Ranma ½ no me pertenece.

Randuril sí me pertenece y yo me pertenezco a ella.

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Fantasy Fiction Estudios

presenta:

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Un fic escrito especialmente para Randuril

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JUSTICIA CIEGA

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Ukyo Kuonji

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La vida sabía recompensar a los que aguardaban y trabajaban con ardor. Su padre siempre le enseñó que el trabajo duro y los sacrificios traían recompensa. Atrás quedaron sus días con un pequeño restaurante en Nerima, Tokio. Ahora tenía una gran cadena de restaurantes en la región de Kansai y estaba por inaugurar su local más grande y lujoso, en pleno centro de Kioto.

En ocasiones los recuerdos la remordían, como un puñal frío clavado en su corazón y que helaba todo su cuerpo. Pero trataba de olvidarlo con la ayuda del alcohol, los calmantes y una terapeuta a la que, obviamente, no podía decirle toda la verdad. Así que su excusa en cada sesión siempre era echarle la culpa a la difícil atracción romántica que tuvo con el novio de una amiga, a la que apreciaba mucho, por lo que le fue imposible intentar conquistar a ese hombre aún tras la muerte de ella. Sentía culpa, mucho remordimiento, pero a su terapeuta nunca le pudo decir la verdadera razón de ello, que iba mucho más allá que haber amado a un hombre que le era prohibido.

Pero la vida recompensaba a los pacientes.

La noche era maravillosa, cálida y perfecta. No sentía frío como solía sucederle siempre. El vestido de noche lo había escogido con mucho cuidado para aflorar sus encantos femeninos, esos que antes tanto trató de ocultar. La comida era deliciosa, aunque hubiera preferido mejor haber comido en uno de sus propios locales, no podía negar que se sentía agasajada, lejos del trabajo, tan solo permitiéndose disfrutar.

Mucha culpa la tenía el apuesto hombre con el que cenaba.

Un encuentro casual le permitió avivar esa llama que ahora espantaba todo el frío de su cuerpo. Estaba tan apuesto como lo recordaba, no, todavía más. Había perdido ese aire infantil y casi tonto que tenía. Se lo veía seguro de sí mismo, fuerte, poderoso, vestido con uno de esos trajes elegantes con tal soltura que únicamente en una fantasía lo hubiera imaginado así. Además, él era dueño de su propia empresa ahora. ¿Él, un tonto para los estudios y negado para tratar con las personas, dueño de un negocio forjado por sus propias manos? Como la empresaria que ella también era, aquello la hizo admirarlo todavía más.

Él era perfecto, un caballero atento. Lo recordaba un muchacho malhablado y sin modales, ahora era un ejemplo de buen gusto y conocedor de mundo.

Le contó que mucho de ese cambio se debió a su línea de trabajo. Una empresa de seguridad debía a menudo tratar con el mundo de sus clientes, por lo que era una cuestión de adaptarse o morir. Se le veía tan bien, enérgico, incluso alegre. Temió en un principio que la odiara, pero no, él no podía saberlo o haber sospechado la participación que ella tuvo en la tragedia de esa noche en Nerima. A lo más había un aire de tristeza en sus ojos que con una rápida risa trataba a menudo de ocultar.

La cabeza de Ukyo se llenó de vivas fantasías, en la que ella se convertía en la mujer destinada a sanar el corazón de un viudo joven, ardiente y cariñoso. Lo sentía por Akane, pero esta era su oportunidad ahora y estaba decidida a tomarla.

—¿Recuerdas la última noche que estuvimos así? —preguntó él—. Me llevaste a un balcón y me invitaste una copa. Me dijiste que tenías algo importante que contarme, pero nunca lo hiciste.

De pronto el mundo de castillos llenos de rosas en la cabeza de Ukyo se desplomó, como si hubiera estado cimentado en una torre de naipes. Aquella noche, la última noche a la que él se refería, fue durante la tragedia de Nerima. ¿Podía ser que él…?

Pero él levantó la copa en el aire invitándola a brindar, actuando con normalidad, apaciguando sus temores. Ella, aturdida, aceptó intentando mantener la compostura. Las copas chocaron suavemente y el tintineo le recordó a una imagen sucedida mucho tiempo atrás. Miradas llenas de odio y desesperación, gritos, lágrimas, y ella intentando retroceder en la multitud para que nadie la viera. Para que nadie la apuntara a ella. El frío comenzó a tomar su cuerpo otra vez, los pies los tenía tan helados como piedra y los hombros descubiertos los sentía doler como si estuviera en rodeada de nieve, a pesar de que era una cándida noche de verano.

