Los Besos lunares se acabaron. Santana continuó con su viaje, y el mundo siguió girando indiferente ante todo.
La elevación de los sentidos dada por los hongos famélicos y enfermizos, fue una ayuda pasajera. Esa minúscula muestra de lo que se esconde más allá del velo de la realidad, el monte de la locura, fue razón más que suficiente para agradecer el bombear de la sangre por nuestras arterias. Pero sin hongos necesitábamos alternativas...
Respira el olor a cuero del maletín, el óxido de las maquinas, y la radiación de los monitores, esclavo hombre de a pie. Tú, el erudito o el inconforme, prueba la felicidad de tus nervios floreciendo con el Éxtasis. Arrójate al Hoyo K igual de oscuro que el Limbo. Embárcate por un mar de ácido lisérgico bajo una lluvia de polvo de ángel que cae de nubes sonrientes. Daniel y yo encaramos ese torbellino multicolor con el ánimo del que ve la pintura secarse o un accidente de tránsito. No fue suficiente.
¿Dónde más encontraremos la excusa para continuar? La carne, propuso Daniel mientras vomitaba un cóctel de doritos y alcohol en el inodoro. Sostuve su cabello. Luego jalé la cadena.
La noche es nuestra amiga y casamentera. Vestí pantalones raídos y un anorak blanco que compré por nada en una venta de jardín, contrasta con mi piel morena y casi parece hacer juego con la palidez de Daniel. Él lleva unos jeans ajustado y una camisa sin mangas que dejan ver una maraña de cortes entrelazados que suben desde sus muñecas hasta coronar la mitad de sus brazos. Al pasar bajo una farola, la luz hizo resalta esas telarañas profundas e intrínsecas abiertas por hojillas y navajas de afeitar, mal sanadas por el tiempo.
—En las noches especiales no las escondo —Recuerdo que me lo dijo una vez. —Se cree que la luna llena saca lo peor de las personas. Tonterías. Solo nos muestra cómo somos en realidad.
Y el astro redondo ahora gobierna el cielo. Nos manda un guiño imaginario en celebración de todas las violaciones, sobredosis, asesinatos, engaños, y suicidios acunados en este corral llamado Tierra.
—¡Pero qué traviesos son! Unos diablillos sin remedios —Dice. Sí, le escucho mofarse.
Las mujeres de las esquinas son simples. Pagas y recibes, como ir a comprar cereal. Todas tienen frío, pero igual salen con poca ropa y se bañan en perfume para enmascarar el hedor a otros hombres. Cuestión de publicidad, supongo.
Me acuerdo más o menos de la primera, Daniel me dio un condón, una palmada en la espalda y me deseó buena suerte antes de verme entrar al motel. Llevaba una identificación falsa en el bolsillo, pero ni si quiera la tuve que enseñar, bastaba con pagar la habitación. El pseudónimo de ella empezaba por "P" y terminaba con... "A". Perla; Pequeña; Perra; Pureza. No sé, olvidé lo del medio. Lo que sí recuerdo es el tatuaje de una rosa azul sobre su abdomen, junto la cicatriz de una cesárea mientras se movía sobre mí. Tardé como diez minutos en eyacular.
Las siguientes sesiones fueron más largas, pero igual de insípidas. Por eso mantuve las expectativas bajas para esta noche. Pero entonces aparece Cherry, encorvada junto los botes de basura como una gata callejera maltratada, con la mano en la boca y la sangre escapándose entre sus dedos, regalo de un golpe bien dado por un cliente satisfecho pero iracundo.
Daniel y yo intercambiamos miradas. Cherry se acerca casi a rastras y ofrece una felación. La lengua, la saliva y la sangre forman una agradable combinación, cálida, placentera y juguetona, alrededor de nuestros miembros. Ella se toma la molestia de tragarlo sin quejas. Termina la faena y se limpia con el dorso de la mano. Sus brazos y piernas reculen como campos de agujeros, profanaciones de muchas agujas peleando por encontrar una vena. Algo pequeño y rojo cae. Me incliné y lo tomé. Es duro, y blanco detrás de la capa de sangre. Un diente.
—Se te cayó —Lo limpié en mi anorak y traté de devolvérselo.
Ella niega con la cabeza.
—Quédatelo, cariño. Quizás te traiga más suerte que a mi.
Nos dice su apodo, por si queremos repetir otro día, y se marcha de vuelta al jardín de cemento.
De camino al bloque de apartamentos, pregunté a Daniel:
—¿Y si nos pegó algo? Ahora hay como veinte mil enfermedades venéreas, colega. Cada una peor que la anterior.
—Relájate. Tampoco es como si fuésemos a durar cien años.
