Ranma ½ no me pertenece.
Randuril sí me pertenece y yo me pertenezco a ella.
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Fantasy Fiction Estudios
presenta:
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Un fic escrito especialmente para Randuril
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JUSTICIA CIEGA
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Epílogo: Hikaru Gosunkugi
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Era un hombre cautivador. Ojos azules, cabello largo atado en una larga trenza, manos grandes y aparentemente fuertes. Pocas veces veía a personas tan interesantes entrar en la florería y, para su mala suerte, estaba casado.
Akane Tendo aprovechó un momento en que fue a traer los ramilletes de pensamientos de la bodega de atrás, una tarea que no le llevaría más que unos segundos, para tratar de calmarse. Se dio dos suaves palmaditas en las mejillas. ¿Qué le estaba sucediendo?
Al volver al mesón lo encontró todavía paseándose entre los cestos de flores y la parte donde tenía los pequeños ramos ya armados. Se movía con una lentitud desesperante, y cuando ella le preguntó si necesitaba ayuda, él la miró, sonrió y respondió con un endemoniado tono grave que le produjo un intenso escalofrío.
—Solo estoy escogiendo un ramo, no te molestes.
Estaba vestido con un elegante traje oscuro y camisa blanca. Los zapatos negros producían un rítmico traqueteo cuando se movía por el silencioso local. El cuello abierto de la camisa revelaba una manzana de adán pronunciada, madura, que subía y bajaba siguiendo los murmullos que él hacía, como si pensara en voz alta mientras intentaba decidirse, haciendo gestos con el rostro. Se había abotonado apenas un botón de la chaqueta y el borde estaba levantado porque llevaba una mano en el bolsillo del pantalón. La otra mano la usaba para tocar las flores mientras las examinaba. Ella tuvo al principio la urgencia de advertirle que no maltratara las flores, pero se abstuvo, cuando lo vio hacerlo con tanta delicadeza que más le pareció una tierna caricia.
Esos dedos grandes y que temió demasiado fuertes para las flores, los deslizó sutilmente por el borde de cada pétalo. Por un fugaz instante ella imaginó que la suave textura del pétalo era su piel y volvió a sentir un estremecimiento. Más que una sensación, como si su cuerpo pudiera recordar algo que su mente no.
Se regañó en sus pensamientos por la vergonzosa idea que tuvo y meneó inconscientemente la cabeza negándose a esa posibilidad: él estaba casado.
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Hikaru Gosunkugi detuvo el automóvil en la vereda opuesta frente al bloque de económicos departamentos de dos pisos. Se bajó y cerró la puerta. Sacó un cigarro y lo encendió. Dio una aspirada y exhaló después una gran bocanada de humo. Apoyó los codos sobre el techo del automóvil, descansando su cuerpo en el vehículo y con una mano sobre su cabello se quedó mirando hacia una puerta del segundo piso, la de Konatsu. Se llevó el cigarro a los labios, dio otra fuerte aspirada como si quisiera consumirlo muy rápido. Exhaló otra vez, se frotó el cabello con fuerza y se irguió. Tiró el cigarro sobre una pequeña poza junto a la calle. Había llovido toda la semana y recién ese día se podía ver el cielo despejado, detrás de los grandes agujeros que dejaban las nubes grises. El aire frío le produjo un estremecimiento, porque ese día andaba de traje y olvidó el abrigo. Movió su delgado cuerpo en dirección de la entrada al patio del edificio, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, la que no era capaz de darle forma a un cuerpo tan delgado y desgarbado. Los pantalones bailaban alrededor de tan delgadas piernas, pero eran ajustados en el largo y dejaban ver los tobillos y los calcetines. Miró la escalera como si fuera una tarea titánica la que iba a emprender y, compadeciéndose de sí mismo, apretó los dientes y subió escalón por escalón. Era consciente de cada uno de sus pequeños movimientos, estaba despierto, en extremo despierto ese día, y lo lamentaba. Le hubiera gustado a veces ser menos consciente de las cosas, observar poco, no entender los pequeños acertijos que la gente normal dejaba pasar. Seguramente era el precio de haber sido un introvertido desde que tenía memoria.
A veces deseaba saber mucho menos.
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Akane continuó observándolo, dejándose sumergir por el aire de misterio que rodeaba a ese hombre. El sonido de los tacones golpeando el piso, de su respiración y de sus pequeños murmullos, el de los dedos acariciando las superficies que parecían ser aumentados por el absoluto silencio que ella no quiso atreverse a interrumpir. Aquella mezcla entre los movimientos de la mano con los sonidos que producía, de pronto la envolvió en una sensación soporífera, mientras que un extraño placer inundó su cuerpo y el cabello se le erizó desde la nuca, como un cosquilleo que iba en aumento y que la hizo contener el aliento.
Cerró los ojos deseando aferrarse a esa sensación. Fue más consciente de los pequeños sonidos, del aire frío que la envolvía y refrescaba la sensación febril de su rostro, de su propio cuerpo balanceando su peso de un pie al otro, de los murmullos y del sonido de la ropa cuando él movía su brazo y su mano.
El cosquilleo placentero la envolvió del todo. De pronto pudo recordar una cortina meciéndose suavemente sobre su escritorio, en un día de verano, cuando apenas tenía dieciséis años. Trató de concentrarse, cuando una extraña sensación de déjà vu la desesperó, como si quisiera recordar algo, lo que fuera. Pero nada vino a ella y se sintió frustrada. Otra vez.
Hacía mucho tiempo que se había rendido con tratar de recordar. Sus hermanas le dijeron que había sufrido un terrible accidente y todavía intentaba juntar los fragmentos perdidos de su vida. Pero nada, no había nada que pudiera recordar. Todo lo que sabía de sí misma era el haber sido una mujer común y corriente, que había acabado la preparatoria y pasó por la universidad únicamente porque era lo natural, pues no había tenido ningún plan en especial hasta que el accidente truncó sus estudios, o eso le dijeron. Habían muy pocas fotografías, apenas algo de ropa y un par de cajas con sus antiguos textos de estudios, era todo lo que tenía cuando dejó el hospital. Se perdió en un incendio, dijo una de sus hermanas; lo donamos a la caridad cuando creíamos que no te recuperarías, explicó la otra con una frialdad escalofriante. Esas pequeñas contradicciones siempre le levantaron sospechas e incluso la hizo dudar de su identidad, sentir auténtica paranoia, de que sus hermanas le estuvieran ocultando algo. Pero sus preguntas chocaron con el auténtico dolor en los ojos de su hermana mayor, una mujer que nunca dejaba de sonreír ante todo, por lo que se dio por vencida. No quería hacerla sufrir y la amaba. Sí, amaba a su hermana mayor, de eso estaba segura, por lo que decidió confiar en ella. Con su otra hermana no era lo mismo, la amaba también, su corazón no mentía, pero había algo en su mirada, una sensación extraña como de temor o cuidado constante que no le agradaba.