—Ukyo, ¿estás bien? —preguntó él.

Trató de sonreír y asintió torpemente.

—Me enteré de que ibas a abrir un nuevo restaurante aquí en Kioto.

—Sí… Sí, mi padre se encuentra ahora ahí, organizando los últimos detalles.

—Ah, no veo a tu padre desde que éramos unos niños. ¿Y Konatsu, ya no trabaja contigo?

El corazón de Ukyo se paralizó, otra vez, al escuchar ese nombre. Recordó escenas violentas, de Konatsu mirándola como si ella fuera una clase de monstruo. No había tenido que decirle nada, su rostro esa noche, tras la fiesta, la acusó. Konatsu no preguntó nada, pero en sus ojos vio el cambio, la desilución, el dolor, el momento exacto en que un amor prístino moría para siempre.

—No, ya no lo hace.

Comieron en silencio. En realidad, él era el único que comía, con un apetito voraz como si fuera aquel muchacho de antaño. Parecía feliz. Ella ya no podía probar la comida, la sentía tan fría como el resto de su cuerpo. Necesitaba calentarse, rápido, o tomar sus calmantes. No recordaba si los había traído en su cartera, pues para lo único que se había preparado era para una noche de pasión. ¿O acaso no eran ya un par de adultos? ¿Debía sentirse mal por haber planeado con tanta antelación? Ahora se mordía los labios deseando que él la abrazara, pero no por lo que cualquiera pensaría, sino porque ya no podía soportar el frío que estaba por hacerla estremecerse sin control.

—Esa noche… Todavía me da curiosidad saber lo que ibas a decirme —dijo él, sonriente, balanceando suavemente el contenido de su copa delante de su rostro. Probó apenas un poco de vino y continuó—. Sabes, Uchan, entonces estaba muy enojado, llegué a creer que todo fue una excusa de tu parte para haberme alejado de ella. Pero no, no podía ser, ¿verdad? Tú jamás hubieras tomado parte de ese plan. Ella te veía a ti como a una auténtica amiga, ¿recuerdas todas las veces en las que se molestó por ayudarte? No creo que tú, después de todo eso, hubieras querido hacerle daño. Ninguna persona puede ser tan malditamente malagradecida. ¿Me perdonas por haber desconfiado de ti?

Los ojos de ese hombre oscurecieron, como si el azul vibrante de pronto se tornara sin resplandor, opacos y vacíos, a pesar de que le seguía sonriendo. Y su sonrisa por encima de la copa levantada le pareció de pronto escalofriante, como la de un demente.

—Yo…

—Porque el haber hecho algo tan siniestro, distraerme únicamente para que otros le hicieran daño a ella, hubiera sido como… —Balanceó el contenido de la copa con más fuerza, hasta que el licor rozó los bordes a punto de derramar.

—¿Có-Cómo?

—Como si alguien te hubiera alejado intencionalmente de tu precioso nuevo restaurante, dejando desprotegido a tu querido padre y expuesto a que alguna cosa mala pudiera sucederle… Es una lástima, nunca tuve nada contra él, pero Akane también era inocente. ¿No lo crees, Uchan?

Ukyo ahogó una exclamación. Su rostro palideció y de pronto se sintió envuelta en un frío insoportable. Aplastada por un rostro que la miraba, pero ese rostro ahora era una mascara blanca, con una sonrisa vacía, con dos oscuros agujeros en lugar de ojos.

El teléfono de ese hombre sonó. Dejó la copa en la mesa y lo contestó hablando con fuerza.

—¿Qué cosa?... ¿Ya está hecho? ¡Maldición, eso es perfecto! ¿Y gritó mucho, lo hiciste chillar como a un maldito cerdo como lo ordené?

Cada palabra caía como una piedra pesada sobre el corazón de Ukyo. No quería preguntar, no quería decir nada, no quería que él recordara que ella existía, porque de pronto le temía tanto como si ese hombre se hubiera transformado en la encarnación misma de la muerte y su justicia. Pero de pronto pensó en su padre y sus labios temblaron, trató de hablar pero fue incapaz de decir una sola palabra. El frío la estaba devorando hasta hacerla perder la sensación sobre todo su cuerpo.

