El asfalto de seis pisos más abajo llama y pide que lo abrace. El viento es su casamentera, zarandea mis ropas y cada vez que sopla siento que las puntas de mis zapatos sobresalen un poco más del barandal.

—¿Disfrutando de la vista?.

Miré atrás y vi un fantasma, un cegador que llega a supervisar mi escape de este mundo, o castigarme. No, error. Mis ojos me engañan. Es el vecino. Pero con su piel tan pálida que roza el purpura, cuerpo alto y esquelético, y ojos hundidos, no me pueden culpar por confundirlo con un ser del más allá, ¿verdad?

Durante el tiempo que llevo viviendo aquí, me crucé con él más de una vez en los pasillos. Siempre nos miramos por un par de minutos hasta rozar el umbral de lo incomodo, pero evitando acercarnos, como si un cristal dividiese nuestras vidas.

—Estoy aburrido —Respondí.

—Yo igual —Dice y se apoya del barandal, cerca de mis pies. Puede empujarme. Sé que quiere hacerlo. Lo noto en la forma que tamborilea con los dedos y me mira. La posibilidad le seduce demasiado. Pero en vez de eso se lame los labios resecos y me pregunta: —¿Saltamos juntos?

Sus ojos son honestos. Entendí que anhelaba alguien con quien caer. Y una voz dentro de mí me dijo que también necesito eso.

El asfalto es atrayente, las grietas forman rostros deformes anhelando un duro beso venido desde las alturas. Pero no pueden competir con la calidez y comprensión de otra persona. Desde que compartimos silenciosas miradas en mitad de los pasillos, entendí con la facilidad de las almas gemelas que ese chico cadavérico me entendía.

Bajé del barandal. Él sonríe. El cristal se rompe y sus fragmentos son llevados por el viento de esa noche sin luna.

Para Daniel y yo nada es suficiente. Somos unos inconformes sin remedio. Estamos insatisfechos con todo lo que nos entregó la vida y con la vida misma. Es como ver el mundo a través de lentillas monocromáticas que nunca te puedes quitar. Los manjares saben a tierra, los chistes nunca hacen gracia, y las historias jamás emocionan.

Tiara, la mujer que me parió, me arrastró al psicólogo varias veces durante mi niñez. Los profesores le mencionaron que hablo poco y soy ajeno a todo. Tienen razón. Tiara dejó de llevarme cuando empecé con las sonrisas falsas y a reírme de los comentarios de mis compañeros. El psicólogo insistió en continuar tratándome, seguro descubrió algo malo en mí. Pero Tiara siendo madre soltera no pudo permitirse gastar más tiempo y dinero. Con dos trabajos chupándole la vida y juventud, debe aprovechar lo poco que le queda y olvidarse de este caso perdido.

Daniel también actuaba para ahorrarse molestias. Tuvo suerte y solo necesitó ser normal hasta los quince. Un padre fácil de irritar, una madre infiel, un amante confiado, añádele una llamada del hijo y una pistola Calibre 38 y listo. Tienes el cóctel perfecto para un homicidio-suicidio capaz de encabezar cualquier periódico.

Tengo 16. Daniel es cinco años mayor que yo. Ese espacio de edad nunca obstaculiza nuestra búsqueda por la salvación. Somos iguales. Anhelamos vernos librados de esa pesada y apatía que se entierra y nos devora para dejarnos como cascarones o fiambres caminando. Si no existe cura, mínimo aceptaremos la muerte con la resignación de quienes intentaron de todo pero igual fracasaron.

Buscamos esperanzas en el arte. Puede que Picasso, Hockney, o Pollock nos regalen algo de color con sus singulares formas de interpretar el mundo, pero resultaron tan interesantes como garabatos colgados en imanes sobre la puerta de un refrigerador. Probamos lo alternativo: Chris Mark, Michael Hussar, Vince Locke. Sentimos un magnetismo natural hacia lo raro y lo macabro. Por un tiempo Daniel tuvo una obsesión por los rostros de Maya Kulenovic. Podía quedarse durante horas frente al monitor, admirándolos como si deseara atravesar la pantalla y sumar su cara a los lienzos.

—Ellos comprenden, Louis —Me dijo una vez con ojos enrojecidos y llorosos. Recuerda parpadear, Daniel.

El arte nos entretuvo durante un par de meses. Decidimos pasear en la parte baja de la ciudad. Visitamos a los pintores independientes de humildes galerías sobre la acera, buscando una perla que nos inspire, pero solo encontramos guijarros, paisajes planos y burdas imitaciones de estilos de gente más talentosa. En vez de artistas eran mercenarios en busca de pagar el alquiler y capaces de vender sus lienzos maltratados por un sándwich de mayonesa.

A Daniel se le ocurrió que podríamos pintar nuestra singular realidad. Pero la visión que poseemos es demasiado gris, hasta los demonios carecen de encanto bajo nuestras manos inexpertas. Yo entendí al sostener el pincel y partir la hoja con un trazo negro y errático, que no fue para mí. Daniel se rió y dijo que tendríamos más suerte pintando casas, al menos así ganaríamos dinero para mantener la búsqueda un poco más. Estuve de acuerdo.

Cuando el cielo se tiñe de naranjas y rojos, llevamos el estéreo a la orilla del Misisipi. Nos recostamos en la arena con el equipo de sonido en medio, Daniel sube todo el volumen y dejamos que retumbe hasta sentirlo en los huesos. Es difícil apreciar la música cuando nunca ruge lo bastante duro y pesado para motivarte. Exploramos más allá del rock y el metal, Daniel descargó por internet grabaciones de canticos fúnebres de religiones arcaicas, o composiciones que buscaron imitar himnos cósmicos y profanos en nombre de la fantasía más oscura. Jamás fue suficiente.

—La única canción capaz de satisfacernos será la que acabe con la Tierra —Declaré mirando a Daniel. No necesité una respuesta, supe por inercia que me daba toda su comprensión.

Sus ojos se mantienen ocultos bajo la maraña de pelo castaño. Entreabre los labios revelando una hilera de dientes inmaculados, fuera de lugar en un rostro tan enfermizo. Le otorga la perfección de un cadáver listo para velar a ataúd abierto.

¿También los gusanos florecerán de tu piel, querido amigo?