Durante los tres meses siguientes solo tuvo concentración para dos cosas: La primera trabajar como asno en Wrecking , empresa de demoliciones, bajo cargo de un pelmazo llamado Foreman Spike con el que el desagrado fue reciproco, pero como cada uno realizaba sin errores su labor, los jefes de la compañía les dijeron "¡Aguántense!" y se aguantaron. La otra mitad de su enfoque quedó en los entrenamientos hasta tarde en el gimnasio de Doc Louis, un gran sujeto, muy negro, al que conoció gracias a un tío que trabajaba de árbitro de peleas de box. Nada ilegal, ni con vidrios en las manos adheridos con gel, usaban guantes y protectores de dientes, todo muy profesional, pero sin el dolor de antaño y eso para algunos disminuía la magia. Para Mario no hubo diferencia, porque al final de la contienda seguía habiendo sangre fresca en la lona.
Doc Louis lo invitó más de una vez a probar suerte en el ring, habría dinero y apuestas, y sintió que le faltaba un italiano. Mario rechazó con amabilidad todas las veces, no porque temiera o se le diera mal, tres sacos de arena explotados a golpes rendían testimonio de su fiereza, pero el bigotón se sentía más cómodo pateando y pisando que usando los puños, y sospechaba que al momento de una calentura en el ring, cometería una falta con los pies. Prefirió ahorrarse el bochorno y visitar el gimnasio solo para afinar sus fuerzas, o para ver una pelea ocasional. Doc Louis pronto resolvió su falta con la llegada de un nuevo chico, un joven al que le decían el pequeño Mac, que compensaba lo que le faltaba en tamaño con fuerza y reflejos. Mario vio en Mac un "Yo" más joven, y deseó para sus adentros que no acabase igual de triste.
Una noche de inicios de Diciembre, Mario iba saliendo del local de Louis, pasó la puerta y un respiro le bastó para entender que la nevada sería especialmente fría. Esperó, se levantó el cuello del abrigo y frotó sus manos enguantadas hasta que, bajando por la calle, aparecieron las luces de un taxi que abordó apurado, temeroso de acabar vuelto una estatua de hielo. Como él, muchas personas se refugiaban del clima en autos, los apartamentos, moteles, o bares, y los desgraciados sin techo usaron la baza del grupo para darse calor en los callejones, o bajo los puentes rodeando barriles de petróleo encendido. Al ver las sombras y las luces tristes por la ventanilla del auto, Mario se dijo a sí mismo que podría estar peor, para inmediatamente después maldecir, pensando que si se consolaba con las sobras, poco faltaba para conformarse con el aliento.
Apretó las manos en un puño y reafirmó entre dientes que quiso un trabajo que lo apasione. Una mujer que lo ame. Un rumbo en la vida y no solo vida. Quiso ser mejor de lo que es ahora. Por ello cuando el taxi pasó cerca de una tienda de ocultismo, el adivino que la regentaba le leyó los pensamientos y se burló, diciéndose a sí mismo: ¿Cómo un tipo bajo, regordete, y bigotudo como él, aspira llegar lejos en esta era de los caparazones ajustados y el jazz? Y si ese mismo adivino tuviera más talento, habría previsto al futuro en las cartas y preferido mantener cerrada la boca. Mientras en la radio del taxi el destino lanza pistas en las que nadie reparara jamás, sobre un reino donde los champiñones retan en altura al cielo, ahora perdido con sus lideres muertos por un atentado, y una niña llevada al trono sin ser reina.
—Fueron los goombas, ya le digo yo —Habló el conductor, que con su mano grande y velluda reacomodó el retrovisor para echar un vistazo a la expresión de Mario, quien le devolvió una cara poco entendida. —Los goombas, ellos hicieron el atentado. Esos mierdecillas se lanzan a morir como si no creyeran en nada.
—¿Cómo sabe eso, mister? ¿Los conoce?
—Los he visto, con sus caras feas y cuerpos sin brazos. ¿Se puede llamar cuerpo a eso?
—Sé de cosas que pueden hacer mucho daño sin brazos.