Y, sin embargo, su cuerpo reaccionó sin habérselo ordenado. En una mezcla de pavor y ansiedad, ella saltó de la silla y corrió entre las mesas de los clientes que la miraron sorprendidos, directo hacia la entrada. Solo vio risas en máscaras blancas, agujeros en lugar de ojos, monstruos de los que ella quería escapar.

Papá, papá, papá…

Era lo único que repetía en su cabeza. La única razón por la que todavía tenía fuerzas para moverse, para correr, para volver a su restaurante lo más rápido que pudiera.

Corrió entre calles atestadas de gente. Mujeres en kimonos, hombres ataviados con yukatas o trajes elegantes, niños jugando en la calzada, para ella todos eran iguales: sombras oscuras con máscaras blancas y sin ojos, monstruos deformes que la repudiaban al pasar, asustadas de ella. De ella, la más fea y monstruosa criatura de todas.

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El restaurante estaba en llamas como una antorcha encendida en mitad de la noche. Jamás halló a su padre ni a ninguna otra persona en su interior. Todo lo que encontró fue un local vacío y apestado a gasolina. No demoró en darse cuenta de que era una trampa, cuando una chispa fue seguida de un ruido como el de una tela rasgándose. El fuego prendió tan rápido que ni siquiera tuvo oportunidad de escapar, tampoco de reaccionar o pensar.

Se quedó de pie entre las oscuras mesas, las elegantes sillas, los hermosos manteles, en el centro de un piso pulido como para celebrar una boda. Observaba embelesada el fuego rodeándola, dibujando caminos, las llamas subiendo por las columnas de madera y apoderándose de las vigas del techo. Una grande se desplomó delante de la entrada, otras cayeron desgarrando paredes y ventanas, aplastadas bajo el peso del balcón del segundo piso.

Estaba en el centro de un espectáculo dorado y resplandeciente.

Por un momento tuvo la ocurrencia de imaginar que nunca se vio tan hermoso su local, como si de verdad fuera a celebrarse una boda, su boda, tal como la había soñado siempre. Como fue la boda de Akane Saotome, la mujer a la que siempre envidió. A la que ella ayudó a matar.

Cayó de rodillas al comprender toda la verdad, agitada, tosiendo por culpa del humo. Se agarró la cabeza con ambas manos y sintió que su cabello ardía por el sofocante calor.

—Yo lo hice, ¡yo lo hice! —gimió con el rostro bañado de lágrimas y manchado de cenizas—. ¡Yo lo hice, perdóname, yo la traicioné!

No merecía el éxito que estaba teniendo, ni disfrutar de una gran prosperidad. Porque todo lo había cimentado sobre la muerte de una mujer inocente, una que la había tratado siempre como a una amiga. Ella, que había conspirado para asesinarla, no merecía ser feliz.

Al levantar los ojos vio el fuego casi alcanzándola, cerrando su abrazo alrededor de ella. En un arrebato de cordura trató de incorporarse. ¿Qué estaba pensando? ¡Tenía que correr, escapar, salir de ahí a cómo de lugar!

Giró en dirección de la entrada y vio, entre los escombros y por encima de las llamas que abrazaban a la viga caída, una figura de pie del otro lado del umbral.

Era él que la observaba desde el exterior.

El fuego resplandecía como la chispa de la felicidad en sus ojos y sonreía con una paz inigualable al verla a ella en esa situación. Tenía además una copa en la mano a medio llenar de champagne. No era una copa cualquiera, tampoco una de las del restaurante donde acababan de cenar juntos. Era una copa idéntica a la de aquella noche.

Los ojos de Ukyo se abrieron en un gesto de terror. Sí, era una copa idéntica a la de esa noche, llena de licor de un color dorado igual al que acabó con la vida de Akane.

Y él alzó la copa en alto como invitándola a brindar.

Ukyo cayó otra vez sobre sus rodillas, los labios temblando entreabiertos, las lágrimas formaban dos líneas sobre las mejillas por el maquillaje corrido y el hollín. El fuego se alzó impidiéndole ver más allá de un metro. Cerró los ojos.

El infernal calor ya no la molestaba, por el contrario, se sintió finalmente libre del espantoso frío.

