Frank Deep se despide de su novia, Natalie Parker, con un beso en la boca. Tierno, prologando, con sabor a fresas, a labial de chica. Fue alrededor de las 10:00 pm, bajo la puerta principal de la casa Samberg. Un típico hogar de suburbios perteneciente a un asalariado y un ama de casa, que en momentos del suceso la pasaban en un hotel para sazonar su monótono pero estable matrimonio. El niño de la familia, un pequeño de 8 años llamado Bob y apodado Bobby, está hipnotizado con el televisor de su dormitorio, donde dispara a naves poligonales con el mando de su consola de juegos.
Natalie, famosa en La Crosse por el exótico color de ojos violetas más que por asuntos de importancia, se echa en el sofá de la sala, toma el tazón de palomitas de maíz, mientras que en la tele repiten A Nightmare on Elm Street.
Frank se aleja de la casa, llega a la acera y abre su coche: un Chevy 2001 color azul claro. Antes de entrar siente un escalofrío en la nuca y una pesadez en el estómago. El acechante sentimiento de que no todo es correcto en el ambiente, una alerta del instinto, del sentido de la preservación. Mira a la derecha, a la izquierda. Ojea por encima del coche. Dos siluetas aguardan bajo una farola encendida en la acera contraria. Varones, uno más alto que el otro, el primero pálido y el segundo moreno, ambos llevan ropas oscuras. Frank distingue el movimiento de sus bocas. Los desconocidos hablan entre sí con voz baja e imposible de distinguir. Ambos le observan de vuelto. Uno dice algo que hace reír al otro. El novio de Natalie sospecha que se burlan de él, y la incomodidad nacida de un temor desconocido se sustituye por una irritación con la que se siente más cómodo. Bordea el auto, se acerca hasta la mitad de la calle y alza la voz:
—¡Oigan! ¿Qué demonios hacen?
—Negociamos una mamada, ¿interesado? —Responde el mayor. Fue el turno del más bajo para reír.
Frank entona la mirada y aprieta los puños, con ganas de callarles la boca a puñetazos y gritarles "¡Maricas!". Pero decide que montar una escena en plenos suburbio a mitad de la noche solo traerá problemas. Sube al coche y lo pone en marcha. Mañana hay partido, necesita descansar. No sospecha que la prudencia y la suerte le salvaron la vida.
Una hora y cincuenta minutos más tarde, Natalie apaga el televisor. Suelta un bostezo mientras lava el tazón y lo deja en la encimera. Sube para revisar que Bobby esté dormido. Entreabre la puerta de la habitación del niño, la franja de luz del pasillo ilumina parte de la cama. Bobby está boca arriba. La sabana sube y baja al ritmo de su respiración. La niñera cierra la puerta con lentitud, procurando no hacer ruido.
Regresa la sala de estar y va apagando las luces. En su camino de vuelta arriba para descansar en la habitación de huéspedes, escucha un golpe. Se congela. La chica está a mitad de la escalera. Suenan dos golpes más. Vienen de la puerta del frente. ¿Quién toca a esas horas? Piensa que tal vez Frank cambió de opinión sobre quedarse. Regresa sobre sus pasos y camina a la puerta. Observa por la mirilla, pero lo único que le regresa la mirada es la noche y la soledad. Se asoma por las cortinas de la ventana para asegurarse que los posibles bromistas se fueron. Junto la acera alguien estacionó una furgoneta gris encendida. ¿Quién la dejó allí y para qué? No tiene matricula.
Un crujido fuerte rompe la quietud. Natalie capta al instante de donde viene y corre a la cocina. La puerta que va al patio vuelve a ser empujada. Con una nueva embestida la cadena del cerrojo se parte y el viento helado irrumpe. El color abandona el rostro de la chica. La oscuridad de la cocina pareció poblada. Oye pasos, personas respirando, un aliento en su nuca. Se apresura a presionar el interruptor en la pared más cercana y la luz regresa. Mesa; cocina; nevera; alacena; lavamanos que gotea; encimera con el tazón arriba. Nada cambió. Eso le trae una pizca de alivio efímero. Camina hasta la puerta y extiende una mano para cerrarla. Entonces lo ve allí de pie...
