Ranma no me pertenece.

Randuril sí me pertenece y yo me pertenezco a ella.

.


.

.

.

.

.

.

Fantasy Fiction Estudios

presenta:

.

.

.

Un fic escrito especialmente para Randuril

.

.

.

.

.

.

JUSTICIA CIEGA

.

.

.

.

.

.

Shampoo

.

.

.

.

.

.

Era un mediodía peculiar.

Había dejado a su inútil esposo atendiendo el restaurante y este no dijo nada. Normalmente se quejaba, ponía excusas, hacía hasta lo imposible para que ella no saliera sola a repartir los pedidos. Sabía que su esposo sospechaba que le era infiel. ¿Y qué? Él no merecía su respeto, tan solo se había casado con él por cansancio, o para ayudarse a ocultar su nombre en una ciudad abundante de gente, ruido y olores que le eran repugnantes. Lo que hiciera con otros hombres no podía competerle. Con quién ella gimiera o por quién ella se dejara acariciar no era asunto de su incumbencia. Además, un dinero extra siempre le sería útil. ¿Se olvidaba acaso que en su relación ella era la que dominaba y él un mero esclavo, de un género inferior que existía únicamente para servir a la estirpe superior de guerreras?

Atrás quedaron los días en que añoraba las montañas y el aroma de los bosques de bambú. Ahora su único placer era escapar de la hediondez a comida de un restaurante metido en un callejón sin nombre, rodeado de otros locales con mesas atiborradas en el estrecho pasadizo, ocupadas siempre por borrachos ruidosos y hombres que no valían la pena. Porque ni siquiera dinero tenían para estimular en algo su apetito carnal. Sí, a veces lo hacía, aunque no fueran de su agrado o no tuvieran tanto dinero para pagarle, tener sexo casual con algunos clientes la ayudaba a sentirse todavía hermosa. Su cuerpo había perdido flexibilidad y abultado un poco en las caderas, ya no practicaba como antes desde la muerte de su bisabuela, de hecho, ni siquiera entrenaba. Todos sus días los pasaba maldiciendo entre dientes, sacándose de encima a su asqueroso y débil esposo, sudando y revolcándose en manos de desconocidos, con los que era cada vez más difícil conseguir un poco de placer, o mirando el atardecer sobre una ciudad penosamente repleta de hombres débiles.

Pero ella esperaba, era paciente. Tarde o temprano la recompensa llegaría por todos sus esfuerzos y sacrificios. Su plan había sido brillante, sacar del camino a la única molestia real que hacía peligrar el que debía ser su destino. ¿Esconderse?, no significó ningún problema, ella era una guerrera de recursos, la paciencia parte de su entrenamiento. Estaba segura de que tarde o temprano él se olvidaría de ella y volvería a buscar a la mejor. Mientras, seguiría alimentando la espera con pequeños placeres que no la incomodaban del todo…

Detuvo la bicicleta. Era un callejón silencioso, escondido detrás de los edificios que miraban hacia las calles principales, entre cortinas cerradas de locales que habían caído en la quiebra y sobre pastelones desnivelados. Más adelante el callejón estaba cubierto por un techo de láminas de zinc que se cruzaban en diagonal entre dos murallas de hormigón. Agua caía por una tubería pegada a una pared y se estancaba en una posa, rodeada de musgo sobre el cemento. Había una sombra más adelante. A veces se topaba con uno, o un grupo de idiotas que querían probar suerte con ella. Bien, se sonrió, si eran apuestos podría darles en el gusto, sino… todavía podía hacer un poco de ejercicio. La violencia era tan placentera para eliminar el tedio y el estrés como lo otro.

Se trataba de una figura, la silueta oscura de una persona con una gorra cubriéndole la cabeza, con las manos en los bolsillos de una casaca deportiva. Usaba holgados pantalones deportivos que colgaban alrededor de las zapatillas. Era como si toda la ropa le quedara una talla o dos muy grande. La figura, que detenida esperaba y la miraba fijamente, inclinó un poco la cabeza y avanzó.

Ella se sintió inquieta, su corazón latió con fuerza y su piel se erizo de expectación. ¿Era…? ¿Finalmente...? Se relamió y dejó el pedido a un lado y la bicicleta cayó hacia el otro. Cuando la figura misteriosa salió a la luz, el sol se reflejó en los largos mechones rojos que caían por los costados del rostro. Ella ahogó un suspiro.

—¡Ai…!