—¿Es un mundo de locos, verdad? Un primo mío que estuvo en el reino de ellos por trabajo, me contó que ni si quiera se limpian el culo, que son como animales, y que sus mujeres se dejan hacer de todo por dos monedas y una pasta dental. Su líder fue otro de esos perritos falderos que se subordinó a los koopas.
Casi se atraganta a decir la palabra "Koopas", y luego dio una detallada explicación de lo que haría si tuviera una de sus conchas.
—Son como terroristas, los goombas. Atacan a todos los que estén en contra de esas plastas escamosas y su propaganda liberal, esa que jode los cerebros de los niños y los vuelve maricas. Ya le digo yo, ahora son los hongos, mañana podría ser Sarasaland, y luego, ¿Quién sabe? El aire huele a guerra, y yo sé de qué lado estarán los hombres buenos. ¿Qué me dice? ¿Usted sería un buen soldado?
—Sería un buen chico de los recados.
El conductor le intentó dar ánimos, asegurando que cuando llegue el momento de tomar las armas se necesitará de todo, hasta gente que vaya a cobrar las facturas.
La noticia de la guerra llegó antes del domingo, y no se transformó en un llamado civil a las armas en nombre de algún ideal ambiguo, véase: Libertad, paz, o supremacía. Y si lo hubo, Mario no lo oyó desde su apartamento, en cambio escuchó hasta en los huesos las quejas de la vecina con el arrendatario, que trataban en buena parte de las tuberías y sus goteras. El bigotudo se ató el overol y solucionó el problema sin esperar nada a cambio, ganando un desayuno gratuito donde también participó su hermano. Por encima del aroma de la comida casera, la charla casual con la vecina y su hija, las bocinas de los autos, y las chimeneas de los edificios, rodó la pesada maquinaria koopa, tan lejana que nadie la oyó, pero que pronto estremecería los cimientos de la gente común y las nubes de los que se creían intocables.
En las calles curtidas de nieve se refleja un fragmento de película: Aparecen miles de soldados con caparazón marchando, y en una flota volante, Rey Bowser, que saluda con el puño alzado, exigiendo la pleitesía de todas las razas y credos. Más control, más opresión. La cadena solo aprieta cuando se cierne en el cuello de los privilegiados, y entonces los titulares cambian como por arte de magia. El promotor del futuro, del paraíso de la lava y el carbón, ahora es el tirano del fuego. El Alcalde de Nueva Donk sale en primera plana, radio, y televisión, clamando por la libertad de los reinos sometidos y diezmados, hablando con contundencia, proclamando sobre una coalición de aliados con una estrella blanca de símbolo, y mucho debatir, cumplir todas las opciones empezando por las más blandas, dialogar con el rey lo bastante malvado para ser déspota y dictador, pero no lo suficiente para negarle una silla o bocadillos en la mesa. Mientras, los reinos siguen sometidos y diezmados.
Wrecking Crew cierra, sus servicios ya no son necesarios, pues se dice a voces que en nada los edificios caerán solos bajo los Bill Balas. Doc Louis pone un candado a la verja del gimnasio, y Mario lo ayuda a subir las cajas al camión. Ya no hubo hogar para el buen negro en esa calle que lo vio crecer, porque la navidad ahora tuvo la misma cantidad de prohibiciones que de luces y campanas. Se combate la flama de la violencia cercenando los pies del deporte. Clausuran cinco tabernas legadas de familia, y al día siguiente nacen diez bares clandestinos todos fundados por un mismo dueño. Hay toque de queda después de la siete, y se prohíbe la música a alto volumen después de las ocho, aunque ninguna patrulla llega cuando en los rascacielos se celebra un cumpleaños o se derrocha por una promoción.
—Ya es difícil vivir, Mario. Y es más difícil tener sueños —Le dijo Louis desde la ventanilla del conductor. —Pero gracias por el apoyo de todos estos meses. Feliz navidad para ti, y para tu hermano.
Mario le devolvió la despedida. Esa tarde apenas llegase a casa, recibiría la llamada de su tío diciéndole que consiguió un nuevo empleo para él. Mario escuchó con disposición de aceptar, porque sin empleo otra vez, ¿qué más le quedaba? Su tío le dio los detalles para que lo ayude con un encargo de carpintería, que será un regalo de navidad para la prometida de Don Pianta.
