por la que Dumbledore, de improviso, había depositado en él tanta confianza. Cabeceó borrando aquellos últimos pensamientos, tan presentes en las meditaciones forzadas de sus largos paseos; Dumbledore lo quería como a un hijo, y como un hijo debía confiar en él.

Consultó la hora. Arabella debía de estar despierta ya y preparando, de buen seguro, el termo de café bien caliente que brindaba cada mañana al vigilante de la Orden del Fénix que se encontraba. Tenía ya ganas Remus de encontrársela, de conversar con ella, pues cuando no lo hacía, sus paseos lo llevaban siempre por largas reflexiones: la muerte, sus amigos, su madre, Sirius... Resoplaba hondo. Le propinó una patada a una piedra que fue rodando calle arriba. El destino. El terrible sino se había llevado a todos sus amigos, sus familiares, uno tras otro. Lo había dejado solo. Con Helen, Dumbledore, Matt, Sorensen... Pero ¿qué le depararía ahora el desino? ¿Qué tendría destinado para él? No podía saberlo. Ni saberlo quería. Respiró el puro aire de la mañana y se inundó de su frescura, sus pulmones abrasados de la entrada de oxígeno.

Se detuvo en la esquina. Se sacó un pitillo y un encendedor y se apoyó en una farola. Prendió el cigarro y le dio una fuerte bocanada. Exhaló el humo y tosió. No fumaba ni le gustaba siquiera, pero aquello le confería una apariencia aún más extraña; ni Harry, se temía, habría descubierto que Lupin se escondía bajo aquella gabardina descolorida de cuello subido que ocultaba su rostro, bajo aquel sombrero, tras aquel cigarrillo del que volvió a probar. Arrojó la colilla a la alcantarilla y la observó un instante apagarse al contacto del agua turbia. Observó a su alrededor: el sol estaba ya alto. Se metió la mano en el bolsillo interior y sacó una gafas ahumadas que se ajustó con cuidado en la nariz. Era preciso que nadie, ni tan siquiera Harry, lo descubriera.

–¿Por qué no podemos contactar con Harry? –inquirió Remus cuando Dumbledore le había explicado los pormenores de la misión.

–Porque, de hacerlo –explicó su mentor con tranquilidad–, el hablar con él te distraería. No debe saber que nadie lo vigila. Es por su bien.

Se metió de nuevo las manos en los bolsillos y, tarareando una monótona cancioncilla, descendió la calle. A lo lejos vio como un largo automóvil negro se detenía ante la fachada del número cuatro. Se apearon de él una mujer y un hombre bien vestidos, elegantes, de punta en blanco. Atravesaron el césped cuidando pisar sólo el encogido camino empedrado y llamaron a la puerta repetidas veces. Pudo ver Remus que el hombre llevaba un maletín negro y cuadrado en la mano y que se ajustaba el cuello de la camisa antes de que abriesen la puerta. Se despreocupó. Apartó la vista y continuó su camino con sosiego. No pudo ver entonces cómo la mortífaga Bellatrix, que se había arreglado el pelo para pasar desapercibida, miraba a un lado y otro de la calle antes de que la señora Dursley los invitara a pasar adentro, y cómo Lucius Malfoy se ajustaba las falsas prótesis que se había añadido por toda la cara.

A su izquierda, impasible, Remus volvió a ver al chucho que se le había orinado encima. Hizo un mohín de repugnancia. Al atravesar la casa de los señores Dursley elevó tan sólo un instante la mirada hasta las ventanas de los pisos superiores. Cerrados los cristales, reflejaban la calle y nada de dentro se podía ver. Chasqueó la lengua. Continuó cabizbajo, recordando en silencio una canción que había oído hacía poco.

Entonces ocurrió: la ventana de la cocina explosionó y los cristales, cientos de pedacitos brillantes, cayeron sobre la hierba como una lluvia cristalina. El rayo verde que había provocado el estrépito golpeó contra la calzada y provocó un socavón que desprendía una vaharada constante de humo blanco. Remus, sorprendido, se había tirado al suelo. Cuando lo comprendió, se levantó de un salto.

El licántropo, turbado y perplejo, emprendió una carrera veloz, tan veloz que las gafas cayeron sobre la acera y el plástico crujió al ir a dar su pie contra ellas. Con furia, rechinando los dientes, gritando como el soldado que desciende la colina en primera fila en busca de la linde enemiga, extrajo su varita y la blandió con fuerza ante la puerta: el número cuatro de latón saldría despedido cuando los goznes cedieran y, con gran estrépito, explotase la puerta. Grande era el desconcierto dentro, donde encontró a Dudley llorando escandalosamente en el vestíbulo, postrado en el suelo, y a Vernon Dursley lívido, con su bigote estremecido ante la enhiesta varita de Bellatrix.

Ésta se volvió con el rostro desencajado, amenazador, al ver entrar a Remus. Soltó el cuello de la limpia camisa de Vernon y apuntó con su varita al licántropo. Éste pudo desaparecerse antes de que la estela de la maldición asesina lo atravesase. Se apareció detrás de ella, pero ágil en reflejos, la mortífaga prima de Sirius se agachó a tiempo de que el maleficio aturdidor que le había lanzado la golpeara. Al mismo tiempo, con agilidad de karateca, extendió la pierna y golpeó a Remus haciéndolo caer. Su varita cayó de sus manos y la observó alejarse con pánico. Sólo cuando la bruja lo amenazó con su propia varita recordó que él no necesitaba ninguna para hacer magia.

–¡Avada Kedavra!

Remus se abrazó adoptando la forma de un rodillo y levitó dando vueltas como un cilindro al tiempo que la maldición producía un chamuscado agujero en el parqué del suelo. Aterrizó detrás de ella, Bellatrix se volvió, blandió ella su varita como un látigo y Remus extendió su mano. El aire del vestíbulo se huracanó a su alrededor en tanto las dos fuerzas, ambos rayos, luchaban uno contra otro, haciendo ceder, ganando terreno, mordiendo al otro con furia.

–¡Impedimenta! –oyó Remus.

Vaciló. Su fuerte brazo perdió concentración y el maleficio de Bella cobró poder. La bruja, mostrando una sonrisa desquiciada, apretó su varita con saña. «Tengo que zafarme de Bella...», pensó Remus. «Más tarde vengaré a Sirius.»

–¡Harry! –gritó.

Apartó la mano y, al mismo tiempo, a sí mismo se apartó. Bellatrix volvió a agitar con rabia su varita pero Remus se agachó cuando un rayo violeta surgió de ella, chocando contra el jarrón de la esquina que se hizo añicos. Al ponerse en pie, Remus ya había recuperado su varita y la agitó con gran enojo. Elevó a Bellatrix del suelo y la hizo golpear contra la pared. Consiguió al menos el tiempo suficiente para correr hasta la cocina, donde Harry y Lucius se debatían en pugna desigual.

Gritaba el mortífago la maldita maldición cuando, como un felino o un lobo tal vez, Remus se abalanzó sobre él y lo hizo caer. Su varita brilló un momento con un resplandor verdusco, pero, al caer de su mano, se escindió.

–¡Lupin! –exclamó alegre Harry, que estaba en pijama y despeinado, como si lo acabasen de sacar de la cama–. Está usted aquí.

–Sí... –respondió casi sin aliento.

Mas, al volverse para responderle, Lucius aprovechó el descuido y lo empujó con fuerza. Alargó el brazo para recoger su varita y apuntó con ella amenazadoramente al licántropo, sonriendo como una criatura sarnosa. Harry, que ya había vuelto a incumplir la norma del Ministerio, no dudó en blandir su varita contra Malfoy. En ese instante entró Bella rechinando los dientes en la cocina y apuntó a Harry.

–¡No! –Petunia, que estaba escondida debajo de la mesa llena de boles y vasos, frutas a medio mondar y un cartón de leche derramada, salió de su escondite y se interpuso ante Harry–. Es sólo un muchacho.

Bella no había dudado en conjurar la maldición. El rayo verde se desprendió de su varita limpiamente, con el sonido del leve rasgueo de la cuerda grave de un arpa. Remus intentó agitar su varita, pero Lucius le dio un puñetazo y ésta salió rodando hasta los pies de la mortífaga.

Pero en un instante, en una milésima de segundo, tan rápidamente que sus ojos no fueron suficientemente rápidos para verlo, un escudo dorado y rojizo escindió el rayo en miles de cristales de colores y una barba blanca y larga y unos ojos azules amenazadores aparecieron en la cocina, con su larga varita apuntando a Bellatrix, extensión de su firme pero anciana mano. Nada tuvo que decir ni ninguna floritura hubo de hacer para que la varita de la mujer se descolgase de su mano y cayese con un suave tintineo sobre el suelo. Lucius se agitó y desapareció, sin que Remus tuviera tiempo para evitarlo.

–¿Estáis bien? –inquirió Dumbledore volviéndose a uno y otro.

Harry asintió nervioso. Remus le dijo que lo estaba y Dumbledore le tendió una mano para ayudarlo a ponerse en pie.

–¿Estás bien, Harry? –volvió a preguntar el anciano.

–Sí –contestó trémulamente.

Dumbledore también ayudó a levantarse a Petunia, pero estaba la pobre mujer tan nerviosa que se le doblaban las piernas y se caía al suelo por más que el mago se empeñara en ayudarla. Consiguió finalmente sentarla en una silla. Entretanto, Remus contemplaba a Bella con asombro, frente a ella, observando su brillante mirada que no parpadeaba. Le pasó una mano ante sus ojos, incrédulo.

–Está paralizada –explicó Dumbledore–. Siéntate, Harry –le imploró–. Tómate un vaso de leche, anda. Te reconfortará.

El chico, encogido, obedeció.

–El Ministerio... –musitó nervioso el muchacho.

–El Ministerio debe de estar al caer –lo interrumpió Dumbledore sonriéndole francamente–. La noche que te encontraste por última vez con Voldemort hablé con Fudge. Le dije que, de volverse a producir magia en esta casa, lejos de amenazar con romper varitas, personase inmediatamente al mayor número posible de aurores del Cuartel General.

–Además –agregó Remus volviéndose hacia él–, la última vez no pudieron encontrar a los dementores; pero con una mortífaga en tu casa... –Señaló a Bella–. ¡Ni Fudge sería tan cazurro como para pensar que estás tramando algo!

En ese preciso instante apareció Fudge al lado del frigorífico. A su alrededor, con sendos chasquidos sordos, numerosos aurores de su escolta personal y del Cuartel General. Entre ellos Tonks, que se volvió desenvuelta; al ver a Remus, emocionada, corrió a abrazarlo.

–¡Santo Dios! Gracias que estabas tú aquí –le dijo. Se volvió hacia Harry–: ¿Estás bien, Harry?

–Sí, Tonks.

Le sonrió.

Fudge se quedó un instante observando a Dumbledore con la quijada firme, alzando el cuello para salvar la altura; se giró y contempló a Petunia con expresión patética y a Harry como retándolo; recorrió lentamente el resto de la cocina, inspeccionando, y al llegar a Remus lo contempló con patente indiferencia; repasó su atuendo con el ceño fruncido y se sonrió subrepticiamente. Al ver a la mortífaga Bellatrix bajo el marco de la puerta dio un pequeño respingo.

Con dos dedos levantados, ofreciendo una expresión adusta, llamó a uno de los altos aurores que lo custodiaba. Le susurró:

–Ve al Ministerio. Busca a la señorita Thorny y le dices que baje inmediatamente al Departamento de Seguridad Mágica; que interrumpa el papeleo contra... –Harry levantó la vista, ofuscado– Harry Potter. –El mago asintió, se desapareció y Fudge, sonriendo ficticiamente, dio un paso al frente con las manos en la espalda–. Bueno, Dumbledore... Usted me dirá. Sorprendente que todo, tarde o temprano –sonrió–, esté relacionado con este chico. Claro está, ahora me dirá que es el centro de alguna malévola conspiración o algo así. –Sonrió. Con sus cortos pasos alcanzó a Bellatrix. La contempló turbado–. Y ¿se puede saber cómo han llegado tan rápido?

Dumbledore dio un paso al frente y Fudge se asustó.

–He aquí –dijo el anciano haciendo como si no se hubiera dado cuenta– a Remus Lupin. –Fudge le brindó una mirada socarrona–. ¿Le recuerda? Se lo presenté hace unos años, cuando Harry se escapó de casa. Vigilaba a Harry en el momento del ataque.

Fudge sonrió.

–¡Ah, sí! Me acuerdo de usted. –No levantó la vista de sus zapatos de suela mordida y polvorienta–. ¿Cómo me iba a olvidar de otro de los numeritos del chico? Sólo que entonces llevaba usted una vida más... digna. Es triste que un mago tenga que ganarse la vida... mendigando.

Remus atravesó la cocina en dos zancadas y agarró al pequeño ministro de la solapa de su chaleco. Fudge se asustó cuando el joven mago lo levantó del suelo y lo zarandeó con los pies colgando a unos palmos de él.

–Quizá podría costearme una mejor vida si el Ministerio no hubiera llevado a cabo esas impopulares leyes contra los licántropos. ¿No cree?

Los guardaespaldas del ministro blandieron sus varitas y gritaron a Remus que lo soltara. Dumbledore, preparado, también sacó su varita. Tonks le puso una mano sobre el hombro, el joven se volvió hacia ella, que le asintió, y dejó a Fudge en el suelo. Se apartó rápidamente de él, sacudiéndose el chaleco como si se lo hubiese manchado.

–¿Está loco? –exclamó con la voz quebrada–. ¿Y quién dijo impopulares? Mientras Umbridge y yo continuemos en el cargo, esa ley permanecerá en vigencia.

–No es para discutir de política para lo que ha venido, me temo –refunfuñó Dumbledore sin mirarlo siquiera–. Al menos eso creo.

–¿Y qué quiere que haga? Harry está bien, ¿no? –Lo señaló con ambas manos, encogiéndose de hombros–. Si quiere puedo cederle alguno de mis guardaespaldas.

–Harry ya tiene quien se encargue de él –exclamó Remus apartándose y apoyándose contra la nevera en el rincón. Los guardaespaldas lo contemplaron un instante, pero apartaron la mirada en seguida.

–Cuanto debía hacer en lo concerniente a Harry –habló Dumbledore–, está hecho. Si un par de magos vienen a su casa a atacarlo, creo evidente que se anula la prohibición de práctica de magia en menores de edad.

–¡Ya sé eso! –refunfuñó el pequeño ministro–. Y ¿qué dos magos? Yo sólo veo una. Y ¿qué le ha hecho? ¿Por qué no se mueve?

–La he paralizado. Y para su información, también Lucius Malfoy ha venido dando un paseíto hasta aquí. O empieza a hacer algo a derechas, Fudge, o el barco se va a pique. Ya tiene una nueva presa para su cárcel. Siga obstinado en rodearse de dementores y pronto tendrá al enemigo en casa.

Fudge dirigió una mirada retadora a su contrario. La apartó ante la fuerza y poder de sus ojos cristalinos que no parpadeaban al contemplarlo. Les dio las indicaciones oportunas a sus acompañantes para que se llevaran a Bellatrix y, extendiendo su capa con desaire al pasar junto a Petunia, dijo que se marchaba.

–Nos vemos a la tarde, Remus –dijo Tonks antes de desaparecerse–. Hasta luego, Dumbledore.

Remus, que permanecía apoyado contra el frigorífico, se quedó observando con los brazos cruzados a Dumbledore, que tenía perdida la mirada. Entró entonces el señor Dursley en la cocina y, al ver a dos magos aún en su cocina, pareció asustado. Todo rojo, se acercó y le susurró unas palabras al oído a su mujer. Remus, cuyo oído licántropo consiguió escucharlas, se sonrió. Vernon se sentó azorado en frente de su esposa y cogió un cuchillo con el que untó la mantequilla y la mermelada sobre una tostada. Seguidamente observó Remus a Harry: desayunaba en silencio, aún atemorizado, levantando de vez en cuando la cabeza para contemplar a sus tíos, quizá seguro de la buena reprimenda que caería sobre su cabeza cuando ellos dos se marchasen. De pronto se llevó la mano a la frente, aquejado de un repentino dolor en la cicatriz. Miró Remus a Dumbledore de nuevo, que seguía todavía despistado, y le preguntó:

–Harry debería venirse con nosotros, ¿no?

El chico alzó la cabeza emocionado, olvidando la reciente punzada en su cicatriz con forma de rayo, mirando a Remus y a Dumbledore distintamente, alborotándose su negro azabache cabello cada vez que se giraba hacia uno o hacia otro. Aguardó impaciente la respuesta de Dumbledore, que se demoraba como de costumbre.

–Eso mismo me estaba preguntando yo –dijo–. Pero no sé si es seguro.

Harry fue a decir algo, pero se contuvo. Remus, sonriéndose, pasó a su lado y le acarició el pelo.

–Acabas de comprobar con tus propios ojos que ni Privet Drive es seguro. –Miró a la mesa un instante con embarazo–. Cualquiera puede matarlo. Y si ocurre así, la profecía... ¡Daría igual la profecía!

–Sí, llévenselo de aquí –musitó todo colorado el señor Dursley.

Remus lo recriminó con una dura mirada. Se volvió arqueando una ceja hacia su mentor.

–¿Qué dices? Lo llevaremos dónde tú ya sabes.

Dumbledore asintió.

–Recoge tus cosas, Harry –le pidió–. Te irás con Remus. –Harry se levantó de un salto, conteniendo las ganas de exclamar de súbito júbilo. Salió de la cocina y subió las escaleras para hacer su baúl. Nadie imaginaría entonces que aquélla iba a ser la última vez que Harry pisaría Privet Drive–. Que no salga de allí –le susurró–, que guarde las precauciones necesarias. Cuento contigo.

–Hasta hoy creo que no te he fallado.

Dumbledore le puso una mano sobre el hombro, sonriéndole.

–Me has facilitado las cosas más de lo que tú crees.

Y se desapareció.

A la media hora, Remus le estaba enseñando a Harry el solitario árbol, entrada secreta a la Orden del Fénix. Introdujo su varita en la ranura y pasó las habituales medidas de seguridad adoptadas por Dumbledore hasta que, finalmente, consiguió llevar a Harry hasta el salón común. El chico soltó con alivio el baúl y se dejó caer sobre un sofá. Levantó una nube de polvo.

–Discúlpanos –dijo Remus abochornado–. Con tanta reunión últimamente hemos tenido poco tiempo de darle a esto un toque de habitabilidad. Te crearemos un cuarto ahí. –Le señaló la puerta mágica que había a sus espaldas–. Nadie sabe que estás aquí. Éste será tu nuevo hogar hasta que regreses a Hogwarts.

–Cualquier cosa es mejor que vivir con mis tíos –comentó.

Remus se sentó frente a él y propició una nueva nube de polvo que obligó a Harry a estornudar. Remus se disculpó.

–Bueno... ¿Qué te parece?

–No sé... Un poco austera.

–¿A mí me lo vas a decir? –Rio–. Yo mismo viví aquí durante un par de temporadas. Es más que austero. ¡Es terrible! Pero yo vendré a menudo a hacerte compañía.

Harry se revolvió inquieto en el sillón.

–¿Por qué vino a vivir aquí?

–Es una historia muy larga. ¿Realmente la quieres saber? –Harry asintió tardamente–. Pues todo comenzó... –Se detuvo un momento a pensar. Todo era más complejo de lo que realmente parecía–. Todo comenzó cuando tenía cuatro añitos. Era tan travieso como tú. Una noche me escapé de casa. –Respiró hondo. Apartó la mirada de la de Harry, que lo contemplaba intensamente. Era como mirar a Lily a los ojos otra vez–. Me mordieron. Muchas cosas cambiaron a partir de ese día, pero la más importante fue que mi padre comenzó a odiarme. –Sonrió fingidamente–. Al parecer no tenía mucho aprecio por los licántropos y, ¡paf, de pronto su hijo se convierte en uno. Se separó de la familia, se distanció de sus amigos, se alejó de la moral... En definitiva, mi padre se hizo mortífago. –Harry tragó saliva, impresionado–. Al servicio de lord Voldemort pasó largo tiempo, escondido, camuflado, esperando dar el golpe de gracia para convencer a su señor de que le era completamente fiel.

»Tenía que matarnos a mi madre y a mí para demostrárselo. –Harry lo contempló impresionado. Sus grandes ojos verdes, abiertos de par en par, centellearon en la penumbra de la habitación. Remus se turbó–. Te estoy aburriendo... Será mejor que lo dejemos.

–¡No! –negó Harry–. No me aburre. No importa. Puede seguir..., si usted quiere. Si se va –sonrió para animarlo–, me quedaré solo.

Remus sonrió. Se levantó del sillón y se acuclilló ante la chimenea. Encendió un par de troncos y permaneció en tan incómoda posición unos minutos, calentando sus manos en la pequeña lumbre que iba creciendo ante él.

–Aquí hace algo de frío –comentó vuelto de espaldas a Harry–. Es lo malo que tiene estar bajo tierra. Te recomendaría que encendieses la chimenea casi de continuo aquí.

Harry asintió y Remus, contemplándolo por el rabillo del ojo, vio que lo aguardaba con impaciencia. Se distrajo poniendo su atención en las larguiruchas llamas anaranjadas que saltaban como danzarinas y desaparecían para volver a recrearse en nuevas llamas.

–Una noche, por fin, la mató. A mi madre. Yo había ido a casa, pero Helen me avisó de que corría peligro y volví a Hogwarts. De no haber sido por ella, también yo hubiera muerto.

–¿Quién es Helen? –inquirió Harry.

–¿Helen? –repitió volviéndose–. Es mi mujer. Estoy casado y tengo un niño. –Se sentó y sonrió–. Y estoy esperando otro.

–¡No... no lo sabía! Enhorabuena.

–Gracias. Algún día te los presentaré. –Se calló y el muchacho, que lo contemplaba con avidez, también guardó silencio–. ¿Quieres que continúe? –Harry asintió con énfasis–. Mi padre también murió al poco y me quedé solo. Bueno, solo no. Estaban Helen y Dumbledore. Le debo mucho a Albus. Él es como mi padre realmente. Me adoptó y condujo hasta la Orden del Fénix. Me reclutó a mí, a Sirius, a tus padres... –Comprobó que la expectación de Harry crecía por momentos–. Una nueva generación nos llamaron. –Sonrió al recordar, al inundarse su mente de imágenes atrasadas, casi olvidadas, refugiadas en el fondo de su mente–. Lo importante es que Voldemort quería matarme.

–¿A usted?

–Sí, a mí. En eso nos parecemos un poco. Le molestó que mi padre no hubiera acabado su misión a tiempo. Necesitaba matarme: de conseguirlo, protegido como estaba por Dumbledore, habría demostrado su superioridad sobre él. Todas las veces que tus padres y Sirius se enfrentaron a Voldemort fue por mi culpa.

–¿En serio iba Voldemort detrás de usted? ¿Por qué?

–Ya te lo he dicho –dijo impasible–. Porque si conseguía matarme a mí, que era el protegido de Dumbledore, no habría quién negase su supremacía sobre él. Yo era algo así como una presa, mal que me pese decirlo. Por eso estuve aquí enclaustrado más de una vez. No es grato recordarlo, y me fastidió mucho, pero ahora comprendo que fue lo correcto.

Remus apartó la mirada, incapaz de decir lo que se le venía a la mente, pues no quería ahogarlo con fatídicos pensamientos, pero finalmente asintió.