Calló de inmediato, cuando la desconocida levantó el rostro y se detuvo a pocos metros. Y sus ojos se encontraron. Toda la emoción que había sentido se diluyó en un mar tan frío como los del norte. Su corazón se hizo pedazos tan solo al ver su rostro, su gesto, su determinación.

Todo lo que hizo entonces fue obedecer a su instinto, que le dijo que se pusiera en guardia.

.

.

.

Ella caminó por un largo trecho entre callejones húmedos, marcando el ritmo con sus tacones. La fetidez del orín y del alcohol rancio le provocaba un constante gesto de repulsión. Con las manos metidas en los bolsillos de su largo impermeable gris lideró a su asistente hacia una pequeña parte descubierta, más allá del tejado de zinc. Se había acordonado la zona con cintas y algunos curiosos se asomaban del otro lado del callejón, mantenidos a raya por un oficial de policía. Otros tres oficiales custodiaban el lugar mientras los peritos examinaban la escena del crimen.

—¿Qué tienen? —preguntó la mujer con voz determinada, sin rodeos.

El perito que estaba inclinado sobre la lona que cubría el cuerpo contestó de manera inmediata.

—Wu Zishi, dueña de un restaurante chino a dos manzanas de aquí, casada con un tal Wu Pin. Estaba haciendo una entrega cuando fue interceptada en este lugar por su atacante. —El perito suspiró al dar una mirada al cuerpo, mientras levantaba un poco la lona—. Es una pena, era bonita. Le hubiera invitado una copa.

—¿Puedes dejar tus comentarios retorcidos para otro momento? —lo regañó no por sus palabras, sino por la manera como él miraba el cuerpo mutilado—, estamos ante la víctima de un crimen.

—Sí, inspectora, lo siento.

—No, no lo sientes —respondió en un tono pensativo, concentrada ya en el caso.

—Inspectora, ¿quiere que tome fotografías? —preguntó su escuálido ayudante. Era un hombre tan delgado que el traje le quedaba holgado y la corbata, bien cerrada, bailaba bajo la manzana de adán. Era pálido y con ojeras marcadas.

—Espera, Hikaru.

La inspectora se acuclilló equilibrándose sobre los talones, con las rodillas bien juntas porque usaba una falda formal ese día, y tomó la otra esquina de la lona echándola un poco hacia atrás, examinando más detenidamente el cuerpo. Mientras lo hacía se llevó una mano instintivamente sobre la sortija dorada en la otra, girándola alrededor del dedo. Era un gesto que su asistente Hikaru conocía muy bien de cuando ella pensaba. Se acercó también y asomó por encima del hombro de la inspectora, y al momento su rostro se retorció. Dio media vuelta y trató de alejarse, pero no pudo dar más que dos pasos antes que devolviera todo lo que había desayunado esa mañana.

—¡Gosunkugi, no contamines la escena del crimen! —lo regañó el otro perito.

La inspectora no prestó atención a los ruidosos espasmos que hacía su asistente y siguió examinando el cuerpo.

—No hay signos de violencia sexual, tampoco de que se hubiera utilizado algún tipo de arma cortante, y aún así hay demasiada sangre.

El perito forense meneó la cabeza.

—Parece que utilizó un martillo, inspectora.

—No, no fue un martillo: fueron sus puños.

La mujer irguió la espalda y dio una mirada alrededor. La sangre había salpicado el suelo y las paredes en un radio de varios metros. Había algunos pastelones partidos y una pared de concreto solido se había desmoronado en parte como si le hubieran dado con una bola de demolición. Ella supuso que no fue una bola, por la mancha de sangre en su centro y que se estiraba por toda la agrietada superficie, como un jugoso tomate que fue aplastado con fuerza.

Siguió con atención las líneas dibujadas por la sangre. Recreó mentalmente la brutal escena que había sucedido en ese lugar.

—Ella se defendió bien —murmuró.

—¿La víctima? —preguntó el perito.

—No era una mujer ordinaria, sino una practicante de artes marciales, una muy buena. No todo el daño de este sitio fue provocado por su atacante. Lamentablemente no le valió de mucho su desesperado intento de defenderse. No fue una pelea, sino una masacre.

Los ojos de la inspectora acabaron en una pared, donde una lámina de zinc había caído tras haberse doblado uno de los pilares de acero que sostenían el endeble techo sobre el callejón. La parte más horrible era que la lámina estaba casi pintada del todo con sangre, la que goteaba todavía por su borde. Y en el suelo un pequeño bulto estaba cubierto con otra lona, junto a un oficial que miraba aturdido la escena.

—¿La cabeza? — preguntó la inspectora.