—Eso es verdad.
La mañana siguiente la cara golpeada de esa prostituta vuelve a mi mente. También por la tarde, sobreponiéndose al rostro de Tiara cuando esta intentaba convencerme de entrar a una clínica de rehabilitación. No podría llamar a Cherry hermosa, su expresión encaja mejor con la víctima de un documental de crímenes domésticos que con un ser vivo. Seguro fue esa aura de mortalidad que arrastra lo que nos fascinó. Una flor del asfalto lista para marchitarse. La azucarada feminidad mezclada con la amargura de ultratumba. Cerré los ojos e imaginé a la bella y saludable jovencita que fue alguna vez, degenerando hasta el despojo que es ahora.
La contratamos por diez días consecutivos. Al principio fuimos por turno: Primero Daniel. Luego yo. Después ambos a la vez. Cambiamos de agujeros como el que escoge por cual ventana mirar. Daniel prefirió la estreches de su trasero. Yo los jugos íntimos y afrodisíacos de su vagina. La boca quedó en terreno neutral, pero admito que la chica tenía suficiente talento para graduarse en dar estupendas mamadas.
Platicábamos después del sexo, y llegué a un punto donde deseaba más eso que el acto carnal. Descubrí que compartimos edad, pero ella lucía 10 años mayor por las drogas y palizas de su chulo. Yo tampoco envejecía como el buen vino, estos meses de búsqueda me están pasando factura. Se lo dije y a ella le hizo gracia. Su risa era hermosa, tanto que pareció ajena, y sentí el impulso de pedirle matrimonio, de huir y comenzar de cero en algún otro lado. Me contuve. Luego, estando tan ebrios y drogados que nos confundimos con demonios, até a Cherry en la cama y Daniel trajo consigo un perro callejero que, con su lengua, la hizo alcanzar un húmedo y avergonzado clímax. Observé todo desde el umbral de la puerta sin tener claro qué es verdad y qué es un sueño. Daniel no pudo verlo, se desmayó en una esquina.
Tres días más tarde, hallaron el cuerpo de Cherry en el mismo callejón donde la conocimos. Las crónicas policiales describen que le tumbaron todos los dientes y su rostro estaba tan abultado por los golpes que costó reconocerla. Un poli hizo una rueda de prensa echándoles la culpa a los delincuentes del estado vecino, y un poli del condado vecino hizo una rueda de prensa echándoles la culpa a nuestros delincuentes. El público aceptó ambas versiones, es más fácil vivir con esa fantasía de maldad lejana que pensar en las putas asesinadas a pocas cuadras de la iglesia o la escuela pública.
Por si lo dudan, Daniel y yo jamás lastimamos a Cherry. La usamos en muchos sentidos. Lamimos y tocamos aquellos rincones de su cuerpo que aun tras años de prostitución eran virginales (Sus clientes habituales carecían de nuestra imaginación). Pero quien la arrancó del jardín posiblemente fue su proxeneta, o uno de esos sujetos furiosos que luego se ponen la careta de padres de familia.
¿Por qué la mataron? De seguro por nada importante. Una verdad que cada vez me resulta más cierta sobre la vida, es que concluye como un mal chiste. La abuela querida se cae por las escaleras y la devoran los gatos. El niño de buenas notas se tropieza en la carretera y le aplasta la cabeza un camión. La mujer infiel fallece con una sonrisa en la cama junto su esposo de hace décadas, rodeada por un anillo de hijos de otros hombres. Que tragedia. Que comedia. ¿Y quién es Cherry? ¿Y de dónde vino? ¿Y quién era el padre de su no nato? Nadie lo sabe y a nadie parece importarle.
—La muerte visitó a nuestra sexo-servidora. No fue bello, ni catártico. Merecía algo mejor. Pudimos darle algo mejor —Dice Daniel. Lanza una lata de cerveza a medio terminar a la arteria del Misisipi.
—Si la vida no tiene encanto, ¿por qué la muerte sí debería? —Pregunté, sentado en la arena húmeda con los brazos rodeando mis rodillas.
—Sé que lo tiene. Lo siento en las tripas.
—Seguro te enfermaste por tragar tanta mierda. Puede ser el hígado..
—Puede ser —Asiente y se lame los labios. Guarda silencio por un rato y después añade: —Oye, creo que me estoy aburriendo de los orgasmos.
—¿Terminamos con la carne?
—No, aún hay mucho que ver y probar. Enamoremos a una jovencita de bien, de familia.
—¿Virgen?.
—Lo que sea, pero con principios. Católica quizás. Bonita. Quiero corromper algo hermoso.
Asentí de vuelta. Debemos agotar todas las posibilidades, querido amigo.