Aunque acalló sus preguntas con el pasar del tiempo y acabó por actuar como si aceptara sus explicaciones, seguía dudando en su interior. Ni siquiera podía recordar a qué universidad asistía o qué materias cursaba, tampoco lo que le gustaba o planeaba hacer con su futuro. Aquellas pocas fotografías que tenía, en las que aparecía una chiquilla de primer año de preparatoria, viviendo en una enorme casa vacía junto a sus hermanas y su padre viudo, no le decían absolutamente nada. Nada, nada de nada, todo era un total vacío en su memoria.
Al mirar esas fotografías más interés tenía por la casa que en los rostros de las personas que ahí aparecían: le gustaba mirar las paredes, el piso, el techo, cada rincón que le despertaba la extraña sensación de que una pieza muy importante faltaba. ¿Pero qué? Tampoco pudo visitar su vieja casa, le dijeron que la habían vendido hacía mucho tiempo.
Lo último que recordaba de su vida pasada era su odio por los chicos idiotas que la molestaban en la escuela, su amor infantil por el ahora esposo de su hermana mayor, una tontería de adolescente de la que ahora se avergonzaba, y su constante obsesión con entrenar y sentirse más fuerte. Seguía entrenando, corriendo cada mañana por el parque y ejercitándose en su pequeño departamento, más por un hábito que por el deseo real de hacerlo, quizás por una especie de recuerdo muscular imprimido en su cuerpo. O porque quizás creía que en algún momento, siguiendo su supuesta antigua rutina, recordaría lo que seguía después. Eso que seguía después y que todo su cuerpo le decía que faltaba… Pero ¿qué era?
Aún así, estaba feliz de poder finalmente moverse con libertad, había pasado mucho tiempo en el hospital, después de arduas terapias en las que debió aprender a contener sus temblores, controlar otra vez su cuerpo e incluso caminar con seguridad. Fue agotador, doloroso, frustrante, derramó lágrimas cuando le era imposible hacer algo tan sencillo como tomar un vaso de agua sin derramarlo todo. Pero ella era fuerte, se lo decía a sí misma, y salió adelante. Quizás nunca recordaría lo que le sucedió en realidad o quien ella había sido, pero estaba viva y era ya una mujer independiente.
Uno de los muchos tratamientos alternativos que probó para superar los dolores, las jaquecas y la angustiante sensación de pérdida, fue la aromaterapia. Se acabó enamorando de los aromas que la ayudaban a relajarse y, lo más importante, descubrió que aunque hubiera olvidado todo, en realidad todavía podía recordar cosas abstractas: sensaciones, aromas y emociones. Los aromas la ayudaban a rescatar sentimientos, si bien no los entendía al no tener contexto de lo que había sucedido, se sentía feliz de que todavía estaban ahí: nostalgia, escalofríos, calor, dulzura, comodidad, seguridad, ansiedad, rabia, candor e incluso una misteriosa sensación de ardor en las noches, aferrándose con fuerza a la almohada, cuando la salpicaba con gotitas de aroma a hojas de arce, pino y cerezo. La combinación del aroma de los árboles y el de las cenizas la inundaba siempre de una extraña sensación que aceleraba su corazón. ¿Sería que le gustaba acampar en el pasado? No lo sabía, no parecía que ella fuera de ese tipo de persona que le gustara viajar de un lugar a otro, pero en realidad no era como si supiera lo que antes le gustaba. Aunque el aroma de los bosques y la humedad siempre le llamaba poderosamente la atención, casi como si en su mente pudiera ver ciertos colores, formas y texturas. Se sentía cobijada, como si alguien la abrazara con fuerza y la levantara en el aire. Le gustaba, porque era todo lo que quedaba de una vida olvidada y se aferraba a ello con locura.
La florería fue su respuesta, la manera de seguir con su vida y a la vez estar rodeada de aromas y sensaciones que la ayudaban, que parecían susurrarle al oído fragmentos de su vida perdida. Pero nunca pudo recordar nada en realidad y terminó aceptando la pérdida con mucha tristeza, como si estuviera de luto por aquella mujer que se suponía había sido y que murió de verdad junto a sus recuerdos el día del accidente. Y que ella era en realidad una intrusa ocupando ese cuerpo, una desconocida para sí misma.
Otra situación que la hacía sentir extrañada era su fuerte rechazo a aceptar las galanterías de cualquier hombre. Ella no era fea, lo sabía, había provocado más de una mirada, accidente y alguna que otra conversación interesante, cuando corría o paseaba en sus días libres. Pero jamás pudo aceptar una invitación a encontrarse de nuevo con alguien, tomar un café, ir al cine, cenar, o siquiera alargar una charla sin que tuviera la imperiosa necesidad de escapar. Al principio lo atribuyó a que su vida no era normal y no podía pensar en nada más. Pero al pasar el tiempo se acostumbró siempre a tener una excusa si alguien la quería invitar a salir o pedía su número telefónico.
En un par de ocasiones se dejó llevar por la plática con algún hombre interesante y albergó la idea de aceptar tener una cita. Pero no se sentía cómoda y al momento experimentaba una dolorosa punzada en la cabeza y en el pecho. Era una mezcla extraña de vergüenza, culpa, tristeza y nervios. Como si estuviera haciendo una cosa indebida.
¿Habría estado enamorada en el pasado? ¿Tuvo alguna vez un novio?
Fue su hermana Nabiki quien le negó aquella idea y le recordó que ella siempre sintió rechazo hacia los hombres, por su espantosa experiencia en la preparatoria. Quizás tenía razón. Quizás, pero...
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Hikaru iba a golpear la puerta, pero bajó el puño al recordar que no era necesario.
La puerta se abrió de todas formas y la hermosa jovencita lo recibió. Vestía otra vez una de esas largas camisetas que usaba a modo de vestido y el cabello humedecido recogido en una larga cola que caía por delante, sobre su hombro derecho. Ella lo observó con sorpresa, pero él no alteró su gesto, ese en que intentaba sonreír afablemente, pero en su rostro demacrado y ojeroso más parecía una penosa disculpa.
—¿Puedo pasar? —preguntó de manera directa.
Konatsu lo pensó un momento. Al final asintió y retrocedió, y la puerta se cerró tras ellos.
El departamento estaba más o menos como lo recordaba, todo en el mismo lugar a pesar de que se trataban de cosas diferentes. Eran otros los hermosos y sensuales vestidos con lentejuelas que colgaban de la pared junto a la ventana. Eran distintas las joyas que formaban un montoncito sobre una mesita cerca de la entrada y otras las costosas carteras de marcas exclusivas apiladas aquí y allá.
Se paseó por delante de un mueble largo en la pared de la esquina opuesta a la de las joyas. Sobre éste, a modo de mesa, había tres cabezas de maniquís con diferentes pelucas. Una de melena corta, otra larga de llamativo cabello plateado y una de pelo oscuro peinado con una trenza corta.
—Las había visto, pero no les presté atención la última vez que estuve aquí —dijo Hikaru. Tomó el cabello de una y la acarició—. ¿Es verdad que las mejores se hacen con cabello natural?
—Sí —respondió Konatsu, de brazos cruzados y un gesto de impaciencia—. ¿La señora Nabiki...?
