Olor a cigarrillos en un fondo opaco y de techo bajo. Predomina el sonido de la cháchara intima entre las siluetas enmarcadas por velas de las mesas. Charla casual, o de negocios, aquel bar las recibe todas, incluyendo las turbias, solo hay una regla: Que la violencia se controle. Hay límites muy cuidados, porque puedes quebrar la pierna de alguien en el callejón de atrás, pero jamás su cabeza. Un fiambre sería una falta de respeto para el dueño del local.
Figuras sombrías se encorvan como sauces viejos sobre sus vasos a medio llenar, perdidos en la bebida y en sus propios pensamientos. Mario se abre paso entre las risillas sugerentes y las desdichas silenciosas. Toma lugar en un taburete junto pegado a la barra. No intercambia miradas ni palabras con nadie, hasta que un pianta amarillo se acerca a recibirlo. El pianta tiene una jarra en la mano izquierda y un pañuelo que usa para limpiar el cristal en la otra.
—¿Qué pasa, Mario? ¿Un limoncello? —Ofrece cortes tras reconocer al bigotudo.
—Jugo de naranja estará bien —Dice Mario, quitándose la gorra para ponerla a un lado. Mantiene la convicción para alejarse del licor.
—Te noto la cara larga. ¿Problemas con el dinero? —Con la ciudad en crisis, el pianta hace la pregunta más fácil de adivinar del mundo. Mario suspira y esa es toda la confirmación que se necesita. —La vida te sería más fácil si trabajaras para Don Pianta.
Mario ha oído esa afirmación varias veces antes.
El bartender sirve dos cubitos de hielo en un vaso y lo rellena con jugo, desliza la bebida hasta los dedos de bigotón, para después pedir hablar en la lengua madre.
Todo lo que viene lo hablan en italiano.
—Soy un buen hombre, no un gánster —Mario agarra el vaso y bebe.
—Y eres un buen peleador también. Pero no usas tu talento.
Mario se mira las manos enguantadas de blanco, y se pregunta, ¿Cuál talento? Sí cuando observa un espejo solo ve un hombre triste.
El pianta continuó.
—Somos mafiosos, es cierto, pero tenemos honor. No como otros... ¿Escuchaste? A Billy Lee le secuestraron a la novia la semana pasada. Una pandilla rival, dicen las lenguas. ¿Cuándo nosotros hemos hecho eso? Jamás. Cuando nos encargamos de alguien enviamos flores a la esposa. Los tipos de ahora, mandan a la esposa con el marido... ¿Captas a dónde voy?
Mario asiente, la inconformidad se le nota en los ojos. Le vendría de lujo el dinero fácil. Le vendría mucho mejor un rumbo para su vida. Pero tener el crimen como motor es un salto con el que no se siente cómodo. El pianta nota eso, y desvía el tema para disimular las presiones.
—Quédate para el show de la hora. Hay una nueva voz a la que solo puedo describir como... Molto señorina.
Desempleado cómo estaba, contó con tiempo libre de sobra, así que aceptó sin realmente esperar nada. Terminado el zumo, buscó una esquina donde arrimarse para pasar desapercibido, y la encontró en el rincón de la máquina de pinball. Lisa, de muchas curvas como una mujer, decorada con luces e ilustraciones de chicas Pin Up. Mario se saca la calderilla del bolsillo del overol, mete una moneda, y se pierde por un rato en un mundo de sonidos vacíos que busca trasmitir gloria, y una pelota que rebota. Es un lugar hermoso por su simpleza, y disfrutó olvidándose de todo y simplemente rebotando ahí. Al menos por un rato, hasta que una voz melodiosa quebró la fantasía y le quitó cualquier gana de echarse a recoger los pedazos...
Mario separa las manos de la máquina, y con una lentitud pasmosa da media vuelta hasta que su campo de visión se concentra en la tarima. Ahí es cuando la ve, entre los músicos y sus instrumentos, esa dama... La estatua de una diosa con ojos como gemas, cabello bordado con rizos de oro, belleza que opaca las flores y vuelve dócil a cualquier bestia, estuche del placer y del arte, que al mover su delicada mano para tomar el micrófono, dejó en manifiesto su herencia como modelo de carne y hueso. Para al instante siguiente elevarse de nuevo al plano de la divinidad cuando las luces la enfocaron, y abrió los labios para cantar a los sueños de una noche, a las almas solitarias, y recordarles que los sueños pueden ser eternos, y que el corazón puede volver a latir. Joven es ella, y le falta la soltura de las veteranas, pero canta con un sentimiento del que muchas no conocen ni han tenido.