–Cuando tus padres murieron, yo estaba aquí. Imagina mi malestar: creía que Lily y James habían muerto por mi culpa, por haberme protegido en más de una ocasión en esa guerra sin igual que mantuvimos constantemente contra los mortífagos. –A Harry le brillaban los ojos. Raramente reconocía en aquella mirada dorada, tranquila, reposada, más que un profesor al amigo de sus padres. Creía distinguir en su rostro la misma alegría sepultada que él opinaba habría sentido de haber conocido a sus padres–. Hasta hace un año seguí pensando que tus padres habían muerto por mi culpa. Y no me lo perdonaba. No se lo dije a nadie, así que... –sonrió– me estoy confesando ahora contigo. Tenía abundantes pesadillas por las noches y su recuerdo me acosaba constantemente. Quería mucho a tus padres, Harry. Ellos te querían mucho a ti.

»Hasta hace un año, también Dumbledore me ocultó a mí la profecía. Como ves, no eras el único al que se la ocultó. Sus motivos tendría. –Remus fingió hurgarse algo en los bolsillos cuando sintió una punzada ardorosa en los ojos. Se volvió recuperado–. Cuando te conocí al darte clase, supe en seguida que eras un chico excepcional. Si te vale mi opinión, yo estoy convencido de que vas a ser tú quién saldrá victorioso.

–Yo no estoy tan seguro.

–¿Por qué no? –inquirió–. Muchísima gente se ha enfrentado a Voldemort. Y no me refiero a gente cualquiera, sino gente poderosísima. Tus padres, por ejemplo, eran un par de magos excepcionales, con increíbles poderes; ¡y nadie hizo una profecía sobre ellos! Sólo se ha hecho una sobre ti, y, créeme, eso debe significar algo, que ya estoy experimentado en el asunto.

Harry se sumergió en un silencio profundo, vasto, doloroso. Rechazó la mirada de Remus y se contempló las manos. Al levantar la vista, el licántropo seguía mirándolo, le sonreía aún.

–Sirius también ha muerto –habló al fin, evitando tener que mirarlo–. Yo no creo que pueda superarlo. Tarde o temprano, algo acabará conmigo. Estoy seguro.

–Ni te imaginas la de precauciones que ha adoptado Dumbledore. –Se levantó y se sentó en el brazo del sillón de Harry para echarle un brazo por encima en actitud amiga–. ¿O acaso no has visto lo rápidos que hemos sido hoy? –Harry no parecía tan seguro–. Harry, tranquilo... La orden no tiene ya otra misión que protegerte. Ni te imaginas la cantidad de magos que darían su vida sólo para salvarte, porque hay algo más poderoso que Voldemort en ti.

–¿El qué?

–La posibilidad de salvarnos a todos –respondió arqueando las cejas–. Es suficiente botín como para entregar más de una vida. Pero... ¡dejémonos ya de eso! Voy a crearte tu habitación, ¿no te parece? –Se levantó y dirigió hacia la puerta mágica–. Tengo que enseñarte a utilizar esta puerta. Es algo especial, ya la conocerás.

Harry se volvió, sentado aún, y abrazó el respaldo con su brazo.

–¡Lupin!

–¿Sí?

–Esto... –De pronto parecía azorado, las mejillas y las orejas encendidas–. Me preguntaba si vendría a menudo a visitarme. Usted es el único que me queda, además de Ron y Hermione.

–¡Pues claro, Harry! Anda, levántate. Venga, ¡ven aquí! –Harry obedeció a desgana, completamente colorado, cabizbajo. Remus le echó un brazo por encima del cuello y Harry se sintió extraño–. No me sigas llamando de usted, por favor... Me hace viejo. Llámame Remus; así era como me llamaban tu padre y Sirius. Y tú eres el único merodeador que queda. –Lo dejó libre. Harry albergaba en su interior un sentimiento de puro agradecimiento hacia aquel hombre que volvía a empuñar el pomo de la puerta con obstinación–. Y no estás solo. Te sorprendería ver la de gente que está a tu lado, sin tú saberlo.

Harry asintió, respirando hondo.

–¿Podría avisar a Ron y Hermione? ¿Podría decirles que estoy bien? ¿Hay aquí alguna lechuza para hacerles llegar un mensaje? Le he dicho a Hedwig que venga volando para que dé un paseo. Seguro que sabe llegar.

–Seguro –respondió Remus–. Puedes mandarle una carta diciéndoles que estás bien y ya está. Se enterarán del ataque por Arthur, pero no debes escribir tu posición en una carta. Quizá vengan un día a visitarte. Piensa que los Weasley son miembros activos de la Orden del Fénix. –Sonrió abiertamente–. Atiende y verás cómo funciona esta enigmática puerta. –Apretó el pomo con fuerza–. ¡Lechucería!

La puerta se abrió con un leve crujido. Remus la abrió lentamente por completo y descubrieron una extensa oscuridad. El licántropo sintió un poco de temor hasta que descubrió un par de ojos brillantes y ambarinos al fondo. La única lechuza que permanecía en un oscuro y apartado rincón emprendió el vuelo hasta ellos y se posó sobre el antebrazo de Harry cuando éste lo extendió al ver su blanca ave.

–¡Hedwig! –exclamó.

–Veloz lechuza la tuya. Te dejo un momento escribiéndoles, ¿vale? –El chico asintió–. Voy a avisarle a Helen de que estoy aquí. Quizá esté preocupada. Siempre que salgo lo está. Y eso que es adivina. Ahora vuelvo, Harry.

–Hata ahora, Lup... Remus.

El licántropo se giró y le sonrió.

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Una peculiar melodía entretenía a Voldemort que, nervioso, permanecía impasible sentado en su alto sillón como un rey, con un rictus de impaciencia, escondido bajo la tierra entre inmundicia y agua. La estancia que presidía su alto sillón era húmeda y oscura, sin apenas atisbo de luz más el que las teas encendidas prendidas de las argollas de la pared ofrecían. Colagusano, todo tembloroso, se le acercó con una bandeja plateada sobre la que le ofrecía una copa de blancuzco contenido. Voldemort alzó la vista al verlo acercarse y Colagusano se atemorizó. Su amo y señor golpeó la copa y ésta salió rodando, esparciendo el líquido por el suelo de piedra.

–No me molestes –le dijo–. ¡Márchate!

Colagusano retrocedió asustado. Tropezó con la copa y la recogió a tientas, sin despegar la vista asustada de su furibundo señor. Se marchó inclinándose sendas veces. La doble puerta de la estancia se abrió al llegar Colagusano ante ella, sin que éste ni Voldemort tuvieran que hacer nada para abrirla, pues similar era a esas puertas que hay en los supermercados muggles. Sin interrumpir sus patéticas inclinaciones, Colagusano desapareció. Voldemort bufó una vez se hubo marchado.

Antes de que se cerraran las puertas de nuevo, con paso acelerado, entró Lucius Malfoy. Traía el rostro sudoroso y el pelo enmarañado. Voldemort levantó la vista con intranquilidad, pero al verlo llegar solo, su rictus de desasosiego de transformó en una mueca de odio.

–¿Qué ha pasado? –inquirió taladrándolo con su roja mirada de serpiente.

Lucius clavó una rodilla en el suelo y ahogó el rostro en su pecho, honrándolo con una reverencia. Aquello molestó incluso más aún a Voldemort y se levantó iracundo.

–Ha habido contratiempos, señor.

–¡Eso es evidente! –gritó–. ¿Dónde está Bella? ¿Y el chico? –Lucius lo miró nervioso–. Ha vuelto a escapar. –Sonrió desilusionado–. Vaya, vaya... ¿Habrá algo que mis mortífagos puedan hacer?

Se dejó caer pesadamente sobre su asiento. Se cruzó de brazos, su fina ceja arqueada y aguardó a que Lucius se explicase. Estaba deseoso de escuchar sus pobres y patéticos intentos por excusarse. Luego pensaría el castigo que correspondería a otra de sus incompetencias.

–Potter estaba siendo vigilado. –Voldemort escuchó con atención, reclinándose hacia delante–. En la casa tenía camuflado un guardaespaldas.

–¿Quién era?

–El licántropo Lupin.

Voldemort suavizó el ceño. Su gesto de enojo se fue transformando lentamente en una sonrisa vaga que se extendía por sus inexistentes labios. Cerró los ojos. Su mente se refrescaba con una brisa de juventud cuando escuchó aquel nombre: Lupin... Lupin... Se puso en pie y comenzó a pasearse hablando en voz alta para sí:

–Lupin. –Sonrió–. Remus Lupin. ¿En qué momento me olvidé de ti? Claro... Cuando todos creísteis que había muerto, cuando mi máxima preocupación no era ya alzarme sobre Dumbledore, sino recuperar mi cuerpo. –Se volvió hacia Lucius–. ¿Cómo está?

–¿Có... Cómo?

–Sí, ¿cómo está? Su aspecto, qué hizo para arruinar nuestros planes. ¿Qué?

–Parecía un indigente. La vida no le sonríe, sin duda. Apareció en un momento, así, de improviso. Luchamos. Al poco apareció también Dumbledore. –Voldemort resopló con ira y se sentó de nuevo en su alto asiento–. Capturó a Bella y yo me desaparecí en seguida.

–¿Te desapareciste? –inquirió Voldemort entre dientes–. ¿Desde cuándo mis órdenes son la huida o la retirada, eh?

–Pero, señor...

–¡Cállate! –Lucius hundió el rostro, humillado, sonrojado, abochornado–. Bella hubiera permanecido luchando hasta el final. Hay que ir pensando en rescatarla. Ocúpate de ello. –Lucius hizo amago de levantarse–. ¡Aguarda! Hay algo más.

–¿Qué, señor?

Voldemort sonrió, perdida la mirada en el techo. Habló transcurridos unos segundos:

–Rapta al licántropo. Tráelo aquí. Quizá el hado siga sonriendo a lord Voldemort y encuentre las respuestas a mis enigmas. ¡Te doy dos semanas!

Lucius asintió. Se levantó y se marchó a paso rápido. La puerta se cerró con gran estrépito, sumergiendo a Voldemort en la tranquilidad de su gozo y de la música que seguía repicando en un rincón. Sacó su varita e hizo aparecer una copa dorada sobre el brazo de su sillón. Volvió a agitarla y el charco blanco del suelo entró impoluto en el recipiente, que el tenebroso mago llevó a su boca y bebió. Sus ojos rojos brillaban de placer.

–Brindo por ti, Julius Lupin. Pronto acabaremos lo que tú empezaste. Pronto desbarataremos todos los mitos.

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La sombra se cernía sobre la alta y suntuosa casa de la colina, desde la que se divisaba todo el pueblo allá al fondo, asentado como desparramado por el valle. Muchos ojos contemplaban aquel hogar; ojos que se escapaban al alcance del licántropo; ojos que se ocultaban entre los espesos matorrales y oteaban en la distancia con un catalejo vibrante. Sus oídos también afinaban, diseminadas numerosas tomas de escucha por el jardín de los Lupin, aguardando, impacientes, con la esperanza vaguida en su puño, el instante adecuado. El licántropo, pese a todo, ciego y sordo vagaba a cuanto amenazaba en su alrededor.

Lucius Malfoy lideraba la operación, siempre expectante, siempre en posesión del catalejo. Observaba a través de las ventanas, las del visillo descorrido; aguardaba el momento tan esperado. Dos semanas. ¡Dos miserables semanas! El tiempo que Voldemort le había concedido se le escapaba por entre las manos y, nervioso, siempre estaba gritando tiránicas órdenes a sus ahora subordinados:

–¿No has averiguado nada, Dolohov?

–No, Malfoy. El licántropo no sale apenas, y cuando lo hace es para ir a ver a Potter y no sabemos dónde está. Las escuchas no nos están resultando de mucha ayuda. ¿Por qué no entramos y lo cogemos sin más?

Otros muchos mortífagos asintieron. Lucius, disconforme, cabeceó.

–No. Sabéis lo que dijo el Señor Tenebroso: no podemos entrar en esa casa. Hay en ella antiquísimos poderes que acaso el Señor Tenebroso podría soslayar, pero no nosotros. Hay que aguardar, permanecer vigilantes. Algún día saldrá. Entonces lo cazaremos.

Sonrió. Retomó el catalejo y, tirándose en tierra, lo ajustó ante su ojo derecho.

Remus se entretenía observando a su mujer, observando la grávida forma que adoptaba paulatinamente su vientre. Su rostro resplandecía de luz y por sus comisuras se escapaba a cada momento una brillante sonrisa. Sus mejillas, de rubor repletas, irradiaban calor y resplandecían su gran alegría. Sus manos, delicadas y blancas, reposaban inquietas sobre sus piernas cuando sentada, impacientes y juguetonas cuando de pie. El licántropo las tomaba y las besaba, le besaba los labios y la frente, el abultadillo ombligo y los senos de los que pronto mamaría su hijo. Le hacía el amor sofocadamente cuando Matt y Tonks salían a dar un paseo por la villa y permanecía yaciendo a su lado, en el lecho, observando sus gráciles cabellos y sus labios rojizos.

Acababa siempre acariciando su vientre desnudo, sintiendo por sus yemas el calor que desprendía, notando el relieve abultado que se iba gestando en su interior. Le daba besos, como si besase a la criatura que dormía dentro, mientras Helen le acariciaba el pelo, ensortijando con sus dedos sus bucles.

Ajenos a la desesperanza y a la traición del exterior...

Cada mañana aparecía por la Orden del Fénix, donde encontraba a Harry leyendo aburridamente sentado en incómoda postura sobre el sillón o haciendo sus deberes con expresión cansada y acodado sobre la mesa sujetándose la barbilla. Remus lo ayudaba, menos en Pociones, que reconoció se le daba fatal. Reían, charlaban, intimaban. A cada día que pasaba, Harry iba descubriendo en él la persona que, detrás del serio y responsable profesor, nunca había encontrado; tan ensimismado había estado con Sirius, que no se había preocupado mucho en conocer a Remus y, ahora que lo estaba haciendo, descubría que un día no fue muy distinto que su padre y su padrino, que las bromas que le contaba que le gastaban a Snape muchas veces las tramaba él. Le contó muchas y Harry reía. También el licántropo se sentía dichoso al contemplar a Harry reír a mandíbula batiente en su presencia; juntos conseguían olvidar las penas y tristezas que a ambos embargaban y, aunque cuando hablaban de Sirius se les llenaba la boca de un suspiro perpetuo, se daban cuenta de que se tenían el uno al otro, que en ellos viviría el recuerdo.

Dumbledore parecía más tranquilo cuando Remus lo iba a visitar. Lo sosegaba saber que Harry al fin estaba a salvo, que Remus de vez en cuando iba a visitarlo y pasaba con él las mañanas. Aquello lo hacía sonreír y también crecía en su interior un gran sentimiento de cariño y aprecio por su hijo adoptivo. El licántropo lo ayudaba en ocasiones a buscar la persona más adecuada para el puesto de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras, empresa que tenía a Dumbledore muy preocupado. Un día, en tono de chanza, Remus propuso:

–Podrías volverme a contratar a mí. Ya me da igual que sepan todos que soy un licántropo.

–No –respondió el anciano rápidamente–. Te necesito al lado de Harry.

–Pues ¿qué mejor manera? –Dumbledore cabeceó y Remus adoptó un tono de voz más pausado y tranquilo–. Calma, Dumbledore. Estaba bromeando tan sólo. Creo que me estoy acostumbrando tan bien a la vida de parado que no necesito nada más. Es la libertad.

Pero no lo era en verdad. Remus sufría aunque a nadie quisiese decírselo. Sólo Sorensen, con quien hablaba a menudo en la biblioteca, que frecuentaba casi todas las mañanas un rato al acabar de visitar a Harry, parecía leer su interior con aquellos negros ojos que lo hipnotizaban. Acodado sobre la mesa, Remus se revolvía inquieto ante aquella penetrante mirada que lo leía por dentro. No dudaba que su hermano era muy inteligente, pero le asombraba lo rápido que conseguía desenmascararlo:

–¿Qué te ocurre hoy, Remus?

–¿A mí? Nada.

–Ya, claro... Mira, Remus, puedes seguir fingiendo que soy un mago pusilánime y palurdo que se va a creer todas tus patrañas, pero, aunque digas que no te ocurre nada, yo sé que no es así. Puedes decirme qué te ocurre o bien puedes quedártelo para ti. Siempre es mejor llevar la carga entre dos y aligerar el peso. ¿No crees?

Remus no sabía qué pensar, se limitaba a asentir y, luego, derrotado, le acababa confesando los terribles pensamientos que rondaban por su mente. Le hablaba de la complacencia que sentía al lado de Harry, pero a la vez el sentimiento de impotencia y de rolla que lo embargaba cuando lo acompañaba; le contaba sus desavenidos pensamientos imaginando que pronto vendría otro hijo suyo al mundo y él seguiría en paro, incapaz de poder aportar dinero para su manutención; tendría que ser Helen la que se hiciese cargo de todos los gastos y, no era que Remus fuese machista, pero se sentía desfallecer, acobardado, insignificante. Estar y no estar suponían una misma cosa, pues su vida no tenía sentido.

–¡Hermano! No digas eso –lo recriminaba el bibliotecario con dureza.

–Es cierto, Sorensen. No sirvo para nada. Si me muriera, eso que se ahorraban. Sólo soy un estorbo.

–Remus, no voy a consentir que sigas hablando así. Estás decaído, tan sólo es eso. –Se detuvo un momento a ver si sus palabras tenían algún efecto–. Remus. ¿Quién sabe si algún día la vida te da un gracioso vuelco?

–¡Ja! –exclamó Remus agónico–. Lo mismo me lleva repitiendo Dumbledore media vida y paso de desgracia en desgracia como Pedro por su casa. Soy un desafortunado. Y no me hables si algún día, quizá o tal vez... ¡No! Yo ya no creo en el destino. ¡El destino es una patraña inventada por los druidas! Al diablo con todo, Sorensen. ¡Al diablo! Algún día la diñaré, eso es lo único seguro, y pondré fin a esta asquerosa vida.

–¡Remus! –gritó y algunos estudiantes levantaron las cabezas de sus libros sobresaltados, enfurruñados. Sorensen carraspeó–. No quiero volverte a ver hablando así. Dentro de siete meses vas a tener un niñito precioso, otro hijo. Si ésa no es la esperanza que te viene pregonando el destino, ¡no sé yo entonces lo que es! Confía, confía en mí.

–Por supuesto. Me es más fácil confiar en los demás que en mí mismo.

–Remus... –dijo con lástima echándole un brazo por encima del cuello–. Sabes que te daría trabajo aquí, pero los fondos del Ministerio han vuelto a reducirse. Sabes que te ayudaría. Anima esa cara, hombre. El día menos pensado...

–Sí, sí –lo interrumpió Remus–. El día menos pensado me cambia la suerte –recitó sin ánimo–. Ya lo sé. El destino...

Cruel destino..., que no descansa. Cruel amanecer teñido de rojo. ¡Maldito seas, destino! Maldito y muerto seas. Aunque depares cosas buenas, siempre albergas la desgracia bajo tu amplia manga.

–Remus. ¡Remus! ¿Te puedo pedir un favor, eh, Remus? –inquirió Helen asaltándolo mientras desayunaba en parsimonioso silencio en un rincón de la cocina, en pie.

–Oh, claro. ¿El qué?

Su ánimo se tornaba en gozo cuando le era útil a Helen. Pensaba que aún era provechoso, fructífero, y no un carcamal envejecido en juventud que esperaba sentado ver cómo los días se caían del calendario y el destino hacía su cruel trabajo.

–¿Podrías ir al callejón Knockturn a adquirir estos ingredientes? –El hombre sonrió, soltando su taza con presteza y estirándose con refocilación. Helen bromeó–: Vamos, chico. Ya sé que no tienes ganas, pero los necesito para el proyecto de investigación. Recuerda que si lo hago es por ti; imagínate tú y yo un día de luna llena juntos, sin tener tú que sufrir tu transformación. –Se quedó pensativa–. ¿Qué haríamos?

Remus la besó.

–Soñar –le dijo al separarse.

–Te he preparado una lista. No se te vaya a olvidar nada, por favor. Es urgente. Tengo que llevarlo todo el lunes al laboratorio.

Con la nota en la mano, anduvo por la adoquinada calle mágica, sorteando por entre magos y brujas, jaulas y gatos que ronroneaban o correteaban maullando con celeridad. Apenas se entretuvo ante los escaparates. Radiante, se puso a silbar una cancioncilla de su infancia. Al fondo, el banco Gringotts elevaba su regia fachada inmaculada, brillante el mármol bajo los rayos del sol, y Remus continuó andando con soltura, despreocupado.

Una bruja de aspecto rechoncho que pasó a su lado cimbrando le golpeó con su gruesa cadera y la nota resbaló de su mano al suelo describiendo un tirabuzón. Se tiró al suelo aprisa y recogió la nota de amarillento pergamino con nerviosismo ante la posibilidad de que el viento la pudiese arrastrar, o de que algún chiquillo que pasase corriendo le fuese a dar una patada. La tomó en su mano y la guardó en el bolsillo. Al elevarse, descubrió a lo lejos una figura enlutada, cubierta por un dilatado manto negro, oculto su rostro bajo una capucha repleta de sombras. Por un momento descubrió sus brillantes ojos y creyó que lo estaba mirando.

Reanudó el camino con la cabeza gacha. Sentía una extraña sensación de picazón en la nuca y giraba el cuello a veces para observar la calle por encima de su hombro. El misterioso desconocido de negro aparecía en ocasiones, contemplándolo desde un apartado rincón, desde un escaparate retirado; descubrió también otra figura, más alta y delgada, de negro completamente vestida. Instintivamente, apretó el paso.

Dobló a la derecha y entró en la oscuridad reinante del callejón Knockturn. Desde siempre había sentido una profunda e infundada aversión por aquella calleja de malvividores, derrochadores y hechiceros, donde en silencio se gestaban los grandes ardides. Ni un rayo de sol bañaba por un momento siquiera al día aquellos muros ennegrecidos plagados de moho y verdina. Los pies se hundían en el lodo y la tierra polvorienta, al tiempo que la persona que se dejaba llevar por ellos había de ir sorteando extraños personajes de dedos afilados como agujas y uñas largas y cortantes como cuchillas. Tras cada esquina deparaba una nueva sonrisa desdentada y una carcajada que reverberaba en las sienes con la monotonía de la desazón.

Echó Remus un vistazo a la nota que sacó de su bolsillo y leyó el nombre de la tienda que Helen le había escrito en el pergamino. Leyó los rótulos que había a su alrededor pero ninguno era el especificado. Volvió a clavar la vista en la nota, acercándosela mejor pues la luz comenzaba a escasear, quizá una nube se anteponía al sol, arrugando el ceño. «Herbifera». Elevó la vista.

Un círculo de magos encapuchados, cabizbajos para no revelar sus rostros, con largos y bastos atuendos de negro, le cortaba el paso. Remus vaciló. Dio el paso al frente, continuó su marcha, pero el grupo ni se inmutó.

–¿Qué ocurre aquí? –inquirió–. Quítate de en medio.

Lucius Malfoy lo empujó de a su lado y Remus volvió a quedar en el centro del grupo. Remus se metió la mano en el bolsillo para sacar su varita, pero Malfoy no le dio oportunidad, pues ya tenía la suya desenvainada. La mostró ante su rostro y, sin vacilación, conjuró la maldición cruciatus.

Doblado por un dolor más intenso que el que hubiera sentido nunca, Remus se clavó de hinojos en el suelo apretándose la cabeza con fuerza, doblándose por el vientre. Un agudo grito vibraba en su cabeza y sus ojos enrojecieron por el llanto que, pese a su entereza, afloraba a ellos. Cesó cuando Lucius, sonriéndose, apartó su varita. La nota cayó de sus manos.