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Hikaru Gosunkugi detuvo el automóvil frente a un viejo edificio de departamentos de dos pisos, con un balcón delante de las puertas del piso superior que acababa en las escaleras que daban directamente al patio.

—Inspectora, ¿está segura de querer...?

La inspectora no le dio tiempo de acabar la pregunta, ya había abierto la puerta y puesto un pie afuera. Cerró la puerta tras ella y de pie en la acera aspiró una bocanada de aire frío de la mañana, con las manos en los bolsillos del impermeable. Hikaru la imitó saliendo por el otro lado del automóvil. Tembló por el frío y comenzó a hurgar en uno de sus bolsillos.

—Te dije que no fumes, me desagrada —advirtió ella.

—Lo olvidé, lo siento mucho, inspectora.

La siguió cuando ella se movió rápidamente hacia las escaleras y subió con pasos firmes, siempre con las manos en los bolsillos. Por la manera como ella movía la mano en el bolsillo, el asistente supuso que otra vez estaba girando su sortija.

Hikaru la observaba siguiéndola un metro más atrás, con una mezcla de reverencia y temor. Ella era la más joven en haber ascendido al puesto de inspectora. Había cambiado mucho de la despreocupada y astuta jovencita a la que todos temían en preparatoria. Ahora acostumbraba a vestir de acuerdo a su papel, casi siempre con traje de dos piezas, zapatos de tacón bajo e impermeable que en ocasiones llevaba abierto para que se viera mejor la placa que colgaba del cuello, porque no le gustaba perder el tiempo con presentaciones inútiles. Se había dejado crecer el cabello desde la preparatoria, más como si no le importara llevarlo de la manera que fuera, y ese día se lo había tomado con un broche detrás de la cabeza.

La inspectora Tendo se detuvo delante de una puerta y dio una rápida mirada al número para confirmar que era la correcta, antes de levantar la mano para golpear. Pero la puerta se abrió antes.

Había una joven mujer de no muy buen aspecto mirándola fijamente a los ojos.

—Te escuché llegar, señora Nabiki —dijo la mujer con voz trémula.

—Es inspectora Tendo —la corrigió al instante—, ¿puedo pasar?

La mujer apenas parpadeó, como si todavía estuviera intentando entender cada palabra con una lentitud mental irritante. Al final asintió, dio un paso atrás y despejó el camino de la entrada.

El interior del departamento estaba pulcramente ordenado, dentro de lo que se podía esperar por la cantidad de cosas que allí había, que colgaban de las paredes y se apilaban sobre los escasos muebles. Lo que más llamó la atención de Hikaru, que entró tímidamente siguiendo a la inspectora, eran los vistosos y provocadores vestidos con lentejuelas que colgaban de una percha del lado de la ventana.

Hikaru se detuvo ante una mesita sobre la que había un par de carteras de marca costosa y un montoncito hecho con brazaletes, aretes y anillos que parecían tener joyas auténticas.

—Son regalos de mis clientes —aclaró la mujer al notar su curiosidad.

—¿Clientes?

Ella se encogió de hombros.

—Sí, clientes, trabajo en un club nocturno en Shibuya.

—Lo siento.

—¿Y por qué? —La mujer no parecía enfadada, sino que confundida—. Es un buen trabajo, la paga es más de lo que merezco y la gente muy amable, siempre me hacen presentes.

Hikaru sonrojó. A pesar del aspecto demacrado y de los ojos hinchados, esa mujer era muy hermosa. Su piel era suave y pálida, el rostro armonioso como el de una famosa idol, y la amplia camiseta que usaba cómodamente a modo de vestido en casa le daba un aire seductor.

La inspectora no prestó atención a la conversación de los dos y dio una crítica mirada alrededor. El departamento era un espacio rectangular, un monoambiente con una pequeña puerta lateral para el baño. La cocina estaba contra una pared opuesta al closet, donde supuso se guardaba la cama. El tatami era viejo pero estaba bien cuidado y el aparente desorden se debía únicamente a la falta de espacio, pero todo estaba limpio y de alguna manera en su lugar aunque apilado a veces. Se paseó por delante de la cocina, estaba tan limpia que sintió envidia, ella nunca tendría esa pulcritud y la hizo recordar más a su hermana mayor. Entonces dio una mirada al periódico extendido sobre la mesa. La dueña de la casa lo estaba leyendo antes de que llegaran y pudo ver que lo tenía abierto en una noticia en particular.