El perito confirmó asintiendo. Hikaru Gosunkugi, que recién había conseguido controlar los espasmos de su estómago, dio una rápida mirada hacia donde observaba la inspectora. Y con el rostro desencajado volvió a darles la espalda para vomitar.

La inspectora se levantó, caminó hasta el pequeño bulto y se inclinó otra vez. Giró el anillo en su dedo unos segundos, como preparándose para lo que vería. Levantó la lona lo suficiente como para mirar lo que ocultaba: la cabeza decapitada de la mujer, con los ojos abiertos en una expresión horrenda del miedo y el dolor que debió haber sufrido hasta el final.

—Me corrigo, esta pelea no fue una masacre, no —dijo la inspectora, al levantar el rostro para mirar el borde ensangrentado de la lámina caída casi sobre ella—. Fue una tortura, una ejecución lenta y dolorosa.

—Inspectora, ¿cómo lo sabe? —preguntó Hikaru.

La inspectora levantó un poco más la lona y le mostró la cabeza a su asistente. El terror del asistente Hikaru Gosunkugi fue superior al asco que sintió, los labios temblaron y apenas pudo murmurar un nombre que le era conocido de algunos años atrás.

—También la reconociste. —Dejó caer la lona sobre la cabeza y se puso de pie—. Su nombre nunca fue Wu Zishi. Y para que una guerrera como ella hubiera perdido de esta manera, el combate debió haber sido prolongado, humillante y cruel. Vamos, tenemos que hablar con el esposo.

—S-Sí, inspectora.

.

.

.

El señor Wu Pin se encontraba tranquilo. No había señales de conmoción ni dolor en su rostro. Sentado a una mesa y con las manos escondidas dentro de las mangas, esperaba taciturno a la inspectora. Los oficiales de policía rodeaban la entrada y uno estaba de pie junto a él. Cuando la inspectora entró tampoco se mostró ansioso, tan solo curioso, mirando hacia la entrada.

La inspectora se detuvo un momento ante el esposo de la víctima. Torció los labios con una pequeña sonrisa y luego ocupó la silla frente a él.

—Hacía muchos años que no te veía, señor Wu Pin —dijo la inspectora revisando su libreta de apuntes. La dejó sobre la mesa, cruzó los brazos y apoyó del todo la espalda en el respaldo de la silla—. ¿O debería llamarte Mouse?

Mouse se tensó. El largo cabello oscuro vibró por el inconsciente movimiento que hizo con los hombros. Entreabrió los labios pero, en lugar de decir alguna palabra, los cerró y luego movió los brazos como si estuviera rebuscando dentro de una de las mangas. El oficial a su lado quiso detenerlo, pero la inspectora alzó la mano para que lo dejara hacer. Al final Mouse encontró lo que buscaba, unos anteojos. Se puso con calma, muy lentamente, para alzar el rostro y encarar a la inspectora.

—Nabiki Tendo, sabía que tu voz me era familiar, aunque tu peinado está distinto.

—Es inspectora Nabiki Tendo de la Policía Metropolitana de Tokio —lo corrigió con una insondable sonrisa.

Mouse asintió y suspiró. Guardó silencio.

—¿Entiendes la situación en la que estás? —preguntó la inspectora Tendo. Ante el silencio de Mouse continuó hablando lo más claro posible—. Tu esposa Shampoo fue encontrada muerta, asesinada en un callejón cercano. La brutalidad del ataque nos indica que fue víctima de otro practicante del arte.

—Ya veo.

Nabiki alzó una ceja.

—Te seré sincera, Mouse, esperaba encontrarme una escena muy distinta al llegar y me siento desconcertada. Y no me gusta sentirme desconcertada.

Mouse comprendió sus insinuaciones.

—Nabiki Tendo…

—Inspectora.

—… no te has casado, ¿verdad?

La inspectora ocultó la mano con su sortija detrás de la otra.

—Eso no te incumbe.

—No es mi intención ofenderte, me disculpo. Lo que quería decir es que… no sabes lo que es casarse con la mujer que has amado toda la vida, para descubrir la realidad, el monstruo que ella era. No me mires así, Nabiki… inspectora Nabiki Tendo —se corrigió—, sé lo tonto que fui. Todos sabían el tipo de mujer que era ella, las cosas que hizo, pero me dejé engañar por mi tonta ilusión. Pero el desprecio, las burlas, los maltratos, todo continuó y empeoró estando a su lado, incluso sus infidelidades… De un momento a otro todo dejó de importarme todo. ¿Lo entiendes? Ya no la amaba, no, creo que le temía y la despreciaba. Su muerte no podría importarme menos. No, de hecho es todo lo contrario: me siento libre, finalmente libre.