Remus intentó sacar con su brazo inerte por las convulsiones su varita, pero un mortífago dio un paso adelante y le propino una patada en la cara. Cayó el licántropo con un reguero de sangre sobre el labio. Bellatrix, liberada de las garras del Ministerio por el propio Voldemort, se adelantó y le quitó la varita a Remus. Éste intentó impedirlo, pero el círculo de mortífagos se lanzó sobre él propinándole tal número de patadas y golpes que Remus creyó que la vida se le escapaba allí mismo, en aquella calleja tortuosa, ante aquel grupo de mortífagos sin alma ni corazón, en presencia de los viandantes que se detenían a mirar con ojos de asombro y proseguían su itinerario riendo con fuerza. No había escapatoria. Por sus gemidos ahogados se escapaban los últimos latidos del corazón, pensaba. Se encogía, herido, todo su cuerpo sangrante, su piel enrojecida por la salva de golpes. Lucius, algo apartado, volvió a elevar su varita y el dolor se apoderó del cuerpo de Remus con fuerza. Se convulsionó en el suelo y giró sobre sí mismo deseando que todo acabase, que muriese al fin, que aquel dolor cesase. Cuando retiró su varita, cuando sintió al fin un instante de paz y pudo recobrar una bocanada de oxígeno, renovadas patadas y puños cayeron sobre él. Lucius volvió a levantar su varita con teatralidad:

–¡Desmaius!

Rumor. Sonido de aleteo. Murmullos y susurros que se extendían bajo el aire. Daño y sufrimiento. Ahogo. Voces quebradas en miles de lamentos y sonidos estertóreos que se quebraban bajo la luna.

Al principio, cuando Remus recobró la conciencia, no recordaba qué le había pasado. Mareado, parpadeaba con insistencia, intentando borrar la niebla que se había apoderado de sus ojos. Sin fuerzas, apenas podía sostener el peso de su propia cabeza sobre el cuello y se dejó caer resignadamente sobre el asiento. Cerró los ojos respirando agitadamente. Estaba maniatado, con los brazos por detrás del respaldo, con los pies igualmente entrelazados por sendas cuerdas que le oprimían los tobillos. Lentamente, comenzó a recordar con vaguedad el ataque en el callejón Knockturn.

Abrió los ojos jadeante. Estaba en una estancia de piedra; de techo, de muros y de suelo de piedra. La oscuridad lo oprimía, pues la única tea encendida se iba apagando lentamente en un rincón lejano. A su lado, como el repiqueteo de una campana diminuta y aguda, caía junto a él una gotera del techo que formaba a sus pies un charco de agua que cubría sus zapatos. Una ratilla diminuta de pelo ralo y larga cola pasó correteando entre sus pies.

Forcejeó con sus ataduras pero era imposible soltarse. Al soltar una grosera y malsonante lista de maldiciones descubrió entre las sombras una brillante y penetrante mirada como un relámpago. La miró con intensidad, intentando apartar la penumbra que ocultaba su rostro; al fin sus dorados ojos se acostumbraron a aquella oscuridad y percibió su tersa piel, su hermoso rostro, sus bellos ojos, su sonrisa muerta, tirante, y su cabello castaño claro del que el fuego despegaba notas de color brillantes como el oro reluciente. Joven, no tendría muchos más de veinte años. Sus miradas se entrelazaron como retándose pero, finalmente, abatida, la mujer retiró la suya, cohibida por la intensa fijeza con que la miraban aquellas piezas de oro engastadas en el blanco marfil de sus ojos. Por un momento Remus creyó que aquella mujer le había sonreído, pero al descubrir su tirante y tenaz rostro, su expresión severa y sus ojos maldicientes que lo hipnotizaban supo que se había equivocado, que los reflejos que la luz despegaba en su hermosura habían creado espejismos en sus encarnados labios.

Volvió en silencio a resistirse contra aquellas cuerdas que oprimían sus muñecas. Rechinaba los dientes y tiraba con fuerza, mas en vano, que no había fuerza tan grande que consiguiese quebrar los fuertes encantamientos que lord Voldemort había lanzado a aquellas serpientes de resistentes cerdas. Procuró relajarse, vaciar su mente, controlar su respiración. No conseguía comprender por qué era incapaz de hacer magia instantánea, sin varita, cual era su don desde la más pronta juventud. ¿Qué extraña maldición lo devoraba por dentro que impedía liberarse de aquella silla? Se revolvió incómodo, apretó con más fuerza. Clavó su insidiosa mirada en la de la mujer y apercibió en su rostro intranquilidad; en su mirada, nervios.

–¡Suéltame! –escupió Remus tratando de trepar su asiento–. ¡Te he dicho que me sueltes!

La mujer no respondió nada: agachó la cabeza y apartó la vista. Remus no consintió aquella muestra de debilidad en la mortífaga y gritó con la fuerza de una bestia. Quizá alertado por el grito, quizá por mera casualidad, la puerta se abrió y entró Voldemort seguido de un hombre encanijado, pequeño, encorvado, que lo seguía casi arrastrándose, frotándose las manos con impaciencia.

–Colagusano... –susurró Remus.

Al escuchar su apodo, Pettigrew ahogó un gemido. Intentó darse la vuelta, pero Voldemort lo agarró por la nuca y lo empujó hacia delante, tirándolo al suelo. El hechicero se volvió hacia la mujer y, sin modales ni agradecimiento, le espetó:

–Me alegra ver que el prisionero no ha escapado. Es bueno saber que, por una vez, sabes hacer tu trabajo. ¡Retírate!

Anduvo diligentemente hasta la puerta y, sin hacer inclinación alguna siquiera, con el rostro fruncido, desapareció. El licántropo regresó la mirada a Voldemort entonces y descubrió su sonrisa en su boca, sus brillantes ojos rojos. Miró después a Colagusano y sintió aún más odio por aquel ser vil y despreciable que había vendido a todos sus amigos.

–Traidor –musitó entre dientes.

Colagusano dejó escapar un gritito confuso y se arrellanó a los pies de su amo temblando de la cabeza a los pies. Rehusaba la mirada con que su viejo amigo, fuera de sí, lo taladraba.

–Lupin –susurró Voldemort y Remus pasó entonces su mirada a él–. Querido Lupin. Bienvenido a mi morada. –Abrió los brazos en señal de recibimiento–. Perdona que sea tan tosco con mis visitas, pero las últimas veces que nos encontramos no intimamos cuanto hubiera sido mi idea. ¡Oh! Perdona que esto esté también tan sucio. Si los aurores no nos estuviesen persiguiendo a cada momento, hubiéramos escogido un lugar menos inhóspito. Y tampoco es que aquí nos dediquemos a labores del hogar. –Rio–. Cuando tenga el poder del Ministerio en mi mano, entonces sí tendré un suntuoso palacio al que invitarte, Lupin.

–Nunca te harás con el poder del Ministerio. Jamás.

Voldemort lo miró sin parpadear.

–¿Cómo estás tan seguro? ¿Acaso ha tenido tu hermosa novia alguna visión al respecto? En tal caso, me gustaría saberlo.

Remus calló. Voldemort lo contempló con fijeza unos instantes y después, de improviso, soltó una carcajada que reverberó en los muros de piedra y asustó al atemorizado Colagusano que se retorcía clavado de rodillas en el suelo, como en posición suplicante. Remus volvió a forcejear con las cuerdas, probando en vano a realizar algún conjuro; pero su poder se había extinguido.

–No te esfuerces, Lupin –susurró con una vaga sonrisa Voldemort–. Es imposible que te liberes. Quizá pensarás que no me acuerdo, pero perfectamente recuerdo nuestro último encuentro. Me sorprendí, claro. Hacer magia sin varita es un poderosísimo don. Yo sólo puedo realizar algunos conjuros, trivialidades, pero, según me dijeron mis leales mortífagos, tú eras capaz de hacer cuanto quisieras con el único poder de tu mente. Un poder que a mí me habría bastado para conquistar todo el mundo pero que tú desaprovechas, licántropo. –Aspiró el aire por las finas rendijas de su cara–. Lástima. Pero he encontrado una cura a ese increíble poder. La encontré mucho antes de que tú nacieras, aunque entonces no sabía para qué podía servirme. En mis constantes intentos por hallar la inmortalidad, numerosas fueron las averiguaciones a las que mis experimentos me llevaron. –Se sacó un frasco del bolsillo–. Esto quita todo poder a un mago, lástima que sólo dure dos horas. Pero ¿para qué serviría si desarmando a un mago ya se consigue que no haga magia? Para ti. Por eso, no te esfuerces; no te hagas más magulladuras de las necesarias.

Remus, jadeante, se resignó a su suerte.

–¿Para qué me has traído aquí? –inquirió.

–Creía que lo habrías adivinado –le dijo–. Quizá no seas tan inteligente como yo creía. Quiero –se acercó hasta él, hablando a dos centímetros de su nariz– que me digas el contenido de la profecía sobre Harry Potter y yo.

El licántropo vaciló un instante, con Voldemort mirándolo persistentemente. Tragó saliva y sonrió con despreocupación.

–No... No sé de qué me hablas.

–No seas estúpido –le espetó–. Sabes tan bien como yo a qué vino el último encuentro entre mis mortífagos y la Orden del Fénix. Dumbledore te lo ha debido de contar. ¿No es así?

–No –mintió.

–Mientes –susurró observándolo sin pestañear–. Quiero que me digas qué decía la profecía.

–No lo sé.

–¡No me mientas, Lupin! No me mientas... –Sacó su varita y lo apuntó con ella–. Mi paciencia tiene un límite. ¿Qué decía la profecía?

–No sé de qué me estás hablando.

Voldemort rió amparado bajo la figura del dominador. Remus agachó la cabeza, refugiándose en sus propios pensamientos. Soslayó una mirada a Colagusano y el labio superior se le estremeció. Volvió la cara. Había llegado su momento: entregaría su vida antes que dar a conocer la profecía a Voldemort; no podía fallarle a Dumbledore. No quería defraudar ni a Helen ni a sus hijos; «tu padre era muy valiente. Murió con honor», le explicaría la adivina a la criatura que albergaba en su interior.

–Lupin, no juegues conmigo. Dime la profecía y te dejaré libre. –Le clavó la punta de su varita, amenazándolo, en el pómulo izquierdo–. Dímela.

Remus se volvió con rapidez y mordió el extremo de la varita de Voldemort. Forcejearon un instante, Remus probando a rompérsela, a arrebatársela, aunque de poco sirviera estando maniatado. Pero Voldemort alzó su otra mano y, con la bofetada que le dio, Remus dejó de morder la varita.

–¡Lobo! –gritó–. Esto se merece la muerte. –Descendió su varita y se la apretó a la altura del cuello, en la zona por la que discurre la yugular–. Pero me eres necesario. Tengo todo el tiempo del mundo. Acabarás cediendo. ¡Colagusano!

El escurridizo mago se sobresaltó al escuchar su nombre y gimió con voz apagada. Asintió repetidas veces y se metió las manos en el trasfondo de la túnica para sacar una botella de aspecto raramente moldeado, de color verde.

–¿Ves esto? –le inquirió Voldemort–. Es Veritaserum. Acabarás diciéndome la verdad lo quieras o no. Si colaboras y me lo explicas todo de propia voluntad, te dejaré libre; si me obligas a hacerte beber la Poción de la Verdad, te mataré. ¿Piensas colaborar?

–No –contestó Remus decidido–. Tendrás que matarme.

Voldemort se sonrió.

–Tienes coraje. Hubieras hecho un gran papel entre mis mortífagos; hubieras sido un gran líder. –Dudó–. No quiero matarte. Te doy una hora para recapacitar. Aprovéchala. –Le tendió la pócima a Colagusano con la que le reduciría su poder–. Dásela.

Pettigrew vaciló. Miró a su amo con lágrimas en los ojos pero éste no mostró compasión: le tendió con énfasis el frasco y Colagusano lo cogió asustado. Se acercó a paso lento hasta Remus, dubitativo, sollozando, todo tembloroso. Se volvió hacia el Señor Tenebroso para pedirle ayuda, pero éste lo observaba con los brazos cruzados, expectante, sonriendo a medias. Nervioso, le hizo un gesto con la cabeza y el medroso mortífago se volvió. Remus lo miraba con insistencia, los labios sellados como una cerradura, manteniendo la compostura. No permitiría que Colagusano le diera aquella bebida.

–Remus, por favor... –musitó Peter con miedo–. Abre la boca.

Voldemort observó anhelante.

–Por favor, Remus...

El licántropo permanecía impasible, observándolo con odio. A Colagusano lo asustaba aquella brillante mirada, pero mucho más temía a su amo. Insistió: levantó la mano hasta Remus, pero temió que éste fuera a morderlo.

–Ni te atrevas, rata traidora.

Pettigrew retrocedió unos pasos lo mismo que si lo hubiera amenazado con una varita enhiesta. Voldemort rió. Se descruzó los brazos y avanzó unos pasos. Apuntó con su varita a Lupin y éste sintió que los músculos de su cuerpo se endurecían, que todo su cuerpo se le engarrotaba y que ni la sangre ni el oxígeno le llegaban al cerebro. Abrió la boca buscando una última bocanada de aire, mas lo único que sintió fue el espeso líquido gris que descendía por su cuello abrasándole el esófago.

–¡Vamos, Colagusano! –exclamó Voldemort yendo hacia la puerta–. Busca a Sara y hazla comparecer ante mí. ¡Aprisa!

La bebida había dejado al licántropo embotado. Debilitado, la vista se le nublaba y veía extrañas sombras de luz entre la oscuridad. Le abrasaba la boca y sintió de pronto una súbita sed. Gritó que le trajeran agua, pero nadie atendió a su súplica. A su lado, la gotera caía insistentemente y el tintineo de las gotas sobre el charco de agua lo martirizaba de manera tan terrible como cualquier maldición.

Dejó caer pesadamente la cabeza sobre el respaldo, la boca entreabierta. Si aquello llegaba a durar mucho, no sabía si iba a ser capaz de conseguirlo. Y si le daban la Poción de la Verdad, de nada le habría valido su titánico esfuerzo. Hasta para su último recurso, hacer magia sin varita, su tenebroso enemigo había encontrado un remedio; sólo le quedaba esperar. Aguantar. Acabaría fallando inevitablemente a sus amigos y compañeros. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en Helen y sus hijos.

Pese a su amenaza, lord Voldemort no acudió a verlo a la media hora. Al cabo de dos horas cortas, que a Remus se le hicieron eternas, entró Lucius para administrarle de nuevo la poción. Al notar el abrasante calor de la poción hirviendo en su lengua, ahogó un grito y se revolvió en el asiento. Le pidió agua al mortífago cuando éste iba ya a abrir la puerta. Se detuvo en seco, miró al licántropo con sorna e hizo aparecer una copa dorada con fresca agua sobre su mano. Anduvo hasta el licántropo pero se detuvo antes de llegar a él: soltó la copa en el suelo, a unos pasos del asiento y se retiró sonriéndose.

La imagen del agua transparente y cristalina a unos pasos de él en la copa dorada torturaba al licántropo. Intentaba dirigir la mirada a cualquier otra parte, pero los ojos se le marchaban irremediablemente hacia el áureo recipiente, y el tintineo de la gotera martirizaba sus oídos. Tenía reseca la boca y apenas conseguía producir ya saliva. Respiraba entrecortadamente, con el pecho agitado, jadeante. No duraría mucho.

No supo qué hora fue cuando recibió la primera visión de Helen. Al principio no se acordó de que su mujer era capaz de enviarle visiones a él, con lo que, cuando sus ojos empezaron a nublarse y sintió vahído en la mente, creyó que se estaba muriendo. Le preguntó dónde estaba; se le presentó con ojos llorosos, rogándole que volviera; le dijo que era la hora de comer, que dónde demonios se había metido. Sentía no poder responderle, y una gran congoja crecía en su pecho cuando su bella imagen de resplandeciente embarazada aparecía ante sus ojos.

Tenía las mejillas surcadas de lágrimas por la emotividad de la última visión cuando Voldemort abrió con gran estrépito la puerta. Lo seguían Lucius y la joven mortífaga que Remus había visto al despertarse. Al ver la copa en el suelo, Voldemort chasqueó la lengua. La recogió del suelo y avanzó hasta el licántropo. Colocó su mano izquierda sobre su nuca y, con la derecha, le dio de beber. Remus, respirando anhelosamente, sintió un gran alivio. El Señor Tenebroso le secó el agua que resbalaba por su barbilla con un largo y frío dedo.

–¿Te encuentras mejor? –le inquirió.

Remus no respondió. Apenas levantó la vista del suelo.

–Te he hecho una pregunta –insistió–. ¿Quieres comer? –Cabeceó–. ¿Te quieres ir ya? Ya sabes cómo. ¿Qué dice la profecía?

Remus alzó la vista y Voldemort endureció su mirada al ver los dorados ojos del licántropo, que resplandecían de fuerza y enojo.

–Tortúrame, desquíciame, mátame... ¡Haz lo que quieras! Pero sabe de antemano que no te voy a decir ni una palabra de la profecía. Además, ¿qué más da? Cuanto dice ya se ha cumplido. Harry te superó siendo sólo un bebé. Es cien millones de veces más poderoso que tú.

Lucius rió con sorna y la mortífaga lo acompañó con sonoridad. Remus los miró con decepción. Regresó la mirada a Voldemort y lo encontró impasible, relajado. Aquella faceta era mucho más temible.

–Tiéndele la poción, rápido. Esta vez no habrá agua que valga, Lupin. Te deshidratarás si no nos cuentas todo pronto. –La mortífaga se acercó con manos suaves y experimentadas y le hizo beber la pócima. Remus no se resistió aquella vez. Cuando retiró el frasco, al ver un reguero que caía por su comisura, le limpió pasándole la mano por su raspante mentón–. Es una verdadera lástima que Matt tenga que morir tan pronto –susurró Voldemort al salir–. Lupin –se giró–, volveré antes de caer la noche. Si no te doblegas a mi voluntad entonces, mañana desplegaré toda mi furia. Y he de decir que aún no me has visto enfadado.

Lentas horas. Lentas y sedientas horas sólo interrumpidas por las visiones que su desquiciada mujer le enviaba y por las periódicas visitas para administrarle la poción. Cada vez que la bebía, su estómago rugía. Hambriento, sediento, ni dormir conseguía. Se dejó caer sin fuerzas sobre el asiento, desvaneciéndose.

Cuando Voldemort entró, lo encontró desmayado. Al principio se asustó, le tomó el pulso y le puso la mano sobre la frente. Viendo que no era nada, le dio un par de cachetadas en la mejilla y Remus se despertó sin sobresaltarse.

–Lupin –susurró–, estoy aquí.

El licántropo, que despertó desorientado, clavó su mirada en él. Sus pupilas se empequeñecieron y sus labios se arquearon en una mueca de repugnancia. Voldemort sonrió al verlo recobrar la razón.

–Es tu última oportunidad, Lupin. ¿Qué me dices?

Calló. A cuantas preguntas le hizo guardó silencio. Iracundo, Voldemort lo amenazó sin éxito, le lanzó sendos encantamientos de dolor, pero Remus resistía. Sabía en el fondo de su ser que no había escapatoria posible, que su tiempo había llegado, que era preferible morir a que todos muriesen por su cobardía.

–Perfecto –gritó encolerizado–. Calla ahora. Mañana hablarás. Puedo esperar, Lupin. ¡Puedo! Vendremos al alba. Imagino que habrás recapacitado para entonces, por tu bien y por el de tu familia.

Remus, aún mareado y poco consciente, tembló al quedarse solo. Por sus ojos se desprendieron gruesas lágrimas de soledad y mortuoria tortura. No deseaba que su familia recibiese ningún mal. Si los veía allí, atados a su lado, víctimas de las torturas y maldiciones de Voldemort y sus mortífagos, ¿sería capaz de revelarle la profecía? ¿Desoiría sus propios principios para salvar a los que más quería, bajo riesgo de no poder salvar ya nunca ni a Harry ni al mundo entero? Le había dicho a Harry que muchos serían capaces de sacrificar su vida por él, pero aquello lo desbordaba. No a su hijo. Quería tanto a Matt que los ojos se le empañaban al imaginárselo sufriendo. Llorando amargadamente le asaltó el sueño, una bendición que le permitió relajar la mente y recobrar fuerzas para el largo día que le aguardaba tan pronto el primer rayo del sol alumbrase el horizonte. Fue un sueño álgido, plagado de pesadillas, pero ninguna consiguió recordar. Sólo una...

Se despertó sobresaltado. Soñaba que lo conducían al cadalso, que lo torturaban. Sintió una punzada en los talones. Al abrir los ojos, descubrió a sus pies, de rodillas, a la joven y bella mortífaga, desconocida para él, que le aflojaba los nudos de las cuerdas de los pies. Retiró las ataduras y las lanzó a unos metros.

–¿Me estás liberando? –inquirió Remus sorprendido.

La mujer apartó la mirada de él, cohibida. Lo hizo levantarse, para lo cual Remus hubo de arquear la espalda, inclinándose un poco hacia adelante, para conseguir sacar los brazos sin desatar sus manos por encima del respaldo. Lo condujo asiéndolo del brazo, con fuerza extraordinaria, y lo dejó en el suelo, de rodillas. El licántropo seguía sus movimientos confuso, con ojos ávidos. Se azoró al contemplarla recoger las ataduras de los pies y verla anudarlas alrededor de sus manos, apretándolas con fuerza. Se avergonzó de su propia simplicidad al pensar que lo estaba liberando, cuando en realidad lo único que hacía era dejarlo en el suelo como a un pobre pordiosero, atado de manos, arrodillado como suplicando su perdón.

La mujer se arrodilló frente a él y comenzó a desabrocharle los botones de la camisa. Azorado, el licántropo intentó desprenderse de sus manos aterciopeladas pero rápidas retrocediendo, mas la mujer lo agarró del hombro y lo empujó hacia delante. Al mirarla a la cara se dio cuenta de su abrumadora juventud.

–Colabora –le dijo.

–¿Qué haces? –inquirió.

–Cumplo órdenes.

–¿De desnudarme?

–Tan sólo la camisa. El Señor Tenebroso está muy enfadado. –Lo miró directamente a los ojos, a tan corta distancia que Remus descubría en ella su desesperanza y su temor–. No va a mostrar ni pizca de piedad.

Descendió hasta el último botón y le abrió la camisa descubriendo el velludo pecho del hombre en el que sus ojos quedaron interrumpidos un momento. Sacó la camisa hacia atrás, pero, al descubrir que las ataduras se lo impedían, rasgó las mangas y arrojó la prenda a un lado, sin ánimo.

–¿Qué me va a hacer? –preguntó Remus.

–Perrerías –musitó. Volvió a arrodillarse frente a él, no sin antes lanzarle una rápida mirada a la puerta–. Ante todo, no le reveles la profecía. –Remus vaciló, boquiabierto–. He avisado a Dumbledore. Pronto vendrá a rescatarte.

–¿Cómo? ¿Qué...?

La joven bruja se metió la mano por el cuello de la túnica y se sacó un colgante pendido de un fino collar dorado. Balanceándose como un péndulo bajo su mano, la muchacha le mostró un fénix de plata con las alas desplegadas y los ojos brillantes en forma de dos diminutos zafiros engastados tan resplandecientes como los ojos de la chica.

–Me llamo Sara –le dijo–. Soy miembro de la Orden del Fénix.

–¿Es una broma? –inquirió Remus sin habla.

–Ya quisiera. –Se sacó un frasco del bolsillo y se lo mostró a Remus–. Te lo tengo que dar para que lo bebas.

–¿Por qué? ¿Por qué no me das mi varita y me largo sin más? No pienso volver a tomarme esa poción. Abrasa. Déjame que recupere mis poderes.

–El Señor Tenebroso sospecharía de mí y no puedo volverle a fallar. Ya he cometido demasiados deslices ante sus ojos. Bébetelo, por favor.