—Es inspectora Tendo —la corrigió con un dedo en alto. Al momento volvió su atención hacia las pelucas—. Sé que cada una requiere mucho cuidado, casi como si fuera tu propio cabello. Mmm… Se ve que están muy bien tratadas.
—¿A qué viniste?
Hikaru sonrió. Estaba acostumbrado a que en ausencia de la inspectora los testigos siempre se mostraran menos sumisos, más agresivos con él. No era capaz de intimidarlos de la misma manera, pero eso tampoco lo molestaba, pues las personas tendían a bajar las defensas ante alguien que consideraban inferior. Tomó una de las pelucas y la acarició, mientras respondía rápidamente para no ser interrumpido.
—La inspectora está con licencia, tuvo un pequeño accidente doméstico con las escaleras. Ella está bien, solo algo adolorida y necesita descanso, aunque entre nosotros confieso que creo fue más una excusa para evitar el trabajo. —Giró la peluca y buscó la etiqueta. Cuando la halló abrió los ojos, un gesto que escapó de su control tan solo un instante—. ¡Oh, esta marca es muy buena!, y exclusiva también, no se encuentran con facilidad aquí en Japón, debió costar un dineral. —Hikaru lanzó un suspiro de admiración—. Hasta me provoca un poco de envidia. Sé de lo que hablo, porque cuando iba en preparatoria yo usé algunas pelucas también, me consideraba a mí mismo un maestro del disfraz. Modestia aparte, mi interpretación de Akane era casi perfecta, podía engañar al mismísimo Saotome.
El hombre se rió con nerviosa timidez.
Konatsu se relajó al escuchar el comentario casual en un rostro tan ingenuamente ridículo, y se dirigió a la cocina.
—¿Quieres un poco de té?
—Me encantaría pero no deberías molestarte, tan solo vine a hacer algunas preguntas. Una formalidad, nada más, para cerrar el caso.
Konatsu se detuvo y giró apenas la cabeza, lo miró por encima del hombro.
—¿El caso de la señora Ukyo?
Hikaru negó con la cabeza. Observado atentamente por Konatsu dejó la peluca en su lugar, acomodó con mucho mimo los mechones con sus largos dedos y se dirigió a la mesita en el centro de la sala donde se sentó doblando las piernas.
—No, ése no, no tenemos injerencia en un caso que no es de nuestra jurisdicción —respondió tardíamente—. Me refiero al otro caso, el que sí es nuestro, el de la señora shampoo.
—Ah… Pero no lo entiendo, ¿qué tengo que ver yo con eso? Además, creía que ya tenían a un sospechoso.
Hikaru tan solo la observó en silencio. O lo observó. Todavía le costaba creer que bajo el rostro de una encantadora y sufrida jovencita se ocultara un hombre: uno peligroso, entrenado como la mejor kunoichi.
—¿Teníamos? —preguntó el asistente haciéndose el inocente.
Konatsu dudó y tartamudeó una rápida excusa.
—P-Por como la… la inspectora me preguntó la última vez, creía que tenían ya a-a… a alguien en la mira.
Hikaru guardó un incómodo silencio en que la miró detenidamente, antes de responder encogiéndose de hombros.
—Sí, es verdad, teníamos ya a un sospechoso del crimen —explicó con una extraña sonrisa.
La pálida luz que entraba por la ventana cortaba diagonalmente en dos el rostro del asistente, haciendo que su sonrisa pareciera pertenecer a dos personas completamente diferentes, cada una con un gesto e intención opuesto al otro y desconocido.
—Entonces, ¿por qué me vienen a molestar, a mí, otra vez? Yo no tengo nada que ver en ese asunto.
—¿Y en la muerte de Ukyo?
—¡Tampoco! —Konatsu cayó al piso sobre las piernas y en un exagerado arrebato emocional sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡¿Por qué insiste en torturarme?!... Pensaba que tú eras diferente, una persona decente, amable, no como la señora Nabiki.
Hikaru se frotó la nuca en un gesto de nerviosismo y levantó la otra mano para intentar que ella, o él, se calmara.
—Tan solo quiero preguntarte una única cosa y me iré satisfecho, nada más.
—Como si le creyera… —Konatsu hizo un femenino mohín.
Hikaru suspiró y dejó caer los hombros. Aspiró una bocanada de aire y continuó:
—¿Has tenido algún contacto estrecho con Ranma Saotome? ¿Lo conocías muy de cerca cuando trabajabas para Ukyo?
Konatsu al momento dejó de sollozar y miró a Gosunkugi con fiereza. Su rostro se transformó, como si de pronto la jovencita sufrida de hacía un instante se hubiera esfumado, o jamás existió.
—No —respondió en un tono frío, cortante y viril.
—¿De verdad? —Hikaru alzó las cejas, comportándose con normalidad, como si no hubiera notado el brusco cambio de Konatsu—. Mmm… Muy extraño. Creía que desde la preparatoria eran bastante buenos amigos, o a lo menos cercanos, del mismo círculo me refiero. ¿No fue por él que conociste a Ukyo y acabaste trabajando en su restaurante en primer lugar? ¿No hubo acaso una ocasión en que al estar enferma Ukyo, Akane y él te socorrieron ayudándote a atender ese día el local?
—Yo…, sí, está bien, lo conocía. Pero no he sabido nada de él desde… desde ese triste día. —Konatsu suavizó al momento su tono de voz, otra vez femenino, débil, tembloroso como el de una avecilla empapada—. No lo he vuelto a ver.
—Entiendo.
Hikaru sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la chaqueta y la deslizó sobre la mesa.
—¿Reconoces esta tarjeta?
Ella dio una mirada estirando el cuello, como si no quisiera acercarse a la mesa.
—No.
—¿De verdad?, pero me parece que esta tarjeta es tuya, estaba entre tus cosas la primera vez que vinimos y la inspectora la guardó junto a las pruebas del caso. Ahora, ¿cómo es que tienes una tarjeta de presentación de una persona a la que se supone no has visto últimamente?
—Yo… pero… esa... ¡Ustedes la robaron de mi departamento!
—Entonces sí es tuya.
—¡Es ilegal lo que hicieron! Y no pueden asegurar que es mía.
Se observaron a los ojos detenidamente. A Hikaru le pareció notar la escalofriante diferencia entre las dos mitades de un único rostro, en un lado estaba la asustada chiquilla, en el otro una cara muy distinta, una que le provocaba escalofríos.
—Entiendo —repitió Hikaru y guardó la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta. Acción que Konatsu siguió atentamente con sus ojos—, y tienes razón, no puede ser usada como prueba si la obtuvimos de manera ilegal. Pero como te dije en un principio, no estoy aquí para acusarte de nada, sino más bien para saciar una curiosidad personal en un caso que seguramente acabará siendo archivado. Si le dijiste o no a Saotome lo que sabías sobre Ukyo, eso tampoco puede configurar un crimen, un secreto no te hace cómplice de nada.