—Konatsu, lamento tu pérdida —dijo.

La mujer, que hasta ese momento intercambiaba algunas palabras amables con el inusitadamente entusiasmado asistente, se paralizó. Por un momento su mirada se perdió en la nada y los labios temblaron inconscientemente. Los cerró con fuerza, recuperándose, y encaró a la inspectora, aunque notoriamente nerviosa.

—No sé de lo que hablas…

—Lo sabes —la interrumpió— y supones bien que esa fue la razón por la que vine.

—Yo no supongo nada.

La inspectora torció los labios en un gesto de impaciencia.

—No estoy investigando la muerte de Ukyo, si es lo que crees, Kansai está muy lejos de mi jurisdicción —aclaró.

—Lo sé —respondió ella.

La inspectora frunció el ceño.

—Cuando te interrogaron durante el caso de mi hermana...

—No sé nada.

—… declaraste que Ukyo era inocente.

—No lo recuerdo.

—Que ella no sabía sobre el plan para envenenar a Akane.

—Fu-Fue hace mucho tiempo.

—A pesar de que mi cuñado creía lo contrario…

—No… ¡Silencio!... No quiero hablar más de la señora Ukyo.

El silencio se apoderó del departamento. Konatsu respiraba agitada. El asistente Hikaru estaba con las manos en alto, nervioso y preocupado, pero incapaz de confrontar a la inspectora para defenderla. Nabiki se mantuvo erguida, con las manos en los bolsillos, con la línea de luz que entraba por la ventana cortando en diagonal su rostro, quedando la sombra sobre sus ojos.

—Años atrás eras extremadamente leal a Ukyo, tanto que estabas dispuesta a ser explotada por ella o seguirla al mismísimo infierno. Pero después de la muerte de Akane ambas se distanciaron misteriosamente —habló la inspectora Tendo muy lentamente—. Permíteme que te diga lo que creo: conociendo lo mentalmente débil que era Ukyo, no esperaría a que pudiera mantenerse calmada después de cometer un crimen.

La inspectora se tomó el tiempo de caminar hasta la mesita. Se sentó en el tatami con las piernas bien juntas por la falda. Apoyó los brazos en la superficie y entrelazó los dedos. Frotó su sortija suavemente, volviendo finalmente los ojos a Konatsu, que guardaba un silencio culpable.

—Seguramente te lo confesó para aliviar el peso de su conciencia —continuó—, porque ella sabía que eras la única persona que jamás la delataría, alguien tan tonto como para seguir enamorado de ella después de lo que hizo. Pero al pasar los días, o las semanas, comenzaron a haber roces. Debe ser muy difícil lidiar con una mujer que no muestra ningún signo de arrepentimiento, teniendo tú la moral de un inocente monje, ¿no te parece?

—Yo… dije todo lo que sabía.

La voz de Konatsu se quebró dolorosamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Puedo imaginar que entonces intentó calmarte, apagar tus deseos de hablar, incluso pudo haberte… seducido.

La mujer reaccionó con violencia, empujó al asistente Hikaru y metió las manos bajo el cerrito de alhajas, collares y joyas. La sacó igual de rápido tirando las piezas por doquier y la extendió hacia la inspectora.

Tres rápidos kunais apenas se vieron como un resplandor plateado. Dos se clavaron en la mesa junto a la manga de la inspectora y una en el tatami, pues pasó rozando su cabeza. Pero la inspectora Tendo ni siquiera parpadeo, se mantuvo incólume, mirándola fijamente con una sonrisa triunfal.

—Pero ella no te amaba y tú seguías sintiéndote culpable, en una situación así incluso el sexo puede convertirse en una maldita tortura —agregó la inspectora Tendo con una frialdad estremecedora—. Discutieron, quizás más de una vez. Le pediste que confesara todo pero se negó y se separaron. Prometiste no verla jamás, te convenciste de que ese sería tu castigo, por haberte convertido en su cómplice, por ser incapaz de dejar de amar a una asesina. ¿Pero qué sentiste cuando la mujer a la que dedicaste tu vida y tus pensamientos parecía haber seguido adelante mientras que tú, aplastada por la culpa, desapareciste en la más vergonzosa marginalidad? ¿Era eso justo?