Las luces de las casas vecinas revelan en el patio una figura de ropas oscuras, con su identidad cubierta por una máscara de conejo azul hecha con plástico barato. Entre las manos enguantadas carga un mazo de hierro. El desconocido da un paso al frente.
Natalie despierta de la parálisis del miedo y propina un portazo. Descuelga el teléfono de pared y corre a la sala. Su mano temblorosa le dificulta marcar el 911. Mira a la cocina, desde allí el conejo asoma la cabeza. Natalie abre la boca para gritar, pero una mano le cubre los labios y azota su cabeza contra un recuadro de la familia Samberg. El cristal estalla y se le encaja en la sien. Todo se vuelve rojo.
El destino de Natalie Parker quedó zanjado. Vayamos con una persona que aún guarda posibilidades de tener una vida.
En el piso superior Bobby despierta por el alboroto. Mira la puerta del dormitorio. La luz del pasillo se filtra debajo. Oye ruidos extraños. Un pataleo. Algo se rompe. Golpes contra las paredes. El niño se sienta. Cree que tal vez Natalie dejó el televisor encendido. El alboroto cesa. Pasan un par de minutos en donde espera oír la voz de su niñera, pero nada. Capta pasos lentos, cautelosos, sin apresurarse ni detenerse. Bobby distingue el ruido de las puertas abriéndose con lentitud, como si aquella presencia buscase algo en las habitaciones. Los pasos suenan cada vez más próximos. La sombra de dos pies interrumpe la luz del pasillo. Bobby siente un escalofrío, se echa la frazada sobre la cabeza y gira a la pared. Cierra los ojos y esconde el rostro entre sus manos. El pomo gira y tras un click la puerta cede con un chirrido. La presencia avanza hasta quedar al lado de su cama.
—¿Natalie? —Pregunta Bobby en voz muy baja. De inmediato se arrepiente de abrir la boca y desea que el hombre del saco fuese malo de oído.
Pero el hombre escuchó.
—Silencio —El tono es suave, juvenil, el de cualquier muchacho que te encuentras por la calle y te pregunta las direcciones. —Despertarás a los vecinos. Eso no sería educado.
Bobby obedece. Tuvo la corazonada de que, si enoja al desconocido, algo malo pasará. El colchón se inclina por el nuevo peso. Los dedos de una mano enguantada acarician la cabeza del chico a través de la frazada. Lo hizo con cariño, la calidez de una mano amable.
—¿D-Dónde está Natalie? —Bobby trata de sonar tranquilo, pero las palabras le salieron temblorosas.
—Abajo. Somos sus amigos.
—¿Amigos...?
El niño baja la frazada y ladea la cabeza hacia el desconocido. Este anda sentado y le da la espalda, con las orejas de conejo azul sobresaliendo de la cara. Las mascara barata de feria se gira con lentitud hasta encarar los ojos vidriosos del pequeño.
—¿Ella está bien? —Pregunta Bobby.
—Está mal.
El jovencito se estremece. Repara en el mazo de hierro que descansa en las piernas del conejo. Intenta deslizarse fuera de la cama, pero la mano del visitante lo empuja de vuelta al colchón.
—No te levantes. Es tarde.
—Quiero verla.
—Está ocupada con mi compañero. No querrás molestarlo. Él odia a los niños ruidosos y malcriados —Advierte y cubre a Bobby con la frazada hasta el cuello. Acerca el rostro al de niño. El aliento frío y perfumado con licores adormece la nariz infantil y le produce nauseas. —Yo soy más comprensivo.
El conejo se levanta de la cama, con el mazo reposando en su hombro.
—Ve a dormir —Agrega sin mirar al niño y sale de la habitación.
Las luces de la casa quedan apagadas. Una furgoneta ronronea y abandona la calle. Bobby permanece mirando el techo de la habitación hasta caer dormido.
La policía encontró el cuerpo de Natalie Parker la noche siguiente.