Konatsu se calmó y relajó la tensión de su cuerpo, abriendo los dedos de las manos que había empuñado con fuerza. Pero no dejó de mostrarse confundido y receloso con el asistente que le seguía sonriendo. Gesto que acentuaba su rostro delgado, ojeroso y demacrado, que lo hacía todavía más inquietante. Finalmente se acercó a la mesa, apoyándose con ambas manos en el tatami para deslizar las piernas juntas, en un movimiento muy tradicional y femenino, como una geisha que se acercaba con sumo cuidado y sumisión a la mesa de su cliente. Y se acomodó con la espalda erguida y ambas manos sobre la superficie delante de Hikaru.
—¿Qué quieres saber entonces? —preguntó con frialdad, como si lo estuviera castigando por su curiosidad.
—¿Y entonces le contaste a Saotome la verdad sobre Ukyo?... No, no, no es eso lo que me interesa. Dime, ¿fue de verdad Ukyo Kuonji cómplice de la muerte de Akane?
—No tengo por qué responder a eso.
—¿Le vendiste esa información a Saotome a cambio de una suma muy generosa, o algo más? ¿O por algún sentimiento de culpa? ¿Venganza quizás?
—¡No! ¡Yo…!
—¡Ah!, yo también estimaba mucho a Akane, no te equivoques —interrumpió Hikaru rápidamente, hablando con fuerza—, y siento que lo que le hicieron fue un crimen monstruoso, que no merece perdón alguno y que los culpables deberían ser llevados a la justicia. Y quizás, de haber estado en tu lugar, de haber tenido la fuerza y las destrezas necesarias, podría haber actuado de la misma manera y seguir creyendo que hacía lo correcto.
—¡No!... Yo no… Si-Sigo sin comprender lo que intentas insinuar.
—Quizás una tarjeta no pueda probar nada, pero estuve rondando durante los últimos días los locales nocturnos de Ginza, donde se suponía que trabajabas. Dicen que ya va un buen tiempo de que no frecuentas esos lugares, que lo dejaste porque te ofrecieron un nuevo puesto en… en una importante empresa de seguridad.
Konatsu guardó silencio y su mirada se tornó peligrosa. El asistente Hikaru se encogió de hombros.
—La ropa, las carteras, las joyas —continuó con esa enervante pasividad que a Konatsu comenzaba a erizarle la piel—, ¿son realmente regalos de tus clientes? Porque algunas parecen ser muy recientes, incluso veo un par que no has sacado todavía del envoltorio, lo que no se condice con tu historia. No cuando ahora sé que tu nuevo trabajo comenzó hace más de dos meses. Dime, ¿es Saotome, el mismo al que se suponía que no veías hacía mucho tiempo…, un buen jefe? ¿Te trata bien?
—Él… —Konatuso apretó los labios y se pudo escuchar sus dientes crujir al apretarlos con mucha fuerza, tensando la mandíbula.
—Por supuesto que no voy a cuestionar los motivos que tuvo para contratarte —continuó Hikaru—, después de todo gracias a la inspectora y a una exhaustiva investigación pude enterarme de tus verdaderas habilidades.
—Él no…
Las palabras se perdieron en un susurro entre labios, cuando la ansiedad de Konatsu chocó con la impasible sonrisa de Hikaru. Tan delgado, enclenque y desgarbado, ojeroso y demacrado, aún así tenía algo en su mirada, en ese gesto que despertaría la lástima de cualquier otro, que la hizo ponerse en guardia, esconder las manos bajo la mesa y apretar los puños sobre los muslos, y apenas resistir un escalofrío.
—Como dije en un principio no tengo intenciones de culparte de nada. El caso está casi archivado ante la falta de nuevas pruebas y tan solo vine a preguntarte por una curiosidad personal, nada más. —Hikaru metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y tras hurgar un momento sacó una pequeña bolsa plástica que contenía un mechón de cabello rojo. Lo depositó sobre la mesa—. Lo encontramos a poca distancia de la escena del crimen, por el callejón donde el presunto asesino o asesina escapó. Varios testigos nos confirmaron que vieron a una mujer pelirroja corriendo a esa hora, con la ropa ensangrentada, en dirección de una calle donde, suponemos, fue recogida por un vehículo particular. Lamentablemente, o quizás ya parte de un elaborado plan, ese cruce no tenía cámaras de seguridad cercanas.
—Una mujer pelirroja, ¿qué estás insinuando?
Hikaru meneó lentamente la cabeza.
—Todo el mundo acusó a Saotome de ese crimen en el departamento, pues no pocos de los que trabajamos ahí lo conocíamos de los días de preparatoria en Nerima. Pero no podemos ponerle un dedo encima, ¿y sabes por qué?... Sí, porque él tiene una muy buena coartada. A esa misma hora Saotome se encontraba en el aeropuerto esperando un vuelo de negocios a Kioto. Tenemos al menos cien testigos y una miríada de videos de cámaras de seguridad captándolo. Pero eso me parece que ya lo sabías.
—No sé nada —dijo Konatsu, en un tono de voz que podría hacer nevar en pleno verano.
—El segundo problema —continuó Hikaru como si no la hubiera escuchado— es el resultado del examen forense de cabello. En este mechón hay a lo menos tres muestras diferentes, de tres personas distintas. De todas formas pedimos al abogado de Saotome que él nos permitiera hacerle una prueba de ADN, sin acusarlo formalmente, a lo que aceptó encantado como si nos estuviera haciendo un favor. ¿El resultado?... Sí, ya lo supones, está limpio. Este mechón no tiene ninguna relación con él. Además, de haberla tenido, ¿cómo probar que un hombre se transforma en mujer ante un juez que no haya vivido en Nerima? Sí, el vaso con agua, pero aún así es una historia difícil de escribir en una solicitud formal para llevar a un hombre a la corte. Pero eso tú...
—Ya lo sabía —agregó Konatsu.
Hikaru asintió nervioso, como hacía con cada movimiento, y continuó su relato.
—Y queda el problema más grande de todos, el que nadie, realmente ninguno de los involucrados en este caso, incluyendo aquellos que lo conocíamos de nuestra juventud en Nerima, había prestado atención cuando sospechamos de él en un principio.
—¿Qué cosa? —preguntó lentamente.
—Que Ranma Saotome hace mucho tiempo está curado de su maldición, ya no se convierte en mujer al estar bajo el agua. ¡Cómo pudimos ser tan tontos de no fijarnos en eso desde un principio! —Hikaru soltó una risilla nerviosa y luego meneó la cabeza como si se estuviera lamentando de sí mismo—. Pero vimos el cabello rojo y nos volvimos locos con las suposiciones, porque muchos de los que lo conocíamos no habíamos sabido nada de él en los últimos años.
Konatsu entreabrió los labios y los cerró como si quisiera pensar mejor lo que iba a decir, luego los volvió a abrir y habló con más calma.
—Entonces no tienen a ningún culpable, no tienen nada —afirmó y una pequeña mueca, casi una sonrisa apenas notable, se dibujó por un instante en sus labios.