Aquella vez Remus no se resistió en absoluto. No podía estar seguro sobre si aquella mujer le estaba diciendo la verdad o no, pero allí, solo, no tenía más esperanza que creer en la primera persona que le tendiera una mano amiga.

–¿Vendrá Dumbledore? –inquirió Remus preocupado.

La chica sonrió.

–¿Acaso crees que va a dejar a su "príncipe" aquí? –le rebatió a su vez.

–¿Príncipe? ¿Por qué príncipe? ¿Por qué has dicho eso?

–¡Oh! Yo creía... –Se sonrojó–. ¿No te llama así en privado? Lo siento. Desde que lo conozco, desde pequeña, Dumbledore siempre que hablaba de ti te llamaba cariñosamente "mi príncipe". Creía que también lo haría contigo.

–No... –musitó Remus apartando el rostro para reflexionar.

–Remus. –Volvió a mirarla. Creyó que estaba a punto de llorar–. Perdóname por lo que te voy a hacer ahora. Sabe que sólo cumplo órdenes. Perdóname, por favor.

Y le pasó una fría mano por su mejilla caliente.

La puerta se abrió con fuerza y Sara, desprevenida, empujó a Remus al suelo cayendo éste de costado, soltando un gran alarido. Voldemort, al verla, al ver a Remus aquejándose, con las manos atadas y el torso descubierto, sonrió. Una numerosa tropa de mortífagos entró detrás de él; Remus habría jurado que, ante sus ojos, se extendía buena parte de los numerarios de la Orden Tenebrosa.

–¿Va a confesar, Sara? –preguntó Voldemort.

La chica, apartándose, negó con la cabeza.

–Vaya, vaya... Al menos veo que has hecho un buen trabajo. ¿Le has administrado la poción? Perfecto. Ve a por el arma, date prisa.

Remus contuvo la respiración al escuchar aquel comentario. Volvió a sentir miedo, pero la sonrisa que le dirigió Sara desde la puerta lo reconfortó. Los mortífagos lo encerraron formando a su alrededor un círculo de togas negras y brillantes, varitas desenfundadas y rostros descubiertos.

–Esperemos a la chica –comunicó Voldemort.

Al poco regresó con un látigo negro y reluciente en su mano. Remus vio lágrimas en sus ojos y esta vez fue él quien le sonrió por animarla. La chica, desenrollándolo, lo blandió contra el suelo. El restallido rugió como un trueno y el licántropo, atemorizado, parpadeó. Preparó su cuerpo para aquello, pero pensó que no había preparación posible para lo que le aguardaba.

–¡Sara!

La chica cerró los ojos y elevó el látigo. Golpeó con fuerza contra el pecho del licántropo, que se dejó caer en el suelo gritando de dolor. Al adelantarse un mortífago para incorporarlo, descubrieron varias gotas escarlatas diseminadas por el suelo y un reguero fino y negruzo sobre el abdomen del licántropo.

–¿Vas a decirnos el contenido de la profecía, maldito lobo?

Sin voz, elevando la vista, gritó:

–¡No!

Una bruja se adelantó a la señal de Voldemort y blandió su varita. «¡Crucio!» El dolor se extendió por su cuerpo hasta cada rincón de su ser. Al cesar, a otra señal de lord Voldemort, el látigo volvió a restallar contra el cuerpo desprotegido del mago, que cayó sobre el suelo de espaldas, con una nueva brecha sobre su pecho.

–¿Te gusta? –le espetó Voldemort–. Compré el látigo especialmente para ti. No te escucho implorar mi perdón. Ni contarnos la profecía. ¡Quiero saberla! Dímela. ¡Vamos!

Harto de esperar, el propio Voldemort alzó su varita y lanzó hacia Remus la maldición de la tortura. La cara contra el suelo, el licántropo se estremeció al punto del desfallecimiento. Al recobrar el sentido, apenas sentía las cuerdas alrededor de sus manos de tan fuerte que había sido la sacudida de dolor. Intentó incorporarse, recordando a los Longbottom que habían enloquecido ante un ataque similar. Lentamente, con gran esfuerzo, consiguió ponerse en pie, con la respiración agitada. Algunos mortífagos cuchichearon asombrados al verlo levantado.

–¡Ponte de rodillas! –ordenó el Señor Tenebroso. Remus lo retó con una mirada–. ¡Ponte! Sara.

El látigo le laceró en un hombro y Remus se estremeció gritando. Cayó de rodillas, afligido, sudoroso. Se observó el torso y descubrió su cuerpo salpicado de sangre negruzca que se cuajaba sobre su piel. Con dificultad y dolor, apretando los dientes, se volvió a poner en pie.

Otro mortífago se adelantó y le dio un golpe seco en el muslo. Sin fuerzas, cayó de bruces contra el suelo. Voldemort imperó que el látigo volviera a restallar y, con lágrimas en los ojos que se obligaba a ocultar, Sara magulló la espalda del licántropo, que se revolvía en el suelo como un moribundo.

–¿Me vas a decir ya qué decía mi profecía?

Remus se puso en pie lentamente, con mucho embarazo ante la imposibilidad de ayudarse de las manos. Las piernas apenas lo sostenían y no creía poder resistir mucho más. Pero sus ojos irradiaban la misma fuerza cuando miró retadoramente a Voldemort que, con sus grandes ojos rojos abiertos como platillos, lo observaba anonadado.

–Mátame.

–¡Crucio!

Ya no sentía dolor. La mente no le pertenecía. El mundo se alejaba de sus pies y todo era aire y nubes. Los ojos se le cerraban y no los podía abrir. La maldición cesó y una patada en la cara lo volvió en sí. Lo zarandearon y golpearon con dureza, sin piedad. Lo volvieron a dejar solo y probó a ponerse de nuevo en pie. Con gran esfuerzo lo consiguió. Sara apartaba la vista de su cuerpo, amoratado y cubierto de sangre. Con el pelo ocultó sus lágrimas, pero en su corazón afligido no encontraría jamás perdón alguno a cada látigo que le hubo de dar.

–Estoicamente te ofreces al dolor y lo vences, Lupin. No tengo inconveniente en darte a beber unas gotas de Veritasérum. Pero ¡dime de una vez por todas el contenido de esa profecía!

Remus agachó la cabeza, negando, y sonreía como un demente. Apenas sentía su cuerpo, ¿qué más le daba morir? Pero, de pronto, sintió un súbito calor que le ascendía por los pies y lo confortaba. El dolor desaparecía y sólo existía paz y concordia. Sonrió, no sabiendo por qué, pero tenía ganas de sonreír. Sus profundas heridas seguían llorando sangre, pero él ya no sentía el dolor que le producían. Se dejó arrastrar por aquella corriente de paz que en un principio creyó que era la muerte hasta que algunos mortífagos señalaron sus pies.

–¿Qué es eso? –inquirió Bellatrix atónita.

Una llamarada se alzaba desde el suelo engullendo al licántropo. Una llamarada que, en un principio, iba tragándolo, cubriéndolo, extendiéndose por su piel, pero que acabó convirtiéndose en parte de él. Su cuerpo se cubrió de aquel brillo intenso, violáceo, asemejando una antorcha humana. Sus ojos dorados resplandecían ante la inusitada luz que lo engullía. Y el dolor desaparecía. Pues su cuerpo ya no era materia sino esencia, por lo que consiguió separar las manos y las ataduras cayeron al suelo detrás de él, íntegros los nudos.

–¡Detenedlo! –gritó Voldemort.

Bellatrix, veloz, se adelantó e invocó la maldición cruciatus, pero traspasó el cuerpo de Remus golpeando a la persona que la mortífaga tenía en frente. Nadie sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Sólo Sara sonreía, desapercibida por la sorpresa que a todos causaba.

Se contempló Remus las manos, que brillaban como fuego y fuego eran, desprendiendo una luz primero anaranjada pero que tornaba a violeta. No pesaba, su cuerpo parecía flotar.

Voldemort avanzó hasta él e intentó cogerlo del cuello, pero, igual que a un fantasma, sus manos lo traspasaron. Irritado, le gritó:

–Te mataré. ¿Me has oído? Te acabaré matando. –El fuego iluminado de púrpura que cubría a Remus giró en espiral y apenas podía oír nada dentro de él–. ¡Algún día lo conseguiré!

La luz se resquebrajó como un relámpago y Remus desapareció con ella. Voldemort, apretando los puños, gritó como una fiera. Sus mortífagos apartaron los rostros, asustados de que descargara sus frustraciones en alguno de ellos.

–¡Lucius! –gritó y éste se estremeció. Al fin consiguió dar un trémulo paso al frente–. Tengo un encargo para ti. ¿Te acuerdas de Julius Lupin? –El mortífago asintió–. Averigua todo lo que puedas sobre su mujer, Nathalie: su vida, el linaje del que proviene... ¡Todo!

Muy lejos de aquel lugar cinco magos apuntaban sus varitas donde el más anciano de ellos les había indicado. No exento de la desazón que a todos los embargaba, un muggle se retorcía las manos un tanto apartado, asombrado de la llama en espiral de luz violácea que habían originado sobre la tabla suelta del piso de madera del cochambroso sótano. Helen intercambió una mirada con Dumbledore y éste asintió, contrayendo el rostro por el esfuerzo. La varita de la señora Nicked vibraba con fuerza y no sabía si iba a ser capaz de mantener la conexión. La agarró con ambas manos y resistió apretando los dientes. Ángela y Sorensen, igualmente estupefactos, esperaban ver el resultado de aquella bola de fuego de inusitado color que habían originado en unos minutos. Dumbledore les instó para que resistieran, pues añadió que faltaba poco, que estaban próximos a conseguirlo.

Con el mismo rayo cegador que se había producido bajo la tierra entre muros de piedra ante la pasmada mirada de lord Voldemort, Remus apareció en el sótano de su casa, refugiado bajo aquella luz envolvente que se escindió al depositarlo en el suelo y se hundió entre las paredes oteando el suelo en busca de la tabla suelta donde pernoctaba.

Fatigado, el licántropo no pudo soportar el peso de su propio cuerpo y cedió. Cayó de rodillas y lentamente de bruces, pero Helen, atenta, tiró su varita con fuerza al suelo y corrió a sujetarlo. El resto lo ayudó también, incluido el señor Nicked que reapareció de entre las sombras del rincón, atónito por cuanto acababa de acontecer. Helen lloraba al observar a su marido sangrante, los ojos sumergidos en unas lágrimas rezagadas, con la boca entreabierta capturando el aire como si lo fuese a expirar todo de golpe.

–Remus. ¡Mi Remus!

Se escurrió hasta quedar sentada, con el torso de Remus entre sus manos, llorando sin consuelo posible como una imagen pasionaria de María sosteniendo a su hijo muerto descendido de la cruz. Sólo que Remus, entre estertóreas respiraciones, le sonreía.

–He vuelto –dijo–. Estoy bien. No llores. –Se dirigió a Dumbledore–: Quería la profecía.

–Ya lo sé –respondió–. Mas no hables ahora. Dime sólo: ¿estás bien?

El licántropo asintió sin fuerzas.

–¿Qué te han hecho? ¿Qué te han hecho, madre mía? –gritaba Helen, empañados los ojos de lágrimas que horadaban sus mejillas, en tanto hundía sus suaves dedos en sus heridas abiertas que rezumaban todavía sangre–. ¿Cómo han podido ser tan...?

El licántropo se desmayó.

Al despertar estaba tumbado sobre el sofá, con una sábana blanca bajo él para no manchar el tapizado. Intentó incorporarse, pero todo el cuerpo le dolía. Hasta los párpados le costaba abrir. Se limitó a permanecer. A escuchar a ciegas.

–¿Y si vuelve a por Matt? –inquirió Helen–. Ya hemos visto todos que Voldemort no se va a detener hasta averiguar el contenido de la profecía. Quizá deba atender el ofrecimiento de Mandy Diggle de irnos Matt y yo con ella en tanto esto dure. Siquiera Matt.

–¡No! –exclamó Dumbledore cabeceando ligeramente–. No conviene dejar a Remus solo ahora. La casa esta os protegerá. –El licántopo escuchó pasos–. Acciona esta argolla de adorno de la pared si hay problemas. Se abre una puerta en el muro que conduce a un refugio secreto. Que Matt baje a él si Voldemort o sus mortífagos reaparecen por esta casa.

–¿Cómo sabes eso? –le espetó Helen.

–Lo encontré un día. De casualidad –respondió–. Ahora es momento de irnos. Remus debe descansar. Cúralo, Helen.

–Por supuesto.

–Hija –habló la señora Nicked–, sales de algas y marinas en un baño será lo mejor. Lo ayudará a cicatrizar más rápido.

–Vendremos a visitarlo después si eso –comentó Sorensen–. Aún no me lo puedo creer.

–Hasta luego, sobrinita. Dale un par de besos de nuestra parte.

–Adiós.

–Que se mejore.

Al pronto, estirado sobre el sofá, sólo escuchó silencio. Al intentar abrir los ojos de nuevo, parpadeando, descubrió a su mujer observándolo aún con lágrimas en los ojos. Le pasó una fría mano por su mejilla y le dio un beso en la frente. Nada más le dijo. Subió arriba a preparar el baño y, en ese intervalo, Matt bajó con suspense las escaleras. Su madre, atenta, le había prevenido que no bajase, puesto que no quería que viese a su padre magullado, ni tampoco sus heridas pujantes de sangre. Pero el chico, a quien había mandado encerrarse en su cuarto, desobedeció su mandato, bajó hasta su padre y rozó con sus deditos colegiales una de sus perforaciones. El licántropo se estremeció, pero, al ver a su hijo plantado ante él, triste con los ojos gachos, le sonrió. En eso bajó Helen y regañó a Matt por haberla desobedecido. Después, con el labio tembloroso, lo abrazó disculpándose por haberlo regañado, y, más tranquilamente, le pidió que subiera arriba.

–Por favor...

Sobre sus brazos intentó acarrear Helen a su esposo. Con gran esfuerzo y pasando con tiento una mano por el pasamanos para no tropezar con Remus, subió la escalera. Lo sentó en un taburete en el cuarto de baño y lo ayudó a desvestirse, sin dejar de soslayar miradas a sus heridas, que tanta crispación le causaban. Contuvo sus lágrimas a fin de no escandalizar al hombre. Cuando estuvo completamente desnudo, la sangre cuajada a lo largo de su piel formando extraños regueros como ríos en un mapa cartográfico, lo ayudó a introducirse sin resbalarse en la bañera. Lo sumergió hasta que sólo el cuello y la cabeza asomaban, apoyada la nuca contra el filo de mármol. El agua burbujeaba y las sales que Helen había echado en grandes cantidades hacían mucho bien al licántropo, que se sentía imbuido de una nueva sensación, dejando escurrir lentamente el dolor por el desagüe.

–Gracias.

–¿Por qué? –indagó Helen que no se apartó de su lado en todo el rato.

–Por tus visiones. Gracias a ellas sentía que no estaba solo.

–Estaba muy preocupada. –Impotente, las lágrimas se resbalaban por sus mejillas con vida propia–. No sabía dónde estabas. Hacía más de cuatro horas que habías salido al callejón Knockturn. No sabía dónde podías estar. Estaba muy preocupada.

–Me atacaron por sorpresa.

–Lo sé, lo sé –gimoteó–. Anoche no conseguía conciliar el sueño, Remus, tu lado vacío se me hacía muy extenso. No podía dormirme sin saber dónde estabas. Pero por un momento cerré los ojos y tuve un sueño. Era tu madre, Remus. ¡Tu madre! –El licántropo abrió muchos los ojos, observándola con sorpresa–. Vestida toda de blanco, como un ángel, me reveló que estabas a manos de Voldemort, que no me preocupase, que no tenían intención de matarte. Imagina cuál fue mi crispación. Esta mañana llegó Dumbledore bien de temprano, me dijo que le habían dado el soplo y que sabía dónde estabas. Se le ocurrió la idea de usar los poderes del sótano para rescatarte, Remus, y ha funcionado.

–Sí, por suerte...

–Remus...

–¿Qué?

–Desde que tuve el sueño, el de tu madre, no me preguntes por qué, estoy segura de que el bebé que llevo en mis entrañas es una niña. –A Remus se le iluminó la mirada al recordar el estado de buena esperanza de su esposa y, más aún, al imaginarse con una niñita en sus brazos–. Si estoy en lo cierto, desearía que se llamase Nathalie, como tu madre.

Remus no lo objetó. Al contrario, sonriente, estuvo completamente de acuerdo, y, echándole los brazos llenos de espuma por encima, la abrazó.

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Tenía Lord Voldemort su encendida mirada perdida en el pétreo piso de la estancia y recorría con sus afilados dedos su mentón barbilampiño, en tanto su otra mano reposaba incómoda sobre el asiento que ocupaba. Recordaba al licántropo cautivo y maniatado en aquella misma silla y con fuerza oprimía el grueso brazo del sillón con su mano desocupada, crispada. Había reiluminado la estancia desde su súbita, y no menos asombrosa, huida, colocó una antorcha ardiente en cada argolla, dos por muro, ocho en total, y meditó en cuidada soledad su suerte, sólo rota a las horas de la comida y de sueño, momentos obligados. ¿Cómo podía habérsele escapado cuando tan cerca lo había tenido? Ni tan siquiera un ápice de la profecía había averiguado. Sus pretensiones habían vuelto a fallar y, cosa que lo incomodaba tanto como la otra, no podía echar mano de ninguno de sus secuaces para culparlo de su atroz puesta en ridículo. No le albergaba ninguna duda; allí sentado, sin más empresa que acariciarse el picudo mentón en tanto se alargase la tarde, lord Voldemort sabía que la última incógnita acababa de serle resuelta. Y no sabía de qué se extrañaba.

La puerta se abrió con gran ruido de goznes y consiguió sacar de estos pensamientos que lo imbuían al tenebroso hechicero, que se revolvió inquieto en su alto trono, impía silla de castigos a expensas de quien la ocupase. Lucius Malfoy, caminando con diligencia, se aproximó hasta él y obró una reverencia exagerada. Quedó clavado en el suelo, la rodilla fijada en tierra y la negra capa formando detrás de sí una plana concha ovalada. Hundió el rostro y nada dijo hasta que el Señor Tenebroso, repugnado de sus teatrales muestras de servidumbre, le dio su consentimiento para levantarse.

–¿Has hecho las averiguaciones que te encomendé? –le espetó.

–Sí, mi señor. Aunque no me ha sido nada fácil. Poco he podido averiguar del pasado de Nathalie Lupin, pues casi nada se sabe de él en los anales mágicos.

–Sólo una pregunta voy a hacerte y espero que puedas ofrecerle respuesta. Los padres de Nathalie Lupin, ¿son magos o muggles?

–Precisamente por eso era tan complicado averiguar cosas de su pasado o su ascendencia, señor. Sus padres eran muggles.

Voldemort se dejó arrebolar por una sonrisa floreciente.

–Ya no cabe duda. Más mestizo no se puede ser. Buen trabajo, Malfoy –le alabó–. Sí, estupendo, por una vez uno de mis mortífagos ha conseguido llevar a cabo el cometido que le encargué. Es realmente increíble. –Abandonó su tono de chanza y adoptó una expresión más grave–. Ahora escúchame. Asediad al licántropo día y noche. Destruid su casa, me da igual lo que hagáis. Pero matadlo. ¡Destruidlo!

–Mi señor, ¿me permitís intervenir? –inquirió nerviosamente Malfoy, a lo que Voldemort, contemplándolo donairosamente, asintió con un cabeceo rápido y desinteresado–. Vuestros planes se han desviado últimamente de nuestras verdaderas pretensiones. Mis compañeros están ansiosos por ocupar el Ministerio y poder así extender más fácilmente la Orden Tenebrosa –Malfoy titubeaba a cada palabra, consciente del mohín de repugnancia que se iba extendiendo en la boca del Señor Tenebroso–. Pero desde que recuperasteis vuestro cuerpo, mi señor, nada ha sido como antes. Potter o Lupin, da igual, nos vemos obligados a perseguirlos como meros matones.

–¡Mas ni ese simple trabajo sois capaces de realizar! –escupió Voldemort irascible.

–Señor –prosiguió Malfoy tembloroso y asustado–, si vuestra noble figura se hiciese con el alto mando del Ministerio, entonces las muertes de Potter y el licántropo Lupin se sucederían como por ensalmo. Tendríais bajo vuestra merced a centenares de hombres prestos a cumplir vuestra voluntad. Ni los escurridizos Potter y Lupin ni la Orden del Fénix serían capaces de aplacar un poder semejante.

Aquellas palabras dieron que pensar al Señor Tenebroso. Perpetuó su caricia de barbilla ya sin contemplar siquiera a su súbdito, que se inclinaba frente a él, increíblemente atemorizado, temeroso de que, en cualquier momento, descargase su furia sobre él por haberse extralimitado. Pensó en retirarse en silencio, lentamente, sin que Voldemort se diera mucha cuenta, pero la grave y penetrante voz del Señor de las Tinieblas, silbante como una serpiente panzuda, lo asaltó de pronto, en tanto se producían estos pensamientos, y Lucius se estremeció.

–Quizá tengas razón, Lucius –musitó Voldemort con voz apesadumbrada–. Sí, tal vez. –Clavó sus penetrantes ojos rojos en él pero Malfoy ya no sintió miedo. Cruzó con él su mirada elevando el mentón con orgullo–. Habrá un cambio de planes. Pero iré más allá de nuestras pretensiones, Malfoy. Ya verás.

–Ordenadme cualquier cosa y os obedeceré.

–Claro, eso espero. El ministro Fudge tiene un objeto muy valioso, una reliquia de oro que vienen heredando los ministros de Magia desde antiguo y cuyos orígenes se remontan a los oscuros años de la Edad Media. La lleva todo el día del cuello pendida, en una cadena igualmente dorada, una llave que abre todas las puertas del mundo. En haciéndome con esa llave, no sólo el Ministerio de este país podría tomar. –Sonrió–. Comprende cuán importante es poseerla. Mata a Fudge, secuéstralo, me da igual lo que hagáis con él, como si falláis y lo dejáis con vida; mas no pienso conceder clemencia si no traéis esa llave con vosotros.

–¿Cuánto tiempo nos concederéis?

–¿Tiempo? No. No deseo impacientaros. Importante empresa es ésta que requiere más tiempo y precisión de los que se puedan calcular. Mas no os durmáis en los laureles, Lucius. No concibo cómo este plan no se me ocurrió mucho antes. Si esa llave dispusiera en mi mano, el Ministerio caería por añadidura. Ahora lárgate y prepáralo todo.

Lucius asintió, reverenció y se marchó volteando su capa con agilidad. Antes de que alcanzase la puerta, Voldemort lo llamó y el mortífago se giró en redondo:

–¡Ah! Y que sea la última vez que me sermoneas, Malfoy. –El mago, cabizbajo, tragó saliva–. ¿Me has oído? No eres indispensable aquí. Ahora ¡largo!

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Harry se mostró muy preocupado y maduro cuando Remus le contó cuanto sufrió raptado durante un día entero entre los muros pétreos de la fortaleza subrepticia de lord Voldemort. El muchacho no salía de su asombro: cuando creía que Remus, su antiguo profesor, era uno de los mejores magos del mundo junto con Albus Dumbledore, al menos en el ámbito de Defensa contra las Artes Oscuras, como bien había podido constatar en sus clases, descubrió que el hombre también había sufrido asedio por parte del hechicero y sus mordaces mortífagos. Y a raíz de su explicación, de su narración del dolor causado, de las cicatrices que le mostró al subirse la camisa, Harry experimentó por aquel hombre algo que hacía tiempo que había dejado de sentir; varios meses justamente: desde que su padrino muriera a manos de su pérfida prima. Largos meses atrás no hubiera podido pensar que el profesor Lupin habría podido hacer un acto de altruismo tan grande hacia su persona; consideraba que aquel privilegio quedaba exclusivo para su padrino muerto. Se equivocaba, cierto era. Y por eso encontró en Remus una nueva persona, íntegra, madura, paternal, en la que confiarse después de la dura pérdida de Sirius. Pues el chico que sobrevivió nunca hubiera imaginado que, cuando el primer día que llegó al nuevo cuartel general y Remus le habló de los abundantes partidarios que darían su vida por él, el hombre se estuviera refiriendo a sí mismo.