—¿Por eso la mataste?

Mouse se rió suavemente.

—¿Deseaba que muriera? Sí, lo deseaba, tanto como tú también. ¿No es verdad?

Nabiki no respondió pero torció los labios y su semblante se tornó duro.

—Lamentablemente no fui yo quién lo hizo, no tuve ese privilegio.

—Me acabas de confesar que tenías un motivo y una oportunidad, pues eres tan bueno en las artes marciales como cualquiera que conocí cuando vivíamos en Nerima —lo acusó Nabiki—. ¿Y ahora debo creer en tu inocencia?

—Nabi… Inspectora Nabiki Tendo —dijo Mouse como saboreando cada palabra—, eres la persona más inteligente que conozco desde que llegué a esta maldita tierra.

—Me halagas —respondió la inspectora sin ningún sentimiento.

—Entonces podrás deducir que yo nunca tuve una oportunidad para haberlo hecho. Tengo un asistente de cocina con el que estuve toda la mañana trabajando, y...

—¿Y?

—Yo nunca fui tan bueno —confesó Mouse cabizbajo—, nunca pude ganarle en una pelea. Si se casó conmigo fue únicamente para utilizarme como su esclavo. Pero nunca tuve ni tendría una mínima posibilidad contra ella. Mucho menos podría haberla asesinado en un encuentro.

Nabiki maldijo en un susurro apenas audible, sabía que él tenía razón.

—Tendrás que acompañar al oficial para prestar declaración en calidad de sospechoso. Una vez se confirme tu coartada podrás quedar en libertad.

La inspectora Tendo se levantó de la silla y giró hacia la entrada.

—Ambos sabemos que hay alguien que podría ganarle con facilidad y que tendría mejores motivos que yo para quererla muerta —agregó Mouse—, ¿de quién crees que nos escondimos todo este tiempo?

La inspectora no respondió y siguió caminando.

—Nabiki Tendo, espera.

—¿Qué quieres ahora?

—Sobre tu hermana, yo… lo siento. De verdad lo siento.

—Lo sé —respondió Nabiki con un tono tan frío que podría haber congelado el infierno.

—No sabía lo que Shampoo y los otros iban a hacer.

—Pero tras saberlo seguiste tras ella como un maldito perro faldero y la ayudaste a ocultarse todo este tiempo.

—Yo…

—Todavía puedo levantar cargos por ocultamiento y complicidad de un crimen no resuelto, ¿lo sabías?

Mouse no respondió, inclinó el rostro y mostró por primera vez un sentimiento real. Estaba abatido, compungido, avergonzado de su propia culpa.

—Tienes razón, Mouse —continuó la inspectora—, tu jamás podrías haberlo hecho. No tienes las malditas bolas para enfrentar a Shampoo, nunca las tuviste en realidad, no eres más que un hombre patético, rastrero y cobarde. Y no te aflijas en justificarte conmigo, porque también sé que no tuviste nada que ver con la muerte de mi hermana. —Llegó a la puerta del local y susurró—… Por eso es que seguramente sigues con vida.

Hikaru Gosunkugi, como una sombra inexistente en esa escena, quedó pasmado y tardó en reaccionar para correr tras la inspectora.

Mouse se quedó en silencio y cabizbajo. Se sacó los anteojos y se frotó los ojos con fuerza, para dejar la mano sobre su rostro avergonzado. Murmuró una disculpa y luego sollozó repitiendo el nombre de Shampo.

.

.

.

.

.

.


.

Lo que no todos saben es que Randuril es una fan de las historias de detectives. Es su género favorito en películas, series, videojuegos, novelas, mangas, etc. En lo que sea. Poirot está entre sus personajes favoritos y ni hablar del mítico Sherlock Holmes.

Es habitual que cuando entro en la habitación la encuentro viendo en la televisión alguna serie del género. Lo primero que le pregunto entonces es ¿ya hay un cadáver? Y ella, con esos ojos grandes y carita de nena impaciente y frustrada me responde: ¡No todavía! ¡Hum!

¿Cómo no amar a una mujer que adora ver espeluznantes escenas de crimen?... Por eso digo, es mi mitad perfecta.

Hoy es finalmente su cumpleaños y lo celebramos con la segunda parte de esta historia dedicada especialmente para ella. Será una semana solo para ella y para todos ustedes que con tanto cariño nos han seguido siempre.

Nos vemos mañana con la siguiente parte.

.

Noham Theonaus