Durante el encanto, Mario se desliza hasta una mesa vacía y toma un puesto. Con los codos sobre el mantel y las manos en las mejillas, queda viendo el show enternecido, como si estuviera en el teatro.
En Nueva Donk, ciudad amable y terrible; de tantas músicas y canciones que no hacen oír las voces de los de abajo; de crisis y hambre; de jóvenes afortunadas y jóvenes desvanecidas; en mitad de un paraíso de locura y concreto, construido sobre el capital, lienzo para las risas, la lujuria, las deudas, el crimen, y una montaña de sueños mallugados, hermanos de las promesas y padres de las resignaciones... Ella brilló, y se bañó de aplausos honestos, y silbidos de lobo. ¡Porque qué dama! ¡Solo ella, princesa sin corona! Molto señorina. Pauline.
Al salir, el viento soplaba fuerte, y la muchacha se iba despidiendo de los enamorados clientes, con una sonrisa fina que revelaba sus preciosos dientes. Quedó estrangulada por los halagos hacia su voz y a su aspecto, y casi la dejan sorda las campanas que prometían lujos e invitaciones a castillos en las nubes. Pero al viento se le oyó con más fiereza que cualquier pretendiente, como celoso de la atención que la mortal recibía, Cuando ella se propuso abrir la sombrilla para cubrirse de una naciente llovizna, la ráfaga se la arrebata...
Pauline corre detrás, persigue el regalo dado por su madre, ese que rompe la fachada concebida por el abrigo caro regalado por Don Pianta, y hace patalear a la superficie la niña que nadaba en las lagunas circundantes de los ranchos Moo Moo. Campesina vuelta musa. Musa campesina. Aquella palurda de hace muchos años cabalga la sombrilla que se aleja cada vez más. Y se pierde tras un crujido. El tacón de se quiebra contra la acera, y la joven se derrumba. Es ahí que más rápido que ella y que cualquier cosa que hubiera visto, un hombre chaparro cruza por su lado y propina un salto imposible... Alcanza la manilla de la sombrilla y cae, aterriza de pie. Mario vuelve donde la chica tumbada, y la cubre de la llovizna que ahora es lluvia, y le ofrece su mano libre para levantarla del suelo. Se miran a los ojos, y con el toque de sus dedos, se enciende una chispa. Entonces Cupido canta una paradoja hacia su ser que empieza así: ¡Química!
Al enamorado hay poca cosa que lo pare. Por ello al día siguiente Mario alquiló un traje, y lo acompañó con un ramo de rosas y una caja de bombones de su chocolatería favorita. Luigi al verlo así, no pudo evitar preguntar por qué tanta elegancia, y quien es esa Pauline de la que canta tanto. El bigotudo reveló sus sentimientos con un suspiro de anhelo, para después propinarle una palmada en la espalda a su hermano menor, y decirle que en un futuro lo entendería.
Mario sale del apartamento y se libera en el barrio italiano. De saludables panaderos y gritones verduleros, preguntonas señoras que buscan descuentos, y jóvenes primorosas que corretean de la mano con sus noviazgos, que son vistas con envidia por colegialas que anhelan florecer con prisas. No solo la gente es ruidosa, las maquinas se unen a la algarabía, y hay una marea amarilla, un rio de taxis. Y otra estela de vehículos personales recién salidos de la fábrica. Porque se dice que a estas alturas caminar está pasando de moda. Mario no oye las tendencias, se centra en cada vez dar pasos más largos.
Cruza la esquina hacia la calle del bar, y la intención fue verse con su Molto señorina. No intercambiaron mucho, solo un roce, miradas, sus nombres, sonrisas, la gratitud de ella y un "De nada" de él, y se separaron. Pero el bigotudo confió en su corazonada. Y a poco de alcanzarla, de un callejo adjunto al bar salió disparado un coche largo y caro. Mario se aparta de un giro, las rosas se desparraman por el suelo, y aplasta los bombones bajo el brazo, manchándose el traje. Solo fue un segundo, pero por la ventanilla del coche en movimiento ubicó a Pauline, y también a Don Planta con el brazo alrededor de los hombros de ella, en una demostración tacita de intimidad y control. Por un momento fugaz, la mujer y el desempleado juntaron sus miradas, y él reconoció en los ojos de ella un matiz de pena. Entonces el vehículo pasó a otra calle y se esfumo.
¡Ah, la química! Dice mucho, pero no dicta todo. Mario con una mueca cansada, atraviesa el umbral de la taberna, deambula como un zombie hasta la máquina de pinball, deja la caja de bombones abierta donde no le estorbe la vista, y juega. Come. Piensa en lo fenomenal que le vendría un limoncello.