–¿Por qué no le dijiste la profecía, eh, Remus? –le inquirió cierto día, agobiado por el cargo de conciencia que, inconscientemente, se había apoderado de él–. Todo hubiera acabado.

–Sí, Harry. Todo –respondía Remus sonriéndole con afabilidad, y Harry, que lo empezaba a ver como a un padre, que comenzaba a sustituir con él a Sirius, se sentía agradecido de aquella muestra de cariño–. No. Ya hablamos de eso.

–Sí, ya... –dijo cabizbajo. De pronto lo asoló un remordimiento que durante todo el verano no había podido apagar. Habló tras meditar si era justo comentárselo–: Re... Remus. –El mago alzó la cara para mirarlo–. ¿Qué crees que pasará?

–¿A qué te refieres?

–So... Sobre quién ganará, me refiero. Uno de los dos habrá de morir a manos del otro. ¿Quién... Quién crees que lo conseguirá?

–Ya hablamos de eso, Harry. Te dije que tú. Pero abandona esos pensamientos, hijo. No te hacen ningún bien. ¿Quién sabe cuánto tiempo falta hasta ese momento? Sólo espero que empieces a tomarte más en serio tus estudios en Hogwarts. Por la cuenta que te trae...

Harry asentía.

En el fondo de su ser notaba la imperiosa necesidad de abandonar ese desconsuelo, de enfrentarse en seguida a lord Voldemort y ahogar el sufrimiento y la impaciencia. Su corazón palpitaba con fuerza cada vez que recordaba la voz de Sybill desde el pensadero de Dumbledore invocando la profecía, una terrible predicción por la que había perdido a sus padres y, lentamente, a todos los que alguna vez quiso. Se sentía desdichado. Si se enfrentaba a él, bien podía sucumbir él mismo y así malgastar el esfuerzo de todos aquellos que lucharon por él, que creyeron en él, como Remus, y casi pierden la vida, pero también podría reencontrarse con sus padres y con Sirius; o bien conseguiría triunfar, objetivo que le resultaba harto improbable, y la horda tenebrosa se disiparía del mundo.

Remus era el único que conseguía rescatarlo de aquellos pensamientos. Le hablaba de muchas cosas, algunas que realmente no importaban a Harry, que sucedían muy lejos de allí, pero el chico se entretenía con su fácil expresividad y su narración seguida e ininterrumpida, vivaz gracias a su tono sentido y alegre. Con él, el chico sentía que aún había esperanzas. Sin comprender cómo podía seguir riendo después de haber perdido a su único amigo y sufrido aquellas dolorosas heridas que aún lo atormentaban en el lecho al no saber qué postura adoptar, Harry sentía confianza en sí mismo.

Pocos días antes de regresar a Hogwarts, Ron y Hermione fueron a visitarlo. La chica parecía impresionada, al tiempo que cohibida, de que Harry hubiera podido vivir en tan precarias condiciones allí abajo. Remus se rió por lo bajo gustoso al escuchar aquel comentario. Habían de comprar el material escolar de sexto curso y Harry no deseaba que lo adquirieran por él; ansiaba salir un rato, pasear por el callejón con sus amigos, disfrutar del sol, del aire puro... y Dumbledore estuvo de acuerdo.

–Acompañarás a Harry al callejón Diagon –encomendó a Remus–. Pronto volverá a Hogwarts, bajo mi halo protector. Eso te dejará libre y podrás respirar al fin.

–Harry es un chico genial, Dumbledore –contestó–. No creas que se me hace llevadero librarme de él. Me he encariñado –a lo que Dumbledore se mostró muy emocionado– y, la verdad, no me ha importado para nada haberme convertido en su niñero particular.

El uno de septiembre, el licántropo volvió a custodiar a Harry en su último viaje antes de retornar a la escuela. Anduvieron juntos por la larga estación, paseando entre los andenes en silencio, pues larga había sido la compañía que el uno al otro se había hecho y la confidencialidad que se había edificado entre ambos no necesitaba de palabras para ser expresada. Remus sentía desembarazarse del muchacho sin más tras aquellas largas charlas del último mes juntos. ¿En qué emplearía ahora los momentos que dedicaba en irlo a visitar? Pero, en el fondo, sentía verlo cruzar el andén porque en él también se había renovado un extraño sentimiento; sentía que había heredado la promesa que Sirius había hecho a James de custodiarlo. Harry, por su parte, había reemplazado en él la figura del padrino perdido, aunque ambos sabían que Sirius era irremplazable, pero mucha era la necesidad del muchacho de encontrar un confidente de sus elevados secretos que supiera confiárselos y darle buenos consejos. Algo así como un padre, aunque nunca había sabido muy bien qué se experimentaba al tenerlo; pero Remus tampoco, y aquello los unía un poco, si cabe, más.

–Bueno, hasta aquí puedo acompañarte –comentó el licántropo con tirantez al llegar al andén nueve y tres cuartos.

–Antes de nada, profesor... Quiero decir, Remus. Quería comentarte que me siento satisfecho de que este mes hayas estado a mi lado. Me siento –rio nerviosamente–, si puede decirse, un poquito más sabio. Espero que sus consejos me sirvan de algo en Hogwarts.

–Yo también lo espero así, Harry.

Se tomaron al mismo tiempo una ridícula pausa en la que, impotentes, aguardaban que el otro arrancara a hablar para romper el silencio. Entre tanto, las miradas se sucedieron tensas.

–Harry. –El chico levantó la vista sobresaltado–. Si tienes algún problema, avísame. Cualquier cosa. Ahora yo soy tu tutor, pues mi mujer sigue siendo tu madrina. Es una pena que no hayas podido conocerla, quizá el verano que viene.

–Quizá... –contestó Harry nerviosamente.

El licántropo constató la hora y decidió que era momento de dejarlo marchar o el tren partiría sin él. Sin dudarlo, se abrazaron como un padre y un hijo y al punto se separaron callados, con ligeros tonos de sonrisa en sus comisuras.

–Adiós –dijo Harry tirando de su baúl y anduvo hasta uno de los enormes vagones rojos.

Remus lo despidió con la mano contemplando la serpiente de humo que la locomotora desprendía en tanto se marchaba con gran ruido y prisa. En seguida, sus aguzados ojos dejaron de ver al chico, asomado por la ventanilla, y se dio media vuelta. Ya entonces empezaba a considerar dentro de su cabeza la posibilidad de ir a visitar a menudo al adolescente al colegio y ya entonces también el anciano director, que también lo creía necesario, comenzó a meditarlo.

Sin embargo, en casa lo aguardaba su hijo de verdad, que, emocionado, iba dándose lenta cuenta de que pronto tendrían un bebé en casa. Feliz por el evento, sólo eclipsaba su alegría la hermosura deslumbradora de la verdadera apariencia de Tonks, que vaciaba su mente de pensamiento para embotarlo, aparte, claro está, de las habituales visitas de Sorensen y Ángela con el monstruito de su primo, que, a medida que crecía, se hacía más alto en cuerpo y mente, y éste era de esos chiquillos a los que el espabilamiento no le sentaba nada bien, pues aguijoneaba su mente con pensamientos ilícitos y travesuras desbordantes.

A Tonks, hermosísima bajo su real aspecto, pasaba inadvertido el extrañísimo comportamiento de Matt, que tartamudeaba en su presencia y rehusaba encontrarse con su mirada, a quien consideraba algo así como un sobrinito, pues Remus y Helen eran para ella un par de hermanos que le habían facilitado alojamiento en su misma casa. Estaba muy agradecida por aquello y tendía a demostrarlo más con acciones que con palabras: noches había en que los invitaba a todos a comer fuera, que traía un vídeo para pasar la velada en familia, días en que invitaba a Matt a visitar el zoológico mágico de Hogsmeade... Pero ella era así, extrovertida y dinámica. Desde su llegada a la residencia Lupin, la casa había sido apoderada por un frenesí y una actividad desconocidos. Y a Remus, en ocasiones, le turbaba, pues no sabía si todo aquello era bueno para el bebé. Como el día que encontró a su mujer y a Tonks sentadas sobre la alfombra practicando ejercicios de preparación al parto.

–Relájate, Remus –lo tranquilizó la chica poniéndose en pie–. Únete. ¿Te apetece? Estos ejercicios son muy prácticos para que el día que Helen vaya a traer a Nathalie al mundo lo haga lo mejor posible.

El licántropo albergaba sus dudas con lo que prefería quedarse observándolas desde prudente distancia. Luego, harto, se levantaba y deambulaba un rato por el jardín. Era en aquellos momentos de aburrimiento y tedio cuando más de menos echaba a Canuto. De seguir vivo lo visitaría y conversarían durante largo rato. Su pérdida lo martirizaba. Por suerte, Matt ya apenas contenía la aflicción de hacía unos meses; sin poder conseguir olvidarlo, el chiquillo, en la inocencia de su escasa edad, sabía que los largos años que la vida aún le deparaba debían abrirle las miras a la esperanza y no a la reclusión de la pena y el tormento. "Tito Sirius" había muerto, pero su recuerdo residía en su corazón, Tonks se lo había dicho, y si ella lo había creído así, cierto habría de ser entonces.

–¿Qué te ocurre, Matt? –preguntó cierto día Helen al bajar con el cesto de la colada desde el piso alto–. ¿Qué esperas ahí sentado?

Nada dijo. En verdad, nada lo movía a actuar en secreto, pero en su interior comenzaba a entender que, de decirle a alguien, por próximo que fuera, lo que empezaba a sentir, nadie lo entendería. ¿Qué demonios estaría él haciendo aguardando ver bajar a Tonks por la escalera? Su madre lo haría bajar, su padre más de lo mismo... El chico resoplaba atormentado, acodado en las rodillas. Si alguien había conseguido hacerle olvidar la muerte de "tito Sirius", aquélla había sido su prima.

Helen intuía que a su marido lo preocupaba algo. Cuando conversaban, cuando yacían en la cama, su boca siempre quedaba entreabierta y sus dorados ojos descosidos de la realidad. Ella le inquiría y, al ver que ningún resultado obtenía, le increpaba para que hablase. Pero el licántropo no estaba decidido a extender la conversación que había mantenido tiempo atrás con su hermano a su mujer. Sorensen supo guardar el secreto, confió en la fortaleza de Remus y se aferró al destino, pero el licántropo intuía que la adivina no sería partidaria de aquel parecer. "El destino", se repetía el mago, "dichoso destino. A ti me encomendaré al fin si prometes que nunca mis fervientes anhelos revelarás a mi mujer".

Helen sabía que algo le ocurría a su amantísimo esposo, lo intuía. También percibía que no debía preguntárselo y así transcurrían los días y las semanas, alejados por aquella sensación de vacío, frío y desapego que Helen no podía soportar. Conforme el licántropo iba viendo henchirse el vientre de su pareja, en su interior iban creciendo el anhelo y la tristeza a un tiempo, la impaciencia por sostener entre sus brazos a la nueva criatura y la sensación de inutilidad antes descrita; en la afligida mente turbada de Remus se le antojaba en sueños que sus más allegados lo vituperaban por no poderse hacer cargo de su recién nacida hija. Una noche, la pesadilla fue tan intensa que despertó con un brinco, gritando y sudando.

–¿Qué pasa, Remus? –inquirió su mujer sobresaltada.

–¡Oh, Helen!

Sin más aviso la abrazó y sobre su hombro descansó las lágrimas que largo tiempo sus vigorosos ojos habían reprimido como un dique de contención. Desfogó sobre su piel cuantos lamentos aquella vil pesadilla, producto de su mente alterada, le habían producido.

–¿Me vas a decir qué te pasa, Remusín?

–Es una tontería.

–Pues dímela. No sólo estoy aquí para grandes parlamentos.

–Es una estupidez, en serio. –Helen calló, aguardando que al fin el silencio produjera en su marido el ambiente propicio como para comenzar a discurrir–. Cada día me siento más solo, más inútil.

–¿Por qué dices eso, Remus? –lo interrumpió la adivina con el corazón hecho añicos.

–Porque... ¡porque es cierto, Helen! Es cierto...

–¿Qué te atormenta? –le espetó.

–El estar en paro –le confesó–. El no poder costear el cuidado de Nathalie. Soy un estorbo, Helen, una molestia. No sirvo para nada.

–¡No digas eso! –le recriminó–. No digas eso ni en broma, Remus. Por favor. ¿Dónde estaría tu hija si no sirvieses para nada? ¿Dónde Matt? Guarda silencio la próxima vez antes que decir una tontería semejante. –A tan duras palabras siguió una suave caricia que al licántropo produjo un tierno escalofrío–. Remus... Oh, Remus. ¿Tan sólo eso temes? No te mortifiques. Créeme. Mi querido lobezno, el animal que yo más quiero, ¿por qué te afliges sin sentido? No eres un estorbo. Ahora mismo no tienes suerte, es eso lo único que ocurre, pero no me importa que estés desempleado, en verdad, no. Creo en ti, creo en tus posibilidades. Con que les brindes cariño a tus hijos ya es suficiente. No temas, no más de lo justo, Remus, por favor. Confía en tu destino, créeme.

–¡Oh, no! –exclamó–. Tú también no. Estoy ya harto de esas jerigonzas.

Helen lo miró extrañamente, sin comprender.

El destino del que hablaba Helen era muy diferente del que pregonaba Sorensen. Ella era de los pocos elegidos que tenía acceso a él. Pero Remus no sabía a qué se refería entonces y su corazón no dejó de afligirse.

Por suerte, la respuesta a sus cuitas llegó en el mes de diciembre.

Aquella tarde, tras hacer los deberes que su padre le había impuesto por la mañana, Matt decidió estrenar el "Monopoly mágico" que sus progenitores le habían regalado en virtud de sus avances en el estudio que el licántropo le dirigía. Tonks se unió encantada y esbozó una amplia sonrisa cuando el chico desparramó las fichas por el suelo al verla sentada frente a él. Remus lo ayudó a extender el tablero, que reproducía fidedignamente el callejón Diagon, con el banco Gringotts en un extremo y, al otro, la oscura taberna del Caldero Chorreante, que actuaba de salida. Tonks distribuyó las falsas monedas por el banco de los gnomos mientras la adivina leía en voz alta las instrucciones. Escogieron las fichas con las que jugarían: Remus, un caldero; Matt, la escoba; Helen, el gato negro de erizada cola, y Tonks, el frasco de poción. Inició el turno Matt, que cayó en la librería Florish y Blotts. «La compro», dijo exaltado. Tonks, que había acordado actuar de banca, le alargó el cambio. El juego se sucedió en tanto el rojo crepúsculo iba declinando por la ventana, rojo como la sangre que quería derramarse aquella noche. Fue al caer Remus por enésima vez en Azkaban cuando la cabeza de Dumbledore surgió por el hueco de la pared de la chimenea.

–Remus, ven en seguida al cuartel general –dijo sin saludar a nadie, tanta era la crispación que se podía leer en su rostro–. Es urgente.

–¿Qué ha sucedido? –preguntó.

–Fudge. El ministro ha sido atacado.

–¡Unos locos enmascarados! –exclamó el ministro de Magia irritadísimo–. Me asaltaron en mi propio hogar. ¡Mientras veía la televisión! –Obraba numerosos aspavientos en tanto hablaba y tanto era el énfasis que ponía al hablar, que por su boca se lanzaban diminutos escupitajos, apenas perceptibles, que sus receptores contemplaban con melancolía–. ¡Por poco me matan! –Trató de serenarse, pues la ceja arqueada de Moody le imperaba sosiego para poderse explicar mejor–. Estaba viendo la televisión, como les he dicho. Estaba solo; mi esposa había salido al callejón Diagon a no sé qué... Alguien tendrá que avisarla. Tendrán el placer de... Gracias. Pues eso, ¡unos locos enmascarados! Cinco o seis, no lo recuerdo bien. Entraron sin avisar, cubiertos sus rostros, empuñando sus varitas. ¡Uno hasta me alcanzó! El dolor que sufrí... ¡nadie se lo puede ni imaginar!

–Entiendo –habló Dumbledore con suavidad–. Discúlpeme, Fudge. Tengo que hablar con alguien.

Fudge asintió. Se detuvo unos instantes, contemplando desde su asiento la alta y titánica figura de Dumbledore, a cuyo lado se acomplejaba, que se hincó de rodillas delante de la chimenea tras echar en ella polvos flu e introdujo la cabeza barbada en las lenguas de fuego de esmeralda. En ese momento, como presintiendo el peso que aquel objeto había adoptado en las últimas semanas, se abrió un par de botones del cuello de la camisa y se desprendió la llave dorada, de graciosas y brillantes mellas, y la soltó sobre la mesa. Nadie le prestó atención y se sintió aliviado.

Dumbledore retiró la cabeza con adusta expresión, la barba atrapada en un gesto senil de desazón, y aguardó a que Remus llegase a su lado cruzando el laberinto de chimeneas. En un par de segundos, lo consiguió. Entre ambos se cruzó una rápida mirada, cómplice, seria, y Remus, apartándose, tomó lugar en un apartado rincón.

Fudge no hizo esperar el resto de su narración:

–Suerte que estaba de guardia Eric, sin duda el más aguerrido de mis guardaespaldas. Dio el aviso al resto, que hicieron acto de presencia con bastante rapidez, y espantaron a los terroristas sin que consiguieran de mí nada.

Dumbledore carraspeó:

–Me alegra, Fudge, que recurrieras tan pronto a la Orden del Fénix. ¿Ello quiere decir que tus atacantes eran mortífagos, no?

–No lo sé, encapuchados. No los vi.

–Encapuchados –gruñó Moody–. ¿Dónde hay encapuchados hoy día? Sólo entre las líneas de Voldemort.

Dumbledore frunció el gesto. Se paseó de un lado a otro, de cuando en cuando lanzando inquisitivas miradas a su ahijado, quien permanecía impasible, expectante y silencioso.

–Esto sólo puede significar una cosa –habló al fin el anciano–: los mortífagos van detrás de ti, Cornelius. –No le dio oportunidad para que lo interrumpiera–. No sé por qué, aún no. Mas no detendrán su ataque, quizá no. Si quieres preservar tu vida, debes ponerte en nuestras manos; ya lo has hecho viniendo hasta aquí. –Fudge aguardó callado, implorante, que aquel hombre sentenciase su solidaria ayuda, y entonces él se sentiría respaldado–. Manten a tus fieles guardaespaldas si es tu parecer, pero, si deseas mi opinión, he aquí los únicos hombres capaces de ayudarte.

Extendió los brazos hasta el más recóndito rincón a fin de abarcar con ellos también al licántropo, que no se movió un ápice. El ministro siguió con la mirada a cada uno de los atentos numerarios de la Orden del Fénix que lo observaban, en pie, casi sin pestañear.

–Mantendré mis guardaespaldas –dijo tan sólo.

–Perfecto –respaldó Dumbledore con una franca sonrisa–. Pero yo trabajaré para preservar tu vida. –Fudge lo miró fijamente, sorprendido–. Tonks, Kingsley, Moody, Mundungus, Diggle, ahora desocupados de misiones para la orden, se distribuirán la tarea de vigilarte. Conforme a sus horarios de trabajo, ya se acordarán los turnos. –Remus respiró aliviado al no escuchar su nombre en aquella lista–. Ahora bien, mi hijo adoptivo, Remus Lupin –el licántropo se sobresaltó–, se encargará de tu vigilancia dentro del Ministerio, por las mañanas.

Remus y Fudge comenzaron, exageradamente, a hablar a un mismo tiempo, y nadie pudo entender a ninguno de ellos, pues alzaban más la voz a fin de afianzar la suya propia por encima de la del otro. Dumbledore solicitó silencio.

–¡Callaos! Si quieres que el Ministerio no caiga en manos de la Mano Tenebrosa, pon a este hombre tras de ti, más vigilante que tu propia sombra. Mientras él esté allí dentro nada habré de temer, y tú tampoco. –Se giró hacia Remus, que lo observaba implorante, aunque consciente de que no cambiaría de parecer–. Por favor, Remus... Lo hago por tu bien.

La frágil sonrisa del anciano era el mayor veneno para el licántropo, cuya conciencia se revolvía dolorosamente compungida cuando las piezas blancas de su boca le imploraban un favor. Acabó asintiendo, a desgana, inconsciente de que le hacía un pequeño favor.

–Ahora bien, Cornelius –habló Dumbledore con voz más enérgica que antes–, si esto hacen mis hombres, espero que el esfuerzo y el sudor les sean recompensados. Desearía que se les facilitase un sueldo por esta tarea, un mínimo estipendio que mantuviese libre de culpa tu conciencia.

–No he sido yo quien ha pedido sus servicios –exclamó Fudge–. Has sido tú quien lo has propuesto. Y desde hace seis meses estoy facilitándole a esta orden dinero de los impuestos de los ciudadanos. ¿Qué más quieres, Dumbledore? ¿Eh, qué más quieres?

–¡A diez galeones por cabeza no llamo nada, Fudge! –lo interrumpió el director de Hogwarts–. Cuando estos hombres y mujeres han de guardar a sus familias, a diez galeones no los puedo llamar ni dinero siquiera. Ya acordaremos el asunto de esos salarios, Cornelius; lo importante es tu seguridad. Quédate aquí hasta que todo esté en orden; después, vida normal.

La suerte de Remus había cambiado tan pronto, con tal revés, su vida, que el licántropo se figuraba que aquello debía de ser el tan mencionado requiebro del destino que su hermano y Helen le vaticinaban; la segunda, sin duda, con mayor conocimiento de la causa. Se preguntó si merecía la pena jugarse el pellejo por los cincuenta galeones que Fudge, finalmente y con el gesto torcido, le había prometido a Dumbledore, si sería justificación necesaria para devolver su vida al peligro, para enfocar su nombre de nuevo a las miras constantes de lord Voldemort. Lo triste, pensó, es que sí era el fin que necesitaba: con aquel dinero, sentía, saldada su conciencia, su implorante deseo de contribuir. Lo único que tenía que hacer era sentarse en una silla durante seis horas, aburrido, paseando la mirada por doquier, en la antesala del despacho del ministro en el Ministerio de Magia, donde trabajaba su secretaria.

La secretaria del ministro era un ser quebradizo, con una gran sonrisa y unos sinceros ojos con los que era muy fácil simpatizar. Su nombre era Ann Thorny, apenas un intento, un suspiro, incapaz de reflejar su cándida alma, único recuerdo apacible que conservaría Remus de aquellas semanas, con su dulce voz y sus inquietas manos laboriosas. De baja estatura, pelo castaño claro y despiertos ojos marrones, la joven Thorny, no mayor de veinticinco años, parecía un hermoso ángel que observara a Remus desde sus gafas soñadoras, tras el escritorio.

Fue ella el único reposo matinal que el licántropo disfrutó hasta la fecha de su cumpleaños. Su conversación, sosegada, libre, inteligente, lo mantenía distraído, incapaz de recordar la forzada razón por la que se había visto obligado a sentarse en aquella silla. Durante aquellas diez semanas que pasó, nadie perturbó la tranquilidad en el despacho de Fudge, y Remus sólo hubo de lidiar con la mirada terrible de la subsecretaria del ministro, Dolores Umbridge, quien pasaba por delante de él pavoneándose. Ann Thorny nunca hablaba mal de ella, pero Remus apreciaba que ella sentía por aquel ser de ojos sapinos el mismo desprecio que él.

