Cae una gota. El ruido retumba en la estancia. Silencio. Eco. Cae una gota. El ruido retumba en la estancia. Silencio. Eco. Cae una gota. El ruido retumba en la estancia. Silencio. Eco.
Era una mañana clara de Enero, y había un ambiente extraño en el ambiente. Si cerrabas los ojos, podías imaginarte en medio de una ventisca, con el viento helado cortándote la piel. Pero si los abrías, sólo veías un paisaje en calma. Sobre los terrenos del castillo la blancura de la nieve reflejaba la luz clara, única seña de la existencia de un Sol muy, muy lejano.
Contra el límpido horizonte azul se recortó una figura oscura, alta y estilizada, y ella pudo reconocerlo en su porte, en su forma de moverse, en la forma en que conseguía que su capa ondease y que pareciese que se deslizase en lugar de caminar.
Poco a poco fue distinguiendo sus rasgos. Su nariz recta, sus ojos, que al entrecerrarse para evitar lo molesto del viento, parecían rasgados sobre su piel de seda blanca. Los labios, finos, amoratados por el frío, dibujando su habitual mueca de desdén.
Llegó por fin a donde estaba ella. Y no se movió. Sabía perfectamente lo que le iba a decir. Estaba claro. Era evidente. Sabía que iba a pasar, porque sabía que nada es para siempre. Que, especialmente lo bueno, no es para siempre. Y, sin embargo, daría la mano derecha, e incluso también la izquierda, por cinco minutos (y quien dice cinco minutos dice cinco semanas) más. Pasaría la vida entera dando las manos por estar con él, y los pies por seguir queriendo estar con él.
Él clavó en ella sus ojos fríos.
-No volveremos a vernos.
Suspiró. No es que le tuviera miedo al cambio. No al cambio en general. De hecho, le parecía bueno cambiar. Todo tiene que cambiar, siempre. Simplemente sienta mucho peor cuando no cambias a mejor. Aunque muchas veces lo que tú piensas que es malo, es bueno al final.
-Lo sé.
No le gustaba aquel cambio. Qué se le iba a hacer. Pero la vida sigue. El cuerpo aún funciona cuando el corazón muere. El alma aún funciona, cuando el corazón muere. El mundo sigue girando, y no puede detenerse porque un solo corazón, uno de tantos, necesite unos minutos, unos días para reflexionar.
Él se le había quedado mirando. Sus ojos grises se clavaban en los de ella. Eran habituales, entre ellos, las miradas y los silencios. Pero, ¿qué esperaba? Solía hacer ese tipo de cosas sin pensar, sin sentir. Simplemente lo decía, y ya. Y sin embargo, esperaba algo.
-¿Qué?
-¿Qué te parece?
Una nota traicionera fue la que le quebró la voz, la que delató su vulnerabilidad. Y, sin embargo, ya daba igual. Porque, fría la cabeza, si no es el corazón caliente, ni voces ni besos la convencerán.
-Muy bien.
Un brillo en los ojos. Tan sólo un destello. Por lo menos el orgullo estaba herido. Definitivamente, aquel no era su día. Una lástima. Hubiese sido admirable de ver en un estado habitual. Lamentaba perderse una despedida como es debido, como las que habían recibido las demás. Lamentaba perderse esa parte de él. Ella lo quería entero. Pero, ¿qué más da?
-¿Muy bien? ¿Es que te da igual?
-¿Esperas que llore?
Él sonrió. La conocía. Ella se había encargado bien de eso. Hacía frío.
-Bueno, pues ya está.
Y se marchó. Los destellos dorado envejecido de su cabello se fueron difuminando, hasta que simplemente pareció rubio. Su silueta volvió a cortar el horizonte, y se fue flotando, hasta desaparecer en el infinito.
Y Ginny suspiró, y echó a andar. Porque, aunque el dolor la rasgase por dentro, aunque su hígado hubiese empezado a producir bilis sin parar y tuviese ese sabor amargo en la garganta, aunque tuviese ganas de llorar, tenía una larga vida por delante a la que no podía renunciar.
Cayó una gota. El ruido retumbó en la estancia. Silencio. Eco. Cayó una gota. El ruido retumbó en la estancia. Silencio. Eco. Cayó una gota. El ruido retumbó en la estancia. Silencio. Eco.