Konatsu tembló y empuñó las manos con fuerza.

—Dime, Konatsu, ¿quién más lo sabe?

—Yo…

—¿A quién más le dijiste la verdad?

—Yo… no… —la mujer se mordió los labios y estos sangraron.

—¿Quién vino aparte de mí a confirmar lo que tú y yo sabemos? Que Ukyo Kuonji mintió en su testimonio, que ella sí participó en la conspiración que asesinó a mi hermana. ¿A quién se lo contaste?

—Yo…

—Primero ayudaste a encubrir la Akane, ¿y ahora proteges al asesino de Ukyo?

—¡Basta! —gritó Konatsu con todas sus fuerzas—. ¡Ya basta!

Cayó de rodillas y se hizo un bulto con la frente pegada al piso. Lloró a gritos y las lágrimas comenzaron a formar una mancha húmeda en el tatami, mientras no dejaba de repetir y murmurar el nombre de Ukyo junto a algunas palabras ininteligibles.

La inspectora la observó en ese estado y con un gesto de la mano le negó al asistente Hikaru que la ayudara. Se levantó, sacudió un poco su falda y caminó hacia la salida.

—Si por casualidad llegaras a recordar algo útil, puedes llamarme.

Dejó caer su tarjeta al piso, al lado de la cabeza de la temblorosa Konatsu que no paraba de retorcerse en su inconsolable llanto. Entonces los ojos de la inspectora se afilaron, mirando su propia tarjeta en el piso, como si de pronto hubiera tenido una idea. Luego hizo un rápido recorrido con los ojos por todos los mueblecitos cerca de la puerta. En uno habían apiladas cuentas, papeles y varias tarjetas de visita. Disimuló que iba a salir y su mano movió las tarjetas de los clientes de Konatsu. Vio una en particular, la tomó y guardó en el bolsillo.

—Vamos, Hikaru.

—Pero, inspectora, ella podría necesitar…

—Muévete —ordenó con más fuerza.

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Una vez dentro del automóvil ambos oficiales de la ley guardaban silencio, sumidos cada uno en sus pensamientos. La inspectora Tendo giraba la tarjeta en su mano, mientras que Hikaru Gosunkugi no dejaba de mirar hacia la puerta del departamento de Konatsu.

—No va a funcionar —advirtió la inspectora al adivinar los pensamientos de su asistente.

—¿Inspectora?

—Konatsu es en realidad un hombre, y únicamente le gustan las mujeres aunque no lo aparente. Ahórrate una desilución y arranca de una vez, tenemos trabajo que hacer.

—Pero, yo no, ¿de verdad ella es…? —Ante la mirada que le dedicó la inspectora, cerró la boca y giró la llave encendiendo el motor—. S-Sí, inspectora, lo que usted diga.

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Iba a escribir una nota sobre otro tema, que como habrán notado están dedicadas a Randuril y todo lo especial que es la vida junto a ella, pero esto me pareció más divertido y actual:

Estábamos hoy de compras en el supermercado. Yo llevaba el carro y ella a mi lado tomada de mi brazo, como acostumbramos a andar siempre. Nuestras conversaciones son muy extrañas, saltando entre temas inconexos que sería difícil de explicar o repetir. Ya habíamos decidido que no se nos quedaba nada en la lista mental de compras cuando, al cruzar frente a un pasillo, ambos giramos las cabezas, dando una rápida mirada por sobre el hombro, y las volvimos al frente al mismo tiempo para seguir hablando como si nada hubiera sucedido.

Alcanzamos a dar dos pasos y nos detuvimos. Y exclamamos al unísono: ¡el queso rallado!

La sincronización de una pareja casada suele ser algo divertido. Mientras ella corría a buscar lo que faltaba y yo la esperaba, no pude evitar pensar que la felicidad está construida por esos pequeños momentos, situaciones cotidianas como las que normalmente me gusta escribir. Y ver aquello me hizo darme cuenta de que lo que antes únicamente podía imaginar, como en La esposa secuestrada, ahora me sucedía a mí en la realidad. (Sobre la verdadera esposa secuestrada les contaré en una nota siguiente).

Seguimos celebrando que ayer fue el cumpleaños de Randuril con este fic que durará, creo, hasta el fin de semana. Nos vemos mañana, mis queridos amigos.

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Noham Theonaus