El diez de marzo, aniversario del licántropo, fue sábado y no tenía que ocuparse de la vigilancia del ministro. Desde entonces aprendió a valorar los fines de semana. Esperó que su mujer lo felicitase nada más despertarse, pero, lejos de hacerlo, había bajado al sótano a investigar en su proyecto sin avisarlo siquiera. Cuando fue a besarla, a alertarla de que ya estaba despierto, la mujer no pareció recordar su cumpleaños. El licántropo subió a la planta baja con el ceño fruncido. A su primogénito le pasó otro tanto y el mago no supo ya qué pasaba. Creyó que se habían olvidado de él y de su cumpleaños. Pero fue al abrir la nevera y descubrir el pastel de chocolate cuando, sonriéndose, advirtió que le estaban gastando una broma. Les siguió el juego un rato más, hasta que al fin Helen decidió felicitarlo. Selló con un beso en los labios una caricia de afecto, con su panzudo vientre rozando el abdomen del licántropo.

–Felicidades, cariño –le dijo.

–Papá, mira: te he preparado un regalo. Voy arriba.

Helen se sentó en el sofá apretándose la zona lumbar. Remus tomó lugar a su lado, preguntándole preocupado qué le pasaba.

–Nada –le respondió.

–¿En serio?

Pero la adivina ya no pudo remediarlo más. Gritó. Al romper aguas había empapado su ancho pantalón y se dibujaba una forma oscurecida en sus nalgas. Se puso en pie con dificultad, agarrándose en su marido. No cesaba de gruñir, de quejarse.

–¡Matt, nos vamos al hospital! –gritó Remus conjurando un traslador–. Coge un pellizco de polvos flu y vete a casa de los abuelos. Diles dónde estamos y quédate con ellos.

Ni aguardó siquiera la respuesta del chico. Se desaparecieron sin más, entre los constantes grititos amortiguados de dolor de su esposa, que le comprimía la mano en un arrebatado sentimiento de impotencia.

–Es Helen Lupin –dijo una sanadora que se aproximó hasta ellos.

El licántropo no había imaginado nunca cuánta era la entereza de su mujer. Viéndola allí, resistiendo, sudorosa, respirando entrecortadamente, se imaginó que él habría sido incapaz. "Aguanta", le dijo, pero las voces de los sanadores, que le aconsejaban cómo había de actuar, impidieron que ella lo oyera. La entraron a quirófano, Remus a su lado, agarrándole la mano y confiriéndole a través de ella la fuerza que él no necesitaba en aquel momento. Entonces se imaginó allí a su niñita, Nathalie, como su madre, entre sus brazos, cubierta la piel de la cuajada sangre de las secundinas maternas; nacería el mismo día que él: el diez de marzo. "Aguanta".

Fue un parto rápido. A las tres horas ya tenían en sus brazos un bebé preciosísimo, de pequeños ojillos y ralo pelo moreno, como su madre. De pies rosados, los movía inquieta hasta que conciliaba el sueño junto al pecho materno. Era su princesita, se dijo Remus, su hermosa niñita. Le dio un beso a Nathalie en la frente y a Helen se limitó a sonreírle con mucho amor.

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El lunes Remus telefoneó temprano al despacho mismo de Fudge en el Ministerio de Magia. Le respondió Ann Thorny:

–Despacho del ministro de magia, dígame. Al habla su secretaria.

–Hola, Ann. Soy yo, Remus.

–¡Ah, hola, Remus! ¿Cómo estás? ¿No deberías estar ya aquí?

–Para eso precisamente llamaba. ¿Podrías ponerme con Fudge?

–Inmediatamente. Un momento, aguarda. Hasta luego, Remus.

–¿Sí? –inquirió una voz más huraña.

–¿Señor Fudge? –preguntó Remus.

–¿Sí, quién es?

–Soy Remus Lupin.

–¿Qué quieres tú ahora?

–Quería solicitarle el día libre. Verá, el sábado nació mi hija y...

–No hace falta que me expliques nada, anda, anda... Ya no hace falta que vengas más por aquí. Ya no necesito los servicios de la Orden del Fénix. No han vuelto a osar atacarme.

Quizá aquello sólo se debiera a que la Orden Tenebrosa hubiera sabido de lo bien vigilado que estaba Fudge y no se atreviera a atacarlo con la Orden del Fénix velando segundo a segundo sus pasos, como Remus pensaba.

–¿Lo ha hablado con Dumbledore?

–Ya lo llamaré más tarde. Adiós.

Y le colgó. Sin despedirse. Sin agradecerle su entrega. El timbre del teléfono lo había devuelto a la realidad. Volvía a ser el mismo Remus de siempre, desempleado, desmoralizado. Ahora tenía, sin embargo, un aliciente: Nathalie Lupin, el más hermoso y vivo retrato de su madre, con sus mismos ojos castaños y brillantes que se abrían entre bostezos como el sol después de una tormenta. Su gorgoteo era un canto de sirenas; y su piel, una llanura blanda y apacible donde pastar el ganado: los dedos de Remus que se paseaban por su estómago a fin de despegarle una sonrisa. Mas no fue sino a los veinticinco días de nacer cuando sonrió por primera vez, en el baño, con su patito de goma amarillo a su lado. Chapotear en el agua, sus pies retozando sobre la cristalina superficie, le divertía.

Aquella criaturita, tan blanquita como un borrego, tan risueña como un gorrión, trajo mucha paz y felicidad a aquella casa y a su familia. Días de bienestar habría de proporcionar. El señor Nicked la mecía entre sus brazos, inconsciente de que su bigote la atemorizaba a tan temprana edad, de que sólo en los fuertes brazos de su padre conseguía encontrar los caminos del sueño. Entonces la dejaba sobre su inmaculada cunita y su cabeza, redondita, se ladeaba en su profundo sueño de infancia extensa. Su dormir era limpio, pues nunca los había sobresaltado con su llanto, al contrario que Matt, que mimaba a su pequeña hermanita como a un nuevo juguete.

El día que cumplía un mes decidieron celebrarlo con una cena. La señora Nicked decidió encargarse de cuidar al travieso Mark y a Matt, pues su esposo muggle tendría que trabajar esa noche y alguien tendría que quedarse cuidando de los más pequeños. Helen amamantó al bebé antes de salir, mostrando ligeramente su redondeado pezón a la niña para que se agarrara a él. Remus observó la escena embelesado en tanto se anudaba la corbata sin prestar mucha atención a la tarea.

–Es preciosa –susurró Remus.

Helen levantó su mirada, cargada de dulzura, y sus ojos le sonrieron.

Diez minutos antes de lo acordado llegó Ken Fosworth, el primo de Sorensen, solo. Altivo, atravesó la chimenea con el cuello tan recto como la pata que encabeza su hilera de patitos. Ataviado elegantemente, con ropas muggles, pues no iban sino al Londres conocido de todos, estrechó la mano de Remus con fuerza, ya que hacía dos meses desde su último encuentro. El licántropo se interesó por su esposa, la indígena de relucientes ojos Lafken:

–Ay, Remus. No sabía yo que las mujeres necesitasen pintarse tanto –le comentó–. Vendrá en seguida, me ha dicho al menos.

Su hermano Sorensen y Ángela llegaron cogidos de la mano, más sosegados al haberse librado de su pequeña amenaza viviente: su hijo Mark Fosworth. La mujer sacó de su carrito a Nathalie para sostenerla entre sus brazos, para susurrarle a ella las palabras y las nanas que desearía emplear con su propia hija; pero la suerte no parecía estar de su lado, pues, a pesar de los numerosísimos intentos, no conseguía la tan ansiada niña. Se limitaba a adoptar lo ajeno como propio, a amar como si se le hubiera sido dado: besaba los mofletes rojizos, turgentes, de la criatura entre sus brazos y la amaba como a una hija, a una que nunca tendría. Y la niña se dormía con su aliento protegiéndola.

Esperaron diez minutos más a Lafken, Nathalie ya sumida profundamente en el mundo de los sueños dentro del carrito de bebé que tiraba su madre, con su mantita echada encima para que no cogiese frío. Se aparecieron en la chimenea del Caldero Chorreante, desde donde accederían a la calle muggle. Atravesaron varias avenidas guiados por Sorensen, quien, según decía, conocía un atractivo restaurante italiano, recogido, íntimo y, lo más importante, donde se comía maravillosamente. El rótulo gritaba con luminosos caracteres: "Mamma mía", una sugerente expresión que predisponía los paladares de los comensales que tomarían asiento en sus barnizadas mesas circulares. Toda clase de objetos aderezaban la enladrillada pared, también barnizada: fotos de Roma, carteles con los monumentos dibujados de las principales ciudades de Italia... En el zócalo, plantas colgantes; sobre la mesa, un cactus florido y un par de menús. En el aire flotaba una musiquilla olvidada, puesta como de casualidad, por añadidura, y nadie entendía ni una palabra de aquellas sugestivas baladas de amor; asimismo, un olorcillo vago a pasta, a queso derretido, a pan horneado.

Una joven señorita, sonriente, afable, los condujo hasta su mesa. Al momento los atendió un camarero cuarentón, barrigudo y caluroso según se advertía en sus remangados brazos velludos y el par de botones sueltos de su inmaculada camisa blanca, por donde mostraba su exagerada vellosidad. Les trajo las bebidas que le habían solicitado.

–Mi departamento está colapsado –contó Ken mientras eran servidos, en voz baja–. Desde la llegada de Quien–Vosotros–Sabéis diría yo que es el organismo más afectado. Siempre tenemos que andar solicitando permisos del extranjero. Y Fudge, en ocasiones, no es de mucha ayuda.

–¿Me lo vas a decir a mí? –bufó Sorensen–. Ha retirado por completo los ingresos de la biblioteca. Hasta he tenido que despedir al ayudante que había contratado. Me sigue pasando el mismo churro de sueldo que antes, pero esto es el fin. –Tomó afligido un sorbo de su tónica–. Creo que lo está disponiendo todo para cerrar al fin la biblioteca.

–¡No digas eso, Soren! –lo recriminó su mujer.

–No creo que lo haga –arguyó Helen–. No creo que se atreva.

Remus no sabía qué pensar. Poco tiempo había estado al lado del ministro, pero nunca consiguió sentir por aquél un nacimiento de estima; quizá por su carácter autosuficiente, tal vez por su modo de actuar con él. No quiso intervenir en aquella conversación pues, de llegar a hacerlo, habría sido tan pesimista como su hermano, conque se contuvo respondiendo con torpes monosílabos o meros asentimientos de cabeza.

Nathalie, a quien todos creían dormida, estornudó. Fue increíble como tan ingenuo gesto consiguió sacarlos de su opacidad y su pesimismo. Su madre la tomó en sus brazos y la arrulló contra su pecho, haciéndole carantoñas con que la forzaba a reírse, pero sólo era en brazos de su padre donde se desternillaba a carcajadas. La niña contemplaba a su madre con sus brillantes ojos castaños bien abiertos, con su desdentada boquita entreabierta, embobada, como hipnotizada. Helen sabía que Nathalie nada podía entender de cuanto le dijera, pero entre ellas había crecido un vínculo tal que la una sin la otra ya no podrían subsistir, que el mundo se acabaría para ambas, que la oscuridad reinaría en sus miradas.

–Es preciosa, Helen –decía Ángela–. ¿Me dejas que la coja otro rato?

Gorgoteó al pasar de manos. Entonó tía Ángela otra nana de su repertorio y allí mismo, en silencio celestial, volvió a conciliar el sueño Nathalie. Sus párpados cayeron pesados y reinó la oscuridad: pero mamá estaba cerca, nada podía temer.

–Se parece cantidad a ti –adujo Sorensen.

Aquel comentario halagó a la adivina, quien se hinchó como un globo en los labios de un payaso. No le pesaba que Matt tuviese mayor parecido con Remus, al contrario, lo adoraba por aquello casi más incluso; pero al verse a sí misma, sus labios, su nariz respingona, su lisa frente, plácidamente durmiendo en el interior del carrito, la hacía sentirse en paz en alguna parte recóndita de su alma.

El camarero los sorprendió de súbito y los interrogó sobre si habían decidido ya o no los platos que degustarían. Pronunciaron extraños nombres, en italiano, y aguardaron otro tanto a que estuviesen listos, guardándose de poder mencionar en su conversación cosas relacionadas con la magia para no llamar la atención. Tampoco les resultó una ardua tarea, pues Helen y Ángela no hacían otra cosa que observar obnubiladas el cálido sueño del bebé y constantemente conducían la conversación hacia aquellos derroteros.

–Esto está delicioso –apreció Lafken.

–Tienes razón, pichoncito –le habló cariñosamente su marido–. Además, tenemos que irnos acostumbrando a la gastronomía extranjera.

–¿Por qué lo dices? –inquirió su primo almacenando el bocado en el carrillo.

Ken se hinchó de orgullo:

–Ya es casualidad, pero ha coincidido que Lafken y yo tenemos íntegras las vacaciones de la semana de Pascua –explicó. Hizo aquí una pausa y sonrió con descaro, con desenvoltura–. Vamos a aprovechar para hacer un viajecito. –Le cogió la mano encima del mantel a Lafken y Helen y su tía intercambiaron una mirada cómplice, romanticona–. A España.

–¡España! –exclamó Remus–. ¿En serio? Aquello es genial, muy bonito. Se pasa mucho calor, pero aquello es genial. Helen y yo estuvimos allí, ¿verdad, Helen, hace mucho tiempo.

–Y ¿a dónde vais? –se interesó Sorensen, más calmado–. Exactamente, me refiero.

–A Andalucía –explicó–, una región del sur. Allí, dicen, la Pascua es muy pasional. A ver... El domingo era en Sevilla; el lunes, en Córdoba; el martes, en Málaga; el miércoles, en Cádiz; el jueves...

–En Huelva –agregó muy alegre Lafken.

–Eso, Huelva. El viernes creo que era en Granada. Y el resto de días los pasaremos haciendo visita turística en el resto de provincias.

–Espero que nos enseñéis las fotos que hagáis –dijo Ángela.

–No –aclaró Lafken riendo–, si nos llevaremos la cámara de vídeo mágica. Ya os mostraremos la grabación.

Aquella invitación se produjo al fin al mes de aquella cena. La casa de Ken y Lafken era recogida, luminosa. De las paredes, por todos lados, aparecían como surgidas de una pesadilla máscaras indígenas que los padres de la chica le habían enviado para que no olvidase el hogar de sus ancestros. Ken introdujo la cinta en la ranura del vídeo y dio sobre el televisor un suave toque de varita. Se sentó al lado de su mujer, sujetó su mano y aguardó en silencio.

En la pantalla apareció un hierático rostro de ojos de cristal que no miraban a ninguna parte pero que eran contemplados por todos, de barba yuxtapuesta y policromada, tallada sobre la misma madera. La aterciopelada túnica de blanco celestial se mecía con el paso acompasado de los aguerridos costaleros que conducían sobre sus anchas espaldas el dorado paso, el trono de misterio, bajo el radiante sol de Andalucía, cuyos rayos hacen mucho bien en los campos aun provocando gran calor. Iban abriendo la marcha por entre el gentío las largas hileras de nazarenos, invertidos cucuruchos que semejaban derramar sobre sus túnicas las tonalidades de sus sabores, con los cirios encendidos en las manos y, alrededor de ellos, un enjambre de niños que acudían como las abejas al polen esgrimiendo sus bolitas de papel de aluminio. Penitentes que en silencio discurrían al compás de las varas de mando y de los grilletes de aquél de más allá, que camina descalzo, ennegrecidas las plantas de los pies, a fin de que su madre se salve de su terrible enfermedad. Alguien exclama que ya se escuchan los tambores y los cuellos de la multitud se yerguen como uno solo en busca de la descollante figura que parece caminar sobre las gentes lo mismo que un día lo hizo sobre la superficie del agua, en el mar. La humareda de incienso se levanta desde el suelo en grandes cantidades, dos jóvenes de granate sotana y repeinados balancean los incensarios tras haber desfilado los ciriales. La música ya se escucha, la gente se prepara: rectos como duras espigas, atentos como búhos a la caza. El crucificado ya llega, su madero lleno de sangre, su costado lacerado. A sus pies, la Virgen y Juan que lloran en su gran día de desconsuelo. El capataz guía los pasos de los que no ven, ocultos bajo los ricos bordados. Detienen el paso, quiebran el pie, al son de la música discurren y, ante la expectante mirada del público emocionado, tuercen en laboriosa maniobra una esquina de las blancas y estrellas calles de la judería. Prosigue en silencio, perdiéndose en la lejanía el brillo de sus gruesos ciriales mientras el crepúsculo tiñe de sangre el firmamento. Seguidamente marcha casi con paso marcial la banda de música: cornetas, flautas, clarinetes, oboes, trompetas y una legión de tambores. Un muchacho deja sus fuerzas en la lengüeta de su instrumento, los carrillos hinchados de aire; al paso de los tambores todo parece vibrar, y el suelo tiembla y los chiquillos se inquietan. Momentáneamente ocultos, los niños vuelven a asediar la procesión de nazarenos, los asaltan, les preguntan, les dan penita con sus ademanes honestos y sus fórmulas pueriles. Se alejan contentos, contemplando el resultado de su hazaña, dispuestos quizá a intentarlo con otro, quizá a mostrar su heroicidad a su mamá. Un nazareno más alto, con capa y larga vara de extremos plateados se detiene ante sus hermanos correligionarios y les hace señas para que avancen.

–Que viene la Virgen –gritan los padres.

Y los niños van perdiéndose poco a poco. De lejos se podía contemplar ya la triste figura de la Virgen María, en actitud implorante, inmersa bajo el palio que iba y venía de un lado a otro con gracia simétrica, calculada. "¡Ahí queda!", gritó el capataz, y, al sonido sordo del llamador, con forma de cruz, allí mismo se detiene el paso, se detiene la música y se detienen hasta los mismos nazarenos, que giran de tanto en cuanto la cabeza a fin de poder observar también ellos la imagen por la que aquel día ocupaban las calles de la ciudad. Tomó el capataz el llamador y dio con él tres golpes. "Todos por igual, valientes. ¡Al cielo con ella!" El último aviso. La "levantá", bravuconamente levantan el paso y lo dejan caer sobre sus espaldas retornando al paso. La gente aplaudía y se persignaba cuando el paso transcurría a su lado, tocando los más altos devotos el intrincado trabajo de orfebrería del paso. Desde un perdido balcón, una profunda voz entona una lánguida y sentida saeta mientras la cola del traje de la Virgen, adornada con palomas de seda, se pierde ya por las laberínticas calles que tendría que recorrer aún antes de alcanzar su templo, a altas horas de la madrugada.

Quizá fue debido a toda una tarde de recuerdos, de experiencias y vivencias; tal vez el que los demás abrieran su cajón de emociones le trajo a la memoria una melancolía secreta y no compartida. Al regresar de su visita vespertina subió solo el licántropo a la buhardilla, una vasta habitación desordenada y polvorienta, de techo bajo y en ángulo, pues evidenciaba la forma del tejado a dos aguas del exterior. Sacudió el polvo de una gran caja que en su día contuvo la amplia vajilla que Sorensen les regaló para su boda y que ahora recogía algunas túnicas viejas que la familia ya no usaba, y se sentó encima. En sus manos había cogido ya un cofrecillo de goznes dorados que sostenía entre ellas con el mismo cariño que el pirata su tesoro. Abrió la tapa y devolvió la luz a su memoria sepultada. Contuvo las lágrimas que afloraban a sus ojos mientras sus manos se deslizaban suaves por las fotos de su infancia, sus recuerdos más remotos que con nadie había compartido, pues temía que, al hacerlo, perdería su íntegra esencia, el encanto de descubrirlas de nuevo, tocadas sólo por su mano después de veinte años de poseerlas. Desenterró de entre el montón una foto con que ya no pudo reprimir una gota que resbaló por su mejilla: su madre, teniendo él sólo tres años, lo sostenía, sentada, sobre sus rodillas. Ambos sonreían y saludaban a la cámara con la felicidad de que entonces aún gozaban, pues sus ojos aún eran oscuros como la noche que lo envenenaría y no dorados como los tendría un año más tarde, contagiados del lobo que se adueñaba mes tras mes de su alma y de su ser.

Helen ascendió sin hacer ruido la escalerilla de mano que daba acceso a la buhardilla y descubrió, asomando sólo la cabeza, a Remus llorando en silencio en un rincón con el cofrecillo reposando sobre sus muslos, las fotos esparcidas en su interior recordándole lo mucho que añoraba a su madre. Al poner el pie la adivina sobre el suelo, Remus se sobresaltó. Se enjugó los ojos y sorbió las lágrimas que aún quedaban en ellos. Cerró la tapa y sepultó de nuevo las fotos en la oscuridad antes de que su mujer se sentase a su lado. Nada le dijo en unos minutos; se limitó a contemplarlo compungida, también con ganas de derramar un llanto por verlo tan entristecido, y le acarició con la yema del dedo pulgar su húmedo rostro y sus hinchados ojos escocidos.

–¿Qué te pasa? –le preguntó sucintamente.

–Nada –dijo apenas sin voz–. Creo que tengo un mal día.

Deseó sonreír, pero los músculos de la cara ya no le obedecían.

Helen paseó su mano por su muslo y el licántropo logró sonreír al fin. Sus dedos de deslizaron hasta el cofre y Remus se quedó contemplando qué hacía aquella mano sin decir nada.

–¿Puedo ver qué tienes aquí? –inquirió Helen con voz dulce.

El sí expiró en sus labios nada más articularlo.

Helen contempló unos instantes el cofrecillo, insegura de lo que encontraría dentro. Levantó la tapa cuidadosa, nada temerosa pero precavida. Refulgieron sus ojos de la emoción al comprobar su contenido. Amargamente contempló el licántropo cómo el compartir aquellos recuerdos no lo obligaba a perder la intensidad de los mismos. Sólo difícilmente conseguía tragar saliva cuando los delicados dedos de Helen pasaban, cuales intrusos, las fotos de su madre. La mujer no pudo evitar reírse al encontrar una de Remus semidesnudo, con un grueso pañal, sobre un triciclo de plástico.

–¿Por qué no me has enseñado estas fotos antes? –le inquirió sin pretender regañarlo.

Remus no supo qué decir, se encogió de hombros.

–¿Por qué te has puesto a llorar? –Remus la miró sin responderle–. ¿Eh? ¿Estás triste?

Asintió lentamente.

–Echó de menos a mi madre –confesó humildemente.

Helen sonrió sin atisbo de presunción. Se contentó con mirarlo, y él a ella, sin saber qué decirse, como si un dique de dura caliza se hubiese alzado entre ambos en tanto hablaban.

–Ella estaría muy orgullosa de su hijo –le dijo Helen tras haberlo meditado.

–¿Tú crees? –le preguntó con la voz quebrada en mil lamentos.

–Estoy segura. Porque yo lo estoy. Dondequiera que esté, estará diciendo "qué cielo de hijo y qué ricura de nietecita me acaba de dar". –Remus consiguió sonreír divertido por fin. En su rostro se iban perdiendo las señas de su llanto–. Estas fotos no son para tenerlas guardadas en un cajón.

–¿En serio crees que ella estaría orgullosa de mí... después de todo? –insistió.

–Remus –le cogió las manos–, sentía celos de tu madre cuando era un fantasma porque comprendía que existía alguien que te quería tanto o más que yo. Bajemos, anda.