—No directamente —agregó Hikaru, lo que hizo a Konatsu endurecer otra vez su rostro—. Por lo menos no para mí, porque tengo una teoría al respecto y me gustaría compartirla contigo. —Se llevó una mano al mentón mientras hablaba con los ojos perdidos en el vacío.
—¿Qué teoría? —preguntó Konatsu alzando una ceja con desconfianza.
—¿Y si Saotome contaba con un cómplice? —Bajó los ojos que antes miraban el techo pensativos, oscuros y enmarcados en unas preocupantes ojeras, y los posó en Konatsu—. ¿Una persona lo suficientemente hábil como para tomar su lugar? Obviamente entrenada por, quizás, él mismo para ser capaz de vencer a una guerrera fuera de forma como Shampoo, ¿y si además usaba una peluca únicamente para confundirnos? Así es, buscar acusarse a sí mismo para resultar después ser inocente, lo liberaría luego de cualquier otra sospecha y no se volvería a investigar sobre él… aunque sí fuera el autor intelectual del crimen.
El rostro de Konatsu se tornó lívido. Las manos empuñadas sobre los muslos temblaban, como si estuviera decidiendo qué hacer a continuación. Hikaru se mantuvo calmado, sonriente, con ese gesto de resignación que parecía inspirar lástima al ser un hombre tan delgado y frágil. En extremo frágil.
—Esa… teoría tuya —murmuró suavemente Konatsu, arrastrando las palabras en un tono ronco e inquietante—, ¿la sabe alguien más?
Hikaru contestó con una enigmática sonrisa.
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Akane titubeó cuando el hombre se acercó. Estaba tan absorta en sus pensamientos, cabizbaja, que al ver la mano cruzarse delante de sus ojos sobre el mesón, que él apoyó con soltura, con la brillante sortija en el dedo, le provocó un sobresalto.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Lo hizo con amabilidad, pero sus ojos chispeaban con un endemoniado resplandor infantil. De pronto Akane sintió el deseo enorme de responderle, pero recordó que se trataba de un cliente, aunque fuera uno arrogante e infiel. Porque ¿cómo se atrevía él, un hombre casado, venir a hablarle a ella en ese tono tan… tan…?
—Oye —insistió un poco más fuerte, casi como si estuviera dando una orden—, ¿estás bien?
—Sí —musitó tímidamente evitando su mirada.
Él se inclinó hacia adelante, disminuyendo la distancia que separaba sus rostros.
—¿Segu…?
—¡Claro que lo estoy, tonto! —Akane alzó la voz con un fuerte grito que más sonó a una amenaza letal.
Tras darse cuenta de lo que había hecho, la joven mujer se llevó ambas manos a la boca. Jamás había perdido el control de esa manera, nunca, pero ante ese hombre algo explotó en su pecho y escapó por su boca. Estaba enojada, sus piernas temblaban y sentía la espalda empapada de sudor aunque ese día estaba frío.
—Si tú lo dices —respondió él con indiferencia y retrocedió irguiéndose otra vez, encogiéndose de hombros.
Al momento ella se sintió extrañada, quedándo con ambas manos cruzadas a la altura del mentón. La manera con que ella le había gritado, su falta de educación y violencia, no parecían haber afectado en nada a ese hombre. Estaba tan tranquilo como al principio, como si el que ella hubiera explotado fuera lo más normal del mundo. Lo notó sonriente y comprendió que se estaba divirtiendo a costa de ella. La vergüenza ardió en su rostro y tuvo deseos reales de abofetearlo, mientras que en su interior algo se revolvía a la altura de su estómago y presionaba su pecho lastimándola con fuerza, una espantosa tormenta de sentimientos a los que no podía darle significado. Porque por primera vez desde que comenzó a vivir su nueva vida sentía algo por un hombre... ¡y estaba casado!
¡Lo odiaba, todo era culpa de él!
Todo lo que deseaba en ese momento era correr a la bodega y encerrarse a gritar, llorar, o lo que fuera por culpa de ese maldito tonto que la hizo sentir como una adolescente otra vez. No lo conocía, pero lo odiaba. No sabía su nombre, pero lo odiaba tanto que estaba a punto de olvidarse que él era un cliente para golpearlo con todas sus fuerzas. Y deseaba hacerlo, ¡por Kami-sama cómo quería hacerlo!
—Perdona, pero... ¿puedo comprar las flores o no?
Preguntó en un tono tan arrogante, confiado, seguro de sí mismo y también inconscientemente egoísta, indiferente de lo que ella estaba padeciendo, que sintió cada una de sus palabras como un amargo licor derramado sin piedad sobre el fuego de su ya acalorado y lastimado corazón. Lo único que pudo hacer fue parpadear confundida, lentamente, intentando organizar sus pensamientos mientras que con todas sus fuerzas contenía los deseos violentos de su instinto, empuñando ambas manos que ahora temblaban a los lados de su cuerpo.
—Yo… sí —contestó muy lentamente, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para controlar el tono de su voz y la postura de su cuerpo, hasta el punto de sentirse agotada—. Sí, por supuesto que puedes.
Actúa con naturalidad, se dijo Akane. Tú puedes hacerlo, que no vea que te afecta, también se dijo. Su mente era un caldo borboteante de sentimientos y pensamientos que no tenían explicación. Cuando volvió a ver la sortija en el dedo de ese hombre, cerró los ojos hasta apretar los párpados. Sería demasiado vergonzoso dejar escapar las lágrimas delante de un desconocido, por razones que a él ni siquiera debían importarle, menos conocer.
—A mi esposa le gustaban las flores —dijo él repentinamente.
Sus palabras llegaron tras lo que pareció una eternidad en que la observó en silencio, mientras que ella seguía con la cabeza inclinada intentando ignorarlo.
—¿Tu... esposa? —Akane apretó los labios y los relamió con disgusto.
¿Qué la enloquecía tanto de que ese desconocido estuviera casado? Era solo un hombre, como muchos otros en el mundo. Si le había gustado la persona equivocada, no haría nada, guardaría silencio y luego podría superarlo. ¿Por qué le importaba tanto? ¿Por qué sentía un dolor tan intenso en su corazón? ¡Y por un desconocido!
—Sí, mi esposa. —La arrogancia en la sonrisa de ese hombre desapareció tan rápido como la calma de Akane. Todo su rostro dejó caer la máscara de arrogancia, revelando una profunda nostalgia y tristeza, un dolor casi palpable—. Aunque murió hace mucho tiempo todavía siento que puedo verla, a veces, frente a mí —agregó dedicándole una extraña mirada a la joven vendedora de flores.
¿Muerta?, se preguntó ella, ¿entonces él es…? ¿Él está…?
Akane alzó el rostro, su gesto delató sus sentimientos, una espantosa mezcla de sorpresa, vergüenza, alegría y odio hacia ella misma. Dos pequeñas lágrimas, de las que ella no se percató, se asomaban por el contorno de sus ojos.
—Lo… Lo lamento —se obligó a decir.
No lo sentía realmente y eso la hizo sentirse asqueada de sí misma.
