Sonidos estridentes. Gritos. El aroma a polvo y a pólvora. La tierra saltando y la jungla quemándose. El enemigo está entre los árboles, entre la hierba alta, en todas partes, y como una hecatombe ataca sin cesar con el único objetivo de erradicarlos. Los Bomb-omb se arrojan y estallan, dan su vida por la causa de su rey, y en sus grandes ojos blancos no hay duda o temor, y Mario podría jurar, que tampoco tienen alma.
—Señor Mario.
Una palmera se agita, de esta cae un regalo de la parca. Liso, esférico, Mario lo ataja antes que golpee el suelo, es entonces que hace contacto visual con el compacto pero peligroso ser, y no lo entiende. Aun con guantes, el bomb-omb es frío al tacto, pero su mecha arde como nada en el mundo, y Mario se pregunta, ¿qué lo motiva? ¿Es tan poderosa la lealtad hacia los monarcas? Porque está claro que a diferencia de él, de su pelotón, los bomb-omb no luchan por monedas doradas. Vienen allí a morir, abanderan el sacrificio. Más que un espíritu, en los ojos blancos se refleja un fragmento de película: Aparecen cientos de explosivos marchando, y en una carroza a su gobernante, Rey Bomb-omb, que saluda a mano alzada y espera a llegar a la tarima para dar un discurso pasional. Hombres, mujeres, niños, ancianos, todos de su raza, pisotean a favor de las promesas de matanza y supremacía. El rey dicta, ¡Exploten! y ellos preguntan, ¿Qué tanto?
—Señor Mario.
Corre. Se mueve. Avanza a través de las líneas enemigas. La bomba agita sus pies. Mario mantiene firme el agarre con sus dedos rechonchos. Algo explota a su derecha, y deja sus oídos zumbando, pero no para. La mecha cada vez más corta. Cinco segundos para que explote. Cuatro. Tres. Dos. Mario flexiona las rodillas y salta, da un brinco imposible, incalculable, y lanza al bomb-omb a la trinchera. La esfera se cuela y el mundo pierde el color.
—¡Señor Mario Mario! ¡¿Le aburre mi cháchara?!
La voz del banquero lo saca de sus ensoñaciones. La espesa naturaleza cambia, ahora es diplomas y credenciales. El sol no se filtra por las hojas de las palmeras, sino por un ventanal en un costado, con vista panorámica hacia los otros edificios de la metrópolis. La madera de los troncos pasa a formar un escritorio. Mientras que los búfalos se transforman en sillones de piel cuya, respiración y palpito de vida tarda unos segundos más en desaparecer que el resto del recuerdo.
—Mamma mía —Mario se lleva una mano hasta la gorra parda, sin insignia, y se lo quita. —Mi scusi. Prosiga, buen señor.
El lakitu de nariz aguileña asiente, satisfecho por la dócil actitud, y vuelve a revisar desde su nube los documentos traídos por el bajo de buen bigote.
—Condecorado con tres corazones rojos... Una estrella de hierro... Y una medalla al honor. Como le decía, un curriculum muy impresionante, caballero —El lakitu lo estudia desde abajo de sus anteojos de lectura. Mario asiente, sus manos mueven inquietas la gorra entre sus dedos, porque sabe que cualquier acción que disguste al lakitu puede ser la diferencia entre la autorización del préstamo o el rechazo.
Necesitó una inyección de dinero, solo así podría volver a surfear en esa frágil economía. Cada día es más complicado mantener un negocio o una vida estable, siendo el fracaso de su compañía de cemento una prueba de ello. Las sanciones y preferencias impuestas por el reino Koopa (Nación que lidera las principales fuentes de energía: fuego, petróleo, lava, y carbón), estrechan el juego del capital, y su potente y autóctona maquinaria militar, evita que cualquiera propicie un cambio. Ha llegado un punto donde todo lo que no lleve un caparazón, o no sea allegado a la burguesía escamosa, se vea imposibilitado para prosperar. Obviamente ese banquero que tiene al frente, sentado en su nube de opulencia, no masca las mismas carencias que la gente de a pie. Desde que el Rey Lakitu rindió pleitesía a los Koopas, ahora son solo otra pieza más del tanque que avanza y muele bajo sus correas a los no privilegiados.
—Cómo le decía, señor Mario —Con el puño cerca de la boca se aclara la voz. —Sería un placer extender la mano a un héroe cuando lo necesita, pero...
No posee la base suficiente para tener un crédito. La economía es una locura ahora, es imposible entregar lo que pide. Hábleme de los informes de su adicción a los champiñones. Tiene citas con el psicólogo, ¿no es así? Sin esposa, sin hijos, sin casa propia. ¿Cómo le fue en su último negocio? Según parece lleva sin un trabajo sustentable desde la guerra. No es el tipo de cliente con el que trabajamos. ¿Tiene problemas para contener la ira, señor?
Mario se consideró a sí mismo como un hombre honesto. Por eso es trasparente, y por eso es tan sencillo para esos ejecutivos de traje y zapatos caros despacharlo. Es el sexto banco que visita esa semana y la historia se repite. Apretando su gorra, se disculpa por las molestias y agradece porque lo atendieran, sonríe ante el rechazo sin saber muy bien por qué. Lleva su gorra a la cabeza, da media vuelta, y se retira, como en los otros bancos siente el impulso de largarse con un portazo. Cierra con suavidad.
—¿Lo conseguimos?
En la acera frente las escaleras del banco, su hermano le espera en el camión de cemento. La expresión de Luigi al inclinarse y abrir la puerta, es una sonrisa optimista, que se empequeñece al reconocer el pesar en el rostro de su hermano.
—Oh...
Mario sube y cierra. Recuesta su cuerpo en el asiento, claramente con sus energías mermadas como si acabara de correr un maratón. Su hermano le da una palmada en el hombro.
—Tranquilo. Sé que conseguiremos un préstamo en el siguiente.
Mario se limita a bajar el ala de la gorra para cubrirse los ojos. Luigi suspira, mueve la palanca y pone en marcha al camión hacia el barrio italiano. Entiende que se acabó la búsqueda de oportunidades, al menos por hoy.
Bajo la gorra la oscuridad se arremolina y se convierte en cielo. Estelas de humo trazan las nubes, y el sol quema los ojos azules del veterano. Está tendido en la tierra dañada, con el cuerpo adolorido, inmóvil, rodeando por los trozos de los soldados enemigos. Un bomb-omb se encuentra tumbado a medio metro de su cabeza, sin pies y sin mecha, capitán moribundo.
—¿Eres un asesino?
Pregunta la bomba, siendo esa la primera vez que Mario intercambia palabras con un enemigo. Extrañamente, le pareció una situación muy natural.
—Soy un soldado.
—Ninguna de las dos cosas —El capitán tose. —Eres el chico de los recado —Su voz disminuye, pero Mario oye con total claridad. —Al que mandan sus jefes a cobrar la factura.