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Remus intuía que, acaso de existir el destino, él seguía allí por alguna otra razón: desprotegido, inconsolable, Harry se le antojaba un pececito de vivos colores dentro de una pecera llena de pirañas. Tenía sus dudas acerca de si Dumbledore le permitiría visitar alguna vez al chico, con lo que, al salir, se sintió sobrepasado; ¿quién iba a imaginar que aceptaría tan de buen grado su propuesta y que le concedería estar con él un rato cada semana? El momento lo escogería el estudiante, a ser posible sin estorbar el horario del licántropo, pero éste tenía tanto tiempo libre y tan pocas cosas que hacer, que no creía que aquello fuese a ser un obstáculo. Finalmente acordaron que los jueves a última hora, momento en que no parecía extraño ya ver al antiguo profesor charlando con el muchacho en su dormitorio o paseando con él junto al lago.

Mucho tiempo después Remus se preguntaría si cuanto sobrevino fue por culpa suya o no; que si, de no haber sido tan insistente en lo relacionado a visitar a Harry, los acontecimientos se hubiesen desarrollado en forma más agradable y no se hubiera tenido que derramar tanta sangre dolorosa para él. Pero para entonces ya creía en el destino y sabía que los mortales no estaban preparados ni para sospechar siquiera los intrincados hilos que de otras vidas se movían al tomar una decisión o no.

Pero ¿quién podía imaginar que sucedería así, después de tantas precauciones?

Apenas mayo había despuntado y aquello se notaba ya. Aquel jueves brillaba un radiante sol, hacía un día esplendoroso y se respiraba en el ambiente la asentada primavera. Sin embargo, Harry no sentía ganas de salir: había discutido con Ron y prefirió quedarse en el recogimiento del dormitorio, solo con Remus, quien prefirió no volver a sacar el tema al comprobar la tirantez con que le respondió al preguntarle por qué Ron parecía tan huraño.

–Si tienes que hacer muchos deberes o estás muy ocupado, me voy –dijo Remus de pronto.

–No, no, en serio –respondió a toda prisa–. Tenía ya ganas de que llegara esta hora. Necesitaba hablar contigo.

–¿Por algo en especial? ¿Quieres contarme algo?

–No, no. Me refería en general. –Agachó la vista–. ¿Cómo está tu hija?

–Bien, bien. Te he traído una foto como te prometí. –Se sacó la billetera del bolsillo y extrajo la fotografía tendiéndosela a Harry, que la examinó sin decir nada unos segundos. Se la devolvió sonriendo, asintiendo–. Oye, ¿qué te pasa? ¿Es por lo de Ron?

–En absoluto –respondió socarronamente Harry. El licántropo arqueó las cejas–. Bueno, sí, un poco..., creo.

–¿Un poco? –Rio–. Envidio tu fortaleza... cuando hay asuntos que deberían preocuparte más. Si todos pudiéramos...

–¿Te refieres a la profecía, no?

Una sombra traspasó la mirada de Harry cuando se inclinó hacia adelante para seguir conversando con su antiguo profesor.

–Me imagino que seguirá preocupándote, aunque la última vez que hablamos de ello fue en verano. ¿Eh, sigues preocupado? –El chico no respondió nada. Se limitó a contemplar al licántropo directamente a los ojos, la boca entreabierta en expectante actitud–. Ya te dije que, bajo mi punto de vista, serías tú quien vencerás a lord Voldemort, y no Voldemort a ti.

–Calla, no sigas –le imploró con lágrimas en los ojos. Entrecortadamente respiraba, agitado el pecho, la vista inquieta deslizándose de un lado a otro como esperando encontrar un peligro inminente–. Estaba aquí, lo sé.

–¿Quién, Harry? ¿De qué estás hablando?

–Voldemort –respondió sin voz–. Te ha escuchado –comunicó con miedo–. Ya conoce la profecía. –Remus, incapaz de articular palabra, le inquirió respuestas con una mirada–. La conexión, se ha vuelto a repetir. Cada vez son más vívidas. Ha estado aquí.

El licántropo ahogó un quejido, una exclamación. Consoló al chico, que se ahogaba entre gemidos y lamentos ahogados. Le echó un brazo por encima del cuello sentándose a su lado y empleó palabras que a él mismo le sonaban huecas, flacas, vacías de significado; su mente no reaccionaba, eclipsada, más que pensando que todo mutismo y secreto habían sido en vano, que Voldemort estaba tan cerca de ellos como ellos de Harry; él le había revelado la profecía, él mismo. Sus labios habían proferido el maldito mensaje que había hecho sonreír al hechicero, muy lejos de aquel lugar, al tiempo que envenenaba sus oídos.

–Espérame aquí, Harry. Voy a avisar a Dumbledore.

–¡No! No me dejes solo. Por favor...

Ya no era la mirada turbia y tenebrosa del Señor Tenebroso la que embargaba la mirada de Harry sino el pánico, que lo obligaba a convulsionarse con un temblor frío y constante.

–Vale. Mandaré a alguien. –Se aproximó hasta la puerta–. Voy a bajar, tardaré sólo un segundo. Tranquilo, ¿vale?

Descendió la escalera a grandes saltos. En la sala común buscó a Ron o a Hermione a toda prisa. Al fin, el chico pelirrojo se le presentó ante él como aparecido por algún tipo de sortilegio. Lo cogió de los hombros, todo desquiciado, y le exclamó:

–Rápido. Avisa a Dumbledore. Dile que es urgente, que venga aquí. La contraseña de su despacho es "arroz con leche". Aprisa.

–¿Qué ha pasado?

–¡Márchate, Ron!

El rostro de Remus, su prisa, sus implorantes manos que temblaban nerviosas, debieron de ser factores efectivos que movieron a Ron a echar a correr camino del cuadro de la Señora Gorda, no sin antes echarle una rápida mirada a él. El licántropo subió de nuevo y se encontró a Harry tal como lo había dejado.

–Deja de temblar –le rogó–. Voy a solicitarle a Dumbledore llevarte al cuartel general de la Orden del Fénix. Tenemos que cerciorarnos de si se ha enterado o no.

–¿Cómo? –le espetó.

–Hay alguien que nos sabrá responder.

El adolescente permaneció callado, apenas sin moverse. Remus no supo encontrar las palabras acertadas para quebrar el silencio y se mantuvo a su lado, firme, erguido, esperando que el director del castillo apareciese por la puerta de un momento a otro. Introdujo sus dedos en la espesa cabellera de la nuca del chico, cabizbajo, y le acarició el cuello recordando el modo en que su madre solía tranquilizarlo a él cuando era pequeño.

–Lo siento mucho, Harry –consiguió decir.

–Esto no ha sido culpa tuya –rompió al fin su silencio.

Quizá fuera a decir algo más; quizá quiso hacerlo y seguir un diálogo hasta que llegase Dumbledore, reflejar con palabras su pánico, su desesperanza, su nerviosismo, pero un fuerte ruido, como una bomba, y el que el piso y las paredes de gruesa piedra temblaran provocó en Harry un gran espanto. Se tapó los oídos y ahogó un grito. "Ya están aquí", susurró.

Voldemort, quien hasta entonces no había tenido las agallas suficientes para atacar Hogwarts, desplegó su cuadrilla de mortífagos por la sala común de Gryffindor tras haber explosionado el cuadro de la Señora Gorda y franqueado su entrada. Los alumnos más jóvenes huyeron despavoridos, mientras que los de los últimos cursos, no menos sorprendidos, sacaron sus varitas dispuestos a defenderse. Pero el malvado hechicero había traído consigo gran número de secuaces: en aquella ocasión no se podía permitir el lujo de fallar. Los había reunido lo más aprisa que había podido pues la sorpresa era su único medio seguro para obtener la victoria. Ahora tan sólo tenía que encontrar a Harry. Tomó a un chico de segundo de la solapa de la túnica, lo levantó medio metro del suelo y le inquirió entrecerrando los ojos:

–¿Dónde está Harry Potter?

–No... No lo sé... No...

Lo soltó al ver aparecer por el hueco del retrato a la profesora Ludlum, miembro de la Orden del Fénix y actual profesora de Defensa contra las Artes Oscuras. Avisó a varios de sus muchachos que corrieron a su encuentro. El encontronazo fue violento y, aunque la señorita Ludlum se desenvolvía con agilidad, no podía hacer frente con holgura a sus dos adversarios. Bellatrix la desarmó y Macnair pudo entonces petrificarla. Bella se acercó despacio, disfrutando de aquellos momentos de sufrimiento en los que la profesora sabía que iba a morir, que en aquellos ojos ocultos tras la máscara podía ver el brillo de su muerte. La mortífaga la apuntó con su varita y de su extremo salieron un par de gruesas y ágiles serpientes que se enroscaron alrededor del cuerpo de Ludlum, incapaz siquiera de gritar, de pedir auxilio. Una rodeaba con su escamoso cuerpo el cuello de la mujer en tanto la envenenaba mordiendo sus miembros. Incapaz de moverse, los ojos inyectados en sangre, sus pulmones quedaron sin aire y su sangre, viciada; y su pulso se detuvo lentamente.

Alertada por el ruido y por los gritos, Hermione bajó desde su dormitorio junto con algunas otras chicas. Voldemort reparó en seguida en ella y la amenazó con que la mataría si no le decía dónde estaba su amigo. Hermione se detuvo en seco, abrazada a sí misma y, lejos de sentir miedo, respondió gritando:

–Por encima de mi cadáver.

Voldemort, recorrido por un escalofrío de repugnancia, no dudó en alzar su varita y pronunciar con saña y cuidado las palabras de la maldición asesina; pero Remus, que bajaba en aquel momento al igual que Harry alertado por la confusión y también para proteger a éste, que se le había adelantado en un arranque de gallardía, no tardó en levantar su varita y golpear con un efectivo rayo en la varita misma de su enemigo, que se desvió como golpeada por un látigo.

–Lupin... –musitó Voldemort con su viva mirada de sangre clavada en él perpleja.

Sin embargo, salió pronto de su asombro y ordenó con una señal a sus mortífagos que se desplazasen. Remus continuaba lanzando maleficios a diestro y siniestro, conque decidieron darse prisa.

–Nos llevaremos al chico –anunció Voldemort–. Vamos, daos prisa, so pedazo de gandules.

Crabbe y Goyle disponían lo que parecía una muy brillante red de pescar. Al término de la operación mencionaron en voz queda que estaban listos. A la señal de su amo la lanzaron con lo que parecía una ballesta de hierro y Harry quedó atrapado en ella, revolviéndose en su interior. Remus, al verlo, corrió los metros que lo alejaban del chico e intentó zafarlo de aquella brillante red mágica; pero al roce de su fino sedal sintió un intenso dolor, luego voces, seguidamente más dolor y, por último, cansancio.

Despertó el licántropo entre sólida piedra y barrotes de hierro, con un punzante dolor en la mejilla, de la que había manado abundante sangre ahora seca. Sentado a su lado estaba Harry, impertérrito, como resignado a su suerte. Ni una palabra mediaron bajo la tierra desde que Remus se irguiera, pues el temor a cuanto el destino les depararía aun les hacía enmudecer. Probó el licántropo, al que, como a Harry, también habían desprovisto de su varita, a hacer magia sin ella, pero, como imaginaba, le habían tenido que hacer ingerir la pócima que lo desproveía de poder. Imploró a la suerte que siempre lo había protegido, pero imaginaba que ya no habría más oportunidades, que Voldemort sabía que tenía que actuar aprisa.

Hasta allí llegó, escoltado por algunos de sus mortífagos, acompañado de cerca por el rastrero Colagusano, que apenas osaba mirarlos, lord Voldemort, enfundado bajo una brillante túnica negra de alto cuello blanco y ovalado. Sonreía con picardía, extasiado, con emoción. Brillaban sus ojos de malicia y perversidad. Pronto acabaría todo, se consoló a sí mismo Remus; pronto...

–Lupin... –masculló Voldemort–. Cuán desagradecido. La forma en que te marchaste la última vez... Tan sorprendente y abominable al mismo tiempo. Pero en esta ocasión no te daré ninguna oportunidad. Vais a morir los dos. ¿Quién quiere empezar?

Sus pasos precipitados revelaron su repentina llegada, su asfixiante carrera. Entrecruzó Sara una rápida y afligida mirada con Remus. Pero no pudo reprimir un grito de dolor, de rabia, y Voldemort, que ya había comenzado a desconfiar de ella al verla aparecer de manera tan improcedente, desenfundó su varita a toda prisa para defenderse de su ataque. Entre gritos y lágrimas, pues el mundo de la persona a la que más amaba y veneraba se habría debido de derrumbar al ver allí a Harry preso, dos mortífagos consiguió aturdir antes de que su adversario lograra desarmarla. Pero, aun así, usándose de puños y mucha ira, siguió dando golpes a mansalva, sin atino. Dolohov la apresó por detrás y la inmovilizó, aunque ella seguía revolviéndose con patadas, pidiendo a gritos que la liberaran a ella, que los liberasen a todos. Bellatrix le propino un rodillazo en la pelvis y Sara, doblada de dolor, cayó al suelo retorcida como una culebra. Lloraba y, en voz queda, el nombre de Remus a sus labios retornó.

–Lleváosla –gritó Voldemort furioso–. Dadle a esta traidora el castigo que se merece.

Remus saltó indignado, colérico, de su asiento y se agarró con fuerza a las rejas de su prisión, gritando, conteniendo las lágrimas en tanto veía a la despiadada Bella arrastrar por el suelo a la nueva cautiva agarrándola de su hermoso cabello. Volvió a prestar su atención Voldemort sobre sus prisioneros y le dedicó a Remus una sonrisa poco halagüeña. Le ordenó que se sentara y Remus no obedeció.

–Veo que poco has cambiado en estos meses, licántropo. Sigues rivalizando contra mí creyéndote siquiera un igual. Empecemos por ti, escoria nocturna, bestia grimosa. ¡Colagusano! –El hombre se estremeció al escuchar su nombre procedente de la terrible e impiadosa voz de su amo–. Es hora de que pagues y me correspondas la confianza que un día deposité en ti. Toca a Remus.

La rata se quedó en el sitio, tembloroso, implorándole que le mandara cualquier otra cosa menos aquello.

–¡Vamos, Colagusano! –lo alentó con la misma fuerza del látigo sobre el esclavo exhausto.

El pequeño mago se aproximó hasta el licántropo, que permanecía impasible, como retándole, aguardando a ver si la valentía de Colagusano había crecido en la Orden Tenebrosa. Levantó su mano completa y le rozó el pómulo del lado no herido de su rostro, Remus rechinando los dientes de ira.

–¡Con esa mano no, estúpido! Y sobre la herida...

Gimiendo de miedo, Colagusano se contempló la mano de plata con que su señor lo había honrado en pago a sus servicios. En silencio derramó un par de lágrimas, oculto de espaldas a Voldemort, que no podía verlo y que se retorcía de impaciencia, frotándose las manos con fruición.

–¿A qué estás esperando?

–Yo...

Voldemort no podía soportar su incompetencia, su constante indecisión. Apuntó con su varita su espalda y la mente de Colagusano se vació de todo pensamiento. Ya sólo quedaba una idea en ella, una orden que responder a ojos ciegas. Elevó su mano plateada con lentitud cinematográfica y la aproximó hasta la herida abierta de su cara, por cicatrizar.

Al contacto de sus dedos fríos como escarcha, como plata helada, experimentó el licántropo el mayor dolor de cuantos había sufrido a lo largo de su vida. Cuando aquellos rechonchos dedos de brillante metalizado rozaron su herida abierta, la sangre volvió a brotar de ella a borbotones, como a Jesús del costado, blancuzca por la mezcla de sus lágrimas que rodaban por sus ojos cristalinos, abiertos, que ni siquiera conseguían pestañear, sin fuerzas para nada. Ascendía por sus venas la maldición de su especie, el frío dolor de la muerte, que lenta e imperceptiblemente iba congelando sus arterias y paralizaba sus miembros, agarrotados y atenazados, como helados en la intemperie en una noche de frío invernal. Atravesó, sin moverse del sitio, un oscuro cielo plagado de estrellas que sus ojos velados por las lágrimas sí consiguieron ver; y al fondo había una brillante luz que parpadeaba, de color de plata.

Harry gritaba. Voldemort reía a carcajadas. Los mortífagos contemplaban con curiosidad y expectación cómo el licántropo iba expirando sus últimas bocanadas de aliento, cómo sus músculos iban endureciéndose ante la falta de oxígeno, cómo iba pereciendo en aquella lóbrega e inmunda prisión. Harry corrió hacia él y lo empujó de forma que Colagusano dejó de tocarlo. El licántropo pestañeó repetidas veces y fue recuperando la vivacidad de su mirada, respirando tan aprisa que pareciera no haber aire suficiente para él. El chico lo ayudó a sentarse.

Voldemort gruñó de furia. Algunos mortífagos se revolvieron inquietos. Colagusano, cuya poca lucidez a su mente había retornado, se apartó unos pasos de la reja en tanto contemplaba el deprimente estado en que había dejado al que en otro tiempo fuera su amigo. Harry le preguntó:

–¿Estás bien?

Ni de fuerzas disponía entonces Remus para articular un trémulo y mero sí, pero pudo cabecear afirmativamente y dedicarle al chico un esbozo de sonrisa con que le agradeció que lo hubiese librado de la mano brillante, brillante como el extremo afilado de la guadaña de la Muerte.

–¡Colagusano! –volvió a interpelar el malvado hechicero–. Tortura al chico.

Pettigrew tembló. Ante sus ojos encontró la encorvada figura del muchacho que cuidaba y consolaba a Remus, sentado a su lado. Levantó su mirada verde esmeralda y en ella no había ni asomo de miedo. Tembló Colagusano, tembló de impotencia y de miedo.

–No –musitó.

–¿Qué? –le espetó Voldemort.

–No... No puedo hacerlo.

–¡Obedece mis órdenes, rata de cloaca!

El pequeño mago se giró sin atreverse a levantar la vista del suelo.

–No –volvió a decir con lágrimas en los ojos–. No me mandéis... eso. Eso no...

–¿Quién más habrá de traicionarme esta noche, eh? –exclamó Voldemort con la mirada desencajada–. Tortúralo, Colagusano, o me cobraré tu apestosa vida.

Titubeó el pequeño animago, pero se mantuvo firme y Voldemort apretó los puños iracundo.

–Una última oportunidad te doy nada más. Sabes que te dije que no te permitiría ninguna otra. ¡Tortúralo!

–No... –susurró encogiéndose.

Verde rayo, verde amenaza. El cuerpo de Peter Pettigrew cayó en el suelo inerte, sus ojos expresivamente abiertos, fríos como su mano de plata. Antes de que su señor le lanzase el avada kedavra, se había dado él la vuelta para que no fuera la visión de su cobardía lo último que viese en vida, sino su último acto, gallardo y bravo, por el que creía redimir todos sus pecados. En el último instante, llegada la hora de su muerte, Remus sintió conmiseración por aquel hombre y le perdonó todas sus faltas, aunque, bien dolorosas, éstas habían marcado toda su vida, para que su alma se purificase y pudiese al fin descansar. Cobarde toda la vida, mortífago, traidor, artífice del resurgir de lord Voldemort y asesino del fantasma de su madre, ¿qué más daba todo aquello cuando todos iban a morir?

Voldemort aspiró el aire por las fijas rendijas de su nariz como si fuese capaz de atrapar el espíritu cobarde, hecho vapor, de Colagusano. Los acontecimientos se sucedían precipitados, alarmantes, pero ya no quedaba nadie que los pudiera proteger; sólo ellos, inanes, desarmados, haciendo de su coraje una espada mellada que mostraban triunfantes, aguerridos, pero que les resultaría insuficiente cuando la muerte de ojos rojos se les mostrase con verde atavío. El Señor de las Tinieblas volvió a fijar su atención en ellos. Paseó su mirada de uno a otro como instantes atrás hiciera Colagusano para implorar su perdón. Jugueteó con su varita entre sus dedos, sonriendo maliciosamente, preparado para el golpe final.

–Lupin, pobre Lupin... –habló al fin–. Siempre te he perseguido. Primero, para deshacerme de la gran amenaza continuadora de Dumbledore; segundo, para averiguar la profecía que se me ocultaba y que, finalmente, tú mismo me has revelado gracias a la conexión que me une a este chico, a quien llamaron mi caída y a quien quieren seguir atribuyéndole este epíteto. –Sonrió–. Nadie puede matarme. Me da igual lo que diga esa profecía: hoy lo mataré y demostraré así el real significado de esa visión. Pero a ti, Lupin, te tengo aquí por tu necedad, por tu sobreprotección con el chico. Nada quiero de ti, ¡ni matarte siquiera! Que sean tus manos las que sellen su muerte y te dejaré libre para que corras al lado del anciano Dumbledore y disfrutes con él mientras mi tranquilidad y mi paciencia lo dejan con vida. Vamos, Lupin. Te dejaré escapar para que se lo cuentes todo. No hace falta ni que emplees la magia; tus fuertes manos son capaces de rodear su cuello y asfixiar su vida. Es la libertad lo que te ofrezco.

Remus, divertido por cuanto oía, que se le antojaba pantomímico, elevó su mordaz mirada de brillantes ojos dorados y mordió con ella al hechicero, de cuyo rostro se fue desvaneciendo paulatinamente la tibia sonrisa que a sus labios, venenosa, había aflorado.

–¡Cállate, encantador de culebras! –vociferó–. Asfixia mi propia vida, a la que no estimo más que la de este muchacho por el sencillo hecho de ser la mía. Cumple tus amenazas, vamos. Hemos personas que no tememos a la muerte como cobardes como tú.

–¡Calla tú! –gritó Bellatrix, indignada, que acababa de llegar de cumplir la orden dada y que no parecía sorprendida de ver a Colagusano muerto en el suelo. Agarraba con furia los barrotes como si del cuello del licántropo se trataran–. Deja de insultar a mi señor. ¡Cállate!

–Aparta, Bellatrix –le pidió Voldemort con voz suave–. Testigos son mis mortífagos de que te prometí la vida. No la implores luego.

–Tú no prometes la vida sino la muerte –siguió diciendo sin pavor–. Ni temo a ella ni te temo a ti. Harry es el que te matará, lo sabes, y por eso eres incapaz de enfrentarte contra él en igualdad de condiciones y lo sometes a la tortura de tu varita atrapado en un cubil.

–¡Silencio! –imperó Voldemort con el labio superior levemente arqueado–. Calla. He decidido que tú mates a Potter y tú lo matarás. Serán tus manos las que destrocen su carne y tu voz la que sentencie su maldición. Y después devoraré tus entrañas.

El hechicero se volvió dándoles la espalda. Dejó su capa al cuidado de Bella y se apuntó con su varita, desapareciéndose. Confuso al principio, Remus sintió crecer en su interior una amenaza, una serpiente que se resbalaba por sus intestinos y que desprotegía su conciencia. Mas ya no sintió nada. Cerró los ojos en los que su áurea tonalidad se difuminaba bajo una oscura sombra y permitió que su mente se relajase en la inhibición, pues nada se podía hacer una vez que lord Voldemort había ocupado su cuerpo para hacerle cumplir la orden contra la que él se revolvía. Levantó las manos, que ya no le pertenecían, y las arqueó alrededor del cuello de Harry, que, sentado a su lado, se sorprendió en forma abundante.

–Remus... Remus... –comenzó a mascullar con el poco aliento que conservaba en su boca, por los ojos derramando silenciosas lágrimas, cuando al fin entendió lo que estaba sucediendo.