—No te preocupes —respondió él encogiéndose otra vez de hombros—, fue hace mucho tiempo y… —Se detuvo, como si de pronto hubiera cambiado de idea, cambiando de tema—. Estas flores son para su tumba, eran sus favoritas… creo. —Chasqueó la lengua y se llevó una mano detrás de la cabeza—. Nunca fui muy atento con ella, maldición, tenía razón en molestarse siempre que yo… Bueno, supongo que ahora ya es demasiado tarde para arrepentirse, ¿no te parece?
Aquel infantil gesto de arrepentimiento, en un hombre de apariencia tan elegante e incluso intimidante, le provocó una repentina alegría a Akane, casi como si quisiera reírse. Pero sus palabras siguientes la sumergieron en una profunda tristeza, un cambio tan brusco que la hizo darse cuenta de la realidad. Si bien ese hombre aparentaba indiferencia y calma, incluso burla, en realidad sus ojos estaban llenos de amargura. El corazón de Akane volvió a constreñirse dolorosamente, como si pudiera sentir el dolor de ese hombre como propio y la hizo recordar su situación. No era la única que sufría, la única que se sentía sola y fuera de lugar, la única a la que el destino le había arrebatado todo. Se compadeció de él tanto como de ella misma.
—Lo siento —repitió, a pesar de que él le había dicho que no importaba.
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Hikaru se dejó caer pesadamente sobre el asiento del piloto y cerró de golpe la puerta del automóvil. Descansó los brazos sobre el volante e inclinó hacia adelante el cuerpo, lo suficiente como para alcanzar a ver el segundo piso de los departamentos a través del parabrisas. Allí estaba Konatsu, observándolo de regreso desde detrás de la barandilla, abrazándose el cuerpo y cerrando los bordes de una chaqueta más gruesa sobre la camiseta delgada. Era un día de verdad muy frío.
El asistente suspiró, echó para atrás la espalda y se acomodó. Movió la delgada mano para girar la llave y arrancó el motor. Se detuvo un momento para dar otra mirada hacia el edificio. Meneó la cabeza en un gesto de negación, empujó la palanca de cambios y aceleró.
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Akane esperó pacientemente a que aquel hombre se acercara a la puerta, la abriera lentamente, se detuviera antes de salir y girara para hacerle una pequeña reverencia con la cabeza. Ella respondió, con las manos empuñadas escondidas detrás del mesón, haciendo un gesto similar. Calma, calma, se dijo ella, un poco más, hasta que él con esa endemoniada sonrisa que le hacía mucho más difícil contener sus emociones terminó por despedirse desde la entrada y dejó la florería. Lo último que vio de él fue su silueta desapareciendo por el costado de la vereda.
Esperó un poco más.
Entonces soltó el aire que había retenido con un largo suspiro y se llevó una mano al pecho. Parpadeó confundida mientras miraba el piso y las puntas de sus zapatos casi juntas.
—¡No puedo creerlo! —gritó llevándose ambas manos al rostro—. ¡¿Voy a hacer qué?!
Casi gritó como si fuera una adolescente y doblando las piernas se acuclilló escondiéndose detrás del mesón. Sentía su rostro arder y sus manos temblaban de emoción. Él la había invitado a tomar un café… ¡y ella había aceptado!
—Estás loca, Akane, ¡estás realmente loca! —se dijo tratando de sonar arrepentida.
Pero la tonta sonrisa que no podía dejar de hacer la delataba. ¿Qué importaba que él fuera viudo? Era joven, apuesto, dueño de su propia empresa… y alguien tan dedicado a comprar flores a su esposa fallecida, a la que se veía que había amado mucho, no podía ser una mala persona. Además, no es cómo si fuera a competir con un recuerdo, no veía nada de malo en que ese hombre siguiera enamorado de su difunta esposa, sino que aquello más lo enalteció a su imaginación y... ¿Pero qué pensaba? ¡Tan solo iban a tomar un café, como un par de amigos, o conocidos, nada más! ¿Por qué se imaginaba ya otra clase de problemas y situaciones?
—Calma, Akane, calma —se dijo con insistencia dándose de suaves palmaditas en las mejillas, que sabía debía tener más rojas que las rosas del mostrador—. Puede entrar otro cliente, tienes que calmarte, solo será un café.
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Ranma avanzó sin mirar atrás y al doblar en una esquina pasó frente a un contenedor de basura. Arrojó el ramo de flores en su interior y siguió caminando metiendo ambas manos en los bolsillos del pantalón. Sonreía, pero no como antes. La suya era una sonrisa de triunfo, de satisfacción, la alegría de un hombre que finalmente se había vengado del mundo y ahora reclamaba lo que le habían arrebatado. Lo que le pertenecía. Ya no era ese crío tímido y cobarde, ese atolondrado imbécil que permitió una vez que le quitaran a Akane. Ya no, ahora se encargaría de que nunca más nadie se atreviera siquiera a interponerse entre los dos, mucho menos que se acercaran a ella. Porque sí, porque Akane le pertenecía a él, únicamente a él.
Y finalmente conocía la manera de remediar definitivamente cualquier molesto inconveniente que apareciera en sus planes. Era tan sencillo, ¿siempre lo fue?
La sonrisa del hombre se tornó afilada. Las pupilas se dilataron y sus ojos azules parecieron tornarse tan negros como dos perlas.
Se detuvo al descubrir la figura que lo esperaba un poco más adelante. Era el asistente Hikaru que de pie descansaba la espalda en un automóvil estacionado junto a la acera. Sus miradas se cruzaron y Hikaru alzó una mano en alto y lo saludó amistosamente.
—¡Saotome!
Ranma no demostró ninguna emoción, ni alegría o tampoco rabia, tan solo se quedó observando al delgado y enclenque agente de la ley, manteniendo el rostro levemente inclinado y los ojos oscurecidos peligrosamente bajo la sombra de sus pronunciados mechones. No tardó mucho en recuperarse, alzar el rostro y sonreír como si fuera otra vez ese arrogante e ingenuo muchacho de antes.
—Gosunkugi… —Ranma respondió con un susurro rasposo, alzando apenas la voz para hacerse escuchar.
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Esa mañana el café le supo amargo. Normalmente lo bebía así, sin azúcar y tan cargado como para hacerla mantenerse en pie todo un largo día tras unas pocas horas de sueño. Pero ese día era diferente. El cuerpo apenas le dolía, la licencia médica que se tomó tras una estrepitosa caída había sido más una excusa para librarse del trabajo, en un caso sin solución y por el que seguramente se llevaría una buena reprimenda antes de ser archivado. No le importaba, porque ella sabía la verdad, simplemente no la quería revelar.
La inspectora Tendo se sentó en la pequeña mesita blanca de la cocina para acabar el café, desde donde alcanzaba a ver el noticiero en la sala. La nueva casa era más pequeña y fácil de organizar, o eso era antes cuando se encargaba Kasumi de los quehaceres. Luego, cuando Kasumi se casó y se fue a vivir junto a su esposo, era Akane la que entre torpezas trataba de demostrar que ya estaba bien y que era capaz de cuidar de sí misma y de su hermana. Ella también se fue con el tiempo, a un departamento más pequeño tratando de recobrar la independencia de una vida adulta que el supuesto accidente le había arrebatado.
Era una casa pequeña, pero demasiado grande para una mujer sola, desorganizada en las tareas domésticas y sin deseo alguno por invertir su precioso tiempo en menesteres inútiles. Dejó el café a medio beber encima de la mesa y se levantó. Hizo una mueca de disgusto al ver la pila de platos sucios en el lavaplatos. Tomó la cartera haciendo lo que mejor sabía hacer: ignorar el problema. Hurgó entre los cojines del sofá y unas prendas limpias sin doblar hasta que halló el control remoto y apagó el televisor. Se vistió con el abrigo que colgaba del perchero junto a la puerta y dio una última mirada a su oscuro, desordenado y silencioso hogar. No era la vida glamorosa que imaginó tendría cuando estudiaba en preparatoria, pero se consoló al recordar que casi nadie la tenía. Salió cerrando la puerta de un golpe.
se detuvo agarrando con fuerza la correa de la cartera contra su cuerpo. En la calle esperaba el pequeño automóvil piloteado por Hikaru. Éste le sonrió desde el interior y extendiendo el cuerpo y el brazo por sobre el asiento del copiloto, abrió la puerta invitándola a entrar.
La inspectora no se hizo de rogar, estaba frío y no tenía ganas de conducir por su cuenta ese día. En realidad casi nunca las tenía, por ello estaba acostumbrada a dejarse llevar por su asistente. Cuando se acomodó dentro del automóvil y cerró la puerta, al momento se sintió más reconfortada por el calor, hasta que el aroma de un cigarro reciente la hizo fruncir el ceño.
—Lo siento —se disculpó Hikaru interpretando el gesto de la inspectora y abrió un poco la ventanilla.
Estaba tan acostumbrado a disculparse por todo que no mostró signo alguno de arrepentimiento.
—Espero que no hayas tenido mucho trabajo en mi ausencia —dijo la inspectora, sin siquiera saludarlo o darle las gracias primero, mientras revisaba el contenido de su cartera sobre sus piernas asegurándose de que no faltara nada.
—No mucho, inspectora.
La inspectora Tendo dejó escapar un largo suspiro. Hikaru, sin embargo, continuó hablando:
—Me hice cargo del caso de la señora Shampoo. —Hikaru dio una rápida mirada a la inspectora, pero esta pareció no mostrar ninguna reacción, a excepción de un leve movimiento que hizo con la ceja—. Conseguimos una interesante pista en el lugar del crimen, muestras de cabello rojo.
—Ah… ¿Sí? —respondió apenas mostrando interés—. Hikaru, ¿no te habrás extralimitado en tus deberes?
—Para nada, inspectora, nadie más quiso hacerse cargo de su caso, por lo que como su asistente se me confirió plena autoridad para investigar. Lamentablemente, no lo hice muy bien, la pista no me llevó a nada y creo que únicamente terminé por incomodar a los testigos. —Suspiró apesadumbrado—. Tampoco pude asociar el crimen a Saotome, tenía una coartada perfecta y cuando volví a hablar con él…
—¿Hablaste con Ranma?
La pregunta de la inspectora careció de la indiferencia habitual con que se dirigía siempre sobre cualquier tema, revelando un apenas perceptible timbre de ansiedad.
—Además del cabello, encontramos muestras de ADN en la escena, sangre que no era de la víctima y que lógicamente tenía que ser del atacante. Por lo que me aventuré a pedirle a Saotome a que colaborara voluntariamente con una muestra, antes que recurrir a una orden que lo obligara. Me sorprendió la disposición que tuvo en aceptar, en realidad no lo esperaba, y el resultado fue concluyente: él era inocente. Además, a esa hora él estaba en el aeropuerto tomando un vuelo a Kioto.
El asistente Hikaru deslizó cada palabra sin quitar los ojos de encima a la inspectora. Ella, a pesar de su esfuerzo y dominio propio, sus emociones la superaron y su rostro reveló al principio sorpresa, luego un atisbo de temor, incluso de pánico, para acabar con un leve reflejo de alivio en sus ojos. Pero la información final de la supuesta coartada le provocó cierto gesto de curiosidad y extrañeza.
—¿A Kioto?
—Así es, inspectora, ¿no le parece una coincidencia sospechosa tras lo sucedido con la señora Ukyo?
El silencio se apoderó del interior del automóvil y pareció que el frío del exterior también entró en ese lugar.
—Hikaru…
—Por supuesto que lo que sucedido en Kioto no entra en nuestra jurisdicción, así que no me molesté en ir más allá con mi curiosidad. —Se encogió de hombros y sonrió como si todo hubiera sido parte de una broma desagradable—. Oh, y también me lo encontré ayer cerca del centro, a él, a Saotome. Parece que le gusta frecuentar una florería que se ha vuelto muy popular en ese barrio.
Guardó silencio, de reojo observó el rostro de la inspectora Tendo y sonrió satisfecho.
Era la primera vez, desde que la conocía hacía años de los días de preparatoria, que pudo apreciar en su gesto y repentina palidez que había conseguido traspasar las barreras de la otrora infame reina de hielo. Tan solo aquello lo hizo guardar, no sin un poco de vergüenza, un repulsivo sentimiento de orgullo.
—¿Qué dijo? —preguntó Nabiki, finalmente, tras conseguir reordenar sus pensamientos, con voz ronca y trémula.
—Él...
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—¿Sabías, Saotome, que cuando un animal prueba la sangre humana ya no puede convivir con las personas? Debe ser aislado, incluso sacrificado.
Ranma se sorprendió al principio con las palabras de Hikaru, tan valientes en alguien de cuello tan delgado, que podría fácilmente triturar con sus manos. Mas, al momento recobró la sonrisa, una casi de desafío, como si por primera vez viera a aquel hombre delgado y enclenque como a un rival que debía tomar con seriedad. Aquella mirada tomó desprevenido a Gosunkugi, siendo ahora él el sorprendido, perdiendo su calma y fingida actitud ingenua que había mantenido desde el principio.
—Gosunkugi, ¿y quién se atreverá a ponerle la correa a ese animal? —Chasqueó la lengua y torció los labios en un gesto provocador, inclinándose un poco para acercar su rostro al de Hikaru, cubriéndolo con su sombra—… Una vez un cliente al que tuve que proteger, un empresario europeo, me contó una interesante historia de su país. Había un lobo muy peligroso, de tamaño descomunal, que iba a devorar al mundo entero. Forjaron una cadena indestructible para detenerlo, pero nadie se atrevió a intentar usarla, ni siquiera los héroes más valientes. Hasta que uno lo hizo, pero a cambio sacrificó su brazo a la bestia para calmarla y así poder atarla por la eternidad. Dime, Gosunkugi, ¿estás dispuesto a pagar el precio?