Al escuchar su nombre mencionar, Remus, que aún los ojos tenía cerrados, los abrió y en ellos se irradiaba más fuerza que la que el sol derrama cada día. La sombra había pasado por ellos como una nube solitaria en la campiña arrastrada por el frío viento polar. Sus manos recobraron su fuerza y su mente, su cordura. Aprisionado en el cautivo, Voldemort perplejo estaba. Se puso Remus en pie respirando con agitación y se observó las manos en las que el frío glaciar del reciente contacto de su sangre con la plata iba perdiendo aprisa su presencia. Recuperaba su poder, con Voldemort atrapado en su interior no sabía por cuánto tiempo, la magia volvía a fluir por entre sus dedos, pura, como la primera vez. La pócima ingerida había perdido su influjo gracias al poder, aunque oscuro, que retenía dentro de sí.

–Remus –musitó Harry.

Al reparar en él entendió que todo sucedía por alguna razón, que cuantas cosas ocurrían eran por algún motivo, que no debía existir cuita por el fin como un momento antes había pregonado. Extendió su mano y hasta ella flotando fueron sus dos varitas. Arrojó a Harry la suya propia y lo observó con sus ojos inflamados, como fuego, de poder.

–Mátame –le dijo a Harry–. ¡Mátame! Voldemort está dentro de mi ser. Resuelve por fin tu destino.

Los mortífagos se revolvieron inquietos.

–No hagáis nada –ordenó Bella–. Si matáis al licántropo, el Señor Tenebroso morirá.

–Mátame, Harry –insistió ante su duda.

–¡No! –exclamó–. No puedo. No me obligues.

–Nada vale mi vida, Harry. Sacrifícala por todos aquéllos a los que amamos. Te lo mando, te lo ordeno. Te lo ruego...

Remus... –murmuró una voz silbante desde sus adentros–. ¿Cuánto tiempo crees que podrás mantenerme cautivo entre tu sangre podrida? Libérame. No creas ser más fuerte que yo por un descuido por mi parte.

–¿Descuido? –inquirió Remus en alta voz–. Mi magia he recuperado y con ella he construido los barrotes de tu cárcel dentro de mi cuerpo, entre carne y vísceras. Harry, hazlo. No lo dudes.

Pero la imagen de la fotografía de Nathalie se le presentaba ante los ojos inundados de lágrimas y, al imaginársela huérfana de padre a tan temprana edad, ni la varita siquiera conseguía sostener.

Remus... –habló la voz que sólo él podía escuchar, que nerviosa sonaba esta vez–. Sabes que esto te queda grande. Libérame y yo responderé a tu piedad con el mismo gesto.

–¡Mátame, Harry! –gritó imperioso cerrando los ojos–. Mátame antes de que su veneno vicie mi mente de nuevo y no sea yo quien pueda responder a mis propios actos.

El chico negó con la cabeza, nervioso, escudándose detrás de Remus para que los ansiosos mortífagos no pudieran atacarlo, ya que sabía que a éste, por cuanto había oído a Bellatrix, nada le harían.

Lástima que tu padre no te matase como a la asquerosa sangre sucia de tu madre ordené que hiciera. Ahora mismo me estaría ahorrando todo esto. Pero debes agradecérselo todo a tu padre, pues él te dio lo que eres, y también, me temo, al hombre lobo que te mordió en la noche de luna llena en que los astros debieron de reconciliarse. ¡A nadie más! Ni a la estúpida de Nathalie Lupin ni mucho menos a ese payaso barbudo que te adoptó.

Nada sabía el licántropo de cuanto le estaba diciendo su enemigo, sólo que estaba tratando de desviar su atención, de hacerle perder su concentración: distraerlo. Era su entereza lo que mantenía a Voldemort preso de sus entrañas. Y hondo era el peso del hechicero como para poderlo soportar por mucho más tiempo.

–Obedéceme, Harry –imploró–. Piensa que no es a mí a quien matas. Todos lo entenderán cuando se lo expliques. Fue mi decisión. Pero ¡hazlo!

Al mismo tiempo de aquella última exclamación, Voldemort, que en la pasión y nerviosismo de Remus por su sacrificio había encontrado un punto de fuga a su fortaleza, como un enflaquecido y mero espíritu escapó por su boca, deslizándose por ella con una larga estela de humo gris. Se giró sobre sí mismo y su rostro guardaba únicamente, hasta que recuperara la fortaleza de todo su esplendor en sólo unas horas, brillantes sus ojos entre la humareda flotante. Y gritó:

–¡Príncipe mestizo, la muerte te lleve.

Indefenso, como alma que lleva el diablo, huyó en despavorida carrera que fin no parecía tener y dejó a sus mortífagos solos, confusos y desprevenidos. Remus guardó silencio, mas no calma, pues, aunque Voldemort hubiese huido, sus mortífagos no eran menos temibles que él. Levantó su varita y explotó los barrotes de su prisión, provocando un alud de polvo y tierra al precipitarse buena parte del dintel. La nube causada les hizo perder de vista momentáneamente a los mortífagos. No había tiempo que perder.

–Harry –susurró–. Debes irte. Ahora.

–¿Y tú? –inquirió con voz temerosa.

–Debo hacer una última cosa. Tengo que ir a por alguien.

Tomó un trozo roto de grisácea piedra y lo convirtió en un traslador. Se lo tendió a Harry y le sonrió. Harry, de improviso activo, dio un salto con los ojos desorbitados y echó a correr en dirección a la polvareda, a los mortífagos.

–¡Harry! –llamó a voces–. ¿Qué haces?

Varios mortífagos atravesaron la vaharada de polvo que lentamente se desvanecía: a uno le dio un puñetazo que inconsciente en el suelo lo dejó; al otro consiguió aturdirlo con un maleficio. Hecho esto, atemorizado, volvió a llamar a Harry.

–Estoy aquí –dijo de pronto. Arrastrando venía el cuerpo inerte de Colagusano–. Para demostrar la inocencia de Sirius –explicó.

–¡Vete ya! –le ordenó–. Dile a Helen que yo iré en seguida.

El chico asintió, fue lo último que Remus vio de él. El licántropo echó a correr aprisa, golpeando cuanto creía que era una persona que se le acercaba, tanto es así que los nudillos por poco se deja en un extremo saliente del muro. Al abandonar la nube de polvo, Bella lo vio y corrió tras él lanzándole toda clase de maleficios. Remus apuntó por encima de su hombro y el corredor estalló, su persecución obstruyendo. Tan sólo una incógnita por despejar le quedaba ya: averiguar dónde tenían a Sara.

No hizo falta demasiado denuedo, pues en una amplia sala en el mismo pasillo la encontró. Entró despacio, baja la varita. Cerrados tenía la joven los ojos. Sus largos brazos pendían fláccidos de una cadena del techo, esposadas sus manos a los grilletes. Su hermoso y delgado cuello de cisne halló rasgado de hito a hito, abierta su garganta, y un caudal exuberante de sangre perdiéndose por su escote. Muerta su hermosura de pálida colegiala, agachó la cabeza a sólo un paso de su latido seco. Extendió su brazo por el fino colgante del fénix plateado de alas desplegadas y tiró de él. Guardó la imagen de la chica en su memoria y se despareció con su mirada clavada en su rostro ahora inexpresivo.

Al lado de Harry y de su esposa, que curaba unas poco profundas magulladuras del primero, se materializó el licántropo y Helen, rota en llanto, lo abrazó y besó al verlo sano y salvo. Pronto reparó en el hinchazón del pómulo de Remus, en las horribles marcas que la sangre abrasada por la plata había ocasionado en su piel, y, preocupada y llorosa, le preguntó por todo aquello.

–Colagusano rozó la herida con su mano de plata. –Helen se llevó una mano a la boca–. Nunca sentí dolor tan profundo. Pero ahora estoy bien, tranquila.

–Tengo que administrarte algún ungüento. De lo contrario te quedará cicatriz.

Dumbledore dio un paso al frente para que Remus se percatara de su presencia y le sonrió amablemente, con las lágrimas también flotando sobre sus ojos. Le puso una mano sobre el hombro cuando Helen se apartó y le dijo:

–No me equivoqué al confiar en ti. Temí por vuestra vida.

–Yo también.

Al revolverse inquieto cayó en la cuenta de que el cadáver de Colagusano yacía sobre el sofá con las manos sobre el pecho. Cerró los ojos y hundió la cabeza, consciente de lo poco que a ellos les había faltado para vivir un final similar.

–Tienes que contármelo todo, Remus –pidió Dumbledore solícito.

–Sí –consintió asintiendo–. Pero ven ahora. Tengo algo que decirte. Discúlpanos, Helen.

Subieron hasta el dormitorio de la pareja, donde, sin mediar palabra, le entregó a Dumbledore el colgante del fénix de alas desplegadas, que aún tenía impregnada en su superfecie la fría sangre de su portadora. Dumbledore lo observó en su mano con la boca entreabierta y después indagó la álgida mirada de Remus, que le asintió meditabundo.

–La han matado –susurró.

Los azules ojos del anciano parecían prontos a romper en llanto.

–Todos, todos moriremos al fin –dijo dejándose caer sobre una silla al tiempo que contemplaba en su mano el colgante que él mismo había mandado tallar para aquella chica en vista de lo mucho que le gustaba su fénix–. El fénix se tiñe de sangre, es el fin. Siento mi hora avecinarse sobre mí, no hay remedio.

–¿Por qué dices eso, Dumbledore? –le espetó–. ¿Quién era ella?

Tardó unos segundos en responder.

–Su nombre era Sara... Sara Dumbledore. –Rebosante de perplejidad, Remus abrió mucho los ojos–. Era mi sobrina. –El otro no osó interrumpirlo, tan asombrado estaba–. Le regalé este colgante cuando tenía once años, meses antes de entrar en Hogwarts. Nunca se lo quitaba. Decía que era su Fawkes particular. –Sus facciones se ensombrecieron–. No hizo caso a mis consejos ni a mis imploraciones. Muerta su madre, enloquecido mi hermano por este hecho, misión no tenía otra en la vida que obrar aquello con que creía que me ayudaba a mí. Intenté disuadirla, pero, al conocer de mi propia boca que lord Voldemort había retornado, decidió buscar a la Orden Tenebrosa y unirse a ella cambiando su apellido, fingiendo compartir sus ideales, a fin de poderme revelar a mí sus propósitos. Conseguí que me prometiera que no lo haría, pero el que no estuviera cuando la fui a buscar en otra ocasión me hizo temer lo peor. Cuando la volví a ver me dijo que la marca en el antebrazo no le importaba, que la tenía por algo así como un acto de redención. Pues sí, ha entregado su sangre para la salvación de nuestras libertades y para la expiración de mis faltas.

–Yo... –titubeó Remus–. Lo siento, Dumbledore.

–¿Te importaría dejarme solo unos minutos? Bajaré en seguida.

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Dumbledore insistió no menos de dos veces para que Harry se quedara unos días en casa de Remus por su seguridad, aunque hubiese bastado con dos. El chico dormía plácidamente, ajeno a las imprecaciones que no muy lejos de allí, en algún lugar perdido bajo la tierra y el agua, el enemigo de ambos profería, recuperado su cuerpo y con él su antiguo poder: toda clase de improperios hacia aquél contra quien pronto desplegaría todos sus recursos a fin de decantar el eje de la balanza hacia su terreno. En las manos le llevaba Remus el desayuno para hacerle en aquella casa más agradable su estancia; sobre la bandeja, junto a las tostadas, una hoja de periódico plegada. Soltó el desayuno sobre la mesita de noche del cuarto de invitados, pues Tonks le había dejado al ahijado de su primo la habitación que tenía alquilada por el sofá a razón del gran aprecio que por el muchacho sentía y de que aquel mes habría de pasar de guardia las madrugadas en el cuartel general del Ministerio. Se sentó en el borde del colchón y observó el rostro tranquilo de Harry, que, a juzgar por su sonrisa, debía de tener un sueño sosegado, sin pesadillas. Le acarició el cabello como acostumbraba hacer con Matt y lentamente fue reaccionando Harry, abriendo sus verdes y soñolientos ojos como esmeraldas.

–Buenos días –lo saludó Remus dedicándole una apacible sonrisa–. Te he traído el desayuno.

Harry se lo agradeció asesinando un bostezo que por su boca quiso salir y que reprimió.

–Mira –exclamó el licántropo–. Te he traído la primera plana de El Profeta. Lee.

–"Un fugitivo que huyó para demostrar su inocencia." –Harry levantó la vista del papel con un atisbo de emoción–. "El Ministerio de Magia tiene pruebas concluyentes de la inocencia de Sirius Black, cuyo paradero se desconoce en estos momentos. Hace dos días Albus Dumbledore, director del Colegio Hogwarts de Magia, llegó al Servicio del Wizengamot con el cuerpo sin vida de Peter Pettigrew, que se creía muerto a manos de Black hace quince años y de quien se presuponía que sólo se había salvado un dedo; pruebas médicas confirman, en cambio, que Pettigrew permaneció con vida hasta pocas horas antes de que Dumbledore presentase su cadáver. A este hecho se une la evidencia del dedo que falta y la no menos insólita de la marca tenebrosa impresa en la piel de su brazo. En la rueda de prensa convocada, Albus Dumbledore explicó que..."

Apartó el doblez de periódico de su lado dejándolo sobre la colcha. Aunque sonreía, no parecía tan alegre como Remus esperaba que se pondría, conque le preguntó qué le pasaba.

–Si Sirius no estuviera muerto, esto habría servido de algo –repuso.

–Pero... Esto ha servido para limpiar su nombre. –Rememoró las palabras que Helen había empleado meses atrás para consolarlo a él–. Dondequiera que esté, Sirius debe estar muy orgulloso de ti. Cómete el desayuno, te sentirás mejor.

Lo ayudó a colocar delante de él la bandeja de la comida de la que picoteaba sin apetito como un pajarillo un trozo de pan remojado. Pensó Remus que a lo largo del día su humor se iría beneficiando del buen día que hacía y su melancolía quedaría relegada a un segundo plano.

–Harry.

–¿Qué?

–Gracias. –El chico levantó la mirada sin comprender–. Por desobedecerme cuando te pedí que me mataras el otro día. Aunque quién sabe si no nos equivocamos.

–Nadie –contestó grave–. Pero no lo hubiera hecho por nada del mundo. No me lo hubiera podido perdonar jamás. Remus. –El licántropo arqueó las cejas–. Soy yo quien debe darte las gracias. –Remus fue a abrir la boca para decir algo pero Harry no le concedió tiempo–. Hace unos meses, ¿lo recuerdas, me dijiste que había multitud de gente dispuesta a entregar su vida por mí. –Remus asintió–. Desde entonces tú has estado dispuesto a hacerlo dos veces. –El hombre sonrió halagado–. Pero soy yo quien debo reconducir su mirada hacia mí, no los demás; nadie más debe morir: sólo él o yo.

Llamaron a la puerta y Helen la abrió inmediatamente sin esperar respuesta alguna. No parecía sorprendida de encontrar a su marido ya allí divagando con su ahijado, al que le había preparado un opíparo desayuno.

–Buenos días, Harry –dijo–. ¿Cómo estás? –El muchacho se encogió de hombros esbozando una media sonrisa–. Te traigo una sorpresa.

–No será mejor que mi desayuno –mencionó Remus para picarla.

–Ya se verá –dijo misteriosa. Se acercó a la puerta, se asomó a ella y dijo–: Pasad.

Ron y Hermione entraron con cara de preocupación que acentuaron al ver a Harry tumbado en la cama con el desayuno dispuesto. Pero al verlo tan alegre y capaz, satisfecho de verlos, sus corazones obraron un salto en sus pechos y se abalanzaron a la cama para abrazarlo. Remus se apartó para luego acercarse a saludarlos. La adivina, pretextando que aún tenía algunas cosas que hacer, los dejó solos.

–No sabíamos adónde te llevaron –explicó Hermione–. Estaba muy preocupada. Al lanzarte la red se desapareció. Y vosotros con ella. Y la profesora Ludlum, muerta. En el castillo no se habla de otra cosa.

–Pero... –intervino Ron con timidez, inconsciente de si su amigo le guardaba todavía rencor o no–. Pero ¿qué quiere Quien–Vosotros–Sabéis ahora de ti?

–Todo –respondió Remus–. Ahora que conoce la profecía me temo que todo.

–¿La profecía? –inquirió Hermione con voz chillona–. ¡Pero la profecía se rompió!

Remus intercambió una mirada con Harry.

–¿No se lo has contado?...

El muchacho cabeceó ligeramente, cabizbajo.

–¿Contarnos el qué? –preguntó Ron mirando alternativamente a uno y otro con el ceño fruncido.

–¡La profecía! –chilló la chica–. Tú la sabías.

Harry asintió avergonzado, con las mejillas abrasándole.

–Me voy abajo, os dejo solos –dijo Remus–. Al parecer tenéis mucho de lo que hablar.

Al salir cerró la puerta. Abajo, en la sala de estar, se encontró a Dumbledore, que observaba en pie la foto de su madre y él que Helen le había obligado a poner sobre la repisa de la chimenea mientras se bebía una taza de chocolate que Helen le había ofrecido. Remus se sirvió otro vaso y se sentó al lado de su mentor, que acompañando venía a Ron y Hermione, en el sofá. Al principio no hablaron mucho y en silencio daban sorbos de sus respectivas bebidas.

–Tuviste que demostrar un gran poder el otro día –habló de pronto el anciano y Remus no supo de qué hablaba–. Nadie puede oponerse a ser poseído, y tú no sólo hiciste eso, sino que, además, retuviste a Voldemort en tu interior. Estoy tan orgulloso de ti, imagino que lo sabes.

–Sí, pero no está mal que me lo recuerdes de vez en cuando –insinuó en tono de chanza–. Pero no tiene mérito: no sé cómo lo hice.

Dumbledore sonrió.

–Eso no importa, Remus. Lo importante es el poder que demostraste con ello.

–Lo que sí que no comprendo es lo último que lord Voldemort me dijo –confesó Remus–. Me llamó algo así como... ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Me llamó príncipe mestizo. Qué tontería.

Se echó a reír esperando que Dumbledore se le uniera, pero éste no lo hizo. Lo miraba con los ojos brillantes, embelesado. Se puso en pie y dejó la taza vacía encima de la repisa de la chimenea.

–Él lo sabe –dijo serio pero con un deje de picardía en la voz.

–Pero ¿que sabe qué? –le espetó incrédulo–. ¿De qué estás hablando?

–Te espero en la biblioteca –le dijo solamente.

Y se desapareció sin más. Remus, atónito, tardó unos segundos en reaccionar. Se sacó la varita del bolsillo del pantalón y se desapareció sin acordarse siquiera de dejar el vaso de chocolate. Dumbledore hablaba con Sorensen, sentado éste detrás de su escritorio colocado al fondo de la oscura sala de lectura. El licántropo se aproximó casi corriendo. Al llegar comprobó que Dumbledore le estaba pidiendo a su hermano acceso al depósito de libros restringidos. Éste le dijo que no había problema.

–Ya sabes dónde está la trampilla –le dijo.

El anciano tomó el candil que Sorensen le tendía y se alejó unos pasos, seguido de cerca por Remus, que caminaba como un pato mareado, nervioso. Abrió una trampilla que encontró en el suelo y desplegó la escalera adherida a ella para bajar. Remus descendió mirando asombrado a todas partes, pisándole a Dumbledore los talones para aprovecharse de la luz del candil que él portaba. Mientras recorrían los pasillos de estanterías de libros ajados y polvorientos, Dumbledore le iba explicando:

–El druida Merlín vivió en el siglo V de nuestra era, el mejor mago viviente, según se cuenta. También se dice que su padre fue un demonio, pero eso son tonterías de las leyendas. Sus poderes fueron numerosos y muy variados; lo mismo conseguía transformarse en piedra que detener un ejército con la sola fuerza de sus manos. Una vida muy interesante que puedes conocer en el libro que nos legó. No es original, sino la copia de un monje benedictino francés del siglo XIV.

–¿Qué tiene eso que ver conmigo? –inquirió de pronto Remus.

–Cuando en otro tiempo no muy lejano los estudiantes amaban la lectura, solían recibir un permiso especial para venir a esta biblioteca cuando chocaban con las fronteras de la de Hogwarts. Tom Ryddle, lord Voldemort, era uno de esos chicos. –Se detuvo, sacó un libro del estante y lo abrió por la primera página–. ¿Ves este signo, esta especie de uve con forma de serpiente? –Remus asintió atento–. Voldemort marcaba con ella los libros que había leído y éste es el libro en el que Merlín puso por escrito sus experiencias. –Lo hojeó y pronto encontró lo que deseaba–. Una de las últimas cosas que escribió fue esto. Lee.

Remus se acercó el grueso libro hacia sí y comenzó a leer donde Dumbledore le indicaba, tomando con cuidado la amarillenta hoja, vieja y fina como papel de cebolla, y desentrañó la extraña y curvada letra de tinta rojiza.

Reescrivo estos uersos ca por perdidos los primeros tengo

en el incendio que mis enimigos prouocaron en mi casa.

Me asaltó durmiendo ha quince annos ya un suenno,

un vaticinio qui fizo en mí grant confusión grand mannana:

siete días e siete noches nítido su rostro pude ver.

La oscuridad se cernirá sobre el orbe en días oscuros,

un hechicero traerá el terror con su ánima mudada,

príncipe mestizo será el omne con un poder que no ha ninguno,

intra sus venas la magia de tres sangres en él mezcladas.

Nadie, sino él, podrá salvar al predestinado a vencer el mal pues por su mano no ha de morir.

Al acabar, levantó los ojos e indagó con ellos a Dumbledore, que sonreía algo apartado, como distraído.

–¿Quién dice que el destino no está escrito? –le preguntó el anciano sin esperar respuesta.

Sorensen torció una estantería y se encontró con ellos. Remus se sobresaltó.

–¿Queréis algo? ¿Estáis bien?

–No –musitó el licántropo cabeceando con la mirada perdida de sorpresa.

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Memoranda: Éste que has leído ha sido el PENÚLTIMO capítulo de la Iª parte. ¡La segunda parte aparecerá muy, muy pronto! Pero ¿dónde? EN ESTE "FANFIC" NO. No pierdas detalle: aparecerá en otro "fanfic" en "Personaje principal: Remus Lupin"; "Lengua: Español", con título MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO (IIª PARTE). Podrás ser hallado también, más fácilmente, pinchando en esta misma página, en el encabezado, sobre el hipervínculo "KaicuDumb" o introduciendo la página web: 3 uves dobles (punto) fanfiction (punto) net (barra) u (barra) 656260 (barra).

¡Ahí es todo! No sé si Rowling habrá puesto a Remus como príncipe mestizo, pero para mí ya lo será hasta la muerte, en tanto que para mí MDUL (como imagino comprenderéis) forma mucho más intensamente parte de mi vida que la propia saga de JK. Espero en la próxima entrega poderos ya hablar del príncipe mestizo de JK, que ya tengo reservado el libro y todo, y estoy deseando recogerlos (aunque estaré de exámenes esos días y me he prometido no comenzarlo, snif, snif...). Pero ¿cuándo será eso? Veamos... ¿Os viene bien el jueves, 16 de marzo? Pues, entonces, decidido. Nos vemos para ponerle el broche final a esta primera parte e inaugurar la segunda.

Avance del capítulo 55 (CICATRIZ): Las fuerzas del mal tendrán que enfrentarse a las fuerzas del bien. La Orden Tenebrosa y la Orden del Fénix decidirán su destino en batalla como no se ha conocido ninguna. Harry y Voldemort empuñarán sus varitas cara a cara. El mundo se desvanece bajo sus pies: son sólo cadáveres en cuyos ojos la vida, como sus cuerpos, se ha desmoronado. ¿Quién vencerá a quién? La respuesta, amén de otras muchas hazañas y visitas inesperadas, la encontraremos en esta última entrega.

Hasta pronto, un saludo.