Ranma se rio amenazadoramente mostrando los dientes. Hikaru dio un paso atrás topando con su automóvil, con auténtico temor y desconociéndolo, ese no era el Ranma que una vez conoció. El hombre se irguió y encogiéndose de hombros ante la palidez del agente de la ley, pasó delante de él para seguir su camino con las manos en los bolsillos. Gosunkugi tardó en reaccionar, pero aunando todo su valor y empuñando ambas manos se apartó del automóvil y alzó el puño en alto, gritando con voz temblorosa.
—¡No t-te tengo miedo, Saotome! Te estaré vigilando, ¿me escuchas? ¡Si vuelves a hacerlo, si encuentro una sola prueba, te atraparé! ¡No puedo permitir que un monstruo como tú siga suelto!
Ranma no contestó, pero mientras avanzaba dándole la espalda sacó una mano del bolsillo y la alzó en alto en señal de despedida.
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—Mmm… No dijo nada especial —respondió cerrando los ojos, rememorando la escena.
La inspectora Tendo lo examinó desconfiada, pero antes de que pudiera indagar más, Hikaru se le adelantó con prisa, como si deseara cambiar de tema.
—También me tocó investigar el asesinato de la señorita Kodachi Kuno.
—¿Asesinato?
—Oh, perdón, quise decir suicidio. —Sonrió torpemente.
Entonces se metió una mano al bolsillo de la chaqueta y la sacó empuñada. La extendió delante de la mujer.
—Creo que olvidó esto, inspectora.
En la palma del asistente Hikaru resplandecía una fina sortija dorada.
Nabiki Tendo perdió la voz, sus labios se abrieron sin dejar escapar una sola palabra, mientras que sus dedos por instinto buscaron el dedo ahora desnudo, donde antes había acostumbrado a llevar la sortija de matrimonio de su hermana Akane. Sabía perfectamente el lugar en que la había extraviado, el mismo donde se ganó esos dolorosos cardenales que todavía la incomodaban al moverse. Tantos planes, palabras, excusas y posibles resultados se agolparon en su cabeza que sintió un poco de fiebre. El deseo de deshacerse de Hikaru Gosunkugi la invadió, como un obstáculo al que debía sacar del camino por su seguridad.
Pero cuando se percató de sus propias y peligrosas ideas, se calmó. Y la derrota se dejó ver en su rostro.
Hacía mucho tiempo que ella estaba preparada para ese momento, lo había meditado con mucho detalle, como un precio justo que debía pagar para completar su venganza, y ahora por un poco de pánico no estaba dispuesta a convertirse en algo que odiaba para intentar salvarse, ya no.
—¿Tan rápido me atrapaste?, debo estar perdiendo mi toque, fui muy descuidada —confesó finalmente en un tono en extremo cansado, pero sin perder su ácido sentido del humor.
El asistente la observó detenidamente, hasta que ella comenzó a ponerse nerviosa. Cuando parecía que la inspectora iba a hablar en su impaciencia, él respondió interrumpiéndola:
—No sé de lo que me está hablando, inspectora.
Tomó con ambas manos la mano de la inspectora, la obligó a extenderla y colocó en su palma, con mucha delicadeza, la sortija dorada.
—Ayer hice limpieza para quitar las cenizas y todo eso por lo que siempre me regaña, y encontré el anillo bajo el asiento. La próxima vez tenga más cuidado para no perderlo.
—¿Qué?
El asistente miró hacia adelante, giró la llave para encender el motor.
—Pero… ¿por qué?... Gosunkugi, ¿por qué? —insistió la inspectora, incrédula y también molesta.
Él hizo como que no la escuchó y giró el volante, movió la palanca de cambios y presionó el acelerador. Pero el automóvil se estremeció cuando debió pisar casi al instante el freno con fuerza, deteniéndolo bruscamente, porque la inspectora había asido el volante hacia el otro lado, casi haciéndolo perder el control.
—¡Hikaru! —gritó Nabiki con rabia y la voz cargada de sentimiento—, ¿por qué?
Hikaru Gosunkugi se dio por vencido, no iba a poder escaparse así de ella. Pero le sería difícil revelar los sentimientos que ni siquiera a él mismo había sido capaz de confesar: que durante todos esos años había seguido enamorado de Akane en silencio, como a una estrella inalcanzable y a la que debía admirar desde la distancia. Y que sufrió con su supuesta muerte, más que ningún otro. O que la rabia que lo invadió y su deseo de justicia fueron las razones por la que acabó trabajando en la policía. En eso era idéntico a ella. ¿Pero cómo explicarlo, los sentimientos de culpa, la lucha interna entre su deber y lo que deseó hacer realmente, o haber hecho en lugar de otros? ¿O lo inútil que se sintió cuando vio que otros sí tuvieron el valor y la fuerza para llevarlo a cabo? Suspiró pesadamente, se dejó caer con los brazos sobre el volante y se encogió de hombros.
—Inspectora, la justicia es ciega —contestó con toda honestidad—, pero yo no.
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Aquí termina Justicia Ciega, gracias a todos por leer.
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Me costó llegar hasta aquí, pero lo hemos conseguido. Aunque los primeros capítulos salieron muy rápido, empujado por el deseo de regalarle esta historia a mi esposa, el epílogo fue víctima de las preocupaciones de la vida real. Confieso que han sido semanas muy difíciles en lo laboral, con problemas ajenos a nosotros pero que acabaron coartando todas nuestras energías, tiempos de descanso y de escritura. También en la salud, porque como algunos conocen cargar con mi fibromialgia me provoca temporadas de dolores y agotamiento extremo, que tiran por el suelo toda mi concentración aunque luche contra ello.
El epílogo avanzó a la velocidad de un par de párrafos al día, o cada tantos días, o a una línea entre atender clientes. Pero ya no más quejas, estamos aquí y puedo sentirme feliz de haber terminado otra historia, sabiendo de las muchas otras que tengo pendientes y que, al ser más complicadas por su naturaleza, me cuesta tan solo comenzar a abordarlas.
Si bien este fic era un regalo para Randuril, en un estilo que es un poco nuevo para mí, debo a ella agradecerle el regalo de haberlo podido escribir, inspirarme y acabar divirtiéndome tanto con esta trama. Más todavía, a ella porque siempre es el consuelo a mis dolores, me atiende como una enfermera cuando lo necesito, me acompaña en mi ritmo de vida más sosegado y disfrutamos juntos de todas nuestras fantasías y aventuras.
Gracias también a todos ustedes que siempre han tenido mucha paciencia para esperar mis lentas entregas y por sus palabras de apoyo. Cada review lo leo con gran afición, cada crítica me hace sentir querer mejorar esos aspectos o detalles que no quedaron tan bien, buscando que en la siguiente entrega se refleje alguna mejora. Gracias porque leo también sus reviews de mis historias antiguas. Muchos comienzan escribiendo que quizás ya no voy a leer ese review, pero igual me lo dejan. No tengan dudas, los leo todos y me emocionan como la primera vez. No hay sentimiento más maravilloso que conseguir una lágrima o una risa en alguien que lee una historia que uno escribió con mucha ilusión.
Me despido porque, para variar, debo seguir trabajando.
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Nos leemos en la siguiente historia.
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Noham Theonaus
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